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PEQUEÑO Y TENTADOR ENGAÑO 8 страница



 

 

 

Despué s de dormir en sus brazos a Daniel y dejarlo en su cunita, no sabí a exactamente cuá nto tiempo llevaba


encerrada en su habitació n y sin querer ver a nadie. Con un largo y vaporoso camisó n rosa, sentada en mitad de la cama y con las piernas cruzadas, Mariam intentaba pensar que hacer… que decir.

 

Dios, llevaba meses caminando sobre una cuerda floja y era inevitable que en algú n momento la maldita cuerda cediera.

Y su reencuentro de esa mañ ana con Javier Carballo no le dejaba má s margen de tiempo. Debí a confesarlo todo.

Durante esas dos ú ltimas semanas de absoluta felicidad que habí a compartido con Vicenzo y su hijo, no habí a pasado


ni un solo dí a en el que, nada má s despertarse por las mañ anas, se prometiera así misma que acabarí a con el engañ o de una vez por todas. Pero con desá nimo siempre veí a como la noche llegaba un dí a má s y su farsa continuaba. Unos suaves golpes en la puerta irrumpieron en el calvario de sus pensamientos.

Se retorció las manos.

—Adelante.

Fue un sonriente Vicenzo quié n atravesó la puerta y cerró tras de sí.

Supuso que acaba de llegar de su relá mpago viaje de negocios a las afueras de la gran ciudad, porque continuaba vistiendo el elegante traje gris con el que lo habí a visto esa


mañ ana, cuando aú n de madrugada, irrumpió en su recá mara para besarla antes de marcharse.

—Veo que aú n sigues sin querer aceptar mi inmejorable invitació n de que comencemos a compartir dormitorio — la regañ ó tiernamente, con un brillo mordaz en sus ojos—. ¿ Qué tal tu dí a, preciosa?

Conteniendo el aliento le observó avanzar hacia ella y sentarse a su lado, en la cama. Inclinó la cabeza y rozó sus labios, sin tocarla. Mariam se preguntó si la estaba provocando. Como solí a hacer con frecuencia.

Y como solí a suceder siempre, el magnetismo sexual y emocional que ejercí a sobre ella, lograba que cayera


constantemente en sus juegos y provocaciones.

Envolvié ndolo con sus brazos, apretó má s su boca en la de é l. Vicenzo gimió y con una pasió n caliente, abrasadora, le devolvió el beso mientras, colando una mano por debajo del camisó n de Mariam, le acariciaba los pechos desnudos.

Probablemente la preocupació n y el lastre demasiado grande de la mentira que cargaba sobre sus hombros, hicieron posible que la joven finalizara con aquel arrebato de lujuria antes de que las cosas fueran a má s.

Arreglá ndose la ropa y sin mirarlo a la cara, se levantó de inmediato de la cama.


Despué s de un suspenso angustioso, se atrevió finalmente a girarse y mirarlo directamente a la cara. É l seguí a sentado en el borde del colchó n, con los codos apoyados sobre sus rodillas y con esa ú ltimamente acostumbrada expresió n suya de: “Soy un hombre al que le encanta el sexo, Mariam ¡ no un jodido eunuco! ”

Aquello la achantó.

—Enzo… yo…

É l iba a decir algo, quizá s alguna replica, pero cerró la boca apretando los dientes.

Con una mueca que pretendí a parecerse a una sonrisa, explicó, deshacié ndose de la chaqueta y corbata:

—Solo quiero celebrar con mi valiente


e intré pida mujer, que ha sobrevivo a un dí a de compras con Zia Iné s. Podrí amos festejar tu pequeñ a aventura por las tiendas de Roma esta anoche. Solos tú y yo. Incluso podrí a tomarme mañ ana el dí a libre y dedicá rtelo por completo. Ni siquiera tendrí amos que salir de esta habitació n en todo el dí a. ¿ Qué te parece?

Sus palabras estaban repletas de incitantes perversiones, promesas. Ella sabí a perfectamente lo que le estaba pidiendo. Y con todo el dolor de su alma, tení a que negá rselo… ¿ Y ya iban…?

Posiblemente Vicenzo Riccardi no habí a oí do tantos “no” y sufrido tantos rechazos por parte de una mujer en su


vida. Suspiró.

—N-necesito hablar contigo primero de algo importante…

—¿ Un regalo para mí, cariñ o? —la interrumpió é l.

—¿ Có mo?

É l cogí a algo entre los dedos. Cuando Mariam reconoció la incitante ropa interior que habí a dejado olvidada en un extremo de la cama, se ruborizó y miró hacia otro lado, incó moda.

—Ah, eso.

Los labios de é l se curvaron con su consabida sonrisa burlona.

—Sí, esto.

—Fu-fue algo que tu tí a, obstinadamente por cierto, se empeñ ó en regalarme.


Vicenzo se incorporó del colchó n y caminó hasta ella.

—Pues me alegro mucho que lo hiciera.

—Le paso el dorso de algunos dedos por la mejilla con ternura para no alarmarla. Su voz enronqueció —: ¿ Por qué no te lo pruebas para mí, cara?

Quiero vé rtelo puesto.

Ella alzó la mirada y se perdió en los preciosos ojos verdes de é l. Su color de ojos era tan extraordinario e infrecuente. Pero sin lugar a dudas, aquella era la marca de los Riccardi. Incluso Daniel los habí a heredado.

Su pequeñ o.

Cuando notó que los parpados le escocí an por las lá grimas que se agolpaban detrá s de ellos, aceptó con


manos temblorosas la diminuta y provocativa lencerí a que sostení an los dedos de Vicenzo, y desapareció en el bañ o.

Solo un cuarto de hora má s tarde, y despué s de recomponerse un poco, Mariam salí a del aseo, envuelta en una ligera y corta bata de color blanco orquidea.

Vicenzo se giró y la observó con aquella mirada atrevida y provocadora que poseí a.

Llevaba unos dos meses de abstinencia sexual y comenzaba a sentirse como un malnacido depravado. Las dos ú ltimas semanas, las má s felices de su vida, iró nicamente, tambié n habí an sido especialmente duras para é l.


—Dé jame verte, Mariam.

Cuando sus tré mulos dedos lograron desatar el nudo de la bata y la dejó caer a sus pies, el corazó n empezó a latirle má s rá pido.

Llevar aquel conjunto de lencerí a era igual que no llevar nada puesto encima. Las pupilas de Vicenzo se dilataron y su erecció n se hizo mucho má s violenta.

Podí a vislumbrar a travé s del encaje y fina gasa, los pezones oscurecidos y erguidos de Mariam, o como la pequeñ a braguita se ceñ í a, recelosa, a su raso sexo. Sintió un deseo arrollador de pasar por ambas zonas la lengua y mordisquearla con los dientes… de marcarla como suya.

Dio mí o. Está s bellí sima, excitante.


La piel de la joven se volvió dolorosamente sensible, cuando Vicenzo deslizó las manos por su espalda hasta ahuecarlas en sus nalgas. Ella soltó un gemido entrecortado cuando la estrechó má s asfixiantemente contra é l y pudo notar su poderosa erecció n.

—Me tienes duro, Mariam. Tan condenadamente duro como una roca. — Hundiendo los dedos en su cabello la instó a doblar la cabeza para besarla—.

¿ Cuá ndo me dejará s hacerte el amor? Te necesito y cada dí a que pasa la tortura de mantenerme bajo control se hace má s y má s pesada e insoportable.

Sintiendo una terrible opresió n en el pecho mientras la necesidad de respirar lidiaba con el deseo que le hací a arder


las entrañ as, Mariam se zafó de los brazos que le prometí an alcanzar la gloria.

Luchó por reprimir las lá grimas.

—No… aú n no… —“Antes necesitas saber algo. ” Pero primero ella debí a encontrar el valor suficiente, y de momento, no lo tení a esa noche—. Por favor, Enzo, me gustarí a descansar.

Dormir.

É l iba a decir algo, pero cerró la boca y apretando los dientes.

Cada dí a estaba má s convencido que la noche en la que concibieron a Daniel de una u otra manera habí a lastimado a Mariam… fí sicamente. Imá genes de é l abusando de ella o hacié ndole dañ o mientras la poseí a no dejaban de


asediarlo.

Era evidente que lo deseaba pero la reticencia e incluso el miedo que parecí a sentir cuando estaba en sus brazos, lo señ alaban como culpable. Lo condenaban.

 

Capí tulo 15

 

Distraí do, Vicenzo llevaba rato en el salotto de su á tico dá ndole vueltas a lo sucedido la noche anterior: una vez má s, Mariam se habí a vuelto a negar a hacer el amor con é l.

 

El timbre de su apartamento sonó de modo imperativo. Miró la hora en su reloj con el entrecejo arrugado. Ni siquiera eran las ocho de la noche.


Mariam y é l acudirí an esa noche a una cena en la que homenajeaban a Callisto Riccardi, un verdadero tiburó n de los negocios que habí a fracasado como padre, y por lo tanto, no esperaban visitas.

 

Con rostro inexpresivo, Beatrice escoltó a Gia Carusso a lo largo del pasillo hasta llegar al salotto y luego se retiró.

—Vicenzo querido.

La expresió n en el rostro del italiano la detuvo.

—¿ Qué demonios está s haciendo aquí, Gia?

—Uy, cuanta hostilidad. Y yo que vení a a facilitarte cierta informació n que estoy segurí sima será de tú total interé s.


Hubo una breve pausa, y luego é l se rió. Su risa suave iba acompañ ada de un mensaje amenazador que le causó escalofrí os.

—¿ Acaso piensas que puedes usar tus artimañ as conmigo, Gia? A diferencia de otros, yo te conozco lo suficientemente bien como para saber que disfrutas trastocando la realidad. Así que dudo que tus maquinaciones puedan servirte de algo.

A la belleza rubia de largas piernas le chispearon los ojos de ira.

—Es iró nico que te atrevas a acusarme de mentirosa cuando tienes a la má s farsante de todas las zorritas viviendo bajo tu mismo techo.

Se sobrecogió cuando vio que a Vicenzo


le enfurecí an sus palabras, hasta tal punto, que creyó que la golpearí a. Sintiendo que su furia podí a estallar en cualquier momento y que é l, personalmente, la echarí a de su apartamento antes de que pudiera siquiera entregarle los documentos, algo que serí a desastroso para sus planes, se apuró en decir:

—Judith Melian. ¿ Sabes quié n era?

¿ No? —Extendió un dossier hacia é l—. Pues puedo que esto te interese.

Vicenzo no hizo ni el má s mí nimo ademá n por coger el dossier. Se quedó mirá ndolo unos instantes como si este fuera una serpiente de cascabel.

Finalmente la aceptó.


 

Mariam salió de la ducha y envolvié ndose en una larga toalla entró en su dormitorio. Sobresaltada, casi chilla por la inesperada sorpresa de ver a Vicenzo sentado en el sofá.

 

Descalzo, vestí a atractivamente desaliñ ado. Probablemente con la ropa que llevarí a esa noche a la cena… o parte de ella, ya que solo llevaba el pantaló n hecho a medida y la camisa blanca a medio abotonar, mostrando parte de un pecho poderoso y un tentador atisbo de vello oscuro.

Tambié n se habí a afeitado. Su seductora


barba de dos dí as que solí a lucir en ocasiones habí a desaparecido.

 

Parecí a diferente, y poco o nada tení a que ver con su apariencia fí sica.

No, habí a algo má s. Y es que la expresió n pensativa y furibunda de Vicenzo la hicieron sentir escalofrí os. Tragando saliva, se aferró con ambas manos mejor la toalla por delante de su busto para que no se le cayera.

—Aú n no estoy lista. Apenas son las ocho y creo que me habí as dicho que la cena serí a a las diez —intentó sonar tranquila—. Enzo, ¿ ocurre algo? —De repente, temiendo lo peor, abrió los ojos desmesuradamente—. ¿ Le ha pasado algo a Daniel?


—Daniele está perfectamente. Lo he enviado a casa de Zia Iné s.

—Pero, ¿ por qué? —Instintivamente, caminó hacia la puerta para ir a la habitació n de su hijo y corroborar con sus propios ojos que todo estaba bien. Aturdida comprobó que el cerrojo no cedí a—. Has cerrado con llave.

—Gí a acaba de irse hace tan solo unos minutos.

Se dio media vuelta para mirarlo.

—Gí a estuvo por aquí … ¿ Y qué querí a? El rostro masculino se endureció aú n má s ante la expresió n inofensiva de la joven.

—Ha venido para facilitarme y revelarme cierta informació n que hasta el momento desconocí a.


Vicenzo hizo una pausa. Un mú sculo se movió en su mandí bula.

—Para que no siguieran vié ndome la cara de idiota ni continuasen burlá ndose en mis propias narices.

—Cierta informació n… —repitió ella, tení a un muy mal presentimiento—. ¿ Q- qué tipo de informació n?

—Sobre Judith Melian. —Los ojos verdes de é l brillaron de rabia y algo mucho má s desconcertante brotó de ellos cuando añ adió —: Tu amiga. Y lo má s importante, la verdadera madre de Daniele.

Mariam sintió que se congelaba. Su visió n vidriosa empezaba a desenfocarse.

Sonriendo con frialdad, é l se levantó del


sofá y comenzó a desabotonarse la camisa.

—Vamos, preciosa, ¿ es qué no piensas probar suerte ofrecié ndome otra má s de tus detestables mentiras? Puede que tengas suerte y vuelva a caer en una de esas calculadas maquinaciones que tanto te gustan contar.

Con los ojos enormes en su rostro privado de sangre, se defendió:

—Enzo, me hubiera gustado no engañ arte, poder sincerarme contigo, pero si no lo hice fue por…

—¡ Fue para divertirte a mi consta! ¡ Para atraparme! — gritó é l, perdiendo los estribos, tirando con furia la camisa que acaba de quitarse a cualquier parte.

—¡ No, no es cierto! —Temblaba de


forma incontrolable—. Solo lo hice para que no me echaras de la vida de mi hijo…

—¡ No es tu hijo!

Si la hubiese bofeteado no se hubiera sentido tan herida.

Vicenzo contempló en silencio a la joven que lo miraba con esa mirada rebelde y de ingenua esperanza que tanto lo encendí a. Tení a la piel y el cabello oscuro y largo aú n mojados por la ducha. Sus manos sujetaban la toalla contra su pecho como si se le fuese la mismí sima vida en ello.

Realmente la imagen le provocaba hacer miles de cosas con ella y todas ellas en la cama de esa recá mara.

No entendí a qué le pasaba.


É l no necesitaba a nadie. Nunca lo habí a hecho.

Pero ahí estaba. Enganchado a esa hechicera de grandes ojos como un destruido toxicó mano lo está a la droga o un alcohó lico a la bebida.

Deberí a echarla para siempre de su vida. De la vida de Daniel. Pero sabí a que no podrí a… No podrí a porque mientras no lograra saciar, al menos, esa especie de obsesió n sexual que sentí a por ella, jamá s podrí a olvidarla ni enterrar su recuerdo. Y por Dios que lo harí a. Estaba decidido a arrancá rsela de la piel y de dentro, costase lo que le costase.

Comenzó a deshacerse del cinturó n de sus pantalones.


—Como soy muy generoso, cara, voy a permitir que te disculpes. —Rió cí nico

—. Que me supliques todo lo que desees y má s. Soy tan caritativo que incluso dejaré que me grites y claves las uñ as.

Ella retrocedió, sospechando de sus obscenas intenciones.

—Enzo, está s enfadado, alterado… y yo soy… soy…

—¿ Virgen? Tambié n habí as engendrado y dado a luz a mi hijo creo recordar, pero acabo de descubrir que solo se trataba de un vil engañ o. Lo de tu supuesta inocencia debe ser una má s de tus muchas intrigas.

—¡ No! ¡ Te juro por lo má s sagrado que no te estoy mintiendo! —Lá grimas de impotencia se incrustaron en sus ojos


marrones y parpadeó con rabia para eliminarlas—. Nunca he estado con nadie.

Los ojos de Vicenzo la miraron con lascivia, pero el resto del cuerpo se mantuvo en guardia.

—Pero no te preocupes, preciosa —se burló, desabrochá ndose el pantaló n—, existe una manera muy fá cil y bastante infalible de comprobarlo.

Aunque sabí a a lo que se referí a, se escuchó tontamente preguntando:

—¿ Cu-cuá l?

—Quí tate la toalla.

—Enzo…

Un tic peligroso surcó su mentó n.

—¡ Que te quites la toalla de una maldita vez! —Era un grito que helaba la sangre.


Frené tica, Mariam calculó sus posibilidades. Si intentaba huir, é l la detendrí a en el acto y su furia se acrecentarí a, algo nefasto cuando ella necesitaba que la escuchara, sin juzgarla de antemano.

Entonces, enfrentó la mirada del italiano y creyó leer el deseo en sus ojos.

Rá pidamente pensó, ingenua o muy tontamente, que si le permití a tomar de ella lo que querí a quizá s má s tarde tendrí a a un Vicenzo exhausto y relajado… y má s predispuesto a oí rla. Desde luego, nunca hubiera imaginado que su primera vez con un hombre, con é l, fuera en esas circunstancias, pero entregarse a é l no podí a ser tan malo cuando ella tambié n lo deseaba y


sobretodo, amaba.

—¡ Mariam, te he dicho que te desnudes, maldita sea! — gruñ ó Vicenzo de nuevo. Totalmente cohibida, convulsa y sonrojada hasta la raí z del cabello, Miram dejó caer la toalla a sus pies.

—Ahora, estí rate sobre esa cama — indicó con un leve movimiento de cabeza.

Con el corazó n palpitá ndole con fuerza, tanto que le retumbaba en los oí dos, ella obedeció.

—Alza los brazos por encima de tu cabeza, hacia el cabecero. —É l esbozó una tré mula sonrisa ante el comportamiento dó cil de la joven—.

Así, muy bien. Veo que aprendes rá pido,

cara.


Desprendié ndose de sus bó xers negros, repasó con indisimulada lujuria la vista por todo el cuerpo de la muchacha que no se atreví a a mirarlo directamente y que expectante y nerviosa lo esperaba en la cama. Como un pintor contempla su mejor obra de arte, memorizó desde los dulces rasgos de la cara hasta los generosos pechos y erizados pezones.

Sus ojos continuaron descendiendo y se deleitaron con la leve y encantadora barriguita unos segundos para despué s reparar en el triá ngulo entre la unió n de sus muslos…

Un sonido gutural escapó de su garganta, y completamente desnudo y muy excitado se echó encima de Mariam.

Con una de sus manos aferró con fuerza


las muñ ecas de la joven y las sostuvo en su sitio. Se separó lo justo para contemplarla a consciencia.

Su respiració n alterada provocaba que los deliciosos y redondeados senos danzaran ante su mirada voraz. Y é l quiso llevá rselos a la boca y sentir su sabor pero se contuvo. Sin embargo, no reprimió el impulso de acariciar entre las piernas a la joven hasta sentir los jugos de su sexo entre los dedos. Ella ladeó má s la cabeza a un lado y se debatió para no poner sonido a su rendició n. A su placer.

Soltando una ristra de improperios en italiano, molesto por su actitud, le espetó:

—¡ Mí rame, Mariam! ¡ Quiero que me


mires a los ojos mientras te hago mí a!

—La joven acató una vez má s sus edictos y é l, con su cara a escasos centí metros de la de ella, la fulminó con una mirada dilatada, oscura—. Hasta hace tan solo una hora, siempre que fantaseaba tenié ndote en mi cama me imaginaba hacié ndote el amor.

Compensá ndote por esa primera e inexistente vez en donde te poseí como cualquier borracho podrí a poseer a una puta a la que acaba de pagar. —Lanzó nuevos juramentos al ver las lá grimas que silenciosas caí an por el rostro de Mariam. Pero furioso y acomodando su miembro en la entrada de su má s í ntimo portal, las ignoró —. Pero ahora, pequeñ a embustera… ahora solo


obtendrá s de mi esto. —La embistió con un potente empujó n.

Ella ahogó un gritó y sollozó, incó moda. Un agudo dolor se extendió por todo su cuerpo. Dios, sentí a que la estaban partiendo por dentro.

Algo extrañ o revoloteó en los ojos de Vicenzo. Su boca mostraba una sonrisa insultantemente vanidosa.

—Así que despué s de todo en algo sí fuiste sincera. Es tu primera vez.

Con la respiració n entrecortada, se meció lenta y pausadamente en la tierna carne que acaba de invadir como todo un bá rbaro.

—¡ No… para! No te muevas, por favor

—gimoteó ella, deseando tener las manos liberadas.


—Te duele —maldijo, congelá ndose dentro de ella para no seguir lastimá ndola.

Se dijo así mismo que era un auté ntico hijo de perra. Era virgen y no la habí a preparado lo suficiente para recibirlo. Entonces sacudió la cabeza, reprochá ndose su sú bita debilidad. El ser virgen no la redimí a de sus mentiras y mucho menos lo detendrí a en esos momentos, porque aunque quisiera, no podrí a. La anhelaba demasiado.

Necesitó mucha fuerza de voluntad y autocontrol para tener paciencia. Alargó su mano libre hasta encontrar el punto de unió n entre sus cuerpos y le acarició el clí toris.

—¡ N-no… no me toques! ¡ No te atrevas


a tocarme! —Se batió ella, con una expresió n que fluctuaba entre el dolor y la impotencia.

—Esto te ayudará cariñ o. Hará que te humedezcas mucho má s y el dolor disminuya. Confí a en mí.

Con una fe ciega en é l o tal vez desesperada porque cumpliera su palabra, la vio asentir dé bilmente. Sus expertas caricias la estimularon y excitaron hasta cuotas insospechadas, prepará ndola para que su intimidante erecció n pudiese entrar y salir con mayor facilidad en el momento que reanudara sus embestidas.

La espalda de la joven se arqueó y solo fue cuestió n de segundos que de sus los labios escapara el primer gemido.


Seguido a continuació n de muchos otros, que poco o nada tení an que ver con el malestar que la petrificó y llenó de terror en el instante que é l, no creyendo del todo en su inocencia, la penetró con demasiada dureza.

Cuando la joven le mordió dulcemente el hombro, le soltó las manos. Ella lo abrazo y lamiendo la marca que habí an dejado sus dientes, empezó a mecer las caderas, animá ndolo en secreto a que retomara el mete y saca de su miembro. É l sonrió triunfal.

—Comienza a gustarte, eh, cariñ o.

Sin poder soportar ni un segundo má s el estar paralizado en la comprimida y acogedora cavidad de Mariam, comenzó a penetrarla nuevamente.


—¿ Te duele? —preguntó con la tensió n reflejada en sus duros rasgos.

Con satisfacció n la vio negar, y comprobó como el ahora má s resbaladizo interior parecí a algo má s accesible. Podí a clavarse en ella hasta el fondo sin torturarla como al principio. Colocó las manos bajo sus caderas para facilitar la entrada de sus embates. Los gemidos de ella eran ahora má s febriles y é l los acalló con sus besos.

El rostro oscuro de Vicenzo se cerní a sobre ella. Sentí a que los pulmones le fallaban y que apenas podí a respirar. Solo tení a consciencia de có mo é l se empalaba, rebosá ndola en su interior. Como el dolor iba acompañ ado tambié n por un placer adictivo, que lejos de


horrorizarle, empezaba a gustarle cada vez má s.

—¿ Me sientes hambriento y enorme dentro de ti, Mariam?

—Enzo… —asintió ella, clavá ndole las uñ as en la espalda y contorsioná ndose debajo de é l, creyendo enloquecer de pasió n—. Q-qué me está s haciendo…

—sollozó.

El cuerpo de Mariam temblaba, se estremecí a, Su interior sujetaba con fuerza el miembro de Vicenzo mientras este se moví a incesante y cada vez má s rá pido y menos delicado.

—Sientes que algo quiere estallar aquí, Mariam. —La embistió má s duramente. Ella chilló y echó la cabeza hacia atrá s

—. Entonces hazlo y dé jame ver có mo te


corres para mí —pronunció con voz ronca, antes de buscar su boca y devorá rsela con la misma urgencia con la que su carne la perforaba entre las piernas.

La tensió n mutua fue acrecentá ndose en medio de aquel manto velado de lujuria. Cuando los mú sculos internos de la joven se comprimieron y palpitaron entorno a su erecció n, atrapando el é xtasis, Vicenzo pensó que perderí a el control porque el placer era insoportable. Aumentando el ritmo de sus penetraciones é l tambié n alcanzó el climax segundos má s tarde y se derrumbó sobre ella, jadeante.

Mariam, que se esforzaba por recuperarse, pudo sentir como Vicenzo


logrando su liberació n se vaciaba dentro de ella, llená ndola.

Pasados los espasmos del devastador orgasmo, é l alzó el rostro y limpió las lá grimas de sus mejillas con sus enormes pulgares. Despué s la besó tiernamente.

—Ha sido maravilloso estar dentro de ti, dolcezza mia.

Abandonado el tierno y acogedor hogar que la joven le habí a dado entre sus muslos, con indiferencia, se apartó de ella. Dá ndole la espalda y sin mirarla ni una sola vez, salió de la cama y completamente desnudo se dirigió al bañ o del dormitorio.

Sola en la habitació n y con la pasió n exterminada, Mariam fue retornando a la


cruda realidad. Se sentí a usada. Utilizada y abandonada. No pudo evitar preguntarse si así debí an sentirse algunas prostitutas: cuando el cliente quedaba totalmente complacido, se vestí a, pagaba y se iba sin mirar atrá s. Sentá ndose sobre la cama con una mueca, hundió el rostro en sus rodillas y se abrazó fuerte a las piernas, hacié ndose un ovillo.

La pequeñ a incomodidad que sentí a en el bajo vientre no hací a má s que recordarle que Vicenzo Riccardi, con desafecto, frialdad e incluso hasta con rabia, la habí a empujado a entregarse a é l esa noche.

Y todo por venganza.


Capí tulo 16

 

Encorvá ndose Mariam tomó en brazos a Daniel, como pudo y con algunos rastros de lá grimas en los ojos, se las arregló tambié n para añ adir sobre su hombro el peso extra de un bolso de viaje.

 

Cuando se dirigí a hacia la puerta, Vicenzo Riccardi, como salido de la nada, estaba bloqueá ndole su principal ví a de escape con su dominante e intimidante presencia. Ella dio un paso atrá s y abrazó con má s fuerza a Daniel. Su instinto de protecció n debí a estar tan confundido como su sentido comú n, ya que estaba protegiendo con su propio cuerpo al hijo de Enzo, como si é l fuera a hacerle algú n tipo de dañ o fí sico.



  

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