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PEQUEÑO Y TENTADOR ENGAÑO 2 страница—Un momento, Rocco. —Aunque sonó comprensivo, era evidente que estaba molesto por la interrupció n. Cuando el hombre de mediana edad, sin duda su jefe de seguridad, volvió a insistir, Riccardi le lanzó una mirada torva que le advirtió quié n daba las ó rdenes y quié n las recibí a. Captando la sutil amenaza, el individuo, apaleado por el perro rabioso que tení a por jefe, se alejó, otorgá ndole algunos minuto má s. —Mira, amigo —comenzó diciendo San Ulises, el siempre salvador—, para mi muñ eca no ha sido sencillo tomar esta decisió n, es má s, si no se hubiesen dado ciertas circunstancias, probablemente jamá s te hubieras enterado de la existencia del pitufo. Pero sí. ¡ Sorpresa! Tienes un hijo de algo má s de un añ o. El rostro del italiano se ensombreció con una ira que apenas podí a contener. Fijó su mirada en la joven y aseguró: —No la recuerdo. Si hubiese pasado algo entre nosotros lo recordarí a. —Vamos hombre —bufó Ulises—, estabas ebrio. Te habí as bebido hasta el agua de los floreros. Por otro lado, este no es el mejor lugar para discutir el asunto. —¿ Ah, no? ¿ Entonces qué hacé is aquí? —A ver, dé jame pensar… —Chistoso, Ulises se tamborileó la sien con algunos dedos—. ¿ Tal vez, avisarte personalmente y no a travé s de terceras personas o de la prensa de tu paternidad? —Sacó del bolsillo de sus vaqueros una tarjeta y se la entregó —. Esta es la direcció n del hotel donde nos estamos hospedando. Bú scanos aquí, estaremos encantados de resolver todas tus dudas. Deberí as estar agradecido de que Mariam no esté dispuesta a ventilar el asunto a los medios. Vicenzo Riccardi regresó de nuevo toda su atenció n a la muchachita petrificada que parecí a estar ausente. Y lo que era aú n muchí simo peor, parecí a estar haciendo un esfuerzo estoico por no derrumbarse, por no llorar. Aquello fue como un crudo puñ etazo en la boca del estó mago para é l, y con tono hurañ o comentó: —Salgo para Londres esta misma noche. Ulises aspiró y prosiguió: —Y a mí me duele la espalda de estar aquí tirado horas y Mariam se muere por estar de regreso junto a su… vuestro bebé y abrazarlo, pero ya ves, nosotros somos muy desconsideramos por no querer hacer de todo esto un show y una carnaza para distracció n y diversió n del populacho, mientras que el reverenciado y respetado Vincenzo Riccardi es el gran damnificado. Te diré una cosa, amigo —le palmeó confianzudamente el hombro—, fue ella la que se quedó embarazada. Fue ella la que a pesar de estar en un inminente riesgo durante la gestació n, decidió seguir adelante. Y fue ella la que casi… —Su discurso pareció mermarse ante un recuerdo. Su voz se tiñ ó de tristeza—. La que casi pierde la vida dando a luz a tu hijo. Así que no me vengas con estú pidas majaderí as. —Signore… —Rocco volví a a insistir reapareciendo de nuevo. —Nos vemos, signore Riccardi —dijo con una inclinació n burlesca de cabeza —. Disfrute de lo que queda de dí a… si puede. Sin mellar ni una sola palabra má s, entrelazó sus dedos con los de la chica y empezaron a alejarse. Inconscientemente Vicenzo dio un paso hacia delante, como si tuviera intenció n de salir corriendo tras esos botarates. En realidad, solo querí a correr tras la chica antes de que desapareciera por completo de su visió n, arrinconarla entre alguna pared y su cuerpo y obligarla a confesar la verdad. Entonces recordó la tarjeta que le dieron y miró la direcció n del hotel. Sus labios formaron una mueca perversa. Perfecto. ¿ Por qué contentarse en tener frente a frente a esa jovencita en medio del bullicio de la ciudad y de numerosos ojos indiscretos cuando la podí a tener en exclusiva solo para é l?
Capí tulo 2
Eran las diez de la noche y Mariam tení a la exasperante sensació n de haber cometido el peor de los delitos y estar caminando con destino a su sentencia de muerte. Hacia un garrote vil que cercenarí a la vida para siempre.
La muchacha en un gesto inconsciente se llevó las manos a la garganta. Y es que ya comenzaba a percibir alrededor de su cuello el collar de hierro con el que en antañ o se procedí a a la muerte del reo condenado.
—Aú n está s a tiempo. —Escuchó decir a su lado.
Parpadeando, de vuelta a la realidad, reconoció al hombre alto, moreno y de ojos verdes, que la acompañ aba en el ascensor de unos de los edificios má s caros y exclusivos de Roma.
Por lo visto, Vicenzo Riccardi sí que debí a considerar que su tiempo valí a oro como para perderlo con alguien como ella, porque era su hermano menor, Valente Riccardi, quien tení a entre sus tareas de esa noche, conducirla hasta la boca del lobo.
—¿ Para qué? No comprendo — respondió, rogando que el ascensor llegara al fin al ú ltimo piso. —Para confesar la verdad. Si ese niñ o no es de Enzo, aú n puedes… —Daniel es su hijo —lo cortó, enfrentando la mirada que la escrutaba —. Esa es la ú nica verdad. —Perfecto —aceptó Valente, encogié ndose de hombros, sus manos ocultas en los bolsillos de su pantaló n —. Pero quiero que sepas que se llevará a cabo una prueba de paternidad en la menor brevedad posible. Vicenzo es mi medio hermano y me ha pedido, como abogado que soy, que me cerciore personalmente de que todo este asunto del niñ o no es un burdo engañ o. Desea la mayor discreció n. Espero que lo entiendas. Con una mezcla de nerviosismo y preocupació n, los labios de Mariam se curvaron tí midamente. —Sí, lo entiendo perfectamente. Cuando las puertas se abrieron y salieron al vestí bulo que llevaba hasta el á tico de Riccardi, la joven sintió que andaba derecha y dó cilmente hasta el verdugo que la ejecutarí a. Un verdugo que tras su tirante primer encuentro de esa misma tarde, no se habí a demorado ni una hora en citarla a s-o-l-a-s, recalcaron en la recepció n de su modesto hotel cuando le comunicaron el escueto mensaje-orden del gran y divinizado Vicenzo Riccardi. Valente ni siquiera tocó cuando llegaron al piso. Entraron directamente al interior. De soslayo, el trajeado y seductor italiano espió la reacció n de la joven. Nada. Si estaba impresionada ante tanta belleza y lujo, no lo demostró. De excelentes acabados interiores, suelos de terracota antigua y hermosa, y una prestigiosa escalera que conducí a a otra planta, el á tico de soltero de su hermano constaba de dos niveles muy bien iluminados y de numerosos ventanales que caí an del techo al piso. Cinco dormitorios, tres bañ os de cerá mica, estudio, cocina, comedor, terraza, balcó n. Mariam aceptó que Valente la ayudara a desprenderse de su abrigo. Su sencillo conjunto de leggins negros, camisola blanca y sus bailarinas de cacharel la hicieron sentirse fuera de lugar en aquel sitio. Su cabello largo recogido en una alta coleta tampoco la ayudaron a sentirse mucho mejor. Un sudor frí o se instaló en sus manos. Cielos, ¿ cuantos metros cuadrados podí a tener ese pisito? Estaba segura que demasiados. Entonces, ¿ por qué tení a la desagradable sensació n de que se asfixiaba y que las paredes se le echaban encima? Tan abducida como estaba, preguntá ndose si habí a generado en ella alguna agorafobia a los espacios interiores inmensos, estuvo a punto de chillar del susto cuando la alta figura de Vicenzo Riccardi apareció en el saló n. Vestido con exquisito estilo pero de manera casual, completamente de negro, allí estaba é l, con su metro noventa de altura y acorazado por su riqueza y sus aires de aristó crata. ¡ Su ego debí a ser tan grande como su fortuna! Pensó ella, notando un aumento en la frecuencia y presió n sanguí nea. —Buenas noches. —Si me disculpá is —intervino Valente, cortando a su hermano—, os dejo a solas para que podá is hablar con mayor tranquilidad. —Antes de dirigirse a la salida, miró a su hermano mayor—. Enzo… —Yo llevaré a la signorina de regreso a su hotel cuando hayamos acabado aquí. —No, no es necesario. —“Ni loca se subirí a en el mismo coche que ese sinvergü enza”—. Yo tomaré un taxi. —Si ese es tu deseo —declaró, encogié ndose de hombros—, no seré yo quié n te lo impida. Las fosas nasales femeninas se ensancharon tras oí r semejante descortesí a. ¿ Acaso le daba igual que anduviera sola por la noche en una ciudad tan apabullante como esa? ¡ Qué no conocí a! ¡ Miserable patá n! Una vez solos, con un movimiento de mano, é l le pidió que se sentara. —Adelante, no voy a morderte. Al menos no todaví a —Se burló, encaminá ndose al otro extremo de la habitació n para servirse un trago. Con la espalda rí gida, Mariam se sentó en el espacioso silló n. —Y có mo está el pequeñ o… —dudó, con la botella de whisky y el vaso congelados en sus manos. —Daniel. — ¿ Danielle? ¿ Es ese su nombre? —Su nombre es Daniel —lo corrigió ella, echando chispas por los ojos. Algo le decí a que solo pretendí a sacarla de quicio. Algo, y la mueca divertida en su boca. ¡ Bastardo! Dispuesta a emular la frialdad del emperador en paro con í nfulas de aristó crata, decidió resistir cualquier tentació n de perder el control, y apretando los labios contestó a su pregunta: —Mi hijo está muy bien. —Entonces recordó el motivo que la habí a empujado hasta ese hombre y su voz se quebró ligeramente—. Bueno, dentro de lo que cabe en su… enfermedad. —¿ Enfermedad? —É l se mostró escé ptico. Posiblemente se creerí a primero una invasió n extraterrestre que cualquier cosa que le soltara ella. —Necesita un trasplante de mé dula ó sea cuanto antes, y de momento, no hemos podido encontrar a nadie que sea compatible con é l. —Ah, así que debo entender que esa es la razó n que te ha traí do a Italia. Hasta mí. Ella se contrajo ante el desinteré s que resonaba en su voz. Sonó resentida en su respuesta: —En realidad, es la ú nica razó n. —Toma, bé bete esto. —Le extendió un vaso, sentá ndose muy pegado a ella—. Pareces necesitarlo. Sin pensá rselo dos veces, Mariam se bebió de un solo trago el contenido. Cuando el lí quido entró en contacto con su garganta, quemá ndola, tosió y los ojos se le llenaron de lá grimas. —Tranquila piccola, respira. — Vincenzo elevó una mano hacia la sonrosada mejilla de la joven y la acarició, su otra mano descendí a y ascendí a por su espalda, calmá ndola—. Así es, muy bien. Incó moda por las demasiado amables y confianzudas atenciones del italiano, con patoso disimulo, puso algo de distancia entre sus cuerpos. É l sonrió. —Así que eres españ ola. ¿ Quieres qué te sirva otra copa? Puedo ofrecerte algo mucho má s suave. —No, gracias. Mariam se sentí a desconcentrada. ¿ Era excitació n lo que habí a notado en su cuerpo cuando é l la tacó? No, no podí a ser. Dios, rá pido, piensa en otra cosa. ¡ Piensa en otra cosa! Se removió inquieta en el sofá y evocó el ú ltimo capí tulo de la primera temporada de la serie Vikings: “¿ Rollo realmente traicionará a su hermano Ragnar? ¿ Y por qué se llama Rollo? Puede que en otros paí ses suene sú per cool, pero en Españ a suena a eso; a rollazo. Y por qué …” Creyó que el corazó n le saltarí a del pecho cuando la voz seria de Vicenzo la sacó bruscamente de sus estrafalarias meditaciones. —Sigo sin poder creerme que no recuerde nada de esa noche en la que nos acostamos. Inclinado hacia delante, tení a la vista fija en su bebida, un dedo recorriendo el borde de la copa, pensativo. Aquella actitud pasiva y relajada de é l, solo lograba angustiarla má s. Mariam entrelazó las manos para disimular su temblor. Gracias al cielo, y previendo ese interrogatorio en el futuro, Judith, semanas antes de morir, la habí a preparado muy bien. —Pasaba un fin de semana en Españ a, en mi tierra de origen. Nos conocimos en su ú ltima noche en la isla. Ha-habí a bebido demasiado —empezaba a tartamudear—. P-parecí a estar furioso esa madrugada con el mundo entero. Y tuvo una pelea… —siguió con su exposició n, contá ndole algunos datos má s. Vicenzo apretó el vaso con fuerza en sus manos. Aú n se le contraí a el pecho en un dolor agudo al evocar esa é poca de su pasado má s reciente. Habí a enterrado esa semana a su tí o, Stefano Delmauro. Un hombre que habí a ejercido má s de padre a lo largo de los añ os que Callisto Riccardi, quien simplemente lo habí a engendrado e ignorado siempre. Y puede que tuviera algunas lagunas mentales de lo acontecido, pero sí que recordaba fugazmente su riñ a en el centro nocturno y estar en compañ í a de una mujer. Por lo tanto, sabí a que en ese sentido, Mariam no mentí a. Solo que… solo que jurarí a que en la imagen borrosa que guardaba de la joven de esa noche, tení a el cabello de un castañ o má s claro y liso. El de la muchacha que tení a en esos instantes enfrente era má s oscuro y ondulado. Y sin motivo aparente y sorprendié ndola, se vio preguntando: —Tienes un cabello precioso, ¿ es tu color natural o lo has llevado alguna vez en otro tono? —Es mi color natural. É l asintió, pensativo, y le pidió: —Continú a contá ndome que sucedió esa noche. —Es-estaba descontrolado y yo solo me aseguré de que llegara bien al hotel en el que se alojaba y no se metiera en má s problemas. —Y fue entonces cuando concebimos a nuestro pequeñ o milagro. Porque tuve la fortuna de toparme esa madrugada con una buena y muy complaciente y entregada samaritana. El cinismo en la voz masculina la desmoralizó. No se atreví a a mirarlo a la cara siquiera. —No sabí a lo que hací a. Todo me superaba. Tení a problemas personales y no podí a pensar con claridad. Todo sucedió demasiado deprisa… usted me… me… —¿ Está s dicié ndome qué me aproveché de la situació n? ¿ De tus preocupaciones para llevarte a la cama? Demostrando no tener paciencia en absoluto, Vicenzo la asió de la muñ eca, acercá ndola a é l con rabia. —¡ Maldita sea! ¡ Respó ndeme! ¿ Te forcé? Con el pulso acelerado, Mariam abrió los ojos y se quedó mirá ndolo, suplicante. —¡ No! ¡ Ya se lo he dicho! —Tras un instante de vacilació n, agregó —: Fue algo rá pido. En el sofá. N-ni siquiera nos desvestimos del todo. Los mú sculos só lidos de Vicenzo se trasformaron en granito y la liberó de su amarre. —¿ Y qué ocurrió luego? Cuando acabamos. La joven lo miró sobresaltada. ¡ Cielos! Ella no era entendida en esos temas pero… ¿ Qué se supone ese hombre que iban hacer dos desconocidos despué s de un encuentro sexual esporá dico? ¿ Darse el parte meteoroló gico? —Nada. —Bajó los parpados. Tení a ganas de que la tierra se abriera en esos instantes y se la tragara por tantas mentiras—. En cuanto me arreglé la ropa salí de la suite, avergonzada. Usted cayó dormido despué s de que… de que lo hicié ramos. A Vicenzo le hizo sentirse incó modo ver a la muchacha tan indefensa y pequeñ a ante é l y su sentencioso interrogatorio. —No me llames de usted —le dijo de forma hosca—. ¿ No sé supone que hemos tenido algo má s que simples palabras? Entonces tuté ame. En cuanto a lo otro… —Dejó su asiento y dio unos pasos hasta una de las paredes aventanadas. Despué s de unos cardiacos segundos de silencio, su mirada, frí a como el letal, cayó sobre ella—. ¿ Y dices qué no te forcé? Porque tras escucharte y mirá ndote en estos instantes con esa expresió n de cachorrito asustado, me sentirí a como un miserable si hubiese pasado algo así. Ella sin saber có mo, le mantuvo la mirada. —No sé qué má s podrí a contarle… contarte —recordó su petició n- advertencia—, cuando es evidente que sigue sin creerme. É l soltó una sonrisa carente de humor. —Discú lpame por tener mis dudas, cara. —Regresando, volvió a sentarse, pero esta vez lo hizo en la mesita de café, frente a ella. Sus piernas se rozaban y sus alientos podrí an entremezclarse—. Hay algo por lo que siento excesiva curiosidad. ¿ Có mo puedes estar segura de que el niñ o sea mí o? Quiero decir, es obvio que esa noche no estaba en mis mejores facultades si ni siquiera puedo acordarme de que te hice mí a en el silló n… y por lo visto, tan solo unos minutos. La joven se sonrojó hasta la raí z de los cabellos. Seguí a estoicamente sostenié ndole la mirada. —Yo… simplemente lo sé. —Simplemente lo sabes. —La voz del italiano sonaba baja, serena, y eso a ella, particularmente, la puso má s en alarma—. ¿ Y qué me dices de ese amigo tuyo con el que me asaltaste esta tarde? —¿ Ulises? —preguntó Mariam, parpadeando. Un momento, ¿ le acaba de decir que Uli y ella lo habí an asaltado? ¡ Será fantasioso el divo pedante! Los ojos verdes de Vicenzo llamearon cuando se encontraron con los de ella. —Sí, Ulises. ¿ Qué hay de é l? —Lo ú ltimo que harí a Uli en esta vida serí a acostarse conmigo o cualquier otra mujer —manifestó ella, con el rostro acalorado por la vergü enza. Sí, probablemente su amigo estarí a má s dispuesto a hacerle un reconocimiento mé dico en profundidad a é l que a ella. Vicenzo se quedó mirá ndola, desconfiado. —Es homosexual —explicó, rodando los ojos—. ¿ Resuelve eso sus dudas? —Para nada —contestó é l, luciendo sú bitamente relajado y dedicá ndole una sonrisa depredadora. Al parecer, daba por concluido el tema Ulises. Mariam cerró los puñ os y se clavó las uñ as en las palmas de las manos. Existí a peligro de que acabara tirá ndole una bebida al italiano por la cabeza. Pero, oh, maldició n, tení a la sospecha que hasta con el lí quido chorreá ndole de manera ridí cula por la cabeza se verí a irresistible. Tení a una nariz aristocrá tica, su boca era provocativa, las lí neas fuertes de su mandí bula y la barbilla acentuaban, má s si cabe, los rasgos perfectos y esculpidos del rostro varonil. De un rostro que parecí a nuevamente hervir de rabia. ¡ Bipolar! —Debo confesar que eres muy convincente en tu papel de blanca palomita. Te ves tan adorable con las mejillas ruborizadas, con tus enormes ojos suplicantes y esa vocecilla casi aniñ ada, que lograrí as embaucar a muchos. A muchos, pero no a mí. —No necesito em… —Respó ndeme a otra cosa, cara. —La atajó, incliná ndose má s hacia ella—. ¿ Cuá ntos hombres má s engrosan la lista de posibles padres de Danielle? —¡ Eres un maldito canalla! —le gritó ella, con los ojos muy abiertos, indignada. Se incorporó del sofá. Riccardi masculló una exclamació n e imitá ndola, se levantó tambié n y la aferró por los brazos. —¡ Cuá ntos preciosa! —¡ Ninguno! ¡ Estoy harta de que se dirija a mí como si fuera una prostituta cuando jamá s en mi vida me he acostado con nadie! Un frí o paralizó sus mú sculos. Oh, Dios, esto empezaba a complicarse atrozmente. —Qui-quiero decir, solo con usted… contigo. Con una sonrisa dé spota é l le alzó el mentó n. —Dio mio, me aproveché de una inocente virgen. ¿ Es eso lo que acabas de decirme? La muchacha se tragó una ré plica mordaz, amedrentada má s que por las acusaciones, por las temidas preguntas. Empezó a temblar y a respirar entrecortadamente cuando alarmada notó como é l la ceñ í a a su gigantesco y duro cuerpo. Sin perder su sonrisa sá tira, le ahuecó un lado de la cara con una mano y con la otra la rodeó por la cintura. —Así que soy el ú nico hombre que te ha poseí do y que te ha hecho suya. — Incliná ndose, murmuró en su oí do, seductor—: El ú nico hombre que ha estado enterrado profundamente dentro de ti. Ella, echando la cabeza para atrá s, trató de volver a fijar sus ojos en el hombre que le disparaba el pulso y los latidos de su corazó n, pero azorada, apartó la vista cuando é l encontró su mirada insegura. —Dolcezza mia, no puedes ni hacerte la má s pequeñ a idea de cuá nto desprecio y odio en estos momentos a mi olvidadiza mente. —El aliento del italiano le cosquilleaba en la mejilla y la oreja. La mano descaradamente algunos centí metros por debajo de su espalda le quemaba la piel. Ella cerró los ojos—. La ú nica virgen con la que me he acostado en la vida y ni siquiera puedo recordar tan má gico acontecimiento. ¿ Te hice mucho dañ o, bellissima? Como si huyera de un principio de incendio que prometí a abrasarla viva, Mariam rompió el contacto de sus cuerpos, y zafá ndose de é l, retrocedió y puso distancia entre ellos. El orgullo y la indignació n rezumaron en su voz: —Creo que por hoy podemos dar por concluida esta amistosa reunió n. Me niego a continuar soportando sus ataques, signore. Comenzaba a andar hacia la puerta cuando Vicenzo Riccardi agarró una de sus muñ ecas y la acercó a é l con violencia. —¡ Sué lteme! ¡ No tenemos nada má s que decirnos! Lejos de obedecer, la apretó má s contra é l y le preguntó en tono torvo, punzante: —¿ Qué es lo que buscas realmente con todo esto preciosa? ¿ Dinero? ¿ Fama? ¿ Qué te meta en mi cama? Porque si es esto ú ltimo podrí amos solucionarlo ahora mismo, y te prometo que será n má s de cinco o diez minutos. La mantení a apretada contra é l, y el constante calor de su cuerpo le perturbaba. —Para haber sido mí a te comportas como una fiera arisca. ¿ Acaso no te gustó tenerme dentro de ti? ¿ O es que tratas así a todas tus aventuras? —¡ Yo no tengo aventuras! —replicó, con un gemido mitad sollozo mitad rabia contenida. —Ah, ¿ no? ¿ Y có mo definirí as entonces lo qué supuestamente sucedió entre nosotros? Sintié ndose como un cachorro apaleado, la muchacha se sacudió con energí a entre la cá rcel de sus brazos. —¡ Un error! ¡ Como mi primer y ú nico gran error! —dijo con rabia. Estaba temblando. É l la soltó y explicó con arrogancia: —Las pruebas de paternidad se hará n cuanto antes. Mañ ana a primera hora viajaremos a Españ a… juntos. Valente me comentó que habí as dado tu autorizació n. Pasaron unos segundos que parecieron eternos antes de que ella, asintiendo con la cabeza y cogiendo su bolso y abrigo, afirmara: —Así es, no tengo nada que ocultar. Daniel es su hijo, signore. Vicenzo apretó la mandí bula con fuerza y cerró los puñ os mientras veí a como la puerta se cerraba, llevá ndose consigo a la mujer que habí a puesto en menos de veinticuatro horas a su organizada y solitaria existencia patas arriba.
Capí tulo 3
Entrecerrando los ojos, Vicenzo aguardó en silencio unos instantes sin desvelar su presencia en el otro extremo de la habitació n de Hospital, y contempló con interé s la tierna escena que tení a delante.
Inclinada sobre la cuna de un pequeñ o de cabellos oscuros que dormí a profundamente, Mariam tarareaba una especie de nana como la má s amorosa de las madres. Pero si algo llamó por encima de todo su atenció n, fue lo frá gil y aniñ ada que se veí a.
¿ Cuá ntos añ os podrí a tener? É l tení a treinta y siete añ os y ella parecí a demasiado joven… ¡ Dio mio! ¿ Es qué habí a dejado embarazada a una adolescente? —¿ Cuá ntos añ os tienes, preciosa?
Sobresaltada, la joven miró hacia atrá s. Cuando vio a Vicenzo Riccardi sintió una fuerte presió n en el pecho que hizo que le costara respirar. —¿ Qué está haciendo aquí dentro?
—Conocer a mi supuesto hijo. Si aseguras que soy el padre de Danielle, ¿ no crees qué estoy en todo mi derecho de estar aquí? —Por supuesto —dijo ella a regañ adientes, apartá ndose para dejarle espacio cerca del pequeñ o. Impasible y con las manos ocultas en los bolsillos de los pantalones de su traje gris claro, contempló al niñ o en silencio. Tal vez como si quisiera saber con ese serio escrutinio si el bebé realmente era suyo o no. De repente, sus ojos verdes se posaron en ella. —No has respondido a mí pregunta. ¿ Cuá ntos añ os tienes? —Veintiocho. ¿ Pero acaso eso importa? É l se sorprendió. ¿ Veintiocho? É l ni siquiera le echarí a muchos má s de veinte. Entonces descendió la mirada hasta su abultado busto y sus redondeadas caderas, y rio para sí mismo. Sus tentadoras curvas no tení an nada de infantiles. Cuando la joven reparó donde tení a el italiano los ojos fijos, se cruzó de brazos, privá ndolo de la visió n de sus pechos ceñ idos a la blusa. —Daniel está durmiendo, será mejor que venga en otro momento. É l puso una mueca a modo de sonrisa. —Eres una madre muy posesiva, dolcezza mia. Pareces una fiera dispuesta a defender a su crí a con uñ as y dientes, lo que evidencia que en cuanto a emociones se refiere, eres muy pasional. Con una mirada significativa, Vicenzo la recorrió de la cabeza a los pies. Las comisuras de sus labios se elevaron con una pequeñ a sonrisa.
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