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PEQUEÑO Y TENTADOR ENGAÑO 1 страница



 

PEQUEÑ O Y TENTADOR ENGAÑ O

“romá ntica-adulta”

 

Primera edició n: mayo 2014

©2014, S. M. Afonso, por textos

©2014, E-Tardis Books, por edició n (Ediciones Ortiz) ©2014, Rosa Ceballos, por la portada

©2014, Ediciones Ortiz, por la correcció n

 

Quedan prohibidos, dentro de los limites


establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducir total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electró nico o mecá nico, e tratamiento informá tico, el alquiler o cualquier otra forma de cesió n de la obra sin autorizació n previa y por escrito de los titulares del copyright.

Dirí jase a CEDRO (Centro Españ ol de Derechos Reprograficos, http: //www. cedro. org) si necesita fotocopiar o escanear algú n fragmento de esta obra.

 

Web de la autora: http: www. autora-sm- afonso. com

Web de la editorial:


http: //etardisbooks. wix. com/e-tardis- books S. M. AfonSo


PEQUEÑ O Y TENTADOR ENGAÑ O



Dedicatoria

 

Para mis chicas favoritas: Anaï s Garcí a, Rosa Ceballos, Gema Prieto Gigan y a todo el STAFF de El Purgatorio. ¿ Có mo podé is soportarme cuando estoy enfrascada de lleno en alguna de mis historias? Gracias nenas por acompañ arme SIEMPRE en este maravilloso y loco sueñ o.

 

Un agradecimiento especial a mi colaboradora personal, Anaï s. Sigue sorprendié ndome, cara, lo bien que funcionan nuestras mentes maquiavé licas juntas. Inquietante. *Se mueve… se mueve* Y por supuesto, a mi editora y co-editora, Margarita Dí az Ortiz y Sandra Marí n. Sois unas emprendedoras


y unas mujeres admirables.

 

Un abrazo gigante a mis lectores. Los que han estado ahí desde el principio, los que se han ido sumando y los que llegará n. Cuando en ocasiones estoy desanimada, sois los que me impulsá is a coger un lá piz y papel —u ordenador— y escribir. ¡ ¡ GRACIAS!!

 

Por ú ltimo, no puedo olvidarme de mi familia. Sin ellos no estarí a aquí.

Esta, mi primera novela, va dedicada muy especialmente a mi Yaya. Espero que allá donde esté s te sientas orgullosa de mí. Te extrañ o.

Pró logo


“ La esperanza era una emoció n traicionera y en incontables ocasiones, incluso, cruel. ”

Eso fue lo que pensó Mariam Salas esa noche, cuando el doctor de guardia en Urgencias cruzó la puerta de salida de su casa y se marchó, dejando tras de sí la desoladora y cruda realidad: su mejor amiga morí a.

Tal vez se tratara de una cuestió n de semanas o simplemente de unos insuficientes dí as. Quizá s solo serí a un asunto de horas.

La muchacha cerró los ojos con fuerza. Las lá grimas que habí a estado reteniendo estoicamente mientras se agarraba con delirante desesperació n a alguna vaga solució n, surcaron sus


mejillas, incontrolables.

Judith Melian nunca alcanzarí a a ver la magnificencia y la templanza serena de un nuevo otoñ o. Su corazó n se detendrí a y latirí a por ú ltima vez ese mismo verano.

Secá ndose las señ ales del llanto con el dorso de una mano temblorosa, se obligó a serenarse. Debí a tener entereza para sobrellevar con el mayor de los optimismos aquella situació n tan dolorosa e injusta. Tení a que hacerlo por Judith y tambié n por Daniel.

Despué s de refrescarse el rostro en el bañ o y de haber enmascarado, seguramente y de forma pé sima las huellas de su desconsuelo, caminó hasta el dormitorio de su amiga. Tocó


tí midamente la puerta antes de entreabrirla un poco y asomar la cabeza.

—¿ Puedo pasar?

—Por supuesto que sí, muñ eca — respondió la joven desde la cama. Ante el apelativo cariñ oso que le solí a dedicar a menudo su mejor amiga, Mariam sonrió al entrar.

—¿ Có mo te encuentras? —preguntó, sentá ndose en el borde de la cama y acariciando el cabello castañ o claro de la mujer en un gesto maternal.

—Supongo que he tenido dí as mejores.

—¿ Como cuando subimos hace añ os de madrugada a la montañ a en busca de vida extraterrestre tras escuchar la alerta OVNI de Iker Jimé nez en su Milenio3?

Ante ese recuerdo, Judith soltó una


sonora carcajada. Rá pidamente despué s, se llevó las manos a la boca al percatarse de las intempestivas horas y de que no muy lejos de allí, en otra habitació n, dormí a una personita.

—Sí, bueno —musitó, pasado el ataque de risa—, creo que ese entrarí a en mi lista de dí as insuperables. —Estudió unos segundos a su amiga. Parecí a agotada y de precisar horas de sueñ o con urgencia—. Mariam…

—Dime, bombó n, ¿ necesitas que te traiga algo?

Con manos tré mulas, alisaba de manera repetitiva la ropa de la cama en un intento de no enfrentar demasiado la mirada de su amiga.

—No. Solo quiero que me prometas una


cosa antes de… —Dudó un momento—. Antes de morir.

—¡ No! —exclamó Mariam, horrorizada, con lá grimas en los ojos e irguié ndose de la cama—. ¡ No vas a morirte! ¡ No puedes dejarnos!

Judith tragó saliva para deshacerse del nudo que tení a en la garganta, pero el que tení a en el corazó n era mucho má s torturador.

No soportaba ver los ojos marrones, como el chocolate má s suave, de Mariam evidenciando tanto martirio. Tanta pena. Pero por mucho que quisiera ahorrarle cualquier tristeza, no podí a mentirle, prometié ndole algo, que lamentablemente no dependí a de ella.

Así que recurriendo a la comprensió n


comentó en un tono bajo:

—Me estoy muriendo Mariam, y estoy tan cansada. Sé que tú cuidará s bien de Daniel.

—Por favor, no me hagas esto — balbució ella, estrangulada, dejá ndose caer de nuevo sobre el colchó n—.

Podemos consultar má s opiniones mé dicas, viajar a Estados Unidos.

—Mariam… —murmuró Judith, sin poder detener la exposició n de engañ osa creencia, que ni su amiga probablemente se creí a, aunque se aferrara con uñ as y dientes.

—He estado consultando nuevos tratamientos. —Su mirada era suplicante

—. ¡ Cualquier posible ví a! Pero por favor, lucha —le imploró, apoyando la


cabeza junto a la de ella—. No te rindas.

—Muñ eca. —Con calma, Judith la atrajo má s contra su calor y la acurrucó como si de una crí a asustada se tratase

—, solo quiero pasar los ú ltimos dí as que me puedan quedar por este mundo, tranquila, rodeada de las personas que amo y no en un hospital inconsciente y aturdida por la sedació n. —Notó como Mariam la abrazaba con má s fuerza—. Y sé perfectamente que en mi situació n, tú harí as exactamente lo mismo.

—¿ Y qué pasará con tu hijo? —inquirió su amiga, con un hilillo de voz, apelando a que la enferma entrara en razó n. Su razó n—. É l necesita a su madre.

La aludida exhaló profusamente. Mariam querí a a Daniel como si fuera su


propio hijo. Se habí a ocupado del bebé desde su nacimiento, y entre el pequeñ o y ella se habí a formado un fuerte ví nculo. A todo ello se le sumaba tambié n, que al haber sufrido leucemia durante añ os, era muy probable que el tratamiento y la terapia que le habí an salvado la vida, la hubiesen dejado esté ril o con muy pocas posibilidades de concebir algú n dí a.

—Cariñ o, tú has sido su madre —señ aló Judith, fluctuando entre la nostalgia y la gratitud—. Puede que yo lo haya llevado en mi vientre durante meses y le diera a luz, pero has sido tú quié n se ha ocupado de é l desde el primer dí a.

Hubo un breve silencio antes de continuar. La simple menció n de aquel


tema, a ambas, las destrozaba.

—Dani necesita un trasplante de mé dula ó sea. El tiempo corre en su contra y el donante compatible para é l sigue sin aparecer.

—Pero lo encontraremos. Ya lo verá s. Judith sonrió ante la siempre entusiasta positividad de su mejor amiga.

—De eso se trata, nena.

—¿ De qué?

—Quiero que busques a su padre.

—¡ ¿ Qué?! —Sobresaltada, la miró con incredulidad—. Jud, si hiciera eso me lo quitarí a. Aunque no lo quisiera, al saber que es su hijo lo harí a. Ese canalla tendrí a todos los derechos, no yo.

—No si dices que es tu hijo. Mariam la contemplaba como si


padeciera alguna enfermedad mental en vez de un cá ncer terminal.

—Prá cticamente nadie sabe de la existencia del niñ o. Llevamos má s de un añ o aisladas del resto de la civilizació n, como dos ermitañ as. A parte de tus padres, solo Ulises conoce la verdad. Y ninguno de ellos hablarí a si se lo pidié semos.

La joven negó con la cabeza y algunos de los mechones castañ os oscuros, enroscados en un desaliñ ado moñ o, se desprendieron del amarre.

—Te olvidas de Javier Carballo. Judith suspiro.

Parecí a que hubiese pasado toda una eternidad desde entonces.

—É l se fue hace un añ o, cuando nació


Dani, y juró que no querí a saber nada del niñ o ni de mí. Tambié n me gritó que jamá s lo buscara.

—Maldito canalla —aseguró la otra muchacha entre dientes. Seguí a sin perdonarlo.

—No, Mariam —rebatió ella, taciturna, cerrando los pá rpados—. Yo le fui infiel y al final, aunque creí fervientemente que el niñ o serí a suyo, resultó que no. No le puedo reprochar que nos haya abandonado.

—No le fuiste infiel, Jud. —Sú bitamente parecí a hastiada de oí rla defender y justificar el comportamiento del cabró n que tení a por ex—. Por aquel entonces, os habí ais separado despué s de pillarlo con otra en la cama. ¡ El muy hipó crita!


—Olví dalo —sugirió Judith, reconciliadora. Tení a cosas má s importantes de las que preocuparse, y un novio que jamá s la habí a amado con sinceridad, no estaba entre ellas—. Yo hace bastante que lo hice.

Inquieta, volvió a insistir con una mirada que lo decí a prá cticamente todo. Lo ú nico que necesitaba para estar en paz.

—Mariam…

Los ojos de la joven rezumaron tristeza y con voz rasgada por el llanto que se afanaba por desterrar, inquirió no muy conforme:

—¿ Có mo lo haré? Quiero decir, como demostraré, si me pidiera pruebas, que Daniel es mi hijo bioló gico.


—Ulises es un maestro en eso. É l se ocuparí a del papeleo que puedas necesitar.

Mariam rió artificialmente, totalmente agnó stica ante la flamante maquinació n de su amiga.

—Estamos hablando de ilegalidades, Jud.

—Estamos hablando de que Dani conozca todos sus cumpleañ os — reconvino ella, repentinamente ansiosa

—. Es tan pequeñ o. Aú n le queda toda una vida por delante. Y yo no podré descansar tranquila si por terquedad u orgullo herido, mi bebé sigue mis pasos. Entrelazando las manos para ocultar los convulsos espasmos que las recorrí an, Mariam negó con la cabeza.


—No permitiré que le ocurra nada.

—Entonces busca a su padre. A mí ya no me queda tiempo ni fuerzas, y é l podrí a ser el donante que tanto hemos fracasado buscando. Los especialistas aseguran que existen muchas posibilidades de que sean compatibles.

—Ese hombre no quiso saber nada de ti despué s…

—Muñ eca —la cortó su amiga—, fue una aventura de una sola noche y los dos está bamos bebidos. —Alicaí da reconoció —: Ni siquiera sabe que es padre. Nunca supo de mi embarazo.

Mariam tragó saliva como si no pudiera respirar y su vista contempló, durante un largo rato, la noche sin luna que se hallaba má s allá de la ventana del


dormitorio. Todo parecí a tan quieto, en calma, era como si en el exterior el mundo entero se hubiese detenido.

—Pero si me presento ante é l y digo que el niñ o es suyo, descubrirá la mentira al instante al no reconocerme —explicó casi de forma inaudible, sin apartar la mirada del cristal que las separaba de un exterior que permanecerí a perenne, no como su amiga, y má s tarde o má s temprano, ella. Como todos.

—No ocurrirá tal cosa —resolvió Judith, categó rica. —¿ Y por qué está s tan segura? —quiso saber ella, sometiendo a su amiga a todo un significativo escrutinio.

Sú bitamente Judith pareció nerviosa.

—Bueno, nunca te lo mencioné, pero


despué s de saber que estaba embarazada, y pensando que cabí a la posibilidad de que é l fuera el padre, lo busqué en una ocasió n.

—¿ Y qué sucedió? —preguntó sorprendida y algo dolida por la demorada confesió n.

—Que no me reconoció. Al parecer, habí a tomado má s esa noche que yo. — Para quitarle relevancia, sonrió. Pero era obvio que en su momento ese nefasto y humillante episodio le dolió. Quizá s aú n le dolí a.

—¿ Y por qué no le confesaste la verdad?

Judith trató de disimular sus emociones. El corazó n se le habí a hundido en el pecho, pesado, como si fuera de plomo.


—Sinceramente, no lo sé. Tal vez por orgullo herido al no recordarme o porque realmente deseaba arreglar las cosas con Javier. Pero la ú nica certeza que tení a era que no sabí a a ciencia cierta quié n de los dos podí a ser el padre de Daniel.

La hermosa mirada de Mariam era cada vez má s borrascosa. La intriga de Judith podí a tener un desenlace infeliz o futuras consecuencias.

—Mariam —dijo su amiga, atribulada, aterrorizada tambié n por escuchar una negativa de su boca—, necesito tu promesa. —Y tomá ndola de las manos y con la esperanza reflejada en su semblante, añ adió —. Por favor, promé telo.


La joven pensó en Daniel.

No podí a anteponer sus estú pidos miedos cuando estaba en juego la persona que lo era todo para ella, su hijo. Porque eso era el niñ o para ella: su hijo. No necesitaba que fuera sangre de su sangre, ni haberlo llevado en su vientre para sentirlo como propio. Y eso significaba que tendrí a que aceptar que existí a tambié n un padre. Un padre que podrí a tener al alcance de su mano el remedio que tanto anhelaba.

Hizo una mueca.

Con un poco de suerte, solo la enviarí a al primer psiquiá trico que se encontrara y se asegurarí a de que no la dejasen salir jamá s a la calle. Pasara lo que pasase, estaba terriblemente jodida.


Así que inhalando una fuerte bocanada de aire para insuflarse á nimo, aseguró, sin poder rehusar al sarcasmo:

—Te doy mi palabra, Jud. Buscaré al venerado, admirado, idolatrado y lujuriado por muchas, de Vicenzo Riccardi —Arrugando la nariz en una mueca có mica, completó, santiguá ndose

—. Y que el cielo y el infierno juntos se apiaden de mí.

 

Capí tulo 1

Dos meses má s tarde…

Cuando al fin logró salir al exterior, el enervante calor y ruido de Roma de las dos de la tarde y de principios de septiembre, le dieron la bienvenida.

Echó una rá pida ojeada al imponente


edificio que dejaba atrá s: Las Empresas Riccardi.

 

Entonces recordó por milloné sima vez desde que pisara el dí a anterior tierras italianas, qué la habí a traí do hasta ese desconocido paí s.

 

Una promesa.

Llevaba desde primera hora de la mañ ana en las monumentales e impresionantes oficinas Riccardi, y no habí a hecho otra cosa má s que permanecer sentada mirando las musarañ as, leyendo alguna revista o estirando las piernas de un lado para otro en la sala de recepció n de la ú ltima planta.


Cielos, ese señ or Riccardi si que se las daba de Don Importante. Y era evidente que alguien como ella no merecí a ni cinco minutos de su tiempo.

Cansada y cabreada como lo estaba en esos momentos, pensó, en un arranque de puro vandalismo, que si supiera dó nde el magnate italiano guardaba al gran amor de su vida, su coche, se encargarí a de dejar impresa su tarjeta de presentació n.

Mariam se sacudió, soltando algunos mechones de su rebelde recogido. Debí a borrar de la mente sus instintos má s gamberros. Ademá s, serí a una lá stima echar a perder el bonito vestido blanco estampado con pequeñ as flores rojas y negras de estilo hippie que llevaba


puesto ese dí a.

Pero, Dios, ¿ qué iba hacer ahora?

La mú sica de la banda sonora de la pelí cula “Misió n Imposible” comenzó a sonar en su mó vil. Y es que su amigo Ulises Duarte, en su afá n de hacer de aquel suplicio el chiste fá cil, le habí a puesto có mo sintoní a de llamada la melodí a que todos asociarí an a un plan sú per-mega-ultra secreto.

Y aunque quiso sonar seria y enfadada al contestar la llamada, no pudo.

—Aquí el agente Ethan Hunt —dijo haciendo referencia al personaje de Tom Cruise en el film.

—Buenas noches, Sr. Hunt. —Escuchó a su amigo poniendo de manifiesto sus mejores dotes interpretativas—. Su


misió n, si decide aceptarla, consistirá en que cuando vea al Snob Semental deberá enseñ arle un pezó n y prometerle que si quiere ver el resto, tendrá que invitarla a su Baticueva.

Mariam estalló en una carcajada ante el divertido monologo de su amigo.

—Y como ya sabe —continuó Ulises—, si usted o algú n miembro de su inexistente bandada de groupies son encarceladas por histerismo y trasladadas al mejor psiquiá trico del paí s, la secretarí a negara tener conocimiento de sus acciones. Ah, Sr Hunt, y cuando se vaya de asalta snobs, dí ganos quié n es el pobre elegido. —Y en un tono de androide, anunció —. Este mensaje se autodestruirá en cinco


segundos. Cinco, cuatro, tres… Cuando la joven, despué s de un ataque de risa incontenible, consideró que podrí a articular correctamente las palabras, auguró:

—Creo que tu idea para esta misió n, sinceramente, es desastrosa.

—Muñ eca —comenzó é l, con fingida ofensa—, a parte del personal mé dico del Hospital, soy el ú nico hombre que puede constatar que no usas calcetines para rellenar el sujetador, y que tienes unos pechos naturales, talla 95, preciosos, qué má s quisieran muchas ensiliconadas por ahí. El semental Riccardi en cuanto visualice el adelanto de lo que podrí as ofrecerle má s tarde, al completo, se volverá loco y su primera


parada será el servicio má s… —gimió de manera escandalosa—, a mano.

—Eres un cerdo pervertido —le espetó ella, poniendo los ojos en blanco.

Las risas al otro lado del aparato fueron má s estridentes.

—Puede ser, pero igualmente me amas, no lo niegues.

Hubo una acobardada pausa y de repente escuchó la pregunta del milló n:

—¿ Qué ha sucedido, nena? ¿ Pudiste hablar con ese hombre?

Mariam notó como los ojos se le anegaban en abrasadoras lá grimas y combatió para retenerlas. Se sentí a frustrada, fracasada, pero sobre todo, se sentí a inú til. Le habí a fallado a Daniel. Ahogando el incipiente llanto respiro


hondamente y dijo:

—No sé qué hacer Uli. Quiero regresar mañ ana mismo y a má s tardar a ú ltima hora del dí a a Españ a. Dani sigue ingresado y yo no estoy con é l… —Se le quebró la voz.

—Qué date dó nde está s. Estaré contigo en menos de de veinte minutos.

—¿ Cuá l es tu plan? —preguntó, suponiendo lo peor.

—Nada ilí cito, tranquila. —Rió. Ella no estaba tan convencida—. Simplemente asaltaremos y abordaremos al terror de las nenas en Italia y de medio planeta hasta que nos escuche.

—Pan, pan, pan, pan, pan, pan, pan, pan, pan, pan, pan… tiruri, tiruri, tiruri… — Ulises tarareaba “Misió n Imposible” en


el oí do de Mariam, sacá ndole una risita. Iban a ser las siete de la tarde y estaban arremolinados en el exterior de las empresas Riccardi, viendo como su “objetivo” de ese dí a, al fin, se dignaba a salir de su jaula de oro.

Hubo un momento en el que Mariam seriamente llegó a pensar que ese hombre se quedarí a a dormir en el edificio.

—Las siete… —Estaba indignada—.

¡ Son las siete de la tarde! ¡ Ese cretino nos ha tenido aquí, esperá ndolo, má s de cuatro horas! ¡ Y eso sin mencionar las que yo he tenido que sufrir esta mañ ana! Pero a su lado, Ulises la ignoraba. Con una mueca de está rselo pasando en grande, observaba, entretenido, como


tres mujeres que parecí an sacadas de una revista de modelaje, se lanzaban sobre su presa, que no era otra que…

¡ El autó crata con complejo de gigoló!

—Guau, sé que el Semental Riccardi está muy bueno y hace lubricar en abundancia a toda mujer, hombre y aliení genas venidos de otros planetas, pero no pensé que su popularidad alcanzara esta magnitud.

—¿ Y por qué sabes qué está n ligando con é l? —interpeló ella, tontamente. La palabra “discreció n” era evidente que no figuraba en el diccionario de esas mujeres.

—¿ Acaso no lo ves, muñ eca?

¡ Por desgracia si! Pero molesta replicó:


—¿ El qué? ¿ Las risitas tontas? ¿ El manoseo descarado en mitad de la calle? ¡ Porque me está cegando tanta idiotez!

El entusiasta y excitado variopinto grupo de femeninas que lo rodeaban, parecí a í rseles la vida en conseguir que el poderoso y atractivo Vicenzo Riccardi les dedicara, como mí nimo, alguna de sus sonrisas… por muy forzada que fuera.

Cuando sus miembros de seguridad le despejaron el camino para llegar sin mayores incidencias al perturbador y magnifico auto plateado que debí a costar má s que todas las casas de su barrio juntas, Mariam sintió como su amigo enlazaba el brazo en su codo y la


arrastraba con é l.

—Es nuestra gran oportunidad de dejarle caer la bomba sin que se enteren las groupies acaloradas, la prensa y hasta la vecina del quinto B.

Sin pensá rselo siquiera y antes de achantarse, los jó venes le cortaron el paso. Vicenzo Riccardo alzó las cejas, sorprendido, y los estudió con interé s unos segundos antes de preguntar en italiano:

—¿ Nos conocemos?

La suerte, el destino o quié n perversamente la haya impulsado a este tramposo enredo, ya debí a estarse frotando las manos, porque nada bueno, por muy noble que fuera la causa, podí a nacer de una mentira.


—¿ Sucede algo? —volvió a insistir el altí simo italiano de impresionantes ojos verdes.

Mariam se quedó sin aliento. Eran los mismos ojos y color que tení an los de Daniel. Incluso su cabello negro, decolorado solo por algunas casi invisibles canas, era idé ntico al de su pequeñ o.

Sin duda, nadie podí a negar que su bebé llevaba inscrito en muchos de sus rasgos el apellido Riccardi.

Dios, ¿ no podí a pronunciar palabra por qué estaba aterrada o por qué se habí a quedado muda?

Por suerte o por desgracia, visto lo visto, Ulises sencillamente parecí a haber nacido en Italia. Manejaba a las


mil maravillas esa lengua, igual que lo habí a hecho Judith. En cambio ella, solamente se defendí a medianamente bien.

—Tenemos algo importarte que decirle, señ or Riccardi. Algo que no puede esperar.

El atractivo hombre los observó expectante.

—Este quizá s no es el lugar ni el momento má s idó neo.

Con los nervios pasá ndole factura, la muchacha recobró la voz y puso sonido a lo que pretendí a ser un oculto pensamiento:

—¿ Y cuá ndo es el lugar y el momento má s… idó neo para usted, signore?

Porque esta mañ ana en sus oficinas no


serí a. Sus cinco minutos deben de estar muy cotizados có mo para que se los pueda dedicar a alguien como yo.

Mariam se habí a armado de valor para mantenerle la mirada justo en el peor instante. Y es que obviamente su actitud contestataria no le habí a sentado nada bien al magnate italiano.

Lo decí a su semblante sú bitamente serio, su mandí bula tensa y como sus cautivadores ojos, de un verde insó lito, la contemplaban irritados.

—¡ Dios mí o! Cuanta cordialidad flota en el ambiente — bufó Ulises ante la manifiesta tirantez entre el italiano y su amiga—. Me rompe el corazó n tener que cortar tan entusiasta charla pero Mariam tiene algo de vital importancia que


decirle, signore.

Tiró de ella con gentileza hasta casi pegarla a Vicenzo Riccardi, quié n le sacaba má s de una cabeza de altura.

—Adelante, muñ eca, es para hoy.

Con el pulso acelerado, levantó la vista hací a el hombre que parecí a querer estrangularla, pero las palabras se le quedaron a mitad de camino, en la garganta.

—Vamos Mariam, dí selo —la apremiaba Ulises, agarrá ndola del brazo para emitirle confianza—. No demores má s todo este asunto.

La joven bajó los parpados avergonzada sin saber exactamente por dó nde empezar. Y es que lanzar semejante bomba de relojerí a a punto de reventar


no resultaba fá cil.

—¿ Decirme el qué? —Riccardi estaba inmó vil y su semblante se habí a ensombrecido, con los ojos clavados en la nerviosa joven—. De qué se trata todo este …

—¡ Se trata, signore, de que es padre de un niñ o! —desveló Mariam apresuradamente, sin anestesiar.

La cara del magnate italiano ante el descubrimiento de una desconocida paternidad fue un poema.

—Tan delicada y sutil como una cá ndida palomita. Así se hace, muñ eca —resolló Ulises con cierta ironí a por la precipitada confesió n de su amiga.

Vicenzo Riccardi la contemplaba enmudecido, posiblemente


preguntá ndose qué nivel de enajenació n mental la atravesaba para soltar semejante locura. Y ese severo escrutinio la hizo apartar la mirada de é l.

Signore, llevamos ya un retraso de veinte minutos y lo está n esperando — dijo de repente una voz masculina cerca de ellos.

El recié n aparecido hombre fue como un á ngel caí do del cielo para la muchacha. Estaba ansiosa por salir corriendo de allí, ya que por lo visto, la conspiradora tierra se negaba a tragá rsela en esos momentos y así ahorrarle aquel bochorno.



  

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