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TERCERA PARTE 9 страница⇐ ПредыдущаяСтр 18 из 18 Fue en ese momento, de pie, solo, en el pasillo, cuando Douglas se dio cuenta de que realmente no le importaba que Jean estuviera disgustada. No le importaba có mo se sentí a la mujer con la que habí a compartido su vida durante cuarenta y ocho añ os. «No me importa. Me da igual. De hecho, ni siquiera me cae bien». Curiosamente, aquello ni siquiera le inquietó. Era como si las palabras hubieran estado esperando, pacientemente, hasta que é l se diera cuenta de que estaban allí. La niebla se habí a disipado, revelá ndolas como antiquí simos megalitos. Y ni siquiera le sorprendió su presencia. Qué extrañ o y, sin embargo, nada extrañ o en absoluto. Quizá nada podí a afectarle. Algo en aquel nuevo paí s le proporcionaba un cierto cansancio en su alma. Era la exasperante asfixia del lugar, la masa de aquella humanidad que no podí a hacer nada en ningú n sentido. Douglas miró el cuadro que colgaba de la pared. Era una fotografí a de una cascada. El cristal estaba rajado. En algú n lugar de Cachemira o donde fuera, aquellas aguas aú n seguirí an cayendo. Su mujer tambié n estarí a abatida. Aquello tambié n pasarí a. Ya estaba demasiado viejo como para dejarla, no tení a fuerzas para largarse, ni la energí a para soportar las angustias de su mujer. La vida continuarí a, el agua seguirí a derramá ndose sobre las rocas y é l seguirí a viviendo tan resignado como los mendigos que estaban fuera del hotel, allí tirados con los brazos extendidos. Douglas avanzó hacia la puerta. A lo mejor nada de todo aquello era importante, aquella cosa llamada vida; a lo mejor se habí a percatado de una gran verdad. O tal vez simplemente era incapaz de sentir nada en absoluto y hací a mucho tiempo que se habí a rendido. Todo aquello deberí a haberle resultado aterrador, pero qué má s daba. Douglas giró el picaporte y entró en el dormitorio. Eran las once, mucho má s tarde de la hora a la que acostumbraba a irse a la cama, pero Evelyn seguí a levantada. Andaba transportando bolsas de plá stico llenas de perió dicos al otro lado de la calle. —¡ Señ ora sahib! Oyó el traqueteo de las ruedas de un carrillo. Era el mendigo mutilado sin piernas, propulsá ndose hacia ella, pero Evelyn negó con la cabeza. Tení a las manos ocupadas. Fue abrié ndose camino y zigzagueando entre los puestos. El pequeñ o bazar aú n tení a ajetreo. ¿ Es que nadie dormí a en ese paí s nunca? No se podí a sacar de la cabeza el Capullito de rosa. La vida es demasiado corta, Cuando era joven habí a pensado que aquella canció n era la cumbre de la efusió n lí rica, pero ahora se daba cuenta de que la letra era una trivialidad. De hecho, podrí a haberse enamorado de un montó n de personas. Habí a hombres, quizá ya muertos, que podrí an haberla hecho tan feliz como Hugh. A lo mejor incluso má s feliz, ¿ quié n sabe? Si no hubiera sido tan bien educada, podrí a haberse enamorado incluso durante su matrimonio. El compañ ero de navegació n de Hugh, Tim, le habí a tirado los tejos, y su amigo viudo Angus le habí a murmurado una vez: «Ya sabes quié n lo está deseando» durante un recital de flauta en el castillo de Arundel. Si hubiera querido, Evelyn podrí a haber encontrado a aquellos dos hombres apetecibles. Excitantes, incluso. Y, como aquella parecí a una noche para las confesiones, pudo incluso admitir una ligera y perturbadora fantasí a con el hombre de la estafeta de correos. Evelyn entró en el Karishma Plaza y subió las escaleras. Una de las bolsas de plá stico se estaba rajando… El plá stico indio era tan fino que no serví a para nada. Se puso la bolsa debajo del brazo. Arriba, en la oficina, miró las hileras de cabezas de pelo moreno con los cascos atrapá ndolas como cepos. Michael Parker. Mary Johnson. Todos andaban vendiendo cosas que nadie necesitaba. Sintió una punzada de lá stima. Có mo debe de estar la cosa para fingir ser otra persona porque tú eres indio y por lo tanto no eres de fiar… Y, sin embargo, no se habí an quejado; de hecho, parecí an pensar que era totalmente natural fingir ser britá nicos. Desde luego algunos tení an mejor acento que algunos de los jó venes que ella conocí a, incluso amigos de la familia. Evelyn se detuvo en el exterior del cubí culo de Rahul. Estaba empapelado con pó steres de Bollywood. —… si se compromete usted ya —decí a—, podemos ofrecerle un descuento sustancial… —Aquel dí a tení a el pelo de punta con gomina—. No, señ or, le estoy llamando desde Inglaterra… Sí, Enfield, ¿ lo conoce usted? Una ciudad muy agradable. Vivo aquí con mi pilingui. Ay, Dios mí o. Evelyn se apartó y escuchó a escondidas en el siguiente cubí culo. Podrí a jurar que oyó las palabras «economato del ejé rcito y la marina». Al supervisor no se le veí a por ninguna parte. Evelyn se adentró en el cubí culo de Surinda. —… no importa, señ ora, gracias por dedicarme un poco de su tiempo. —Surinda, dejando escapar un suspiro, se quitó los cascos—. Vieja estú pida —dijo. —Vengo a disculparme —dijo Evelyn. —¿ Y eso por qué, abuelita? «Por todo, en realidad —pensó Evelyn—. Por ti, porque tienes que fingir. Porque ni siquiera se te ocurre pensar que todo esto es horrible». Y dijo: —Por el comportamiento del señ or Purse. —Ah, no pasa nada. Solo es un viejo salido. —Y te he traí do algunos perió dicos ingleses. Creo que os dimos una visió n equivocada de Inglaterra. —Evelyn dejó las bolsas en el suelo—. Te ayudará n a mantenerte actualizada. Salvo que, claro, algunos de ellos son bastante viejos. En fin, no importa. Son siempre las mismas noticias, en cierto sentido, ¿ no? Verá s que los crucigramas ya está n hechos. Surinda abrió un paquete de chicles y le ofreció. Evelyn declinó. —Con mi dentadura, querida… Surinda mascó durante unos instantes. —Su hotel está bastante destartalado, ¿ no? —dijo alegremente. —¿ Ah, sí? A mí me gusta bastante. —¿ Por qué? —Supongo que está un poco como Inglaterra. —Yo quiero trabajar en el Oberoi —dijo Surinda—. Tienen una discoteca fenomenal. —Creo que a mí ya se me pasó la é poca de las discotecas. —Uno es tan viejo como se sienta. —En ese caso, me siento vieja —dijo Evelyn. Surinda se levantó y le mostró su silla. —Sié ntese, abuelita. ¡ Qué amables eran todos! Evelyn pensó en los gamberros borrachuzos de Inglaterra, corriendo como bú falos en el tren, y en có mo se aferraba su bolso contra el pecho. —Tengo una amiga como tú en Inglaterra —dijo Evelyn—, una joven que me pintaba las uñ as. Le tení a mucho cariñ o. Para la mayorí a de la gente una ya es invisible. Una voz se elevó por encima de la mampara. —… se dará cuenta usted de que somos una empresa má s competente que la British Gas, señ or Potter, y podemos reducir sus facturas trimestrales hasta un treinta por ciento… —La cosa es —empezó Evelyn— que yo estuve casada durante mucho tiempo. Es bastante chocante salir al mundo real. Hasta entonces una no se da cuenta de lo vieja que es. Has estado con otra persona durante tanto tiempo que en cierta manera eres la misma persona que cuando la conociste. Ni siquiera te das cuenta de sus canas. —Se detuvo—. Y tener a alguien con una es tan…, bueno, tan distraí do… En un sentido de comodidad. Cuando está n a tu lado, todo funciona. Impide que pienses en la muerte. —No importa, señ or Potter —dijo la voz del cubí culo inmediato—. Que tenga un buen dí a y chaochao colegui. —Una tiene muchas oportunidades cuando es joven —dijo Evelyn—. O al menos una piensa que las tiene. —Miró desde arriba a Surinda, que se habí a sentado en el suelo—. ¿ Vas a tener tu oportunidad, querida? ¿ Te vas a casar con la persona que quieres o te van a arreglar el matrimonio? —Usted cree que eso es realmente malo, ¿ no? —dijo Surinda—. Como raro. Evelyn negó con la cabeza. —Probablemente es una fó rmula tan buena como cualquier otra. —Si Christopher la hubiera escuchado, se habrí a casado con aquella encantadora Penny Armstrong-James, que lo habí a adorado, pero al final, desalentada por la pasividad de su hijo, la chica se habí a largado y se habí a casado con otro. ¡ Oh, cielos! ¡ Todaví a no habí a llamado a su hijo! Esa era la razó n por la que habí a acudido a aquella oficina la primera vez. Parecí a que habí an ocurrido mil cosas desde entonces. —Buenas noches —le dijo al portero, el chowkidar, que estaba envuelto en su manta, junto a la puerta. É l inclinó la cabeza. Alguien le habí a dicho a Evelyn có mo decir buenas noches en el dialecto local, pero se le habí a olvidado por completo. Ya era casi cerca de medianoche. Las noches eran maravillosamente luminosas en Bangalore; las estrellas eran tan brillantes que una podí a tocarlas. Elevad vuestras miradas al cielo, Evelyn pensó: «Un dí a moriré. Debo aprender las palabras indias, y así podré desearle las buenas noches a mis nuevos amigos». Escuchó el canto de los grillos. Frente a ella se levantaba la mole negra del hotel, con la mayorí a de sus luces apagadas. Pensó en los dramas que habí an tenido lugar en su interior durante los dí as anteriores, los dramas que debí a de haber visto el hotel desde que fue construido a mediados del siglo pasado…, no, el siglo anterior a este ú ltimo. ¡ Santo Dios! No eran solo los dí as los que volaban. Eran los añ os. ¡ Los siglos! Una figura se estaba aproximando por el camino, desde la puerta principal del edificio. Vio el resplandor de una camisa blanca. —¡ Señ ora Evelyn! ¿ Qué hace usted fuera tan tarde? Era Minoo. La gravilla crují a mientras caminaba hacia ella. Se quedaron de pie mirá ndose uno al otro en la oscuridad. —¿ Ha venido a buscarme? —preguntó Evelyn. El hombre estaba enormemente nervioso. —Señ ora Evelyn, por favor, acompá ñ eme. —La cogió del brazo y le dio la vuelta, avanzando de nuevo hacia las puertas exteriores—. Entre todas las personas del mundo…, usted…, usted lo entenderá. —¿ Qué ha ocurrido? Minoo sujetó algo delante de ella. Era un par de zapatos. —¿ Se acuerda usted de estos zapatos? Evelyn se acercó para examinarlos mejor. Eran los zapatos que Minoo guardaba en su oficina. —Estos zapatos, señ ora, no me han traí do má s que desgracias. —Llá meme Evelyn, por favor. —En este paí s, expresamos nuestra devoció n postrá ndonos a los pies de las personas. —Minoo se quedó petrificado en el camino—. El Rig Veda cuenta que un hindú se postró para decir: «Soy como el polvo a tus pies». —Se detuvo, respirando agitadamente—. Y, sin embargo, ¡ los pies son la parte má s impura del cuerpo! La cabeza del hombre primordial dio lugar a la casta má s elevada, y sus pies, a la casta má s baja. ¿ Qué embrollo es este? Desde donde se encontraban, en el jardí n, las luces del bazar apenas eran unos destellos. Por encima de los tenderetes, en las oficinas, las ventanas deslumbraban. —Guardaba estos zapatos por razones sentimentales —dijo Minoo—. Mi pequeñ o altar al amor. Pero ahora estoy en un punto de inflexió n. Mi mujer no me ha traí do má s que desgracias. Esta noche ha despedido al cocinero. —¿ Qué pasó? —El sahib Norman estaba de muy mal humor. Llevó una botella de whisky a la cocina y se emborracharon juntos. Ferná ndez se emborrachó, claro, porque es un borracho, ya me entiende. Es cristiano. Luego se quedó dormido y no habí a cena preparada, y mi mujer lo despidió. Siempre consigue que los criados esté n a disgusto, les grita y los encizañ a a unos contra los otros. Eso es lo ú nico que hace, eso y estar sentada encima de su gran culo leyendo revistas y sin mover un dedo. Ya ve, señ ora, yo adoro este hotel, es mi hogar familiar, pero Razia no tiene ningú n respeto ni por el establecimiento ni por mí, ¿ y có mo puede ser un matrimonio feliz si no hay respeto? Por Dios, ¡ estaba llorando! Ya habí an llegado a las puertas. Evelyn vio su rostro con regueros de lá grimas a la luz de los coches que pasaban. —Venga, venga… —le dijo—. No será la cosa tan mala… —¡ Si hubiera escuchado a mi madre…! —estalló Minoo—. Tendrí a que haberme casado con la mujer que querí an mis padres. Evelyn se sintió de repente tan abrumada por el cansancio que deseó tirarse en el suelo. Unas pocas yardas má s allá, una pequeñ a familia dormí a junta, con los niñ os tumbados como muñ ecos al lado de sus padres. —¿ Qué va a hacer usted con los zapatos? —preguntó Evelyn. —Me voy a deshacer de ellos. Minoo cruzó a grandes zancadas la calle. Un hombre en una bicicleta estuvo a punto de atropellarlo, se tambaleó y dio un giro brusco. Evelyn se apresuró a perseguir al alterado gerente. —¿ A quié n se los va a dar? —le preguntó cuando lo alcanzó —. Son sus maravillosos y carí simos zapatos. —Se los daré a la primera persona que vea que los merece. —Minoo se detuvo en el cruce. Agitado con sus sollozos, miraba a su alrededor con aire enloquecido. Entonces avistó al hombre del carrito. Se fue hacia é l, con los brazos extendidos, dispuesto a entregarle los zapatos. Evelyn se apresuró a acercarse a Minoo, y lo sujetó por el hombro. —Yo no se los darí a a é l, querido. No tiene piernas ni nada.
TERCERA PARTE
1 Aquel que en todo tiempo y lugar está libre de cualquier atadura, que ni se regocija ni se apena cuando la fortuna es buena o mala, ese posee una serena sabidurí a. BHAGAVAD GITA
Theresa estaba en su habitació n del hotel, intentando leer. «El, que está en el sol, y en el fuego, y en el corazó n del hombre, es el Uno. Y el que lo sabe es uno con el Uno». La habitació n costaba 150 rupias la noche, barato incluso para el nivel de la India, y habí a solo una bombilla sucia colgando del techo. «En el centro del castillo de Brahmá n, nuestro propio cuerpo, hay un pequeñ o altar con forma de flor de loto, en cuyo interior podemos encontrar un pequeñ o receptá culo. Ese pequeñ o receptá culo en el interior del corazó n es tan grande como el vasto universo». Theresa miraba de soslayo a travé s de los cristales de sus gafas. Eran una reciente adquisició n, compradas en Boots, en Durham, antes de ir a la India. Era plenamente consciente del significado de aquella compra: otro punto de inflexió n de la edad mediana, junto con la gordura de sus brazos y, por supuesto, de su barriga. Siempre llevaba ropas amplias en la India; en este caso, camisolas shalwar kameeze que cubrí an modestamente su cuerpo. Incluso en Inglaterra habí a utilizado con frecuencia ropa de estilo hindú, y ahora podí a comprobar su utilidad. Pronto iba a cumplir los cincuenta. Era un horror. Durante aquel viaje se habí a dado cuenta de un cambio en las reacciones de la gente. Los hombres ya no intentaban charlar con ella. Allí, dondequiera que fuera, por supuesto, habí a preguntas («¿ De dó nde es usted? », «¿ Có mo se llama usted, por favor? »), pero aquello no era má s que la amistosa curiosidad que cualquiera puede encontrar en la India. Ya no existí a ningú n interé s sexual. Cuando viajaba de un sitio a otro, embutida en los autobuses, o asfixiada en los trenes, la gente le cedí a sus asientos como si tuviera la edad de su madre. Incluso el Babu aquel del monasterio hindú de Benaré s, que era famoso por el brillo de sus ojos —famoso, en realidad, porque le brillaban demasiado los ojos pensando en la unió n fraternal con sus discí pulos—, incluso é l, durante un encuentro privado —un satsang—, la habí a tratado con una impecable gravedad. Aquello era, desde luego, liberador. La verdadera libertad solo se encontraba cuando se lograba trascender la carne… A Theresa le dolí a la tripa; habí a tenido diarrea toda la semana anterior. Fuera, en la calle, habí a un cartel: «EN EL HORMIGÓ N RADICA LA PERFECCIÓ N». Una necesitaba un estó mago a prueba de bombas para enfrentarse al bañ o del pasillo. Sabí a que deberí a comer algo, pero la sola idea de pensar en comida le daba ná useas. Lo ú nico que veí a posible ingerir, en todo caso, en un futuro lejano, era un huevo hervido y unas tostadas con mantequilla. Agotada, Theresa se deshizo de sus chanclas y se inspeccionó los pies. Se habí a clavado algo afilado en el templo de Hanuman, el dios-mono que liberaba a la gente de sus problemas. La piel tení a una herida. ¿ Qué pasarí a si cogí a una infecció n y se morí a, sola, en una habitació n de hotel, en un paí s donde no le importaba a nadie…, en un sitio donde nadie, excepto su madre, conocí a su nombre? Y ni siquiera su madre contaba, porque la idea de Evelyn viviendo en la India era tan estrafalaria que Theresa simplemente no podí a ni imaginá rsela, o, al menos, no hasta que lo hubiera visto con sus propios ojos. Theresa cerró los ojos. Se acomodó en una posició n con las piernas cruzadas sobre la cama. —Oooooom… —murmuró —. Oooooom… Intentó recuperar la energí a, impulsá ndola desde los dedos de los pies, a travé s del diafragma, a travé s de los chalabas. «En la base de la espina dorsal está el Kundalini, el poder de la serpiente enroscada…». Intentó concentrarse. Sin embargo, una visió n siguió flotando en sus ojos: sá banas siseantes y blancas en la cama de su casa, en Oí d Vicarage. El tintineo de una bandeja aproximá ndose y su madre entrando en la habitació n, con los huevos cocidos, las tostadas con mantequilla y el ú ltimo ejemplar de la revista Bunty. —Oooooom…, oooooom… En la habitació n hací a un calor mortal. No podí a abrir la ventana porque el hotel estaba enfrente de la estació n de autobuses y el ruido era ensordecedor. Los humos de los tubos de escape la poní an enferma. —Oooooom…, ooooom… Sá banas siseantes y blancas…; un vá ter limpio en un gran cuarto de bañ o enmoquetado; un rollo nuevo de Scottex en su dispensador; má s y má s rollos de Scottex en un armario lleno de toallas de bañ o grandes y suaves… ¡ Un BAÑ O…! El deseo era una ilusió n. El deseo era tener miedo. Theresa se dio por vencida y volvió a su libro. «Hay dos pá jaros en un á rbol. Uno gorjea en la fruta madura mientras el otro permanece quieto y tranquilo. Las estaciones se suceden y los frutos desaparecen…». Trompazos y risitas en la habitació n de al lado. «El primer pá jaro vuela de un lado a otro frené tico, buscando la fruta. El segundo permanece pacientemente esperando a que su amigo se dé cuenta del engañ o que supone el deseo, el dolor, la pena y la dependencia». Era una pareja de holandeses; Theresa los habí a visto llegar con sus mochilas. Tení an una energí a inagotable. Habí an conseguido que Theresa estuviera despierta la mayor parte de la noche anterior. Necesitaba dormir un poco porque al dí a siguiente por la mañ ana iba a coger el primer autobú s a Kerala. Como le habí an robado el reloj, en Bombay, habí a perdido la noció n del tiempo. Por supuesto, no tener reloj era liberador y todo eso, claro…, pero tení a ciertas desventajas. «El yo inmutable es lo ú nico que existe». La chica gritaba. La noche anterior Theresa habí a contado sus orgasmos: gritillos ahogados, chillidos, pequeñ os ruidillos, durante horas. Habí a sido como contar ovejas, pero sin el resultado deseado. ¿ Có mo podí a una mujer tener tantos orgasmos? Una cucaracha cruzó corriendo el suelo de la habitació n. Theresa abandonó su meditació n y abrió su cuaderno de viaje. Y escribió: Dí a 16 de diciembre El monasterio hinduista de Pattipurnam fue un poco decepcionante, porque, tras un viaje de dos dí as, llegué y me encontré con que el Swamiji no estaba en el centro, y que se habí a ido a Alemania. De todos modos, su presencia se sentí a en aquella atmó sfera sagrada y, desde luego, un viaje espiritual no tiene que tener objetivos. Compartí una celda con una mujer muy agradable de Des Moines, que se llamaba Prem. Lleva en la India muchos meses y me contó la visita que habí a hecho al Swami del Banco en Tamil Nadu. Este gurú ha estado sentado en un banco durante veinticinco añ os, en silencio, con los ojos cerrados. Mi amiga estuvo sentada con é l durante muchas horas. Al final, é l abrió los ojos y ella se vio invadida por un poderoso sentimiento de gozo. Al parecer, era cartero antes de recibir la iluminació n. Hay algo infantil en los babajis que he conocido. Emanan una sensació n de asombro y encanto. Tambié n tienen un delicioso sentido del humor. Có mo nos reí mos cuando, durante los ejercicios espirituales, uno de nosotros levantó tres dedos y le preguntó: «Gurú, ¿ cuá ntos hay? ». Swamiji, entrecerrando los ojos, dijo: «Cuatro». De todos modos la mayor parte de mi tiempo la he dedicado a la meditació n, o simplemente he permanecido sentada en silencio escuchando las enseñ anzas. He viajado muchos kiló metros, de un monasterio a otro, pero, como dice Sri Baba, un viaje no tiene comienzo ni final… Se le secó el boli. Lo habí a comprado aquella misma tarde, en el bazar, pero los bolí grafos indios, como casi todo lo demá s en ese paí s, tení an una corta esperanza de vida. Theresa apartó el cuaderno. No habí a necesidad de escribir. De todos modos, ¿ para quié n estaba escribiendo aquel diario? Una tras otra, por azar o por las circunstancias, todas sus posesiones habí an desaparecido. Deberí a sentirse iluminada, desde luego. Tení a que admitirlo: aquel viaje estaba saliendo un poco frustrante. La ú ltima vez que habí a visitado la India habí a regresado con un subidó n, pero esta vez parecí a que la droga no funcionaba. Habí a habido algunos momentos de una belleza de morirse. Recordaba un amanecer a las afueras de Allahabad: montañ as de basura, fuegos humeantes y pordioseros saliendo entre las cenizas… Una inefable visió n en medio de la miseria. Ese tipo de epifaní as se podí an encontrar por doquier, siempre que uno tuviera ojos que quisieran verlo. Pero de algú n modo el chispazo que buscaba con tanto anhelo no se habí a producido. Esta vez, en cierto modo, no habí a conseguido elevarse sobre los fracasos y las frustraciones, la desesperanza general en todo. En varias ocasiones se habí a enfurecido, una experiencia humillante en un paí s cuya població n, independientemente de lo cruelmente que las trataran, parecí a no abrigar ningú n rencor. En la India uno no se podí a tomar las cosas muy a pecho; simplemente, no tení a sentido. A lo mejor se estaba haciendo demasiado mayor para la iluminació n, la unidad, el nirvana y ese tipo de cosas. Pero la edad no deberí a ser relevante; despué s de todo, la mayorí a de los gurú s ya no estaban en sus cuerpos, pero sus espí ritus se sentí an poderosamente, como si estuvieran presentes, sonriendo a sus discí pulos; la muerte era una irrelevancia. ¿ Por qué, entonces, se sentí a tan mortal, con aquella cintura que no hací a má s que engordar y con la tripa revuelta? Shivabalayogi estuvo en una gruta durante ocho añ os, meditando veintitré s horas al dí a y regresando solo a la vida normal para bañ arse y tomar un vaso de leche. Su cuerpo estaba carcomido por los roedores, y sin embargo é l emanaba un fulgor espiritual tan intenso que miles de personas iban a postrarse ante su presencia. «Cuanto má s esté s en la India, menos sabrá s». Ahora Theresa sabí a la razó n. Era un fallo de su educació n. Habí a ido a la India para completarse, pero esto era imposible porque era una vasija rota. Ningú n pegamento espiritual, ni siquiera en grandes cantidades, podrí a repararla hasta que hubiera aprendido a quererse a sí misma, y a sentir amor. Aquello lo veí a todos los dí as en sus clientes; y por eso era por lo que se habí a hecho consejera, para empezar. Muchí simos de ellos, como ella misma, no habí an recibido ningú n cariñ o que favoreciera su sentimiento de autoestima, de amor propio. En todos los casos Theresa les habí a sugerido la necesidad de seguir el rastro hasta sus padres. Con un enorme esfuerzo, aquella solució n habí a favorecido generalmente el cambio. La noche habí a caí do. Theresa se levantó y se acercó cojeando a la ventana; el pie habí a comenzado a palpitarle. En el exterior, en la estació n de autobuses, habí a una masa informe de gente…, gente acarreando bultos y maletas, gente acarreando crios, gente saliendo de los autobuses o haciendo cola para montarse. El trá fico era un puro atasco. Las bocinas berreaban con la tí pica furibundia india…, nada personal, solo un acto reflejo. Al dí a siguiente la propia Theresa tendrí a que irse. Habí a un lugar má s al que tení a que ir, antes de viajar a Bangalore. Todas sus esperanzas estaban ahora depositadas en una aldea remota de Keralana. Allí, seguramente, encontrarí a el amor que durante tanto tiempo le habí a sido esquivo. Pues en aquella aldea, Vallickava, viví a la Madre de los Abrazos Sagrados.
2 La fe verdadera no vive solo en las palabras. Vive en los actos, los actos de la vida diaria. De ese modo, con fe, todo se hace con cariñ o y elevació n de espí ritu. SVAMI R. ANAND GIRI PURNA, Discursos
Madge y Evelyn se quedaron mirando el lingam. —Nadie que conozcamos, querida —comentó Madge. Evelyn se echó a reí r. Stella seguí a peleá ndose con su audí fono. —¿ Qué ha dicho, querida? El lingam ciertamente era impresionante: cuatro pies de alto, por lo menos, y tallado en piedra, pulida y suavizada por las manos de los devotos. Evelyn experimentó una curiosa sensació n de debilidad. —¿ Esto es lo que estoy pensando que es…? —preguntó Stella. —Yo veí a muchos de estos cuando era pequeñ a —dijo Eithne—. Mis padres me apremiaban para que no me parara delante. Por supuesto, yo no tení a ni idea de por qué. Eithne Pomeroy, la amante de los gatos, habí a pasado los primeros añ os de su vida en Calcuta, pero se habí a ido cuando su padre fue destinado de nuevo a Inglaterra. De vez en cuando se habí a mostrado dispuesta a contar lo que recordaba de aquella é poca, pero en general eran recuerdos un tanto difusos. «Dé janos de mariconadas», decí a Norman con un resoplido. Las cuatro mujeres estaban visitando un templo situado en algú n lugar de las afueras de Bangalore, cuyo nombre Evelyn no habí a pillado. Madge habí a organizado la excursió n. «Tienes que venir, Evelyn, o tu hija pensará que eres una carroza». La noticia de la inminente llegada de Theresa y su interé s en las cosas indias habí a recorrido todo el hotel. Sin embargo, Evelyn se habí a quedado igual que estaba. El templo era una salita diminuta donde unas cuantas familias indias estaban parloteando como si aquello no fuera un lugar sagrado en absoluto. Para ellos, claro, dios estaba en todas partes, así que a lo mejor aquel sitio no era má s sagrado que cualquier otro. El dios elefante, adornado con bisuterí a y tapizado de flores, estaba colocado en un nicho. Parecí a el tipo de cosas que uno gana en una feria y luego desearí a no haberlo ganado para no tener que llevarlo a casa. Era todo bastante pintoresco, pero su guí a, como hacen a menudo los guí as, les habí a soltado una lista de datos y cifras que simplemente les habí an entrado por un oí do y les habí an salido por el otro. ¿ Por qué los guí as siempre nos cuentan cosas que no nos interesa saber? Las cuatro mujeres salieron. El templo estaba en lo alto de una colina; casi las habí a matado subir las escaleras. La luz era cegadora; en la distancia podí an ver los modernos rascacielos de la ciudad, resplandecientes en la calima, el espejismo de los negocios. Evelyn se sentó, entre crujir de huesos, y se puso las sandalias. —Al menos podrá s decirle a tu hija que has estado aquí —dijo Madge—. Y eso es lo importante. Una mona, dá ndole de mamar a su crí a, las miraba. El monito apartó su boca de un pezó n que hací a lustros que estaba seco, y miró a Evelyn con malicia. Ella pensó en có mo antañ o habí a dado de mamar a los dos grandullones que lenta pero inexorablemente estaban acercá ndose a Bangalore desde lejanos lugares del mundo. Aquello le produjo una sensació n tan extrañ a como la de ver el lingam. Eithne se inclinó hacia Evelyn. Señ aló a Madge, que habí a abierto la polvera y se estaba repasando con la barra de labios. —¿ Sabes…? —susurró —. No recuerdo có mo se llama… —Se llama Madge —susurró Evelyn. —¡ Ay, qué tonta…! —No te preocupes —dijo Evelyn—. A mí se me olvidan los nombres constantemente. —Seguro que el pró ximo nombre que se me olvida es el de mi hija —dijo Eithne con una pequeñ a risilla. La hija de Eithne, Lucy, estaba casada con un piloto de pruebas y viví a en Australia. Lucy habí a prometido que irí a pronto a verla. Todos decí an eso, claro; luego era cuestió n de encontrar tiempo… Bajaron las escaleras, entre hileras de tenderetes. —¿ De qué hija está is hablando? —preguntó Stella. —¡ No te preocupes, Stella! —dijo Madge—. La de Eithne. Se llama Lucy y vive en Sydney. —¿ Sidney qué …? —preguntó Stella. —Mi hija, que va a venir a verme —dijo Eithne—. Dice que será una sorpresa. —No permitas que te dé sorpresas, nena —dijo Madge—. Te dará un ataque al corazó n. Se montaron en su coche alquilado. El guí a, un hombre con gafas, muy delgado, le dio a cada una su tarjeta. Decí a: «DR. GULVINDER GAYA. Licenciado en Arte (Prá cticamente)». Evelyn la metió en su bolso junto a su abundante colecció n de tarjetas profesionales. Dondequiera que iban, la gente se las poní a en la mano. Le pagaron al taxista (treinta rupias, tal y como habí an acordado de antemano), y partieron. Evelyn iba embutida en la parte de atrá s, rascá ndose discretamente las picaduras de los mosquitos. Iban hablando de la cena. Los jueves habitualmente podí an elegir o biryani (en fin, arroz con verduras) o chuletas de ternera. —Matarí a por un trozo decente de queso cheddar —dijo Madge. Ferná ndez, el cocinero, habí a vuelto a trabajar al dí a siguiente de haber sido despedido. Al parecer, era una cosa habitual. De todos modos, Evelyn no le habí a dicho a nadie lo de la confesió n de Minoo. Dos semanas habí an transcurrido desde lo de los zapatos y el pobre hombre cada vez parecí a má s desgraciado. A su mujer se la veí a de vez en cuando dando voces a los criados, pero apenas hablaba con los residentes y no reservaba servicios de pedicura. Jean Ainslie tambié n parecí a un tanto enmudecida. La razó n por la que estaba así no era de dominio pú blico, pero su silencio contribuí a en gran medida a enturbiar el ambiente. Era como si todos estuvieran esperando que ocurriera algo. Se parecí a un poco a cuando empieza a hacer mucho calor en verano, antes de que rompa el monzó n. —¡ Mirad! —Stella señ aló algo por la ventanilla. Estaban cruzando un rí o. En sus orillas habí a un bosque de ropa tendida, con cuerdas entre palos. Hileras de sá banas colgaban y deslumbraban al sol. Diminutas figuras lavaban ropa en el rí o. —Eso es un dhobi-ghat, querida —dijo Eithne—. La lavanderí a del hotel seguramente será esa. —A lo mejor puedo ver mis pantalones color rosa —dijo Madge. —No… —replicó Stella—. No me refiero a eso… Mirad. ¡ Es Dorothy! Le dijeron al conductor que parara. Un camió n hizo sonar su bocina. Pasó junto a ellas, vomitando humos contaminantes. Ponié ndose las gafas, todas miraron por la ventanilla. Junto a la zona de lavar habí a un grupo de chabolas, con el techo de plá stico. Habí a un taxi negro y amarillo aparcado allí. Incluso a aquella distancia pudieron distinguir que la mujer que iba detrá s era Dorothy: pantalones azules, blusa blanca. Estaba hablando con uno de los lavanderas. Se quedaron quietas allí, mirá ndola. ¿ Qué demonios está haciendo ahí? —preguntó Evelyn. A lo mejor ha perdido las bragas— dijo Madge. Dorothy se presentó a la hora de cenar. Ninguna de las cuatro le preguntó qué habí a estado haciendo en el dhobi-ghat; con Dorothy eso no se hací a, simplemente. Se sentó a la mesa con Graham y las hermanas escocesas, un par de viudas de Fife, muy agradables pero aburridí simas. Debido a los esfuerzos de Madge, la disposició n de los sitios se habí a convertido en algo má s sociable: las mesas se habí an juntado para hacer mesas de cuatro, un nú mero que segú n Madge era má s propicio a la conversació n. Dos era muy agobiante; y si eran má s de cuatro, los má s sordos no se enteraban de nada. Madge era veterana en un montó n de cruceros y sabí a de esas cosas. Aquello tení a un cierto aire del juego de las sillas musicales, sin embargo: los ú ltimos en llegar veí an sus opciones reducidas a sentarse con Norman Purse o con Hermione Fox-Harding, otra de las amantes de los gatos, que sufrí a flatulencia. El truco, claro está, consistí a en llegar en grupo y sentarse juntos sin separarse ni un milí metro. Evelyn se puso junto a sus compañ eras de la tarde. Miró a Dorothy con curiosidad. Aquel gesto se tornó en asombro cuando Dorothy pidió una botella de vino. Nadie bebí a vino, era desorbitadamente caro, y un capricho tan extravagante como cuando eran jó venes. La gente bebí a la cerveza local, refrescos indios o, si se sentí an un poco alocados, un licor importado. Jimmy le llevó la botella, sostenié ndola como si fuera un petardo de fuegos artificiales, y tuvieron que ayudarle con el sacacorchos. —No será tu cumpleañ os, abuelilla —vociferó Norman desde la mesa de al lado. Y miró la botella con envidia. Dorothy negó con la cabeza. Despué s de un largo rato Jimmy reapareció con cuatro polvorientos vasos de vino, tiritando en una bandeja. Evelyn, unos metros má s allá, escrutaba la cara de Dorothy. Habí a un ambiente de reprimida emoció n a su alrededor, como si hubiera oí do alguna noticia en la radio de la cual los demá s no tuvieran ni idea. Dorothy pinchó una rodaja de huevo con mayonesa, se la llevó a la boca y luego, abismada en sus pensamientos, la volvió a dejar en el plato. Hasta muy pocos dí as antes, Evelyn habí a defendido a Dorothy contra los rumores de chifladura que habí an estado circulando. La excentricidad, como el buen cheddar, era una de las cosas de las que los britá nicos podí an estar orgullosos, aunque la lista de orgullos patrios iba menguando cada vez má s. Hasta que llegaron al hotel, muchos de los residentes habí an estado viviendo solos durante muchos añ os, una situació n que habí a favorecido los comportamientos extrañ os. La propia Evelyn hablaba en voz alta con Hugh frecuentemente. En fin, el dí a anterior precisamente Evelyn se habí a encontrado con Dorothy en el jardí n, hablando con el mali. Cuando se acercó y pudo distinguir lo que decí a, habí a descubierto que Dorothy no estaba hablando en inglé s, para nada; era una especie de galimatí as. No era de extrañ ar que el mali le hubiera parecido a Evelyn un tanto aturdido y moviera la cabeza como si negara algo. O a lo mejor estaba haciendo aquel gesto que querí a decir: «Claro, claro, lo que usted diga, vieja chiflada inglesa». «Todos tenemos nuestras pequeñ as maní as», pensó Evelyn. Solo que las de algunos eran má s extrañ as que las de otros. Mira Muriel Donnelly. Ultimamente Muriel estaba cada vez má s nerviosa. La visita al santó n no habí a producido el resultado deseado: aú n no habí a indicios de su hijo. Habí a telefoneado a su casa en Essex muchas veces: sin respuesta. Sus vecinos no habí an sabido nada de nada. Los esfuerzos de Muriel por localizar a la mujer de su hijo y a sus dos niñ os, Jordá n y Shannon, tambié n habí an fracasado. A lo mejor la mujer tambié n habí a huido. Muriel no tení a ni idea. No se sabí a nada de ninguno de los dos. Sin embargo, Muriel persistió. A lo mejor ocurrí a un milagro. Despué s de todo, sin esperanza probablemente perderí a el deseo de vivir. Despué s de cenar Evelyn se sentó en el saló n, leyendo un ejemplar antiguo de Good Housekeeping. Desde la sala de la tele llegaba el sonido de la serie de televisió n Porridge; alguien habí a encontrado una copia pirateada en el videoclub de Khan. En el silló n de enfrente dormitaba Hermione, con su diario en el regazo. Estaba escribiendo sus memorias para su nieto. Muriel se acercó a Evelyn y le susurró: —Adivina qué. Voy a hacer que me lean las hojas mañ ana. —¿ Las hojas? —Me van a leer el futuro. —¿ Tú crees que es una buena idea? —preguntó Evelyn. —Las respuestas está n ahí escritas —dijo Muriel. —¿ Có mo? Pensaba que las hojas solo formaban como una especie de silueta. —¿ El qué? —Pues las hojas de té. —No, no son hojas de té, cariñ o —dijo Muriel—. Eso puedo hacerlo yo. Son hojas de palmera. Te dicen incluso cuá ndo te vas a morir. Enfrente, Hermione se habí a quedado dormida. Las memorias resbalaron de sus dedos y se cayeron al suelo. Ammachi, dicen, es la encarnació n de Devi, la Madre Divina del Universo. En su monasterio o ashram, en esta pequeñ a aldea de pescadores junto al océ ano Í ndico, construida en el lugar donde nació y donde pasó su infancia, miles de personas de todo el mundo vienen a experimentar su especialí sima darshan o doctrina, mediante la cual acoge a cada discí pulo entre sus brazos, como una madre abraza a un niñ o. Theresa estaba sentada en las rocas leyendo De aquí al nirvana. Las olas se vertí an en la playa y se retiraban susurrando. Su ritmo la acunaba. Cada ola era su conciencia, lavá ndola y luego retirá ndose y dejá ndola limpia. Ahora que habí a llegado, estaba llena de paz. Terrenal, vital y arquetí picamente maternal, la Madre de los Abrazos Sagrados recibe personalmente a cada persona que llega a ella, riendo, riñ endo, consolando y finalmente acogiendo al discí pulo en un amplio abrazo (habitualmente acompañ ado por una golosina de chocolate o alguna otra chucherí a, como prasad). Se dice que ha abrazado a má s de 15. 000 devotos en una noche, recibiendo a cada uno con una radiante y sincera sonrisa. Sus discí pulos estiman que hasta la fecha habrá abrazado a unos veinte millones de personas. ¡ Qué raros eran los abrazos de la propia madre de Theresa! Evelyn no habí a sido una persona fí sica en absoluto: demasiado frí a, demasiado britá nica. La sola idea de su madre haciendo el amor con su padre era demasiado grotesca como para que Theresa pudiera siquiera imaginarla. Una vez, cuando ella era pequeñ a, Theresa se habí a colado en su habitació n y habí a intentado escalar a la cama para estar con ellos. Su madre la habí a cogido sin decir una palabra y la habí a llevado de nuevo a su cuarto. Aquella fue la primera experiencia de rechazo de Theresa, la primera de muchas. Theresa se percató de repente de un olor. En una hendidura, entre las rocas, habí a un montó n de mierda. Se levantó y, cruzando las rocas, bajó cojeando a la playa. Su herida se habí a convertido en un dolor sordo. El esparadrapo indio no serví a para nada; se caí a en cuanto andabas un poco. En realidad, los abrazos de su madre ni eran abrazos ni eran nada; solo un breve apretó n contra un cuerpo rí gido, un beso en la mejilla. Aquellos apretones eran traicioneros, porque significaban un adió s. Un breve abrazo y luego sus padres se iban, alejá ndose en su Rover, de regreso a su feliz hogar matrimonial, y dejando a Theresa frente a los horrores de un internado. ¿ Có mo pudieron desprenderse así de su hija? ¿ Qué clase de amor era aquel? Siempre habí an querido má s a Christopher, desde luego, su niñ ito adorado. Oh, Christopher no podí a hacer nada mal. Theresa regresó renqueando a la aldea. Si al menos pudiera encontrar un gurú de pies, para que curara sus heridas… Si al menos pudiera encontrar un gurú de la barriga, para que le curara la diarrea… A juzgar por las pruebas dispersas por toda la arena, ella no era la ú nica que sufrí a cagalera. Avanzó junto a una hilera de autobuses. La aldea estaba atestada de peregrinos, muchos de ellos occidentales. —Eh, colega, ¿ qué haces? —Dos jó venes ingleses se abrazaban—. Nos conocimos en Benaré s, ¿ no te acuerdas? En la tienda de Pandit’s Chai. Theresa habí a encontrado una habitació n, aunque con alguna dificultad; era una celda de cemento en una casa al lado de la carretera principal, junto al cibercafé. Theresa se sentó en la cama. En el exterior el trá fico avanzaba lentamente. Podí a oí r las voces de la gente cuando pasaba andando junto a su ventana. —Ahora estoy viviendo en Wembley —decí a una chica—. Pero estoy buscando un sitio en Kensal Rise. Por norma, Theresa evitaba a los ingleses, pero de repente echó de menos mantener una conversació n, incluso aunque fuera tan limitada como lo serí a con una londinense borracha con la mitad de su edad. Sacó su paquete de toallitas hú medas. Solo le quedaba una. Intentó limpiarse la herida, pero la toallita se habí a secado. «Da igual —pensó —. Mañ ana me abrazará n».
3 El que no siente ni ansia ni repulsió n, el que no se queja ni codicia las cosas, el que está má s allá del bien y del mal, y que tiene amor: ese es el que me es querido. BHAGAVAD GITA
—¡ Mira, Jo-Jo, elefantes! —Christopher señ aló fuera del jeep. —Solo veo un elefante. —Es que ese era solo uno. Mira, allí hay una manada entera, una mamá elefanta y un papi elefante, y un bebé elefantito… —Papá … —dijo Clementine. —Mamá, estoy cansado. —Joseph, con el pulgar en la boca, se acurrucó contra su madre en el asiento de atrá s. —No puedes estar cansado… —dijo Christopher. —Se han levantado a las seis —dijo su mujer. —¡ Eh, mirad ahí, chicos! ¡ Una familia entera de elefantes! —Está s gritando, cariñ o —dijo Marcia. —Pero es que no han visto nunca elefantes… ¡ en libertad! —Sí, sí que los han visto. —¿ Cuá ndo? —En Kenia. ¿ No te acuerdas? En el Masai Mara. Allí estaba Marcia, arropada con sus dos hijos. Clementine, que parecí a haber tenido una regresió n en aquel viaje, tambié n se estaba chupando el pulgar. El conductor, un tipo oficioso llamado Hari, habí a detenido el jeep. —Elefantes, sahib —dijo Hari. Christopher hizo una foto. Alguien tení a que mostrar ilusió n, aunque solo fuera con el conductor. Los elefantes eran sencillamente unos bultos grises que se recortaban contra la maleza. Christopher los animó a hacer algo interesante. —Haré fotos de todos modos —dijo alegremente—. Podremos verlas cuando lleguemos a casa. Nadie le contestó. Hari arrancó el jeep y avanzó. Christopher querí a decirle: «A mí no me eche la culpa. Sé que está n echando a perder a los muchachos, pero, sinceramente, sus amigos está n igual de mal. No sabe usted hasta qué punto». En el asiento de atrá s, los niñ os se acunaban contra su madre. Marcia los abrazaba de un modo posesivo y excluyente. Realmente los estaba malcriando de un modo espantoso. Por un complejo, desde luego. Una profesional que mimaba en exceso a los niñ os era porque apenas los veí a. Qué diferente era todo aquello respecto a su propia educació n, pensó Christopher. Fueron dando botes por el camino. Christopher deseaba que ella no fuera tan…, en fin, tan fí sica. Todos aquellos abrazos, sobre todo a su hijo. Christopher sospechaba que aquello no era del todo saludable. ¿ No estarí a fomentando algú n problema de cara al futuro? La visita a la reserva de caza Mudumalai correspondí a al cuarto dí a de sus vacaciones, ¡ solo el cuarto dí a!, y los chicos ya estaban aburridos. Habí an visto templos y playas, habí an viajado en barca por las aguas tranquilas de Kerala y se habí an servido en los enormes bufé s de hoteles asombrosamente lujosos; habí an nadado en piscinas del tamañ o de Piccadilly Circus cuyas palmeras estaban atestadas de loros; unos lacayos les habí an servido, trayé ndoles elaborados có cteles sin alcohol y recogié ndoles las toallas sucias que iban dejando tiradas por las habitaciones. Hasta el punto de que el ú nico signo de animació n de Clementine fue cuando conoció a alguien que habí a conocido a Johnny Depp. Y respecto a Joseph, la mayor parte del tiempo habí a estado colgado de su consola, y solo volví a a la vida cuando se le acababa la baterí a. —Vuestro abuelo y yo estuvimos de camping una vez en Dartmoor —dijo Christopher—. Estuvimos recorriendo millas y millas, solo con una manzana y un pedazo de queso en nuestros bolsillos. Por las noches nos divertí amos a nuestro modo: jugá bamos a los barcos, y cosas así … Clementine lo miró, con una mueca de desprecio. —Papá, eso es muy triste. —No lo era. Era fabuloso. —¿ Fabuloso? No habí a utilizado esa palabra en su vida. Ultimamente a Christopher le parecí a que se estaba volviendo irreconocible. Estaba jugando a las familias. Miró a la cara de á ngel de su hijo, siete añ os, y ya insoportable; y la testaruda de su hija. Oh, é l se preocupaba por la vida que les esperaba, pero la verdad era que sentí a que ya apenas le pertenecí an en absoluto. Ahora que se encontraba muy lejos de casa, en su compañ í a veinticuatro horas al dí a, los veí a a todos a la luz de una espantosa claridad. ¿ Por qué no podí an ser simplemente felices, como se supone que son las familias? El jeep fue dando botes por todo el camino, entre muchos kiló metros de maleza. Era una mañ ana nublada, con una luz turbia. Unos cuantos pá jaros volaban por allí, pero Hari se habí a cansado de su labor de guí a y ya habí a dejado de señ alar las cosas. Christopher se volvió en su asiento, para sonreí r animadamente a su pequeñ a familia. Sin maquillaje, la piel de Marcia parecí a amarillenta con la tempranera luz matutina. No representaba la edad que tení a, eso tení a que admitirlo, pero la verdad era que su mujer era absolutamente vulgar. De repente recordó las aldeas por las que habí an pasado, en Kerala… Eran imá genes de una vida muy sencilla, tan dolorosamente hermosas que no podí a quitá rselas de la cabeza: un chiquillo rié ndose y saludando en un bote, una mujer envuelta en un sari, lanzando grano graciosamente a sus gallinas. «Conserva este emocionante encanto», decí a la canció n. Cada casita junto a la que pasaban, acurrucada bajo algunas palmeras de plá tanos, bañ adas por el sol, era una visió n del Paraí so. Era una visió n de una felicidad tan inalcanzable que le daban ganas de llorar. —¿ Cuá ndo vamos a volver al hotel, mamá? —lloriqueó Clementine. —Enseguida. —¡ Luego iremos a Ooty! —dijo Christopher—. Y luego bajaremos de las colinas en un tren de carbó n, y luego iremos a unos templos alucinantes en un sitio que se llama Halebib… —Mira, mamá, ¡ me ha picado una pulga! —… y a una preciosa ciudad llamada Mysore… —¡ Mira! ¡ Está todo hinchado! —aulló Clementine. —Allí hay un lugar maravilloso que… —¿ Me voy a morir? —preguntó Clementine. —Querida —dijo Christopher—, no te pongas melodramá tica. —¡ Está preocupada! —cortó Marcia. Se volvió hacia su hija—. Cariñ o, te pondremos una eremita ahí cuando regresemos al hotel. —Y luego iremos a ver a vuestra abuelita —dijo Christopher—. A la abuelita Evelyn. Está deseando veros, chicos. —¿ Lleva pañ ales? —gruñ ó Joseph entre risillas. —Qué tonterí a —dijo Christopher—. Pues claro que no. —Los viejos llevan pañ ales, como los bebé s. —Tú eres el que llevabas pañ ales, y no hace mucho —dijo Christopher. —¡ Qué asco! —¿ Me va a dar un regalo de Navidad? —preguntó Clementine. —Estoy seguro de que sí. En realidad su madre era famosa por su tacañ erí a, pero probablemente les habrí a comprado algo. Para el dí a de Navidad, en realidad, ya se habrí an marchado; solo estarí an dos noches en Bangalore, y luego irí an a Goa. Christopher sabí a que deberí an haber pasado ese dí a con su madre, pero las fechas no habí an cuadrado. De todos modos, iban a estar muy cerca del dí a de Navidad. Y Theresa estarí a allí para las fiestas y las fechas señ aladas. Así que todo irí a bien, ¿ no? Christopher sentí a la culpabilidad habitual, que le ascendí a por la garganta como una ná usea. Era un inú til, como padre y como hijo. Cerró los ojos. Allí estaba ella: una mujer, un destello desde el barco. Llevaba un sari de color azul claro. Acuclillada al borde del agua, escurriendo su colada. El sol brillaba en su pelo. Cuando el barco pasó, ella levantó la cabeza y le sonrió, una sonrisa deslumbrante. Solo por un momento, la niebla se disipó. Su sonrisa, como los rayos de sol, la disiparon. —Mamá, se está poniendo todo rojo… —lloriqueó Clementine. —Puaj —dijo Joseph. Christopher miró de reojo al conductor. El folleto les habí a prometido la asistencia de un experto cualificado en vida salvaje, pero bueno, qué má s daba; en la India, ya se habí a dado cuenta, todo ese tipo de promesas parecí an evaporarse. En este caso, se habí an encomendado a un hombre de mediana edad que apenas sabí a hablar inglé s. Christopher miró los escuá lidos tobillos de Hari, y los dedos de sus pies, grisá ceos y polvorientos. ¿ Cuá nto ganarí a ese hombre? A la semana, probablemente menos de lo que costarí a un gin-tonic. Ah, un gin-tonic… Hari cruzó con el coche las puertas de la reserva de caza. Algunos muchachos salieron de unas chabolas y corrieron hacia el jeep. —¿ Có mo te llamas? —preguntaban. —Topher —dijo Christopher. Cuando era un escolar, Christopher habí a intentado autoimponerse aquel sobrenombre. Sin embargo, no habí a cuajado; ninguno de sus compañ eros de clase lo habí a utilizado y toda la historia quedó en nada, y é l se quedó con una sensació n un tanto humillante. —¡ Topher, Topher! —gritaban los muchachos—. ¿ Eres de qué paí s, por favor? —Inglaterra. Pero vivo en Nueva York. Christopher los miró. De repente tuvo la imperiosa necesidad de bajar a sus propios hijos y cambiarlos por aquellos muchachos sonrientes. «Para ellos, yo soy Topher», pensó. Podrí a empezar de nuevo mi vida con una mujer que llevara un sari azul, y que simplemente me sonriera, y que se alegrara de mi existencia. «¡ Hola! Me llamo Madhu Sengupta y tengo veintisé is añ os. Soy amable, educada y de buena familia. Soy licenciada en informá tica y gerencia de sistemas informá ticos, pero a pesar de mi apariencia moderna soy muy tradicional de espí ritu. Entre mis aficiones está n el bridge, la mú sica y la conversació n…». —Esa es mona, Rahul —susurró Evelyn. «Estoy buscando un hombre con quien pueda contar y que pueda contar conmigo…». —Olví dalo, cariñ o —dijo Surinda a la cara que aparecí a en la pantalla de la tele. —Cá llate —dijo Rahul. Un grupo de residentes se encontraba en la sala de la tele. Estaban viendo un ví deo de posibles novias para Rahul, el joven que trabajaba en el centro de venta telefó nica. «… y que sea razonablemente bien parecido…». —Eso te deja fuera a ti —dijo entre risas Surinda. «Por favor, indica tu horó scopo». Rahul estaba tumbado entre los pies de Evelyn y Madge, y el pelo le brillaba con el fulgor de la pantalla. Dijo que querí a alguna opinió n de la gente cuyas opiniones valoraba. A todos les habí a encantado aquella confianza. Apareció otro rostro en la pantalla. «Me llamo Kiran Shrivastav, y soy cristiana —decí a—. Mido uno sesenta y siete. Estoy buscando un compañ ero con vistas a casarme, deberí a tener un trabajo estable y buen sentido del humor. Yo soy asistente dental y tengo veintidó s añ os…». —¿ Veintidó s añ os? —se burló Surinda—. No te lo crees ni tú, querida. «Hablo con fluidez kannada, hindi e inglé s, y preferirí a a un no fumador. Por favor, enví ame un e-mail a la direcció n que aparece en la parte superior de la pantalla». —Son todas muy guapas —dijo Evelyn. Ojalá alguna de ellas se hubiera casado con su hijo. Apareció otra cara. «Soy divorciada, sin cargas familiares, y estoy buscando un hombre respetable, con un buen trabajo, de cualquier edad, la casta no supone impedimento…». —Pobrecilla, está desesperada —dijo Surinda. —La siguiente es la ú nica que me gusta —dijo Rahul—. La he visto cuatro veces… —Oh, por-fa-vor… —dijo Surinda. —¿ Vosotras qué pensá is, abuelitas? —preguntó el muchacho. Una chica preciosa apareció en la pantalla, mirando al suelo. «Me gusta bailar, el teatro, y salir a cenar —decí a—. Soy una estudiante cariñ osa y buena…». —¡ Eh, un momento, yo la conozco! —dijo Surinda—. Fuimos a la facultad juntas. Es una zorrupia, Rahiji. —¿ Qué dice? —preguntó Stella. —¡ Y ademá s tiene el culo gordo! Justo entonces Evelyn se percató de que habí a un hombre en la puerta. Era Minoo. Estaba mirando la pantalla de la televisió n. Aunque estaba semioculto en la oscuridad, Evelyn se dio cuenta de que se encontraba mal. Eithne señ aló la televisió n. —Esa es igualita que mi Lucy. Casi ni es má s morena… —¡ Ssssh! —Dice que me va a enviar una sorpresa para Navidad —dijo Eithne—. ¡ La sorpresa es ella, yo sé que es ella! Va a venir a verme, desde Australia… —¡ Haz el favor de callarte! —gritó alguien—. Estamos intentando encontrarle una mujer a este amable muchacho. Cuando Evelyn se volvió a girar, Minoo se habí a ido. El ví deo terminó. La audiencia de má s edad se puso en pie, con las rodillas crujiendo como disparos de ametralladora. Evelyn salió fuera. En la oscuridad, Minoo se habí a desplomado en los peldañ os de la veranda. Se agachó con cuidado y se sentó a su lado. —¿ Estaba usted pensando en su novia perdida? —preguntó. É l asintió. —¿ Có mo se llamaba? —Bapsi —dijo, y se volvió hacia ella—. Señ ora Evelyn, no puedo seguir con esto. El hotel se me cae encima. —¡ No me diga! —y miró hacia arriba, alarmada. —No puedo trabajar, no puedo dormir. ¿ Acaso nos puso Dios en este mundo para sufrir semejantes desdichas? Evelyn habló en voz baja. —¿ Ha pensado usted en el divorcio? En Inglaterra, hoy en dí a, lo hace todo el mundo, constantemente. Tienen muy poco aguante. —Yo estuve divorciada —dijo Madge. Ambos se volvieron—. ¿ Molesto? —Sié ntese, señ ora, por favor —dijo Minoo. —Lo mejor que hice en mi vida. —Madge se sentó junto a ellos—. Porque luego conocí a Arnold. Sinceramente, fue como si hubiera vuelto a nacer. Una segunda oportunidad. —Se volvió hacia Evelyn—. No me habrí as reconocido si te hubieras cruzado conmigo cuando estaba con Howard…, que fue el primero. Me sentí a como una piltrafa. —Se encendió un cigarrillo—. Con Arnold me convertí en una persona diferente. Me hací a reí r, ya sabes. Ah, nos divertimos de verdad, hasta el final. Recuerdo una vez…, cuando estaba agachá ndose para coger no sé qué del suelo (tení a la espalda fatal), me suelta: «Bueno, ahora que estoy aquí abajo, ¿ hay alguna cosilla que necesites? ». Se quedaron allí, mirando a la oscuridad. En un extremo de la veranda, Eithne decí a: «Tommy… Tommy…». Estaba buscando al gato. —Yo solo tuve un marido —dijo Evelyn—. En su momento me pareció suficiente. Otra voz en el jardí n gritaba: «¿ Tinker…? ¿ Tinker? ». Hermione tambié n estaba buscando al gato. —Por lo que tengo entendido, ustedes tienen la suerte de poder tener otra vida, pero solo despué s de que hayan muerto —dijo Madge—. Algunos de nosotros podemos tener otra vida cuando todaví a estamos vivos. —Dio una calada a su cigarrillo—. Eso te hace sentir como si vivieras má s, como unas vacaciones combinadas de ciudad y playa… —Yo pensaba que creí a en Dios, señ oras —dijo Minoo—. Pero he estado teniendo dudas. —Para ser totalmente sincera —dijo Evelyn—, yo tambié n. —¿ Le importarí a darme uno de esos, señ ora? Madge le dio a Minoo un cigarrillo y se lo encendió. A Evelyn le gustaba el olor del tabaco, le recordaba a Hugh. Ademá s, mantení a alejados a los mosquitos. Allí estuvieron sentados los tres, absortos en sus pensamientos. Las voces que llamaban a los gatos se oí an dé bilmente en el jardí n. Una tercera voz se habí a unido a las dos primeras: «¡ Fé lix… Fé lix…! ». Má s lejos, al otro lado del muro, el trá fico seguí a dando bocinazos. Y precisamente entonces apareció una figura, que subí a caminando por el sendero. Era difí cil averiguar quié n era… Solo se atisbaba un fulgor de ropas claras, como el de un fantasma. Se hizo un silencio. Por un momento, los tres pudieron oí r los crujidos de las pisadas en la gravilla. La figura se fue acercando cada vez má s. Era una mujer. —¡ Lucy! —gritó una voz desde el otro extremo de la veranda. El plato se estrelló con estré pito cuando Eithne dejó caer la comida del gato—. ¡ Lucy, cariñ o! —Eithne corrió hacia donde ellos estaban sentados, en la escalera. Se movieron a un lado para dejarla pasar—. ¡ Es mi hija! —dijo sin aliento por la emoció n. Aferrá ndose a la barandilla, descendió los escalones. Tal vez se tropezó. Nadie lo supo con exactitud. De repente se oyó el sonido de la madera quebrá ndose. La barandilla se partió y Eithne cayó, como un fardo. Los tres se pusieron de pie de un salto. —Eithne, ¿ está s bien? Sin embargo, Evelyn no estaba mirando el cuerpo de aquella mujer que estaba boca abajo y tendida en el suelo. Estaba mirando a la mujer que se acercaba a ellos, abrié ndose paso a travé s de la oscuridad; era una mujer de mediana edad, vestida con ropa india. —¡ Theresa! —Hola, mamá. Evelyn se apresuró a correr por la gravilla y a abrazar a su hija…, una cosa bastante incó moda, estando la mochila de por medio. El accidente de Eithne causó una profunda impresió n en los residentes. Habí a sido trasladada al hospital Victoria con la cadera rota. En el fondo de sus corazones, todos sabí an lo que aquello significaba. Una cosa conducí a a otra; los que se iban con la cadera rota rara vez regresaban. —Es el principio del fin —dijo Hermione, que no era famosa precisamente por su delicadeza. Los Ainslie visitaron a Eithne al dí a siguiente. Como una patrulla de reconocimiento, regresaron e informaron de sus impresiones del hospital. Las familias rodeaban todas las camas, dijeron, se serví an comidas bastante copiosas, pero, por lo demá s, el lugar no era distinto de cualquier hospital britá nico, incluyendo la cantidad de negros del personal. Habí an avisado a la hija de Eithne y, a pesar de las dé biles protestas de su madre de que no habí a necesidad ninguna, ya estaba volando desde Australia y llegarí a al dí a siguiente. —Una baja, quedan diecinueve —le dijo Madge a Norman—. Somos como las langostas en el acuario, ya sabes, cuando vas a un restaurante. No tarda en llegar alguien que señ ala una con el dedo y dice: «Esa». A Norman le gustaba Madge. Era una mujer atractiva; debí a de haber sido una buena calientapollas en su juventud. Tambié n fumaba, al contrario que la mayorí a de las viejecitas mojigatas de las que estaba rodeado. En un momento de locura incluso habí a considerado hacerle algunas confidencias. La mayorí a de sus compañ eras residentes tení an el aspecto que se supone que tienen los ancianos; algo de color beis y todas con el mismo peinado. Imposible imaginar que hubieran tenido alguna vez relaciones sexuales. Unas pocas, sin embargo, como Madge, parecí an mujeres normales que probablemente habrí an tenido bastantes. De estas, Madge era el mejor espé cimen. Ella, obviamente, habí a tenido un montó n de experiencia en el Ministerio de la Cama, y tal vez podrí a darle alguna solució n a su pequeñ o problemilla. «A tu maridito Arnold, así, a medida que iban pasando los añ os, ¿ le parecí a como que tení a menos vigor en el nabo? ». Norman, en todo caso, no confiaba enteramente en Madge para decí rselo. Si su secreto se desvelaba, puede que no pudiera ir con la cabeza alta nunca má s. Habí a decidido solicitar consejo profesional y habí a encontrado la direcció n de una clí nica en las pá ginas del Bangalore Times. «Impotencia —decí a el pequeñ o anuncio—. Eyaculació n precoz. Enfermedades de transmisió n sexual. Test del VIH. Confidencialidad garantizada». Norman iba encorvado en el rickshaw mientras el vehí culo iba dando trompazos por la Elphinstone Street. La calzada estaba atascada de trá fico. Era 18 de diciembre, un dí a clave. Admitir que tení a un problema era el primer paso; hacer algo activamente al respecto, levantar el telé fono, y fijar una cita, era audaz de cojones. Tení a que solucionarlo antes de que llegara Pauline. Serí a difí cil escaparse del hotel estando ella allí, siendo como era una hija entregada. El rickshaw dio un viraje brusco para rodear un autobú s. El humo del tubo de escape le hizo saltar las lá grimas de los ojos. ¿ Por qué Pauline no iba a venir con su marido? ¿ Es que el tí o no querí a visitar su propio paí s y controlar su inversió n? En fin, no podí an quejarse del comportamiento de Norman durante todo ese tiempo. Todaví a no lo habí an echado a patadas de Dunroamin. Aunque, claro, las tentaciones habí an sido abundantes. Pensó en Eithne, la pobrecita abuelilla, languideciendo en el hospital. Ojalá no le hubiera dicho que sus gafas la hací an parecerse a Rosemary West. —¿ Es una amiga tuya? —habí a preguntado Eithne. —No. Una asesina en serie. De Gloucester. —¿ Perdó n? —dijo Eithne, nunca especialmente viva. —Fred West y todo eso —contestó Norman—. ¿ Recuerdas? [9] Eithne habí a emitido un ruidillo de asombro que apenas salió de su garganta. En realidad, Eithne deberí a demandar al puto hotel, pero su generació n no hací a ese tipo de cosas. Ni se le habrí a pasado por la cabeza. Ademá s, si Sonny tení a algo que ver con aquello, y lo tení a, el lugar probablemente no habrí a pasado jamá s una inspecció n ni contarí a con ningú n tipo de certificado oficial, para empezar. El rickshaw se abrió paso entre el trá fico y vino a detenerse enfrente de un montó n de escombros. Norman se apeó y se estiró, con un gruñ ido. Por encima de su cabeza se levantaba un edificio lleno de desconchones: Elphinstone Chambers. Los carteles colgados de distintos pisos anunciaban los negocios que tení an su sede en el interior: «Sastrerí a Ishmail: trajes y camisas», «Agencia de Viajes Rahman». Miró arriba del todo. «Tercer piso: Clí nica Meerhar». —Estos post-its indios no sirven para nada —dijo Evelyn, cogiendo uno del suelo—. No se pegan en absoluto. —No tienes que apegarte a nada, mamá —dijo su hija—. Dé jalo ya. —No seas tonta, querida. No me acordaré de nada si no me lo anoto. —Era una broma, mamá. Nos reí mos un montó n en los monasterios y eso… Salieron de la habitació n y avanzaron por el pasillo. Theresa todaví a cojeaba, pero la señ ora Cowasjee, en un raro momento de buen humor, le habí a vendado el pie. Theresa llevaba las zapatillas de andar por casa de su madre: de color azul pá lido, forradas con borreguillo. —Qué suerte que solo fuera tu pie —dijo Evelyn—. Estaba muy preocupada por ti. Una escucha tantas cosas… —Todo fue bien —dijo Theresa. —Terroristas musulmanes… —En la India no… —Los musulmanes son un problema, con las bombas, y rezando todo el rato… —¡ Mamá! No todos los musulmanes son terroristas. —Cualquiera que haya tenido cizañ a en el jardí n puede entender el terrorismo —dijo Evelyn—. Arrancas un poco, pero en realidad ahí sigue, creciendo y extendié ndose bajo el suelo… —Mamá … —Arrancarla solo favorece su crecimiento, ya ves. Y surge donde menos te lo esperas. —¡ Mamá! —exclamó Theresa—. No digas tantas tonterí as. —No deberí as hablarme así —dijo Evelyn con sequedad—. Parece que tuvieras doce añ os. Evelyn no podí a evitarlo; tení a muy pocas ganas de fiesta aquel dí a. La caí da de Eithne le habí a afectado y su propia hija, despué s de solo dos dí as, estaba empezando a irritarla. Miró a Theresa. Habí an aparecido canas en su pelo; Evelyn no se habí a dado cuenta de ello hasta entonces. La piel de su hija, sin maquillaje alguno, parecí a muy pá lida. Hay que ver, seis semanas en la India y no habí a cogido ni el má s mí nimo bronceado. ¡ Y aquellos pijamas tan tristes para vestir, sin color ninguno! En las mujeres indias lucí an hermosos, pero Theresa parecí a que hubiera estado en la cama con gripe. —Tienes que animarte y salir de ese cí rculo vicioso —dijo Evelyn—. Lo ú nico que haces es dar vueltas y má s vueltas. Si te sacudes eso que tienes y creces, entonces será s feliz. —Demonios, mamá. Hablas como un hindú. —Es que vivo aquí, ¿ sabes? Theresa gruñ ó. Entraron en el saló n. Evelyn se dio cuenta de que las cosas habí an cambiado entre ambas. Ella no era la misma persona que habí a llegado con tantos temores tres meses antes. Ahora se sentí a má s libre, con las piernas al aire y sus nuevos amigos jó venes. Cada vez apreciaba má s a Surinda y a Rahul, que era menos pasota de lo que parecí a. Y luego estaban sus compañ eros de residencia, que ya le resultaban tan familiares que eran casi como de la familia. Y sobre todo, era aquel paí s desconcertante y cautivador lo que estaba cambiá ndola. En cambio, su hija, a quien querí a pero que siempre estaba tan enfadada, seguí a siendo exactamente la misma. Norman estaba sentado en la sala de espera, mirando de reojo a los otros hombres. Habí a ocho, todos indios, claro. Algunos de ellos estaban fumando. Parecí a como si hubieran estado sentados allí desde hací a un añ o. Los indios tienen ese aspecto, cuando está n esperando algo. ¿ En qué estarí an pensando? ¿ En las malas consecuencias de todos los polvos que habí an echado? ¿ Se preguntarí an si habí a valido la pena? Cualquiera podrí a apostar que no sufrí an de impotencia. Los indios estaban al tema todo el dí a, uno solo tení a que mirar a aquellos enjambres de chiquillos para darse cuenta de que el bangaloriense medio no tení a problemas hidrá ulicos. Y ademá s, todos estaban bien adiestrados en las artes del amor. El Kama Sutra, que Norman habí a leí do ansiosamente en su juventud, enunciaba ocho tipos de arañ azos[10] (¡ ocho! ) para utilizarlos durante el coito. Norman solo habí a arañ ado a una mujer en una ocasió n, y fue involuntariamente, y porque, cuando la correa del reloj de ella le trizó su vello pú bico, le dolió. ¿ Qué harí a el doctor? ¿ Le darí a unas viagras para empezar, a ver si eso funcionaba? A lo mejor le podrí a prescribir algú n elixir exó tico hecho con polvos de cuerno de rinoceronte o algo así. Despué s de todo, aquello era la India. Como ú ltimo recurso, al parecer, habí a una especie de bomba hidrá ulica que se podrí a utilizar, aunque seguramente no serí a necesario llegar a eso. —¿ Hace un pito? —le dijo al hombre que estaba a su lado. El tí o negó con la cabeza, y cogió uno. —¿ Habla mi idioma? —preguntó Norman. El hombre volvió a negar con la cabeza y no dijo nada. Todos ellos parecí an oficinistas de un banco: delgados, poco sueldo. Uno podí a notar la desesperació n en sus rostros. Probablemente lo ú nico que tení an en casa era un par de tortas de pan. Resultaba gracioso, desde luego, que ellos no tuvieran nada excepto la ú nica cosa por la que Norman darí a sus muelas del juicio, si aú n le quedara alguna. La puerta de la consulta se abrió y la enfermera exclamó: —¡ Señ or Smith! Nadie se movió. —¿ Señ or Smith? Estaba mirando a Norman. Se puso en pie de un brinco. Habí a olvidado que habí a dado un nombre falso. Norman cruzó la sala. Le pareció que llamaba horriblemente la atenció n. Por primera vez en su vida deseó ser negro. Invisible, en realidad. La enfermera abrió la puerta y Norman entró en la consulta. El mé dico, vestido con una bata blanca, estaba sentado tras una mesa. Se puso en pie. Norman se detuvo, helado, en el sitio. —Santo Dios —dijo—. ¡ El doctor Rama! Theresa se sentí a agobiada. Al principio se habí a sentido aliviada de haber encontrado a su madre en buen estado…, incluso lozana. Para ser una mujer inglesa convencional, Evelyn parecí a haberse adaptado sorprendentemente bien a la India. De hecho, su madre parecí a incluso bastantes añ os má s joven. Habí a dejado de darse crema para la cara —«Es que se corre, así que lo dejé », decí a— y su piel estaba luminosamente bronceada. El clima cá lido habí a mejorado su artritis y parecí a completamente rejuvenecida. «Solo tienes que mirar a la gente de la calle —decí a—, eso hace que una dé gracias a Dios por lo que tiene, ¿ no te parece? ». Esto, claro, era un gran alivio. Theresa ya no se sentí a tan absolutamente culpable por haberla dejado ir allí. Tambié n se habí a sorprendido al reconocer cuá nto le habí a agradado ver a su madre. A lo mejor era una reacció n a la soledad y al desencanto de su viaje (sí, ya podí a admitirlo). Solo estaba deseando abrazarla. Habí an transcurrido dos dí as, sin embargo, y las buenas intenciones se habí an evaporado. El problema de la gente que viene de visita desde muy lejos es que, una vez que llega, tiene que quedarse bastante tiempo… En su caso, dos semanas. ¡ Qué exasperante le resultaba su madre! Era raro sentir có mo las antiguas irritaciones salí an a la superficie en aquel entorno extrañ o, era como escuchar una nana en medio de un concierto de mú sica hindú. Por supuesto, Theresa sabí a que no importaba dó nde huyera la gente: siempre se cargaba con el equipaje; pero, aun así, era una sensació n desagradable. Y el hotel la estaba poniendo de los nervios. A primera vista parecí a encantador, pero en realidad era un lugar absurdo, un tú nel del tiempo para abuelillos, «¿ queda miel para el té? ». Era un sitio que reforzaba todos los estereotipos y confirmaba todos los prejuicios. Llamaban «Jimmy» al camarero principal, por el amor de Dios… ¿ Es que no se daban cuenta de lo degradante que era? Ninguno de ellos parecí a haber aprendido ni una sola palabra de hindi o del idioma local, el kannada, y los esfuerzos de Theresa por iniciarlos en los principios má s elementales del hinduismo se habí an topado con una incomprensió n desesperante. Aquel odioso viejo, Norman Purse, el que tení a la nariz morada, incluso habí a empezado a reí rse ante la palabra lingam. Era extraordinario hasta qué punto los ingleses podí an vivir en su propia burbuja. Todo aquello era resultado de la represió n. La represió n es la caracterí stica principal de los britá nicos: represió n de la sexualidad, represió n de los sentimientos… La propia Theresa habí a tenido que trabajar en aquello; le habí a costado añ os de terapia darse cuenta de que odiaba a su hermano. La represió n, desde luego, produce miedo. Theresa podí a verlo en el rostro de aquellos ancianos, tan perjudicados por la cultura occidental en la que habí an crecido. No era de extrañ ar que se hincharan a gin-tonics. Curiosamente, la ú nica persona que parecí a estar en la misma onda que Theresa era una mujer de la clase obrera, Muriel Donnelly. Se sentaban las dos en la habitació n de Muriel, deliciosamente kitsch, y hablaban de la reencarnació n. Muriel no era una intelectual, ni por la má s remota casualidad, pero Theresa habí a descubierto que eso podí a ser una ventaja para aquellos que pretendí an seguir un camino intelectual. —Piensan que estoy majareta —decí a Muriel—, pero deberí as ver a esa Stella Englefield, está completamente como una regadera. Y esa Dorothy Miller, que va de presumidilla, pero yo la he oí do cantar «Ahí vamos por detrá s de la zarzamora…» cuando piensa que nadie la está escuchando. Muriel le habí a hablado a Theresa de un santó n que habí a visitado en el casco viejo. Theresa habí a decidido ir allí; la mujer del gerente le habí a dado las señ as. Despué s de dos dí as en Dunroamin, sentí a la necesidad de un impulso espiritual. Pero Bangalore estaba lejos de ser un lugar exó tico: era una ciudad desmesurada, sin nada de particular, llena de bloques de oficinas. En su primer dí a, Theresa habí a alquilado un coche y se habí a llevado a su madre a dar una vuelta; el conductor habí a insistido en llevarlas a ver varios edificios de la industria tecnoló gica, incluido un rascacielos de cristal que pronto ocuparí a una cadena de televisió n de Newscorp. —Esto es nuestro Silicon Valley —dijo orgullosamente—. El señ or Rupert Murdoch, ¿ saben ustedes quié n es?, está montando aquí unos nuevos programas digitales para su cadena de televisió n global. —Es exactamente igual que Milton Keynes[11] —comentó Theresa. —Ssssh, querida —dijo su madre. —He hecho un viaje alrededor de medio mundo para alejarme precisamente de esto. Theresa de ningú n modo iba a visitar a un santó n llevando unas zapatillas de andar por casa. Su herida ya estaba prá cticamente curada; se quitó el vendaje y se calzó sus chanclas. El gerente le habí a encontrado un cuarto trastero, con dos camas metidas a presió n, en la parte de arriba del hotel; al parecer no habí a má s habitaciones libres. Theresa se enrolló una dupatta alrededor de los hombros y bajó las escaleras. Los viejecitos estaban en ese momento yendo despacito a comer. —Qué date a comer —dijo su madre. —No, luego te veo. Adió s, mamá … —«Mamá » sonaba tan infantil… Despué s de todo, Theresa ya era una mujer de mediana edad, pero, si no es así, ¿ có mo puede llamar una a su madre? ¿ Podrí a cambiarlo por «madre» a estas alturas? Theresa iba pensando en estas cosas cuando la puerta se abrió de pronto y apareció Norman Purse, que llegaba. Tení a la cara colorada como un tomate. —¿ A que no sabé is a quié n he visto? —vociferó a los demá s—. ¡ A vuestro bonito doctor Rama! —¿ Qué quieres decir, querido? —preguntó Evelyn. —¡ El tí o es un puto mé dico de ladillas! —Norman lanzó un bufido—. ¡ Siempre supe que habí a algo sospechoso en ese tí o! Esa manera de darse bombo con el pelo engominado… Hubo un silencio. —¡ El tí o es un charlatá n! —dijo Norman—. ¡ Tiene una clí nica de ladillas en Elphinstone Street! —¿ Y qué estabas haciendo tú en una clí nica de ladillas, cariñ o? —dijo Madge. —Pasé por allí cuando iba al banco. —Los ojos pequeñ os y feroces de Norman la retaron—. Vi salir al tí o de allí. Hubo otro silencio. Uno tras otro se volvieron buscando a Minoo. —¿ Es verdad? —preguntó alguien. —Se pusieron nerviosillas —se reí a Muriel—. No me extrañ a que les diera antibió ticos a todas. La comida habí a acabado. Las noticias de los embustes del doctor Rama habí an tenido un poderoso efecto en muchos de los residentes, que ya se habí an retirado a sus habitaciones para pensar en ello y echar una siestecilla. Muriel se sentó en la veranda con Douglas Ainslie, que, como hombre, habí a sido menos susceptible a los encantos del doctor y que, por lo tanto, habí a sufrido menos vivamente esa sensació n de traició n. Sin embargo, Douglas parecí a muy distante. A lo largo de las ú ltimas semanas aquel hombre habí a cambiado. El despreocupado y curtido vagabundo, el hombre extrovertido, con su abundante pelo blanco y sus gafas de montura dorada, parecí a un tanto alicaí do. Se quedaba durante largos perí odos de tiempo mirando a la nada, y las excursiones con su mujer se habí an terminado. Nadie sabí a la razó n. A lo mejor se encontraba mal por algo. Lo mejor serí a llamar al mé dico, pensó Muriel, ahogando una risilla. A ella la noticia no le habí a afectado, desde luego. Muriel nunca habí a tenido demasiada fe en los mé dicos extranjeros de todos modos. Lo que resultaba desconcertante, en cualquier caso, era la quiebra absoluta y repentina de su reciente entusiasmo por la faceta má s espiritual de la vida en la India. Tení a que admitirlo: aquella receta particular no habí a funcionado tampoco. Su reciente visita al lector de hojas de palmera no le habí a revelado nada sobre su hijo, solo la fecha de su propia muerte. Le habí a dado seis añ os, lo cual no era ninguna sorpresa. La cosa de la hoja se llamaba nadi. Un anciano, sentado en una habitació n llena de humo de incienso, le habí a preguntado cuá ndo habí a nacido y le habí a cogido una huella dactilar de su pulgar izquierdo. Luego habí a revuelto brevemente un manojo de hojas de palmera, atado con una cuerda. Al final habí a sacado una. Estaba cubierta con una escritura diminuta, como si un insecto hubiera estado mordisqueando aquello. Luego empezó a leer lo que poní a. Algo de aquello le era bastante familiar: idas y venidas, la pé rdida de un ser querido. Eso ya lo habí a oí do antes bastantes veces. Luego le dijo lo otro. Muriel tení a que admitirlo; despué s de saber la fecha de su muerte, habí a salido corriendo de la estancia. «Tranquilamente —habí a dicho—, tras una corta enfermedad». Y luego le habí a dicho la fecha y el lugar. Muriel se poní a de los nervios solo con pensar en ello. No se lo habí a dicho a nadie, ni siquiera a su confidente, la señ ora Cowasjee. Douglas habí a acabado su café y se fue. Muriel se quedó sola en la veranda. Mirando las sillas vací as, pensó en la gente que las habrí a ocupado. Para cada uno de ellos habí a una hoja de palmera. A lo lejos, junto a la puerta exterior, se oyó el tintineo del timbre; habí a allí un hombre con algo para vender, intentando atraer su atenció n. Algunas de las sillas estaban apartadas de las mesas, allí donde una persona se habí a levantado y se habí a ido. Jimmy no tardarí a en salir del comedor y colocarlas todas. Un gecko estaba pegado como un broche en la pared; llevaba allí horas, sin moverse. «Aú n nos queda mucho tiempo, mamá ». El brazo de Keith rodeaba sus hombros. «Eh, no llores». La besaba en la mejilla. «Te echaré de menos y lo pasaré fatal, pero piensa que al menos sabes que no vas a ser atropellada por un autobú s mañ ana». Muriel oyó pisadas. Se secó la nariz con el envé s de la mano. Era Dorothy. Salió por la puerta principal y bajó por el camino. A pesar del bastó n, llevaba un aire decidido, como si no tuviera tiempo que perder. Muriel se levantó y cogió su bolso. La mujer volví a a salir a una de sus excursiones. «Esta vez —pensó Muriel—, averiguaré dó nde va esta vieja luná tica». Muriel bajó deprisa por el camino. La ciudad ya no le infundí a ningú n temor; no iba a tener accidentes, le habí an dicho que no los tendrí a. Aunque solo fuera por un momento, se alegró de conocer su futuro. Fuera, en la calle, Dorothy cruzó la calzada y se acercó a la parada de rickshaws. —¡ Señ ora sahib, señ ora sahib! —Los conductores se desperezaron—. ¡ Aquí, aquí, señ ora sahib…! —Dorothy se subió a uno de los vehí culos y se alejó por Brigade Road. Muriel se subió a otro rickshaw. Señ aló el vehí culo en el que iba Dorothy, que ya desaparecí a entre el trá fico. —¡ Siga a ese rickshaw! —y agitó la mano como si estuviera espantando una mosca—. ¡ Sí galo! ¡ Rá pido! —¡ Yo ya estoy desesperado y no sé qué hacer, Sonny baba! —decí a Minoo hablando por telé fono—. Los residentes está n muy enojados, ¿ y quié n puede culparlos? Ahora piensan que los estamos estafando, ay, Dios mí o, por qué me embarcarí a yo en esta loca aventura… —¡ Tranquilo, hombre! —dijo Sonny. —Esta situació n me está sacando de quicio, no tienes idea de… —Escucha… —empezó Sonny. —… se lo contará n todo a las autoridades y perderé mi licencia, ¿ y qué voy a hacer entonces? Sonny apagó su mó vil. ¡ Mierda! Lo que le faltaba, con todos los problemas que tení a. Ese hijo de puta de PK, el traidor maderchod, despué s de haberle timado cien mil rupias, no habí a aparecido por ninguna parte. Debí a de haberle pagado bien a la policí a, porque incluso el confidente má s seguro de Sonny en el cuerpo, un miembro del Rotary Club tambié n, habí a dejado de responder a sus llamadas. Sin duda los matones de PK eran tambié n los responsables de haberle dado una paliza al capataz del almacé n, que ahora estaba en el hospital y se negaba a identificar a sus agresores. Los problemas de Sonny habí an empezado a descontrolarse. Habí a tenido que pedir mucho dinero prestado para saldar sus deudas y ahora el banco amenazaba con embargarle. Otro de sus proyectos estaba en el aire, porque el permiso de ejecució n habí a sido misteriosamente rechazado. Y en su casa, las cosas se encontraban en un punto crí tico, porque su mujer habí a despedido al viejo criado que habí a estado con la familia desde hací a veinte añ os. Y encima, su primo Ravi no hací a má s que joderlo con correos electró nicos exigié ndole explicaciones sobre los planes de expansió n mundial de las Residencias de Jubilados Ravison. ¿ Es que este tí o no entendí a que Sonny estaba en una situació n crí tica? Sonny estaba frente a su escritorio, dando vueltas y vueltas al bolí grafo entre sus dedos. Fuera, el trá fico estaba atascado en Brigade Road. Su oficina estaba a dos manzanas de Dunroamin, un lugar que solo unos meses antes le habí a parecido la respuesta a todos sus sueñ os. El mundo de los negocios estaba apoyado en pilares muy inestables…, demasiado inestables en el caso de su proyecto de la Defence Colony. La bolsa estaba en caí da libre, la economí a se desplomaba, una tras otra las grandes corporaciones —Enron, World. com— se iban al garete. De lo ú nico de lo que podí a estar seguro un tí o, en su vida, era de que se harí a viejo y que necesitarí a a alguien para que cuidara de é l. A su manera y humildemente, Sonny estaba posibilitando que eso ocurriera. ¡ Con qué nitidez recordaba su momento visionario en el hotel Royal Thistle, en Bayswater! Ahora todo el proyecto se veí a amenazado por aquel entrometido, el viejo cabró n de Norman Purse. ¿ Có mo habí a podido chivarse, é l, cuya mismí sima hija estaba metida de lleno en el negocio? ¿ Có mo se atreví a a crear problemas en la ú nica operació n que le estaba yendo bien? Sonny permaneció allí, furioso. Tendrí a que ocuparse de aquel viejo chootiya. Solo tení a que pensar el modo de hacerlo. «Imagí nate que tienes una cita con un extrañ o». Algú n tiempo despué s, Theresa recordó aquella pá gina de su libro de meditaciones. «Cuando os encontrá is, la radiante presencia de su persona te asombra». Estaba esperando en un callejó n lleno de trozos oxidados de coches. En otra parte, los puestos estaban atestados de tubos de escape. Los hombres estaban allí tomando té. La miraban. Estaba en algú n lugar ignoto del casco viejo de la ciudad, aferrada a un trozo de papel con las señ as que habí a escrito en é l la señ ora Cowasjee. «Có mo podrí as describir a esa persona? ¿ Qué la hace tan especial? Tú preguntas el nombre del desconocido y te dice que está s viendo una parte de ti mismo. Le das las gracias al desconocido y le dices adió s. Aprende a reconocer tu propia belleza interior». Theresa pasó por encima de una alcantarilla abierta. Algo tení a que ocurrir. No habí a pasado nada con la Madre de los Abrazos Sagrados, una experiencia en la cual habí a depositado muchas esperanzas. Cientos de devotos estaban esperando, pero a Theresa, siendo una europea para la cual el tiempo era un bien preciado, la habí an colado al principio de la fila. Ammachi era una mujer sonriente de mediana edad que la habí a abrazado y le habí a dado un caramelo. A lo mejor Theresa habí a estado distraí da por su pie, que le palpitaba. Porque luego todo se acabó y ella no se sintió diferente en absoluto. Nada. No habí a nadie a quien pudiera confesá rselo, y menos que a nadie a su propia madre. «¿ Por qué ibas a querer que te abrazara esa persona, querida? Esa mujer ni siquiera te conoce». «Gire a la derecha por el mercado de ropa», decí a el papel. Theresa miró la calleja. Era estrecha, apenas una rendija entre dos edificios, y atestada de gente. Allí no penetraba ni un diminuto rayo de sol. El olor a aguas fecales hirió su nariz. Aquella era la India de verdad, se dijo, «aquí es donde me siento en casa». Theresa se habí a perdido. Ahora iba zigzagueando a travé s de un bazar de especias que no aparecí a mencionado en las indicaciones, para nada. Montones de polvos de colores —bermelló n, ocre, escarlata— se apilaban en sacos. La gente le daba empujones al pasar. «¡ Una limosna, señ ora sahib! ». Alguien agitó su muñ ó n delante de su cara. «Gire a la izquierda hacia el mercado Gandhi». ¿ Era aquello el mercado Gandhi? Un tambor atronador se acercaba; alguien estaba tocando una trompeta. Un grupo de hijras se abrieron paso entre la multitud, comié ndose a la gente con los ojos mientras pasaban. Los eunucos de la India desconcertaban a Theresa, maquillados y pintados como puertas y con cara de hombres. Uno de ellos le sacó la lengua. Iban agitando sus saris, anunciando una boda u otra fiesta, repartiendo bendiciones o maldiciones, o levantá ndose las faldas. Theresa no tení a miedo. «Si lo encuentro, lo encuentro». Se habí a perdido en ese tipo de cochambrosos laberintos muchas veces antes. No tení a ningú n sentido quejarse ni rebelarse contra aquello. De repente, se sintió atenazada por la soledad. Echó de menos las galletitas Marmite. Si alguien volviera a arroparla en la cama, todo serí a perfecto. Sabí a, claro, que nunca má s podrí a volver a meterse entre aquellas sá banas. La habitació n de su niñ ez hací a mucho tiempo que se habí a desmantelado, como su infancia. Aquel disfrute estaba tan lejano como el nirvana…, un estado que, ahora sí que lo sabí a, nunca conseguirí a alcanzar. Theresa tropezó, junto a los tenderetes colgaban cacharros de cocina. Al final, las callejuelas partí an en diferentes direcciones. —¿ La calle Janpath, kahaan hail —preguntó a tres ancianos que estaban mascando paan. Menearon la cabeza y señ alaron en tres direcciones diferentes. ¿ Có mo se llamaba el sadhuí Fue entonces cuando lo vio: era un europeo abrié ndose paso entre la multitud. Pelo oscuro, empapado en sudor. —Hola, cariñ o, ¿ inglesa? —preguntó. Theresa asintió. Estaba muy cerca de ella ya, respirando agitadamente como si hubiera estado corriendo. Habí a algo un poco chungo en aquel tí o… a medio afeitar, con gafas de sol. Algo gatuno. Notó una sensació n de peligro en las tripas. —Joder, me alegro de verte. —La cogió por el brazo—. ¿ Sabes có mo se sale de aquí? Habí a una figura en cuclillas en la franja central de hierba, vaporizá ndola con una manguera. El rickshaw de Muriel iba dando tumbos, adelantado por coches que lo hací an temblar cuando lo adelantaban. Edificios de oficinas —Motorola, Meyer Systems— se levantaban en medio de aquellos jardines de diseñ o. Habí a má s edificios en construcció n; los obreros trepaban por inseguros andamios de madera, pasá ndose cubos unos a otros. Aquello, Silicon Valley, era otro mundo. Delante de ella, el rickshaw de Dorothy refulgí a en la calima. Muriel lo imaginó desapareciendo, como un espejismo. ¿ Qué demonios estaba haciendo aquella mujer? Muriel se agarró al pasamanos. Delante de ella tení a la cabeza del conductor, envuelta en un trapo sucio. Era un anciano, má s viejo que ella. Estaba encorvado en el asiento como si fuera conduciendo un coche de choque. Así era como conducí an allí. Pensó en la feria de Clapham Common, en la pequeñ a mano de Keith entre las suyas. La gitana Rose Lee —no la verdadera, que estaba muerta— le habí a dicho que viajarí a. Ahora Muriel sabí a a qué se referí a. A lo mejor aquel viaje no acabarí a nunca. Aquel andrajoso fantasma blanco que hací a de chó fer seguirí a conduciendo má s y má s, indefinidamente, hasta adentrarse en la tierra incó gnita que se extenderí a má s allá de la ciudad… ¿ Un desierto? ¿ Montañ as? La llevarí a durante añ os hasta que llegara el dí a de su muerte y ella se disolverí a como un espejismo. «Tranquilamente». Y luego Leonard estarí a esperá ndola, todaví a joven, el joven guapo que habí a amado antañ o. É l se habí a detenido en su juventud, mientras ella habí a seguido cumpliendo añ os, porque é l existí a fuera del tiempo. Todos la estarí an esperando: sus padres, sus hermanos, sus hermanas, su marido, Paddy, y ahora sabí a que se encontrarí a con todos. A lo mejor eran como aquella bandada de periquitos, de color verde esmeralda, que salí an volando desde una palmera y se dispersaban, como si alguien hubiera disparado una pistola. Muriel miró los pá jaros. ¿ Quié n sabí a? Sus creencias estaban tan agitadas como sus intestinos, sacudidas por el viajecito. Solo una cosa era cierta, y no querí a pensar en ello. Y justo entonces se dio cuenta de que habí an pasado al rickshaw de Dorothy. Estaba aparcado a un lado de la carretera. —¡ Pare! —Muriel agarró el hombro del conductor—. ¡ PARE! —El hombre estaba en los huesos. El conductor dio un viraje brusco en direcció n al arcé n y se detuvo. —Espere aquí —dijo—. No se mueva, ¿ entiende? El hombre meneó la cabeza. Muriel se alejó. El otro rickshaw se encontraba aparcado en el exterior de unas puertas, como a unos cincuenta metros de la carretera. Junto a las puertas habí a una garita de vigilancia. Dorothy estaba hablando con el portero que estaba en el interior. Muriel se sintió incó moda. La mujer de la BBC no la habí a visto todaví a, pero era seguro que no tardarí a en darse la vuelta. Muriel tendrí a que decirle que estaba preocupada por ella, que estaban todos muy preocupados, por el modo en que se habí a ido sin decirle ni una palabra a nadie. Podrí a haberse perdido. De hecho, era probable que en efecto estuviera perdida, y estuviera preguntando el camino para regresar al hotel. Muriel caminó junto al arcé n. Los coches pasaban a toda pastilla, levantando polvo y echá ndoselo a la cara. Ella y Dorothy estaban solas allí, al lado de la autopista; las calles abarrotadas de gente habí an quedado muy atrá s. El cartel que habí a en las puertas decí a TEXAS INSTRUMENTS - SERVICIOS CENTRALES. Má s allá de las puertas Muriel vio un camino, que discurrí a junto a unos parterres de flores hasta un bonito edificio. Como su hotel, era un edificio antiguo; aquel lugar, sin embargo, estaba bellamente pintado: de blanco, con contraventanas verdes. Coches de aspecto carí simo, y 4 x 4 como el de Keith, estaban aparcados en el exterior. Junto a la casa habí a un espacio de tierra baldí a donde unos gurriatos olisqueaban unas bolsas de basura. Dorothy todaví a no la habí a visto. Estaba apoyada en su bastó n, y gesticulaba con su mano libre. El chowkidar era un anciano que vestí a un uniforme gris. Muriel se acercó. Dorothy parecí a desesperada. Farfullaba en un idioma raro. El trá fico ahogaba sus palabras. El viejo vigilante le puso mala cara. «Dí selo en inglé s, hija», la animó Muriel, hablando para sí. —Mai is ghar mey rehti thi! —dijo Dorothy a voces—. ¡ Soy yo! —gritó. Muriel, de pie tras ella, captó la mirada del hombre. Se dio unos golpecitos en la sien con gesto có mplice. Le falta un tornillo. —¡ Soy yo! —gritó Dorothy. Que sí, que sí, cariñ o. Que eres tú … Dorothy gritaba: —¡ Que soy yo! ¡ Dorothy! ¿ No te acuerdas? Muriel se acercó a ella por detrá s y la tocó en el brazo. —Hala, vamos, cariñ o. Ya es hora de volver a casa. Dorothy se dio la vuelta. Sus ojos centelleaban. —¡ No me reconoce! ¡ Esta es mi casa! ¡ Yo viví a aquí! ¡ Su padre era nuestro conductor, y é l y yo solí amos jugar juntos cuando é ramos pequeñ os! —Parecí a que no se habí a percatado de la presencia de Muriel en absoluto. Estaba demasiado trastornada—. ¡ No me reconoce! —Se volvió hacia el portero—. Mai Mr. Miller ki beti hoo! Fue entonces cuando el chowkidar se dio cuenta. Una sonrisa se dibujó en su rostro. —¿ Dotty? —preguntó con voz emocionada. Salió tropezando de su garita. Por un momento pareció que Dorothy iba a abrazarlo. Sin embargo, ella se recompuso y extendió su mano. El anciano la estrechó. Entonces, los dos estallaron en lá grimas. Theresa se desplomó hacia atrá s y se quedó tendida al lado de Keith. Sus cuerpos estaban resbaladizos por el sudor; la sá bana estaba hecha un lí o a sus pies. Estaban allí tumbados jadeando como perros. Sobre sus cabezas el ventilador daba vueltas entre crujidos. Despué s de un rato, sus respiraciones volvieron a la normalidad. Ambos estallaron en risas. —Continú a —dijo é l—. ¿ Qué estabas diciendo? —¿ Qué estaba diciendo? —Fuera el sol se estaba poniendo; la habitació n del hotel de Keith estaba bañ ada en una luz dorada. —¿ Qué estabas haciendo en el bazar? —Ah, estaba buscando a un sadhu —dijo Theresa. —¿ Un sado? —¡ No! Un sadhu. Un santó n. —Tú no necesitas a un santo —dijo Keith—. Mira, puedes adorarme a mí. Theresa se giró y se apoyó en el codo. Recorrió con un dedo el pecho de Keith…, moreno por encima de la cintura, má s pá lido por debajo. —Te gustarí a, ¿ eh? É l hizo una mueca. Theresa le acarició el pelo hú medo alrededor de la polla. Tení a la polla má s bonita que habí a visto en su vida. La mayorí a de los hombres la tení an roja e inflamada, a punto de estallarles las venas por la violenta tensió n. A veces parecí an desconectadas de sus —en ocasiones— inofensivos propietarios. La de Keith era suave y beis, una parte natural de su cuerpo. Parecí a perfectamente natural, tambié n, haberse ido a la cama con é l. Ella simplemente lo habí a hecho, así de sencillo. «Hacer el amor» parecí a una expresió n inapropiada para dos personas que se habí an encontrado solo unas horas antes; «echar un polvo», sin embargo, tampoco parecí a la fó rmula adecuada para una experiencia tan incandescente como aquella. Tan extá tica. —Una señ ora mayor me dijo que fuera a verlo —dijo Theresa—. Una vieja bruja muy graciosa del hotel donde estoy. La ú ltima persona que buscarí a un sadhu, dirí a yo. —Buscó con su pie los de Keith. El lo sujetó entre los suyos. —¿ Por qué estabas tú allí? —preguntó —. En el bazar. —Es una historia un poco larga. Digamos que alguien me envió allí para encontrar a alguien, pero vi gato encerrado. —¿ Solo uno? Yo vi varios, y unas seis ratas. —Era una encerrona —dijo Keith—. Me di cuenta justo antes de verte. No te quiero decir lo que me alegré. Ya ves, he estado al borde del precipicio. —Cué ntamelo —dijo Theresa—. Soy consejera. —No necesito una consejera, querida. Necesito un sicario. Un respingo de emoció n la recorrió. —¿ Entonces eres un criminal? —Un hombre de negocios. «De eso nada —pensó Theresa—. Eres un animal, en el sentido má s puro y má s arrebatador». —¿ Has estado haciendo algo chungo, entonces? —dijo. Chungo. La palabra le provocó un escalofrí o—. Los hinduistas creen que si haces algo malo, lo pagará s en la siguiente vida. —No, no es así, cariñ o. Si haces algo chungo, vas a la cá rcel. —Se giró y se puso encima de ella—. ¿ Alguien te ha dicho que tienes la boca má s sexy del mundo? —La besó intensamente. Vorazmente. Succionó el aliento de su cuerpo. Apartó luego la cabeza y recorrió su pecho con la lengua, hasta su ombligo. —No —dijo—. Estoy tan gorda… —De eso nada, está s estupenda. —Le chupó el ombligo—. Una mujer estupenda. —Me veo muy fofa. —No seas tonta. —Se escurrió entre sus piernas, se tumbó boca arriba y buscó sus cigarrillos por el suelo. Theresa pensó: «Ni siquiera conozco su apellido. Y no quiero saberlo. Lo ú nico que quiero es estar aquí tumbada, con su cuerpo entre mis piernas, hasta que se haga de noche». Le acarició el culo mientras encendí a el cigarro. El humo subió en volutas desde el extremo de la cama. Hací a mucho tiempo que no lo habí a hecho. Seis añ os, en realidad; un violonchelista borracho, despué s de una fiesta. Qué raro y qué maravilloso resultaba que los cuerpos pudieran ser tan compatibles. —Siempre he querido tener sexo tá ntrico —dijo—. Al parecer puedes estar ahí dá ndole y dá ndole sin tener un orgasmo. —A mí me parece una gilipollez —dijo Keith, que se echó hacia atrá s y se dejó caer a su lado. —Lo ú nico que hay que hacer es presionar los chakras —dijo Theresa—. Liberas energí a vital sin eyaculació n. Puedes hacerlo durante horas y horas. —Suena un poco coñ azo —dijo—. Estar ahí todo el dí a y no correrse. Theresa estalló en risas. Era una sensació n poco habitual. —¿ Está s tú en todo ese rollo? —preguntó Keith. Ella asintió. —No me digas. Eres vegetariana. —No, yo no —contestó. —Gracias a Dios. Theresa le arrebató el cigarrillo de los dedos y dio una calada. —Soy vegana. Keith resopló entre risas. —Matarí a por un perrito caliente con patatas fritas. —¿ Cuá nto tiempo llevas aquí? —Demasiado —y se detuvo con aire soñ ador—. Y una botella de Rioja. —No pareces…, bueno, el tipo de inglé s que una suele encontrar por aquí. —Ya te lo he dicho. Negocios. Permanecieron allí tumbados. Ella miraba las volutas de humo, que se elevaban hacia el techo. Apenas se atreví a a mirarlo, le helaba el corazó n. Keith entrelazó sus dedos con los de Theresa. —Estoy muy contenta —dijo—. Qué fá cil, ¿ no? En el exterior, el muecí n llamaba con un megá fono a la oració n vespertina. El sonido retumbó en la calle. Theresa no tení a ni idea de dó nde estaba el hotel. Cerca del aeropuerto a lo mejor, en una destartalada zona comercial. —¿ Cuá ntos añ os tienes? —Tuvo la intenció n de añ adir «cariñ o», pero era imposible que aquello sonara natural. —Cincuenta y dos. Tení an casi la misma edad, pero qué diferentes habí an sido sus vidas hasta llegar a aquella cama deshecha. Ella nunca antes habí a tenido relació n ninguna con un hombre como Keith, no era su tipo. Sí, era su tipo. ¿ Tendrí a mujer? Su vida profesional se la habí a pasado escuchando, pero ahora precisamente no querí a saber nada. —He estado peregrinando por monasterios hinduistas —dijo. —Vaya, ¿ y por qué querrí as hacer una cosa semejante? —Buena pregunta —contestó Theresa. Keith se puso la mano de Theresa en el pecho y fue acariciando cada uno de sus dedos, uno por uno. —La familia y ese rollo, supongo —dijo—. Las familias son muy complicadas, ¿ no? Keith se puso encima de ella y alargó el brazo para apagar su cigarrillo en el platillo que habí a en la mesilla. «No te muevas». —Mira lo que dan en el hotel. —Le pasó un pequeñ o sobre cuadrado: KIT PARA HOMBRES DE NEGOCIOS. —Abrelo. En el interior habí a un clip, una goma y un boli pequeñ o. —Te vendrá bien —dijo—. Para tus negocios. —Muy prá ctico. Se rieron. A lo mejor era así de sencillo. Hacer negocios con la ayuda de un clip. Tumbada en una cama con un extrañ o que tiene la nariz rota de un boxeador y un tatuaje en el hombro. —Yo tambié n he viajado ligera de equipaje —dijo Theresa—. Bueno, la mayorí a de mis cosas me las han robado. —Una luz anaranjada brillaba sobre las posesiones de Keith, amontonadas en un rincó n: una maleta abierta, un portá til, algunos papeles. Le dijo—: Soñ é que me desprendí a de todo y, bueno…, aquí estoy. Ya ves. —Lo que echo de menos es la piscina —dijo Keith. —¿ Tienes piscina? —En casa, en Chigwell. Climatizada todo el añ o, cuesta un riñ ó n y parte del otro. Los niñ os solí an echar mierdas dentro, galletas y mierdas, me poní an enfermo. Niñ os. Theresa se quedó callada. —¿ Los echas de menos? —No son mí os. A decir verdad, a quien má s echo de menos es a mi madre. La he estado llamando, pero no responde. Le dije a Sandra que se ocupara de ella, pero Sandra se ha largado. Dios sabrá dó nde. —Se sentó repentinamente, sacó las piernas por un lado de la cama y se puso en pie—. Me zamparí a un buey, cariñ o. ¿ Quieres comer algo? —No puedo quedarme. Mi madre estará preocupada. —Oh, cielos, aquello sonaba antiquí simo—. Estoy con ella en un hotel lleno de gente mayor, una especie de residencia de jubilados. —Yo quiero que mi madre vaya a una de esas, pero es jodidamente orgullosa. —Así que supongo que deberí a volver. —Tú misma —dijo, mientras se poní a los bó xers. Tení an pequeñ os dibujos de locomotoras. Solo una mujer podrí a comprar calzoncillos bó xer como aquellos. Ahora que miraba bien a Keith, se alegraba de ver que estaba engordando en la zona de la cintura. —Ya he tenido bastante cena contigo —le dijo. —¿ Sabes una cosa, nena? —Se subió la cremallera de los pantalones—. Me salvaste la vida ahí fuera. —¿ Ah, sí? Se inclinó hacia ella, le cogió la barbilla entre las manos y le besó los ojos, primero uno y luego el otro. Luego se sentó y se puso los zapatos. Su Rolex captó los ú ltimos rayos de sol. Theresa alcanzó su ropa. —Te voy a llevar de compras —dijo Keith. —¿ Qué? —Esa ropa pijamera no es para ti. Te llevaré mañ ana, ¿ vale? Ella sonrió. —Vale, Keith Comotellames. Sonny tuvo la idea cuando regresaba a casa. Habí an ido en coche por la Sexta, una zona residencial. En una de las casas habí a una boda. Habí a bombillas de colores que colgaban de una lila india, que llaman nim; habí a una hilera de coches aparcados en el exterior. Fue entonces, estando allí, despotricando contra Norman Purse, cuando Sonny tuvo una de sus brillantes ideas. Era una idea tan asombrosamente audaz, tan jodidamente adecuada, que se empezó a reí r a carcajadas. Jatan Singh, al volante, se giró un poco. Sin duda le sorprendí a que, estando las cosas como estaban, sahib Sonny se estuviera riendo de camino al campo de batalla que antañ o habí a sido su casa. Sonny no dijo nada. Sacó su mó vil y tecleó un nú mero. Eran las ocho, ya habí a oscurecido bastante, y Theresa todaví a no habí a regresado. La cena ya se estaba sirviendo, pero Evelyn estaba demasiado preocupada para ponerse a comer. Estaba en las puertas de fuera, mirando arriba y abajo la calle. —¿ Baksheesh, señ ora sahib? —Era el mendigo anciano a quien Minoo al final le habí a dado sus zapatos, aquella noche de lá grimas y confesiones. Evelyn negó con la cabeza. —No, esta noche, no, querido… —¿ Querido? ¿ Qué demonios le estaba pasando? Miró al hombre a los pies. Los zapatos ya estaban llenos de mierda. Le quedaban demasiado grandes en realidad; tení a los tobillos delgados como palos. ¡ Qué trabajo le costarí a a aquel hombre simplemente seguir con vida! ¿ Dó nde estaba Theresa? Habí a estado fuera un montó n de horas. Evelyn deseó no haber dejado ir sola a su hija al casco viejo de la ciudad; segú n todos los indicios, era un lugar peligroso, especialmente por la noche. Podrí an atracarla. ¡ O violarla! «Todo irá bien, mamá, ¡ no exageres! ». Dios bendito, su hija estaba ú ltimamente que no se le podí a decir nada. Theresa estaba acercá ndose a los cincuenta, no deberí a comportarse como una adolescente. Justo entonces se acercó un rickshaw. El corazó n de Evelyn comenzó a latir violentamente. Sin embargo, Theresa no estaba dentro. A la luz de las farolas de la calle, Evelyn pudo ver a dos mujeres, empotradas en la parte de atrá s. Lograron desembarazarse y salir. Muriel y Dorothy. Evelyn se mostró ligeramente sorprendida. No pensaba que fueran muy amigas, tení an muy poca cosa en comú n. De hecho, era Muriel quien proclamaba, con má s seguridad que todos los demá s, que Dorothy estaba majareta. Muriel enlazó su brazo con el de Dorothy mientras subí an hacia las puertas del hotel. Se detuvieron cuando vieron a Evelyn. La cara de Muriel estaba tensa por la emoció n. —¡ Es que es de aquí! —dijo, señ alando a Dorothy. —Preferimos no tratarlo como nuestra casa, querida —dijo Evelyn—. En realidad es un hotel. —No —dijo Muriel—. Es que es de aquí, de Bangalore. Vivió aquí cuando era pequeñ a. Dorothy señ aló Dunroamin, sus luces brillaban a travé s de los á rboles. —Este edificio era mi escuela —dijo—. Mi primera escuela. St Mary, así se llamaba. Norman despachó rá pidamente la cena. Duchado y afeitado, ataviado con una camisa ligera, bajó por el camino de la entrada hacia las titilantes luces de la parada de rickshaws. Tres mujeres —Dorothy, Muriel y Evelyn— estaban allí, en la oscuridad. —¡ Muy buenas noches, señ oras! —dijo alegremente cuando se cruzó con ellas. Ellas no contestaron; estaban demasiado ocupadas hablando. Norman salió por las puertas—. ¡ Buenas! —le dijo al chowkidar. Ya fuera, en la calle, se detuvo y comprobó que llevaba la corbata derecha. Tocá ndolo ligeramente, se ajustó el pañ uelo en el bolsillo de la pechera. Iba a cruzar la calzada cuando un rickshaw se acercó dando bandazos y se vino a detener delante de é l. Alguien se bajó. Era aquella mujer, Theresa, una criatura avinagrada. La hija de Evelyn. —¡ Hola, Norman! —Santo Dios, aquella mujer iba sonriendo—. ¿ Adonde vas a estas horas de la noche? —Ah —dijo—. ¡ Es un secreto! Theresa levantó las cejas de un modo muy coqueto. Norman le lanzó un guiñ o có mplice. Luego se montó en el rickshaw. —¡ Llé veme al mercado de Gandhi, amigo mí o! —dijo—. Al casco viejo. ¡ Andando! La cena ya habí a concluido. Cuatro mujeres estaban sentadas en la habitació n de Dorothy, bebiendo whisky. Era la primera vez que Evelyn veí a la habitació n de la mujer de la BBC. Las estanterí as estaban repletas de libros y en la pared colgaba un cuadro que al parecer era de Howard Hodgkin, quienquiera que fuera ese hombre. Sus brochazos refulgí an a la luz de la lá mpara. Por supuesto, habí a corrido la voz de que Dorothy habí a nacido en Bangalore y que vivió allí hasta que cumplió los ocho añ os. Solo habí a conseguido descubrir el emplazamiento de su hogar familiar aquella misma tarde, porque la ciudad ya se habí a convertido en un lugar completamente irreconocible para ella, habí a cambiado muchí simo, y muchos de sus viejos edificios se habí an destruido. Su hogar de la infancia estaba un poco alejado del centro y ahora eran las oficinas de una corporació n multinacional o algo así. Al final lo habí a descubierto siguiendo la pista de un lavandera, un viejo dhobi-wallah. —Te vimos allí —dijo Evelyn—. En el lavadero. Y el hotel en el que estaban habí a sido su escuela. Setenta añ os atrá s habí a jugado en el jardí n y se habí a sentado en el suelo del saló n cantando «Beee beee, ovejita negra». Aquello explicaba las nanas que cantaba, claro. Fue un alivio que Dorothy ya no pudiera ser clasificada como senil; aquel sentimiento comú n de haber sufrido otra baja habí a desaparecido. Aun así, era enojoso que las hubiera excluido a todas de su secreto. —¿ Por qué no nos lo dijiste? —preguntó Evelyn. —No os conocí a lo suficientemente bien —contestó Dorothy. —Somos todo lo que tienes, querida. A su lado, Theresa se removió. «No seas tan sincera, chica». Pero no dijo nada. —Lo que quiero decir es que… —dijo Evelyn—, es que te habrí amos comprendido. —Primero querí a estar segura de todo —dijo Dorothy—. Cuando tuve el folleto en mis manos pensé que la memoria me estaba jugando una mala pasada. —¿ No veis que está cansada? —dijo Muriel, que habí a estado comportá ndose con Dorothy de un modo un poco acaparador. Tal vez se sentí a culpable por las observaciones que habí a difundido sobre ella a lo largo de las semanas anteriores—. Ha sido un gran dí a, ¿ verdad, corazó n? Dorothy asintió. Habí a algo en el modo en que estaba sentada allí, en la cama, que conseguí a que Evelyn se sintiera como una intrusa. Pensó: «Aquí hay muy poca privacidad; los ú nicos lugares privados son los pequeñ os santuarios de nuestros dormitorios. En esta vida comunitaria, luchamos por mantenernos intactos». Volvié ndose, miró la pintura. Nunca habí a entendido el arte abstracto y ya nunca lo entenderí a. En cierta manera, los colores parecí an muy seguros de sí mismos…, brochazos audaces de rojo granate y azul í ndigo. A lo mejor es que no habí a nada que entender, y solo habí a que mirarlo. Dorothy estaba llorando. Theresa se levantó y le puso un brazo alrededor. A Evelyn le molestó aquello. Pero, bueno, aquel era el trabajo de su hija, supuso. Los consejeros saben cuando se precisa un abrazo. —Lo siento mucho —dijo Dorothy—. Mañ ana estaré mejor. —¿ Quieres que hablemos de ello? —preguntó Theresa. Dorothy negó con la cabeza. —No, ahora no. Allí estaba, una mujer grande y sencilla, estremecié ndose con sollozos. Evelyn le dio un pañ uelo de papel. Era evidente que querí a estar sola. Las demá s se fueron. Fuera de la habitació n, Theresa se giró hacia su madre. —¡ Vaya dí a! —Vaya dí a. —Estoy agotada —dijo Theresa—. Me voy a la cama. —No te pregunté … —dijo Evelyn—. ¿ Encontraste al santó n? —No exactamente. —De repente, Theresa rodeó con sus brazos a Evelyn y la abrazó —. Buenas noches, mamá. —A medio camino, cuando subí a las escaleras, se volvió y dijo—: En realidad… vine a la India porque te echaba de menos. El tí o del rickshaw no parecí a muy decidido a llevar a Norman má s allá. Probablemente la calleja era demasiado estrecha. Norman le pagó; el rickshaw dio la vuelta y se fue carraspeando en medio de la nube de humo que escupí a su tubo de escape. El corazó n de Norman latí a violentamente. ¡ Menuda aventura! ¡ Có mo cacarearí an, allí en el hotel, si supieran…! Allí estaba é l, en medio de la ciudad vieja, en una calle que olí a a aguas fecales y a sá ndalo, con la intenció n de visitar a una dama de la noche. «Esa mujer es una hechicera, viejo amigo —le habí a dicho Sonny—. ¡ Menudas tetas, menudo coñ o! Ya te lo digo, Norman sahib, ¡ un bomboncito como ella levanta a un muerto! ». Norman se detuvo, tambaleá ndose. Se habí a bebido unos cuantos brandis antes de embarcarse en aquella empresa. Algunos edificios destartalados se levantaban a cada lado de la calle. Las luces brillaban en una teterí a donde varios hombres con cara de criminales estaban fumando. En algú n lugar sonaba una radio. «Te estará esperando, amigo mí o. Es mi regalo de Navidad a tu estimada persona…». Los vigilantes de las tiendas estaban bajando las persianas; el mercado de Gandhi estaba chapando para la noche. Norman avanzó por el callejó n. Era tan estrecho que aquellos que no consiguieran caminar derechos podrí an ir rebotando de una pared a otra. Llegó a un templo hindú, tal y como decí an sus instrucciones. En el quicio habí a un perro, chupá ndose sus partes. «Pasas el templo hasta que llegues a una puerta azul. Llamas fuerte y preguntas por Sikra. Dices que vas de mi parte y te conducirá n por la escalera hacia el cielo». —¿ De qué paí s es usted, señ or? —gritaron unos chiquillos a su alrededor. —¡ Largaos de aquí! —dijo Norman esgrimiendo su bastó n. Se volvieron a reunir como moscas. —Por favor, señ or, ¿ de qué paí s es usted? —y le tiraban de los pantalones. —¡ No me jodá is, y largaos a casa! ¡ Tendrí ais que estar en la cama! Norman intentó concentrarse. Tetas. Grandes y voluptuosas tetas del tamañ o de melones. Sintió un dé bil movimiento en la ingle. ¡ Anda! Aú n respiraba el viejo soldadito. Estú pido de é l, haberse preocupado. Aquellos meses —añ os— de dudas, y lo ú nico que necesitaba era aquello: oscuridad, un paí s extrañ o, carne exó tica…, la ú nica combinació n que garantizaba, má s o menos, que el viejo instrumental se levantara y funcionara. Sin embargo, el corazó n martilleaba contra su caja torá cica. Llegó a la puerta azul. Se tocó la corbata —todo en orden—, y golpeó elegantemente con su bastó n. Los muchachos parecí an haberse desvanecido, gracias a Dios. Norman oyó movimientos tras la puerta. Alguien carraspeó y escupió. La puerta se abrió, solo un poco. Norman adivinó una cara pintada. —Buenas noches —dijo—. Vengo de parte del señ or Sonny Rahim. ¿ Habla mi idioma? —Vale —dijo moviendo la cabeza. —Estoy buscando a Sikra. —Vale. No pasaba nada. De repente tuvo una visió n: su hija. «Papá, ¿ qué demonios está s haciendo? ». La puerta se abrió y é l se adentró en un pasillo. Estaba iluminado por un fluorescente moteado de cagadas de moscas. Olí a a colonia y a incienso. La figura envuelta en un sari señ aló unas escaleras y desapareció en una habitació n. Norman oyó ruido de voces, luego la puerta se cerró. Se detuvo. De repente se acordó de Dunroamin, del que habí a salido tan alegremente. Se acordó de su habitació n —con la estanterí a llena de los almanaques Wisden de cricket', su radio, sintonizada en el servicio internacional de la BBC, apoyada en la mesita de noche—. Su corazó n latí a violentamente. Tení a que admitir que habí a esperado algo un poco má s higié nico. Un tí o no espera un comité de bienvenida, pero habitualmente en estos sitios habí a una especie de madame o algo así, y una lamparita roja. Norman cogió aire. Serí a mejor tirar para adelante con aquello. Si Sonny descubrí a que se habí a rajado, no podrí a volver a levantar cabeza. Un tí o tiene su orgullo. Decidió subir aquellas escaleras de madera que crují an. Sorprendentemente á gil —porque parecí a que se estaban moviendo— llegó al rellano. Habí a una puerta entreabierta. Norman entró en la habitació n. Respirando agitadamente, intentó recuperar el equilibrio. Aquello ya era otra cosa. La habitació n refulgí a con una luz rojiza. En la pared colgaban fotografí as de Doris Day y de Bruce Willis. Habí a unas flores de plá stico en un jarró n, y una colecció n de cochecitos Dinky en una estanterí a. Y habí a una cama, cubierta con un edredó n satinado de color melocotó n y un montó n de peluches. Allí no habí a nadie. Era una cosa rara, tení a que admitirlo: la unió n carnal con una completa desconocida. En cierto modo aquello nunca cumplí a con las expectativas. Uno siempre se sentí a un poco alicaí do despué s, la tristesse poscoital y todo eso. Pero, si no fuera así, ¿ có mo podí a un tí o demostrar que aú n tení a sangre en las venas? ¿ Có mo podí a demostrarse, en todos los sentidos y decididamente, que no estaba ya muerto? Se abrió una puerta y apareció una figura. Era asombrosamente alta, y fumaba un cigarrillo. Tení a la cara muy maquillada y llevaba un sari rosa con ribetes dorados. Norman tendió su mano. —Sikra, supongo… Ella hizo una mueca y dio unos golpecitos sobre la cama. No habí a duda de que era una mujer agradable; un poco dominante, pero eso estaba bien, en una situació n como aquella, é l agradecí a una hembra que supiera lo que habí a que hacer. —Soy Norman Purse —dijo—. Encantado de conocerte. Vengo de parte del señ or Sonny Rahim. —Ajá. —La mujer apagó su cigarrillo en un cenicero con forma de perro. Sus pulseras y brazaletes centelleaban—. ¿ Quieres un refresco? —Sonrió tentadoramente—. ¿ Una Coca-Cola Thums-Up? ¿ Una fanta Limco? —No, estoy bien, nena. Ya he bebido bastante esta noche —dijo Norman aclará ndose la garganta—. He oí do hablar mucho de ti. Ella volvió a dar unos golpecitos en la cama. Norman se sentó a su lado; el saté n susurró. Sikra se inclinó hacia é l y le desanudó la corbata. ¡ Qué manos tan grandes y há biles tení a! Le quitó la chaqueta. Norman se miró sus propias manos, amoratadas, descansando sobre sus rodillas. ¿ Deberí a empezar a desnudarla? ¿ Có mo funcionarí an esas cosas allí? No estaba seguro de có mo serí a el modo de proceder hinduista en estos casos, y no querí a ofender. Las chicas de Bangkok no tení an ninguna prevenció n cultural. —Yo vivo en Brigade Road —dijo Norman—. ¿ Sabes dó nde está? Sikra apartó un poco la cabeza y le quitó la corbata. —Nunca habí a estado en la India antes… —dijo Norman—. Nací en la é poca equivocada, supongo. Me hubiera gustado disfrutarlo en los viejos tiempos. Me siento como si estuviera en la colilla de la historia. Por lo que a mí respecta, claro —añ adió dubitativamente—, no lo digo por ti. Ella se acercó má s. —No lo he hecho desde hace mucho —dijo—. Añ os, en realidad. Puede que esté un poco oxidado. Nunca habí a visto a una mujer tan maquillada. Llevaba la cara echa un emplaste con aquella cosa…, crema blanca, carmí n rosa. No le apetecí a nada besarla, pero eso probablemente no serí a necesario. Su dé bil excitació n se vino abajo. Intentó imponer sus fantasí as: unos pezones como botones de chocolate, el sari desenrollá ndose, mientras ella giraba como una peonza. —¿ Quieres follar ya? —preguntó Sikra. Tení a una atractiva voz grave. —A lo mejor necesito animarme un poco… —Norman intentó reí rse. A diferencia de su pene, su corazó n parecí a tener vida propia. Estaba dando unas sacudidas tan fuertes que Norman se estaba balanceando en la cama. Sikra le bajó la cremallera del pantaló n y deslizó la mano en su interior. Los dedos buscaron sus pelotas y comenzó a sobarlas. Norman empezó a buscar algo en el sari. ¿ Por dó nde demonios se desataban esos putos saris? No parecí a que hubiera ninguna abertura visible. La cara de Sikra se acercó má s. Sacó la lengua y la movió, asustá ndolo. Su mano seguí a metida en sus pantalones, acariciando su flá ccido miembro. Sus pulseras tintinearon má s rá pido. No pasaba nada. Ella le quitó los pantalones, y se los bajó hasta los tobillos, le bajó los calzoncillos y lo echó hacia atrá s en la cama. Se quitó el sari como una experta, como si estuviera arremangá ndose para trabajar, le cogió la mano a Norman, y se la puso entre las piernas. De repente, Norman se dio cuenta. Aquella mandí bula poderosa, aquella sombra azulada bajo el maquillaje. Se quedó helado con el sobresalto. Un fuerte dolor en el pecho. Dorothy no podí a dormir. Estaba en el jardí n, escuchando el concierto de grillos. Donde ahora estaba el aviario, antañ o habí a estado la casita de madera. Pasaban allí horas enteras —ella, Nancy Mayhew y Monica Cable—, jugando con sus muñ ecas. Sus amigas de la escuela sin duda habí an crecido y habí an tenido sus propios bebé s, que ahora serí an adultos de mediana edad. Se habí an atrevido a amar, y se les habí a devuelto el amor. Dorothy sabí a que no habí a sido muy corté s en las semanas anteriores, pero es que todo aquello le resultaba muy abrumador. Añ os habí an pasado desde que se habí a atrevido a llorar en pú blico por ú ltima vez. Sabí a, claro, por qué no se lo habí a dicho antes a nadie. La compasió n, la comprensió n, el revoloteo a su alrededor, habrí an sido agobiantes. Ahora ya se habí a levantado la persiana. Podí a moverse en el escaparate y notar el aliento de la gente en la cara. En su casa, en la casa de su vida anterior, las estatuas de cera se quedaban quietas en sus peanas. Cuando era joven creí a que por la noche se despertaban y se moví an. Que bajaban de sus peanas y se mezclaban, conversando y confundiendo los siglos. En una vida anterior, tambié n habí a estado en un escenario. Su carrera como actriz habí a sido un fracaso. Incluso en aquella é poca habí a sabido cuá l era la razó n. Para entregarse, para abandonarse a la caí da libre que aquello suponí a, una debí a confiar en que otros te recogieran. Aquella noche no habí a estado ni por asomo cerca de conocerlo, pero al menos habí a sentido la amabilidad de unos desconocidos. Dorothy bajó andando hasta las puertas. Envuelto en una manta militar, el chowkidar dormí a. Mientras estaba allí, algo se reveló en su interior. Al final de la calle, el pequeñ o bazar estaba oscuro. Bajo las farolas de la calle podí a ver cuerpos durmiendo; estaban allí tirados como estatuas de cera que nadie pagarí a por ver. Allí cerca, el anciano mendigo estaba tumbado en su lugar habitual. Estaba envuelto en andrajos. Solo asomaban sus pies, que lucí an unos zapatos sorprendentemente elegantes. Eran las tres de la mañ ana. En el Karishma Plaza, sin embargo, las luces estaban encendidas. Cuando ella era pequeñ a, aquel bloque de oficinas no existí a. Al otro lado de la calle estaba el convento de St Mary, a la sombra de los tamarindos. Su maestra, la hermana Ruth, tení a un pequeñ o monito. Una vez Dorothy habí a visto a dos monjas sentadas en los columpios, rié ndose como dos crí as. Eran unas crí as. Recordaba el edificio de oficinas al otro lado de Marylebone Road, en Londres, con el guardia de seguridad dando vueltas en su silla giratoria. Tambié n era indio. A lo mejor soñ aba con su patria lejana y perdida, igual que ella, con el trá fico pasando entre los dos. Dorothy regresó andando al hotel. En los arbustos, un gato maullaba buscando a Eithne, que lo habí a abandonado. Hací a frí o; Dorothy se arropó con la bata que llevaba. Los lirios exhalaban su perfume desde las macetas. La luna luce brillante; en una noche como esta, Dorothy se detuvo en el camino, mirando al cielo. Mira có mo la cú pula del cielo En un lado del hotel brillaba una luz, iluminando la veranda. Era la habitació n de Muriel. —Norman no ha vuelto —susurró Muriel por su ventana abierta—. Iba un poco atufado esta noche. Dorothy entró en la habitació n de Muriel, y se sentó. Muriel se subió a la cama. Llevaba un camisó n de franela con un estampado de flores. —Esto es como la escuela, ¿ verdad? —dijo Dorothy. Es que era la escuela. —Ha muerto, sé que ha muerto —dijo Muriel. —¿ Quié n? ¿ Norman? —No. Mi Keith. Alguien ha muerto esta noche. —No seas tonta —dijo Dorothy—. Esta noche habrá muerto un montó n de gente, pero tu hijo no es uno de ellos. —Puedo sentirlo. —Estoy segura de que está bien. Se sentí a cercana a Muriel aquella noche. Muriel habí a visto su hogar de la infancia. Despué s ambas habí an viajado por toda la ciudad y Dorothy habí a señ alado los pocos lugares que má s o menos recordaba, los pocos que permanecí an en pie: la casa de Nancy Mayhew, que ahora era la Inspecció n de Autopistas; el edificio de Cunningham Street, donde Dorothy habí a ido a clases de danza, que ahora era un restaurante que serví a carne y pescado de Sizzler. La niebla se disipaba, y revelaba los paisajes de su pasado. Pensó: «¿ Có mo pudieron mis padres enviarme lejos, a la otra punta del mundo? ». —Los hijos son los que te mantienen viva, ¿ entiendes? —dijo Muriel. —¿ Ah, sí? —preguntó Dorothy—. No sabrí a decirte. —Ellos siguen tu camino cuando tú has muerto —dijo Muriel—. He dejado por imposible esa mierda hindú. No funciona. —Creo que lo ú nico que permanece es el arte —dijo Dorothy. —Querí a decirle a Keith lo que habí a ocurrido, ¿ sabes? —dijo Muriel—. Nunca lo hice, siempre lo estuve escondiendo, y ahora ya es demasiado tarde. —Estaba retorciendo y arrugando la colcha de la cama. Sin los dientes, su rostro se habí a desplomado—. Me enviaron fuera por lo que habí a ocurrido con Leonard. —¿ Leonard? —Tuvieron que evacuarme a Melton Mowbray —dijo Muriel—. Era como el fin del mundo, como un poco má s allá del fin del mundo. Me arrebataron a mi niñ o, yo tení a solo diecisé is añ os, ya ves, se llevaron a mi niñ o y a mí me enviaron fuera. —Empezó a llorar—. Y cuando volví, Lenny habí a muerto. Era el amor de mi vida, Dotty, y tení a un pelo tan precioso… Y entonces me casé con su hermano y nació Keith, y Paddy fue su padre, pero en algú n otro lugar está ese otro niñ o pequeñ o, pero Keith no lo sabe, y ese otro niñ o pequeñ o, Charlie se llamaba, fue el fruto del amor. —Muriel levantó la cara. Era terrible mirarla. Dorothy miró a su alrededor buscando un kleenex, pero no habí a ninguno. —Lo siento mucho —dijo Dorothy—. Lo siento muchí simo. —Y por un instante pensó: «De aquí saldrí a un buen documental». Muriel se secó las mejillas con la colcha. —A mí tambié n me enviaron lejos —dijo Dorothy—. Cuando tení a ocho añ os, no diecisé is. Mis padres me enviaron lejos de aquí, a un internado en Inglaterra. Aquello fue el final de mi mundo. —Bueno, ya lo habí a dicho—. Estoy segura de que fue por mi bien, pero me sentí indeciblemente despreciada. Me arrebataron la India. Y la India me arrebató a mis padres. Nadie pudo amarme despué s de aquello porque… ¿ có mo iba a amarme nadie, si mis padres no lo hicieron? Oh, no sé … Toda mi vida ha sido un embrollo. Se detuvo para coger aire. Pensó en sus amigos, en los hombres brillantes con los que habí a trabajado, muchos de ellos muertos por el sida; pensó en su amante hú ngaro y en otros antes que é l, y se dio cuenta de que nunca le habí a dicho eso a nadie. «Aquí estoy, contá ndoselo a una vieja desdentada de Peckham a la que probablemente no le importa nada en absoluto». Muy lejos, en recepció n, sonó un telé fono. No habí a nadie por allí para cogerlo y contestar. Sonó y sonó, mientras las dos mujeres estaban allí, en la habitació n de Muriel, abismadas en sus pensamientos, y luego dejó de sonar.
4 Si tu alma encuentra la paz en mí, podrá s sobrellevar todos los peligros por mi gracia; pero si tus pensamientos solo se centran en ti, y no quieres escuchar, entonces perecerá s. BHAGAVAD GITA
La muerte de Norman sobrecogió a los residentes. Un ataque al corazó n, al parecer. Estaban en el saló n, bajo una solitaria guirnalda de espumilló n; la instalació n de la decoració n navideñ a se habí a suspendido de momento. —No puedo creerlo —dijo Hermione—. Menudo personaje. Menuda fuerza vital… —Era una cristiana practicante y muy agradable con todo el mundo. —Aú n no entiendo có mo ocurrió … —dijo alguien. —Se perdió en el bazar —contestó otro. —Pero ¿ qué estaba haciendo allí? —Comprando algo, supongo. Un regalo de Navidad. —Pero… ¿ no estarí an ya cerradas las tiendas? —A lo mejor permanecen abiertas hasta tarde, ahora en Navidad, como las tiendas de ropa de lujo de Dickins & Jones. —¿ En el bazar? —Pero si aquí no celebran la Navidad. —Pues claro que sí, querida. Se lo enseñ amos nosotros. —¡ Por el amor de Dios! —interrumpió Madge—. Ese hombre estaba de juerga, menudo viejo salido. —¡ Madge! —Le dio un ataque al corazó n en plena faena. Se hizo un silencio. Hermione se hundió en su silló n. —¿ Qué faena? —preguntó Stella. —A Peter Sellers le pasó lo mismo. —¿ Ah, sí? —¿ De quié n está is hablando? —… con su mujer. Aquella estrella de cine. —Tení a una hija, pobre. —¿ De quié n hablas, querida? —¿ Quié n se lo va a decir cuando llegue? [12] —Si uno tiene que morirse, hay que coger el mejor camino. Rapidito. Fuera, el dí a se habí a nublado. Por la puerta entraba una brisilla frí a que congelaba las mejillas. Despué s de todo, era diciembre. El espumilló n tembló. —¡ Ya me acuerdo! Britt Ekland. Minoo les habí a dado la noticia a la hora del desayuno. El cuerpo de Norman habí a sido trasladado al hospital a la espera de nuevas ó rdenes. Su hija habí a sido informada y llegarí a a la mañ ana siguiente, un dí a antes de lo previsto. «¿ A qué tanta prisa? », pensó Douglas. Al parecer, el yerno de Norman habí a cambiado sus planes y vendrí a con ella, acompañ á ndola. Parecí a que te tení as que morir para que la gente cruzara medio mundo para venir a visitarte. Los hijos de Douglas tampoco iban a ir por Navidad; debí a de ser porque é l y Jean todaví a estaban vivos. Douglas habí a tenido sentimientos encontrados respecto a Norman, pero su muerte le habí a afectado profundamente. Ya habí a empezado a sentirse dé bil. Aquella noche, unas semanas atrá s, lo habí a expresado con palabras y ya nada podí a borrarlo de su mente. La palabra «horrible», que nunca utilizaba habitualmente, se habí a hecho un hueco en su cabeza. «Estoy casado con una mujer horrible. Es presuntuosa. Aburrida. Insoportablemente engreí da. La simple idea de pasar el resto de mi vida con ella es demasiado horrible para pensar siquiera en ella». Qué raro que no se hubiera dado cuenta antes. Habí an estado siempre muy atareados yendo de un lado a otro, a Portugal, o en las giras de la Asociació n Nacional de Bellas Artes y Artes Decorativas. A lo mejor ese sentimiento siempre habí a estado ahí, latente, pero no se habí a atrevido a admitirlo porque, como la bomba nuclear, en esos momentos no se podí a siquiera imaginar. La muerte de Norman habí a demostrado, si es que se necesitaba semejante prueba, que la vida es corta. Si al menos la buena educació n funcionara, cuando se tratara de la muerte… «Usted primero». «No, por Dios, usted primero…». Los buenos modales no le habí an servido absolutamente para nada en el pasado. De hecho, habí a sido la buena educació n la que habí a hecho que se casara con Jean. Oh, era vital y atractiva, y habí a disfrutado yé ndose a la cama con ella, pero, para ser sincero, se habí a casado con ella porque ella habí a dado por supuesto que lo harí an y é l no querí a que lo consideraran un sinvergü enza. Y ahora resultaba que habí an transcurrido cuarenta y ocho añ os, igual que en un sueñ o. Y ahora, má s pronto que tarde, morirí a. «¡ TÚ PRIMERO! ». Como saltar al mar en un dí a helado. «Salta tú primero y luego me cuentas qué Sin duda las mujeres de Dunroamin envidiaban su matrimonio. Qué poco sabí an. Douglas habí a sentido un fuerte impulso de sincerarse con Evelyn. Ella y Dorothy eran las ú nicas personas que podrí an entenderlo. Aquello era imposible, claro. Debí a llevarse su secreto a la tumba. Se habí a servido la comida: pollo «de la coronació n» (en fin, pollo precocinado con mayonesa), o un pescado frito llamado pomfret. La vida tení a que seguir, las comidas tení an que cocinarse, servirse y retirarse. Los criados, sin duda acostumbrados a la presencia de la muerte, continuaban con sus obligaciones. Los residentes, naturalmente, tambié n habí an sufrido alguna muerte cercana, pero la India parecí a mostrar la futilidad de la vida a una escala superior a la que uno podrí a estar acostumbrado. Olive Cooke juraba que un cuerpo envuelto en harapos y tirado al lado de la tienda de regalos Gulshan, enfrente de Dunroamin, habí a estado allí dos dí as. El sol habí a salido. Evelyn se encontraba en la veranda, con un gorrió n en el regazo. Se habí a dado un golpazo con el ventilador del techo y se habí a caí do allí, atontado. Aquello habí a ocurrido en varias ocasiones con anterioridad. Varias mujeres habí an cuidado de los pá jaros en sus regazos, pero casi ninguno habí a revivido. —Salgo un momento, mamá, te veo luego. —Theresa cruzó la veranda. —¿ Dó nde vas? Theresa sonrió. —De compras. ¡ Dios bendito, su hija llevaba carmí n en los labios! El efecto era distorsionado! '. La ú ltima vez que la habí a visto con carmí n fue con motivo de las bodas de plata de Evelyn y Hugh. Evelyn observó a Theresa caminando alegremente hacia las puertas del recinto. Sospechaba que su hija iba a comprarle un regalo de Navidad. Esperaba que no fuera un regalo demasiado comprometido: habitualmente le regalaba alguna cosa del catá logo de Greenpeace que Evelyn discretamente le traspasaba a su chica de la limpieza. —¿ Algú n signo de vida? —preguntó Douglas desde la mesa de al lado. Evelyn miró hacia su regazo. El gorrió n ni se habí a movido. —Todaví a no. —Oh, bueno, la esperanza es lo ú ltimo que se pierde. Douglas estaba con su mujer, que estaba escribiendo una carta. El hombre tení a su novela de aventuras de Wilbur Smith abierta delante, pero Evelyn sabí a que no la habí a estado leyendo. Todos estaban un poco distraí dos por las ú ltimas noticias. Ya fue bastante perturbador darse cuenta de que estaban viviendo en la antigua escuela de Dorothy. Pero aquel dí a, ademá s, habí a una nerviosa inquietud en el ambiente. Uno y medio menos (Eithne era el medio); ¿ quié n serí a el pró ximo? Así que Norman estaba, tal y como lo habí a expuesto Madge un tanto cruelmente, «en plena faena». Se llamaba la petite morí , Evelyn sí que sabí a eso. Por lo que a ella le concerní a, tení a que admitir que tení a una experiencia limitada, y hacer el amor era una cosa má s relacionada con la compañ í a que con una experiencia cercana a la muerte. Se preguntó si Graham Turner serí a virgen. Estaba sentado bajo aquel á rbol que llamaban ficus sagrado, y se dedicaba a escribir en su cuaderno. Una solo tení a que mirarlo para sospechar que probablemente ese serí a el caso; es decir, que serí a virgen. ¿ Qué tendrí a que escribir despué s de haberse pasado la vida en la administració n? Y luego… estaba su propia hija, Theresa, tambié n, que no tení a mucha suerte en ese aspecto. Las pocas aventuras amorosas que Evelyn le habí a conocido habí an terminado en una refriega de recriminaciones. Theresa lo hací a todo complicado. Querí a volcarlo todo en sus «relaciones», una palabra que para Evelyn siempre significaba lo mismo que «problemas». Una vez que la gente empezaba a hablar de «una relació n», todo empezaba a irse al traste. ¿ Por qué Theresa no podí a ser simplemente feliz? El tiempo era corto…, terriblemente corto. «Coge las rosas mientras puedas». Evelyn habí a aprendido aquello en la escuela, donde, claro, en ese momento, no tení a ningú n significado. Ahora, a pesar de los pequeñ os enredos e incomodidades, tení a la seguridad de que estaba en compañ í a de gente que, de un modo u otro, tení a aquello muy presente en su mente. Al dí a siguiente llegarí a Christopher, con toda la familia en recua. Sabí a que su hijo habí a reservado aquellas vacaciones especialmente para ir a verla, pero la perspectiva la atemorizaba de un modo terrible. Toda la historia volverí a a empezar como si no hubiera habido ninguna interrupció n… La culpa, el resentimiento. «Tú siempre te pones del lado de Christopher, tú y papá, nunca he sido el tipo de hija que habrí ais querido que fuera». El internado, sin duda, asomarí a su espantosa cabeza. Dios bendito, Dorothy habí a sido arrojada al mundo a los ocho añ os y ahí estaba, perfectamente. Bueno, a lo mejor no estaba muy bien, pero habí a sobrevivido. Y Theresa era tan indiscreta… ¿ No tení a sentido del decoro en absoluto? «En nuestra familia nadie cree en los beneficios de la comunicació n», decí a. Desde luego ella habí a hecho todo lo posible por compensarlo desde entonces. Durante su primer desayuno en Dunroamin habí a intentado explicarle a Jimmy el sí ndrome de Munchausen, mientras el camarero le estaba sirviendo cereales con miel Sugar Puffs. Ella creí a que los criados eran personas y que, por tanto, debí an participar en las conversaciones. —Yo solí a fingir que estaba enferma —le dijo Theresa al viejo—. Solo para llamar la atenció n de la gente. —No creo que te entienda, cariñ o —le dijo Evelyn. —Solí a cojear cuando iba andando. —Theresa, aquí no se necesita fingir que se cojea. Tení a que admitir que Theresa parecí a estar má s animada desde el dí a anterior. Aquel abrazo en las escaleras habí a sido en cierto modo un avance. Pero Theresa era una mujer turbulenta y estaba en un momento complicado de la vida. Debí a de ser terrible darse cuenta de que la posibilidad de tener hijos finalmente habí a desaparecido para siempre. Despué s de todo, sin hijos, ¿ quié n cuidarí a de una persona cuando se hiciera vieja? ¿ Quié n? Evelyn prescindió de la respuesta. Miró de reojo el jardí n. Graham Turner apartó el cuaderno y se metió en el hotel para echarse su siestecilla. Evelyn tocó el gorrió n. Estaba tieso, o porque estaba aterrorizado o porque estaba muerto. Cualquiera que fuera la razó n, aú n lo tendrí a allí un poquito má s. —Sigo pensando que en cualquier momento va a salir de repente del hotel voceando: «¡ Sois todos unos gilipollas! » —dijo Douglas. Evelyn dio por supuesto que estaba hablando con su mujer, pero Jean se habí a quedado dormida. Estaba hablando con ella.
5 Cuando un hombre no es dueñ o de su alma, entonces su alma se convierte en su enemigo. BHAGAVAD GITA
«Con una població n de ocho millones, y sigue aumentando, Bangalore es una de las ciudades de Asia que má s rá pidamente han crecido», leyó Christopher. —Escuchad, chicos: «A la vanguardia de la revolució n tecnoló gica, Bangalore es una pró spera y moderna metró poli, con pubs, clubes y grandes zonas de compras». Estaban viajando en autobú s desde Mysore. Al otro lado del pasillo, los chicos estaban despanzurrados en sus asientos. —Suena interesante, ¿ eh? —dijo Christopher—. Si está is hartos de templos… —Los templos son una mierda —dijo Clementine. —Los edificios no pueden ser eso, cariñ o —contestó é l. A su lado, Marcia dejó caer la cabeza hacia atrá s y bebió ruidosamente de su botella de agua. El pensó en sus labios aferrados a su polla. «Esta mujer me arrastra como si fuera el enganche cromado de un coche tirando de una caravana». ¿ Dó nde habí a oí do aquello? En alguna pelí cula. Su mujer estaba cargada de energí a. Para ser sinceros, sus exigencias durante aquellas vacaciones habí an sido un tanto abrumadoras: lamer, montarse encima, apretarle el culo para que experimentara sus espectaculares orgasmos mú ltiples… Despué s de cada orgasmo, é l pensaba que ya habí a acabado, pero no, habí a otro en camino. No importaba lo flojo y encogido que lo tuviera, ella todaví a le podí a sacar partido a su cuerpo; de hecho, parecí a que apenas importaba nada si é l estaba dentro de ella o fuera. Ni si estaba presente en absoluto. Para ser totalmente franco, ella podrí a estarse restregando contra un bolardo de trá fico. La noche anterior lo habí a llamado para que se metiera en la ducha. Mientras estaba intentando sujetarla contra los azulejos, habí a resbalado en una pastilla de jabó n y estuvo a punto de romperse la espalda. Por supuesto, los gritos que dio su mujer fueron gratificantes, pero é l tuvo miedo de que los chicos se hubieran despertado, porque estaban en la habitació n de al lado. La India parecí a tener un efecto perturbador en Marcia. El autobú s habí a llegado a una parada. El conductor dio un bocinazo. Por la ventana se veí a una estació n de servicio donde paraban los camiones, un sitio destartalado encharcado de aceite. «Toca la bocina», estaba pintado en los camiones aparcados. «Buena suerte». Un compañ ero turista de Christopher se inclinó hacia el pasillo para ver qué pasaba. Al otro lado del cristal, los conductores de camiones ganduleaban en hamacas. ¡ Qué satisfechos parecí an! Estaban allí tumbados, fumando. Aislado en su autobú s con aire acondicionado, Christopher pensó que se estaba entrometiendo en la intimidad de aquellos desconocidos. El lugar le recordó su piso en Clapham: indudablemente miserable, pero, en cierto sentido, con muy pocas preocupaciones y exigencias. Nadie les exigí a nada a esos hombres: conducí an, dormí an, fumaban, sin que ninguna Marcia los mirara como si los hubiera pillado masturbá ndose. Christopher tuvo el repentino deseo de abrir la puerta del autobú s y adentrarse en otra vida. «¡ Buena suerte! ». Podí a subirse a un camió n pintado con mil colores y alejarse conduciendo. En Amé rica su mujer era la que conducí a porque decí a que é l bebí a mucho. En Amé rica habí a jodido su carrera y habí a arruinado econó micamente a su madre. En Amé rica sus hijos lo trataban como a un criado. Christopher cerró los ojos. Podrí a adentrarse en otro mundo y empezar de nuevo; el autobú s continuarí a su viaje y nadie se darí a cuenta de que é l no estaba. Serí a como Jack Nicholson en aquella peli, cuando cruzaba por delante de una gasolinera. En su nueva vida, Christopher tendrí a hijos que se reirí an con sus chistes y una mujer hermosa que lo llamarí a Topher con su cantarí na voz india y con amor. Ella escurrirí a sus camisas en el rí o, y se levantarí a cuando oyera sus pisadas, y lo buscarí a hacié ndose sombra en los ojos con la mano. Serí a querido. El autobú s reinició su marcha. Christopher miraba los paisajes que se sucedí an. Su antigua vida podrí a evaporarse, exactamente así. Todos los trastos de esa vida…, los esquí s y las má quinas de hacer pasta, las cosas, las mierdas, todo aquello podrí a desaparecer con un chasquido de dedos. Allí, en ese momento, nada era relevante, todo era insustancial. Pensó en las polillas que aleteaban en su armario, en casa, en Sussex. Una palmada y se convertí an en polvillo entre las palmas de sus manos. El autobú s siguió su camino. Marcia cerró los ojos. Volví a al templo de Halebib. Un grupo de jó venes andaban deambulando por allí, observando los frisos. Hombres jó venes indios, oficinistas a lo mejor…, camisas de manga corta, pelo engominado. Entraban en el recinto sagrado, y se quedaban allí. Marcia estaba tumbada en el altar, con la falda subida hasta la cintura. La piedra estaba caliente bajo su piel. Miradme, ¡ soy una diosa del sexo! Su blusa estaba desabrochada; con una mano se acariciaba las tetas. Se acariciaba con un movimiento sensual y circular; su í ndice acariciaba el endurecido pezó n. Sus piernas estaban completamente abiertas. Lujuriosamente, se entregó a su propio placer. Mientras lo hací a, giraba la cabeza para mirar a los jó venes. Estaban allí, mirá ndola. Empezaron a tocarse la entrepierna. Cerrando los ojos, podí a oí r su respiració n colectiva… gruñ endo, acelerá ndose… —Mamá, ¿ cuá ndo llegamos? Marcia abrió los ojos. Estaban viajando por las afueras de una ciudad: descampados, edificios de pisos coronados con un laberinto de antenas de televisió n. —Pronto, cariñ o —contestó. —Tengo sed. Le pasó la botella de agua. —Quiero una Coca-Cola. Marcia volvió a cerrar los ojos. Cada noche, en la cama con su marido, ella se concentraba en diferentes rostros. Mientras estaba allí tumbada, sujetando las carnes flá cidas y viejas de Christopher entre sus piernas, era un rostro moreno el que aparecí a delante de ella; era una gran polla marró n la que se le metí a dentro, hacié ndola gritar. Y mientras lo estaba haciendo, habí a má s hombres mirá ndola, y ella los metí a en la cama tambié n. Aquellos pescadores de Kerala, desnudos, salvo por sus taparrabos, se apoyaban en la pared; miraban sus piernas abiertas, sus caderas subiendo y bajando. Una hilera de barrenderos, arrebatadores jó venes grises por el polvo, acariciá ndose bajo sus lunghis, esa especie de pareo de seda que usan. En todas partes de la India los hombres la miraban. Christopher nunca la miraba, no de verdad. Demasiado inglé s. Aquellos hombres la deseaban; la despertaban a la vida. Formaban una nueva Marcia: deseable, apasionadamente pá lida y, en fin, hermosa. Christopher se repetirí a una y otra vez aquel momento el resto de su vida. Aú n le quedaba una buena cantidad de añ os; la fecha de su muerte estaba escrita en una hoja de palmera, pero é l no sabí a de su existencia. Durante el resto de su vida, que serí a larga, recordarí a aquel momento en el que las puertas del Taj Balmoral se abrieron y é l se adentró en el vestí bulo. Se oí a el hilo musical. Un portero con turbante les hizo una reverencia y una mujer se acercó a é l. É l suponí a que su familia estaba con é l, pero se habí an evaporado como si nunca hubieran existido. La mujer vestí a un sari azul medianoche tachonado de plata. Por supuesto, era preciosa, pero la verdad es que la mayorí a de las mujeres indias eran exquisitas. Habí a algo má s en ella: una dulzura indescriptible, tierna…, un encanto insondable. La muchacha levantó una guirnalda de flores. Christopher inclinó la cabeza y ella se la colocó alrededor del cuello. —Ñ amaste —dijo la muchacha, juntando las manos delante de su pecho. Sus pulseras tintinearon, descendiendo hacia sus muñ ecas. Hizo una reverencia. «Eres mi dueñ o y señ or». —Ñ amaste —respondió Christopher, aunque sonó un poco idiota. La muchacha estaba bendicié ndolo; estaba transformá ndolo todo en un mundo mejor. Metió el dedo en un botecillo y luego lo presionó contra su frente. Mientras estaba concentrada, la punta de su lengua le asomaba entre los dientes. Sus ojos se encontraron con los de Christopher y le sonrió. —Bienvenido al hotel Taj Balmoral —dijo—. Esperamos que disfrute de su estancia. Christopher nunca habí a creí do en el amor a primera vista; no hasta ese momento. Simplemente se sintió aceptado, en toda su pá lida torpeza. Luego la chica le dijo que estaba a punto de acabar su turno. Cinco minutos má s y se irí a a comer. Christopher, nuevamente receptivo al amor, volvió a recordar los numerosí simos obstá culos que habí a encontrado en los ocho dí as de carreteras por la India. Otro rebañ o de cabras, otro camió n averiado, otra vaca sagrada justo en la mitad. Otra estú pida parada para descansar y Aisha no habrí a entrado en su vida con sus guirnaldas de claveles de la India y su perfume de almizcle, deslumbrante promesa de felicidad. Tal era la volubilidad del mundo. En medio del caos, la India le habí a proporcionado un milagro. Sufrirí a cuando despertara a la realidad, pero la India tambié n lo sabí a todo sobre el sufrimiento. Ravi habí a insistido en acompañ ar a Pauline a Bangalore. —Por supuesto que no vas a ir sola, y menos ahora. Pauline sospechaba que, ahora que su padre ya no estaba en la residencia Dunroamin, la idea de viajar a la India resultaba má s atractiva. No podí a decirlo, claro, y menos cuando Ravi se estaba mostrando tan comprensivo. El pensaba que ella lo necesitaba en aquellos momentos de dolor. En realidad, la muerte de su padre habí a afectado a Pauline menos dolorosamente de lo que ella habí a imaginado. Era una sensació n de lo má s extrañ a, el mundo sin é l, pero Norman habí a llevado una vida de placer dedicada enteramente a satisfacer sus propias necesidades y habí a muerto a una edad bastante avanzada, atendido hasta en el menor de sus deseos por unos empleados muy amables y rodeado de agradables compañ eros. Habí a maneras peores de morir. Pauline estaba sorprendida ante su propia ecuanimidad. A lo mejor habí a asumido algo del fatalismo hindú sin darse cuenta. De hecho, era Ravi el que parecí a má s conmocionado. Ella sospechaba que se debí a a su sentimiento de culpabilidad. Sonny tambié n parecí a profundamente afectado. Pauline no podí a entender eso. ¿ Serí a posible que aquel atareadí simo chanchullero realmente apreciara a su padre? Sabí a que a veces echaban un trago juntos, pero la reacció n de Sonny a la muerte de su padre parecí a fuera de toda ló gica; el hombre parecí a verdaderamente conmocionado. Norman fue incinerado un dí a despué s de su llegada y se realizó un pequeñ o servicio religioso en la iglesia de St Patrick. Sonny estuvo sorbié ndose los mocos todo el rato. Luego, salieron fuera. Pauline señ aló las lá pidas: los jó venes oficiales militares caí dos en la flor de la vida: Lawrence Lennox, Standish Wilson…, sus viudas y sus hijos tambié n. —Mira, fiebre tifoidea y solo veintidó s añ os —dijo Pauline—. Solo seis. —Puso el brazo alrededor de los abatidos hombros de Sonny—. Comparado con ellos, mi padre disfrutó de una vida larga y agradable… «De verdad —pensó —, deberí a ser Sonny quien me consolara a mí ». Sospechaba que las verdaderas razones de su amargura eran las distintas crisis que habí an atenazado al hotel en los dí as previos. El doctor Rama habí a sido despedido. El matrimonio del gerente del hotel se habí a roto y la mujer se habí a ido a vivir con su hermana. El cocinero, amargado por la muerte de Norman, se habí a ido de borrachera y no se le habí a visto en los ú ltimos dos dí as. Los residentes parecí an no darse cuenta de aquellos dramas entre bambalinas; el propio Minoo y el pinche de cocina habí an preparado mal que bien las comidas y la señ ora Cowasjee simplemente se habí a retirado de la vida pú blica para siempre. —Ni mé dico ni enfermera —susurró Ravi—. ¿ Qué pasa si alguien se pone enfermo? —Siempre te tienen a ti —dijo Pauline. Ravi no contestó. El sol se estaba poniendo al final de Lady Curzon Street. Regresaban de la iglesia en un minibú s que Sonny habí a contratado para trasladar a los residentes y que presentaran sus respetos. Los carritos de burros regresaban a casa despué s de recorrer, para los viajeros, las modestas atracciones turí sticas de Bangalore. Pauline miró las escuá lidas acé milas, los edificios de cemento derritié ndose con las luces del atardecer. Los atardeceres eran tan maravillosos que la hací an llorar. Puede que fuera la India, má s que su padre, lo que tení a el poder de hacerla llorar. Por delante quedaba la melancó lica tarea de recoger las cosas de su padre. Serí an unas Navidades raras, pues las celebrarí a con personas que eran prá cticamente desconocidas. Pero no má s extrañ as, pensó Pauline, de lo que lo serí an Ravi y ella para los demá s. Evelyn estaba cenando en el Taj Balmoral con su hijo, con Marcia, su mujer, y con Theresa. Sus nietos, gracias a Dios, ya se habí an ido a la cama. Tení a que admitir que su comportamiento le habí a desagradado. Aquellas dos pequeñ as cositas, Joseph y Clementine, se habí an convertido en dos mocosos americanos. Apenas podí a creer que fueran parientes suyos en absoluto, y, a juzgar por la mirada de sus ojos, sospechaba que ellos pensaban lo mismo. Ni una palabra de agradecimiento por los regalos que les habí a dado, ni el má s mí nimo interé s en lo que tení an a su alrededor; lo ú nico que hací an era lloriquear porque la televisió n no funcionaba. ¿ Có mo unos crios que lo tení an todo podí an ser tan desagradecidos? Los niñ os indios, que tení an muy poco, eran en comparació n encantadoramente educados, incluso cuando pedí an dinero. Aparte de eso, la visita habí a sido un é xito insospechado. Christopher y su hermana no habí an discutido ni una sola vez. Era curioso có mo lo que má s teme uno puede simplemente desaparecer. Los dos, de hecho, parecí an un tanto distraí dos…; abstraí dos, incluso. Ni siquiera Theresa mostraba su habitual hostilidad hacia Marcia. Y qué aspecto tan atractivo tení a Theresa —casi vampiresa—, con su vestido a rayas rojas salpicado de lentejuelas. Aquel vestido sorprenderí a a má s de uno en los monasterios a los que iba… Evelyn les habí a contado lo de la incineració n de aquella tarde, lo de las revelaciones de Dorothy y los problemas matrimoniales del gerente del hotel. —Mandó a su mujer a freí r espá rragos el martes. El pobre hombre era muy desgraciado. Nadie lo sabí a, solo yo; é ramos amigos, ¿ sabé is? Incluso me enseñ ó los zapatos que llevaba cuando se conocieron. —¿ Se ha enamorado de otra? —preguntó Christopher, dejando en la mesa el tenedor. Evelyn negó con la cabeza. —Solo estaba amargado por su culpa. Su mujer era una mandona. —¿ Sí? —preguntó Christopher. —No te dejes engañ ar por esos saris —dijo Evelyn—. Las mujeres indias pueden ser muy dominantes. El hombre estaba destrozado, ella le hací a sentirse un inú til, ¿ entiendes? Hubo un silencio. Christopher jugueteó con una gamba. Marcia miraba al hombre que tocaba el sitar, un joven ataviado con indumentaria hindú, y sentado en una tarima, en una esquina. —¿ No es precioso? —murmuró. Marcia llevaba un top de color turquesa con incrustaciones de espejuelos. Los destellos parecí an enviar mensajes por doquier aunque solo su propietaria era consciente de sus significados. «A lo mejor la India está teniendo efectos bené ficos en su matrimonio», pensó Evelyn. La ú ltima vez que los habí a visto, la relació n parecí a un poco tensa. Marcia era una mujer elé ctrica, pero ahora parecí a que sus cables interiores se habí an cortado. Parecí a relajada; casi hermosa. Evelyn jamá s descubrirí a la razó n. Al dí a siguiente, el dí a de Nochebuena, ya se habrí an ido. —Imagí nate, las Navidades en la playa —dijo Evelyn. Su hijo y su familia iban a ir a Goa. —Siento que no podamos quedarnos —dijo Marcia—. Es el itinerario. —No os preocupé is, ha sido maravilloso poder veros —dijo Evelyn. Habí an ido al templo del Toro y al jardí n botá nico, habí an hecho un montó n de cosas en dos dí as. La visita se podí a describir como un é xito a pesar de aquel extrañ o ambiente anodino, como si todos fueran soná mbulos. —Me siento muy mimada por teneros a todos conmigo —dijo Evelyn—. Algunos compañ eros mí os van a recibir a sus familiares en enero, despué s de que hayan pasado estos dí as con sus familiares má s cercanos y queridos… —Se detuvo. ¿ No se suponí a que los abuelos formaban parte de los familiares má s cercanos y queridos? —. Muriel Donnelly piensa que su hijo va a aparecer, pobrecita. Es lo ú nico que la mantiene viva. Hermione reza por ella todos los domingos. —¿ Dó nde está su hijo? —preguntó Theresa. —Só lo Dios lo sabe —sonrió Evelyn—. A lo mejor es a É l a quien le está preguntando Hermione. Sin respuesta hasta el momento. Parece que es un personaje un poco raro. —¿ Quié n? ¿ Dios? —preguntó Theresa. —No, querida; su hijo. Metido en todo tipo de chanchullos, al parecer. —¿ Qué tipo de…? —preguntó Theresa. —No tengo ni idea. Ni Muriel tampoco. Una horrible sospecha comenzaba a hurgar en el pecho de Evelyn. A lo mejor Theresa estaba tomando drogas. Eso explicarí a sus largas escapadas, algunas veces durante toda una tarde. Regresaba con los ojos brillantes, con las mejillas encendidas. Al parecer Bangalore estaba inundada de drogas; Evelyn lo habí a leí do en The Times of Karnataka. El suministro habitual de perió dicos ingleses se habí a interrumpido con la muerte de Norman. «El crimen organizado hace estragos en la ciudad, con la corrupció n en sus niveles má s altos. Decenas de millones de rupias se mueven todos los dí as en el trá fico de drogas, cada dí a mayor». Evelyn observó atentamente a su hija. Theresa limpió el plato con un trozo de pan naan, y luego lo mordisqueó. Mientras lo hací a, miraba con ojos soñ adores a ninguna parte en particular. A la luz de las velas, Evelyn escudriñ ó los brazos de Theresa. ¿ Aquellos puntos eran marcas de jeringuillas o mordeduras de mosquitos? Evelyn notó una sensació n de agarrotamiento en el estó mago. Ay, Dios mí o. A lo mejor eso explicaba sus frecuentes idas y venidas a la India. «Soy una yonqui de la India —habí a dicho en cierta ocasió n—. Necesito mi dosis». Evelyn no era del todo ignorante en aquellos asuntos. Ay, Dios mí o. —¿ Qué tal tus jó venes amigos teleoperadores? —preguntó Christopher. Evelyn se concentró. —A Surinda la despidieron la semana pasada, me temo. No estaba hecha para eso. Se quedaba preguntá ndole a la gente cosas de Inglaterra y nunca conseguí a vender nada. Es una lá stima. A lo mejor deberí a pedirle consejo a su mé dico…, a su verdadero mé dico de Inglaterra, el doctor Ravi Kapoor, no al de enfermedades vené reas con aquel pelo estupendo. «¡ Ese tí o es un charlatá n! ». De repente, ridiculamente, echó de menos a Norman. Surinda tambié n habí a desaparecido de su vida. Habí a sido agradable tener caras jó venes alrededor, caras en las que no se reflejaba su propia mortalidad. Vivir con gente mayor envejecí a mucho. Esa era la razó n —bueno, una de las razones— por la que las familias los apartaban de sí. Diferentes generaciones reunidas. Ahora habí a perdido a su nieta postiza, Surinda, y su propia hija, la drogadicta, no tardarí a en marcharse. El restaurante Lotus estaba en el piso má s alto; a sus pies se extendí an las luces de la ciudad. Aquella noche la India era un lugar extrañ o para Evelyn, y aterrador. Sus esfuerzos por acomodarse al lugar durante las ú ltimas semanas le resultaban ahora fingidos y desacertados. No teniendo otra opció n, habí a intentado sentirse como si estuviera en su propia casa. De hecho, aquel paí s habí a transformado a sus hijos en extrañ os…, desconocidos con secretos que ya no podí a averiguar. ¡ Mí ralos, jugando con las servilletas y sonrié ndose! «Sin duda, esto es normal —pensó —. No se puede acusar a la India del hecho de convertir a los chicos de una en adultos de mediana edad con vida propia. Ay, Hugh…, ay, Hugh». —Feliz Navidad, mamá. —Christopher se inclinó sobre la mesa y le entregó un paquete. Evelyn lo abrió. Dentro habí a algo de una tela preciosa, doblado: algo de seda de un rojo intenso con un borde dorado. —Es un sari —dijo su hijo—. Ya lo sé, ya lo sé, pero a lo mejor alguna vez, en una ocasió n especial… —¿ Dó nde lo compraste? —preguntó Marcia bruscamente. Evelyn sospechaba que era Marcia la que habitualmente le compraba los regalos. —En una tienda —dijo—. Es un sari bañ ar asi. —¿ Un qué? —preguntó Marcia. —Un sari de Benaré s, para ocasiones especiales. —¿ Y por qué sabes tú eso? —preguntó Marcia, mirá ndolo ató nita. Christopher se aclaró la garganta. —Lo he leí do en la guí a. ¿ A quié n le apetece un postre? Evelyn le dio las gracias, aunque no podí a ni imaginarse en la vida llevando un sari, ni que hubiera una ocasió n tan especial como para que tuviera el valor de ponerse semejante cosa. Las viudas en la India llevaban saris blancos, como si ya fueran fantasmas. Se alegró de que Christopher no hubiera comprado uno de esos. —Es genial, ¿ a que sí? —murmuró Marcia. Evelyn asintió. —Muy generoso por su parte. Pero Marcia no se estaba refiriendo a Christopher. Ella estaba mirando al muchacho que tocaba el sitar. —Mira sus manos… —dijo Marcia calladamente— y có mo sujeta el instrumento. Evelyn dobló el papel de regalo. Su generació n, como los indios, nunca tiraba nada. Podí a tener alguna utilidad má s adelante. —Y có mo toca todas las cuerdas… —dijo Marcia, y volvió a sumirse en el silencio. Pauline cogió a su marido de la mano y lo llevó al jardí n. —Quiero enseñ arte una cosa —dijo. Era tarde. Lo condujo hacia las estancias de los criados. Una luz refulgí a a travé s de la ventana; alguien carraspeó y escupió. Allí, en sus propias casas, los viejos y familiares camareros eran desconocidos. —¿ Dó nde me está s llevando? —susurró Ravi. —Al muro de la propiedad. Habí a luna llena. Era una noche clara, las estrellas reflejaban las luces de la ciudad que tení an debajo. Estaban abrié ndose paso hasta el rincó n má s alejado del jardí n, donde ninguno de los residentes se aventuraba. En un montó n de basura, algo se movió. Delante tení an una puerta, medio oscurecida por las enredaderas. —Los criados utilizan esta salida —susurró Pauline—. Cuando salen. Recados y eso. Para volver a su pueblo, a lo mejor, en sus dí as de libranza. No sé. Giró el picaporte. La puerta se abrió entre crujidos. Cruzaron y salieron al descampado que habí a detrá s del hotel. Olí a a mierda. Ravi levantó el pie y se inspeccionó el zapato. Los zarzales parecí an escarchados a la luz de la luna; habí a bolsas de plá stico prendidas en las ramas. Má s allá habí a unas chabolas donde viví an los traperos de los vertederos. —¿ No te parece como lo de Alicia a travé s del espejol —susurró Pauline—. ¿ O como entrar en otro mundo? —¿ Qué quieres enseñ arme? —Ravi estaba intentando ser amable. Despué s de todo, ese mismo dí a el padre de Pauline habí a sido despachado al lugar dondequiera que fuera la gente que palma. —Los padres de Dorothy conocí an a la gente que viví a aquí —murmuró —. Me lo dijo ayer. Hace añ os aquí habí a un jardí n, y una casa. Eran del coronel Hislop y su señ ora, y ella bebí a limonada mientras los mayores jugaban al bridge. Pauline querí a que su marido sintiera la magia de aquel lugar. Tení a que haber una conexió n escondida de aquel lugar con su marido. —Cariñ o, le prometí a Minoo que mirarí a las cuentas… —dijo—. El pobre hombre estará deseando irse a la cama. —Quiero cuidar a la gente —dijo Pauline—. Tú lo has hecho toda la vida, pero yo quiero hacerlo ahora. Esos crios que conocí … Tengo sus fotografí as, pero nunca volveré a verlos. Imagina que pudiera construirles una casa aquí, a los que está n solos en el mundo. Así podrí a ser de alguna utilidad, Ravi… —Pauline observó su hermoso y grave perfil—. Así los jó venes y los viejos podrí an estar juntos. ¿ No lo entiendes? Tiene sentido —y señ aló el hotel que tení an a sus espaldas—. Echan de menos algunos rostros juveniles a su alrededor, suspiran por ello. Podrí an enseñ arles cosas, a unos y a otros les gusta la misma clase de comida, y piensan lo mismo. Los viejos y los jó venes tienen un montó n de cosas en comú n, lo de la segunda infancia y todo eso. Y tienen todo el tiempo del mundo. Se detuvo. Le habí a salido má s vehemente de lo que tení a pensado. La presencia de Ravi de algú n modo la habí a debilitado. Ravi se inclinó hacia ella y le colocó un mechó n de cabello por detrá s de la oreja. —Es una idea encantadora, cariñ o. Pero creo que van a construir un centro comercial aquí. Ravi se sentí a fatal. Sabí a que debí a ser comprensivo, pero aquel lugar estaba socavando sus cimientos. Siempre le ocurrí a lo mismo, aquella asfixia lenta. Aquella tarde, cuando regresó a la habitació n, la luz del telé fono estaba parpadeando: su madre llamaba desde Delhi. «¿ Cuá ndo vas a venir, mi pequeñ o Ravijito? El pecho de tu padre anda mal…, tu hermana y ese mal marido suyo…, tu hermano ha estado llamando desde Toronto, que tenemos divorcio a la vista y que quié n va a pagar sus deudas y qué va a pasar, ese muchacho está arruinando su carrera…». Sonny tambié n estaba cambiado. Encogí a, al pobre hombre se le veí a agobiado. La vida era muy sencilla cuando uno viví a en el extranjero, se te quitaba un peso de encima. Londres era la despreocupació n y el anonimato. Los amigos que hací as se ganaban un lugar en tu corazó n con amabilidad y por compatibilidad de caracteres. Y si todo fallaba, allí estaba Mozart, para cogerte de la mano y llevarte al cielo. Ravi habí a intentado explicarle aquello a Pauline, pero ella era nueva en el paí s, no podí a entender hasta qué punto aquel paí s era implacable y agobiante, la imposibilidad de que cambiara. La India le arrebatarí a a Pauline, y luego la abandonarí a. Ravi querí a sujetar a su mujer por los hombros y gritarle: «¿ Es que no lo ves? ¡ Nunca conseguirá s hacer nada aquí! ». Pero no se lo gritó, y ahora estaban regresando a la habitació n del hotel. Era la habitació n de Norman, un lugar no muy propicio a las juergas maritales. Se habí an cambiado las sá banas, claro, y las dos camas se habí an colocado juntas, pero Norman todaví a estaba allí. La gente no se morí a; su presencia era tan poderosa como siempre. Incluso má s poderosa, porque cargaba con la culpa de ambos y la imposibilidad de la reconciliació n. Caminaron por la veranda. La madera estaba carcomida, y crují a bajo sus pies. La barandilla que habí a desaparecido —donde se habí a caí do Eithne— habí a sido reemplazada por un trozo de cuerda. Qué frá gil parecí a el mundo esa noche. A lo mejor los que tení an hijos se sentí an má s seguros. ¿ Có mo iba a saberlo é l? A Ravi le dolí a el corazó n. Por sí mismo, por Pauline. Todaví a reciente, todaví a horriblemente punzante despué s de todos aquellos añ os, el dolor aguardaba en la oscuridad, dispuesto a abalanzarse sobre é l. La puerta principal estaba cerrada; era má s tarde de lo que pensaba. Cuando Ravi estaba pulsando el timbre, Evelyn y su hija subí an por el camino. Habí an salido a cenar fuera. —Parece que todo el mundo se ha ido a la cama —afirmó Ravi. El viejo camarero, Jimmy, se acercó renqueando a la puerta, farfullando como el portero de Macbeth. Ravi lo miró a travé s del cristal, peleá ndose con las llaves. —Nos entretuvimos en el bar del Balmoral —dijo Evelyn—. Es un hotel precioso. —Santo Dios, la mujer estaba piripi. Miró con el ceñ o fruncido a Ravi—. Iba a preguntarle algo, pero se me acaba de ir de la cabeza en este momento. Se abrió la puerta. —Entra, mamá —dijo Theresa, cogié ndola del brazo. Evelyn se giró hacia Pauline. —Siento mucho lo de su padre —dijo—. Un hombre muy alegre. Le echaré de menos, ahí sentado en la veranda, con su whisky con soda. —Aú n no entiendo có mo murió … —dijo Pauline—. ¿ Qué estaba haciendo en el bazar é l solo? Hubo un silencio. Entonces Evelyn dijo: —¿ No lo sabe? —¿ Saber qué? —Le estaba comprando a usted un regalo de Navidad, naturalmente. Pauline la miró ató nita. —¿ Sí? Evelyn se adelantó. —Voy a cogerlo, lo tengo en mi habitació n. —Dios mí o… —dijo Pauline—. Nunca me compraba nada. Siempre lo hací a mi madre. Esperaron en el saló n. Habí an puesto allí un á rbol de Navidad; estaba adornado con unas lamparitas polvorientas de papel. En cierto modo, la decoració n conseguí a que la sala pareciera incluso má s andrajosa. Ravi observó los sillones, cada uno de su padre y de su madre, y las cortinas raí das. Tení a que admitir que el hotel habí a sido un poco decepcionante. Era difí cil creer que aquello fuera a ser el comienzo de un nuevo Imperio britá nico, una empresa global de la vejez. «Tú no lo entiendes —le habí a dicho Pauline—. Para esta gente es encantador. Todas las cosas que tú odias de la India son las cosas que a nosotros nos gustan. Yo estoy en el negocio de las agencias de viajes, se supone que lo sé. En cualquier caso, todo esto les recuerda su hogar». Theresa se sentó en el brazo del sofá. Se quitó una sandalia y se estudió la planta del pie. —¿ Le pasa algo? —preguntó Ravi. —No, está bien. Ya está curado. Theresa tení a las uñ as pintadas de granate. No le combinaban con su vestido rojo, un tanto pilingui, pero el efecto era revitalizador. Aunque de facciones duras, Theresa era una mujer agraciada y con aspecto saludable: pelo lustroso, ojos brillantes. Ravi se preguntó si se estarí a sometiendo a la terapia de recuperació n hormonal. Pauline acababa de empezar con ella, pero su cará cter parecí a má s variable que nunca. No muy efectiva hasta el momento, desde luego. —¿ Conoce usted a un hombre llamado PK? —preguntó Theresa. —¿ PK? —preguntó Ravi. —Al parecer es un importante hombre de negocios de aquí. Conoce a todo el mundo. Ravi negó con la cabeza. —Yo vivo en Dulwich. El carilló n dio la medianoche. Mientras daba las campanadas, Evelyn regresó. Traí a un paquete envuelto en un papel de regalo. —Lo guardé para usted —dijo, dá ndoselo a Pauline. Pauline lo desenvolvió y sacó una larga pieza de tela. —Es un sari —dijo Evelyn—. Un sari de Benaré s, para ocasiones especiales. —Theresa hizo un pequeñ o movimiento pero Evelyn no se dio cuenta—. Su padre la querí a mucho a usted —añ adió. —¿ De verdad? —dijo Pauline jugueteando con la tela. Evelyn asintió. —Hablaba de usted constantemente. Estaba muy contento de que lo hubiera acogido en su casa, allí, en Londres. —Se detuvo—. Significó mucho para é l. Pauline acarició el borde dorado. —Me alegra que pensara en mí —dijo, sonriendo a Evelyn—. Nunca creí que lo hiciera… mucho. Ravi observó el sari. Parecí a un regalo sorprendente para que lo hubiera comprado un anciano. A lo mejor habí a juzgado mal a su suegro: qué poco conocemos lo que se oculta en el corazó n de los demá s. —Así que has tenido cinco mujeres —dijo Theresa. —No estuve casado con dos de ellas —dijo Keith. —Ludmilla y Maureen, ¿ verdad? Keith asintió. —Ludmilla no duró mucho. Era de Vladivostok. —Y Shannon y Jordá n son hijos de Sandra. Volvió a asentir. El asunto en su conjunto era complicado, dolorosamente complicado. Theresa siguió insistiendo, sin embargo, como la lengua vuelve a la llaga. Pensó en los miles de veces que Keith habí a hecho el amor a otras mujeres. «Vive el presente», se dijo. Su Rolex de oro se encontraba, abandonado como si no valiera nada, sobre la mesilla de noche. «Prescinde del pasado». Aquellas tardes en la habitació n del hotel quedaban fuera del tiempo. Se preguntó si é l pensarí a lo mismo. Keith echó un trago de cerveza, se inclinó hacia delante y puso sus labios en los de Theresa. Ella bebió de su boca. «El deseo de poseer cosas es la consecuencia del miedo —decí a Swamiji—. El deseo es una ilusió n». —¿ Qué salí a mal? —preguntó. —¿ Mal? —Parece que has tenido un montó n de relaciones que han acabado mal. —Ay, Dios mí o, aquello sonó como una regañ ina. Keith se encogió de hombros. —Como viene se va. —Esa es una tá ctica evasiva. —No es una tá ctica, cariñ o. Oh, Dios, a lo mejor querí a ver el fú tbol o algo. Theresa siguió adelante de todos modos, no podí a evitarlo. —Parece que tienes algú n que otro problemilla con el compromiso. —Ellas tambié n se estaban follando a otros tí os. Sandra se estaba tirando a su entrenador de gimnasia. «Un alma abierta a Dios está abierta al cambio interior», dijo Swamiji. Keith parecí a seguir aquella enseñ anza al pie de la letra. Y sin embargo el dharma consistí a en aceptar la condició n propia, vivir con ella en completa aceptació n. Theresa sintió vé rtigo. Francamente, cuanto má s estudiaba el hinduismo, menos sabí a. Lo cual, al parecer, era precisamente el objetivo. —Mi problema es que mis padres eran demasiado felices —dijo. —Por el amor de Dios, mujer —y le puso el botellí n de cerveza helada en la barriga. Ella aulló. —Para ti la vida es sencilla, ¿ no? —dijo Theresa. —¿ Sencilla? —Keith apuró su botellí n—. No es sencilla, querida. Es jodidamente diabó lica. Para entonces ya habí a averiguado un poco de su historia. No mucho. «No necesitas saberlo», dijo Keith, misteriosamente. Habí a una gran cantidad de dinero por medio; asuntos de propiedades, o algo así. Theresa sospechó que las drogas tambié n tení an algo que ver. La corrupció n campaba a sus anchas en Bangalore, hasta niveles ministeriales, y Keith habí a localizado el paradero del hombre que le habí a estafado una gran cantidad de dinero y que lo habí a delatado a la policí a. É l habí a cruzado medio mundo para encontrarlo, volando primero hasta Delhi, y luego siguié ndole los pasos hasta Bangalore. El hombre se llamaba PK y tení a relaciones con altas instancias. Sin embargo, estaba resultando un tanto esquivo. —Para serte completamente sincero, querida, estoy al final del camino. —¿ No puedes regresar a Inglaterra? —preguntó Theresa. —Debes de estar bromeando: me detendrí an. —¿ Y qué me dices de tu madre? ¿ No está s preocupado por ella? —Ya te digo. —Keith encendió un cigarrillo. —¿ Me das una calada? Keith se lo pasó. —Le he dejado mensajes —dijo—. Verá s, podrí a ir a Españ a, tengo amigos allí, se ocuparí an de nosotros. Quiero llevarla allí y luego podrí amos quitarnos de la circulació n durante un tiempo. ¡ Qué diferente era todo lo que le contaba, frente a su infancia en Sussex! Theresa intentó imaginarse a su propia madre dando esquinazo a la policí a y yendo a instalarse en la Costa del Sol con una pandilla de tí os engullendo whisky de malta. Intentó imaginarse a sí misma en esas circunstancias. ¿ Ese tipo de gentes encontrarí an de alguna utilidad su capacidad profesional como consejera? Era desconcertante estar con un hombre cuya vida estaba en peligro. Así debió de ser durante la guerra. Keith podrí a salir de su habitació n del hotel en cualquier momento y no regresar nunca. Los sicarios de PK podrí an estar esperá ndolo a la vuelta de la esquina. Eso impregnaba de un aire elegiaco cualquier conversació n trivial. En ese momento, ella era todo lo que Keith tení a. —La mayorí a de la gente con la que trabajo, su mayor problema es un desorden alimenticio —dijo Theresa, y pensó en la gente que deambulaba por las calles adyacentes, cogiendo cosas de la basura. Keith se le puso encima. —Eres una fantá stica confesora, nena. —Es mi trabajo. —Y una folladora tremenda. Ambos se rodearon con los brazos. Cuando se la metió, Theresa gritó. Hací a el amor muy tiernamente, su cuerpo decí a las palabras que ninguno de los dos habí a proferido. Ambos sabí an que eran dos desconocidos y que aquello no durarí a. «Como viene se va». Swamiji podrí a haber dicho algo por el estilo. El sol se habí a ido deslizando por la pared. En el exterior, el muecí n llamaba como un mesonero. «Los caballeros primero, por favor». Estaban en la ducha, enjaboná ndose mutuamente y con un aire solemne. —¿ Qué vas a hacer mañ ana? —preguntó Theresa. Keith se encogió de hombros. Tení a el pelo pegado a la cara. «Te adoro», pensó Theresa. —Ven a la cena de Navidad —le propuso—. No debes estar solo. É l le enjabonó el brazo. —No quiero meterte en problemas, cariñ o. —No creo que un grupo de pensionistas ingleses tengan telé fono directo con la mafia india —contestó Theresa—. Vamos, ven, por favor. A ellos les encantarí a, así podrí as charlar un rato con ellos. Ninguno de sus familiares va a venir, así que dime que sí. É l la lavó con una meticulosidad concentrada, igual que un niñ o lava su primera bicicleta. —¿ Quié n les dirá s que soy? —Mi novio, simplemente. —Theresa se ruborizó —. Si te parece.
6 Por favor, la ú ltima persona en marcharse que tenga la amabilidad de apagar las luces. Cartel colgado en la sala de televisió n,
Ravi estaba preparando la cena de Navidad. Las circunstancias habí an forzado aquella operació n de emergencia; se habí a contratado a un nuevo cocinero, pero no iba a empezar a trabajar hasta la semana siguiente. Con la ayuda del pinche, Ravi habí a estado ocupado toda la mañ ana, cortando, pelando y aderezando el pavo que Minoo habí a comprado en el mercado de Gandhi y que habí a transportado a casa, como si fuera un cliente, en la parte de atrá s de un taxi. Ravi encontraba una profunda satisfacció n en las actividades culinarias. Despué s de las obligaciones que le exigí an sus pacientes, siempre le habí a resultado reparadora aquella actividad, hacer la cena. Las verduras no hablaban. El cuerpo pelado de un pavo no le exigí a nada, salvo ser transformado en comida. Era un hombre creativo, en otra vida habrí a sido un ama de casa chapada a la antigua, pues sus habilidades domé sticas eran superiores a las de Pauline. Conocí a el secreto de las patatas tostadas: escaldarlas, rebozarlas en harina sazonada y meterlas en aceite caliente. Mientras bullí an en el aceite, experimentaba una sensació n que le resultaba poco familiar: alegrí a. —Garam pañ i lao —le dijo a su joven ayudante, Pramod, un joven apá tico que Ravi sospechaba que sufrí a anemia. El muchacho era vegetariano y no podí a soportar las carnes rojas. Dado que no habí a coles de Bruselas disponibles, estaban preparando repollo. El secreto del repollo es escaldarlo en un poco de agua y luego empaparlo en mantequilla, ajo y semillas de alcaravea. El repollo hervido, tal y como habí a señ alado Sonny, huele a residencia de ancianos. —Ocha pañ i —le dijo Ravi al muchacho. Pramod hablaba tamil, pero se entendí an en hindi. Hablá ndolo, Ravi se sentí a como si volviera a ser un joven activo, la versió n má s expresiva de sí mismo, y que hací a mucho tiempo que habí a dejado atrá s. Tení a remangadas las mangas de la camisa, las costuras de las axilas empapadas. Al haberse criado en la India, nunca habí a visto el trabajo fí sico desde una perspectiva romá ntica; ni se le habí a pasado por la imaginació n en ningú n caso que la vida de tantos millones de trabajadores pudiera ser envidiable. En su familia, de hecho, no se pensaba en ellos en absoluto y para nada. Pero ese dí a, mientras cargaba con una cazuela y la colocaba en el quemador, sintió un placer muscular en esas sencillas tareas. Recordó haber pasado junto a una obra en Lewisham y haber oí do silbar a los trabajadores, como si estuvieran contentos. Pauline entró dubitativa en la cocina. Llevaba el sari que su padre le habí a comprado para Navidad… Que hubiera muerto mientras lo compraba era un acto de sorprendente y atí pica generosidad. Ravi sintió una punzada de lá stima por Norman; y por Pauline tambié n, que tení a un aspecto tan raro con aquel sari —las mujeres inglesas nunca sabí an có mo moverse con é l— y cuya piel parecí a mustia por la viveza del color rojo. —¿ Có mo van las cosas ahí fuera? —preguntó Ravi. —Bien. Está n bebiendo los có cteles especiales de Sonny. —Pauline abrió la mano y mostró un montó n de monedas—. Pensé que podrí amos esconderlas en los postres. [13] —Podrí an atragantarse —dijo Ravi—. ¿ Y qué hacemos si alguien se muere atragantado con una rupia? —Menuda manera de entender la vida… —replicó bruscamente Pauline. Ravi se quedó callado. Norman lo habí a llamado «tiquismiquis». En cierta ocasió n se habí a reí do de é l cuando Ravi cogió las instrucciones de seguridad en un tren. Pero Ravi solo lo habí a hecho por tener algo que leer, para que se callara aquel viejo cabró n. Y ahora Norman se habí a muerto. Qué demonios. Si se morí an, se morí an. Los instintos profesionales de Ravi se habí an ido por los conductos de ventilació n, con el vapor de la cocina. Al fin y al cabo, aquello era la India. —Lo siento, cariñ o —dijo Ravi al final—. Adelante. Pauline le lanzó una mirada. Era una mujer grande. Con el sari parecí a un poco como un paquete en su envoltorio, como un desmesurado regalo de Navidad. Se habí a recogido el pelo, de un castañ o rojizo, en una coleta con una pinza; le hací a la mandí bula má s cuadrada. Ravi fue atacado por otra punzada de lá stima. En medio del aturdimiento habí a cierta tranquilidad en ella; una terrible tristeza. —¿ Está s bien? —le preguntó. Menuda bobada. —Es extrañ o —dijo Pauline—. Ahora soy hué rfana. Ya estoy en el principio de la fila. Ravi miró a su mujer. Deberí a acogerla entre sus brazos, pero tení a un cuchillo cebollero en la mano. Siempre parecí a que tení a algo entre manos. A pesar de que Pauline lo necesitara, de lo sencilla que era esa necesidad, su mujer le resultaba tan incomprensible como una mujer a la que acabara de conocer. Ahora que estaban en la India, ¿ se acabarí an separando al final? ¿ O aprenderí an có mo amarse, desde el principio, de nuevo? La cena se iba a servir a las cuatro. Era raro, desde luego, pasar el dí a de Navidad con unas temperaturas superiores a los treinta grados, pero el sentir general era que aquello era preferible a la permanente llovizna que uno tení a que soportar actualmente en Inglaterra… Las Navidades blancas, como tantas otras cosas, eran ya una cosa del pasado. Ademá s, muchos de ellos ya habí an pasado estas fechas en el extranjero antes, en Florida o en Portugal. Segú n Jean Ainslie, ella y Douggy habí an escuchado sus villancicos del King’s College en siete paí ses distintos. De todos modos, seguí a siendo un tanto desconcertante oí r el famoso villancico del «Buen rey Wenceslao» mientras un pá jaro tropical, un miná h, graznaba entre las buganvillas. Algunos de los residentes habí an ido a la iglesia. Otros habí an recibido llamadas telefó nicas de sus familias en Inglaterra; habí a una corriente subterrá nea de rivalidad para ver a quié n se le requerí a con má s frecuencia en el vestí bulo para contestar al telé fono. La espinosa cuestió n de los regalos se habí a resuelto mediante una afortunada argucia organizada por Madge: cada uno contribuí a a la fiesta con un pequeñ o regalo que se sacarí a, al azar, de un recipiente. Ahora todos se encontraban en la veranda, tomando có cteles de ron y zumo de mango. —Está bueno, pero ligeramente viscoso —susurró Evelyn. —¿ Vicioso? —preguntó Douglas. —No. Viscoso. Sospecho que han utilizado zumo de lata. Desde la cocina llegaba el olor a pavo asado —un pavo preparado por el verdadero mé dico indio, no el de las ladillas—. En el comedor, las mesas se habí an colocado juntas para crear el efecto de un banquete. Habí a frutos secos de aperitivo. Habí a adornos en las mesas; los habí an hecho Stella y Hermione con hojas exó ticas atadas con espumilló n. Se habí an dispuesto dos sitios adicionales para dos invitados misteriosos, lo cual habí a constituido una fuente de innumerables especulaciones entre los residentes. El primero era un caballero, el nuevo amigo de Madge. Su relació n con Sonny habí a dado frutos, pues, aunque el desconocido no era un marajá, se rumoreaba que el señ or Algoimpronunciable era un hombre de una riqueza considerable, un viudo dedicado al negocio farmacé utico a quien habí a conocido en un bufé para los de Nestlé. —Nunca es tarde para volver a intentarlo, ¿ eh? —susurró Douglas. —No estoy muy segura de eso —contestó Evelyn—. Una puede tener muchas otras experiencias. Sorprendido, Douglas le preguntó: —¿ Crees que es un buen trato? —No. Hubo un silencio. Se miraron. El otro invitado era un amigo de Theresa. Todo el mundo tení a la impresió n de que serí a uno de aquellos desamparados y descarriados a los que dedicaba su vida profesional. —Está aquí por cosa de negocios —le dijo Evelyn a Muriel—. Su familia está en Inglaterra y está aquí muy solo, el pobrecito. —Tu familia tendrí a que haberse quedado contigo todas las Navidades —dijo Muriel amargamente. —Siento mucho que tu hijo no… —dijo Evelyn. —Deberí a saber de é l hoy. —A lo mejor deberí as avisar a la policí a. A la Interpol o algo parecido. —Nada de policí a. —Muriel se sentó, una figura achaparrada en la silla de mimbre. Habí a una expresió n siniestra en su mirada. Evelyn sospechaba que Muriel sabí a que su hijo no iba a acabar muy bien. Le ofreció un ganchito de queso. A decir verdad, el pensamiento de Evelyn estaba en otras cosas. ¿ Por qué le habí a hablado así a Douglas? Las palabras simplemente habí an salido de su boca. Luego estaba lo del amigo misterioso de Theresa. ¿ Era ese hombre el responsable de la coqueterí a y del amplio escote de su hija? A lo mejor las drogas no tení an ninguna culpa en absoluto. Los dos hombres llegarí an en cualquier momento. Una ojeada y Evelyn estarí a en disposició n de juzgarlos. Las noticias que se tení an de Surinda eran casi igual de emocionantes. En Añ o Nuevo, Minoo iba a contratarla como gerente adjunta para reemplazar a su mujer, quien, segú n los rumores, nunca habí a sido enfermera, sino simplemente ayudante de un callista, un detalle que explicaba su interé s en los pies. Todos adoraban a Surinda, en quien depositaban su instinto protector, sospechando que, a pesar de su furibunda manera de hablar de Rahul, era una romá ntica de corazó n y estaba secretamente enamorada de é l, que estaba tratá ndola un poco como si fuera un juguete. Surinda habí a sido invitada a la cena. En aquel momento estaba en el jardí n, vestida con pantalones y una camiseta de tirantes que no dejaba nada a la imaginació n. Allí estaba plantada, mirando enfurruñ ada su mó vil. —No tengo ni una mierda de cobertura —murmuró, acercá ndose a la mesa de Evelyn. —Sonny sí tiene. —Este sitio es como el tú nel del tiempo, abuelita. —Surinda arrugó la nariz—. Ni siquiera funcionan los mó viles. Evelyn se bajó las gafas. —Por eso nos gusta, querida. Sin la presencia de Norman, habí a un vací o en el ambiente, como si una alarma antirrobos hubiera dejado de sonar. Otras ausencias se sentí an má s palpablemente, porque la Navidad es la é poca má s cruel. Pero habí a que recordar que incluso en Inglaterra podí a echarse de menos a los ausentes. Eithne, sin embargo, habí a regresado para ese dí a. Aunque no era el familiar má s cercano ni la má s querida de nadie, fue recibida como un soldado que regresara del frente. Sentada en una silla de ruedas, a todas luces se veí a que habí a sufrido un coup d’á ge. Habí a sido trasladada a un asilo privado con atenció n mé dica, en la colonia Phase Six, pero todaví a habí a esperanzas de que regresara a Dunroamin por Añ o Nuevo. Graham Turner estaba con Dorothy. Se habí a ido acercando a ella, como un espí ritu insociable se acerca a otro, y a lo largo de las semanas habí an desarrollado una dudosa amistad. Carraspeando, Graham Turner depositó un paquete en manos de Dorothy. —Un pequeñ o regalo navideñ o —dijo. Dorothy desenvolvió un diario: «Historia de Dunroamin». —He estado llevando a cabo algunas indagaciones en la biblioteca del British Council —dijo Graham—. Siempre he estado muy interesado en la historia local. Eso me mantiene ocupado. Asombrada, Dorothy lo miró. —Vamos, adelante… —dijo é l. Dorothy abrió el libro y observó las pá ginas manuscritas. —Santo Dios… —dijo—. La hermana Eileen O’Malley. —¿ La recuerdas? —preguntó Graham—. Era la hermana superior cuando vení as a la escuela, ¿ estoy en lo cierto? —Vieja Mally… —dijo Dorothy—. Bueno, la llamá bamos así porque parecí a una anciana un poco asustadiza. Pero probablemente tení a unos treinta añ os. —Bajó la mirada hacia el final de la hoja—. Ay, Dios mí o, aquí está n mis compañ eros de clase. Dora Hethrington… Monica Cable, mi mejor amiga. Bobby Miles, me acuerdo de é l. Tení a una lenteja metida en la nariz y siempre intentaba sacá rsela. —Se calló —. No he pensado en é l en los ú ltimos sesenta añ os. Setenta. Evelyn se unió a ellos. —Nancy Pringle —dijo Dorothy—. Era una bruta, me hací a llorar. —Habí a una niñ a como esa en mi escuela —dijo Evelyn. Eithne se acercó con la silla de ruedas. —¡ Mira, aquí está tu nombre! —dijo Eithne—. «Dorothy Miller». Dorothy levantó la cabeza. —Nunca podré agradecé rtelo lo suficiente —le dijo a Graham. Su rostro estaba vibrando con la emoció n—. Nunca podré agradecerte… —Se detuvo. «Thanks for the memory». La cantaba Ella, con la banda de Duke Ellington. Graham tení a el CD. Tení a a Dinah Washington cantá ndola, en un elepé. Allí estaba, al sol de la tarde, dando sorbitos a su có ctel y mirando los cabellos grises de Dorothy mientras ella escudriñ aba su libro. Oh, dijimos adió s con un trago Graham pensaba en su cuidadora de Swiss Cottage, en sus cenas solitarias en el restaurante Cosmo: un filete empanado, wiener schnitzel y patatas cocidas, ese era su menú habitual. El restaurante estaba regentado por emigres austrí acos y hací a mucho mucho que se habí a cerrado. Graham pensó en sus Navidades pasadas con la familia de su hermana en Pinner, la soledad y la melancolí a, el doloroso placer del jazz. Y entonces se dio cuenta, con cierta sorpresa: «Soy feliz. Por primera vez en mi vida soy parte de algo, estoy entre compañ eros y, al fin y al cabo, todos estamos en el mismo barco. Soy uno má s». Observó a sus compañ eros residentes, sentados alrededor de las mesas, con chaquetas de punto, con vestidos de flores. Eithne, en su silla de ruedas, llevaba una elegante blusa de color magenta. Jimmy iba de mesa en mesa, rellenando los vasos. Hermione rechazó amablemente el ofrecimiento, cubriendo su vaso con la mano. El sol se colaba entre las hojas de la enredadera que colgaba como un velo sobre la techumbre de la veranda. De repente, el corazó n de Graham sintió un arrebato de amor. Por Dorothy. Por todos. Sonó el gong. Todos se pusieron en pie con dificultad. La cena se habí a retrasado y habí an bebido varios de los excelentes có cteles de Sonny. —Echo de menos a la señ ora Gee-Gee —dijo Muriel—. Cuando una los conoce bien, se da cuenta de que no todos los indios son iguales. Surinda iba con Pauline hacia el saló n. —Hablo inglé s bastante bien, pero su padre utilizaba expresiones que yo no entendí a… —¿ Qué expresiones? —preguntó Pauline. —Como que a los hombres indios les gusta tocar el oboe. Pauline se detuvo en seco. —¿ Decí a eso? —¿ Es lo mismo que un arrancacalzones? Los ojos de Pauline se llenaron de lá grimas. —Viejo tonto… —dijo, con la voz rota—. Oh, de verdad lo echo de menos. —¿ Hablaba de cosas de sexo? Pauline asintió. —Creo que le aterrorizaba. Desde luego, le aterraban las mujeres. Se apartaron para dejar pasar a Eithne. Stella, vestida con una blusa amarilla con chorreras, vení a empujando la silla de ruedas. —¡ Vehí culo con prioridaaad! —exclamó. Ay, Dios mí o, estaba borracha. El invitado de Madge habí a llegado. Era un caballero calvo y mí nimo, ataviado con una tú nica negra de seda. Cuando Madge se inclinaba a susurrarle algo al oí do, el sol arrancaba destellos de su joyerí a. É l se reí a. Su marido, al parecer, tambié n habí a sido bajito, pero ella habí a citado a Tom Cruise como un ejemplo de enano interesante. Se detuvieron en la puerta del saló n comedor, dispuestos a hacer su entrada triunfal; a su lado, el baró metro señ alaba «SSOLEADO». —¿ Dó nde está mi hija? —preguntó Evelyn con inquietud—. ¿ Y su amigo? Se apresuró a bajar por el jardí n hasta las puertas exteriores, aunque no tení a ni idea de por qué esa operació n iba a conseguir que Theresa llegara antes a Dunroamin. Allí estaba el viejo pordiosero, con los zapatos de Minoo. Para é l, supuso Evelyn, aquel dí a particular no era diferente de cualquier otro. Estaba tan hambriento como el dí a anterior, y tan hambriento como estarí a al dí a siguiente. Evelyn rebuscó en su monedero y encontró un billete de cinco rupias. ¿ Cuá nto era en la moneda antigua…, un chelí n y nueve peniques? Un montó n, de hecho, cuando ella era una niñ a. Má s de un mes de paga, exactamente. Puso el billete en su lata. —Feliz Navidad —le dijo. Theresa iba empotrada junto a Keith en el rickshaw. Iban dando bandazos, rozando las paredes salpicadas de rojo con zumo de paan, frente a un edificio del que colgaba un cartel que decí a: «EL TRABAJO DEL GOBIERNO ES EL TRABAJO DE DIOS». Cada vez que se paraba, se calaba el motor. El conductor tení a que girar una y otra vez la llave del contacto hasta que, expulsando una nube de humos contaminantes por el tubo de escape, volví a tosiendo a la vida. —Mi madre estará muerta de curiosidad —dijo Theresa—. Pero muy educadamente. Keith encendió un cigarrillo, su mano iba dando botes mientras presionaba el encendedor. Durante todos aquellos dí as juntos Keith apenas le habí a hecho ninguna pregunta personal. A la larga, sin duda, aquella falta de curiosidad le molestarí a. Ella sospechaba, sin embargo, que no habrí a «larga» ninguna. «Muchas gracias, señ or desconocido, y adió s». —Al menos no tendrá s que conocer a mi hermano —dijo Theresa—. Se ha ido a Goa. Está casado con una odiosa tocapelotas que ha destruido su autoestima, pero es demasiado dé bil para dejarla. Siempre ha sido un cobarde. O a lo mejor solo es un poco perezoso, lo cual viene a ser la misma cosa. ¿ Quié n dijo que el mal nace de la inacció n? —Odio este puto paí s —dijo Keith. Theresa sabí a que estaba deprimido. La Navidad era siempre una mala é poca para sus clientes; de hecho, ella se sentí a culpable cuando los abandonaba en estas fechas. En Navidad uno necesita estar rodeado de aquellos a los que ama. A pesar de la pasió n que habí a entre ellos, Theresa sospechaba que para Keith ella no estaba incluida en esa categorí a. Aunque tení a su pierna apretada contra la de Keith, se sintió repentinamente sola. «¡ Quiero estar con mi mamá! », pensó. Los hombres podí an ir y venir, pero una madre siempre estaba allí. Un poquito má s, al menos. Ravi, flanqueado por los dos camareros ancianos, estaba de pie en la cabecera de la mesa. Estaba trinchando el pavo. Su aparició n habí a sido saludada por un caluroso aplauso. «Esos có cteles verdaderamente me empezaban a gustar», habí a dicho Stella. Habí a má s bebidas esperando en la mesa: cerveza, brandy (una contribució n de los Ainslie) y varias botellas de burdeos franceses que Sonny habí a cargado a su cuenta. La petició n que Sonny habí a planteado en los ú ltimos dí as —querí a estar presente en el banquete de Navidad— habí a sido motivo de cierta confusió n. Desde la muerte de Norman, apenas habí a salido de allí y estaba extrañ amente abatido. Era el dí a de Navidad: ¿ es que no tení a casa? Varias personas apuntaron que habí a perdido peso. Evelyn se sentó junto a dos sitios vací os. A lo mejor su hija estaba en un antro de drogadictos, chutá ndose o haciendo lo que quiera que hagan los drogadictos, en compañ í a de su desconocido corruptor. —Los hijos, aunque sean de mediana edad, siempre son una preocupació n —le dijo a Pauline, que estaba sentada al otro lado de la mesa—. Nadie te lo dice, es uno de esos secretos… —Yo siempre quise tener hijos —dijo Pauline, y tomó un trago de vino—. Tuve un aborto una vez, y ya está. —Oh, querida, lo siento mucho. —Despué s de que pasara eso Ravi y yo pasamos una é poca agitadilla… —Las mejillas de Pauline estaban encendidas—. ¡ Estos malditos saris…! —y lanzó un trozo de tela hacia atrá s, por encima del hombro. Sonny dio unos golpecitos en su vaso y se levantó. Se hizo el silencio. —Queridas damas, amables caballeros —dijo—, por favor, permí tanme darles la bienvenida a sus primeras Navidades en Dunroamin… —Quiero montar un hogar para niñ os aquí —susurró Pauline—, pero ¿ de dó nde saco el dinero? Ademá s, Ravi no está por la labor. —Estoy seguro, amigos mí os —continuó Sonny—, de que todos ustedes se han percatado de la existencia de algunos problemillas iniciales, pero ¿ qué gran aventura no acarrea dificultades? Tengo que agradecerles su amabilidad y paciencia, y quiero informarles a todos ustedes de que tenemos la fortuna de haber contratado los servicios de un nuevo cocinero y una señ orita que actuará como gerente adjunta, los cuales tomará n posesió n de sus cargos la semana que viene. —Sonny se aclaró el gaznate—. Y ahora, adoptemos por unos momentos la gravedad precisa, me gustarí a que levantá ramos nuestras copas por el caballero que ya no estará má s con nosotros. Hubo un murmullo general mientras todos llenaban sus vasos con lo primero que encontraban a mano. —El señ or Norman Purse —dijo Sonny—. Un gran hombre, y mi mejor amigo. Los camareros fueron repartiendo los platos de pavo. Los comensales se quedaron quietos, sin saber si debí an empezar o no. ¿ Iba a seguir hablando Sonny? Sí. —Les admiro enormemente a todos ustedes por su valentí a, porque han demostrado que nunca es demasiado tarde para embarcarse en una nueva experiencia. Mediante la generosidad que han demostrado abriendo sus corazones a la hospitalidad de mi paí s, han demostrado que en el siglo xxi el mundo no tiene fronteras. Como dijo un hombre sabio, ¡ la geografí a es historia! —Sonny se secó la frente—. Tal y como nuestro codirector está encantado de comprobar, todos ustedes rezuman juventud con nuestro sol, pues, como muchos de ustedes han sido tan amables de decir, nuestro paí s les ha hecho revivir de nuevo. —Sí, dí selo a Norman —murmuró Madge. —A lo largo de los siglos, mi paí s ha disfrutado de unos lazos ú nicos con el suyo —continuó Sonny—. Y del mismo modo que su paí s ha recibido a nuestro pueblo, así nosotros queremos hacer lo mismo con ustedes. Confí o en que nuestra modesta aventura sea el principio de un mercado global de exportació n…, pero no ya de algodó n, ¡ sino de gente! —Vaya, ¿ nos van a vender al peso? —Porque la India ha ignorado la revolució n industrial, mis queridos amigos. Ha saltado desde la sociedad de la agricultura directamente a la industria de servicios… —¿ Adonde demonios quiere ir a parar…? —susurró Evelyn. —A lo mejor está borracho —musitó Pauline—. Ha estado bastante raro desde que murió mi padre. —Ademá s, este ha sido un añ o difí cil para mí … —continuó Sonny—, en distintos aspectos que no voy a precisar aquí … —Gracias a Dios —susurró Madge. —¿ Podemos empezar a cenar ya? —dijo entre dientes Olive. —Y me gustarí a comunicarles que tengo la intenció n de abandonar mis otros compromisos y dedicar todas mis energí as a esta empresa, pues aquí, en mi paí s, tenemos la tradició n de reverenciar a los ancianos, respetamos su sabidurí a y su lugar como cabeza de nuestras familias… —¡ Ahí, ahí …! —dijo Douglas. —Nosotros no los abandonamos en asilos con atenció n mé dica ni en las camillas de los hospitales —espetó Sonny—, esos no son los modales de los indios… —No, pero a las niñ as recié n nacidas les poné is una bolsa de plá stico en la cabeza para que se ahoguen —murmuró Theresa, sentá ndose al lado de su madre. —¡ Cariñ o! —exclamó Evelyn—. Gracias a Dios que has llegado. —… y quemá is a vuestras novias para conseguir las dotes, algú n videocasete piojoso. Y obligá is a los niñ os a trabajar. —Theresa se inclinó hacia su madre—. Paso de la India. Este es Keith. Evelyn le estrechó la mano al hombre, acogié ndola má s bien como quien coge un diamante en bruto. Keith tení a los ojos de un azul claro y una nariz de pugilista. —No puede ser usted su madre —susurró. —¿ Ah, no? —Evelyn sintió có mo el calor ascendí a por su cuello. —Sentimos llegar tarde —dijo Theresa—. El rickshaw se averiaba. Keith observó a Evelyn, y levantó las cejas. —Ahora veo a quié n ha salido —dijo. —No sea tonto —dijo con afectació n. Eso fue lo que pareció: una sonrisa con afectació n—. Bienvenido a Bournemouth-in-Bangalore —dijo. [14] Sonny todaví a estaba dando la murga. Nadie parecí a capaz de hacerlo callar. De repente, alguien gritó. Muriel estaba mirando ató nita al otro lado de la sala. —¡ Keith! —gritó, con la voz ahogada—. ¡ KEITH! Stella, que estaba sentada a su lado, le tocó el brazo. —No te alteres, querida, solo es el chico de Theresa… Keith miró asombrado al otro lado de la mesa. —¡ Joder! Empujando hacia atrá s su silla, se puso en pie de un brinco y fue tropezando junto a los comensales. Las cabezas se giraban mientras é l rodeaba la mesa. Jimmy, sujetando una sopera de repollo, estaba bloqueando el camino. Keith lo apartó a un lado como si fuera un perchero. —¡ Mamá! —Abrió los brazos y recibió a Muriel. Sujetá ndola fuerte, la levantó en el aire y dio varias vueltas con ella. Golpearon una estanterí a de bambú. El mueble tembló; varios volú menes de la Enciclopedia Britá nica cayeron al suelo. —¡ Hijo mí o! —gritó Muriel, y estalló en lá grimas. En el exterior ya habí a caí do la noche. La cena parecí a haber durado un montó n de horas. Los residentes, con gorritos de cartó n en la cabeza, aú n permanecí an frente a los restos de la cena: monedas viscosas escupidas, procedentes de los postres de Navidad; envoltorios de pequeñ as porciones de queso… Los quesitos eran la contribució n de Theresa a la fiesta: porciones individuales de queso que habí a comprado en el bazar cerca del aeropuerto. Theresa sospechaba que procedí an de la comida de los aviones, que los recogí a la gente del servicio de limpieza y luego se los vendí an a los de los puestos, pero no se lo dijo a nadie. «¡ Camembert! », exclamaban los comensales. «¡ Cheddar! ». Se guardaron los que sobraron en los bolsos, para luego. Muriel estaba sentada junto a su hijo. La gente se habí a cambiado de sitio para que los dos pudieran estar juntos. Su conmoció n inicial habí a dado paso a una satisfacció n alelada. —Es como si hubieran llegado mis Navidades de repente —dijo. —En la India —dijo Theresa, incliná ndose hacia el otro lado de la mesa—, tarde o temprano uno se topa con la persona que quiere conocer. —¿ Es eso verdad? —No —dijo Theresa—. Pero tampoco es completamente incierto. Muriel le contó a su hijo lo del atraco, lo del robo, y có mo habí a enterrado al gato en su jardí n antes de volver a Peckham, habí a metido en una maleta su vida y se habí a ido a la India para buscarlo. —Es el destino —dijo—. Aquella primera caí da y luego me encuentro con el amable doctor Kapoor… —y le lanzó una mirada brillante a Ravi al otro lado de la mesa—. Incluso tendrí a que darles las gracias a aquellos dos chicos negros, que se llevaron mi bolso, porque ahora estoy aquí y ya nunca volveré a casa, nunca. Y tú tampoco puedes volver a casa, así que ya somos dos. El milagro de aquel sorprendente encuentro habí a conmocionado a todos los presentes. Lo del hijo pró digo y eso… Las hijas, desaparecidas por las exigencias de sus vidas adultas… En cualquier momento, pensaban todos, la puerta se abrirí a y entrarí an sus añ orados familiares, recié n llegados a la India gracias a su magia teletransportadora. Los efectos del alcohol proporcionaban a sus rostros un brillo radiante al estilo Spielberg, como si estuvieran participando en su propia pelí cula, esperando las escenas de reconciliació n y los cré ditos del final. —Las ú ltimas semanas han sido de un ajetreo horroroso —le susurró Madge a su nuevo novio, que se llamaba señ or Desikachar—. Dorothy le dijo a los Ainslie que su hijo era homosexual, el gerente echó de la casa a su mujer, el cocinero se largó, el mé dico se largó, y un viejo borracho que se llamaba Norman se murió en un burdel, pero su hija no lo sabe, y piensa que le estaba comprando un regalo de Navidad. Y eso solo fue el principio. —Yo pensaba que esto era un Hogar de Jubilados… —dijo el señ or Desikachar. —La vida comienza a los setenta —sonrió Madge, deslumbrá ndolo con su carí sima dentadura postiza—. Los setenta son los nuevos curarenta, ¿ sabe usted? —Mirá ndola a usted, señ ora Rheinhart, es fá cil creerlo. Madge le puso la mano en la rodilla. —Llá meme Madge. En el extremo de la mesa, Douglas dio unos golpecitos en su vaso. —Creo que deberí amos brindar por los cocineros. Todos levantaron sus copas hacia Ravi. É l se puso en pie. Despué s de dar las gracias a su ayudante, Pramod, se aclaró la garganta. —Tal y como dijo Sonny, ustedes han demostrado un enorme valor al trasladarse a mi paí s. Má s del que tuve yo al trasladarme al suyo. Pauline carraspeó tí midamente. Estaba sentada al otro extremo de la mesa, con un sombrerito de cartó n en la cabeza. —Se dice que en Inglaterra la vida familiar se ha quebrado —añ adió el doctor—. La gente ya no siente como un deber cuidar de sus padres. Esa es parte de la razó n por la que levantamos esta empresa. He de decirles, sin embargo, que esa tendencia no solo es aplicable a sus compatriotas. Se sentó. Madge se inclinó hacia su vecino, Douglas. —¿ De qué va todo esto? —susurró. —Ni idea —replicó Douglas—. A lo mejor está piripi. —Se ha limitado a tomar refrescos de lima, querido. Ese hombre no bebe. Ah, claro. Era indio. Por mucho que los conocieras, resultaban sencillamente incomprensibles. Madge observó la mano del señ or Desikachar mientras este encendí a un cigarrillo. Llevaba un enorme sello de oro. Guedejas de pelo negro salí an en sus falanges. Estaba tan deseosa de sexo que tení a la garganta seca. «Tendré mi ú ltima aventura», pensó. Arnold querrí a que yo fuera feliz. —Tiene suerte —le dijo a Douglas. —¿ Por qué? —le replicó sorprendido. —No está solo. Douglas miró el paquete de cigarrillos. —¿ Le importa si cojo uno? —preguntó. Sorprendida, Madge le encendió un cigarrillo. Douglas se quedó allí, fumando. Llevaba un jersey amarillo de pico, como Perry Como. Bajo aquel exterior anodino de presunto jugador de golf, sin embargo, Madge notó que algo estaba vibrando. Conocí a a los hombres, sabí a que algo iba a ocurrir. Al otro lado de la mesa, Graham Turner encendió un purito Panatella. Sus mejillas estaban coloradas. Incliná ndose hacia su vecina, Olive Cooke, le dijo: —La gente piensa que solo estamos esperando a morirnos. Pues bien, yo estoy empezando a vivir. Ató nita, Olive jugó con la tira de cartó n de su tubo sorpresa. No habí a explotado. Ella habí a tirado de la banda de cartó n del mismo modo que su cirujano de Hornchurch retiraba sus venas varicosas, porque suponí a que habí a que hacerlo así. Stella apuró su vaso de vino y se puso inestablemente de pie. —Ay, Señ or… —murmuró Madge. —«¡ El tintineo del piano en el piso de al lado…! » —cantó Stella. Graham se unió a ella. —«Aquellas torpes palabras que te decí an lo que mi corazó n sentí aaaa! ». Todos lo miraron, sorprendidos. —«Los columpios de colores del parqueeee…» —cantaron juntos. —«¡ Esas pequeñ as tonterí as me recuerdan a tiiiii! ». Las hermanas de Fife se unieron a la canció n, ligeramente desafinadas. Y lo mismo el señ or Desikachar, que tení a una agradable voz de barí tono. —«El viento de marzo que hace bailar mi corazó n…, el telé fono que suena, pero quié n va a responder…». De pronto, todo se quedó a oscuras. —Oh, oh, un corte de luz —dijo Stella. Minoo le ladró una orden a Jimmy, supuestamente para que fuera a buscar unas velas. Oyeron al viejo camarero tropezá ndose con la silla de ruedas de Eithne mientras salí a del saló n. Eithne profirió una risa chillona. —¡ Qué divertido! Podemos jugar al asesino en la oscuridad. —Conozco otro juego —dijo Keith, dirigié ndose hacia Theresa. —¡ Oh! —gritó Stella. —Lo siento, me he equivocado de persona —dijo Keith. —No importa, siga, siga… —dijo entre risitas Stella—. Era bastante agradable. —Juguemos a las estaciones del metro de Londres —dijo Madge. Su cigarrillo resplandeció en la oscuridad—. Adivinad la ú nica que no tiene ninguna de las letras de la palabra ‘caballa’. —Madge, vaya gilip… —¿ Qué? —La estació n de Dollis Hill. —No, esa tiene i’. —Ya sé —dijo Minoo—. Piensen en la palabra má s ridicula del parsi. A muchos de nosotros nos llaman con el nombre del negocio que… —¡ Picadilly! —No, esa tiene ‘a’ y i’. —Tejedordejerseisdecachemirwallah —dijo Minoo. —Me rindo, Madge. —Abrebotellasdeaguadesodawallah. —Muy bien entonces —dijo Madge—. Si de verdad os rendí s… Es St John’s Wood. Estaban en plena oscuridad, esperando a que volviera la luz. Alguien carraspeó. Dé bilmente, pudieron oí r el tictac del carilló n. Tras unos instantes, una voz dijo: —¿ Creé is que esto es lo que parece? —¿ Qué? —Esto. ¿ Qué creé is que es esto? —Por el amor de Dios, Hermione, ¡ no seas truculenta! Hubo otro silencio. —Ya sé: Moorgate. —El juego ya se acabó, Eithne. —De todos modos, tiene una ‘a’. —Sí. Pauline notó que alguien le quitaba el sombrerito de cartó n. —¿ Está s bien? —preguntó Ravi. Ella asintió. —¿ Y tú? Tal vez é l tambié n asintió; estaba demasiado oscuro como para que cualquiera pudiera asegurarlo. —He estado pensando en lo que dijiste. —¿ En qué? —preguntó Pauline. —En lo de los niñ os —dijo Ravi—. Realmente no quieres hacerlo, ¿ no? Ella asintió. Ravi le acarició el pelo. Dorothy hablaba en la oscuridad. —Habí a una especie de laguna en la parte trasera de nuestra casa. Garcetas, garzas reales… Una vez estuve a punto de ahogarme allí. Solí a tener pesadillas sobre eso. Se quedó callada. En el exterior, la veranda crujió. —Hay alguien ahí —dijo Douglas—. Escuchad. Madge intentó encender su mechero. Iluminada desde abajo, parecí a una calavera. En realidad era una calavera, desde luego; todos lo eran. —¿ Se puede ver quié n es? Oyeron có mo se abrí a la puerta de la veranda. —¿ Mamá? —dijo una voz—. ¿ Hay alguien ahí? Jimmy llegó con unas cuantas velas. Durante un instante, la figura de un hombre se recortó en la puerta. Era Christopher. Luego la brisa apagó las velas y volvieron a quedarse todos en la oscuridad. —¡ Christopher! ¿ Eres tú? —preguntó Evelyn. —¿ Qué ha pasado? —preguntó —. ¿ Por qué está is ahí todos a oscuras? —¿ Por qué has vuelto? —preguntó Evelyn, aterrorizada—. ¿ Habé is tenido un accidente? Alguien prendió una cerilla. Enseguida pudieron ver la mirada desquiciada de Christopher. —¿ Por qué no está s en Goa? —preguntó Evelyn—. ¿ Dó nde está n los otros? —¡ Ay! —se quejó alguien cuando la cerilla le quemó los dedos. La oscuridad los volvió a engullir a todos. —No puedo decirte nada ahora, mamá —dijo Christopher, con la voz temblorosa—. Te lo contaré en otro momento. Todos permanecieron en la oscuridad, esperando. —He dejado a mi mujer —dijo Christopher. Hubo como una admiració n ahogada, como una ola que se retira de una playa pedregosa. —¿ Que has hecho qué? —preguntó Evelyn. —Y a mis hijos. —Su voz era pastosa—. Ayer. El autobú s se fue, y yo me quedé aquí. En la acera, en la puerta del hotel. —¡ Vaya…! —dijo Douglas. —Como aquello de aquella pelí cula… —dijo Madge. —Jack Nicholson —dijo Graham—. Mi vida es mi vida. —Me he enamorado de otra persona —dijo Christopher—. Voy a vivir con ella. —¿ Y entonces Marcia? —preguntó su hermana—. ¿ Y los niñ os? —No me necesitan. De repente se hizo la luz. Christopher estaba allí, desaliñ ado. —No puedes hacer eso sin má s —dijo su madre. —Ya lo sé —dijo—. Pero tení a que hacerlo —y se quedó mirando ató nito toda la sala. Los demá s comprobaron que habí a una maleta en el suelo. Jimmy instintivamente fue a cogerla. Entonces se detuvo, y miró con gesto de interrogació n al gerente. —Dios mí o —dijo Theresa—. ¡ Tú! No me lo puedo creer… —Sié ntate, colega —dijo Douglas—. Necesitas un trago. Christopher no se movió. Llevaba una camisa de color turquesa de manga corta. Tení a corros de sudor en las axilas. —¿ Quié n es la mujer? —preguntó Madge, con curiosidad. —Es la recepcionista del hotel Taj Balmoral —dijo. —¡ Ah! —exclamó Sonny—. ¿ Aisha o Jana? —Aisha —contestó Christopher. —Buena elecció n —asintió Sonny—. Buena chica. Graham Turner se desató la corbata. —No me lo puedo creer —dijo. —¿ Y dó nde está? —preguntó Theresa. —En el jardí n. —¿ Por qué? —Es muy tí mida —dijo Christopher. —Pero yo pensaba que se dedicaba a dar la bienvenida a la gente… Christopher todaví a parecí a incapaz de moverse. Miró a Pauline. —¿ Ese no es el sari que…? —preguntó, un tanto confuso. —No, no lo es —dijo su madre. —¿ … el sari que te regalé? —preguntó Christopher. Pauline frunció el ceñ o. —¿ Qué está usted diciendo? —Nada, es que está un poco aturdido. —Evelyn se volvió hacia su hijo—. Dile a tu amiga que entre, querido. Ahí fuera hace fresco. Christopher se sobresaltó. Dio media vuelta y se dirigió al jardí n. —¡ Aisha! —exclamó —. ¡ Aisha! En lo má s profundo de la oscuridad, un gato maulló. Se quedaron todos quietos, esperando. Eithne dejó escapar una risilla. —Dios me valga. ¡ Y qué hombre tan agradable! Me ayudaba a hacer la madeja de lana. Douglas apuró su vaso de cerveza. —Vaya dí a —dijo—. ¿ Alguien má s tiene algo que decirnos…? —Douggy, ¡ esto es serio! —dijo su mujer—. Este hombre ha abandonado a su familia. Madge comenzó a reí rse con su risa ronca de fumador. —Al menos nadie podrá acusarnos de quedarnos dormidos. —Excepto Dorothy —dijo Pauline—. Ella sí se ha quedado dormida. Todos se volvieron. Dorothy estaba sentada en su silla, con el sombrero de cartó n doblado. Habí a algo raro en el modo en que estaba desplomada sobre la mesa. Ravi murmuró algo. Se oyó un chirrido cuando echó hacia atrá s su silla y se puso en pie rá pidamente.
7 Cuando el Señ or del cuerpo llega, y cuando luego se va y vaga por el espacio, los lleva a todos con é l, como el viento arrebata los perfumes del lugar de los sueñ os. BHAGAVAD GITA
Las cenizas de Dorothy fueron esparcidas por el jardí n de Dunroamin, su Paraí so perdido, donde habí a jugado cuando era niñ a. Adam Ainslie, su protege, habí a venido; y tambié n una sobrina lejana, que tuvo que soportar la observació n de Douglas de que uno tení a que morirse antes de que alguien decidiera visitarte. Te apagas, te apagas, pequeñ a vela, Adam leyó el texto. Douglas estaba profundamente afectado. «¿ Esto es lo que parece? », habí a dicho alguien, durante el corte de luz. El sabí a que debí a de haber sido una muerte apacible, simplemente se habí a quedado dormida cuando se encendieron las luces, pero é l estaba atenazado por el pá nico. —¿ Te encuentras bien, papá? —preguntó Adam. —¡ Perfecto! —dijo Douglas, soná ndose la nariz. —Me siento muy culpable. —Adam se sentó en los escalones de la veranda—. Deberí a haberla ido a ver. En Londres. Siempre estaba tan ocupado, y ahora ya es demasiado tarde. Douglas miró a su esposa. Jean estaba en el cé sped hablando con Evelyn. Le lanzó una mirada a su hijo. Tarde o temprano los tres tendrí an que sentarse y hablar sobre la orientació n sexual de Adam. La sola idea de esa conversació n —en realidad, de cualquier conversació n— conseguí a abatir profundamente a Douglas. «No puedo vivir el resto de mi vida con ella». ¿ De modo que así era como se hací a? Se cruzaba la gasolinera, como Jack Nicholson y se subí a uno a otro vehí culo. El hijo de Evelyn lo habí a hecho. Soplaba un viento frí o. Evelyn se abrigó con su chaqueta, embozá ndose hasta el cuello. Era un gesto instintivo de chiquilla. ¡ Qué frá gil parecí a, como si un viento fuerte pudiera derribarla! —Esto nos ha dejado pasmados —dijo Douglas. Se acordó del avió n, y de có mo habí a inflado el rollizo rectá ngulo de la almohadilla para el cuello y se la habí a pasado a Evelyn. Era como si hubiera querido facilitarle el paso a la otra vida. Era duro viajar sola. Evelyn, arropada en su manta de avió n. Recientemente los dos habí an ido juntos a la tienda de alquiler de ví deos de Khan. En el cruce algunas mujeres esperaban el autobú s —mujeres de pueblo, musulmanas, envueltas de pies a cabeza en sus burkas—. «Ser viejo es como llevar uno de esos burkas», habí a dicho Evelyn. ¿ Le habrí a dicho el marido de Evelyn alguna vez que era preciosa? Parecí a que Hugh era un hombre serio, no muy dado a las tonterí as. Evelyn decí a que adoraba a su spaniel. —Toma, papá. —Adam le pasó un kleenex. Estaba mirá ndolo de un modo raro—. La apreciabas, ¿ no? —¿ A quié n? —A Dorothy. —Ah —dijo Douglas—. Sí. Se estaba poniendo el sol. A esa hora del dí a el jardí n se transformaba en un lugar de una increí ble belleza. Douglas miró a Evelyn, todaví a milagrosamente viva, con su sombra alargá ndose sobre la hierba. Su pelo ya no era gris. A la luz del atardecer, brillaba con un color dorado increí blemente pá lido. Se preguntó si habrí a sido rubia en su juventud. Setenta y cuatro añ os de su vida le resultaban por completo desconocidos, y sin embargo, allí estaba, inconcebiblemente familiar. «Y entonces Adá n cogió la manzana, y la comió ». Douglas no habí a leí do la Biblia desde la catequesis dominical. Fueron expulsados del Jardí n del Edé n, eso sí que lo sabí a. Douglas se levantó, se fue a su habitació n y se tumbó en la cama, con la cara apretada contra la almohada. Má s tarde, cuando Adam y su madre se dispusieron a mantener su breve conversació n, Adam le dijo: —Pobre papá, no puede dejar de llorar. No es muy propio de é l. —No sabí a que apreciaba tanto a Dorothy —dijo Jean. —Está inconsolable. Al dí a siguiente Ravi y Pauline volaron a Delhi para visitar a la familia de Ravi. Ella nunca logró averiguar cuá l habí a sido la razó n de que su marido hubiera lanzado aquel discurso durante aquella extraordinaria cena de Navidad. Algo le habí a afectado profundamente, pero habí a sido incapaz de expresarlo. Aquel dí a Pauline habí a decidido abandonarlo, a lo mejor fue el sentimiento de pé rdida que flotaba en el ambiente… Ahora ya no estaba tan segura. Llegaron al aeropuerto de Delhi, donde habí a que adelantar las manecillas del reloj manualmente hacia el futuro; Pauline pudo ver las rodillas del hombre, allí en cuclillas, tras la esfera del reloj. «¿ Por qué no podemos ser simplemente mamí feros? », pensó. Somos mamí feros. ¿ Por qué no podemos ser simplemente cuerpos calientes en la cama, abrazados el uno al otro? El mundo es demasiado aterrador como para hacerle frente solos. Ravi le tocó el hombro. —Ahí está n —susurró. En la barrera estaba su familia: sus padres, su hermana, sus dos hijos, su tí a Preethi. Ravi les devolvió el saludo con la mano. —Vamos a ello —murmuró, como un crí o de seis añ os. —Ojalá no me lo hubieras dicho, mamá —dijo Keith. —A alguien se lo tení a que decir —dijo Muriel—. Ahora que sabes cuá ndo voy a morirme, ya sabes cuá nto tiempo nos tendremos el uno al otro. —Me produce una sensació n rara —dijo. Los tres estaban dando una vuelta por el jardí n botá nico —Muriel, Keith y Theresa—, aunque ninguno de ellos estaba interesado en las plantas. —No se crea todo ese rollo de las hojas de palmeras y ese lí o. Eso solo genera impotencia —dijo Theresa. —¿ Ya no opinas lo mismo de la India? —dijo Keith. —Quiero irme a casa —dijo Theresa—. Estoy cansada de todo esto de aquí, mis clientes me necesitan, mi madre cuenta ahora con Christopher, aunque Dios sabe qué va a hacer é l aquí. Me refiero a que es corredor de bolsa o algo así. —Hay un montó n de dinero en Bangalore, querida —dijo Keith. Un mono pasó rá pidamente a su lado, llevando a su crí a bajo el brazo, pero ya estaban acostumbrados a los monos. En un par de dí as, Keith y su madre volarí an hacia Españ a. É l llevaba una gorra de bé isbol roja muy calada sobre la frente, y una camisa estampada de piñ as. Ya le parecí a un extrañ o a Theresa. Durante dos semanas habí an sido inseparables pero é l ya estaba regresando al anonimato. El 6 de enero, como Persé fone, serí a tragado por el Inframundo, el soleado Inframundo de la Costa del Sol, donde se irí a a vivir, de un modo incomprensiblemente sospechoso. «Te recordaré toda mi vida —querí a decirle Theresa—. Te quiero. Pero no en el sentido en que Swamiji escribió en sus Ocho ví as hacia la iluminació n. No hay nada có smico en mi amor; simplemente es demasiado personal. Adoro tus brazos y tu piel y tu olor. Adoro que esté s dentro de mí. Adoro las cosquillas de tus pestañ as en mi piel cuando parpadeas y có mo me haces reí r. Y esas pequeñ as tonterí as». Al dí a siguiente, Sonny se encontraba en el Gymkhana Club tomando un whisky con Keith. —Yo no soy un pez gordo, amigo mí o —decí a Sonny—. Ese maderchod de PK es demasiado gordo para ti y para mí. —¿ Qué significa maderchod, colega? —Hijo de puta. Sonny apuró su vaso y chasqueó los dedos solicitando má s bebida. —Voy a cortar por lo sano y a largarme de aquí —dijo Keith. —Tengo que decirte algo. —Sonny bajó la voz—. Hice una cosa horrible y voy a pagarlo en mi pró xima vida. La venganza no es dulce, amigo mí o. Es una pí ldora difí cil de tragar. —¿ Y qué hiciste? —Fui yo quien se cargó al sahib Norman. —Murió en plena faena, ¿ no? —dijo Keith, encendiendo un cigarrillo—. Eso es lo que dicen. Menudo cabró n con suerte. —Murió en brazos de una hijra. —¿ Una qué? —Un eunuco. Keith se tapó la boca con la mano. —¡ No es gracioso! —protestó Sonny—. ¿ Có mo podré perdoná rmelo? Se lo compensaré a esos ancianos ingleses, he decidido dedicarme en cuerpo y alma a su bienestar, pero ¿ có mo puedo ayudar a su pobre hija, tan triste y tan pá lida? Llegaron las bebidas. Keith sacó los cubitos de hielo de su vaso y los dejó en el cenicero. Sonny pronunciaba su discurso sin esperar respuesta alguna. Simplemente estaba hablando en voz alta en compañ í a de su nuevo confidente, que podí a comprender el lí o en el que se encontraba, dado que el propio sahib Keith estaba en un lí o. Y uno mucho peor, sospechaba Sonny, porque al menos é l nunca habí a estado metido en los negocios de drogas de la organizació n de PK. Keith Donnelly, suponí a, sabí a má s de todo aquello de lo que estaba dispuesto a comentar. Sonny, de todos modos, no tení a mucho interé s en saberlo, porque las cosas ya se habí an puesto suficientemente feas. No he visto nada, no sé nada. —¿ Có mo podrí a ayudar yo a esa pobre mujer —dijo Sonny— que dentro de tres dí as volará con las cenizas de su padre como ú nico consuelo? —¿ De veras quieres ayudarla? —Keith lo miró fijamente. Sonny asintió. ¡ Qué sencillo era todo en la infancia, yendo siempre de rodillas en rodillas! Los labios de su madre contra sus mejillas, el olor de su perfume. Si al menos pudiera rebobinar su ví deo y volver a ser un niñ o otra vez, adorado y querido simplemente por ser un niñ o… Keith sonrió. —Tengo una idea —dijo. Era tarde. Douglas estaba en las puertas de Dunroamin, mirando hacia el cruce. Aquel cruce ofrecí a cuatro posibilidades: el aeropuerto, la ciudad, el distrito de oficinas y el casco viejo. Habí a llegado el momento de tomar una decisió n. Tení a el crá neo agarrotado. A su lado, el cigarrillo del portero refulgió. Douglas habí a dejado de fumar en 1986, pero en esos momentos necesitaba uno. A la luz de las farolas, el pordiosero sin piernas estaba en su carrito. Evelyn decí a que ella solo le daba a dos mendigos, una tení a que tomar una decisió n en esos temas. Ella le daba al mendigo sin piernas, porque, aunque era joven, estaba invá lido. Y le daba tambié n a un mendigo mayor por un sentimiento de solidaridad. Sus circunstancias no tení an nada que ver, pero ella decí a que vení an a ser la misma cosa. Douglas pensó en los cuarenta y ocho añ os que habí a estado tendido al lado de su mujer. Dorothy habí a soñ ado con los bú falos de agua en el rí o que habí a en la parte de atrá s de su casa, un paisaje que ahora se habí a convertido en el cé sped de una empresa multinacional. Tendido al lado del cuerpo encamisonado de su mujer, Douglas tambié n habí a soñ ado. Los añ os que habí a pasado con su mujer se habí an difuminado como si no hubieran existido nunca. Era jodidamente aterrador. Emocionantí simo tambié n. ¿ Qué era real en esta vida? ¿ Qué habí a aprovechado de todos aquellos añ os de ser abogado y marido, y de criar muchachos y de sus caminatas por Dartmoor? Tras é l, en la oscuridad, los grillos chirriaban enloquecidos. A lo mejor eran tres ranas, nunca lo habí a averiguado. No sabí a nada salvo que se pasarí an toda la noche cantando y los mendigos seguirí an esperando. ¿ Có mo podí a atreverse a causar tal sufrimiento cuando tarde o temprano todos morirí an? ¿ Podí a aquel monumental egoí smo justificarse incluso en la juventud o por la despreocupació n? Christopher, el hijo de Evelyn, era un completo malvado, huyendo con una señ orita india y dejando a sus hijos hué rfanos de padre. Y é l estaba en la misma situació n, pero con setenta y un añ os. «Capullito de rosa, el viento de junio es cá lido y suave». Por un instante Douglas pensó que era un disco. Pero la voz estaba completamente desafinada. «No esperes mucho y no tardes demasiado…» A lo mejor era Hermione. Sus nietos habí an venido a visitarla. Les habí a dicho que estaba escribiendo sus memorias, una afirmació n que en el seno familiar habí a sido recibida con una educada indiferencia. Al dí a siguiente iban a llegar má s familiares, y otros se iban a marchar: su propio hijo, con el retrato de Dorothy que habí a pintado Howard Hodgkin y que se lo habí a cedido en su testamento; Pauline y Ravi, con las cenizas de su padre. Theresa tambié n volaba de regreso a Inglaterra, y Keith se iba a llevar a su madre para empezar una nueva vida en Españ a. «El amor solo llega una vez, y aun así, tal vez, llega demasiado tarde». Douglas creyó oí r una especie de aplauso. Pensó: «Ojalá hubiera aprendido a tocar el piano». «Nunca es demasiado tarde». Madge se iba a casar en marzo. Se iba a trasladar a Nueva York con su pequeñ o y alegre millonario. Cualquier cosa era posible. El corazó n de Douglas tamborileaba como el de un adolescente. Se metió en el hotel. El calendario todaví a mostraba los cachorritos del añ o anterior, aunque ya estaban a cinco de enero. En el mostrador habí a un cenicero, con una colilla manchada con carmí n escarlata. Era de Madge. Ya no pasaba las noches en el hotel, porque se habí a trasladado a casa del señ or Desikachar, «Hasta luego, cocodrilo», y volví a a aparecer a la hora de la comida del dí a siguiente. Parecí a que habí a algo profundamente inmoral en todo aquello. «Espera un momentito, cocodrilo…». Allí de pie, en el vestí bulo solitario, Douglas tomó una decisió n. Theresa se entregó a su lasañ a vegetariana. Siempre tení a hambre en los aviones. Al lado vení a una porció n de queso cheddar envasado y dos galletas. Miró el queso. ¡ Có mo lo habí a agradecido la gente mayor que habí a dejado en Bangalore! Pensó: «He comido carne. He bebido cerveza de la boca de mi amante. Apenas puedo reconocer a la persona que cogió un avió n hacia la India hace dos meses. No tuve ninguna bronca con mi madre, la conversació n que tení a intenció n de mantener con ella durante todos estos añ os en cierto sentido se ha convertido en algo irrelevante. Si habí a algo que perdonar, se lo he perdonado. No necesito que Swamiji me diga nada, lo he averiguado todo yo sola. Mi madre es de otra generació n, no tiene vocabulario para mis frustraciones. Ella y sus amigos de Dunroamin son los ú ltimos de una generació n. Sus recuerdos son de un mundo que ya es historia: un mundo donde a los niñ os se les veí a pero no se les escuchaba, donde los hombres cuidaban de las mujeres. Donde las mujeres cuidaban de sus hombres. Los testigos de ese mundo está n desapareciendo uno tras otro. Arnold, el marido de Madge, habí a sobrevivido a Auschwitz. Su mundo era un mundo de tragedias y certezas que han desaparecido para siempre». La azafata pasó con el carrito a su lado. —¿ Me da una de esas? —preguntó Theresa. Cogió la pequeñ a botella, giró el tapó n y vertió el vino en su vaso. Mientras lo hací a, pensaba: «Las personas como yo no seremos viejas como ellos. Tendremos que amoldarnos a las circunstancias a medida que avanza el tiempo». Luego pensó: «A lo mejor, a pesar de las permanentes y los cardados, eso es lo que han estado haciendo ellas tambié n». Theresa acabó la lasañ a y rasgó el envoltorio del queso. Miró el rectá ngulo amarillo de cheddar. Para ser sinceros, se estaba atiborrando de queso, queso y má s queso. No era de extrañ ar que estuviera engordando. «No está s gorda, está s estupenda». Theresa apuró su vaso de vino. Cenando los ojos, pensó: «¿ De qué va todo esto? ¿ De qué va todo esto? ». Christopher regresó a casa un mes despué s. Marcia voló a Bangalore, se presentó en su piso alquilado y se lo llevó. Fue má s fá cil de lo que ambos habí an imaginado, como si fuera una ostra que hubiera regresado a su concha. Para su sorpresa, Marcia fue muy compasiva, casi tierna. —Cariñ o, ahí es donde deberí an quedarse las fantasí as. En la cabeza —y se sentó en la cama mientras é l hací a la maleta—. ¿ Qué otra cosa podrí amos hacer con los sueñ os? Cré eme, lo sé. Marcia se habí a hecho algo en el pelo. En el aeropuerto, por la pura fuerza de voluntad, Marcia consiguió que se les asignaran dos asientos en clase business. Christopher estaba abatido. Las ú ltimas semanas brillaron y desaparecieron. —Esa historia no es la tuya —dijo Marcia—. Nosotros somos tu historia. Oh, era doloroso. Pero en retrospectiva Christopher sabí a que el sufrimiento que habí a infligido y experimentado podí a verlo desde fuera, como siempre. Realmente nada habí a cambiado. Habí a sido un hombre observá ndose a sí mismo mientras se embarcaba en una aventura emocionante e impulsiva, un hombre que se hací a pasar por é l. Estaba en el balcó n de su piso. Abajo, en la calle 82, el trá fico se detení a y avanzaba segú n ordenaban los semá foros, una y otra vez, una y otra vez. A medida que avanzaba el invierno la luz del sol iba descendiendo en el edificio de enfrente. Marcia le trajo un vaso de Chablis. —Qué crí o má s tonto has sido —le dijo con cariñ o—. Un crí o tonto, tonto. Y le acarició el pelo cada vez má s escaso.
8 Los eunucos en Nueva Delhi está n ayudando a los clientes de las compañ í as telefó nicas: llevan sus quejas directamente a las oficinas de las compañ í as telefó nicas, donde provocan sentadas e incluso amenazan con exponerse a no ser que se solventen los fallos. Los usuarios han reconocido una notable mejorí a en los servicios desde que comenzó la campañ a. «La eficiencia de los empleados ha mejorado mucho y los errores a menudo se rectifican sin que sea necesaria ninguna actuació n —dice un representante de una compañ í a telefó nica—. Al final el que sale ganando es el cliente». The Guardian, 13 de febrero de 2003
A finales de enero Ravi y Pauline fueron en coche a High Wycombe, donde se habí a criado ella. En su regazo llevaba una bolsa de Safeways; dentro, un cofrecillo con los restos de su padre. Tení an pensado esparcir sus cenizas, no en el Ganges, sino en un rí o má s pequeñ o, en un hayedo donde Norman solí a pasear, hací a muchos añ os. Aparcaron el coche y avanzaron por el bosque. Pauline recordaba el camino, aunque habí a cambiado un poco, como si lo hubiera soñ ado… Los á rboles habí an crecido y eran má s altos, y un nuevo claro se habí a abierto donde antañ o habí a habido unos zarzales. Una señ al rú stica le informó entonces de que estaba siguiendo el Sendero Chilterns Heritage. A su padre le gustaba caminar con un bastó n, dando machetazos a las ortigas, caminando delante, de modo que ella y su madre tení an que salir corriendo para ponerse a salvo. El camino descendí a hacia el agua. Ravi la cogió de la mano para ayudarla a bajar. Era un dí a muy ventoso; el viento le pegaba el pelo contra la cara. Ambos se sentí an curiosamente emocionados. —¿ Y si sale volando en la direcció n equivocada? —preguntó —. ¿ Y si sale volando y nos da en la cara? —En ese caso, yo dirí a que estoy de tu padre «hasta la coronilla». Pauline se echó a reí r. Habí a una nueva complicidad entre ellos esos dí as. A lo mejor era la consecuencia de la muerte de su padre. Pauline sospechaba, sin embargo, que era algo má s complejo que eso, —tení a má s que ver con la familia de Ravi que con la suya—, pero no le apetecí a preguntar la razó n por si acaso se rompí a la racha. Incluso habí an hecho el amor en casa de los padres de Ravi en Delhi… antes de cenar; de hecho, con la gente charlando en el pasillo, fuera de la habitació n. Despué s se habí an mirado a los ojos durante la comida y el padre de Ravi habí a dicho: «¿ Cuá l es el chiste? ¿ Podemos enterarnos nosotros? ». Descendieron por el camino, agarrá ndose a los á rboles de los lados. Las raí ces sobresalí an de la tierra. Má s adelante Pauline recordó aquel descenso, cada paso que dio. Estaba pensando en los espinos del solar que habí a detrá s de Dunroamin, el paisaje transformado del pasado de Dorothy, y có mo finalmente Dorothy habí a encontrado la paz allí. Estaba pensando en su propio sueñ o para su transformació n, un plan que Ravi ahora apoyaba, pero que, en el gé lido frí o del invierno inglé s, parecí a ridiculamente improbable. Abajo, el agua centelleaba. Aquel era el momento de su padre, debí a concentrarse en é l, pero estaba pensando en có mo podrí a encontrar un pedazo de terreno en Bangalore y si Sonny podrí a ayudarla, echando mano de sus contactos. Sonny habí a estado curiosamente muy atento con ella antes de partir, una cosa un poco rara teniendo en cuenta su cará cter. Se habí a hecho cargo de la organizació n del funeral e incluso le habí a sacado la urna gratis a los de la funeraria. Al final llegaron al rí o. En algú n sitio de por allí —no podí a estar segura de ello en ese momento— los tres habí an estado de merienda una vez. —Papá habí a traí do de Zimbabwe un poco de biltong, una especie de carne seca…, a lo mejor todaví a era Rhodesia por aquel entonces…, y estaba tan dura como el cuero. Bueno, era cuero. Pauline recordaba a su madre sentada en la manta, levantá ndose la falda por encima de las rodillas para que le diera el sol en las piernas. A veces habí an sido felices, ¿ no? Los placeres de su madre habí an sido siempre muy modestos. Su padre habí a hecho unas fotos, pero se habí an destruido cuando se quemó su Pauline se agachó y sacó la urna. Era sorprendentemente pesada, pero la verdad es que uno no sabí a en realidad qué se podí a esperar al respecto, ¿ no? Con una uñ a levantó la cinta adhesiva. —¿ Está s bien? —preguntó Ravi. Ella asintió. Retiró la cinta, la arrugó y se la metió en un bolsillo de su chaqueta. En todo aquello parecí a como si faltara algo. ¿ Deberí an cantar un salmo o algo…? Se hizo un silencio. Se miraron el uno al otro, y luego desenroscó la tapa. En el interior, empaquetadas y embutidas, habí a bolsas de plá stico con polvo blanco. Pauline se quedó mirá ndolas. Por un momento pensó que aquel debí a de ser el modo indio de hacer las cosas. Luego las volvió a mirar. —Esto no son cenizas… —dijo. Ravi sacó una de las bolsas. —Santo Dios… —dijo—. ¿ Es lo que estoy pensando que es? Pocos dí as despué s llegó otra urna de la India. Contení a las cenizas de su padre. Vení a con un trozo de papel con una direcció n en Hackney donde podrí a venderse el polvo blanco. Estaba firmado como El Culpable. ¿ Qué culpable? La imagen de Keith se le pasó a Pauline por la cabeza. Preferí a sospechar de é l má s que de Sonny, porque lo habí a conocido muy poco. Con una persona casi totalmente desconocida todo es posible. Pero ¿ por qué alguien les habí a hecho eso a ellos? ¿ Y de qué era culpable? Ni ella ni Ravi podí an dar respuesta a aquellas preguntas. Enterraron las bolsas en su jardí n, en Dulwich. Transcurrieron los meses. Por supuesto resultaba extrañ o saber que las bolsas estaban allí, pero no era má s extrañ o, pensaba Pauline, que su existencia en este mundo, comiendo Pringles y cepillá ndose el pelo. No má s extrañ o que dos personas esforzá ndose en pasar su vida juntos. Puede que Ravi y ella acabaran separá ndose. Encontrarí an nuevas vidas con las ganancias de la venta de drogas. Ella construirí a un hogar para niñ os perdidos en Bangalore, fundado con el dinero de la heroí na. ¿ Ah, sí? Las bolsas se quedaron allí. Llamé moslo rectitud moral, o cobardí a. Pero allí, en el parterre de flores, quedaron enterradas todas las posibilidades. Tal vez ella y Ravi acabarí an olvidá ndose de ellas. A lo mejor alguna vez, en el futuro, un zorro las sacarí a de allí y se levantarí an una mañ ana y pensarí an que habí a nevado. El monzó n habí a venido y como vino se fue. En Dunroamin la niebla matutina se disipó. Una abubilla, como el cuco de juguete de un reloj, picoteaba la hierba. El rocí o plateaba las telarañ as que cubrí an las buganvillas. Los residentes no tardarí an en levantarse. A lo largo de los ú ltimos meses se habí an producido algunos cambios. Varios residentes, por una razó n u otra, habí an regresado a Inglaterra. Jean Ainslie se habí a ido a vivir a Surrey, con su hija, Habí an llegado otros invitados. En el interior del edificio, una radio hizo sonar el despertador. En el exterior, ignorando la hora tempranera de levantarse, un mendigo seguí a allí tirado, durmiendo. Llevaba los zapatos de Bata, con piel de pukka, de la mejor calidad, pero ya un poco estropeados. Ya no era el mendigo mayor, sin embargo, el que estaba allí. Se habí an llevado su cuerpo algunas semanas antes. El nuevo propietario de los zapatos era bastante má s joven. En la India nada se desperdicia. Pasó otro añ o…, el calor, el monzó n, los cá lidos amaneceres invernales. En su estudio, Vinod, el hombre que habí a grabado los ví deos promocionales para Sonny, estaba retocando una foto. Le quitó el capuchó n al pincel y lo presionó contra su dedo. Lo empapó en un vasito de lató n. Fuera, el trá fico hací a un ruido de mil demonios en la carretera del aeropuerto. Cada añ o lo del trá fico era peor. Pronto iban a demoler aquel edificio con el fin de dejar sitio para un complejo de apartamentos de lujo. Ya habí an colocado la valla publicitaria. «A dos kiló metros del aeropuerto, y a siete kiló metros del centro de Bangalore, Embassy Heights ofrece buen gusto, seguridad y una calidad de diseñ o sin parangó n». Los restantes negocios de la planta ya estaban desalojando sus oficinas. Vinod pronto se verí a en la necesidad de encontrar un nuevo estudio fotográ fico. Ademá s, se le estaba moviendo un diente. Sin embargo, era demasiado cobarde como para ir a visitar al dentista chino, el señ or Liu, que sin duda insistirí a en quitá rselo. Vinod se habí a comprado un folleto titulado Pensamiento positivo en la papelerí a del otro lado de la calle. Sugerí a ejercicios para superar con é xito el dolor fí sico así como el estré s mental de la vida diaria. Hasta entonces, a pesar de los repetidos esfuerzos, no habí a notado ninguna mejorí a. En algunas ocasiones, sin embargo, habí a logrado alcanzar la fuerza para levantar el á nimo. La reciente boda del señ or Douglas Ainslie y la señ ora Evelyn Greenslade le habí a proporcionado una de esas ocasiones. Que la felicidad pudiera encontrarse a una edad tan avanzada le habí a proporcionado cierto á nimo, simplemente por la promesa de que semejante posibilidad pudiera darse. El pincel de Vinod era negro, y tan fino que apenas podí a verlo sin gafas. Con la cabeza inclinada, examinó la fotografí a. Era en mate, y por tanto podí a absorber humedad. Era un truco que habí a aprendido; sin embargo, tení a que pasar el pincel por la banda adhesiva de un sobre antes de empezar. Eso garantizarí a que la pintura se adhiriera a la superficie. Empapó el pincel en carmí n rojo. Luego lo mezcló con un poco de pigmento ocre. Tambié n un poco de gris. Luego empezó a trabajar en las mejillas…, solo un rubor, apenas una insinuació n de rosa. Lo hizo con sumo cuidado, como si estuviera personalmente acariciando la piel de la señ ora. Despué s oscureció el pigmento para los labios. Aclaró luego el pincel y empezó a trabajar con el caballero; primero trazó la lí nea de sus labios, y a continuació n los rellenó. El señ or Ainslie estaba rié ndose, enseñ ando los dientes que Vinod ya habí a blanqueado. En el exterior una sirena aulló. Sin duda era un personaje importante de camino al aeropuerto: el ministro tal vez, con una imponente escolta policial. Cada dí a miles de personas pasaban a toda pastilla por aquella carretera, para elevarse luego en el aire y volar hasta el otro lado del mundo. Los propios hijos de Vinod, que una vez se habí an colocado delante de la cá mara, nerviosos e inquietos con sus uniformes escolares, hací a mucho tiempo que ya se habí an ido. En el estudio, sin embargo, nada se moví a salvo la mano de Vinod. Transcurrió media hora. Mientras pintaba, Vinod pensó en su propio matrimonio. Allí, en la fotografí a, estaba la prueba de que una cierta forma de reencarnació n era posible en esta misma vida, má s que en la siguiente. Para conseguirlo, sin embargo, se precisaba cierta cantidad de crueldad. Y era una cualidad de la que precisamente é l carecí a. No obstante, a juzgar por las apariencias —uno de los requisitos de su trabajo—, aquellos recié n casados sí que la poseí an. Parecí an los seres má s dulces y amables. Transcurrió otra hora. Al final Vinod aclaró el pincel, lo secó y lo dejó sobre la mesa. Ya está. Shabash. Le habí a quitado un montó n de añ os. Se necesitaba cierta habilidad artí stica para restaurar los estragos del tiempo. Con modesto orgullo, Vinod observó la fotografí a de la novia y el novio, sentados el uno junto al otro delante del descolorido papel pintado del saló n en Dunroamin. A su manera, humilde y mí nima, era un pequeñ o milagro. Con aquellas mejillas ruborizadas y sus labios rosados, la pareja de ancianos parecí an bastante jó venes otra vez.
NOTAS [1] El clavel de la India o maravilla es en inglé s 'marigold' que da nombre al hotel. (N. del T. ) [2] Isabel Bowcs-Lyon, madre de la reina Isabel II, conocida como la Reina Madre, falleció el 30 de marzo de 2002. (N. del T. ) [3] El cartel «Only two schoolchildren at a time», hoy apenas utilizado, se empleaba antiguamente en los kioscos para evitar el colapso de las pequeñ as tiendas c impedir los posibles robos de golosinas. (N. del T. ) [4] ‘Whiting’ es ‘pescadilla’. (N. del T. ) [5] Los mali son una comunidad hindú cuyos miembros habitualmcntc se dedican a la jardinerí a. El dhoti, que se menciona a continuació n, es una especie de parco que se anuda a la cintura. (N. del T. ) [6] Colchestcr, en Essex. (N. del T. ) [7] Se trata de un juego de palabras intraducibie: 'Cowasjee' o 'cow as jee' es tanto vaca como potrilla. Muriel prefiere llamarla 'gee-gee' (potrilla) en vez de vaca (cow). (N. del T. ) [8] La joven india confunde Enfield con Anfield, que es un barrio de Liverpool, y el nombre del estadio de fú tbol má s popular de la ciudad de los Beatles. (N. del T. ) [9] Rosemary y Fred West fueron unos famosos asesinos en serie de los añ os setenta, cuyos crí menes (doce jó venes y niñ as) siempre estuvieron relacionados con sus perversiones sexuales. (N. del T. ) [10] Las marcas y los arañ azos que aparecen como rasgos distintivos en los manuales sexuales orientales son indicativos comunes de la pasió n, y tienen su metodologí a y significado. (N. del T. ) [11] Milton Kcyncs es una de las «nuevas ciudades» industriales y tecnoló gicas que se crearon en Inglaterra en los añ os sesenta. (N. del T. ) [12] La caó tica conversació n mezcla a Pctcr Sellers con Norman Purse. El actor Pctcr Sellcrs tambié n murió de un ataque al corazó n: estuvo casado en cuatro ocasiones, y tres (y no una) de sus mujeres eran actrices. Britt Ekland, que se cita posteriormente, fue su segunda mujer. Pctcr Sellcrs no tení a una hija (como Norman), sino dos. La fama de «casanova» de Scllcrs fomentó la idea de que sus problemas cardí acos y su muerte habí an estado relacionados con la abundancia de prá cticas sexuales. (N. del T. ) [13] Es una costumbre tradicional britá nica: se esconden monedas «de la suerte» en el pudin navideñ o o en los pasteles. (N. del T. ) [14] Bournemouth es una localidad britá nica, costera y turí stica, destino de muchos jubilados en los meses de invierno. (N. del T. )
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