Хелпикс

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 TERCERA PARTE 1 страница



 1

Aparta el Velo de tu Corazó n y observa al Amado ocupando tu interior. Cierra tus Oí dos al Exterior y escucha el Sonido Có smico adentrá ndose en tu interior.

MIRA, poeta santo de Rajastá n

 

—Cuando menean la cabeza, Evelyn, no quieren decir ‘no’, quieren decir ‘sí ’.

—Bueno, no exactamente… —dijo su marido—. Quieren decir: «Sí, si eso es lo que quieres que sea».

—No compliques las cosas, Douggy. La está s confundiendo. —Jean se volvió a Evelyn, asomá ndose al pasillo—. Desde luego una ve eso en las tiendas y en otros sitios, en Inglaterra, pero en la India es como una especie de costumbre sintomá tica de todo el subcontinente, de su filosofí a…, de su propia pertenencia a la India. —Se recostó en su asiento para dejar pasar a un pasajero. La cena habí a acabado y la gente estaba intentando ir al lavabo. Hací an cola, haciendo partí cipe a todo el mundo de sus necesidades. Jean Ainslie se inclinó otra vez—. Es una aceptació n del karma.

—Má s un fuerte sentido de la hospitalidad —dijo Douglas—. Agradar a las personas que visitan su paí s…

—Uno no puede preguntar una cosa directamente, como cuá nto tiempo le va a llevar a uno hacer alguna cosa —dijo Jean—. Te llevará tanto tiempo como tú quieras que te lleve…

—Y si montas un escá ndalo, solo conseguirá s que empeore la cosa… —Douglas gritó por encima de la cabeza de su mujer. Estaba sentado un asiento má s allá —. Lo ú nico que puedes hacer es llevarles la corriente…

—Eso ya lo llevamos aprendido, ¿ verdad, querido?

—Lo aprendimos en nuestro primer viaje…

—Senderismo en el Himalaya…, una experiencia maravillosa, ¿ verdad, Douggy?

—Maravillosa.

—Extraordinaria.

La compañ í a encargada de la residencia habí a puesto a Evelyn con los Ainslie; esa era su polí tica, al parecer: arreglar las cosas para que la gente viajara en el mismo vuelo si habí a la má s mí nima posibilidad. Evelyn se sintió aliviada de haber hecho amigos tan pronto, y con una pareja tan agradable. Los Ainslie eran obviamente viajeros veteranos; parecí an haber estado en todas partes. ¡ Qué pareja tan indomable! Incluso con sesenta añ os habí an estado recorriendo Europa en su caravana. En comparació n, la vida de Evelyn parecí a escasa y ridicula.

—En otra visita, hicimos el Triá ngulo de Oro —dijo Douglas—. Delhi, Agrá, Jaipur…

—Llegamos incluso a Jaisalmer —dijo su esposa—. Eso fue cuando nadie iba allí …

—Lejí simos, en el desierto del Tar…

—Claro, ahora está lleno de autobuses de turistas, pero entonces era un sitio absolutamente extraordinario, ¿ verdad, Doug?

—Fantá stico —y miró de soslayo a Evelyn—. Bueno, uno solo tiene una vida, ¿ no?

Evelyn estuvo a punto de replicarle que al parecer en la India eso no era exactamente así, pero no pudo recordar los detalles de la conversació n con Beverley. En ese momento le pareció tan ridí culo que solo conseguirí a quedar como una tonta.

—Un par de vagabundos, eso es lo que somos —dijo Jean.

De repente Evelyn echó de menos a Hugh tan poderosamente que casi se quedó sin respiració n. El rostro sonriente de Hugh, aquel espantoso jersey viejo que se negaba a tirar, la piel de Hugh curtida por el viento cuando salí an del puerto de Chichester. «¿ Lista, nena? ». Evelyn se agachaba cuando la botavara giraba y pasaba por encima de su cabeza. El llamaba «nena» tanto a Evelyn como a su barca (la Marie-Louise), y con el mismo irritante cariñ o. Ella y Hugh tambié n habí an sido vagabundos, a su modo, aferrá ndose juntos a este mundo descabellado, con sus hijos convirtié ndose en extrañ os.

—Lo ú nico que se necesita es abrir la mente —dijo Jean.

—Y un estó mago de acero —dijo Douglas.

Esta era, desde luego, una de las mayores preocupaciones de Evelyn. ¿ Qué pasarí a si caí a enferma de disenterí a o hepatitis? ¿ O tifus, incluso? En el folleto vení an algunas indicaciones relativas a la salud —siempre comer la fruta pelada, solo beber agua hervida—, pero la simple menció n de problemas digestivos conseguí a que su barriga se estremeciera. Ya se sentí a con el estó mago revuelto, aunque solo habí a tomado la cena de la British Airways, con un poco de pollo a la provenzal y una macedonia de manzana.

Cuando expresó de un modo vacilante sus temores, Douglas dijo:

—No se preocupe, Evelyn. Todo el mundo sufre el Delhi belly, dolor de estó mago y diarrea.

—Es parte de la experiencia hindú … —dijo su mujer.

—Deberí a ver usted esos retretes… ¡ Cué ntale lo del Agujero Negro de Calcuta…!

—¡ Para ya, Doug! La está s asustando. —Jean se volvió hacia Evelyn—. No le haga caso. Siempre ha tenido un sentido del humor alocado. —Con los dedos, Jean fue enumerando los objetos que habí a metido en la maleta—: Pastillas para la purificació n del agua, mosquiteras, los laxantes Sennacot…

Evelyn desconectó. Pensó en la seguridad de la vieja Gran Bretañ a, que quedaba atrá s mientras ellos se adentraban en la oscuridad de la noche. Por supuesto, nada era seguro, de eso se daba cuenta: tu marido, tu casa, tu dinero…, todo podí a quedar hecho trizas. ¡ Pero volar al otro extremo del mundo! La valentí a con la que habí a firmado el formulario de aceptació n, aquel insensato estallido de rebeldí a, hací a mucho tiempo que habí a desaparecido.

—La verdad es que yo no he viajado mucho —dijo—. Desde que murió mi esposo…

—¡ Ah! Considé rese afortunada —dijo Jean—. Honestamente, Doug puede ser má s incordio de lo que se imagina, siempre molestando a la gente y hablá ndoles en inglé s macarró nico, siempre llevá ndome a rastras para ver alguna antigua ruina o no sé qué. Algunas veces lo que una quiere de verdad es un poco de tranquilidad, ¿ no cree?

—Oh, sí, yo…

—Pero en realidad yo no soy una persona playera, ¿ a que no, Doug? Me refiero a que la gente dice por qué no nos retiramos a Españ a o Portugal, o algú n sitio así, pero ahí no hay nada que hacer, ¿ no? Me refiero…, imagí nese a un montó n de viejecitas sentadas en corro haciendo punto, nos morirí amos de aburrimiento, ¿ a que sí, cariñ o?

Evelyn permaneció callada. Se daba por entendido, desde luego, que su propio estatus era el de una viejecita. «¡ Pues no lo soy! », deseó gritar. Pensó en las manos de Hugh. Por supuesto, echaba de menos su cara, su voz, toda la hughidad suya…, el olor de su piel, las carcajadas de su risa, pero eran sus manos lo que echaba de menos precisamente en ese momento…, su í ndice quitá ndole una mota de la cara cuando ella se estaba arreglando para la boda; su mano deslizá ndose por ella por la noche, cuando se daba la vuelta en la cama. Algunas veces iban de la mano como quinceañ eros. Ella añ oraba que estuviera a su lado, su corpulencia, acomodá ndose en su silló n. Lo añ oraba tanto que le dolí an las costillas.

—¿ Có mo supo usted de este sitio? —preguntó Jean—. A nosotros nos lo sugirió nuestro hijo: hace documentales para la BBC.

—Qué bien —dijo Evelyn. Iba a decir que se lo sugirió su manicura, pero oyó la voz de Beverley en su cabeza: «¡ Ay, qué risa», y se arrepintió.

—Adam nos conoce tan bien…

—Es nuestro hijo…

—Sabí a que era exactamente el tipo de sitio que nos gustarí a. Nosotros siempre hemos sido unos aventureros, ¿ verdad, Doug?

Douglas asintió.

—Aunque hemos puesto el lí mite en el puenting.

—Uno es tan joven como se sienta —dijo Jean.

—La gente joven se siente muy atraí da por la India, ¿ no? —dijo Evelyn—. Theresa, mi hija…, puede que la hayan visto en la sala de embarque, va a los monasterios hinduistas. —Desde luego, hací a añ os que Theresa habí a dejado de ser joven. Tení a cuarenta y nueve añ os. Los propios hijos de Theresa, si los hubiera tenido, ya serí an grandes a estas alturas. Aquello provocó en Evelyn un sentimiento de vacuidad—. ¿ Su hijo tiene niñ os?

Jean negó con la cabeza.

—Naturalmente, ha habido un montó n de chicas que han tenido ahí su interé s y eso, pero aú n no ha encontrado la adecuada.

Se produjo un silencio. Jean cerró los ojos y se hundió en su asiento.

Luego Evelyn intentó dormir, pero su viejo corazó n empezó su tamborileo. ¿ Có mo podrí a sobrellevar los terrores que se le presentaran en el futuro si la simple idea de coger la conexió n de un vuelo la llenaba de pavor? Al otro lado estaba lo desconocido…, el vací o.

Guí anos, Padre Celestial, guí anos
 por el proceloso pié lago de este mundo;
 proté genos, guí anos, cuí danos, alimé ntanos,
 pues no tenemos má s ayuda que Tú.

Durante toda su vida Evelyn habí a acudido a un banco de la iglesia, rodeada de certezas, farfullando las oraciones primero junto a sus padres y luego junto a su marido. Uno tras otro, todos la habí an abandonado, dejá ndola sola entre desconocidos.

«Y al tercer dí a resucitó …».

¿ Dó nde estaban todos ahora? Las luces de la cabina se rebajaron; a esas alturas de la noche, ella y todas las demá s almas estaban en manos del comandante, cuya voz incorpó rea les advertí a de las turbulencias que se les avecinaban. Evelyn permanecí a sentada allí, con su cinturó n de seguridad firmemente sujeto. Bajo la manta, sus manos se buscaron. Sus dedos se entrelazaron. A fuerza de darle vueltas y vueltas, se sacó el anillo de boda; ú ltimamente se deslizaba sin ningú n problema por el dedo.

Al otro lado del pasillo, Jean Ainslie se habí a quedado dormida. Su boca descolgada estaba abierta, descuidadamente. El sueñ o la envejecí a; solo la manta, elevá ndose y descendiendo, aseguraba que todaví a no era un cadá ver. Evelyn pensó: «Estas personas será n mis ú ltimos amigos, esta pareja y quienquiera que esté allí, esperá ndome en el hotel». Pensó: «Tengo que convertir a los desconocidos en familiares. ¿ He tenido el valor de hacer esto en algú n momento de mi vida? ».

Sabí a, desde luego, que no tení a otra posibilidad. Dondequiera que fuera, eso serí a lo que tendrí a que hacer ahora. Incluso aunque regresara a Inglaterra de nuevo, cosa que podrí a hacer, volverí a a enfrentarse a esa misma situació n.

El caballero indio que llevaba a su izquierda, con quien no habí a hablado, estaba roncando. Su cabeza se balanceaba a una pulgada de su hombro. Evelyn se removió en su asiento, intentando encontrar una posició n có moda. Se le estaban anquilosando las articulaciones.

—Pruebe esto.

Douglas se inclinó por encima de su mujer dormida. Le entregó una cosa a Evelyn.

—Es una almohada para el cuello —dijo—. La he inflado para usted.

—Pero entonces usted…

—Vamos, vamos, có jala. Ya verá qué diferencia. —Le sonrió, con la cara iluminada por la luz de lectura. El haz de luz se derramaba sobre su abundante cabello blanco; aquello recordaba un rayo celestial atravesando las nubes en su libro infantil El Libro de las Historias Bí blicas para los niñ os—. Dulces sueñ os —dijo Douglas—. Nos vemos en la India.

 


 2

Rompe las cadenas del cuerpo y del pensamiento limitado. Experimenta la gracia que te recorre completamente y te envuelve. Descú brete en lo Absoluto.

SWAMI PURNA

 

Razia estaba todaví a enfadada. Sus enfurruñ amientos podí an durar semanas; este ú ltimo enfado era uno de esos. Era a principios de octubre, y Minoo, habitualmente un hombre amable, estaba empezando a perder la paciencia.

—Por favor, mi amor querido, mi flor de loto… —Intentaba rodearla con sus brazos, pero ella se zafaba.

—¿ Qué habré hecho mal para estar casado con un cabeza hueca como tú? Tú y ese hombre, conchabados, trapicheando y chanchulleando a mis espaldas, y yo…, tonta de mí, y yo pensando que podrí amos vender esto y disfrutar de una vejez tranquila…

—Por favor, baja la voz…

—Si está n todos sordos…

—Pero ¿ no está yendo todo a las mil maravillas? —preguntó Minoo.

—¿ A las mil maravillas? —Razia se levantó el sari por encima del hombro—. Siempre se está n quejando: el calor, los mosquitos, la comida…

—No hay má s quejas que de costumbre…

—Pero los otros clientes… ¡ se iban! Ahora vamos a estar atados a estos, dí a sí y dí a tambié n, no tienes consideració n ninguna, estoy agotada del todo, mí rame, ah, tendrí a que haberle hecho caso a mi familia…

Minoo estuvo a punto de añ adir: «Y yo deberí a haberle hecho caso a la mí a». De todos modos, no se molestó en decirlo; solo conseguirí a incendiar aú n má s las cosas. Su estó mago se revolvió; las discusiones con su mujer afectaban a sus ó rganos digestivos.

—Una vejez… ¡ feliz! —dijo Razia chasqueando la lengua.

—¿ Acaso no vamos a sacar buen provecho de esto…? Mira los nú meros. Sonny dijo que en el plazo de tres meses…

—¡ Sonny! ¡ Ese nuevo amigó te tuyo! ¡ Sonny esto y Sonny lo otro! ¿ De verdad crees que se puede confiar en ese hombre?

Sonó el timbre. Minoo se puso en pie y abandonó la pequeñ a oficina sin ventanas y a su furiosa mujer. Avanzar por el vestí bulo del hotel era como avanzar por un escenario: allí se despojaba de su vida privada y se convertí a en un profesional, haciendo frente a exigencias hoteleras que no estaban emponzoñ adas por la culpabilidad y el resentimiento. Cada vez má s, a medida que pasaban los añ os, era consciente de aquello.

La señ ora Evelyn Greenslade estaba frente al mostrador.

—Siento mucho molestarle —dijo—. No quiero ser una molestia.

—Señ ora, a su servicio.

La señ ora Evelyn Greenslade habí a llegado solo dos dí as antes, pero Minoo ya le habí a cogido cariñ o. Una mujer pequeñ a, frá gil…, el mostrador de recepció n le llegaba al pecho, y tení a ese inconfundible aire de refinamiento que tanto admiraba en los britá nicos. Era una verdadera dama; una complexió n de huesos finos, pelo blanco ondulado y pulcramente vestida, con una blusa beis y un collar de perlas.

—¿ Se ha instalado usted có modamente? —le preguntó Minoo.

—Oh, sí, aunque, claro, todo me resulta un poco raro. El calor, claro, y toda la gente… Quiero decir que hay tanta gente por todas partes y son tan pobres, tan terriblemente pobres, que es muy conmovedor. Yo soy de Sussex, ¿ sabe?

—He oí do que es un sitio muy agradable —dijo Minoo—. Algunos de nuestros clientes antiguos tení an casas en Sussex —y revolvió bajo el mostrador de recepció n buscando una caja— Aquí tengo algunas cartas de agradecimiento, una es de un coronel y de la señ ora Penrose, de Pulborough, Sussex, a lo mejor los conoce usted.

—Hay un mendigo sin piernas —dijo Evelyn—. ¿ Lo ha visto usted? Ahí mismo, ahí fuera, en el cruce. Alguien le ha hecho un pequeñ o carrito y ahí está todo el dí a, pidiendo a los coches cuando se paran en el cruce. Es muy joven, y no tiene piernas en absoluto. —Dejó escapar una leve risa—. Desde luego, eso me hace considerar la situació n de mi cadera.

—Esto es la India, señ ora. Pronto se acostumbrará.

La señ ora Evelyn debió de ser una mujer deslumbrante en su juventud. De hecho, aú n era guapa, de un modo tí mido y humilde. Minoo, muy sensible a la belleza, se sintió caballeresco.

—Yo no estoy en disposició n de solucionar la situació n de los mendigos, pero si hay algú n modo en el que pueda contribuir a hacer la estancia de una dama tan encantadora como usted má s agradable, por favor, há gamelo saber sin ningú n compromiso.

—Bueno, para ser sincera, lo hay.

Se produjo un silencio. En el saló n se oí a un murmullo de voces. La sesió n de dominó chino matutina, organizada por la señ ora Rheinhart, estaba en su punto crí tico. ¿ No habí a suficientes bebidas frí as en el aparador? Aquellos abuelos desde luego se bebí an el Ganges… Fanta, Coca-Cola Thums-Up… Hasta hací a poco tiempo, claro, los clientes iban y vení an. Ahora, sin embargo, se quedaban en el hotel todo el santo dí a y é l debí a acordarse de mantenerlo todo en orden con má s frecuencia. Habitualmente ese era el trabajo de Razia, comprobar que hubiera de todo, pero Razia estaba furibunda. En aquel momento estaba hablando por telé fono con su hermana. Podí a oí r su voz ofendida al otro lado de la pared.

—Es Norman, ya sabe, el señ or Purse. —La señ ora Greenslade se aclaró la garganta.

—Ah.

—Es solo que… Verá, yo tengo un sueñ o muy ligero…, bueno, y es muy ruidoso. Dando portazos, y la radio y todo eso… —Su voz fue disminuyendo hasta el silencio—. Y luego, é l y yo… tenemos que compartir un bañ o…

Se le encendieron las mejillas. Fuera, en la veranda, se oí a el restregar de la escoba del limpiador.

—Tenemos una habitació n vací a… —dijo Minoo—. Pero es un poco má s pequeñ a. Su hijo, cuando nos telefoneó desde Nueva York, insistió en que le dié ramos a usted una habitació n con vistas al jardí n.

—Eso no me importa —dijo.

Minoo descolgó la llave.

—A lo mejor le gustarí a ver antes la habitació n…

—Estoy segura de que será encantadora.

Minoo se cuadró ante la señ ora.

—Muy bien, señ ora Evelyn. Le diré al botones que traslade sus cosas.

La señ ora le dio las gracias y se fue, cruzando el vestí bulo con sus zapatos de color beis claro. No hací a ningú n ruido en absoluto. Qué mujer tan modesta, era como si ya fuera un fantasma.

Un letargo de media mañ ana se habí a adueñ ado del hotel. En el exterior, el mali carraspeaba y escupí a[5]. Nirula era un tamil de mediana edad, e iba desnudo, salvo por el dhoti sucio que llevaba enrollado alrededor de la cintura. Habí a trabajado en Dunroamin desde que Minoo era un crí o y no dejarí a de trabajar hasta que se muriera allí mismo. Minoo lo adoraba. ¿ Quié n iba a ocuparse de aquel viejo jardinero si se vendí a el hotel?

Má s allá, a la sombra del flamboyá n inflamado de flores rojas como llamas, Norman Purse estaba sentado con el bolí grafo amenazando al perió dico. Todos los dí as se sentaba allí para hacer el crucigrama; eso lo mantení a quieto durante una hora o así. A veces daba alguna cabezada, pero incluso entonces mantení a firmemente agarrado su Daily Telegraph, por si a alguien se le ocurrí a llevá rselo. Los perió dicos ingleses, incluso de la semana anterior, eran un bien preciado.

Habí a habido varias quejas sobre el señ or Purse, pero Minoo sentí a una cierta solidaridad masculina con aquel caballero. Agotado por su propia mujer y en alguna medida envarado por la atmó sfera predominantemente femenina, a Minoo le parecí a que el sahib Norman era un hombre curioso, un gallo en el gallinero, con sus chistes groseros y su dime-si-te-molesta mientras fumaba en las comidas. Ademá s, siendo el padre de uno de los directores de la empresa, de algú n modo estaba en una situació n privilegiada de la que se aprovechaba hasta la saciedad. Su hija ya habí a regresado a Inglaterra, pero enviaba correos electró nicos con frecuencia para saber có mo iban las cosas y seguramente no reaccionarí a de muy buenas maneras si supiera que habí a problemas. En su condició n de gerente y propietario, era responsabilidad de Minoo conseguir que el hotel marchara sobre ruedas y, hasta el momento, no se habí an producido grandes desastres.

Atribuí a la buena marcha del negocio a la edad y la nacionalidad de su nueva clientela. Minoo tení a un profundo respeto por los britá nicos: no los jó venes mochileros que solí an frecuentar su hotel, sino los de una clase y generació n diferentes, una estirpe que ahora estaba agonizando. É l solo tení a un añ o cuando se declaró la independencia de la India; má s de medio siglo habí a transcurrido desde que los britá nicos habí an dejado de gobernar su paí s, pero, para é l, los ingleses de edad madura siempre conservarí an una innata superioridad y un aire elegiaco pendí a sobre su inminente extinció n. ¡ Qué honor, que fueran a pasar sus ú ltimos añ os bajo su techo, en el paí s en el que sus ancestros habí an entregado tanto…, incluso, a veces, sus vidas! Uno solo tení a que ver las lá pidas de la iglesia de St Patrick.

«¡ Menuda bobada! —La voz de Razia resonaba en su cabeza—. Está s hecho un viejo bobo que va de listo».

Minoo levantó la mirada. El señ or y la señ ora Ainslie salí an cruzando el vestí bulo. El señ or Ainslie, ataviado con pantalones cortos, aferrado a una botella de agua. Con su cara bronceada y su buena mata de pelo blanco, parecí a estar en plena forma.

—¡ Nos vamos al palacio de Tipu! —exclamó.

—Les pediré un taxi, señ or —dijo Minoo.

—¡ No, no! —replicó el señ or Ainslie—. Cogeremos el caballo de san Fernando.

—Cariñ o —dijo su mujer—. Este señ or no puede saber de qué está s hablando.

—¡ Iremos andando! —gritó el señ or Ainslie—. O cogeremos un rickshaw. ¡ No se preocupe por nosotros, nos las arreglaremos para averiguar en un periquete por dó nde se va!

Cogidos de la mano, salieron a grandes zancadas del hotel. Minoo los observó mientras bajaban hasta la puerta principal. Se detuvieron para saludar al mali, y sus cabezas asintieron repetida y cordialmente cuando é l les señ aló las flores. Minoo sintió una oleada de pesimismo. ¡ Qué felices parecí an! Los Ainslie eran la ú nica pareja casada entre todos los clientes, que eran sobre todo viudas o solteronas; despué s de cenar, la señ ora Ainslie le habí a dicho que llevaban casados cuarenta y ocho añ os. Su felicidad les habí a proporcionado la energí a que tení an. A su lado, las viejas damas parecí an medio muertas.

Minoo permaneció detrá s del mostrador de recepció n, absorto en ensoñ aciones sobre lo-que-podrí a-haber-sido. Por un instante pudo ver el rostro de Bapsi delante de é l. Bapsi era tal y como la recordaba un cuarto de siglo antes: sonriente, tranquila, petrificada para siempre en los veinte añ os. Qué diferente habrí a sido su vida si se hubiera casado con ella, como habí an deseado sus padres…, una parsi recatada que habrí a sido un consuelo y un apoyo para é l, que le habrí a dado hijos. El amor habrí a florecido entre ambos, de eso estaba seguro ahora…, un amor fundado en el respeto mutuo. Minoo era plenamente consciente de la ironí a: aquel anhelo no era por un amor perdido, sino por una compañ era adecuada, nada que ver con una historia de pasió n. Pero ¿ en qué momento se habí a dejado atrapar por la pasió n?

Toda la culpa la tení an aquellos malditos zapatos. Minoo siempre habí a sido muy especial respecto a su apariencia personal. «Vanidad, vanidad, todo es vanidad…». Si no se hubiera comprado aquellos zapatos… —de la marca Bata, una preciosa piel marró n y brillante, de acabado antiguo, ajustados y solo, solo, media talla má s pequeñ os—, si no se hubiera comprado aquellos zapatos, nunca le habrí an salido callos, y nunca habrí a ido a la clí nica de pedicura en Chundrigar Road, donde una atractiva enfermera lo habí a hechizado, descabalando toda su vida y acarreando la humillació n a su propia familia y a la inocente muchacha con la que se tení a que casar.

A travé s de la pared, la voz de Razia se elevaba y decrecí a. A Minoo se le revolvió el estó mago. Su mujer habí a abroncado al cocinero aquella mañ ana; a juzgar por la ausencia de olores que emanaban de la cocina, Ferná ndez tambié n estaba enfadado. Minoo tendrí a que ir a echar un vistazo.

Suspiró. ¡ Qué bien educados eran los ingleses, comparados con su turbulenta mujer! Aquella tarde se esperaba la llegada de una nueva dienta: una tal señ ora Muriel Donnelly, de Londres. Ella, sin duda, tambié n tendrí a unos modales impecables. «Los modales hacen al hombre» era un proverbio que admiraba mucho. Y si no, ahí estaba esa señ ora Greenslade, una visió n en beis, tan bien educada que apenas se podí a decir que existiera. «No se preocupe por mí —decí an los ingleses—, como si no estuviera».

Minoo abrió el libro de registro y borró el nombre de la señ ora Evelyn Greenslade. ¡ Ya está! Fuera, así de simple. ¡ Qué fugaz es nuestra estancia en el Hotel de la Vida! (Y qué cara de desprecio pondrí a su mujer si lo oyera decir aquello).

Escribió con el lá piz el nombre de la señ ora Donnelly donde estaba el de la señ ora Evelyn Greenslade; en la habitació n nú mero 15, junto al señ or Purse.

—Cualquier cosa que necesite, yo soy su hombre —dijo Norman—. He viajado mucho por los tró picos, ¿ sabe? … Africa, Malaisia…

—Hace un calor espantoso —dijo Muriel—. Y los grifos no funcionan.

—El suministro de agua es un pelí n irregular…, pero ya se acostumbrará. En la India lo ú nico que hay que hacer es dejarse llevar —y dejó escapar una risilla ahogada—. Por decirlo así.

Muriel Donnelly estaba sacando de la maleta una taza de la Coronació n. Acababa de llegar aquella misma tarde y se estaba acomodando en la habitació n de al lado, inesperadamente abandonada por Evelyn Greenslade. Los tazones vení an envueltos en hojas de un perió dico de dí as atrá s, pero era el South London Echo, así que ni siquiera Norman se interesó en ellas. Era una mujer robusta. Plantada allí con las piernas separadas, se dedicaba a hurgar en su maleta.

—He de decir que es usted la ú ltima persona que me esperaba encontrar aquí —dijo Norman.

—¿ Y eso por qué? —dijo mientras desenvolví a una fotografí a de un gato y la poní a en la có moda.

—Mi yerno era el mé dico. —Norman explicó la relació n: el hospital, todo el lí o, cuando ella salió en la tele.

Muriel asintió.

—Fue é l quien me dio el folleto.

Norman la miró con los ojos como platos.

—¿ Por qué demonios hizo eso?

Ella se volvió.

—¿ Cree usted en el destino?

—Esta gente de aquí sí cree, los indios, digo.



  

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