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TERCERA PARTE 6 страница—A Norman se le han bajado los humos —dijo Evelyn. —Se lo tiene bien merecido —replicó Madge—. Viejo bobo. Porque Norman ya no era el gallo del gallinero. Algunas de las mujeres se habí an mostrado inmunes a sus encantos, pero un sorprendente nú mero de ellas habí an respondido a sus galanterí as ruborizá ndose y rié ndose, a veces, incomprensiblemente, ante sus chistes verdes. Madge tení a razó n; en cierto sentido, cuando uno alcanzaba cierta edad, cualquier hombre lo harí a. Todas habí an sido testigos de eso antes, en Inglaterra, donde cualquier hombre recié n enviudado, aunque no fuera nada atractivo y estuviera acabado, se encontraba de repente rodeado de mujeres deseosas de cuidar de é l. En el caso de las mujeres, desde luego, era todo lo contrario. Así era la dura realidad de la vida. Muriel no pertenecí a al club de fans del doctor Rama. Decí a que habí a algo en é l que le daba risa. —Es que no es como un mé dico de verdad —decí a—. Cuando tuve palpitaciones, me puso el estetoscopio en el lado contrario. Evelyn achacaba aquello al racismo. Sabí a, por lo que Muriel habí a dicho, que no confiaba en los extranjeros. En los primeros dí as habí a oí do a Muriel farfullar sobre los negros y se habí a preguntado por qué demonios habí a ido a la India cuando tení a aquel modo de pensar. Ahora, claro, ya sabí a la razó n: el hijo de Muriel se encontraba en el paí s. Todo cobraba sentido…, bueno, un poco al menos. ¿ Qué clase de fe ciega podí a conducir a Muriel a creer que solo por que ella estuviera en el mismo subcontinente que su hijo, podrí a encontrarlo? Muriel no le habí a contado mucho: solo que Keith estaba siendo buscado por la policí a, por algú n fraude que habí a cometido —segú n Muriel, no—, y habí a huido a la India para localizar a su socio en el negocio que lo habí a traicionado. Todo aquello parecí a altamente improbable. Muriel le habí a hecho jurar que lo mantendrí a en secreto y no habí a vuelto a hablar de ello desde entonces. De hecho, parecí a evitarla. Evelyn procuró no tomá rselo como una cuestió n personal; sabí a, por experiencia, que aquellos que son depositarios de ciertas confidencias pueden ser posteriormente rechazados. La ironí a era que, a pesar de sus prejuicios, Muriel habí a absorbido má s costumbres indias que cualquiera de los demá s. Los Ainslie se jactaban de cierta superioridad en este sentido, pero Muriel parecí a haberse inyectado las creencias del paí s directamente en vena; parecí a que aquello respondí a a una necesidad de su cará cter: leí a regularmente el horó scopo con la señ ora Cowasjee, de quien se habí a hecho muy amiga; habí a hecho que el hombre con el loro que habí a en el bazar de enfrente le leyera la buenaventura. Habí a un perfume de barras de incienso que emanaba constantemente de su habitació n y Stella juraba que la habí a oí do cantar algú n ensalmo, aunque no se podí a confiar mucho en el oí do de Stella. Un dí a, a finales de noviembre, se planeó una excursió n al pueblo de Nrityagram Dance, que estaba a veinte millas de distancia. Se reservó un minibú s, pero Muriel no quiso ir. —Es un dí a aciago —comentó —. Me lo ha dicho la señ ora Gee-Gee. Se referí a a la señ ora Cowasjee, claro. —¿ Por qué la llama usted señ ora Gee-Gee? —preguntó Evelyn. —Bueno, no la voy a llamar señ ora Cow, ¿ no? [7] Stella bajó la voz. —Puede ser un poco vaca morucha a veces. —Aquí no es lo mismo, Stella —dijo Jean Ainslie—. Las vacas en la India son sagradas. Probablemente se lo tomarí a como un cumplido. —Se volvió hacia Muriel—. ¿ Por qué es un dí a aciago? —Y a mí qué me cuenta. Es lo que dijo ella. —Muriel ahogó una risa—. Tenga cuidado o le morderá otro mono. Al final resultó que el minibú s se averió en el viaje de regreso a la residencia. Habí a llevado algú n tiempo la reparació n, al parecer con un cordel de bramante cedido por un vendedor de cocos que habí a al lado de la carretera, y llegaron tarde a la cena. Ademá s, Madge habí a perdido las gafas de sol. —¿ Ven lo que les decí a…? —dijo Muriel con aire triunfal—. ¿ Qué les dije yo? Solo Evelyn sabí a la razó n por la que Muriel creí a en las fuerzas sobrenaturales. Oraciones, hechizos, ¿ qué má s daba? Estaba preparada para recurrir a cualquier ayuda en su objetivo de reunirse con su hijo. Una apuesta un tanto arriesgada, pero al fin y al cabo aquello era la India, la tierra de los milagros. La cena consistió en una sopa cremosa de nosequé, porque nadie pudo descubrirlo, seguida de pescado frito o cordero pillau, a elegir. La gente hablaba sobre el dí a de la excursió n: los encantadores bailarines, las carreteras llenas de baches, la falta de aire acondicionado en el autobú s, pues aquello se parecí a mucho a una jornada de supervivencia. Evelyn se habí a quedado en Dunroamin; su cadera le estaba dando guerra y, así, pudo disfrutar de un dí a con todo el hotel prá cticamente solo para ella. Habí a escrito cartas y se habí a aventurado a ir al bazar, donde le habí a dado una rupia al mendigo sin piernas y habí a comprado algunas naranjas. Incluso se sabí a ya la palabra que significaba ‘naranjas’: santara. Estaba sentada con los Ainslie y con Olive Cooke, una mujer habladora cuyo marido habí a trabajado para BP y que habí a vivido en todas partes del mundo. Estaban hablando de Hong Kong. —Nuestro hijo Adam hizo un documental allí … —dijo Jean—. Sobre los edificios de Norman Foster. Fue nominado para los BAFTA. Como siempre, los Ainslie conseguí an que Evelyn se sintiera una inú til: su matrimonio feliz, su competente hijo en la BBC, sus experiencias alrededor del mundo… Evelyn pensaba en su pueblo, con su momento á lgido en la gran muestra anual de punto de cruz en el saló n comunitario. —Su antigua jefa va a venir aquí la semana que viene —dijo Jean—. Una mujer llamada Dorothy Miller, toda una leyenda al parecer. Nos morimos por conocerla, ¿ verdad, Douggy? —Parece una mujer realmente tremenda —dijo Douglas—. ¿ De qué es esta sopa? ¿ Alguien tiene idea? Evelyn estaba pensando en su propio hijo. Estaba esperando su visita con sentimientos encontrados. Desde luego, querí a verlo, y a los nietos, a los que no habí a visto desde hací a mucho tiempo, pero, sencillamente, no podí a imaginarse a Christopher en la India. ¿ Có mo reaccionarí a ante aquel lugar? ¿ Y qué dirí a aquella amenazadora mujer americana que tení a? ¿ Qué pensarí a de los manteles llenos de lamparones y de los fluorescentes llenos de moscas? Los americanos son tan higié nicos… Ver el hotel a travé s de los ojos de Marcia le permití a a Evelyn darse cuenta de lo andrajoso que era. Jimmy, con manos temblorosas, cogió su plato de sopa y se lo llevó. —Para ser sinceros —murmuró Douglas—, deberí amos ser nosotros los que lo atendié ramos a é l. ¿ Qué pensarí a Christopher de los criados invá lidos, de los grifos que tosí an agua marró n? A lo mejor cogí a a Evelyn y se la llevaba a Nueva York. Si é l fuera indio y venerara a los ancianos, puede que lo hiciera, pero, claro, si fuera indio nunca habrí a permitido que su madre fuera a ese sitio, para empezar. En realidad, pensó Evelyn, no querrí a irme. Sentada allí a cenar, se percató de que le habí a cogido cariñ o a sus compañ eros residentes. Estaban todos en el mismo barco, todos abandonados de uno u otro modo por aquellos a los que habí an amado, y ahora tení an que estar unidos. Despué s de dos meses, habí an llegado a ser como una especie de familia; incluso aquellos a los que no apreciaba especialmente habí an llegado a serle tan familiares que los conceptos como «caer bien» o «disgustar» se habí an tornado prá cticamente irrelevantes. Inglaterra era un lugar lejano ahora, y era otra vida. Ahora era esa gente la que le importaba. Algunos podí an ponerse enfermos e ir al hospital. Otros podí an sucumbir a la nostalgia y regresar a Inglaterra. Aquellos que eran un poco raros sin duda acentuarí an sus rarezas, ella incluida. Otros podí an… morirse. Todos morirí an. —¿ Sigue usted al Inspector Mor sel —preguntó Douglas. Evelyn asintió. El sobrino nieto de Graham le habí a enviado un ví deo del Inspector Morse desde Inglaterra. Graham no parecí a el tipo de hombre que tuviera familiares, pero obviamente los tení a. A lo mejor es que nadie se lo habí a preguntado. Los que no estaban agotados por el viaje tení an previsto ver a aquel encantador John Thaw despué s de cenar. Evelyn engulló un bocado de pastel. Tení a un asombroso montó n de colores por encima, cientos y miles de colorines. Le recordó los de sus fiestas de cumpleañ os y sintió algú n consuelo en aquel momento. Ocurriera lo que ocurriera, siempre podí a encontrarse algú n consuelo en las pequeñ as cosas de la vida. Pauline le enseñ ó el fax a Ravi. —Papá dice que esa nueva mujer está completamente majara. —¿ Qué? —Esa Dorothy Miller. Dice que anda deambulando por ahí cantando nanas. —Tu padre piensa que todo el mundo está majara menos é l —dijo Ravi—. Es exageradamente competitivo. —¿ Y no puede estar senil esa mujer? Pensé que todos tení an que tener un informe mé dico antes de ir para allá. Aquello sonaba como una acusació n. Pauline no habí a querido formularla como tal, pero cualquier cosa que dijera en ese momento tení a toda la pinta de una queja. Era culpa de Ravi. Era muy quisquilloso. —¿ No quieres leerlo? —preguntó —. Es bastante divertido. Ravi miró el fax, pero Pauline pudo comprobar que solo le echaba un vistazo por encima. Intentó cambiar de tono. —Una de mis dientas…, su madre tiene Alzheimer —dijo—. La pobrecita apareció en el aeropuerto cargando con tres bolsas. Costó una eternidad pasarlas por los controles de seguridad. Ravi se quedó callado, abismado en sus pensamientos, y continuó cargando el lavavaj illas. Les daba un agua a los platos con tanta dedicació n que resultaba un poco absurdo ponerlos despué s en el lavavajillas. —Y todaví a llevaba una correa de amarre de un hospital… —dijo Pauline. Seguí a sin haber respuesta. Pauline señ aló el fax. —¿ Has leí do ese pá rrafo sobre el pastel de cumpleañ os? ¿ Lo del cocinero que escribió «cumpleañ os» con V? Ravi cerró la puerta del lavavajillas y giró el mando. De repente Pauline empezó a sudar… Menopausia, furia, una de las dos cosas. —Parece que no te importa lo que pasa allí, siempre que saques provecho de ello. —Eso no es verdad… —Antes eras todo un idealista. —Pero ¿ qué tiene de malo ese sitio? —preguntó Ravi—. A ver, dime. Tú dijiste que era encantador, dijiste que era como si el tiempo se hubiera quedado detenido. Dijiste que tú misma vivirí as allí si fueras lo suficientemente mayor. —Todo aquello era una situació n extraordinaria. Ojalá hubieras estado allí. En realidad, pensó Pauline, mejor no. —Te está s comportando de un modo completamente distinto desde que regresaste —dijo Ravi. —El paí s me conmocionó … —Todo el mundo dice eso de la India. —Yo no soy todo el mundo… —Los ingleses vais allí … ¡ Ah, qué pobreza, ah, las puestas de sol…! —No generalices… —Veis el sitio con ojos romá nticos, siempre lo hacé is, pero todos sois iguales, cogé is lo que queré is, lo que siempre han hecho los ingleses, luego os vais al diablo y aquello sigue exactamente igual que siempre… —Al diablo te viniste tú. —Porque no podí a soportarlo. —¿ Por qué? Ravi dobló un pañ o de cocina. —Tú no tienes ni la má s remota idea de lo que realmente es aquello. Todos vosotros volvé is con vuestras gangas de bazar, farfullando todas esas bobadas mí sticas… —¿ Por qué no podí as soportarlo? —preguntó Pauline. —Porque me estaba asfixiando. Ravi salió de la cocina. Pauline pudo oí r que daban las diez en el reloj de las noticias de la tele, en el comedor. Sabí a por experiencia que no tení a ningú n sentido continuar con aquella conversació n. Pauline subió las escaleras. Ultimamente ella y Ravi ya no concluí an las peleas; su vida era una larga discusió n que se alargaba constantemente, solo interrumpida por el trabajo o por el sueñ o. Era una discusió n cró nica que parecí a que tuviera vida propia; era un pará sito intestinal succionando sus componentes nutritivos, succioná ndolos hasta dejarlos secos. Pauline habí a pensado que fue todo aquello del negocio de Ravison lo que habí a cambiado a su marido, pero la India le hizo darse cuenta de algo: Ravi no habí a cambiado en absoluto, solo se habí a convertido má s en é l mismo: gé lido, concentrado en cualquier cosa, pero no un marido de verdad, en absoluto. Era un hombre solitario que daba la casualidad de que tení a una esposa. A lo mejor así era como se comportaban la mayorí a de los casados de la India y ella no se habí a dado cuenta hasta que habí a ido a un paí s lleno de hombres que eran igual que Ravi. El matrimonio era algo que uno tení a apalabrado antes de emprender su propia vida. É l simplemente no conectaba con ella, en absoluto. Ah, claro, Pauline sabí a que Ravi tení a que ponerse un escudo protector sencillamente para poder llevar a cabo su trabajo en el hospital. Sin duda, preocuparse por los desconocidos era má s fá cil que cuidar de aquellos que uno amaba. El problema era que cuanto má s abandonada se sentí a ella, menos encantadora se tornaba. Se vio a sí misma convirtié ndose en una quejicosa y una resentida; se estaba convirtiendo en una mujer que resultaba odiosa incluso para sí misma. Pauline se sentó en la cama. Los muelles crujieron. ¡ Có mo lo habí a deseado antañ o! Era precisamente el aspecto extranjero de Ravi lo que le habí a llamado la atenció n; la emoció n de lo desconocido. Recordó su primera cita, una comida en un restaurante francé s —ya habí a cerrado hací a mucho tiempo—, su mano morena apoyada sobre el mantel blanco, la visió n de su cuello en su camisa de cuello abierto, aquella tupida cabellera negra. Ella se habí a imaginado su polla negra, por el momento bien a resguardo en sus pantalones. Puede que esta noche nos besemos. ¿ Tendrá su saliva un sabor diferente? ¿ Olerá diferente? Esta noche, a lo mejor, rodearé con mis piernas el cuerpo desnudo de un hombre indio. Debilitada por el deseo, apenas pudo comer. «El amor es perverso», pensó Pauline. El mismo elemento que provoca el fuego puede acarrear, en sí mismo, su propia destrucció n. Lo que le habí a parecido misterioso ahora le parecí a simplemente opaco. Impenetrable. Aburrido. La India habí a explicado a su marido. Como un caleidoscopio, la India habí a sacudido a Ravi y habí a colocado sus pedacitos de cristal en una disposició n completamente diferente. Ella lo veí a má s claramente ahora; podí a incluso entender por qué se habí a ido de allí. «Me estaba asfixiando». Estar en la India era como estar en el metro en la hora punta: toda aquella gente, el agobio, los gritos, uno tení a que cerrarse. Si no, el volumen generalizado de aquella multitudinaria e inerte desesperació n podrí a destruirte. Y luego estaba su familia, a algunos de los cuales habí a conocido Pauline a lo largo de los añ os, cuando visitaban Londres. «Veis la India con ojos romá nticos». Al principio lo habí a envidiado por sus padres, y por sus hermanos, y por sus primos. Procediendo de una pequeñ a familia, Pauline efectivamente los habí a visto con ojos romá nticos. Sin embargo, ahora se daba cuenta de que habí a algo opresivo en todas las exigencias familiares. No era de extrañ ar que simplemente se hubiera largado. Lo terrible era que ahora que por fin comprendí a a su marido, ya no le interesaba nada. Fuera, en la calle, la tormenta estaba arreciando. Habí a sido un otoñ o malí simo. Pauline abrió el armario y sacó una bolsa de plá stico. Estaba llena de fotos. Las sacó y las esparció por encima de la cama. Algunas de las fotos eran de Dunroamin: el desconchado caseró n ahogado por las enredaderas. Allí lo llamaban «bungalow», pero en realidad era una casona de dos pisos. En una foto vio un rostro en la ventana de arriba. ¿ Quié n se estaba asomando allí? No se habí a dado cuenta en el momento de sacar la fotografí a. Otra foto mostraba a su padre sentado en la veranda exterior de su habitació n; Pauline podrí a decir, por la inclinació n de su cabeza, que estaba escuchando el cricket por la radio. Durante su estancia allí, Pauline le habí a cogido má s cariñ o a su padre; sin Ravi presente, era má s fá cil soportar los boletines diarios de su padre respecto a sus operaciones intestinales. Al parecer a su padre lo aguantaban mejor en Dunroamin que en las otras residencias donde habí a estado, tal vez porque no habí a mujeres guapas entre el personal. O a lo mejor porque los indios aceptaban de mejor grado los comportamientos extravagantes, especialmente de los ingleses. Habí an tenido que aguantarlos durante muchí simo tiempo. Pauline rebuscó entre las fotos. Una mostraba a una señ ora cuyo nombre habí a olvidado, pintando en un caballete. Otra mostraba a cuatro residentes, todas mujeres, sentadas en el jardí n. La foto estaba quemada y un tanto borrosa. No podí a averiguar qué estaban haciendo, si es que efectivamente estaban haciendo algo. Ni podí a reconocerlas; las mujeres eran tan incorpó reas como fantasmas, ataviadas con sus pá lidos vestidos de verano. En ese momento solo habí a unas pocas, las primeras que llegaron, pero ya se habí an desvanecido en su memoria, desfiguradas y disipadas por la vida que Pauline habí a descubierto al otro lado de los muros del jardí n. Porque por las tardes, cuando su padre se estaba echando la siesta, Pauline habí a salido a recorrer el vecindario. La mayorí a de las fotos eran de niñ os que se habí a encontrado en las calles. Habí an ido gritando a su alrededor, empujá ndose para entrar en la foto. En las fotos sus sonrisas estaban congeladas, y sus manos se tendí an en busca de caramelos de fruta. Ablandaban su corazó n. Era un sentimiento que conseguí a que sus piernas flaquearan, un sentimiento má s profundo que el deseo que habí a sentido por Ravi —hací a tantos añ os— en el restaurante Antoinette. La mayorí a de los muchachos eran chicos; en una foto estaban bailando en el agua que salí a de una cañ erí a rota. Eran desesperadamente pobres, pero qué distintos eran de los cabezas rapadas de la finca de atrá s de Plender Street, crios con cara de hombre que destrozaban los retrovisores mientras bajaban pavoneá ndose por la calle. La de los muchachos indios era una clase distinta de pobreza. «Cogé is lo que queré is de nosotros. Es lo que siempre habé is hecho los ingleses». Si pudiera al menos darles aquellas fotos; aquellas probablemente serí an las ú nicas fotos que les harí an en la vida: la prueba de su existencia. Pero ¿ có mo podrí a enviá rselas? No sabí a có mo se llamaban aquellos crios ni dó nde viví an. ¿ Có mo iba a escribir: «Dos muchachos, calle del Vertedero, detrá s del cine Paradise, Bangalore»? Pauline sabí a que iba a volver. Y no era solo la presencia de su padre lo que la empujaba a regresar allí. Pauline volvió a meter las fotos en la bolsa, y bajó las escaleras. Ravi estaba viendo alguna serie de polis. Aquello la sorprendió un poco; é l nunca veí a ese tipo de pelí culas. Podí a decir, por el aspecto de su coronilla, que é l sabí a que ella habí a entrado en el saló n. Pensó: «Es tan desgraciado como yo». —Vayamos por Navidad. Por favor, Ravi —dijo Pauline. Por favor, di que sí, o puede que me vaya yo… y no vuelva jamá s. —¿ Ha tenido usted noticias de su encantadora hija? —Está bien —dijo Norman—. Perfectamente bien. —Estaba tomando un trago con Sonny en el Gymkhana Club—. Me llamó ayer. Va a venir por Navidad. —¡ Perdó neme un momento…! —Sonny pegó un brinco y corrió detrá s de un hombre que estaba cruzando el bar. Norman lo vio gesticular. El tí o no podí a quedarse quieto. El mó vil de Sonny habí a interrumpido dos veces ya su conversació n. Sonny regresó a la mesa. —Por favor…, continú e. —Deberí as tranquilizarte, colega —dijo Norman—. Se supone que somos nosotros, los viejos, los que tenemos que tener ataques al corazó n. —¿ Y qué le voy a hacer? No hay nadie en quien pueda delegar, todo lo tengo que hacer yo solo. Esa gente con la que hago negocios me estafa, hacen trafullas a mis espaldas… Sonny siguió parloteando. Norman se preguntó cuá ndo podrí a sacar a colació n el tema que habí a ido a discutir con é l. Era un ternilla un poco delicado. Habí a una cabeza de un tigre disecado en la pared de al lado; miraba con los ojos vidriosos por encima, evitando la mirada de Norman. —¿ Algú n problema en el hotel? Tiene que decí rmelo, Norman, buen amigo —dijo Sonny con un guiñ o—. Es usted mi espí a. —Está n todas obsesionadas con ese maldito mé dico. Las tiene a todas nerviositas. Cualquiera dirí a que caga perlas. —¡ Mujeres! —dijo Sonny encogié ndose de hombros. Norman suspiró. —De eso es de lo que querí a hablar contigo… —Un momento, por favor… Sonny se puso en pie de un brinco y abordó a un grupo de hombres que se disponí an a abandonar el bar. Norman se hundió en su sitio. El Gymkhana Club era un enorme y viejo edificio lleno de palmeras en maceteros y animales disecados. Se abrió para los ingleses, naturalmente, pero ahora estaba lleno de rostros morenos. Norman habí a estado allí un par de meses antes; lo habí a invitado Sonny: ese era el ú nico modo en que un tí o como é l podí a entrar allí en la actualidad. Aú n se conservaban reliquias del Imperio de la India: fotos de presidentes antiguos colgando en el vestí bulo y una lista de miembros del equipo deportivo, grabados en dorado, clavados en las paredes de la tenebrosa sala de billares. Camareros con escarapelas, trayendo y llevando bandejas de bebidas, iban de mesa en mesa. Desde sus viajes por los tró picos, Norman estaba acostumbrado a los clubes como aquel. En el pasado siempre le habí an resultado reconfortantes. Ahora era viejo, y un lugar como aquel le hací a sentir como si ya estuviera muerto. Sonny regresó a su asiento. Norman encendió un cigarrillo. —Tú eres un hombre de mundo, un tí o maduro —dijo. Casi de la familia, en realidad. Y darse cuenta de aquello le produjo cierto sobresalto—. Seguro que te has corrido tus juergas por ahí. —Norman sabí a que Sonny tení a mujer, pero nunca parecí a tener intenció n de mencionarla—. La cosa es que un tí o puede sentirse un poco solo sin una pizca de compañ í a femenina. Me he enterado de que las mujeres de Bangalore pueden ser muy…, en fin, muy cariñ osas. No sé si me entiendes. Sonny no paraba quieto. Sus ojos iban fugaces de un lado a otro del saló n. Norman avanzó sin inmutarse. —Me estaba preguntando si podrí as indicarme un poco la direcció n correcta. Ya sabes, una especie de presentació n o así. Algo de ese tipo. En el sentido má s discreto. —¿ Qué? —preguntó Sonny. —Estoy buscando una mujer cariñ osa, experimentada… —Pero si está usted rodeado de mujeres —dijo Sonny entre risas—. Puede usted irse a chingar a la cama todas las noches con una señ ora diferente. Norman dejó su bebida. —Debes de estar bromeando. Un poco mayorcitas, ¿ no te parece? —Usted tambié n, amigo mí o. Norman se removió en su asiento. A ver, tampoco era necesario que el tí o lo dijera de esa manera. ¿ Es que no tení a tacto el hombre este? Sonny, que parecí a ansioso por largarse, avisó para que le llevaran la cuenta. Norman cogió un rickshaw para regresar al hotel. Iba dando botes por encima de los baches; los colgantillos del conductor —campanillas y amuletos— se bamboleaban pendiendo de sus cordelillos. Norman iba agachado bajo la capota de plá stico. La conversació n, obviamente, lo habí a dejado chafado. ¿ Es que Sonny no entendí a que, cuando se llegaba a cierta edad, un tí o podí a comenzar a experimentar problemas de una naturaleza muy í ntima y personal? La operació n de pró stata no habí a sido de mucha ayuda, pero, para ser sinceros, habí a estado experimentando dificultades en el apartado de hidrá ulica desde hací a algú n tiempo. Solo una profesional podrí a ayudarle: de hecho, ya lo habí an ayudado en el pasado. Todas habí an sido extranjeras, claro —nigerianas, tailandesas, malayas—. Solo un color diferente de piel podí a conseguir que su varita má gica funcionara. Ese tipo de mujeres sabí a có mo satisfacer a un hombre, estaba en su cultura. El rickshaw fue dando botes por toda la carretera, pasó Cubbon Park. Norman se aferró al borde del carricoche cuando dio un giro brusco en una rotonda. En el medio habí a una estatua de la reina Victoria, moteada de cagadas de pá jaro. Con mujeres de ese tipo, exó ticas profesionales, un tí o no tení a que enredarse en conversaciones incó modas; no habí a problemas de esa naturaleza. Y no se reí an de é l. Sonny estaba que echaba chispas. Marcó otra vez el nú mero en su mó vil. Ni una puta contestació n, claro. Se inclinó hacia delante en su asiento. —Imagí nate a quié n me encontré en el club —le dijo al conductor—. A ese cabró n de Freddie. Ese sabe dó nde se ha metido el hijo de puta de PK. El tí o parecí a que me estaba evitando. Iban a toda pastilla por la MG Road, zigzagueando entre el trá fico. Jatan Singh era un conductor muy há bil; y como a la mayorí a de los miembros de la etnia sij, le volví an loco los coches. Habí a trabajado para Sonny durante cuarenta añ os y conocí a má s secretos suyos que nadie en Bangalore.
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