Хелпикс

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 TERCERA PARTE 7 страница



—Se cree que me puede dar esquinazo, el haraami —dijo Sonny—. Voy a localizarlo, Jatanji, voy a localizarlo y lo voy a joder vivo.

PK, su antiguo socio, habí a estado evitá ndolo durante las ú ltimas tres semanas. Se le habí a visto en un par de ocasiones. El cuñ ado de Sonny lo habí a visto en un có ctel del ministerio; y otra gente lo habí a visto en uno de sus edificios, un complejo de oficinas má s allá de Defence Colony, pero hasta donde sabí a Sonny, podrí a haberse largado a Estados Unidos o a Londres, donde tení a otros negocios. PK era un ladró n, claro. Mediante há biles sobornos, su empresa habí a pescado contratos para varias urbanizaciones importantes, incluyendo un edificio residencial en unas parcelas que Sonny habí a comprado junto a la carretera del aeropuerto. Todo aquello podí a pasar. El problema era que el tí o habí a subcontratado la obra a la empresa de construcció n de su hermano, el cual, mediante facturas falsas, habí a utilizado unos materiales defectuosos.

—Le voy a poner los huevos por corbata —farbulló Sonny mientras el coche iba a toda mecha por la carretera MG. Tres semanas antes, cuando solo se habí a levantado la mitad, el puto edificio se habí a venido abajo. Las investigaciones habí an revelado que se habí a puesto demasiada arena en el cemento, y ahora el muy chootiya habí a desaparecido.

—¡ Aprié tale ahí, Jatanji!

Sonó su mó vil. Era una voz familiar.

—¿ Dó nde andas, mera chota beta? ¿ Es que tienes una vida tan atareada que te has olvidado de tu pobre y anciana madre, que lleva aquí sentada esperá ndote desde hace una hora?

Hai Raba! Habí a olvidado que se suponí a que tení a que llevarla al oculista.

—Pues ya te digo que tengo otras cosas mejores que hacer —suspiró su madre—. Le diré a Anand que llame un taxi.

—No, mamuchi…

—Puedo ir sola, mis piernas tendrá n que llevarme…

—¡ Espera!

—Hoy no me está n dando mucha lata, y le diré al señ or Desai que tú tienes cosas má s importantes en las que pensar…

—¡ Pero si ya voy! ¡ Dame diez minutos! —Sonny apagó el telé fono—. ¡ Da la vuelta ya! Jaldi!

Sonny se recostó y se hundió en el asiento. Y ademá s, se habí a olvidado de coger una caja de gulab jamuns de la tienda favorita de su madre, la Darpan’s Electric Bakery. Se lo habí a prometido cuando salió de casa por la mañ ana.

Las sienes de Sonny palpitaban. Se imaginó a su madre, inmensa, echando humo de impaciencia, esperando a la puerta. Si al menos su mujer pudiera tranquilizarla…, pero toda la semana pasada habí an estado sin hablarse. Sonny ya ni siquiera se acordaba de la razó n de aquella trifulca concreta y, para ser sinceros, tampoco le importaba. Algo que tení a que ver con las cosas de la cocina, seguro.

Despué s de una larga y activa solterí a, Sonny se habí a casado, ya mayor, con una mujer de la que habí a pensado que no le darí a problemas: sencilla, modesta, agradecida de haber encontrado un marido cuando ya no esperaba poder casarse. Su aparente docilidad, sin embargo, escondí a una fé rrea determinació n para hacerlo todo a su manera. Aquella testarudez habitualmente iba aderezada con enfermedades fingidas, una té cnica con la cual, en su madre, habí a encontrado la horma de su zapato. Mujeres. ¿ Quié n demonios las entiende? Norman Purse, de eso estaba seguro, era un compañ ero de fatigas en ese aspecto. Y sin embargo, pensó Sonny, mira que venir a darme el coñ azo diciendo que si voy a hacer de chulo de putas… ¿ Qué pasarí a si les llegara una palabra de aquello a la hija de Norman o a Ravi? Sonny quedarí a en una situació n bastante comprometida. Ademá s, el tí o era demasiado viejo para ese tipo de rollos. Deberí a estar disfrutando de una pací fica jubilació n en su gallinero.

El Mercedes bajó despacio por Brigade Road. La calle estaba atestada de trá fico. En el cruce, dos autobuses bloqueaban la ví a pú blica, y los dos se negaban a recular. Los tí os que iban colgando de los laterales bajaron a la calzada para unirse a la discusió n. Sonny se asomó por la ventanilla y les gritó que se apartaran de la puta carretera.

Hundido en el asiento, Sonny le echó un vistazo al Karishma Plaza. Aquella habí a sido su primera especulació n inmobiliaria; en un momento de piedad filial, la habí a llamado como su madre. Habí an pasado ya veinte añ os, sin embargo. La ventanas se estaban oxidando.

Al otro lado de la calle se levantaba el muro de Dunroamin. Las buganvillas rebosaban por encima; má s allá se alzaban los á rboles flamboyanes de flores rojas. Sonny pensó en el jardí n umbrí o y en sus ocupantes, pasando sus añ os del ocaso en la seguridad de aquel edificio. En Inglaterra la gente abandonaba a sus padres en lugares como aquel, era perfectamente aceptable. Luego ellos continuaban con sus propias vidas. Sonny se lo imaginó. Aquello le proporcionó un sentimiento de ligereza, como si alguien hubiera cortado las cuerdas que lo sujetaban y estuviera flotando hacia el cielo. A base de bocinazos, el coche se abrió paso. Se imaginó la extrañ eza de su madre si é l se atreviera a sugerirle algo semejante. No solo extrañ eza, sino una absoluta incomprensió n. Sin embargo, aunque solo por un momento, le pareció una excelente idea. Podrí a visitarla una vez a la semana y llevarle una caja de jalebis en vez de tener pavor a regresar a su propia casa.

Porque tení a pavor. A medida que el coche se acercaba a casa, lo atenazó su habitual sentimiento de culpa y asfixia. Aumentaba cada minuto que pasaba. Se sentí a como un muchacho pequeñ o…, é l, un hombre de cincuenta y dos añ os.

De repente, Sonny se dio cuenta de que siempre habí a tenido esa sensació n. No importaba lo ocupado que estuviera, o si se pasaba la vida viajando a lo largo y ancho de este mundo: bajo aquel techo é l seguí a siendo un hijo. Oh, puede que pareciera un hombre, pero las apariencias engañ aban. Despué s de todo, aquello era la India.

 

 6

La persona que busca su propia felicidad deberí a arrancarse el dardo que tiene clavado en su interior: la cabeza de la flecha del dolor, del deseo, de la desesperació n.

SUTTA-NIPATA

 

—Hola, mamá. Ya estoy aquí.

—¿ Dó nde?

—Aquí, en la India.

—¿ Qué?

—¡ Que estoy aquí, en la India!

—¿ Dó nde?

—En Uttar Pradesh.

—¿ En Ultra qué?

—¡ Que estoy en Uttar Pradesh!

—¿ Está s… aquí ?

—En un ashram.

—¿ Qué?

—¡ Que estoy en un ashram, en un monasterio hindú! Iré a pasar la Navidad contigo.

—¿ Qué?

—¡ Que iré a verte en Navidad…!

—Pero es que estoy envolviendo tu regalo.

—¿ Qué?

—Es que pensaba enviá rtelo.

—Puedes dá rmelo personalmente. De verdad…, ¿ eso es lo ú nico que tienes que decirme?

—¿ Qué?

—Digo que…

—¡ No te oigo!

—Pensaba que serí a una sorpresa.

—¿ Qué?

—Oh, nada, no importa. Te llamaré cuando vaya a llegar.

La lí nea se cortó. Evelyn colgó el telé fono y se recostó en la cama. Desde luego, estaba emocionada de que su hija tuviera pensado ir a verla, pero tambié n se sintió agotada. Habí a olvidado aquel agotamiento particular que solo Theresa era capaz de producirle. ¿ Por qué no se lo habí a dicho antes? Evelyn sabí a que su hija iba a ir a visitarla en algú n momento, pero ¿ por qué no la habí a avisado con antelació n? Desde luego, Evelyn sabí a cuá l era la respuesta. Theresa no funcionaba así. El corazó n de Evelyn se sobresaltó. ¿ Dó nde se iba a quedar su hija? Por lo que ella sabí a, el hotel estaba lleno. Theresa no irí a (ay, Dios mí o, por favor) a dormir en su habitació n, ¿ no? Habí a dos camas. A lo mejor Evelyn podí a conseguir que se llevaran una. Podrí a hacer como que nunca habí a estado allí.

Y Theresa, ¿ iba a ir a verla como una cosa de madre e hija, o solo para encontrar paz espiritual? Evelyn sospechó la respuesta. A lo largo de los pasados añ os, habí a quedado claro que la India le habí a dado a Theresa algo que ella no podí a proporcionarle.

Ay, Señ or, y Christopher tambié n vendrí a… ¿ Lo sabí a Theresa? Christopher y su familia iban a llegar justo antes de Navidad, aunque gracias a Dios se iban a quedar en el hotel Taj Balmoral. Ay, Señ or. Christopher. Theresa. Marcia.

Tení a que llamar por telé fono a Christopher y avisarlo. No…, claro, avisarlo no. Darle la buena noticia de que su hermana tambié n iba a venir…

Oh, cielos. Si al menos pudiera rezar, pero Evelyn sabí a, definitivamente, que las oraciones ya no funcionaban. Si al menos fuera Muriel, podrí a ofrecerle algo a un dios. A Krishna, el que tiene la cara azul, que era en aquellos momentos el favorito de Muriel; habí a instalado una figurita de escayola en su habitació n. Incluso, una tarde, la habí an visto cogiendo del aparador una galleta de mantequilla para dá rsela al dios. Pero los indios tambié n creí an que Dios estaba en todas partes. Le rezaban a los pó steres de las pelí culas, o a cualquier cosa. Simplemente le poní an flores a cualquier cosa y la adoraban.

Evelyn observó las cosas que habí a llevado consigo desde Inglaterra: fotos enmarcadas, su cepillo de plata, las acuarelas de West Wittering. Difí cilmente se decidirí a a adorar aquellos objetos ponié ndoles galletas… No estaba completamente gagá. De todos modos, no habrí a funcionado, ¿ no? El hijo de Muriel todaví a no habí a aparecido. Precisamente el dí a anterior le habí a preguntado a Muriel si tení a alguna noticia de los vecinos de Chigwell, el ú nico contacto de Muriel. «Ni flores», habí a contestado Muriel. Si su hijo no sabí a que su madre estaba en la India, ¿ có mo demonios iba a encontrarla, con intervenció n divina o sin ella?

«Pobre Muriel —pensó Evelyn—, al menos yo tengo a mis hijos».

Aquel pensamiento fue menos reconfortante de lo que esperaba. Observó el buda de jabó n que le habí a comprado a Theresa para Navidad. El martes habí a habido una excursió n al Emporium de Artesaní a de Primerí sima Calidad, en Mahatma Gandhi Road. Era un establecimiento propiedad de un caballero encantador que dijo que les harí a un precio especial porque eran amigos de su buen amigo el sahib Sonny. Como estaban ya cerca las Navidades, todos se habí an vuelto un poco locos, comprando un montó n de objetos má s o menos inú tiles de sá ndalo y lató n. Se habí an empleado lustros enteros, como siempre en este tipo de enví os, en que un empleado trabajosamente fuera rellenando formularios por triplicado y entregá ndoselos sellados por el hombre que estaba detrá s del mostrador. ¡ Y ahora resultaba que Evelyn podrí a darle el buda a su hija en persona!

Evelyn levantó el telé fono. Era muy temprano por la mañ ana en Nueva York; seguro que podí a pillar a Christopher antes de que se fuera a trabajar.

No habí a lí nea.

Evelyn se levantó y bajó las escaleras. Era ya casi de noche. En el rellano, el joven limpiador estaba acuclillado junto a su cubo de plá stico. Mojaba el trapo en el agua, lo escurrí a y lo restregaba por el suelo, avanzando sobre sus rodillas, movié ndose como un cangrejo por el descansillo. Llevaba el torso desnudo. Sus omoplatos eran muy delicados, su cuello muy esbelto. De repente, Evelyn se vio acongojada por la ternura: un arrebato puro y maternal, perdido desde mucho tiempo atrá s para con sus propios hijos. El muchacho sonrió al verla, una sonrisa tan deslumbrante que el corazó n de Evelyn se derritió. Resultaba gracioso que fuera un intocable cuando a ella le apetecí a tanto tocarlo…, acoger aquel cuerpo delgado entre sus brazos y acariciar su maravillosa piel. Era muy oscuro. Los indios, de eso se habí a dado cuenta, tení an tantos colores de piel como los britá nicos. Pardos, cetrinos, caoba…, tan variados como la nariz pú rpura de Norman, el moreno curtido de Madge o su popia palidez apergaminada.

El limpiador se apartó a una esquina para dejarla pasar. Le sonrió, con los dientes deslumbrantemente blancos. ¡ Qué sencillo, mostrar ese deseo de buena voluntad! ¡ Qué sencillo serí a quererlo… sin culpas, sin recriminaciones!

Evelyn bajó las escaleras. El vestí bulo estaba vací o.

—¿ La señ ora sahib querrí a un sherry?

Evelyn se sobresaltó. Era Ayub Khan, el otro camarero mayor. Era un hombre de aspecto desafortunado cuyo rostro estaba sembrado de cicatrices, fueran de granos o de viruela. Evelyn tambié n se sintió abrumada por la emoció n que este le infundí a. En este caso, por lá stima. Quiso tocarlo y consolarlo. Querí a tocarlos a todos.

—No, gracias, Ayub.

«Dios bendito —pensó Evelyn—, este paí s está ejerciendo un efecto muy curioso en mí. Tranquilí zate». Desde luego era má s fá cil sentir aprecio hacia los extranjeros cuyas vidas eran desgraciadas. Ciertamente, resultaba má s fá cil que sentirlo hacia los complejí simos seres humanos a los que ella habí a dado a luz y cuya inminente llegada la llenaba con aquellas turbulentas inquietudes.

No habí a nadie tras el mostrador.

—¿ Está el señ or Cowasjee? —preguntó —. Parece que el telé fono está estropeado.

Ayub Khan meneó la cabeza. El calendario que colgaba de la pared mostraba una fotografí a de unos gatitos. Poní a: «Noviembre». Evelyn tení a la sensació n de que diciembre ya habí a empezado; en aquel lugar uno perdí a la noció n del tiempo. Su hijo llegarí a en el plazo de unas pocas semanas. Debí a comunicarle la noticia; Christopher siempre habí a necesitado prepararse, con bastante anticipació n, para lo inesperado.

Evelyn observó la mesa de cristal, junto al sofá. Sobre ella habí a un Reader’s Digest, un Newsweek y una revista de las que se reparten en Air France. Allí llevaban sin que nadie las hubiera tocado desde la llegada de Evelyn. A su lado, en el cenicero, habí a una colilla de los cigarrillos de Madge, manchada con carmí n escarlata. Llevaba allí dí as. En ese momento preciso Evelyn sospechó que nadie, jamá s, tendrí a energí a para quitarla de allí.

Su ensoñ ació n se rompió con el sonido de unas pisadas. Eran los Ainslie, que regresaban de alguna excursió n o algo. Avanzaron a buen paso por el vestí bulo.

—Casi no se puede creer una que ya estemos casi en Navidad —dijo Evelyn con alegrí a—. Con este tiempo tan maravilloso.

—Tenemos una cinta de villancicos del King’s College —dijo Jean—. Doug y yo la ponemos siempre en Navidad, estemos donde estemos, en cualquier parte del mundo.

Evelyn se metió por el mostrador, levantó el calendario y le dio la vuelta a la hoja. A medida que pasaba el tiempo, todos ellos se habí an ido comportando como verdaderos propietarios del hotel, tratá ndolo como si fuera su casa. De hecho, aquello habí a sido cada vez má s necesario a medida que el mismo propietario parecí a cada vez menos dispuesto a dejarse ver. La fotografí a de diciembre era de unos cachorritos de cocker spaniel.

—Mis dos chicos van a venir en Navidad —dijo Evelyn. Sintió un tí mido arrebato de triunfo por aquello; entre los residentes habí a una rivalidad soterrada en ese tema.

—¡ Qué bien, felicidades! —dijo Jean—. Claro, a Adam le encantarí a venir, pero le hemos dicho que no venga, nosotros estaremos tan contentos. De todos modos, está terriblemente ocupado, está haciendo unos documentales fabulosos para la BBC.

Evelyn se sintió deprimida. Lo que se daba a entender, claro, era que sus chicos habí an fracasado de tal modo en sus vidas que no tení an nada mejor que hacer. Ay, Señ or, ¿ serí a eso verdad?

Douglas miró su reloj.

—Ya no da el sol en las velas marineras —dijo—. ¿ No es hora de ir a roncar, chicas?

Evelyn se disculpó, diciendo que tení a que hacer una llamada de telé fono, pero que parecí a que no habí a lí nea. El dí a anterior habí a habido un corte de luz. Parecí a un milagro que el paí s funcionara plenamente, y que estuviera sostenido por una industria de alta tecnologí a cuyos deslumbrantes bloques de oficinas se elevaban hacia el cielo solo una milla má s abajo, en la misma calle.

—¿ Dó nde está Minoo? —preguntó Douglas.

Evelyn bajó la voz.

—Creo que está n teniendo otra domé stica. —Se oyeron gritos y voces enseguida, en el anexo—. Qué mala suerte. Tengo que telefonear a mi hijo.

Y entonces recordó lo que le habí a dicho alguien. Habí a un locutorio al otro lado de la calle.

Los Ainslies estaban en su habitació n, bebiendo whisky con Olive Cooke. Era má s barato que apoquinar la cuenta del bar del hotel, y Jean, que creí a en el ahorro, habí a encontrado una tienda de licores en Richmond Circus, y se habí a agenciado una botella de escocé s. A resguardo en su habitació n, se sintieron libres para cotillear.

—Adivine a quié n vimos en el centro —dijo Jean—. A Dorothy.

—¿ Habí a salido a dar uno de sus frecuentes paseos? —preguntó Olive.

—Acabá bamos de salir del banco…, ya sabe, el banco Grindlays, en Lalbagh Street, y allí estaba ella, dando vueltas por ahí y con ese aspecto tan raro.

—Pobrecita —dijo Olive.

Se daba por supuesto que Dorothy Miller, la señ ora de la BBC, se comportaba de un modo extrañ o. Por una parte, andaba por ahí ella sola, durante mucho tiempo, a veces incluso se perdí a comidas, y nunca le decí a a nadie dó nde habí a estado. «Solo he ido a dar una vuelta», decí a. Y con su artritis y eso.

—La seguimos por la calle —dijo Jean—. Se quedó un buen rato frente a Mevali Tiffin Rooms, apoyada en su bastó n.

—A lo mejor solo estaba pensando en tomarse una taza de té —dijo Douglas.

—No, hay algo raro en esa mujer —dijo Jean rellenando el vaso de Olive—. Ayer la vimos en el casco viejo de la ciudad. Nosotros está bamos comiendo, un sencillo thali, delicioso por cierto. A menudo comemos en los puestos callejeros, ¿ verdad, Doug? Es totalmente seguro. —Bajó la voz—. Estoy segura de que tiene Alzheimer, primeros estadios.

Los residentes de Dunroamin, sufriendo como sufrí an los achaques habituales de la edad —pé rdida de memoria, distracciones generalizadas—, estaban alerta para descubrir sí ntomas de senilidad má s avanzada en otros. Se producí a un vergonzoso sentimiento de triunfo cuando se presenciaba algo de ese estilo. El informe de Stella respecto a las canciones infantiles, en el caso de Dorothy, se habí a convertido seguramente en la prueba de dicha senilidad. Al parecer era la de «Beee beee, ovejita negra…».

—Les da por el vagabundeo —dijo Jean—. Nuestra amiga Amy tení a demencia, ¿ verdad, Doug? Bajaba andando a la carretera principal en mitad de la noche, en camisó n. Tuvieron que encerrarla. Se pasaba el dí a viendo el ví deo de E. T. «Mi casa, mi casa…». Eso era lo ú nico que le gustaba.

—Ahí es donde quieren ir —dijo Olive.

—¿ Adonde? ¿ A casa?

Olive asintió.

—A la casa que ya no tienen. Posiblemente a su infancia, ¿ quié n sabe?

—Es gracioso que a un sitio como este lo llamen «residencia» —dijo Jean.

—No es una residencia —dijo Douglas cortante—. Es un hotel. —Apuró el vaso—. Y no creo que debamos hablar de esa mujer como estamos hablando.

Douglas apreciaba a Dorothy Miller. Sin embargo, en té rminos generales, la mujer no era muy popular. Esto se debí a en parte a que Dorothy fue la ú ltima en llegar; esto es, una intrusa cuando ya se han formado las amistades y se han establecido las costumbres. Aquello no habrí a sido un problema si ella se hubiera unido al sistema, pero en té rminos generales se comportaba de un modo distante y reservado. Comí a sola, con un libro abierto delante de ella, y se negaba a jugar al bridge. Por supuesto, habí a otros solitarios —Graham Turner, por ejemplo—, pero este era un soltero tristó n de quien todo el mundo sentí a lá stima. Nadie podí a sentir lá stima por Dorothy.

Al contrario, Douglas sentí a una cierta admiració n por ella. Esto se debí a en parte a que la señ ora habí a sido un apoyo importante para su hijo, Adam, en su carrera. Pero era algo má s que eso. Rodeado siempre de mujeres parlanchí nas, era un alivio encontrar a alguien que no hablara ni pizca, alguien tan enteramente distante. Le gustaba el rostro sencillo de Dorothy y sus manos cuadradas. Ocupaba la habitació n de al lado y cuando é l se despertaba por la noche, oí a, dé bilmente, el sonido de su radio. Desde luego, probablemente nadie que estuviera completamente gagá escucharí a la radio internacional de la BBC.

Douglas miró a su mujer. Se le estaba pelando la nariz. Dos semanas atrá s se habí a llegado a un acuerdo con el hotel Meridian, un edificio de cemento que se levantaba má s allá del solar que habí a en la parte de atrá s. Por un precio simbó lico su piscina quedaba a disposició n de los residentes de Dunroamin. Varios de ellos habí an estado yendo allí para nadar y para tomar el sol, una decisió n imprudente en el caso de Jane. No solo se habí a quemado, tambié n le habí a salido un sarpullido ligeramente feo. Douglas no pudo disuadirla, en cualquier caso; le gustaba tomar có cteles y fingirse alemana delante de las tripulaciones de los aviones.

Douglas se volvió. De repente se sintió tan abrumado por aquel poderoso sentimiento que apenas si podí a respirar. «No lo pienses —se dijo—. Ni siquiera pienses en pensarlo».

La noche habí a caí do. Evelyn se detuvo junto al puesto del vendedor de paan. Un montó n de hojas brillaban a la luz de la lá mpara de alcohol. El vendedor tení a una tabla de cortar y pequeñ os montoncillos de pasta, como los botecillos de acuarelas de la escuela. Madge, siempre atrevida, habí a intentado mascar algunos paan, pero dijo que los pedacitos de nuez se le metí an en el puente.

Má s allá de los puestos estaba aquel andrajoso edificio de oficinas de cemento. Habí a un cartel que poní a «Karishma Plaza», encima de la entrada. Las luces resplandecí an en las ventanas. El locutorio, al parecer, estaba abierto durante toda la noche; Evelyn habí a visto las luces durante sus paseos nocturnos por el jardí n.

—Señ ora, ¿ le apetece una santara?

El vendedor de fruta le ofrecí a dos naranjas, una en cada mano, como un malabarista.

Evelyn negó con la cabeza y rodeó un cuerpo envuelto en harapos para apresurarse a entrar en el edificio. En el vestí bulo habí a un hombre detrá s de un mostrador. Ella preguntó por el locutorio y é l le señ aló las escaleras.

Evelyn subió un tramo de escaleras, empujó una puerta batiente y se encontró en una gran planta de oficinas diá fana. Estaba dividida en cubí culos por mamparas. En cada cubí culo habí a un empleado, con unos cascos. Debí a de haber como unos cincuenta. Todos parecí an estar hablando a la vez.

Evelyn se aferró a su trozo de papel. Allí tení a anotado el nú mero de telé fono de Christopher en Nueva York. Ú ltimamente se lo tení a que apuntar todo. El ú nico nú mero de telé fono que podí a recordar, muy curiosamente, era el del servicio té cnico de reparació n de electrodomé sticos Hotpoint, en Chichester.

Transcurrió un rato. Nadie parecí a darse cuenta de su presencia, todos estaban demasiado ocupados. Evelyn estaba ligeramente sorprendida. Habí a imaginado, así por encima, que habrí a un mostrador de recepció n y clientes esperando para utilizar los telé fonos, o algo de ese tipo.

Entonces se dio cuenta de otra cosa curiosa. En cada cubí culo se habí an colocado unos papeles con los nombres de sus ocupantes. Solo podí a leer los que tení a má s cercanos: Sally Spears, Michael Parker, Mary Johnson. Pero la gente que estaba sentada en los cubí culos eran indios…, mujeres y hombres jó venes, vestidos con vaqueros, pero desde luego e inequí vocamente indios.

Evelyn escuchó a la chica que se encontraba en un cubí culo cercano.

—Buenos dí as —dijo—, soy Sally Spears, ¿ puede atenderme unos minutos?

¿ Buenos dí as? Pero si eran las siete de la tarde. La cabeza de Evelyn empezó a dar vueltas. Realmente debí a de estar trastorná ndose. Siempre entendí a mal las cosas. Todo habí a empezado a ocurrir tras la muerte de Hugh. La cabeza le habí a funcionado perfectamente bien hasta entonces; de allí en adelante, sin embargo, se habí a sentido como Alicia pasando a travé s del espejo, a un mundo donde ya nada tení a sentido.

—Hola, ¿ está buscando a alguien, señ ora? —dijo la joven, quitá ndose los cascos.

—Quiero hacer una llamada a Nueva York —dijo Evelyn.

La joven frunció el ceñ o. En la pared colgaba un cartel: «No tienes que estar loco para trabajar aquí, pero eso ayuda».

—Creo que he venido al sitio equivocado —dijo Evelyn.

—Esto es un servicio de atenció n telefó nica —dijo la chica—. No se pueden hacer llamadas desde aquí.

—Pero no es…, me refiero…

Yo sí puedo hacer llamadas, abuela, pero usted no.

Sally se lo explicó. Ella y sus compañ eros de trabajo estaban haciendo llamadas a Inglaterra para venderles cosas por telé fono: seguros de vida, tarjetas de cré dito, lo que nos digan.

—Es venta telefó nica —dijo la muchacha—. Por eso es por lo que solo trabajamos de noche, por la diferencia horaria.

—Dios bendito.

—¡ Ojo! —Sally metió a Evelyn en su cubí culo—. El supervisor está mirando, ese ogro. —Hizo sentar a Evelyn en la silla giratoria y se agachó a su lado—. Me han contado muchas cosas de Inglaterra, pero yo nunca he estado allí. Tengo muchas ganas de ir.

—Estoy segura de que un dí a irá s.

—¿ Puede usted ayudarme, por favor? —Se aferró a las muñ ecas de Evelyn—. Há bleme de Inglaterra.

—Bueno…, no es como esto… Hace un poco má s de frí o…



  

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