Хелпикс

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 SEGUNDA PARTE 6 страница



Ravi corrió las cortinas. Se hundió en el sofá y miró el silló n, el que Norman habí a ocupado durante los ú ltimos cuatro meses. Pronto volverí a a ser simplemente un silló n. «Qué poco dejamos atrá s», pensó. Se representó las bolsas de plá stico de pertenencias que se utilizan en Accidentes y Emergencias: unas gafas, un reloj. El habí a perdido a un paciente aquel dí a…, un accidente de moto. Habí a habido dos atracos (incluyendo el de la señ ora Donnelly), un dedo machacado, un quemado de primer grado de una freidora. Habí a tantos peligros —cuchillos deslizá ndose en tablas de cortar, camiones patinando— que era un milagro que hubiera gente que sobreviviera hasta la edad madura. «Y nuestro karma, ¿ qué? », le habí a preguntado Pauline. Como muchos ingleses, ella se sentí a atraí da por aquel galimatí as hindú. A é l le dolí a que ella hablara en esos té rminos; era una traició n a lo que su marido se habí a dedicado toda su vida: a sanar a las ví ctimas de los accidentes, a reparar los platos rotos. ¿ Es que no entendí a lo má s elemental?

Resultaba raro enviar a Pauline a su propio paí s natal sin ir con ella. Le habrí a interesado ver sus reacciones; en su estado actual de mal humor podrí a tirar en cualquier direcció n. Ademá s, la India causaba unos efectos insospechados en la gente: uno nunca podí a predecir quié n se rendirí a a sus encantos o quié n se sentirí a desconcertado y agobiado. El mismo habí a regresado en un par de ocasiones para visitar a su familia, pero ambas veces sin su mujer. La primera ocasió n fue cuando estaban atravesando aquel bache y Pauline se habí a ido de casa; la segunda vez fue cuando la madre de Pauline se estaba muriendo y se tuvo que quedar en Inglaterra. Por razones que Ravi no estaba muy inclinado a investigar, no sintió que no lo acompañ ara.

En esta ocasió n, desde luego, é l sencillamente estaba demasiado ocupado como para viajar a la India. No podí a tomarse unas vacaciones, y luego estaba lo de la empresa Ravison Ltd. Era emocionante descubrir en sí mismo aquella aptitud para los negocios. La misma palabra «negocio» conseguí a que su corazó n latiera con fuerza. Toda su vida habí a estado trabajando en un sistema burocrá tico, organizado y dirigido por su propia casta, ahogado por las cuentas y por la incompetencia de los directivos. Ahora se sentí a como un poní minero suelto en una pradera a la luz del dí a. Cualquier cosa era posible…, grandes sumas de dinero, el poder para cambiar las cosas por su propia decisió n. Una vez que el negocio se hubiera establecido y estuviera funcionando, podrí a incluso considerar una renuncia al hospital. Podrí a dejarlo cuando quisiera, podrí a trabajar las horas que le apeteciera. Podrí a viajar por todo el mundo, reunié ndose con arquitectos bajo palmeras de cocos. El mismí simo cuerpo de Ravi se sentí a diferente, como si unos mú sculos desconocidos estuvieran fortalecié ndose. En realidad, deberí a estarle agradecido a aquel viejo cabró n de Norman por darle la idea en primer lugar.

Dorabella y Fiordiligi estaban cantando algo sobre el perdó n. «Fortunato c’uom che prende…». Ravi se enjugó una lá grima. Fue a la cocina. Pauline, bendita, habí a dejado el frigorí fico bien avituallado. Se imaginó su cuerpo alto, y de anchos hombros, y sintió una punzada de deseo. Ahora que estaba ausente, su mujer habí a regresado, como la casa, a su antiguo ser: ené rgica, divertida, impasible ante las turbulencias de la menopausia y la presencia de su padre. Incluso podí a recordar a Norman con má s amabilidad ahora: un viejo jovial y malicioso, má s que su torturador.

Ravi metió un poco de aquel pescado precocinado con puré de patatas en el microondas. Volví a a ser un soltero, rebosante de energí a y optimismo. Despué s de cenar subirí a arriba y adelantarí a un poco de trabajo. Todo estaba yendo de acuerdo con lo previsto. Los primeros residentes se habí an instalado y solo habí an surgido problemas menores. Sonny no le mentirí a; estaban en aquel asunto juntos; a medias.

Ravi rasgó una bolsa de hojas de ensalada y las revolvió en un bol. En los viejos tiempos llegaba exhausto cuando volví a a casa del hospital. En la actualidad, a pesar de la doble carga de trabajo, estaba rebosante de energí a. ¡ Qué estimulante resultaba trabajar para sí mismo, en vez de hacerlo para otra gente! Mezcló una vinagreta —aceite de nueces, zumo de lima—. Incluso sintió cierta ternura hacia la señ ora Donnelly. «Aquí estoy otra vez —habí a dicho la mujer—, otra vez aquí, como la falsa moneda». Intentaba resultar agradable, aunque estaba temblando. Ravi ya no la consideró como una racista intolerante, sino má s bien como un valiente pajarillo viejo. Despué s de todo, el mundo habí a cambiado tan profundamente…, todo debí a de resultar desconcertante para alguien de su edad. Le enviarí a un folleto, aunque, como habí a dicho Pauline, no habí a ninguna maldita esperanza de que quisiera ir. ¿ Muriel Donnelly? ¡ Ni loca!

Por una parte, no dispondrí a del dinero suficiente. Y luego estaba aquel otro problemilla suyo…

Mientras aderezaba la ensalada, Ravi sonrió. La vieja estaba en lo cierto, desde luego. Estaban por todas partes en la actualidad, uno no podí a librarse de ellos. Sobre todo, naturalmente, en el sector sanitario. De hecho, resultaba indiferente en el paí s en el que uno pudiera estar, cuando te llegara la hora. No importaba si estabas en Watford o Wisconsin, daba igual, la ú ltima cara que verí as, en este mundo, serí a la de un negro.

Muriel habí a sido atracada. Le habí an robado. Su gato habí a desaparecido; Leonard debió de huir cuando entraron los ladrones y ella no se atreví a a salir por la noche a buscarlo. Estaba sola y su hijo no cogí a el telé fono. Solo se oí a el contestador.

—¡ Keith! Por favor, ven y sá came de aquí. Esté s donde esté s, Keith, ven rá pidamente. Van a volver. Tienen mis llaves…

Un pitido y se cortó.

Su vecina Winnie estaba fuera. El piso de arriba estaba vací o. Muriel, todaví a con el abrigo puesto, se sentó temblando en la cama. Habí a perdido el sentido del tiempo. Se sentí a mareada e incorpó rea, debí an de ser los analgé sicos, se sentí a como si su cuerpo estuviera sentado allí, pero ella estuviera flotando junto al techo, mirando hacia abajo, a la señ ora anciana que tení a el ojo morado y la pierna vendada. Su alma habí a huido, dejá ndola tan liviana como una cascarilla. Sabí a que sus piernas sentí an frí o —le habí an quitado las medias en el hospital—, pero el frí o le pertenecí a a alguien que no tení a ninguna relació n con ella.

Muriel permaneció sentada allí, esperando a que Keith llamara, esperando el ruidillo de la gatera. Sabí a que deberí a llamar a la policí a, pero entonces tendrí a que esperarlos y podrí an tardar mucho rato. Cuando viniera su hijo, se la llevarí a de aquel piso que ya no era realmente suyo, que habí a sido invadido por extrañ os que querí an matarla. El mal estaba en el aire, como una fuga de gas.

Y justo entonces oyó el ruidillo. Era la pestañ a de la gatera.

¡ Lenny!

Muriel se incorporó. Su Lenny habí a vuelto a casa.

Lo meterí a en la cesta y se lo llevarí a a Chigwell. Keith la mimarí a y la arroparí a en la habitació n de invitados, que tení a su propio bañ o, con griferí a de oro macizo. Incluso la avinagrada de su mujer sentirí a piedad de ella ahora.

Muriel se abrió paso por el pasillo.

—¡ Lenny, estoy aquí …!

Quizá lo que habí a ocurrido aquel dí a era un prodigio, una advertencia para que dejara Peckham por su bien. Tal vez su hijo tení a razó n. Le dejarí a que vendiera el piso y se trasladarí a a Chigwell; podrí a acabar tranquilamente sus dí as en el campo, con las vacas por compañ í a, y no con atracadores.

Muriel entró en la cocina. Un gato callejero colorado estaba allí, comié ndose la comida de Lenny. Má s descarado que descarado, ni siquiera se volvió.

—¡ Fuera de aquí! —Muriel le dio una patada con la pierna buena—. ¡ Fuera, asqueroso!

El gato la bufó. Tení a los ojos blanquecinos, con cataratas. Luego se fue dubitativo, con la cola levantada, enseñ ando el culo. Con dificultad, pudo abrirse paso por la pestañ a de la gatera.

Muriel quitó el pestillo de la puerta de atrá s. El gato se habí a detenido al final de su patio. La miraba.

—¡ Fuera, asqueroso! —le gritó, cojeando por el cemento.

Se detuvo al final, intentando coger aire. Sus pulmones silbaban. El parking tení a un aspecto inquietante, bañ ado a la luz de las farolas de sodio. En algú n sitio cantaba un pá jaro; ahora cantaban a todas horas, era un horror. Las luces de la calle les hací an pensar que era ya de dí a. A lo lejos, por detrá s del bloque de pisos de al lado, un hombre gritaba.

Muriel se quedó quieta apoyada contra la pared y esperó a que su pulso recobrara el ritmo normal. Luego se volvió para entrar otra vez.

A su lado habí a una fila de contenedores de basura gigantes con ruedas. Algo llamó su atenció n.

Al principio pensó que era un trozo de abrigo de piel…, un manguito o algo así, que alguien habí a tirado a la basura. Lo habí an tirado encima de un montó n de bolsas de basura.

Se acercó un poco. No, era un peluche de un crí o. Pelo negro, patas blancas.

Se acercó un poco má s. Y luego se detuvo.

Durante la pelí cula Pauline estuvo durmiendo. Soñ ó que era de nuevo una niñ a pequeñ a, gateando al lado de su madre en un monte de hierba. Su madre ya estaba enferma, aunque nadie lo decí a. Su cara estaba gris y frí a. Estaban sentadas en un sitio llamado India, aunque Pauline sabí a que era el parque de High Wycombe, donde ella creció; reconoció el monumento de la guerra. Con gesto grave, su madre le entregaba a Pauline un plato de comida. Cuando Pauline miraba al plato, comprobaba que estaba lleno de cabezas de mono.

Parecí a perfectamente natural, aquellas arrugadas caras nadando en salsa. Sin embargo, parecí an felices, y le sonreí an como pequeñ os viejecitos. No se las iba a comer, descuida.

Una sombra cayó sobre ella. Era su padre. Se sentaba en la hierba y cogí a una cabeza. Se la metí a en la boca y comenzaba a masticarla.

«Sé una buena chica y dame otra».

Pauline se despertó. Norman sujetaba en la mano su miniatura de whisky vací a.

—Sea una buena chica —le dijo a la azafata— Deme otro.

La azafata miró a Pauline y sonrió. Sin duda era lá stima; Norman habí a estado dando la lata durante todo el vuelo. Entonces Pauline se dio cuenta de que tení a el rostro bañ ado en sudor. Otro sofoco.

—Aterrizaremos enseguida —dijo la azafata.

Pauline levantó la persiana de la ventanilla. En el exterior el amanecer despuntaba, una franja de fuego sobre el horizonte curvado. Cinco horas se habí an quedado en el limbo a medida que cruzaban a toda velocidad los husos horarios hacia el nuevo dí a. Su corazó n latí a má s rá pido, o tal vez eran solo palpitaciones. Eso era lo que hací a por los demá s, enviarlos a toda velocidad por el espacio, enviarlos a destinos situados en el lugar má s alejado del mundo. Ella tambié n habí a viajado, desde luego. Pero aquella noche no estaba de vacaciones; para su padre, se trataba de una nueva vida. Se pasó la servilleta de la cena por la cara. La Luna influí a en la gravedad de la Tierra; las mareas influí an en el ú tero femenino… excepto para las azafatas, que cruzaban de un lado a otro el mundo mil veces y cuyos perí odos aparentemente se habí an detenido para siempre, como pronto le ocurrirí a a ella.

Qué sueñ o tan raro. A lo mejor habí a monos en la India. Seguramente serí an monos pequeñ os. Le resultó doloroso poder volver a ver a su madre durante un momento tan breve. De repente Pauline la echó de menos con tanta fuerza que sintió ná useas. ¿ Có mo pudo su madre abandonarla por morir? El viejo que estaba en el asiento de al lado le habí a sorbido la vida; Pauline se dio cuenta en aquel momento. No habí a justicia en el mundo. Su madre, una buena mujer, habí a muerto; su padre, el polo opuesto, parecí a indestructible. El egoí smo era una poderosa fuerza vital; probablemente su padre les sobrevivirí a a todos, a pesar del maltrato que habí a infligido a su cuerpo durante toda una vida bebiendo y fumando… Incluso se habí a encendido una colilla en el bañ o y una azafata habí a tenido que sacarlo a rastras de allí.

—En breves momentos comenzaremos el descenso hacia el aeropuerto internacional Indira Gandhi. Por favor, comprueben que tienen los cinturones de seguridad abrochados, las bandejas plegadas y los asientos en posició n vertical…

Al parecer Norman se habí a salido con la suya. Desenroscó el tapó n y vertió el whisky en el vaso.

—Pues nosotros vamos a Bangalore —le dijo a la persona que tení a al otro lado, un indio corpulento que habí a ido dormido la mayor parte del viaje—. Mi hija va a dejarme tirado ahí, en una residencia de viejos.

—Bangalore es una ciudad encantadora —dijo el hombre—. Un clima muy agradable, unas instalaciones moderní simas.

—¿ Ves, papá? —dijo Pauline.

—Se la conoce como el Paraí so de los Pensionistas —dijo el hombre—. Mis compatriotas viven por todas partes del mundo. A veces ni siquiera tienen familia en la India, así que invierten en complejos residenciales para cuando se hagan mayores.

—¿ Ves, papá? No eres solo tú.

—En muchos sentidos es igual que en Inglaterra —dijo el hombre—. Ya verá en Navidad. Van todos a la misa del gallo en la iglesia de St Patrick, y luego se comen un pavo con toda su guarnició n en el Koshy. —Le dio unas palmaditas a Norman en la rodilla—. Y para un hombre al que le guste beber, Bangalore es el sitio justo. La sede de la cerveza Kingfisher. ¡ Un pub en cada esquina!

Norman se golpeó un lado de la nariz.

—Y alguna cosilla má s…

El avió n se sacudió con las turbulencias. Saltaron en sus asientos. El whisky del vaso de Norman se derramó.

—¿ Está usted segura de que no deberí a estar en un hospital? —dijo el taxista.

—Ya he estado en un hospital —dijo Muriel—. Apriete el acelerador y llé veme a Chigwell.

—Yo mismo vivo por allí —dijo—. Ongar. Ya no se puede vivir en Londres, por lo menos ahora, me refiero, mí rese usted misma. ¿ Có mo se le puede hacer eso a una pobre mujer indefensa? Ley y orden, de eso ya no queda nada, me refiero, ¿ dó nde está la policí a?, ¿ dó nde está el guardia haciendo la ronda? Los chicos de hoy, fuera de control totalmente. Vienen a este paí s, ya sabe usted de lo que estoy hablando, vienen aquí, se aprovechan de los privilegios, a los padres que se jodan, perdó n por la palabra, los chicos se ponen a vender crack y cocaí na, está n colgados la mitad del tiempo, crios que tienen doce añ os. Pero se conocen el sistema, ¿ sabe usted?, se rí en de la policí a, lo ú nico que hacen es darles el telé fono de su abogado. ¡ Criminales peligrosos con doce añ os! Que los encierren, es lo que yo digo, que los encierren y tiren la llave al rí o.

Muriel permanecí a allí sentada, con los ojos cerrados, mientras el taxi recorrí a las calles. Se habí a bebido medio vaso de un licor que Keith le habí a traí do de Españ a.

—Me refiero, ¿ ha leí do usted eso de una señ ora mayor, salí a en los perió dicos, que la dejaron tirada dos dí as en urgencias? ¿ A eso se le puede llamar una sociedad civilizada? Que vuelvan a poner la horca, eso es lo que yo digo.

Muriel llevaba un pequeñ o bolso de mano para pasar la noche fuera. No podí a recordar haberlo preparado. Aunque normalmente era una mujer parlanchí na, parecí a haber perdido la facultad del habla. Lo ú nico que podí a hacer era desear que el taxi la llevara a casa de Keith antes de que le diera un colapso. Cuando caí an las bombas eso era lo que una podí a hacer…, contar en silencio, esperar la explosió n…, quince…, diecisé is…, diecisiete…

Leonard.

Muriel debí a de haberse quedado dormida, porque ya habí an llegado a la casa de Keith y se estaba palpando el bolsillo para comprobar que estaba el dinero que habí a cogido de la caja de zapatos.

—¿ Es este el sitio? —El taxista le sacó el bolso de mano.

La casa estaba a oscuras. Keith y Sandra debí an de haber salido a pasar la noche fuera, para divertirse.

Incluso el telé fono de su hijo estaba desconectado.

—Mi hijo volverá pronto —dijo Muriel—. Tengo las llaves.

Las habí a encontrado en un cajó n de la cocina. Se habí a movido por la casa como un autó mata. Era como cuando todos los sistemas se caen y todo funciona con un generador. El marcapasos hací a eso con el corazó n.

El taxista la acompañ ó hasta la entrada. Sujetó con la mano el codo de Muriel.

—Un sitio bonito. Debe de haber costado un buen pico.

—Hay una piscina en la parte de atrá s. —Incluso en esos momentos Muriel podí a hacer gala de su orgullo materno; lo tení a profundamente arraigado.

De repente, una potente luz los iluminó. La casa quedó claramente a la vista: grande, con entramado de madera, con pegatinas pegadas en la ventana del dormitorio de Jordá n. Los chicos estaban fuera, en un internado.

—No son los chicos de mi hijo —dijo—. Son de Sandra.

Las luces inesperadas consiguieron que la casa pareciera dé bil, como un decorado. Llegaron hasta el porche.

—¡ Caray, có mo pesa esta bolsa!

El taxista la dejó en el suelo.

—¡ No me deje aquí sola! —dijo Muriel aferrá ndose a su brazo.

—Por supuesto que no, mujer.

El taxista cogió las llaves y abrió las cerraduras por ella, una tras otra.

Habí a empujado la puerta para abrirla; se atascó un poco por un montó n de cartas. Ambos entraron dentro. El ambiente era frí o. Algo empezó a hacer bip-bip-bip.

—Oh, oh —dijo el taxista—. ¿ Dó nde está la alarma, señ ora?

Muriel dio la luz. Estaba demasiado aturdida como para pensar. Habí a un olor raro en toda la casa; la mesa estaba sembrada con pé talos de lirio secos.

—En algú n sitio estará … —dijo el taxista, buscando en el pasillo.

Entonces sonó la alarma antirrobos.

Muriel estaba sentada en un saló n extrañ o. El taxista se habí a ido. Frente a ella habí a un hombre y una mujer que le resultaban vagamente familiares. Unyorkie le olí a la pierna.

—Para ya, Coco —dijo el hombre—. Lo siento, querida, es por su vendaje.

Muriel se aferraba a su taza de té; habí an caí do algunas gotitas sobre la alfombra.

—A ver, dé jeme que se la sujete… —La mujer cogió la taza de la mano de Muriel.

¿ Durante cuá nto tiempo habí a estado Muriel sentada allí? Lentamente sus caras se articularon en rostros conocidos. Eran los vecinos de al lado de Keith; Muriel los habí a conocido en una barbacoa. El hombre se llamaba Cari; era constructor.

—Ese pobre ojo… —dijo la mujer, como se llamara—, pobrecita.

Tení a el pelo rubio platino y llevaba una bata. Habí a un armario acristalado lleno de trofeos de plata junto a la pared. Muriel creyó ver tambié n un tazó n de Diana.

—¿ Dó nde está Keith? —preguntó Muriel.

Cari miró a su mujer.

—Le prepararé una cama, señ ora Donnelly. Ya hablaremos por la mañ ana —dijo la mujer.

—¿ Dó nde se ha ido?

—Está en el extranjero.

—¿ Dó nde, en Españ a?

Cari negó con la cabeza. Era un hombre grande y fornido, muy bronceado.

—No, en Españ a no, querida. Verá, estará n buscá ndolo allí tambié n…

—¿ Quié n está buscá ndolo? —preguntó Muriel.

—La policí a.

—¿ La policí a? —se sobresaltó Muriel.

—Verá usted… Keith ha tenido algú n problemilla… —explicó Cari.

La mujer se volvió hacia é l.

—Algo má s que un problemilla, vida.

Se hizo un silencio. El perro empezó a gimotear. Estaba olisqueando su bolso de viaje.

¡ Coco! —Cari lo agarró por el collar y lo arrastró a un lado. Las uñ as fueron arañ ando el suelo de parqué.

—¿ Qué está pasando? —dijo Muriel—. ¿ Qué le ha pasado a mi hijo?

¡ Rita! Ese era el nombre. Rita carraspeó.

—Lo que Cari está intentando decirle es que su hijo está metido en un lí o. Cosas de negocios. Nosotros no sabemos nada, pero ha estallado algo y é l ha tenido que huir del paí s. Nos dijo que no dijé ramos nada, pero siendo usted… No sé qué habrá pasado con Sandra, quiero decir, no sé dó nde estará n los chicos. No sé si ella se habrá ido con é l. Pero é l se ha ido. Lo siento.

El perro logró zafarse de los brazos de Cari y se abalanzó sobre la bolsa de nuevo.

¡ Coco!

—El gato está ahí, por eso lo hace —dijo Muriel. No pudo decir la palabra ‘muerto’, porque empezarí a a lloriquear—. No pude dejarlo allí solo. —Hubo entonces un silencio. Ellos miraron la bolsa—. Keith nunca me dejarí a sola —dijo.

—Es que tuvo que irse un poco deprisa… —dijo Cari.

—Estoy segura de que se lo habrí a dicho… —dijo Rita— si hubiera tenido tiempo.

Cari miró la bolsa de viaje.

—¿ No quiere sacar el gato?

—No —dijo Muriel—. No volverá a salir.

En algú n lugar lejano, un reloj dio las campanadas. La casa era incluso má s grande que la de Keith.

—Su hijo se fue el martes —dijo Rita—. Y esa tarde la policí a anduvo por aquí. Lo ú nico que descubrieron es que no estaba. —Miró la bolsa—. ¿ Es que algo va mal…? ¿ El gato…?

—Mi Keith no ha hecho nada malo —dijo Muriel—. ¿ Por qué andan perdiendo el tiempo buscando a mi hijo cuando deberí an estar cogiendo a criminales? ¡ Deberí an estar persiguiendo a esos crios! —La cabeza le daba vueltas. ¿ Habí a sido realmente aquella misma mañ ana cuando la habí an atracado? —. No se ha ido al extranjero. Está escondido, como solí a hacer cuando era pequeñ o. Siempre fue muy listo para eso. Está escondido y nadie lo va a encontrar.

Sus palabras salí an de ella y se alejaban. Eran como un arroyo, borboteando entre las piedras…, pequeñ os susurros cuando pronunciaba las eses. Muriel se vio hundié ndose, como una bolsa de agua caliente vací a. Y luego se sumió en las tinieblas…

 

 SEGUNDA PARTE

 




  

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