Хелпикс

Главная

Контакты

Случайная статья





 TERCERA PARTE 8 страница



—Verá, es que algunas personas a las que llamamos se huelen que hay gato encerrado.

—¿ Por qué?

—¡ Porque se supone que estamos llamando desde Inglaterra! No debemos dejar traslucir que estamos en Bangalore. Por eso es por lo que nos ponemos nombres ingleses. Yo realmente me llamo Surinda.

—Es un nombre muy bonito…

—Tenemos que fingir que somos ingleses, hemos estado aprendiendo có mo se pronuncia el inglé s, do, re, mi, todo ese rollo, un maestro viene y nos da lecciones. —Bajó la voz—. Cué nteme cosas de Enfield, abuela.

—Enfield.

—Se supone que somos de allí, todos nosotros.

Evelyn intentó concentrarse.

—Enfield… Enfield… Deja que piense…

Intentó recordar si habí a estado alguna vez allí. Surinda, con la boca abierta, la estaba mirando. Era un poco rellenita, pero muy guapa. En su camiseta poní a «FCUK».

—Recuerdo… —dijo Evelyn—. Fui a Enfield, a un baile vespertino, una vez… —De repente, allí estaba, claro como el cristal… Un dí a de junio, siempre era junio. Ella llevaba su vestido con cuello blanco y las diminutas rosas rojas—. Fue en el hotel Windsor, y fui con mi amiga Annabel porque ella viví a cerca de allí, en una casa grande con un montó n de perros, y yo tení a envidia porque ella iba a ponerse de largo y yo no…

—¿ Ponerse de largo?

—Y yo bailé con Teddy Ramsbottom, que habí a sido tremendamente valiente en la guerra, y todaví a tení a un trozo de metralla en la pierna, pero bailaba tan bien… —La voz de Evelyn se fue apagando. Allí estaba, perdida en sus recuerdos—. Fuimos a bailar fuera, al jardí n, y solo vi que cojeaba un poco luego, cuando fue a coger el coche, era el coche de su padre, un Austin 7, y esa fue la ú ltima vez que lo vi.

Se hizo un silencio. Al otro lado de la mampara pudo oí r una voz…

—Es un precio muy ajustado, señ or Bishop, y podemos ofrecerle un descuento si lo abona usted en el plazo de catorce dí as.

—¿ Y Enfield está cerca de Liverpool? —preguntó Surinda. [8]

—No, querida. Está cerca de Londres.

—Ah. Pensaba que los Beatles eran de allí.

—No. Solo Annabel. —Evelyn se detuvo—. Y se fue a vivir a Australia en 1953.

Evelyn apuró el paso. La cena ya debí a de haber empezado. En el exterior, el trá fico aturdí a con sus bocinazos, se desarrollaba la cacofoní a de la calle, pero una vez que se cruzaban las puertas se hací a el silencio, como si el hotel creara su propio enmudecimiento.

En el vestí bulo se encontró con Madge y Sonny. Ambos iban de etiqueta, Sonny con una tú nica de seda de color crema, un poco tirante.

—Hasta luego, cocodrilo —dijo Madge. Llevaba un top de lentejuelas que dejaba ver su escote arrugado y moreno—. Nos vamos a una boda. Sonny va a presentarme a un marajá que tiene avió n privado.

—¡ De modo que sus hijos van a venir en Navidad! —dijo Sonny—. Me lo ha dicho un pajarito. Ya sabí a yo que tení a razó n —dijo entre risillas—. ¡ Venir a Bangalore es má s rá pido que la compañ í a de ferrocarriles Connex que antañ o iba a Kent, y casi igual de barato!

—Acabo de tener una aventura extraordinaria al otro lado de la calle —dijo Evelyn. Y les contó lo del centro de llamadas.

—Ah, el jefe es un buen colega mí o —dijo Sonny—. Es un sitio de trabajo muy conocido; todos son universitarios, ¿ sabe?, tienen mucho entusiasmo. ¿ Sabe, señ ora Greenslade?, es el ú nico sitio donde pueden estar juntos los chicos y las chicas, en el lugar de trabajo, digo, sin que sus familias esté n husmeando por detrá s a ver qué hacen.

—Querí an saber cosas de Inglaterra —dijo Evelyn.

Se hizo un silencio. Sonny la miró detenidamente. Desde el comedor llegaba el dé bil ruidillo del entrechocar de platos.

—Vá monos ya, Sonny —dijo Madge—. He estado esperando dos horas. ¿ Es que nadie hace nada con puntualidad en este paí s?

Sonny estaba observando a Evelyn.

—Señ ora Greenslade, es usted un genio. —Se inclinó casi hasta el suelo—. Por favor, permí tame que bese sus pies.

Despué s de cenar Evelyn salió a pasear por el jardí n. El mali lo habí a regado completamente, por una vez; aspiró el olor del cé sped empapado, de la tierra descansando aliviada. Ahora que era invierno, el tiempo era perfecto; noches frescas, suficientemente frescas para una rebeca, y dí as tan buenos como aquella tarde de junio cuando ella se habí a sentado bajo las clemá tides con Teddy. Oyó, dé bilmente, las canciones de Peggy Lee. La mú sica se derramaba por la ventana abierta de Graham Turner. Este tení a una de las habitaciones má s pequeñ as, y má s baratas, en la parte trasera del edificio. «Solo era una de esas cosas…», cantaban.

Evelyn se preguntó qué habrí a sido de Teddy, y qué habrí a sido de la otra vida que habí a soñ ado para sí misma aquel dí a en Enfield. Aquello la hizo sentirse un poco mareada, por las posibilidades. Observó la oscuridad. A travé s de las enmarañ adas ramas vio las luces del Karishma Plaza. Todos aquellos chicos y chicas… estaban tejiendo allí todas aquellas mentiras, soñ ando con sus propias escenas en Enfield, pero eran jó venes y todo era posible. Su juventud solo propició que Evelyn quisiera llorar.

—¡ Chst!

Evelyn se giró. Muriel estaba asomada a la ventana. Evelyn se apresuró a acercarse.

—He visto a un santó n hoy —susurró Muriel—. Me llevó la mujer del gerente, la señ ora Gee-Gee.

—¿ Un santó n?

—¡ Estaba en su pequeñ o cuchitril en el templo! No se lo diga a nadie, se reirí an de mí.

—¿ Y có mo era?

—Tení a barro en el pelo, lo tení a todo largo y apelmazado como si fueran rastas, ¿ sabe? De esos hay un montó n en Peckham. —Muriel se señ aló la frente—. Me puso este punto aquí, con el pulgar. ¿ Lo ve? No me lo he lavado. Le di un poco de dinero y é l me bendijo y me dijo que mi Keith no tardarí a en venir. Tení a unos ojos deslumbrantes, y me miraba fijamente, como si estuviera viendo dentro de mí. Dijo que mi Keith iba a venir a buscar a su mamá.

Llegaron un par de dí as despué s, veinte chicas y chicos del centro de llamadas, y entraron en fila en el saló n. Los residentes ya estaban acomodados; los jó venes visitantes se sentaron en el suelo, a los pies de sus anfitriones mayores. Sonny, que lo habí a organizado todo, pidió pepsis para todos.

Surinda se sentó al lado de Evelyn, con la cabeza apoyada en un lado del silló n.

—Creo que podrí a dormir durante una semana entera, abuelita Evelyn —dijo.

—Pobrecita mí a, trabajando toda la noche… —A Evelyn le encantaba acariciar el brillante pelo negro de Surinda. Le recordaba el del viejo labrador de su hermano, Toby.

—Es verdaderamente estresante —dijo Surinda—. Cuando pille mis bonus me voy a ir a hacer un curso de gestió n hotelera.

—¿ Y cuá ndo vas a conseguir tus bonus, querida?

—Cuando haya hecho mil ventas —dijo Surinda.

—¿ Y cuá ntas llevas hasta ahora?

—Veintisiete.

Ambas se echaron a reí r. Evelyn sintió un arrebato maternal. Le encantaba ocuparse de aquella encantadora y rechoncha jovencita. De hecho, sentí a un cariñ o protector por todos aquellos jó venes; despué s de todo, era ella la primera que los habí a encontrado. «Todos estamos desesperados por encontrar a alguien a quien querer aquí —pensó —; por eso es por lo que le ponemos leche a los gatos».

—Hay algunos chicos monos aquí —le susurró Evelyn a la joven—. ¿ Te gusta alguno? ¿ Qué me dices de aquel? —y señ aló a un muchacho que estaba ganduleando en el suelo, apoyado en un codo.

—Ah, ese es Rahul. Se cree muy listo solo porque acaba de regresar de Estados Unidos.

—¿ Cuá l es su nombre inglé s?

—Romy Dunne.

Evelyn se lo pensó.

—Eso no es muy inglé s, querida.

—Se lo inventó mirando por la ventana —dijo Surinda—. Vio el cartel de este hotel.

—¿ Qué quieres decir?

—Dunroamin. Es un anagrama.

Evelyn estalló en risas. No se habí a reí do tanto desde hací a lustros. Se inclinó hacia Madge, que estaba sentada en el silló n de al lado.

—Cogen los nombres de productos y cosas…, de la crema Johnson’s Baby, de los bolis Parker… —Estaba orgullosa, por saber algo que ninguno de los otros sabí a—. Esta amiga mí a cogió el suyo del de Britney Spears.

—Britney no es un producto, cariñ o —dijo Madge—. Es una cantante.

—Ese de ahí es Beckham —señ aló Evelyn—. Y uno de los chicos cogió su nombre del nombre de nuestro hotel.

Sonny dio unas palmadas.

—¡ Silencio, por favor! Ahora, mis buenos amigos, el objetivo de esta convocatoria es que podá is preguntar a nuestros distinguidos ingleses aquí reunidos cosas sobre su paí s natal, y sobre Enfield en particular. Ellos van a dedicaros amablemente su tiempo para ayudaros a mejorar en vuestro trabajo. ¡ Adelante!

Las conversaciones se entablaron por toda la sala. La voz de Norman se elevó sobre las demá s.

—Recuerdo Enfield… Solí a parar por La Telarañ a, saliendo por la carretera de servicio…

—Yo iba a la escuela cerca de allí —dijo Olive—. Wood Green. Bueno, bastante cerca de allí.

—Pero ¿ dó nde está Enfield? —preguntó Hermione.

Norman terció:

—Solí a tomarme unas ginebras con angostura con una pilingui que se llamaba Fay…

—Yo solí a ir al cine allí … —dijo Olive—. A los cines Gaumont.

—¿ Está cerca de Acton? —preguntó alguien.

—Eso es Ealing, querida.

Todo el mundo parecí a estar hablando a la vez. Era una sensació n novedosa, que hubiera gente interesada en lo que tení an que decir los residentes. Allí estaban los jó venes teleoperadores, pendientes de cada palabra.

—Recuerdo cuando en el noticiario del cine salieron diciendo que le habí an pegado un tiro a Gandhi —dijo Olive.

—Yo me estaba tomando la leche. —Los ojos de Stella brillaron—. Lo oí en la radio.

—Yo estaba actuando en Enfield —dijo Dorothy—. Estaba haciendo de criada en la obra de teatro Querido Bruto, de J. M. Barrie.

—¿ Ha sido usted actriz? —preguntó Madge.

Dorothy asintió.

—Unos cuantos añ os. Habí a un Lyon’s Có rner House, uno de aquellos famosos restaurantes, en la calle principal. Un dí a vi a Nye Bevan pasar en coche. Era como haber visto a Dios.

—¿ Quié n era, por favor? —preguntó un joven.

—Fue el que inventó nuestro Sistema Nacional de Salud —dijo Dorothy—. Así que la gente ya no se morí a en la calle, como pasa aquí. Al dí a siguiente decidí dejar de actuar y empecé a hacer programas para el Partido Laborista.

—¡ Ahí la quiero ver! —dijo Norman, que se estaba tomando un whisky.

—Yo conozco Enfield bastante bien —comentó Graham Turner.

Los residentes giraron la cabeza.

—Crecí allí —dijo.

—Yo no estuve nunca —dijo Madge.

—En Maybury Road —dijo Graham—. Tení amos un refugio Anderson, en fin, una estació n de metro, al final de la calle. Cuando sonaban las alarmas del bombardeo aé reo, yo intentaba colar allí a mi gallina.

—¿ Una gallina?

Graham asintió.

—Sí, le tení a mucho cariñ o. —Allí estaba el hombre, con las mejillas encendidas, con su camisa y su corbata. Nunca se le habí a visto sin su corbata.

Evelyn miró a su alrededor. Algunos de los jó venes teleoperadores se habí an quedado dormidos. No era de extrañ ar, pobrecitos, trabajando como negros toda la noche. Dormí an maravillosamente. Dormir es una cosa muy sencilla, cuando uno es joven.

—Mi fiancé e, Amy, trabajaba en los economatos del ejé rcito y de la marina —dijo Graham.

Fiancé e? —preguntó Norman apurando el vaso—. Bueno, me importa una mierda.

La cabeza calva de Graham relumbraba a la luz del fluorescente.

—Los jueves tení a media jornada. Yo solí a bajar a Londres, en el autobú s, y la iba a recoger para ir a tomar el té en Gunter’s.

Se detuvo.

—¿ Y qué fue de ella, querido? —preguntó Madge.

Graham no contestó. Todos lo miraron. Por primera vez Evelyn se fijó en sus manos. Eran delgadas y tení an las manchas de la vejez, las tení a entrelazadas en su regazo.

—Falleció.

Hubo otro silencio. Stella se sonó la nariz.

—¿ Por qué no sabí amos eso? —le susurró Evelyn a Madge.

—No lo preguntamos.

Habí a pasado media hora. Se habí an corrido las cortinas en la sala de televisió n. Apiñ ados allí, estaban todos viendo un ví deo de EastEnders. Los enví os de la serie llegaban, a intervalos regulares, enviados por los nietos de Olive Cooke. Nunca estaban etiquetados adecuadamente, así que veí an los episodios en un orden aleatorio, lo cual, incluso para los que tení an la cabeza má s despejada, resultaba un tanto embarullado.

Surinda le susurró a Evelyn:

—¿ Por qué se han ido todos ustedes de Inglaterra?

—Por distintas razones, querida. A algunos de nosotros nos pareció que ya no podrí amos arreglá rnoslas para vivir allí.

—¿ Qué quiere decir?

—Distintas…, bueno, las distintas previsiones que habí amos hecho… Las cosas no salieron exactamente como nos habí an dicho que iban a salir. Las pensiones y todo eso.

—¿ Y por qué los hijos no cuidan de ustedes?

Evelyn se lo pensó.

—En Inglaterra las cosas son distintas.

En la tele, una mujer le atizaba a un hombre en la cabeza y luego estallaba en lá grimas.

—¿ Lo echa de menos, abuela?

—A veces —dijo Evelyn—. Echo de menos la lluvia.

—¡ Espere al monzó n!

«Echo de menos las colinas de Sussex —pensó Evelyn—. Echo de menos el viento soplando sobre los campos de cebada, levantando briznas de plata». Ahora en su casa viví a una familia llamada Harbottle. «Echo de menos mi jardí n. Ya sé que es una tonterí a, pero añ oro tener las manos llenas de tierra. Me encantarí a cavar un poco en el jardí n de aquí, y poner unas cuantas plantas en un surco».

—Quiero ir a Inglaterra —suspiró Surinda.

Evelyn sonrió.

—Probablemente querrá s ir por la misma razó n que nosotros querí amos salir de allí.

—¡ Ssssh! —Madge subió el volumen de la tele. En EastEnders dos jó venes con las cabezas rapadas se insultaban mutuamente.

Evelyn susurró:

—Aquello ya no nos pertenece. No lo entendemos. Inglaterra pertenece ahora a otra gente.

Solo esperaba que aquello no sonara racista. No querí a que lo pareciera.

Y precisamente entonces hubo una pequeñ a conmoció n. Una chica se levantó y se abrió paso por medio de todos. Se sentó junto a Surinda, hablá ndole en un aparte.

—¡ El abuelo Norman me ha metido mano! —dijo.

Surinda ahogó una risilla.

—Pon a Kamila a su lado. —Se volvió hacia Evelyn—. Desde que se hace llamar Karen se ha convertido en una verdadera zorrilla. Ahora se va con cualquiera.

—¿ Qué? ¿ Incluso con gente como Norman? —preguntó Evelyn.

Salieron todos y se dispersaron por el jardí n. El sol se estaba poniendo; era hora de que los jó venes se marcharan a trabajar. Sonny caminaba de un lado a otro por el cé sped, hablando por su telé fono mó vil.

Norman abordó a Surinda y la cogió por un brazo.

—Eres una chica muy guapa… —le dijo—. Permí teme que te lleve mañ ana al pub Hideaway, y echemos un trago de un ron muy bueno que tienen…

Surinda le apartó la mano.

—No, gracias —contestó.

Norman señ aló a un joven que se acercaba por el sendero.

—Esos no sirven para una mierda. Unos arrancacalzones, unos maricones, la mayorí a de ellos.

—¿ Perdó n? —murmuró Surinda.

—Los he visto en la calle, van de la mano. —Se inclinó hacia ella, respirando agitadamente—. Mi querida niñ ita, esos juegan en otra liga…

—¡ Que te jodan! —dijo Surinda.

—Vamos, no seas estrecha…

Jao, karaab aadmi! —exclamó Surinda.

Sonny se acercó rá pidamente.

—Ya vale, amigo…

—¡ Deja de joderme, puto gilipollas!

—¡ No haga el ridí culo…!

—¡ Dé jame en paz! —rugió Norman—. Puto paki gilipollas.

Sonny agarró a Norman por el brazo y se lo llevó de allí. Norman avanzaba a tropezones. Sonny lo enderezó y lo empujó hacia las escaleras de la veranda.

Se hizo un silencio. Eithne Pomeroy, la amante de los gatos, de repente se echó a reí r. Fue un sonido eté reo y agudo, como el de un pá jaro que nadie habí a visto, el pá jaro que cantaba desde el flamboyá n por la noche.

Cuando Evelyn se giró, los jó venes teleoperadores se habí an desvanecido en el crepú sculo.

No era solo que Norman hubiera bebido mucho aquella noche. Algunos de los otros tambié n estaban descaradamente achispados. Eithne empezó a cantar Capullito de rosa con su voz aguda y cascada:

Capullito de rosa, el viento de junio es cá lido y suave,
 no esperes mucho y no tardes demasiado…

—No, vida mí a; no es así —dijo Madge—. Es «y no juegues con el destino».

La cena estaba tardando, de ahí la canció n. De hecho eran ya las ocho y media y no habí a ni el má s mí nimo indicio de la cena todaví a. Se vio brevemente a Minoo corriendo por el saló n; y se oyeron gritos, pero ningú n agradable olor de curry procedente de la cocina (aquella noche habí a pollo bhuna). Los residentes se encontraban en la veranda, bebiendo. Hací a ya mucho rato que habí an limpiado los cuencos de pequeñ os frutos secos, siempre dispensados en pequeñ as cantidades, como de costumbre.

A Norman no se le veí a por parte alguna. El incidente con la chica india habí a conseguido formar un grupo fé rreo contra é l; incluso Dorothy, la señ ora de la BBC, se habí a unido al sentir general.

—De verdad, es un peligro —dijo.

—Pobre muchacha —dijo Evelyn—. ¿ Qué va a pensar de nosotros?

—No sirve mucho como embajador, ¿ no?

Los Ainslie se habí an perdido la aventura, porque habí an ido a una conferencia sobre Tagore. Pero ya se habí an enterado de todos los detalles.

—Qué embarazoso.

—Absolutamente antibritá nico, asaltar así a una mujer…

—Muy tí pico, dirí a yo. —Dorothy dejó su vaso de whisky—. Los hombres ingleses son unos inú tiles para los preliminares.

Un estremecimiento recorrió la mesa. Eithne empezó a reí rse tontamente.

—Depende —dijo Douglas.

—Es por nuestras espantosas escuelas pú blicas —dijo Madge, casi deletreando las palabras—. ¿ Por qué creen que me casé con un judí o?

—Yo tuve un amigo hú ngaro una vez… —dijo Dorothy. Tení a la voz turbia—. Le echaba la culpa a la maní a de tener casas en propiedad. En Europa la gente alquila las casas, pero en Inglaterra los hombres quieren acabar rá pido y se mueren de ganas por volver al bricolaje.

—¿ Qué dice? —preguntó Stella mientras manipulaba su audí fono.

—No, la culpa es de las escuelas pú blicas —repitió Madge—. Se ponen todos a darse por culo unos a otros a los quince añ os…

—¡ Madge! —gritó Eithne.

—… y se lo pasan tan bien que se pasan el resto de la vida aterrorizados pensando que son homosexuales.

—Eso no es verdad en las escuelas pú blicas… —dijo Jean—. Mire nuestro hijo Adam.

—Precisamente —dijo Dorothy.

—¿ Qué? —preguntó Jean.

Dorothy apuró su vaso.

—Al menos é l es sincero en eso.

Se hizo un silencio. Un murmullo de risas empezó a oí rse en una de las otras mesas.

Jean susurró:

—¿ Qué es lo que ha dicho?

—¿ Qué es lo que ha dicho? —Se escuchó un pitido procedente de la oreja de Stella.

Douglas echó hacia atrá s su silla y se levantó.

—Querida… —Tocó a su mujer en el hombro—. Subamos a nuestra habitació n. He olvidado las gafas…

Jean no se movió. Estaba allí sentada, con el rostro petrificado. Douglas le cogió la mano.

—Vamos, nena —dijo—. Seguro que tú sabes dó nde está n…

Amablemente, ayudó a su mujer a ponerse en pie. La acompañ ó por la veranda hasta la puerta. Jean avanzaba lentamente, como si fuera soná mbula.

Cuando se acabaron de marchar, Madge se volvió hacia Dorothy.

—¿ De qué iba todo eso?

Dorothy no contestó. Se quedó allí, con la boca abierta. Madge pensó: «Pobrecita. A lo mejor es verdad lo que dicen de ella… Esos vagabundeos, esos murmullos… La verdad es que parece bastante chiflada».

Durante la cena hubo un ambiente un poco extrañ o. No se sirvió hasta las nueve, y para entonces la gente ya estaba mareada por el hambre y por los efectos del alcohol. Y no habí a pollo bhuna, que era uno de los platos favoritos de casi todos. Parecí a que se habí an montado unos platos apresuradamente de pollo frito con tomates de lata puestos de cualquier forma encima.

Tanto Norman como los Ainslie estaban ausentes. Y tampoco estaba Graham, cuya presencia era siempre tan nebulosa que esta vez les llevó un rato darse cuenta de que efectivamente no se encontraba allí. A lo mejor se habí a sentido abrumado por sus propias revelaciones.

—Figú rate, con una fiancé e que se murió —dijo Olive Cooke, apartando la salsa de su muslo de pollo.

—No me extrañ a que parezca así …, en fin…, raro —dijo Madge.

Casi todos habí an dado buena cuenta del pollo antes de que apareciera el arroz. Jimmy dejó el cuenco en la mesa. Evelyn le susurró al viejo camarero:

—¿ Ocurre algo ahí dentro?

—Problemas en la cocina, señ ora sahib —dijo, y se alejó imperceptiblemente.

Madge miró a su alrededor.

—Dorothy tampoco está. Está pasando exactamente como en Los diez negritos.

—Indiecitos, querida —dijo Evelyn.

—¿ Quié n será la pró xima…?

Dorothy y Douglas estaban en el jardí n, apartados de la vista del hotel por un seto de arbustos. Podí an escuchar el lejano entrechocar de platos en la cena. Junto a ellos, el aviario estaba en silencio, porque los periquitos hací a ya mucho rato que se habí an ido a dormir.

—Lo siento muchí simo… —dijo Dorothy—. Pensaba que su mujer lo sabí a…

—Estuvo a punto de ocurrir una vez —dijo Douglas—. Acababa de romper con un españ ol que se llamaba Marco. Eso fue hace añ os. Marco telefoneó, pero nosotros no está bamos en casa. Cuando regresamos, yo oí aquel mensaje en el contestador. —Douglas se detuvo. Algo se movió entre las hojas secas. A lo mejor era la serpiente que nadie habí a visto realmente pero que todo el mundo habí a oí do claramente—. Nos decí a que nuestro hijo era homosexual. No solo eso, entraba en algunos detalles de todas las cosas que habí a hecho. Se lo puede usted imaginar, supongo. Y se tiró así durante diez minutos.

—Dios bendito —dijo Dorothy.

—Jean pasaba fuera aquella noche. Yo sabí a que no debí a oí rlo, sabí a que aquello la destruirí a, pero no sabí a có mo borrar los mensajes. Nuestra hija nos habí a regalado el aparato y no le habí a pillado el truco todaví a. Así que apreté el rebobinado y llamé a todos los que conocí amos, dicié ndoles lo mucho que le encantarí a a Jean saber de ellos. Habí a estado un poco deprimida, les dije, y les pedí a ver si podí an darle un toque.

Douglas se detuvo ahí. Varios gatos estaban maullando en la oscuridad. En aquel momento Eithne y las otras estaban demasiado borrachas como para ir a darles de comer.

—Al dí a siguiente Jean regresó, y se encontró con ocho llamadas en el contestador. «¿ Có mo está s, Jean? Hace siglos que no te vemos…». Cosas así. «Hemos estado pensando en ti, a ver si nos vemos…». Ella estaba contentí sima. Y todas las llamadas en conjunto duraban má s de diez minutos, así que el mensaje original se borró. Todo aquel cariñ o borró todo aquel odio. Y ella nunca lo supo, hasta hoy.

—Lo siento mucho —dijo Dorothy otra vez. Al otro lado del muro, en algú n sitio del solar, aulló un perro.

—Lo habrí a averiguado tarde o temprano —dijo Douglas ponié ndose en pie—. Será mejor que vaya a ver có mo está.

Douglas dio unos golpecitos en el hombro de Dorothy y se fue; las pisadas crují an en la gravilla. Dorothy permaneció allí sentada, en la oscuridad. Menuda noche. Le recordó cuando era joven en el teatro: las confesiones y borracheras, el viejo libertino haciendo el ridí culo, el escá ndalo de la homosexualidad… Un pequeñ o grupo abandonado en medio de ninguna parte.

Salvo que aquello no era ninguna parte. Dorothy conocí a cada pulgada de aquel jardí n. Estaba un poco cambiado, claro, como los lugares cambian en los sueñ os, pero era la misma tierra bajo sus pies. Era aterrador. Todos aquellos añ os —la escuela, los estudios de la BBC, los pisos de Lancaster Gate y Marylebone Road, toda la gente que habí a conocido y los lugares en los que habí a estado, todas las comidas que habí a engullido, todos y cada uno de los setenta y cuatro añ os de su vida— se le habí an escapado como agua de las manos, como si casi ni los hubiera vivido, y allí estaba, de nuevo en el lugar donde habí a empezado todo.

Dorothy pensó: «¿ Qué sentirá cuando alguien te quiere lo suficiente como para rebobinar una cinta como esa? ».

Douglas se detuvo frente a la puerta de la habitació n. Se imaginó el rostro de su mujer, hinchado de llorar. Permaneció allí, en el pasillo, mirando el papel pintado de la pared, con dibujos de bambú. Para ser sinceros, se alegraba de que Jean supiera al final có mo era su hijo. Así se libraba de la carga que suponí a el secreto que habí a guardado durante tantí simos añ os. A é l personalmente no le importaba en absoluto. En su momento, le habí a incluso sorprendido su ecuanimidad ante la homosexualidad de su hijo. Otra gente probablemente se habrí a sentido conmocionada. Disgustada. El habí a pensado: «Ah, bueno, eso explica muchas cosas entonces. Solo espero que Adam sea feliz».



  

© helpiks.su При использовании или копировании материалов прямая ссылка на сайт обязательна.