Хелпикс

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 TERCERA PARTE 3 страница



—Soy de una familia pobre —dijo la señ ora Cowasjee—. Cuando conocí a mi marido, fue un flechazo —suspiró. En la esquina, la fuentecilla tintineaba—. Mi familia es hinduista, y de una casta no muy alta. La ley prohí be el sistema de castas, pero, en fin, sigue siendo igual que siempre.

—Lo mismo que en el lugar de donde procedo —dijo Muriel, con un gesto de lamento—. Lo mismo en este hotel. Estoy como un pulpo en un garaje.

—Su familia, la de mi marido, es muy rica. Son parsis. Son como sus judí os, siempre prosperan. —La señ ora Cowasjee suspiró otra vez. En la esquina habí a una lá mpara de lava; su burbuja naranja se elevó hacia arriba—. Yo tení a previsto disfrutar de una vejez tranquila, pero nada de eso.

—Lo mismo me ha pasado a mí —dijo Muriel. Habí a tenido que organizá rselo todo ella sola, con la ayuda de su vecina Winnie. Billetes, maletas, el alquiler de su piso a la sobrina de Winnie, que habí a prometido marcharse si Muriel decidí a volver a Peckham. Ni rastro de su hijo, el faro de su vida, su Keith. Pero lo habí a hecho. Despué s de todo, ella tení a su propia necesidad urgente para venir al hotel.

El pie de Muriel, como un pedazo de carne poco hecha, todaví a descansaba en el regazo de la señ ora Cowasjee. Parecí a como si perteneciera a otra persona. Ambas lo observaron.

—Ah, ya lo creo, fue una boda por amor… —dijo la señ ora Cowasjee—. Entonces.

En la lá mpara, la burbuja descendió lentamente. El solo hecho de mirarla conseguí a que a Muriel se le revolviera el estó mago.

—Verá, es que mi marido es un calzonazos —dijo la señ ora Cowasjee.

—Como el mí o. La gente se aprovechaba de é l. Luego perdió su trabajo y se pasaba todo el dí a sentado viendo la tele. —Muriel se detuvo. No deberí a decirle todo aquello a una desconocida—. Respecto a mi barriga…

—En este paí s, el principal problema son los templos ardientes…

¿ Templos ardientes?

—¿ Qué? ¿ Se refiere a las hogueras? —Muriel sabí a que las viudas se arrojaban a las piras funerarias de sus maridos. Lo habí a visto en la tele. Siempre le pareció una idea estú pida.

—No, no, querida, estoy hablando de los pies… —explicó la señ ora Cowasjee—. En los templos hay que quitarse el calzado, en señ al de respeto, y el suelo puede estar muy caliente. Y se quema la piel.

Muriel observó la estanterí a de los cacharrillos. Entre ellos descubrió un tazó n de Carlos y Diana. Era el mismo que tení a ella, con la fotografí a de la boda estampada. «En mi paí s cualquier cosa puede ser sagrada». El prí ncipe Carlos…, un elefante… Muriel pensó en su gato, enterrado en el jardí n de su hijo, en Chigwell. A lo mejor podrí a poner una velita delante de la fotografí a de Lenny, como habí a hecho la señ ora Cowasjee con el elefante. Por un momento, Muriel se sintió en casa. En aquel momento justo, era aquella mujer del desayuno, Evelyn, con su vocecilla de pija, la que le parecí a una extranjera.

—¿ Raspamos los callos ahora? —preguntó la señ ora Cowasjee.

—¿ Y mi estó mago?

La señ ora Cowasjee depositó el pie de Muriel en el suelo.

—Beba un montó n de té solo —le dijo abruptamente—. Con cardamomo y jengibre. Se lo diré al cocinero.

—¿ Y ya está?

—Si continú a mal, llamaré al doctor Rama.

La señ ora Cowasjee habí a perdido el interé s. Al parecer era una mujer de temperamento voluble; durante el desayuno, Muriel la habí a oí do gritar a su marido.

Muriel se puso deprisa los calcetines, deslizá ndolos con cuidado sobre la herida de su piel apenas curada. La señ ora Cowasjee pareció no haberse dado cuenta. Una enfermera muy rara, pensó Muriel. ¿ Y có mo iba a poder hacer bien su trabajo cuando estaba envuelta en gasa?

Muriel se puso los zapatos. Eran unos zapatos de tacó n beis, de imitació n de piel, y le hací an sudar los pies. Tambié n eran muy estrechos; sus juanetes palpitaban.

Desde su nicho, el dios elefante observaba sus movimientos. Tení a una barriga gorda y una expresió n asombrada, como si alguien le hubiera pellizcado el culo. Tal vez deberí a pedirle a é l que me arreglara la barriga, pensó Muriel. Notó que le estaba viniendo la risa, como le viene a uno un eructo.

La señ ora Cowasjee siguió su mirada.

—Rezamos a Ganesh antes de llevar a cabo una empresa importante. Necesitamos sus bendiciones, ¿ sabe?, para que aparte todos los obstá culos de nuestro camino.

—¿ De verdad se creen todo eso?

—Bueno, si pasa, pues pasa —dijo encogié ndose de hombros—. Es nuestro karma.

«Bueno, si así te quedas má s tranquila, mejor para ti», pensó Muriel. Se puso de pie, apoyá ndose en el brazo del asiento. Y echando una ú ltima mirada al elefante, pensó: «Yo sé por qué rezarí a. Rezarí a para encontrar a mi hijo».

Evelyn estaba en el vestí bulo del hotel, aferrada al Daily Telegraph. Estaba esperando que sus latidos recobraran el ritmo normal. No habí a nadie por allí; ningú n ruido, excepto la escoba del limpiador y el tictac del carilló n. Iba una hora atrasado, pero nadie parecí a haberse dado cuenta. Realmente no tení a ninguna importancia, supuso Evelyn. En el aeropuerto de Delhi los Ainslie le habí an señ alado a un hombre que viví a agachado detrá s de un reloj, y que se encargaba de mover las manecillas. La gente se buscaba la vida como podí a. A la hora de cenar, Madge, la má s visque, dijo que a los eunucos se les pagaba por levantarse los saris y mostrar sus partes pudendas. Incluso aquello, tan asquerosí simo como indudablemente era, parecí a conmovedor por la desesperació n que implicaba. Al menos ellos no eran unos vagos viviendo del cuento, como estarí an haciendo sus correspondientes britá nicos, segú n decí a el Daily Mail que Evelyn solí a pedirle prestado a su limpiadora.

Las diez y media. Inglaterra aú n estarí a durmiendo. Solo los carteros se estarí an desperezando, y la gente que se hubiera levantado para coger un avió n. La gente se moví a por el mundo como si fuera a la tienda de la esquina. Los propios nietos de Evelyn, que viví an en Nueva York, conocí an mejor Bali que los caminos de Sussex. ¡ Qué diferente era todo cuando ella era joven, con aquellos viajes una vez al añ o a Marshall y Snelgrove! El presente en tecnicolor habí a descolorido aquellos pequeñ os lujos, dejá ndolos en blanco y negro. Evelyn pensó en el aeropuerto de Gatwick. En algú n lugar bajo sus pistas de alquitrá n yací a su propia infancia.

—Señ ora, ¿ le apetece un poco de café?

Evelyn se sobresaltó. Jimmy estaba allí, tan serio, con su turbante.

—No, gracias, Jimmy… —Nadie podí a pronunciar su nombre verdadero—. Estoy buscando una fotocopiadora. ¿ Tiene una el señ or Cowasjee en su oficina?

Jimmy sacudió su cabeza. «Si usted quiere que la tenga, la tendrá ». Estaba intentando ser de alguna ayuda. A Evelyn le encantaba el viejo criado. Parecí a que siempre estaba de guardia, que existí a ú nicamente para los clientes, y de un modo que serí a inconcebible en Inglaterra. Se anticipaba a todas sus necesidades, trayendo madejas de lana o un cojí n casi antes de que ellos pensaran en ello. Su avanzada edad conseguí a que Evelyn se sintiera como un pollito recié n salido del cascaró n. En Inglaterra, sin duda, habrí a estado desde hací a mucho fuera de juego. En la India, sin embargo, la gente parecí a seguir trabajando hasta que se morí a.

Jimmy cruzó el vestí bulo hacia el saló n. Con algú n esfuerzo, calzó la puerta abierta. En esos climas, la carpinterí a se comba. Es por la humedad. En la có moda de su habitació n, la propia ropa interior de Evelyn se habí a puesto medio mohosa.

Pasó por detrá s del mostrador, llamó con los nudillos a la puerta de la oficina y entró. El señ or Cowasjee estaba al telé fono, farfullando en su propia lengua. ¿ Hindi? ¿ Otro idioma tal vez? Aunque solo fue un instante, el propietario del hotel, con su traje de color caqui oscuro, le pareció impenetrablemente extranjero. Era un hombre rollizo, de mediana edad; pulcro en el vestir. Llevaba el pelo para atrá s, repeinado con brillantina; Evelyn podí a olerí a desde donde se encontraba.

El hombre volvió a colgar el auricular y se puso de pie de un brinco.

—¿ En qué puedo ayudarla, señ ora? —preguntó.

—Siento mucho molestarle. Me preguntaba si podrí a fotocopiar el crucigrama. —Y quiso añ adir: «Es el ú nico modo que tengo de sentirme ú til. Este paí s me hace sentir tan inú til…». El señ or Cowasjee no lo entenderí a. A pesar de su afabilidad, seguí a siendo indio.

El hombre dio una palmada.

—¡ Una idea esplé ndida!

Evelyn se relajó.

—Norman…, el señ or Purse…, de verdad monopoliza el perió dico.

—¿ Cuá ntas copias necesitarí a?

Evelyn hizo un cá lculo rá pido.

—Quince, digamos. Se lo pagaré, claro.

—Ni hablar de eso, señ ora.

El señ or Cowasjee levantó la pestañ a de la má quina y colocó el Daily Telegraph, que Evelyn habí a doblado por la pá gina adecuada. Mientras el hombre lo hací a, ella se acordó de Muriel.

—La señ ora Donnelly se encontraba fatal. Espero que ya esté bien. La llevé a que la viera su mujer.

—Es usted una mujer muy amable y considerada, señ ora Greenslade. Se ganará usted su lugar en el cielo.

—Pero ustedes no creen en eso, ¿ no? —Evelyn se detuvo. Aquello sonó un poco insolente—. Yo creí a que…, bueno…, que ustedes creen que nunca mueren, sino que se transforman en otra cosa… —No añ adió «un pá jaro carpintero o algo así ».

—Esas son las creencias hinduistas, señ ora. Las almas migran a una sucesió n de cuerpos.

—¿ Incluso animales?

El señ or Cowasjee asintió.

—El ciclo de muertes y renacimientos solo se rompe mediante buenas acciones, y así se alcanza el nirvana.

—Santo Dios.

—De todos modos, yo soy parsi. Nosotros seguimos las enseñ anzas de Zaratustra. Como ustedes, nosotros creemos en el dí a del Juicio. Y del mismo modo, como ustedes, encontraremos el gozo en el cielo o sufriremos los tormentos del infierno.

—Para ser completamente sincera —dijo Evelyn—, yo ya no estoy segura de lo que creo.

El señ or Cowasjee no contestó. La má quina hizo un ruido y expulsó una hoja de papel.

—Demasiado claro. —El hombre la cogió y se la entregó.

—Mi vista es bastante mala. —Evelyn se buscó las gafas, que llevaba prendidas en la blusa—. Incluso de lejos ya veo borroso.

El señ or Cowasjee ajustó un regulador de la má quina y apretó nuevamente el botó n.

—El problema es que nos estamos debilitando…

—No diga eso —dijo Evelyn—. Yo sí, pero usted está todaví a en la flor de la vida.

—Me referí a a los parsis, señ ora Evelyn. Hay demasiados matrimonios endogá micos.

—Yo creí a que la gente aquí hací a lo que les decí an sus padres —dijo Evelyn.

—No siempre, señ ora.

Se produjo un silencio. Evelyn pensó en su hijo, con cuarenta añ os, anunciando su compromiso con una mujer americana a la que Evelyn no conocí a de nada. A su hijo ni siquiera se le pasó por la cabeza pedir la opinió n de su madre.

—Creo que los padres deciden mejor —dijo Evelyn—. Sus pensamientos no está n enturbiados por el… —iba a decir ‘sexo’—, por un impulso que podrí a quedarse en nada enseguida. A mi hijo lo cazó una mujer que no le convení a nada de nada. Cuando al final la conocimos, mi marido y yo, nos llevamos un disgusto de muerte.

El señ or Cowasjee no contestó. Evelyn se preguntó si no habrí a ido demasiado lejos. Una tras otra, la má quina fue escupiendo las hojas, que iban cayendo silenciosamente en una bandeja de plá stico.

De repente, el señ or Cowasjee se dio la vuelta, se puso en cuclillas y sacó algo de debajo de un armario.

—Señ ora, voy a enseñ arle una cosa que le he enseñ ado a muy poca gente en toda mi vida. Usted, sin embargo, es una mujer con cabeza… —Apartó algunos papeles y depositó el paquete en el escritorio. Era un objeto envuelto en tela bordada. El señ or Cowasjee rompió la cuerda, una dé bil cuerda india que se deshilachó como el algodó n, y abrió la tela. Apareció un par de zapatos—. Estos son los zapatos que yo llevaba cuando conocí a mi mujer.

Evelyn tocó la piel con su dedo í ndice.

—Son muy bonitos.

—Exactamente. Unos Bata, quinientas cincuenta rupias.

—Muy elegantes. —Evelyn no sabí a qué decir—. ¿ La conoció usted en una fiesta?

El señ or Cowasjee negó con la cabeza. ¡ Dios bendito, se estaba poniendo colorado! Evelyn pensaba que los indios no podí an ruborizarse.

—Dí game, señ ora Evelyn, ¿ cuá les son los siete pecados capitales segú n su religió n?

—Ay, Dios mí o, no creo que me acuerde de todos… Matar, claro, y adorar í dolos…

—Usted no ha cometido ninguno de esos pecados, estoy seguro. Por eso no se acuerda de ellos. —El señ or Cowasjee volvió a envolver los zapatos de nuevo en su tela. Habí a diminutos espejuelos cosidos en la tela; brillaban con la luz—. La vanidad y la codicia, estoy seguro, son dos de esos pecados capitales.

—Oh, sí, la avaricia estaba… Lo de codiciar los bienes ajenos, y lo del buey del vecino y su mujer. Y…, bueno, el adulterio, claro… —Se detuvo.

—Vanidad y codicia —murmuró el señ or Cowasjee para sí mismo. Volvió a agacharse y volvió a dejar el paquete en el armario. A pesar del pelo engominado hacia atrá s, Evelyn se dio cuenta de que empezaba a clarear en la coronilla.

—Dios bendito, ¿ qué está n haciendo? ¿ Se está n examinando de bachillerato?

Norman estaba en la veranda, mirando asombrado a las damas. Ellas, sentadas a las mesas, con bolis en la mano, cada una con una hoja de papel delante.

—Un poco viejas para exá menes, ¿ no les parece? —preguntó.

Jean Ainslie fingió apartarlo con la mano.

—No sea tan bruto, chico malo.

Norman se acercó a mirar má s de cerca. Estaban haciendo el crucigrama.

Madge Rheinhart se quitó el boli de la boca.

—¿ Alguien tiene «Lugar que ocupan los primados frente al coro catedralicio», de seis letras?

Eithne Pomeroy, un encanto que se habí a hecho amiga de todos los gatos locales, le sonrió.

—Ha sido muy amable por su parte, Raymond.

—Me llamo Norman.

—Yo creo que es usted un hombre muy agradable, no haga caso de lo que digan. —Eithne se volvió hacia las demá s—. Tengo una.

Madge miró la hoja de Eithne.

—Y está mal, corazoncito. Pruebe con «viaducto».

—¿ Qué decí a, querida? —preguntó Stella, manipulando su audí fono.

—No sea mala… —dijo Jean Ainslie, con un guiñ o.

—¡ Es «á bside», Madge!

Norman estaba confuso. ¿ Se estaba volviendo majareta al final? Aú n tení a el Daily Telegraph firmemente agarrado en la mano.

—¡ Ajá! Tengo el seis vertical —dijo Madge—. Denme una rupia, chicas, y se lo digo.

Norman se giró hacia ella. Con su pelo castañ o y su tintineante joyerí a, Madge era la ú nica de las pocas medio guapas que habí a allí. Señ aló su hoja de papel.

—Hum… ¿ Quié n se la dio?

—Evelyn, desde luego. Dijo que usted querí a compartirlo.

—Oh. Sí, claro. —Norman miró a su alrededor. A Evelyn no se la veí a por ninguna parte. ¡ Tí pico! Aquellas mujercillas calladas y amables eran siempre las peores. Cará cter pasivo-agresivo, naturalmente: una frase que su hija utilizaba para referirse al envarado de su marido. Intentó esbozar una sonrisa—. Siempre encantado de estar a su servicio, señ oras.

—¿ Qué dice? —El audí fono de Stella lanzó un pitido.

—Nada —contestó Madge.

Muriel Donnelly estaba tomando una taza de té.

—¡ Puag! —Con los labios arrugados, volvió a dejar la taza en el platillo—. Sabe a pis de gato.

—¿ Ya se encuentra usted mejor, querida? —preguntó Stella.

—Me encontraba, hasta que he bebido esta porquerí a.

Muriel miró a Norman, como si é l fuera la persona que hubiera hecho aquel mejunje. Estaba claro que, una excepció n entre todas las mujeres, Muriel era inmune a sus encantos. Pero, por otro lado, ella tampoco tení a muchos. Estaba allí sentada, una cockney con el hacha de guerra preparada, con las piernas separadas y los calcetines enrollados en torno a sus tobillos.

Norman las miró, las cabezas inclinadas sobre sus crucigramas, como estudiantes de edad provecta. Unas pocas se habí an atrevido a teñ irse el pelo, pero las raí ces grises ya asomaban. Otras, como Muriel, estaban claramente calvas en la coronilla. El calor era agobiante. Un par de ellas se dispusieron a meterse dentro, en el saló n sepulcral. Norman tambié n se sintió oprimido por aquella atmó sfera femenina. ¿ Dó nde se habí an metido los hombres? ¿ Por qué las mujeres se aferraban con semejante tenacidad a la vida?

Dos hermanas ancianas, cuyos nombres habí a olvidado, se aproximaban a la veranda. Una de ellas esgrimí a un ví deo.

—¡ Miren! —dijo—. Ese señ or tan amable, el señ or Khan, nos ha encontrado los ví deos de la serie Arriba y abajo.

Hubo un cacareo generalizado.

—La acera se encuentra en un estado lamentable —dijo la otra hermana—. Parece que hubieran acuchillado a alguien.

—¿ Qué dice? —preguntó Muriel angustiada.

—Hay sangre por todas partes, unos charcos enormes.

—Es zumo de paan —dijo Norman. Focas bobas—. Una porquerí a que mastican, y luego la escupen. Lo hacen mucho, lo de carraspear y escupir.

Hubo un silencio. Todas lo miraron, Dios sabrá por qué.

—Es una cosa como de purificació n —dijo Norman.

—Así que es eso —dijo Madge. Alguien dejó escapar una risilla.

¿ Qué coñ o les pasaba a aquellas viejas brujas? Norman se sintió fuera de lugar. Mujeres. Aquello le recordó lo de su mujer y su hija, rié ndose detrá s de puertas cerradas.

Norman decidió batirse en retirada. Descendió los desvencijados escalones y dio un rodeo hasta la parte de atrá s del edificio en busca de compañ í a masculina. Aquel asunto del crucigrama lo habí a desconcertado. ¿ Có mo se habrí a apoderado aquella Evelyn de su perió dico? Habí a estado pendiente, estaba seguro de ello. Allí estaba, en el fin del mundo, y habí a aterrizado en el mismo apestoso nido de manipulaciones femeninas que creí a haber dejado atrá s, en los distintos asilos en los que lo habí an encarcelado. Las mujeres indias no se habrí an comportado así. Las mujeres indias saben có mo complacer a un tí o.

Y ademá s ni siquiera é l habí a hecho el puto crucigrama todaví a. Cruzó por la hierba agostada, pasó junto a la rampa para las sillas de ruedas y dio la vuelta a la esquina hacia la cocina. Esta consistí a en un bloque de bovedillas en la parte trasera del hotel. Al otro lado estaban las dependencias de los criados: un par de chabolas, con techos de chapa ondulada, apoyadas contra el muro del jardí n. Aquello aú n le sorprendí a, aquellos pocos pasos con los que se adentraba en la vida de una aldea primitiva.

Un crí o desnudo se quedó mirando a Norman cuando este se puso a mear junto a las cajas de botellas vací as. No valí a la pena ir al tigre. Ademá s, habí a estado casi todo el rato ocupado por Muriel desde que llegó. Gracias a la operació n, el pis fluí a con má s facilidad ahora. En el solar que habí a al otro lado de la tapia —no tardarí a en convertirse en un lugar en construcció n, sospechaba— los nativos se aliviaban todas las mañ anas. Norman los habí a visto a travé s de un agujero en el enladrillado: filas de ellos agachados en la rosada luz del amanecer. Aunque los indios eran una raza muy tí mida, la verdad es que cagaban abiertamente, volviendo el culo hacia la carretera, en un paté tico intento de que esa postura los hiciera invisibles. Un buen paí s para viejos incontinentes, pensó Norman. Si salí an de excursió n a algú n sitio y les daba el apretó n, las viejas podrí an simplemente bajarse las bragas y hacer un pis en la calle.

Norman se aguantó la risa mientas se subí a la cremallera del pantaló n. Un perrillo sarnoso estaba tirado en el suelo. Como el resto de la India, parecí a estar sumido en un letargo. ¿ No se suponí a que los cachorrillos saltaban y brincaban sin que nada en este mundo les preocupara?

De la cocina emanaban los aromas de los pucheros. Norman entró y entrecerró los ojos para acostumbrarse a la oscuridad. Ferná ndez, el cocinero, estaba cortando en rodajas un tomate. El pinche se habí a quitado una chancla y estaba atizá ndole a una cucaracha. Era un milagro que en ese sitio se pudieran hacer comidas, comidas para quince personas y aproximadamente a su hora. Dos fogones de gas calentaban cacerolas llenas de vaya-usted-a-saber bullendo. Algunos aros de cebolla aparecí an amontonados en un bol. Por lo demá s, no habí a indicio alguno de que se fuera a servir la comida solo una hora despué s.

Ferná ndez inclinó la cabeza a modo de saludo. Norman le ofreció su petaca. El cocinero se la llevó a los labios. Norman se dejaba caer por allí casi todos los dí as; habí a algo relajante en aquel pequeñ o refugio lleno de grasa. A pesar de su inglé s rudimentario, Ferná ndez siempre estaba dispuesto a darle un rato al pico. Minoo casi siempre estaba ocupado y Sonny solo se dejaba caer por allí de vez en cuando. El viejo cocinero encorvado, sin embargo, siempre estaba en la cocina; de hecho, el tí o parecí a que no salí a nunca de allí.

Aquella mañ ana, sin embargo, Ferná ndez parecí a que no se encontraba bien.

—Memsahib —«la jefa», querí a decir, y lo dijo poniendo los ojos en blanco. ¡ Vaya si Norman conocí a bien aquel gesto, el de la mirada buscando el consuelo del cielo! Era el mismo gesto en todo el mundo. El cocinero se empinó otro trago de whisky. Sin duda, la señ ora Cowasjee habí a estado gritá ndole otra vez. A Norman le parecí a que la loca del sari estaba ligeramente apetecible, pero era evidente que le amargaba la vida a los criados, mangoneá ndolos todo el dí a y encizañ á ndolos a unos contra otros—. Siempre dice que está trabajando —explicó Ferná ndez—. Los pies, la comida…, comida y luego cena, demasiado trabajo.

—¿ Los pies? —preguntó Norman.

—Las viejas memsahibs, muy malos pies.

A lo mejor podrí a convencerla para que me cortara las uñ as de los pies, pensó Norman. Creo que voy a necesitar ya una cizalla.

Ferná ndez no parecí a muy inclinado a conversar. Tambaleá ndose lentamente, se acercó al fogó n y quitó el perol del gas. Daba pena. Ferná ndez era de Goa y a Norman le gustaba oí r historias de playas nudistas donde el hijo del cocinero tení a un café y al parecer disfrutaba de los favores de una ristra interminable de holandesas y alemanas ninfó manas. Segú n Ferná ndez, Goa era una enorme orgí a. Pauline habí a prometido llevar a Norman allí la pró xima vez que viniera a la India.

Norman salió de la cocina. Fuera, el dhobi lavandera llegaba en su bicicleta. La traí a cargada con la colada. Los pañ uelos volví an almidonados y planchados tan maravillosamente que daba lá stima utilizarlos. Desde su operació n, claro, tení a menos necesidad de ellos. «No sabré si me estoy yendo o viniendo». Norman todaví a se reí a para dentro con aquel chiste. Siempre podí a recogerse en su habitació n, encender la Star TV y ver a modelos de Bombay escuetamente vestidas danzando en pelí culas musicales. Sin embargo, incluso para é l, y a la luz del dí a, habí a algo desalentador en todo aquello.

Norman cruzó el jardí n y salió a la calle. El calor era cegador: un resplandor que lo dejaba aletargado. Los cruces estaban atestados de gente: oficinistas, vendedores ambulantes, mendigos. El constante movimiento de la humanidad conseguí a que se sintiera mareado. Un policí a estaba subido en su pú lpito, haciendo sonar el pito e intentando en vano dirigir el trá fico.

Norman subió la calle. Irí a a uno de esos grandes hoteles —el Taj Balmoral o el Oberoi—, y se empujarí a una cerveza antes de comer. Aquel podí a ser un dí a de buenos auspicios —los indios creí an en todas esas bobadas—, aquel dí a podí a tener suerte y encontrar una mujer complaciente a la que le gustaran los hombres maduros. Pasó junto al United Ice Cream Parlour y Alquiler de Ví deos Khan, y junto al pub Hideaway —«El lugar má s caliente que es tambié n el má s fresco»—, un tugurio estridente en el que desgraciadamente se habí a aventurado una vez, solo para descubrir que sus clientes tení an edad para ir a un jardí n de infancia. La calle estaba en obras, pero al lastimoso modo indio: un hombre en cuclillas con un cubo mientras otro hombre, agarrado a una pala, lá nguidamente cogí a cucharaditas de escombros. Habí an puesto una señ al con una flecha que señ alaba a la derecha, cuando ya habí a una señ al que decí a «GIRE A LA IZQUIERDA». Aquello no parecí a tener ninguna importancia porque el trá fico no hací a ningú n caso de todos modos a ninguna señ al. Como siempre, varios jó venes se acercaron a é l.

—¿ Có mo está usted, señ or?

—¿ De qué paí s es usted, señ or?

—Por favor, entre, entre usted, señ or ¿ Quiere buenos bombones?

Norman se detuvo.

—¿ Buenos bombones? —preguntó.

—Buen material, señ or. Venga, entre en mi tienda.

—¿ De qué paí s es usted, señ or?

—De Londres, y que te den por culo.

De repente Norman echó de menos Londres: la lluvia, sus habitantes indiferentes, su hija, que, a pesar de todo, querí a a su viejo papi. Habí a sido agradable cuando Pauline estuvo allí, zascandileando por Dunroamin, poniendo sus almanaques Wisden de cricket en la estanterí a e instalá ndolo en el hotel. La India habí a afectado mucho a Pauline. Todos los dí as habí a repartido caramelos entre los niñ os que la habí an rodeado en tropel, agarrá ndose a sus piernas. Eso probablemente se debí a a que no tení a hijos propios. Ahora estaba muy lejos, y no regresarí a hasta dentro de muchos meses.



  

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