Хелпикс

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 TERCERA PARTE 4 страница



Al otro lado de la calle habí a un parque. Era solo un sitio pequeñ o: una fuente seca, unos cuantos á rboles, cargados de estorninos. Las familias se sentaban en la hierba a beber la Coca-Cola india, la soda-pop. En cada grupo habí a un abuelillo. Norman se detuvo. Apoyá ndose en su bastó n, miró por encima del trá fico. Qué bueno era… que llevaran consigo a los abuelos; ¡ qué felices parecí an, los patriarcas, rodeados de sus seres queridos! Cabrones suertudos.

Un taxi se detuvo a su lado y se bajó una mujer. Era una criatura preciosa, quizá de unos treinta añ os, vistiendo una tú nica de seda y pantalones. La mujer se detuvo y lo miró.

Norman se animó. El que no arriesga, no gana. Con un esfuerzo, apretó el acelerador, mutando de un abandonado paterfamilias en un canoso casanova. ¡ Qué sonrisa tan seductora tení a la mujer! ¡ Qué labios tan brillantes y rojos! La invitació n era inequí voca.

Le pedirí a que lo acompañ ara al Taj Balmoral para tomar algú n trago refrescante. Norman abrió la boca para hablar, pero ella lo estropeó todo.

—¿ Necesita ayuda? —La mujer se acercó, con la cara compungida—. ¿ Se ha perdido usted, abuelito?

Le costó un poco asimilar aquello.

—¡ Por supuesto que no! —dijo Norman, y se alejó calle arriba.

 


 3

Ocuparse de las necesidades diarias de un dios hindú es algo parecido a cuidar de un invá lido postrado en cama. A mediodí a el dios precisa un bañ o de agua caliente y una unció n con polvo de azafrá n. Se aplica una pasta de sá ndalo en el pecho de la estatua y en los pies. Se le viste con ropajes limpios y se le adorna con joyas y guirnaldas de flores. Cuando el dios ya está preparado, se vuelve a abrir la cortina para que los devotos puedan verlo. Luego viene la comida, especialmente preparada por los cocineros brahmines en las cocinas del templo. Delante del dios se colocan cestas de comida. Finalmente se le ofrece a la estatua pasta de betel mascada y luego se le limpia la boca con agua.

PETER HOLT, Tras las huellas de Clive

 

El hotel estaba sumido en la somnolencia. Era media tarde y la mayorí a de los residentes estaban echando la siesta. Algunos de ellos dormí an durante horas, como si se estuvieran preparando para el sueñ o del cual jamá s despertarí an. Incluso los criados caí an en el sopor. La habitació n de Evelyn daba a la parte de atrá s. A travé s de la reja de hierro de su ventana podí a ver al mali dormitando en su hamaca. Los perros andaban tirados por ahí, como si estuvieran muertos. A la sombra de la pared, el barrendero, al parecer un intocable, estaba tumbado en el suelo donde no se le distinguí a de un montó n de harapos. Evelyn se sintió una intrusa, espiando a aquellas vidas a la intemperie, pero de hecho le gustaba aquella habitació n má s que la primera, la que daba al jardí n. Tení a má s privacidad, un lujo que se le negaba a los empleados.

Evelyn se sentó en la cama y desperezó los dedos de los pies. La señ ora Cowasjee le habí a hecho la pedicura. Le habí a pintado las uñ as de un color rosa perla. Evelyn sabí a que resultaba frí volo encontrar placer en una cosa tan nimia, pero no se podí a negar que era una inyecció n de moral. Desde luego, echaba de menos las telenovelas de Beverley —le habí a escrito a su manicura una carta, pero no habí a recibido contestació n—, y la señ ora Cowasjee habí a parecido incluso má s gruñ ona que de costumbre. Las discretas preguntas de Evelyn acerca de los zapatos de su marido y su primera cita con é l se habí an topado con una nariz arrugada y despreciativa.

Evelyn fue hasta el saló n. Jimmy, que estaba dando cabezadas en una silla, se levantó con gran esfuerzo. A pesar de las protestas de Evelyn, que aseguró que podí a arreglá rselas sola, el camarero fue a la nevera y le cogió una Coca-Cola Thums-Up («No contiene ingredientes naturales en absoluto»), una bebida a la que se habí a convertido en medio adicta.

Evelyn salió a la veranda, saltando por encima de una fila de hormigas que se estaban abriendo paso hacia el interior del hotel, presumiblemente para seguir comié ndoselo. El dí a anterior, sin ir má s lejos, Evelyn habí a abierto una biografí a del doctor Crippen, uno de los libros que habí a dejado allí algú n antiguo cliente, y descubrió que sus pá ginas se desmigajaban en polvo.

Se sentó en la veranda con la bebida. Jimmy se asomó a la puerta del hotel.

—Todo está bien, Jimmy.

—¿ Quiere algo má s la señ ora?

—No, gracias.

Aú n se quedó allí un poco, como una sombrí a estatua de cera. Siempre, en todas partes, habí a ojos pendientes de ella: gente deseando servirla, deseando venderle algo, gente que simplemente deseaba acompañ arla por la calle con el deseo de serle de alguna ayuda. Los indios eran muy hospitalarios y muy educados, y siempre estaban deseosos de agradar a los turistas que llegaban a su paí s. Desde luego era muy diferente a Inglaterra, pero podí a llegar a ser un poco pesado. Aunque Jimmy era un criado, era todaví a má s o menos un hombre y no querí a que la viera con los pies descalzos, tan lastimosamente blancos y magullados por los golpes má s ligeros. Desde luego, habí a visiones mucho peores en la India que sus venas varicosas, pero ella aú n tení a su orgullo. De hecho, cuando era joven, sus piernas habí an sido la parte má s destacada de su figura. Podí a recordar el momento exacto en que, confusa ante la frase «unos tobillos bellamente torneados», descubrió que era un cumplido y que se lo decí an a ella. Incluso despué s de tanto tiempo podí a recordar el rubor de placer. Fue durante una merienda en Horsham, cuando tení a diecisé is añ os.

—Ojo con las serpientes.

Evelyn pegó un salto. Madge Rheinhart salió a la veranda.

—Eithne jura que vio una cobra —dijo Madge—, pero ya sabe que es una boba un poco nerviosilla.

Madge parecí a maravillosamente acicalada, como siempre: un casco bruñ ido de pelo, una blusa de seda y pantalones. Aunque durmiera, nunca se despeinaba. Incluso con gafas, Evelyn no era capaz de detectar ni una sola arruga en su rostro. Era difí cil creer que fuera tan mayor como Evelyn; parecí a de una especie completamente diferente. Evelyn sospechaba algunos arreglillos aquí y allá. Se preguntaba si detener el tiempo de ese modo conseguirí a que alguien se sintiera má s joven. No era una cuestió n que pudiera plantear abiertamente, ni siquiera a Madge.

—Ojalá pudiera quitarme las medias… —dijo Evelyn—. Con este clima…, en fin…

—Las cosas pueden ponerse un poco pegajosas —dijo Madge entre risas—. Pó rtese mal y há gase nativa. Tiene usted unos pies preciosos. Los mí os son horrendos. A la señ ora C estuvo a punto de darle un ataque.

—¿ Ha estado usted con ella tambié n?

Madge asintió.

—Vamos todas. Hace una pedicura muy buena. Lo que usted necesita es unas sandalias glamurosas.

—No tengo —dijo Evelyn.

—Vamos. Iremos al Oberoi, tiene las mejores tiendas.

—Pero…

—Vamos, andando, cariñ o. Lo bueno de la India es que una nunca tiene que pensar en el dinero porque todo es baratí simo.

Para aquellos que tení an una pensió n fija esto no era enteramente cierto, pero Evelyn no se resistió. Una cosa que echaba de menos, desde la muerte de Hugh, era otra persona que tomara las decisiones.

El hotel Oberoi estaba a solo un kiló metro calle arriba, pero Madge pidió un taxi. Hací a demasiado calor para ir caminando y, ademá s, todo el mundo las molestarí a. A Evelyn le gustaban los taxis; se llamaban Ambassadors, pero realmente eran viejos Morris Oxford y le recordaban los viajes a la playa cuando era pequeñ a.

—Qué tiempo tan feliz.

—¿ Qué dice? —preguntó Madge.

—Nada, querida. —A Evelyn le caí a bien Madge; Norman la llamaba la Viuda Alegre. Madge ya se sabí a el recorrido por la ciudad: tiendas de Prada, Gucci… Decí a que las mejores boutiques estaban en los grandes hoteles.

Estaban justo metié ndose en el taxi cuando Muriel Donnelly salió corriendo.

—¿ Hay sitio para una má s?

Má s tarde todo cobró sentido. En ese momento, sin embargo, Evelyn se sintió ligeramente sorprendida. Imaginó que despué s de tres dí as confinada en Dunroamin, sintié ndose fatal, Muriel necesitaba una excursió n. Su comportamiento, de todos modos, era extrañ o. No abrió el pico en todo el camino. El conductor esquivaba vacas y motos; Muriel se aferró al agujero donde antañ o habí a estado el tirador de la puerta y miró fijamente por la ventana. Cuando se cruzaron con un grupo de europeos, se volvió y los miró hasta que se perdieron de vista.

—¿ Có mo puede alguien ir de visita turí stica con este calor? —preguntó Madge.

—Los Ainslie lo hacen —contestó Evelyn—. Han ido al templo del Toro.

—¿ No la vuelve a usted majareta esa mujer? —dijo Madge—. Es tan puñ eteramente engreí da… Llevando a rastras a su maridito de un lado a otro como un premio en una vitrina, y pavoneá ndose porque ella tiene un marido y nosotras no.

—¡ Madge…!

—Siempre alardeando de su puñ etero hijo. A veces deseo que le pase algo, solo para que se le borre esa expresió n de suficiencia de su cara.

Muriel no participó. Miraba alelada por la ventanilla. Cruzaron en el coche las puertas exteriores del Oberoi, cruzaron amplias extensiones de cé sped esmeralda, con sus centelleantes arcoiris al sol, y pasaron junto a las palmeras. Muriel murmuró algo para su coleto.

Pagó Madge. Incluso sus billetes de rupias estaban crujientes y como nuevos, muy distintos a los harapos grasientos que la mayorí a de la gente llevaba arrugados en los bolsillos. Un portero muy guapo, con un uniforme lleno de galones, las saludó al entrar.

—Qué diferente de nuestro querido Jimmy —susurró Madge.

Muriel, sin embargo, parecí a distraí da. Deambuló por el vestí bulo del hotel, buscando algo, como si hubiera quedado en encontrarse con alguien. El vestí bulo era un sitio enorme de má rmol y agradablemente fresco. Evelyn podí a sentir có mo el maquillaje se le secaba en la cara. Tras ellas, llegó un grupo de turistas: hombres grandes en pantalones cortos, quizá alemanes. Una azafata les dio la bienvenida: era una bonita chica vestida con un sari azul cielo. Les hizo una reverencia y juntó las manos delante de su pecho. Otra joven belleza les puso guirnaldas alrededor del cuello y les pintó un lunar carmesí en la frente. Muriel se quedó allí quieta, escrutando sus rostros.

—Por aquí está la tienda de zapatos —dijo Madge, llevando a Evelyn hacia la arcada. Un directorio mostraba los nombres de las tiendas: «Bienvenidos a Glaxo International, Saló n Krishna, 4. a planta… Saló n de Bodas Jayanti, Saló n Panorá mico…». Evelyn se maravilló ante la sofisticació n del lugar: vaya, podrí an estar en Houston o en cualquier sitio parecido. Parecí a un mundo alejado de su destartalado hotel y su andrajoso bazarillo. Sintió un arrebato de lealtad hacia Dunroamin.

Y precisamente en aquel momento apareció un hombre que le resultaba conocido. Vení a apretando el paso por el vestí bulo, hablando por un mó vil.

—¡ Hola, Sonny! —exclamó Madge.

El hombre cortó su conversació n, se acercó y estrechó vigorosamente las manos de Madge.

—¡ Señ ora Rheinhart, señ ora Greenslade! ¡ Ah, y señ ora Donnelly!

Ahora se acordaba Evelyn: Sonny era el director de la empresa de residencias para jubilados. Era incansable; sus ojos deambulaban a su alrededor mientras hablaba, como el maitre de un restaurante, comprobando que los clientes está n bien atendidos.

—¿ Todo va bien, señ oras?

—Bueno, todaví a no se ha muerto nadie —explicó pormenorizadamente Madge—. Pero ojalá nos consiguiera usted algunos hombres má s. Me refiero a que es posible que nosotras seamos unos sacos viejos pero…, francamente, ¡ Norman y Graham…! No estamos tan desesperadas.

—¿ Y qué puedo hacer yo, señ ora? —dijo Sonny, alzando las manos al cielo en un gesto de impotencia—. Ustedes son el sexo fuerte, siempre viven má s que nosotros. Nosotros solo somos los pobres machos de la especie.

—No diga tonterí as —dijo Madge—. Esto es la condenada India.

—Sí, pero detrá s de cada hombre indio hay una madre… —La voz de Sonny se quebró de emoció n—. Los hombres son meras marionetas, ellas son las que manejan las cuerdas.

—Bobadas —dijo Madge—. En fin, tendré que buscarme yo misma un marajá guapo y rico. —Se volvió para mirar el rostro ató nito de Evelyn—. Oh, cariñ o, yo querí a a mi marido un montó n, pero ya está muerto. Y no quiero morirme sola.

—Nos tiene a nosotras —dijo Evelyn.

Hubo un silencio. Madge mostró su pequeñ a sonrisa.

—¿ No está contenta en la residencia? —preguntó Sonny.

—Prefiero pensar que es un hotel —dijo Madge—. La palabra ‘hotel’ todaví a tiene posibilidades.

Evelyn se percató entonces de que estaba sonando mú sica. Procedí a de una señ orita que tocaba el arpa, situada junto a una palmera en una maceta. La megafoní a le pidió al señ or Willoughby que se acercara a recepció n.

Sonny se despidió. Despué s de marcharse, Evelyn dijo:

—Parece que lo conoce bastante bien.

—El y Arnold tení an negocios juntos en Londres —contestó Madge—. Por eso sabí a yo de este sitio. Sonny tiene un montó n de propiedades aquí: ese lugar espantoso enfrente de nuestro hotel, locutorios, rollos de tecnologí a. Conoce a todo el mundo.

—¿ De veras? —preguntó Muriel, con voz aguda.

—La mayorí a de ellos son parientes. Pero así es la India.

Muriel se dio la vuelta y corrió tras Sonny. Evelyn observó có mo lo abordaba y le preguntaba algo. El negó con la cabeza, o a lo mejor era uno de aquellos movimientos caracterí sticos de la India. Aú n no le habí a pillado el tranquillo a aquello.

—Vamos —dijo Madge—. Vamos a arrasar estas tiendas.

Sonny salió a toda prisa, donde un conductor esperaba junto a un Mercedes blanco. Muriel se acercó al mostrador de recepció n. Allí permaneció, como una figura fornida embutida en su vestido floral, hablando con la recepcionista. Su comportamiento era realmente bastante raro.

—¿ Qué está haciendo Muriel? —preguntó Evelyn.

Madge miró hacia donde estaba.

—A lo mejor quiere venir a un hotel mejor —contestó rié ndose.

Para cuando regresaron, las sombras de la tarde ya se habí an alargado. Tras el caos de las calles, Dunroamin se parecí a bastante a un hogar; por primera vez, Evelyn pensó que podrí a ser factible fraguar una vida en aquel sitio, con sus nuevos amigos.

A lo mejor esas ideas tení an algo que ver con la luz. En la India, esa hora del dí a era maravillosa; por alguna razó n, los indios la llamaban «la hora de la vaca». A Evelyn le recordaba las largas y doradas tardes de su infancia, unas tardes que parecí an no acabar nunca, cuando se oí an los cantos de los pá jaros y su madre la llamaba para que se metiera en la cama, una llamada que ella fingí a no escuchar. Quizá todo aquello tení a que ver con la libertad que sentí a, con las piernas desnudas, llevando sus nuevas sandalias.

En el hotel alguien estaba tocando el piano. Quienquiera que fuera, tocaba dubitativamente, equivocá ndose a veces en los acordes.

—«¿ Quié n es Sylvia? ¿ Qué es…? ».

La propia Evelyn solí a cantar esa canció n.

—«… que todos nuestros mozos hablan de ella…».

En la veranda se encontraba Eithne Pomeroy, con su vestido amarillo. Le estaba poniendo un platillo de leche al gato del que se habí a hecho amiga. Graham Turner, el anciano soltero, se habí a acercado al aviario y allí estaba plantado. Evelyn miró su espalda: el pelo que raleaba, los hombros caí dos… A menudo el hombre se quedaba allí durante largos perí odos, abismado en sus pensamientos.

—«¿ No es adorable, igual que hermosa…, / pues la belleza es compañ era de la galanura…? ».

Evelyn murmuró la melodí a. En realidad, ella nunca habí a creí do en aquella afirmació n. Cecilia Shaw, en la escuela, tení a el aspecto de un á ngel, pero le habí a hecho la vida imposible a Evelyn con sus acosos. De repente, Evelyn sintió un arrebato de ira. Ningú n sentimiento desde entonces —ni respecto a su marido o a sus hijos— era tan feroz como aquella ira de cincuenta añ os atrá s, causada por una persona que podrí a estar ya muerta.

—Vamos —dijo Madge—, unas copillas.

Arrastró a Evelyn a la veranda y pidió unos gin-tonics, como un marido. Aquel era el mejor momento del dí a. Evelyn nunca habí a sido una bebedora, pero la vida en el hotel la habí a liberado. Aquello no era su casa, ni era la sucia prisió n de Leaside. «La palabra ‘hotel’ aú n tiene sus posibilidades».

—«Entonces, a Sylvia, dé janos cantar…».

El piano estaba desafinado, desde luego. Quienquiera que estuviera tocando, debí a de haber aprendido siendo un crí o. Evelyn tambié n habí a aprendido a tocarlo. Recordaba có mo se giraba en el taburete del piano, deseando escapar a la verde luminosidad del jardí n.

Por debajo de la mesa, Evelyn se quitó con los pies las sandalias; ya le estaban rozando. Antañ o podrí a haber estado fuera de casa todo el dí a, corriendo libremente, corriendo y saltando por los matorrales. Ahora estaba agotada tras una carrera en taxi. Antañ o podí a correr por la hierba, y su sombra la seguí a a duras penas mientras el sol se poní a. Ahora estaba en un paí s donde la sombra que producí a el limpiador era tan contaminante que un hindú de una clase má s alta tení a que desinfectarla. Eso le habí a dicho el señ or Cowasjee. ¿ Có mo una gente tan amable podí a ser tan terriblemente cruel? Aquello era tan malo como lo que hací a Cecilia, que se tapaba la nariz cuando se cruzaba con Evelyn. Sin embargo, el limpiador, el inferior entre los inferiores, parecí a no molestarse mucho. Para é l, tal vez, aquella vida era tan insustancial como su propia sombra.

Evelyn observó al jardinero, al mali. Caminaba lentamente por el cé sped, detenié ndose para recoger las colillas de los cigarrillos de Norman. Cecilia, la acosadora de la escuela, era la ú nica niñ a que fumaba. Aquello resultaba espantosamente escandaloso. Ademá s, se desarrolló tambié n antes que todas las demá s. Evelyn y sus amigas, mirá ndose sus pechos planos, solí an cantar: «¡ Tengo, tengo, tengo! ¡ Tengo que agrandar mis tetas! ». ¿ Llegarí an a convertirse alguna vez en mujeres? ¿ Querrí a alguien abrazarlas alguna vez en la vida?

Con algú n esfuerzo, el mali se enderezó. Su espalda era tan rí gida como é l mismo. ¿ Qué habrí a sido de Cecilia? Probablemente habí a tenido montones de novios. Las chicas cató licas eran famosas por ser bastante ligeras. Evelyn solo habí a tenido un novio: su marido.

Llegaron las bebidas. Madge firmó el vale y se sentó. Evelyn se sentí a orgullosa de que Madge la hubiera elegido a ella. Era exactamente como en la escuela, todo igual otra vez, pero sin el sufrimiento.

—¿ Por qué vino usted aquí? —le preguntó Evelyn.

—Porque estaba aburrida de mí misma —replicó Madge—. ¿ Ha estado alguna vez en Stanmore?

Evelyn negó con la cabeza.

—Bueno, en fin. —Madge encendió un cigarrillo—. Querí a tener un ú ltimo vamos-al-asunto.

—Al parecer los indios tienen un montó n de asuntos de esos —dijo Evelyn.

—No creo que uno me bastara. Alguien le dijo a Clark Gable que era malo en la cama. Y é l dijo: «Por eso es por lo que tengo que seguir practicando».

Con los ojos como platos, Evelyn comenzó a reí rse. Se podí a oler la cena.

—Me gusta lo que dijo usted de los hoteles —apuntó —. Ya no puedo ni imaginarme la palabra ‘residencia’.

Madge pescó una rodaja de lima con la uñ a. Chupá ndola, miró a los residentes sentados a las mesas.

—En realidad, cariñ o, esto es má s como una sala de espera de un aeropuerto. Usted simplemente no mire la pantalla con las horas de salida.

Hubo un silencio. En las profundidades del hotel, se detuvo la mú sica del piano. Evelyn pensó que ojalá Madge no hubiera dicho aquello.

Pensó: «Ahora solo nos tenemos los unos a los otros. No debemos decir cosas desagradables, ¿ es que Madge no se da cuenta de eso? ». Intentó pensar en otra cosa. Señ aló al mali, que se encontraba en el extremo má s alejado del cé sped. Estaba metiendo las colillas de cigarrillo en un pliegue de su dhoti, y enrollá ndoselo alrededor de la cintura.

—Hacen los trabajos má s serviles, ¿ verdad? Quiero decir que… Mire el jardinero. Sin embargo, no son como los ingleses; a estos parece que no les importa. Debe de ser por su religió n.

—¿ Qué quiere decir? —preguntó Madge.

—Está recogiendo las colillas de Norman.

Madge se echó a reí r.

—Es que se las fuma, tonta. Lo he visto ahí detrá s.

Evelyn se quedó callada.

—Ah.

Y pensó: «¿ Có mo voy a saberlo yo todo, y yo sola? ». Recordó có mo Hugh solí a explicarle las cosas del perió dico. Y có mo le dejaba las gafas. Có mo le quitaba de la mano el tique del aparcamiento.

Y justo entonces el mali se volvió. Siguieron su mirada. Un rickshaw estaba entrando por las puertas exteriores. Llegó hasta la entrada principal, emitiendo nubes de humo del tubo de escape. Douglas y Jean Ainslie se bajaron del asiento de atrá s.

Algo no iba bien. Corrieron directos hacia el señ or Cowasjee, que estaba repartiendo los menú s de la cena.

—Ha habido un pequeñ o accidente —dijo Douglas, mientras ayudaba a su mujer a subir las escaleras—. A Jean la ha mordido un mono.

Hubo una conmoció n general.

—Está bamos en el templo del Toro —dijo Jean.

—Le estaba dando un plá tano —dijo Douglas.

—Es aquí. —Jean parecí a un poco pá lida. Le mostró al gerente la mano—. Creo que deberí a ver a la enfermera.

—La inyecció n del té tanos —dijo Douglas.

—Venga conmigo, señ ora. Llamaré al mé dico. —El señ or Cowasjee chasqueó los dedos—. Jimmy, llama al sahib doctor. Jaldi, jaldi!

—Pero… seguro que su mujer… —balbuceó Douglas.

—Mi mujer no sabe poner una inyecció n.

—Pero…

—El doctor Rama es un mé dico de primera, señ or —dijo el señ or Cowasjee—. Estará aquí en un periquete.

Entraron dentro.

Muriel se levantó y corrió fuera.

—¿ Ve? —gritó —. ¿ Ve lo que pasa?

—¿ Qué? —preguntó Evelyn.

La mirada de Muriel centelleó.

—¿ Ve? —y señ aló a Madge—. Ella querí a que le ocurriera algo, a la señ ora Ainslie, y ha pasado.

¡ Qué extrañ o era el comportamiento de Muriel! Evelyn se preguntó si estarí a bien de la cabeza. Pero luego pensó que tambié n a ella a veces se le iba el santo al cielo.

Y a la hora de cenar ya lo habí a olvidado todo. Estaban tomando la sopa (una crema de tomate) cuando de repente la conversació n, en ningú n momento excesivamente animada, se apagó por completo…

Un hombre estaba cruzando el comedor. Era alto, con una abundante cabellera de pelo negro que brillaba bajo los fluorescentes. Vestí a una camisa azul y llevaba una cartera de piel. Evelyn lo reconoció de la fotografí a. El doctor Rama era incluso má s deslumbrante en la vida real; má s deslumbrante, incluso, que Ornar Sharif en la flor de su juventud. Acompañ ado por el gerente, avanzó a grandes zancadas por entre las mesas, sonriendo a los comensales, y desapareció por el pasillo en direcció n a la habitació n de los Ainslie.

Hubo un susurro, y luego un revuelo, como las gallinas cuando van a poner un huevo.

—Cielo santo —dijo Madge—. A ver si puede hacerme una exploració n interna un dí a de estos.

Alguien hizo un ruido al juntar las manos. Evelyn pensó que era un aplauso. Pero solo era Norman, aplastando un mosquito.

—¡ Te pillé, hijo de puta! —dijo, limpiá ndose la mano en los pantalones.

Habí a sido un dí a repleto de acontecimientos: una pedicura, unas sandalias rojas nuevas, un mordisco de mono, un doctor guapo. Sin embargo, habí a muchas otras imá genes que ocupaban la cabeza de Evelyn: un hombre lavando a un buey junto a un surtidor de gasolina; un crí o haciendo equilibrios con una bandeja de vasos de té, zigzagueando entre los coches… Muchas má s cosas, muchas má s. La calle, en el exterior, bullí a de vida; aunque, en realidad, ella no tení a que salir fuera a nada en absoluto. Qué distinto era todo de su pueblo en Inglaterra, con los cottages cerrados de los domingueros. En la actualidad las calles de Inglaterra estaban vací as; la gente se quedaba en casa, clavada frente a las pantallas de sus ordenadores o, eso creí a, dinamitando el Parlamento en videojuegos.

Era tarde, pero Evelyn no podí a dormir. La visió n del doctor Rama habí a agitado sentimientos que creí a desaparecidos hací a mucho tiempo. Solo habí a conocido el cuerpo de un hombre. Recordaba el olor de Hugh, el aroma picante de su sudor; recordaba su carnalidad, su cuerpo desnudo en la cama…, bueno, para ser precisos, habitualmente se dejaba puesta la parte superior del pijama. En realidad, ella nunca habí a fantaseado sobre otros hombres; no habí a habido tiempo, entre los niñ os y salir a navegar todos los fines de semana, y menos con aquel enorme jardí n. Recordó las palabras de Douglas en el avió n: «Uno solo tiene una vida».

Evelyn se incorporó. Apartó la mosquitera y encendió la luz. A diferencia de ella misma, aquella habitació n habí a conocido muchas vidas. ¿ Cuá nta gente habrí a pasado por allí? Habí a pocos indicios de su breve estancia: una quemadura de cigarro en la có moda, eso era todo. «Una sala de espera». Para los indios debí a de ser diferente; por lo que ella sabí a, la vida para ellos debí a de ser una sucesió n de salas de espera. ¿ Y luego qué?



  

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