Хелпикс

Главная

Контакты

Случайная статья





 TERCERA PARTE 2 страница



—Ocurrió una cosa, ¿ sabe? —Pero no dio má s explicaciones.

—Venga a tomar un whisky a mi habitació n —dijo Norman—. ¿ Qué, le apetece tomar un traguillo?

Muriel negó con la cabeza. Norman se sintió rechazado. La mayorí a de las viejecitas que habí a por allí estaban comiendo en su mano. Desesperadas por un hombre, naturalmente…, un machote saludable, coloradote como é l. La verdad es que allí no habí a mucha competencia. Solo habí a un par de tí os má s por allí: Doug Ainslie, bastante sano y vigoroso, pero fuera del mercado, porque estaba casado, y Graham Turner, un solteró n decré pito que estaba para el arrastre, aunque hubiera estado dispuesto en principio. El personal estaba compuesto por hombres, pero estos parecí an incluso má s ancianos que los propios clientes, si es que semejante cosa era posible. En general, los indios eran una raza agraciada, pero un tanto amariconada; solo habí a que verlo por la calle, cogiditos de la mano como mariquitas. No, Norman se lo estaba pasando en grande, con tantas abejas rondando el tarro de miel.

Se preguntó có mo aquella Muriel iba a acostumbrarse. ¿ Có mo podrí a soportar aquel lugar? Era barato, cierto, en comparació n con Inglaterra, pero ella era de una clase diferente. Serí a una conmoció n cultural, y en má s de un sentido.

—Hay un montó n de gente maja aquí, en general —dijo Norman—. Nadie completamente majara. Se sentirá como en casa en nada. El rancho es bueno tambié n. Ya verá cuando pruebe la tarta de miel de Ferná ndez. Igualita que en los viejos tiempos. Y un montó n de tejemanejes: cartas, revistas, excursiones… —Se fijó en el pelo de la mujer. A la vieja gallina le empezaba a clarear la coronilla—. Y una peluquera que viene de vez en cuando, una muchacha encantadora.

—Siempre me las he arreglado sola —dijo.

—Y todos nosotros tambié n, querida. Pero ahí está lo interesante de ponernos en manos de extranjeros, y este sitio no tiene comparació n con ninguno de los vertederos en los que he estado. Perdidos por ahí, en medio de ninguna parte, mirando a un puto sembrado. Ya verá mañ ana. La calle de ahí afuera está absolutamente abarrotada de gente. Ni un momento de aburrimiento.

Era verdad, desde luego. En esos paí ses pobres la gente vive su vida a la vista de todo el mundo. No hay privacidad en absoluto. Algunos de ellos no tení an casas a las que ir y dormí an sobre el cemento de los pasadizos del bloque de oficinas que habí a enfrente.

Má s tarde, Norman encendió un cigarro, y bajó hasta la puerta. Eran las diez de la noche, pero los tenderetes dispuestos en hilera junto al cruce todaví a estaban llenos de gente. El humo se elevaba desde el brasero en el que un hombre estaba tostando nueces. Unas lamparillas de alcohol iluminaban el puesto de cigarrillos, un tenderete de bebidas frí as y un sitio donde se vendí an cacharros de plá stico, el tipo de cosas que Norman jamá s imaginarí a que nadie pudiera comprar. Aquel pequeñ o bazar era tan familiar para é l ya que le parecí a que llevaba añ os allí. Detrá s de los tenderetes habí a un ruinoso bloque de oficinas, de cemento, de tres plantas. Se llamaba, un tanto pomposamente, Karishma Plaza. Al nivel de la calle era una sucesió n de tiendas del tamañ o de celdas. La mayorí a de ellas todaví a estaban abiertas: Alquiler de Ví deos Khan, Regalos Gulshan; una sastrerí a —siempre habí a un viejo allí, en una franja de luz, inclinado sobre una má quina de coser. Parecí a que se pasaba allí dí a y noche—. Cuando los coches ralentizaban su marcha en el cruce, los mendigos los rodeaban, golpeando las ventanillas.

Norman miró a lo lejos el destartalado bazarillo. Estaba acostumbrado a ese tipo de lugares porque los habí a visto durante sus viajes por los tró picos: el indigente arrastrá ndose por una limosna en medio del trá fico, las chabolas arracimá ndose en torno a los hoteles de cinco estrellas. Eso conseguí a que un tí o diera gracias a Dios por su buena suerte. Ademá s, al ser inglé s, se le trataba con una deferencia que hací a ya mucho tiempo que habí a desaparecido en su propio paí s. Allí, en la India, Norman aú n era alguien y eso era fenomenal para el ego de un tí o. Las experiencias má s alucinó genas de su vida habí an tenido lugar en el extranjero, en lugares que olí an a estié rcol y a colonia barata. Era el olor de la aventura.

Norman le deseó las buenas noches al portero, al chowkidar, que, encaramado en su taburete, vigilaba la entrada. Una perra callejera esperaba apá ticamente, con las tetas hinchadas por la leche. «Las mujeres de Bangalore son las má s voluptuosas de la India». Allí no, desde luego. Donde é l se encontraba, eran o mendigas, con un crí o en el regazo, o limpiadoras. Bastante monas, desde luego, pero los rollos sexuales definitivamente ni se planteaban. Tal vez los cuerpos envueltos en harapos que yací an tendidos en la acera fueran mujeres, pero ló gicamente é l no iba a despertarlas y preguntarles si querí an tomar un trago de Johnnie Walker. Estaban allí tiradas, tan quietas como si estuvieran muertas.

Fue má s arriba, en Brigade Road, donde está n los grandes hoteles y las galerí as comerciales, donde vio mujeres con algunas carnes por encima de los huesos: miradas deslumbrantes y tentadoras regateando en las joyerí as o tomando a sorbitos café con latte en las cafeterí as. Las veí a durante sus paseos hasta el hotel Oberoi, cuando iba a comprar el Daily Telegraph del dí a anterior. Aquellos saris que llevaban revelaban, a la altura de sus ombligos, seductoras ondulaciones cá rnicas. A veces humedecidas por el sudor. Norman se imaginaba agarrando el dobladillo y haciendo girar a las mujeres como peonzas hasta que se quedaban completamente desnudas. Imaginaba oscuros pezones, dulces como pasas de Corinto, y nalgas de kamasutra alrededor de su cuello. Imaginaba tentadores y enormes pechos que olí an a gardenias. Norman cerraba los ojos y se imaginaba coñ itos que sabí an a mango con langostinos, el sorprendentemente lujoso aperitivo que le habí an puesto la noche anterior para cenar. Su conocimiento carnal de las mujeres indias era limitado —para ser sinceros, inexistente—, pero é l sabí a que estaban instruidas en ardides sexuales desde temprana edad y las palabras del mé dico de la pró stata lo habí an excitado mucho. ¿ Serí a posible que allí, en la India, pudiera elevar su decadente libido?

En todo caso, habí a algunos problemillas. Para las má s jó venes, la generació n de culo embutido en vaqueros, é l era invisible. En añ os recientes se habí a ido acostumbrando a eso, desde luego, era uno de los fallos de irse haciendo viejos. Las mujeres de apariencia má s madura, sin embargo, presentaban otra dificultad, porque nunca estaban solas. En la India, como en Africa, no existí a nada parecido a la soledad. Esto convertí a la tarea del donjuá n en todo un reto; como un leó n, uno tení a que elegir la presa y separarla de la manada. Hasta el momento no habí a podido conseguir este objetivo.

Norman apagó su cigarrillo en un macetero. A su espalda, el aviario estaba en silencio; los periquitos se habí an ido a dormir. Igual que los viejecitos en sus habitaciones. El tambié n se sentí a cansado. Le dolí a la espalda; las venas varicosas le palpitaban. Sabí a que se estaba haciendo demasiado viejo para aquel tipo de peripecias, pero uno tení a que demostrar voluntad. Harí a algunas indagaciones discretas. Sonny era el tipo adecuado; sin duda estaba al corriente de los puntos calientes de su ciudad natal. O podí a tener una conversació n de hombre a hombre con Minoo Cowasjee, que regentaba el hotel. Con una mujer como la que tení a —¡ menuda bruja! — se tendrí a que ver obligado a encontrar solaz en otros brazos.

¡ Ah, los placeres del follar! Despué s de todo, ese era el ú nico modo en que un tí o podí a decir que todaví a estaba vivo.

Los residentes estaban desayunando.

—Escuchen esto, chicas. —Madge Rheinhart se ajustó las gafas y leyó en voz alta el Daily Mail—: «En un intento por controlar la proliferació n de drogas en Londres, la policí a armada está siendo enviada a patrullar los patios de los colegios».

—Lo leí ayer —dijo alguien.

—Es que es el perió dico de ayer.

—En realidad ya tiene tres dí as —dijo otra mujer, cuyo nombre Evelyn no recordaba.

—¿ No se alegran de estar bien lejos de todo eso?

—¡ Demonios, mermelada Cooper!

El criado la puso en la mesa: un tarro de Cooper’s Coarse Cut Marmalade, acompañ ado de su platillo y su cucharilla de té. Se hizo un silencio.

—¿ Dó nde la compró usted, querido?

—En una tienda en Lady Curzon Street; tení an Marmite tambié n. Cuestan un riñ ó n y parte del otro.

—Vaya, nuestra pensió n da para mucho aquí.

—¿ Qué decí a usted de las escuelas?

—¡ Oh, preste atenció n, Stella!

Madge Rheinhart puso los ojos en blanco. Era una mujer mandona y de buen talante. Su marido, al parecer, habí a sido el propietario de la mitad de Kensington. Aquel dí a llevaba unos pantalones de chá ndal y una camiseta que poní a «STARLIGHT EXPRESS». Las gafas le colgaban alrededor del cuello con una cadena diamanté . Evelyn lamentó no haber pensado en ese detalle; sus propias gafas colgaban de una especie de cordó n de zapatos. Evelyn no era vanidosa —las uñ as eran su ú nica debilidad—, pero admiraba la elegancia y el glamur en los demá s.

Jean Ainslie se inclinó desde la mesa de al lado.

—Doug y yo hemos estado leyendo los perió dicos indios, ¿ verdad, querido?

—Aburridí simos, sin gracia ninguna —dijo Douglas—. Llenos de ofertas de cemento.

Evelyn sonrió. Le caí a bien Douglas porque habí a sido amable con ella en el avió n.

—Y ademá s, no traen crucigramas —concluyó.

Lo de los crucigramas habí a sido motivo de algú n problemilla. Norman Purse era la ú nica persona que se las arreglaba para comprar el Daily Telegraph regularmente. Eso era porque sabí a dó nde ir —una fuente que mantení a en secreto— y salí a rá pidamente despué s de desayunar. Evelyn lo habí a visto bajar a grandes zancadas por Brigade Road, apartando a los mendigos con su bastó n. No solo acaparaba los perió dicos durante todo el dí a —a veces incluso conseguí a comprar The Times tambié n—, sino que siempre hací a los crucigramas, garabateá ndolos triunfalmente con bolí grafo para que nadie pudiera borrarlo. Peor aú n, a menudo no los completaba; esto lo hací a doblemente enojoso, especialmente cuando las definiciones en las que se habí a equivocado eran fá ciles. Incluso Evelyn podrí a haber resuelto algunas: «Antigua ciudad inglesa famosa por sus ostras (10)». [6]

En ese momento estaba fuera, comprando el perió dico. Estaba sirviendo el desayuno Jimmy, el criado, un hombre de edad provecta con turbante y una chaqueta blanca llena de lamparones. Era muy lento y solo traí a una cosa cada vez. Evelyn lo observó mientras cruzaba la estancia llevando un bote de ketchup en una bandeja; lo llevaba con cuidado, como si pudiera explotar. De todas formas, ellos no tení an prisa. Habí a cereales, y tortilla o huevos duros. Evelyn habí a probado en una ocasió n las salchichas, pero no era una experiencia que estuviera muy predispuesta a repetir. El comedor era sombrí o, porque los edificios indios se construyen para protegerse del sol, y algunos espí ritus rebeldes se tomaron el té fuera, en la veranda.

Quince residentes ya estaban instalados, y se esperaba a algunos má s en las pró ximas semanas. Evelyn no podí a recordar todos sus nombres y tení a tendencia a pegarse a aquellos con los que habí a hecho cierta amistad en los primeros dí as: los Ainslie, Madge Rheinhart, a quien todo el mundo conocí a porque era la que organizaba cosas, y Stella Englefield, que habí a enterrado a dos maridos y estaba un poco sorda. ¿ Quié n se iba a sentar con quié n en las comidas? Las amistades ya se habí an forjado; los territorios se habí an delimitado. Aquello le recordó a Evelyn los dí as del internado, un perí odo de su vida que recordaba con dolorosa nitidez. Los esfuerzos de Madge para colocar en diferentes sitios a la gente a la hora de cenar se habí an topado con la firme resistencia de aquellos que habí an encontrado compañ eros con los que congeniaban y estaban decididos a quedarse con ellos.

Aquella mañ ana Evelyn habí a sentido un poco de lá stima por Muriel Donnelly, la ú ltima en llegar, y se habí a sentado con ella a una mesa para dos, junto a los lavabos.

—Intentan preparar un desayuno al estilo inglé s —dijo Evelyn—. Pero no es lo mismo, claro.

—La leche es rara —dijo Muriel Donnelly.

—Está hervida. Creo que es de bú fala. Los Ainslie son muy aventureros… Mire, está n comiendo pequeñ os hojaldrillos rellenos de curry. Allá donde fueres y todo eso.

—Yo voy a Españ a en vacaciones —dijo Muriel—. Mi hijo tiene allí una villa.

—Qué bien —contestó Evelyn.

—No hace tanto calor como aquí.

—Es por la humedad, ¿ sabe? —A Evelyn le encantó parecer una experta—. Antes del monzó n, al parecer, es una cosa insoportable. Ahora empieza a hacer mejor y hará un tiempo muy agradable todo el invierno.

El ventilador del techo crujió. En la mesa de al lado, Madge sujetó una carta del correo aé reo con la tetera.

—Al parecer, hay planes para abrir otro hotel de jubilados en Ooty —dijo Evelyn—. Está arriba, en las montañ as, donde hace má s fresco. Los britá nicos solí an trasladarse allí en los meses de verano. Al parecer es igual que East Grinstead.

Dunroamin lo era, tambié n. Atrapados en el recinto, los residentes viví an en un mundo que les podrí a resultar, en muchos sentidos, má s familiar que la Inglaterra que habí an dejado atrá s. Era una Inglaterra de los libros de bolsillo de Catherine Cookson y de agujas de tejer, de tranchetes Kraft y un cierto ambiente que podí a recordarles involuntariamente a su paí s de origen. Ahora que se habí a acabado el verano, el mali estaba plantando las flores de temporada inglesas —maravillas y margaritas cosmeas—, ampliamente espaciadas en surcos de tierra hú meda. Evelyn sentí a la tentació n de meterle mano a los parterres de flores; los jardineros de allí no sabí an nada sobre colores y texturas.

Extramuros, la India clamaba al cielo. Muchí sima gente, necesitada y desesperada. Evelyn solo se habí a aventurado fuera unas pocas veces; la experiencia le resultaba desconcertante y abrumadora. En el momento en que traspasaba la puerta, los mendigos se desperezaban y se arrastraban a sus pies. Perros esquelé ticos olisqueaban en los montones de basura. Incluso las vacas sagradas, vagando entre los coches, estaban cruelmente delgadas. Y luego estaba el joven sin piernas, sentado en su carrito en medio de los humos de los tubos de escape.

—Podemos ir a dar un paseo luego, si le apetece… —dijo Evelyn—. Aquí es todo muy diferente, debo decir. Me refiero a que en Inglaterra la gente tiene mucho de todo, y sin embargo cada vez son má s brutos, ¿ no le parece? Aquí no tienen nada en absoluto, y sin embargo son muy educados. «¿ Có mo está usted? », preguntan. «¿ De dó nde es usted? ». Oh, pueden ser un fastidio, pero muy amablemente.

Muriel parecí a no estar escuchando. Probablemente estaba sufriendo los efectos del jet lag; despué s de todo, para ella debí a de ser como si estuviera a mitad de la noche. Alguien habí a mencionado que la habí an tenido abandonada en una camilla de hospital durante dos dí as. Ah, bueno, pensó Evelyn, al menos ella tiene piernas. Estaba descubriendo que la India conseguí a que uno diera gracias a Dios por pequeñ os privilegios.

—Me he encontrado con algunos estudiantes encantadores… —dijo Evelyn—. Calcetines blancos, muy limpios y arregladitos, y me llamaban ‘abuelita’.

Muriel empujó el plato. Su cara tení a el color de la cera.

—¿ Se encuentra usted bien, querida? —preguntó Evelyn.

—Me duele el estó mago.

—Pobrecilla. —Jean Ainslie se volvió desde su mesa— Probablemente será el mal que llaman Delhi belly. Todos lo hemos tenido.

Evelyn retiró su silla hacia atrá s y se levantó.

—Vamos, la acompañ aré a ver a la enfermera —e intentó coger a Muriel por el brazo.

—Puedo sola.

Muriel era una viejecita cabezota. Una cockney, una londinense de pura cepa, desde luego. Eran una gente muy independiente.

—Cuando yo misma fui a ver a la enfermera por mis problemas de estó mago —dijo Jean Ainslie—, se empeñ ó en mirarme los pies.

Evelyn dejó a Muriel con la enfermera —tambié n conocida como señ ora Cowasjee, la mujer del gerente— y se fue al jardí n. Ya hací a calor. El mali, sujetando una manguera con goteras, se encorvaba sobre los macizos de flores. Alrededor de la cintura llevaba prendido un dhoti a cuadros. Ella habí a tenido antañ o un vestido de verano hecho con la misma tela —D. H. Evans, si no recordaba mal—. En el á rbol, una especie de grajo graznó. En la puerta habí a un hombre.

Memsahib! —gritó con voz ronca y a hurtadillas.

Su bicicleta iba cargada de fardos.

Memsahib! ¿ Querer camisetas? ¿ Calzatanes? ¡ Precio bueno, señ ora!

Evelyn levantó tí midamente la mano en un gesto que era tanto un saludo como un rechazo. A lo mejor deberí a comprarse una camiseta para parecerse a Madge; sin embargo, ya se sentí a agotada y sin energí as, y eran solo las diez de la mañ ana. El calor la dejaba exhausta. La miseria del exterior, la enormidad de dicha miseria, la abrumaba. En un momento de rebeldí a, asombrosa por su audacia, habí a decidido embarcarse en una nueva vida. ¿ Era una señ al de desesperació n, un reconocimiento de lo poco que se la necesitaba? Ladrillo a ladrillo habí a ido levantando una familia. Como los muros del jardí n, esos ladrillos la habí an protegido de los terrores del mundo exterior. Uno a uno, sin embargo, los ladrillos se habí an ido cayendo, y ella se habí a quedado sola en un paí s extrañ o.

Por encima de su cabeza, en un á rbol sin nombre, los grajos saltaban de rama en rama. Si al menos pudiera creerse lo que le habí a dicho Beverley, que aquellos pá jaros habí an sido personas una vez, que esto no era el final… En lo má s profundo del corazó n, nunca habí a creí do lo que decí a el cristianismo, de eso se habí a dado cuenta en los ú ltimos añ os. Nadie que se hiciera llamar Dios podí a dejar que ocurriera lo que ocurre. Tal vez por eso los indios, a quienes las tragedias acosaban en un grado inconmensurable, tení an el buen juicio de no hacer responsable a nadie. Para vidas tan desesperadas, tan lamentablemente cortas, debí a de haber algú n consuelo en saber que sus existencias solo eran un viaje a travé s del reino animal. No era de extrañ ar que parecieran tan resignados…, incluso tranquilos. Tal vez el mendigo mutilado, a quien ella le habí a dado tí midamente una rupia el dí a anterior, creí a que la pró xima vez regresarí a como un grajo, y a lo mejor confiaba en poder saltar por el cé sped con unas patas fuertes y ligeras.

Evelyn se detuvo en el camino, meditando aquello. Deberí a haber hecho caso a su hija, que no dejaba de dar la monserga hablando de su gurú. El problema fue que Theresa era demasiado proclive a la charla y Evelyn se le habí a quedado dormida. Tambié n tení a la desagradable sensació n de que Theresa estaba buscando algú n alimento emocional que se le habí a negado en el hogar materno. La propia Evelyn nunca habí a hablado realmente con un hindú. Hasta muy recientemente, los ú nicos que habí a conocido estaban detrá s de un mostrador en la oficina de correos o picá ndole el billete en el tren a Londres. Estaban en una posició n de servidumbre. Antañ o, los britá nicos habí an gobernado la India. El Imperio britá nico de la India, the Raj, en todo caso, como la mayor parte de sus certezas, hací a mucho tiempo que se habí a desmoronado. Ahora la minorí a é tnica era ella. En aquella interminable ciudad habí a millones de indios y ella no tení a ni la má s ligera idea de lo que habí a en sus cabezas. A lo mejor tení an una vida espiritual que daba sentido al sinsentido; a lo mejor ese era el ú nico modo en que podí an sobrevivir. Todo resultaba de lo má s confuso.

La risa de Hugh estalló en su cabeza. «¡ Animo, nena! ». ¡ Có mo envidiaba a los Ainslie, caminando de la mano con la intenció n de ir a explorar lo desconocido! Evelyn tení a que emprender su propio viaje, sin ninguna compañ í a, excepto aquellos compañ eros, prá cticamente desconocidos, que se sentaban en la veranda a leer novelas baratas con gafas de miope. Algunos de ellos ya estaban cabeceando. Las enredaderas subí an reptando por las columnas de madera del hotel y cubrí an las tejas de la techumbre. Era como una escena de La bella durmiente. El viejo edificio se estaba desmoronando: pronto la naturaleza lo engullirí a y pocos añ os despué s solo habrí a allí un montó n de escombros. No, incluso eso desaparecerí a enseguida; nada permanece igual durante mucho tiempo. Serí a como si ella y sus compañ eros residentes nunca hubieran existido en absoluto.

Norman tambié n estaba dormido. Habí a regresado ya de su misió n; el perió dico reposaba en su regazo. Evelyn cruzó el cé sped. Fuera, en la calle, los coches daban bocinazos. Desde las dependencias de los criados llegaba el sonido de una radio: gorgoritos de canciones indias, sorprendentemente altos.

Evelyn se acercó a Norman. Una mosca, atraí da por una mancha de ketchup en su chaqueta, zumbaba alrededor de su pecho. Su corbata, espolvoreada de ceniza, estaba torcida.

Evelyn se acercó má s. Las manos purpú reas de Norman yací an sobre el Daily Telegraph. Estaba abierto por las necroló gicas. Parecí a como si hubiera subrayado algunas palabras. Evelyn se puso las gafas. «Pací ficamente —leyó —, tras una larga enfermedad».

Evelyn miró a su alrededor; nadie estaba mirando. Con mucho cuidado, consiguió sacar el perió dico bajo el peso de las manos de Norman. É l se revolvió, se oyó la vibració n de una flema en su garganta. Esperó.

Norman echó la cabeza hacia atrá s y comenzó a roncar: unos ronquidos tan fuertes que conseguí an que todo su cuerpo se estremeciera. Conocí a bien ese sonido tras haber pasado algunas noches en la habitació n de al lado. Tení a la boca abierta, revelando las encí as de plá stico de su dentadura postiza.

El corazó n de Evelyn comenzó a latir má s rá pido; aquello era lo má s ilegal que habí a hecho desde hací a siglos. Apoderá ndose del perió dico, huyó corriendo. Pero hasta que llegó al vestí bulo no se permitió el lujo de estallar en risillas.

No era lo que habí a esperado, la sala de la enfermerí a. Muriel habí a imaginado una especie de clí nica oliendo a desinfectante Dettol. Los hospitales, por razones obvias, la aterrorizaban.

Pero no era así, en absoluto. La señ ora Cowasjee viví a con su marido en la casa aneja, un gran edificio de ladrillo en un lateral del hotel. Hizo pasar a Muriel a una salita donde olí a como a iglesia. Una barrita de incienso ardí a en un pebetero de metal. La estanterí a estaba llena de adornos —animalitos de porcelana, flores de plá stico— y habí a un folleto sobre la mesa: Predicció n de horó scopos: solo Dios sabe. Una fuente tintineaba en una pila con forma de venera, coronada con un angelote. Curiosamente, aquello le recordó a Muriel su propia sala de estar en Inglaterra. Habí a incluso un altarcillo, como el que su marido le hizo a la Virgen Marí a. Este, iluminado por bombillas de colorines, estaba dedicado a un hombrecillo gordo con cabeza de elefante. Una vela parpadeaba delante de é l.

—¿ Qué es eso? —preguntó Muriel.

—Es Ganesh, el dios de la prosperidad y el é xito —dijo la señ ora Cowasjee.

—¿ Y por qué tiene cabeza de elefante?

La mujer se encogió de hombros.

—Es el hijo de Shiva y Parvati.

Eso parecí a explicarlo todo.

—¿ Le reza usted?

La señ ora Cowasjee asintió. Muriel intentó ahogar una risilla. Imagí nate, ¡ adorar a un elefante…!

La señ ora Cowasjee era una mujer bien parecida, de mediana edad, ataviada con un sari malva. No tení a uniforme de enfermera, ni nada de eso. Muriel habí a pensado que todos los indios eran del mismo color, pero la piel de la señ ora Cowasjee era má s pá lida que la de su marido, como de café con leche. Llevaba una mancha de color carmesí en el comienzo del pelo. Aquello le recordó a Muriel sus propias heridas y la cadena de acontecimientos que la habí a obligado a cruzar medio mundo hasta aquel exó tico saloncito.

—Me duele el estó mago —dijo—. Y diarrea.

—Sié ntese, querida, y quí tese los zapatos.

Muriel, levemente sorprendida, se sentó en un silló n. Se quitó los zapatos y los calcetines.

La señ ora Cowasjee se sentó enfrente. Se quedó mirando los pies de Muriel. Hubo un silencio.

—Hai Raba! —dijo—. Sus pies se encuentran en un estado lamentable.

Muriel asintió.

—Son los juanetes.

La señ ora Cowasjee arrastró su silla un poco má s cerca. Levantó el pie derecho de Muriel y lo dejó descansar en su regazo.

—¿ Ve estos huesos de aquí, y de aquí? Está n totalmente deformados. Y los callos de aquí, donde le rozan los zapatos. De verdad, señ ora Donnally, deberí a cuidarse usted un poco má s. ¿ No ha visitado nunca a un podó logo?

Muriel negó con la cabeza.

—Si cuida usted de sus pies —dijo la señ ora Cowasjee—, ellos cuidará n de usted.

—Era limpiadora —dijo Muriel—. Todo el dí a de pie. Ahí fue cuando me salieron las varices. Mi marido tení a unos pies preciosos. Y su hermano Lenny tambié n. Es porque eran muy pobres, ¿ sabe?, no tení an zapatos cuando eran pequeñ os.

—Los indios tienen unos pies bonitos por la misma razó n —dijo la señ ora Cowasjee.

Los suyos asomaban por debajo del dobladillo: finos y morenos, en chanclas con lentejuelas. A su lado, los pies de Muriel parecí an hinchados y llenos de manchas…, incluso deformes. Muriel nunca se habí a comparado con un indio.



  

© helpiks.su При использовании или копировании материалов прямая ссылка на сайт обязательна.