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 TERCERA PARTE 5 страница



Deslizó los pies hasta meterlos en las zapatillas. Fuera, un perro ladraba. Le respondieron má s perros, en el solar que habí a al otro lado del muro, donde la gente viví a en condiciones de aterradora miseria. Una lá mpara de queroseno brillaba en las dependencias de los criados, donde la plantilla se desprendí a de sus uniformes y, aunque solo durante unas horas, viví an sus incomprensibles vidas.

Evelyn fue arrastrando los pies por el pasillo hasta el saló n. Estaba tenuemente iluminado por la luz del vestí bulo. Se sentó al piano y levantó la tapa. No habí a tocado desde hací a añ os; sus articulaciones estarí an oxidadas. Fingió que moví a los dedos por encima de las teclas, intentando recordar la sonata del Claro de luna. No iba a tocarla, claro, porque despertarí a a la gente. Pero allí, oculto en los huesos de sus dedos, ¿ no quedarí a algú n recuerdo?

Habí a desaparecido. Evelyn cerró la tapa. Se levantó, abrió la puerta de la veranda y salió fuera, a la oscuridad de la noche. El calor de la noche la saludó, y era tan cá lida como su sangre. ¡ Qué frí a era Inglaterra para los huesos viejos! Un perfume se esparcí a procedente de flores diminutas y desconocidas que formaban un seto vivo en torno al cé sped. En algú n sitio un gato maullaba. Varias de las señ oras del hotel —Eithne, Stella, Hermione Nosequé …, ¿ o era Harriet? — Ahora Evelyn no podí a preguntarle a nadie… En fin, algunas de las señ oras del hotel le daban comida a los gatos callejeros; era comida que escatimaban durante la cena. Habí a una rivalidad soterrada en todo aquello. Cada una de ellas le habí a puesto un nombre diferente a un viejo gato tiñ oso que cada cual consideraba solo suyo. Como no era tonto, el gato respondí a a todos los nombres.

Fue entonces cuando Evelyn se percató de aquella luz. Estaba parpadeando en su antigua habitació n, ahora ocupada por Muriel. Avanzó por el camino y curioseó a travé s de la ventana de Muriel.

La habitació n estaba cambiada. Por un momento Evelyn ni siquiera pudo reconocerla. Habí a velas colocadas a lo largo de la có moda y el humo se elevaba de las barras de incienso. Má s o menos, Evelyn pudo distinguir una especie de altarcillo.

Muriel, en camisó n, estaba sentada en la cama. La ventana estaba abierta.

Se dio la vuelta.

—¿ Quié n anda ahí?

—Me atracaron, ya ve —dijo Muriel—. Y me robaron.

—Ya me he enterado —dijo Evelyn—. Debió de ser terrible.

—Por los nervios. Sigo pensando que van a volver. Me robaron la casa y la tranquilidad, se la llevaron. Toda mi vida habí a vivido en aquel sitio, y me lo desvalijaron por una tele. Sigo teniendo pesadillas. Me despierto, y mi corazó n va como un caballo desbocado. Sigo viendo sus caras, como si estuvieran aquí.

—Bueno, está bien, querida —replicó Evelyn—. No está n aquí.

—Sigo vié ndolos por todas partes. ¿ Sabe?, averiguaron dó nde viví a.

—De verdad, está usted a salvo aquí. Está usted en la otra punta del globo.

—Dos muchachos negros —dijo Muriel—. Mataron a mi Leonard.

—¿ A quié n?

Muriel señ aló una fotografí a enmarcada que habí a sobre la có moda. Estaba adornada con guirnaldas de claveles de la India. Evelyn se levantó y se acercó a mirar. Era la fotografí a de un gato.

—Los cabezacuadradas mataron a mi Leonard y esos negros mataron a mi gato. Era la misma persona, ¿ sabe?, é l estaba en su cuerpo. Yo siempre lo supe, pero la señ ora Cowasjee me dijo que era verdad. Yo podrí a haberlo salvado si hubiera visto los indicios… —La voz de Muriel se elevaba; estaba cada vez má s nerviosa—. A mí me evacuaron, ¿ sabe?

—¿ Quié n, la policí a?

Muriel se aferró al brazo de Evelyn.

—Me obligaron a irme y a vivir en el campo, y por eso lo mataron.

—Yo creí a que usted viví a en Londres.

—Todo fue por mi culpa. Por eso me tuve que casar con Paddy.

—¿ Paddy? —Evelyn no pillaba nada de aquella conversació n, pero probablemente era por su culpa—. ¿ Y por eso es por lo que vino aquí? —preguntó —. ¿ Porque la evacuaron?

—¿ Qué dice?

—Despué s del robo.

Muriel se quedó mirá ndola ató nita.

—¿ De qué está usted hablando?

Evelyn tomó aire. Habló despacio y claramente.

—¿ Fue por eso por lo que usted vino a la India?

Muriel la miró como si Evelyn fuera retrasada. Evelyn se dio cuenta de que habí a varios altarcillos. Habí a un dios hindú, ese que tiene un montó n de brazos, una fotografí a de la princesa Diana, e incluso una escayola de la Virgen Marí a. Realmente Muriel estaba diversificando sus inversiones para minimizar los dañ os.

—No se lo cuente usted a nadie, ¡ promé tamelo! —susurró Muriel.

—Lo prometo —dijo Evelyn.

Muriel bajó la voz.

—Todo está en el destino. El karma. El atraco, el folleto que me envió el doctor, y luego lo que supe de mi hijo. Lo que me dijeron los vecinos, de dó nde viví a.

—¿ Su hijo?

Muriel se aferró al brazo de Evelyn con má s fuerza. «Mañ ana, má s cardenales», pensó Evelyn.

—¡ No se lo diga a la policí a! —susurró Muriel.

—¿ Qué tiene que ver la policí a con esto?

—Está aquí, ¿ sabe?

—¿ Quié n? —preguntó Evelyn.

—Mi Keith —dijo Muriel—. Por eso es por lo que he venido aquí. Está aquí, en la India.

—¿ Su hijo está aquí?

—Eso fue lo que me contaron los vecinos, que se habí a venido a la India. Cosa de negocios. He estado mirando a todo el mundo a ver si lo veo, mirando las caras. Pregunté en el hotel, es el tipo de sitios donde se quedarí a. Pero é l me encontrará. Es muy propio de Keith. É l sabe que su anciana mamá está aquí y al final me encontrará.

Ya era tarde. En sus habitaciones, las residentes dormí an profundamente, soñ ando con el doctor Rama, que levantaba sus camisones con sus há biles manos morenas. Jean Ainslie tecleaba un e-mail general para todas sus amigas, mientras su marido intentaba dormir. Madge, a la que su nieto le habí a enseñ ado cuatro cosas de ordenadores, estaba sentada tambié n delante de su pantalla; la luz azul iluminaba su rostro mientras accedí a a sus inversiones en bolsa, que caí an en picado. Stella estaba engullendo sus pastillas —pastillas para el corazó n, pastillas para las articulaciones, Prozac—, con un vaso de soda. En su habitació n, en la parte de atrá s del hotel, Graham Turner tocaba tan bajito como podí a una canció n de Dinah Washington, «Loca por un chico». En alguna parte del jardí n chillaba un pá jaro. Los criados dormí an, dondequiera que estuvieran durmiendo.

Fuera, en el cruce, los camiones rasgaban la noche a toda pastilla. Junto a Dunroamin transitaba la Brigade Road, hasta má s allá de los grandes hoteles, hasta la gran ciudad de bloques de oficinas donde nadie habí a ido porque ese era otro mundo. Una segunda carretera conducí a al casco viejo y su laberinto de calles en las que solo los má s aventureros se atreví an a penetrar. La tercera calle conducí a al centro de la ciudad, con sus edificios Victorianos que recordaban a Inglaterra. La cuarta carretera conducí a al aeropuerto. En Inglaterra un aeropuerto era solo un lugar del que uno hace uso de vez en cuando. Pero en Dunroamin su presencia era muy palpable. Era el lugar al que habí an llegado, desde el que se habí an adentrado en aquella tierra extrañ a. Habí an bajado del avió n con un billete de vuelta que muy probablemente nunca utilizarí an. Y era un lugar que podí a traerles, procedentes de un paí s que ahora les parecí a lejano e irreal, a sus seres queridos.

Namasté —escribió Jean—. Siento no haberos escrito antes, chicas, pero Doug y yo hemos estado supermegaocupados instalá ndonos en nuestro nuevo hogar y explorando esta bulliciosa metró poli india. Aunque carece de los deliciosos encantos de algunos lugares que hemos visitado en viajes anteriores (vé anse cartas nú meros 9

y 24), a Bangalore no le falta interé s y, como bromea Douggy, ¡ hay un montó n de viejos monumen tos aquí en nuestro hotel! Ahora en serio, Dunroamin es un sitio muy agradable, en un delicioso estilo «viejo Imperio britá nico», ¡ y hace gala del habitual y errá tico servicio de agua! Nuestros compañ eros de la residencia hace tiempo que cumplieron la edad de la jubilació n, pero, como sabé is, nosotros creemos que la edad está en el espí ritu y si uno está abierto a nuevas experiencias, siempre conservará un corazó n joven (basta de sermones: ¡ la educació n! ). La mayorí a de ellos son mujeres, así que Doug está tan feliz y yo tengo que atarlo en corto (solo es broma). Uno o dos de ellos vivieron en la India siendo jó venes, así que para ellos es como volver a casa. Nosotros tambié n nos sentimos «como en casa» aquí, pero ya sabé is que nosotros ¡ somos unos vagabundos! A nosotros siempre nos gusta adoptar las costumbres del paí s y les hemos enseñ ado a nuestros compañ eros habituales de comidas los placeres de las dhosasy los idlis, ya que su ú nica idea de la cocina local empieza y acaba con el pollo a la tikka, un plato que, por cierto, ¡ desconocen la mayorí a de los indios!

Tambié n estamos aprendiendo el lenguaje de Karnataka (el kennada) y ya podemos mantener una conversació n sencilla con los empleados del hotel. Hemos comprobado que aprecian que nos tomemos la molestia de aprender unas cuantas palabras. Como sabé is, siempre hemos creí do en el respeto hacia otras culturas y aunque McDonalds ha asomado por aquí su cabezó n (perdó n, «sus arcos dorados»), la India todaví a conserva las caracterí sticas de una civilizació n antiquí sima, estratificada y muy compleja. Desde luego, hay un gran abismo entre ricos y pobres (¡ deberí ais ver qué gangas! ), pero nosotros hemos adoptado la costumbre de dar limosna a los mendigos: unas cuantas rupias pueden significar una fortuna para una familia pobre.

En té rminos generales, no nos arrepentimos. Devon parece un recuerdo lejano y nuestra ú nica pena es que echamos de menos a nuestros muchos amigos (¡ vamos, salid de ahí! ) y, por supuesto, a nuestros chicos. Amanda ha ascendido a subdirectora y encuentra tiempo en su apretada agenda para su adorada salsa (paso cuatro, ¡ bien hecho, Amanda! ) y el festival anual «Barroco 24h», que al parecer organiza… ¡ ella sola! La carrera de Adam va viento en popa en la BBC (¡ pillad su ú ltimo documental, los detalles abajo, nosotros pensamos que es el mejor hasta ahora: perturbador y divertidí simo! ). Los correos electró nicos desde luego son una bendició n y Douggy por fin ha superado sus tendencias tradicionalistas anti tecnoló gicas, y apenas puede separarse de su nueva cá mara digital. Las fotos que os adjunto muestran a estos tontos que os escriben… ¡ con la encantadora serpiente local!

Y basta ya por ahora. Como se dice habitualmente aquí, phir milenge (ya nos veremos), o, para los que tengan inclinaciones musulmanas, khoder hafiz, insh ’allah.

Besos, Jean y Doug.

P. S.: Un idli es un pastel de arroz cocido al vapor. Las dhosas son un tipo de torta de arroz. ¡ Se acabó la clase!

 


 4

Recuerda, o lo eres todo o no eres nada. Si lo eres todo, entonces tu corazó n es tan grande que puede albergar a toda la humanidad en su interior, y no tienes ni celos ni mezquindad. Está s en el corazó n de todas las criaturas y todas las criaturas está n en tu corazó n. Solo hay gozo.

SWAMI PURNA

 

Fue su mujer la que lo organizó. Por supuesto, Christopher habí a planeado visitar a su madre en algú n momento, pero fue Marcia la que sugirió una fecha y lo preparó todo.

—¡ Navidad en la India! —dijo Marcia—. Evelyn estará encantada. Y será estupendo para los chicos, una experiencia impresionante.

Así que Marcia se hizo cargo de todo. Se descargó paquetes de vacaciones que incluí an Bangalore en sus itinerarios y se decidió por una empresa de primera especializada en rutas culturales. El paquete Maravillas del Sur de la India incluí a Mysore, los templos de Halebib y Belur, «con sus intrincadas estatuas de figuras danzantes, animales y frisos», y una estancia de dos noches en el hotel Taj Balmoral, de cinco estrellas, en Bangalore, «una espaciosa ciudad con abundantes parques y jardines», leyó Marcia, «… ahora con un pró spero centro de negocios, conocido como el Silicon Valley de la India». En el plazo de unos cuantos dí as todo estuvo listo, incluyendo un extra opcional: una semana en el complejo Colva Beach de Goa, donde podrí an relajarse antes de regresar a Estados Unidos.

Christopher sintió su habitual mezcla de impotencia y gratitud. Aquella mujer era tan malditamente eficiente… No solo podí a soportar un trabajo exigente en una empresa de inversiones de primera lí nea, se mantení a en forma con una tabla mortal de ejercicios en el gimnasio y organizaba los apretados horarios de los chicos, tambié n habí a planeado incluso otra reforma del apartamento y estaba negociando la compra de algú n inmueble en Wellfleet, Cape Cod, que se convertirí a en el lugar de retiro de su padre y su madrastra. Marcia era una hija ejemplar en este aspecto. Christopher lo atribuí a a su sangre judí a e italiana. Procedí a de una familia pró spera y grande donde se daba por hecho que los hijos se ocupaban de sus padres.

Aquello conseguí a que Christopher se sintiera culpable, claro. Y lo mismo el hecho de que fuera ella la que iba a pagar aquellas vacaciones; Marcia era una mujer generosa en este aspecto. Por supuesto, ella ganaba mucho má s que é l; cuando se conocieron, de hecho, ella era su superior, aunque cuando se trasladaron a Nueva York, Marcia cambió de trabajo y se fue a otra empresa. La hermana de Christopher, Theresa, a la que nunca le habí a gustado Marcia, suponí a que ella lo estaba exprimiendo con las exigencias de un altí simo nivel de vida. Christopher solo la habí a desengañ ado a medias; despué s de todo, un hombre tiene su orgullo.

Era un sá bado de noviembre y se disponí a a acompañ ar a Clementine a Central Park. Su hija tení a once añ os que parecí an diecisé is. Querí a ir al centro de belleza para hacerse las cejas, pero habí a insistido en probar antes sus patines en lí nea. Marcia se habí a quedado en casa para ayudar a Joseph con las mates.

—Es que Kirsty ya tiene hechas las cejas —comentó Clementine.

—Eso no significa que tú te las tengas que hacer —dijo Christopher—. Puedes seguir siendo una niñ a un poco má s.

—¿ Ah, sí? —Su cara decí a: «No seas zumbado, papá ». Era una expresió n nueva…, una mueca de desagrado, y una sonrisa de lá stima.

Bajaron por Madison, junto a las tiendas de moda. Christopher deseaba que le buscara la mano, pero Clementine habí a dejado de hacerlo recientemente.

—¿ Te apetece ir a la India? —preguntó.

—Puag. La India es asquerosa. —Estaban pasando por enfrente de una tienda de Ralph Lauren.

Clementine se vio en el reflejo del cristal y metió para dentro la barriga.

—Hay unos sitios alucinantes allí —dijo su padre.

—La India está llena de pobres. Y huelen como Constancia.

—Eso no es muy agradable por tu parte. De todos modos, Constancia es de Haití. —Constancia era su criada—. Y ademá s, verá s a la abuela Greenslade.

—Pero tú siempre dices que está majareta —dijo Clementine.

—¡ No! ¡ En mi vida he utilizado esa palabra!

—Te he oí do decí rselo a mamá.

—Solo dije que estaba un poco distraí da… Tiene setenta y tres añ os.

—Qué horror.

—No hables así, cariñ o. —Christopher pensó en la fortuna que se estaban gastando en su educació n.

—Ni siquiera sabe mandar e-mails.

—No como tú, que te pasas la mitad de la vida pegada a una pantalla. —Estaba seguro de que Clementine pasaba el tiempo en algú n chat inapropiado, probablemente dirigido por un pedó filo. Recordó la cara de su madre cuando miró el portá til que le habí a dado. «Christopher, querido, es demasiado tarde para aprender».

Clementine se detuvo a las puertas de un Starbucks.

—Quiero un frapuccino.

—Ahora no. Luego.

La niñ a rezongó. Siguieron su caminata. ¿ No se suponí a que tení a que ser divertido? Los patines en lí nea superguais de Clementine pesaban un quintal. Ultimamente Christopher se sentí a como un burro de carga, acarreando los caprichos capitalistas de sus hijos de una actividad a otra. A lo mejor su hija podí a llevar sus patines ella só lita…, lo de «disfrutar con el esfuerzo» y todo ese rollo de los ingleses. El problema era que ni siquiera se atreví a a sugerí rselo. La crí a no entenderí a ni de lo que estaba hablando y lo mirarí a con aquella cara de desprecio estilo Elvis que se estaba convirtiendo en una cosa tan habitual.

Su hija lo poní a de los nervios. Ultimamente parecí a que lo miraba con desprecio. En realidad, é l tambié n sentí a aquello por el resto de los habitantes de su casa. Era una lucha por conservar alguna mí nima dignidad en un lugar donde incluso la criada parecí a tratarlo con condescendencia. En Haití, sin duda, los hombres todaví a eran hombres. Con el correr de los añ os habí a ido alimentando la sospecha de que empezaba a sobrar. Tras haber inseminado a su mujer —habí a sido un matrimonio tardí o para ambos y el tiempo se agotaba—, sentí a que tení a poco que ofrecer a una mujer que era absolutamente capaz de hacerlo todo ella só lita sin ayuda de nadie.

Antañ o aquello le habí a resultado muy atractivo. Cuando se conocieron, é l tení a treinta y nueve, trabajaba en la City londinense y viví a una só rdida solterí a en Clapham. Tení a su rutina: squash los martes, al pub los viernes… De hecho, con su Golf GTI descapotable, se consideraba absolutamente un urbanita sofisticado y socialmente activo. Uno tras otro, sin embargo, todos sus amigos lo habí an abandonado; la tropa del pub habí a ido menguando, abatidos por el fuego de francotiradores del sexo opuesto.

Que é l no hubiera encontrado la chica adecuada se debí a a la apatí a. Se dio cuenta de aquello cuando Marcia apareció fulgurantemente en su vida con su poderosa actitud y sus habilidades organizativas. La habí an trasladado temporalmente a la oficina de Londres para seis meses y, por alguna razó n, habí a ido directa hacia é l. A lo mejor se le estaba agotando el reloj bioló gico, porque —para hablar sin rodeos— ella ya no era una jovencita. Habí a estado demasiado ocupada abrié ndose paso en el escalafó n corporativo para pensar en fundar una familia. Y é l tení a que admitir que a primera vista Marcia no le habí a parecido tan atractiva: piel cetrina, rasgos duros y aquellas cejas espesas que iba a heredar su hija. É l, en cualquier caso, no tuvo nada que hacer, arrastrado por el campo magné tico de la personalidad de Marcia. ¡ Qué llamativo contraste presentaba su mujer frente a su convencional educació n britá nica!

En el plazo de una semana, Christopher se rindió a sus deslumbrantes ojos y a su vigorosa forma de hacer el amor. En el plazo de un mes se habí a instalado en su casa y le habí a organizado la vida. «¿ De verdad le llevas la colada a tu madre? ». Christopher recordaba muy bien aquel gesto de asombro y aquella mirada compasiva. Con el paso de los añ os aquellos gestos se le habí an hecho familiares, sobre todo cuando las distintas inversiones que habí a hecho, en nombre de su familia y su madre, se habí an ido al traste. Desde luego, el mercado se habí a hundido tras el 11 de Septiembre, pero Christopher tení a que admitir que habí a tomado algunas decisiones equivocadas. Pero, bueno, ellos estaban bien, ¿ no? Un có modo tren de vida en el Upper East Side y su madre instalada en una residencia que no expoliaba sus recursos econó micos y que tení a muchí simas ventajas, comparada con sus equivalentes en Inglaterra. Y, por sus cartas, parecí a bastante contenta, con todas aquellas idas y venidas. Habí a estado cacareando nosequé sobre unas sandalias nuevas o algo así. Para los viejos, el mundo se acababa en sus alrededores inmediatos; apenas importaba dó nde estuvieran. Era como si fueran bebé s otra vez; al parecer, en su hotel incluso les poní an mermelada y natillas.

Christopher y su hija pasaron junto al Metropolitan Museum. Una mujer de cierta edad estaba sentada en las escaleras. Estaba rodeada de bolsas y sostení a un vaso de plá stico vací o. Una mujer bien vestida, tení a un leve parecido con su madre.

Christopher sintió una punzada de culpabilidad. ¡ Qué fá cil fue convencerse de que todo iba bien! Siempre habí a sido muy bueno mintié ndose y justificá ndose. De hecho, para ser real y verdaderamente sincero, habí a reducido a su madre a la miseria. Ella merecí a una có moda vejez en el seno de su familia, ¿ y qué habí a hecho é l? Joderlo todo. Se habí a largado a Nueva York y pasaban semanas enteras sin que, absorto en su propia y ajetreada vida, pensara en ella en absoluto.

La mirada de la mujer de las escaleras se topó con la suya. «¿ Qué has hecho? ». Christopher se palpó en busca de su monedero. «Te di la vida, y tú me abandonas como una bolsa de basura». Un coche de policí a cruzó a toda velocidad, con la sirena aullando.

Fue entonces cuando se dio cuenta de su error. El vaso de plá stico de la mujer contení a los restos de su café. La mujer de las bolsas era simplemente una mujer de tiendas descansando en las escaleras del Metropolitan Museum.

Christopher se detuvo a tiempo, gracias a Dios. Nadie se habí a dado cuenta.

En Central Park, Christopher metió las flacas piernecillas de su hija en las botas de los patines y cerró las correas. Ella trotó por el asfalto. De algú n modo conseguí a que ir a patinar pareciera como una concesió n para complacer a su viejo papá, como si aquel rato con é l fuera solo un intervalo antes de regresar a su verdadera vida.

—¡ Esa es mi chica, Clem! ¡ Fantá stico! —Christopher oyó su propia voz, demasiado escandalosa. La niñ a se tambaleó. É l le tendió la mano, pero ella estaba decidida a hacerlo sola.

Tres tí os negros pasaron a toda velocidad. Uno llevaba un enorme radiocasete; la mú sica vibraba con los bajos. La gente andaba paseando en bici, corriendo, practicando extrañ as posturas orientales. Marcia era neoyorquina. A é l le encantaba aquella vitalidad de la ciudad, aquella increí ble falta de timidez. El problema era que é l no podí a abandonarse de ese modo. Se sentí a como si fuera un espectador de su propia vida, observando sus actos desde la distancia. En aquel momento era un padre disfrutando de un rato fantá stico con su hija: sobreactuando, con un entusiasmo exagerado, dando voces con falsa afabilidad. Podí a ver que era un precioso dí a de otoñ o —las hojas amarillas y rojas, las dos agujas del edificio San Remo arañ ando el cielo—, pero en lo ú nico que estaba pensando era en có mo describirlo má s tarde para mostrarle a Marcia que se habí a dado cuenta.

Uno de los tí os negros dio un viraje brusco y giró con una consumada habilidad. Era simplemente é l mismo; no tení a que escindirse de aquel espantoso modo inglé s. Christopher pensó: si al menos pudiera fundir mis dos partes… Su hermana Theresa, que estaba metida en todo aquel rollo indio, no paraba de hablar de la totalidad, y de despojarse de nosequé para alcanzar un elevado estado de conciencia. Le habí a enviado incluso un libro, impreso en un papel que parecí a como papel higié nico, escrito por un tal Bhagwan Nosecuá ntos y con los pasajes referidos al estré s subrayados. Theresa hací a meditació n y yoga. ¿ Có mo era posible, entonces, que fuera la persona má s infeliz que conocí a?

—¿ Podemos irnos ya? —preguntó Clementine.

—¿ Có mo? ¿ Ya?

—Hemos estado aquí mil añ os.

Se incorporó en el banco y se agachó para quitarle las botas. En aquel momento uno de los tí os negros se acercó, con un silbido de velocidad, y vino a detenerse justamente al lado de la niñ a.

—¡ Hey!, ¿ ya lo dejas?, ¿ tan pronto?

Le tendió la mano a la crí a. Clementine se puso colorada. Dudó, mirando a su padre. Entonces, le tendió la mano a la enorme manaza del negro y los dos se fueron juntos.

Christopher los vio patinar de lado a lado: Clementine, diminuta; el hombre, enorme. Ella se iba riendo: se reí a de verdad, con chillidos infantiles de emoció n. El hombre iba má s despacio por ella. Su camiseta roja combinaba con la chaquetilla de Clementine.

Sentado en un banco, Christopher los observó. O, para ser má s preciso, se miró a sí mismo: un hombre de mediana edad, con barriga ya, vistiendo un traje gris con una mancha de vinagreta en la rodilla. Se miró a sí mismo mirando a su hija, que se alejaba con un dios negro y riendo de alegrí a.

 


 5

Lo que somos hoy procede de nuestras ideas de ayer, y nuestras ideas de hoy construyen nuestra vida del mañ ana: nuestra vida es la creació n de nuestra mente.

DHAMMAPADA

 

El doctor Rama ejerció un poderoso efecto en las residentes de Dunroamin. A lo largo del mes de noviembre varias de ellas se pusieron malas. Sus dolencias no amenazaban con acabar con sus vidas, pero al parecer estaban fuera de las competencias de la señ ora Cowasjee, cuya á rea de especializació n, efectivamente, era un tanto limitada. El doctor Rama fue requerido para atender a las pacientes en la privacidad de sus habitaciones. Má s adelante, cuando compararon sus prescripciones, descubrieron que a todas les habí a recetado antibió ticos, pero eso no rebajó en nada el aprecio que le tení an. Despué s de todo, los antibió ticos podí an curarlo prá cticamente todo, ¿ no?

—El doctor Rama, ¡ qué encanto! —canturreó Stella, engullendo las pastillas con un vaso de agua hervida. Estaba completamente sola en el mundo—. Para ser sincera, é l es el mejor re vitalizante.

—¿ Hay algo má s guapo que un indio guapo? —dijo Madge, que habí a estado frecuentando los bares de los hoteles en busca de su rico marajá. Hasta el momento solo habí a encontrado uno: tení a ochenta y seis añ os, por desgracia, y se parecí a a Yasser Arafat. «Una tiene sus lí mites…», habí a dicho con un suspiro.



  

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