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SEGUNDA PARTE 5 страницаPauline bajó las escaleras. Se habí a encajado un tampó n Kotex entre las piernas; el plá stico se moví a. Su padre estaba sentado en el comedor, leyendo las necroló gicas en el Daily Telegraph. Le gustaba sentarse allí con el café matutino, repasando los «falleció repentinamente» y los «falleció de muerte natural». Se detuvo un instante, mirando las manchas en la calva de su padre. —¿ Qué, tenemos buen dí a hoy? —preguntó, señ alando el perió dico. —Bastante bueno —señ aló su padre con el bolí grafo—. Ocho de ellos eran má s viejos que yo. Setenta y nueve…, ochenta y dos… Solo un par de ellos eran má s jó venes, y son del tipo «repentinamente». Serí an unos maricones sidosos. —¡ Papá! —Norman solo contaba hombres. Cuando se trataba de mortalidad, las mujeres no contaban—. A lo mejor fueron accidentes de trá fico —le dijo—. Podrí a tratarse de cualquier cosa. Era sá bado. Pauline deberí a ir al supermercado, pero no le apetecí a nada. Se hizo un silencio. Querí a decirle muchas cosas a su padre, pero no sabí a por dó nde empezar. Y é l no iba a empezar, no despué s de cincuenta y un añ os. —Mira lo que me sale en el crucigrama: punkawallah —dijo—. Los tí os que abanican a la gente en la India. —No me importarí a contar con uno de esos… —No acabó diciendo «para aliviar mis sofocos». Aunque era muy directo respecto al sexo, Norman se sentí a incó modo cuando se trataba de las cuestiones í ntimas femeninas. Pauline añ adió —: Recuerda que siempre puedes volver a casa. —Ni hablar. —La otra gente parece muy agradable —dijo Pauline—. Hay un funcionario y una persona que ha trabajado en la BBC. Una tal Dorothy Miller. La mayorí a son mujeres, claro —y pensó: «Ellas viven má s que los hombres». De repente, los ojos se le llenaron de lá grimas. Aquellos malditos cambios de humor. Ahora que su padre estaba a punto de marcharse, todo lo que le pertenecí a tení a el poder de conmoverla: sus zapatillas, sobre todo. Tendrí a que arrancar y tirar el trozo de papel que habí a pegado en la puerta de entrada: «NO OLVIDAR: DENTADURA, BRAGUETA, BONOBÚ S, LLAVES». —Otra viejecita tirada en urgencias —dijo Norman, mostrá ndole el perió dico—. Aquí, en la primera pá gina—. Empezó a darle la risa—. ¿ Te acuerdas de aquella nosequié n, la que puso en un aprieto a tu maridito? —Muriel Donnelly. —Que no le gustaba que la tocaran los negros. —Empezó a toser con la tos de fumador—. ¡ Ja, ja…! ¡ Pí llala para ir a la India! Pauline se rio. —Creo que podemos decir con toda seguridad que no se va a unir a vosotros. Ravi entró en la estancia. —¿ Qué es tan divertido? Pauline se lo contó. —El racismo no tiene nada de divertido —contestó Ravi. —Oh, vaya, no seas tan mojigato —contestó —. Tienes que admitir que serí a divertido que una vieja bruja como ella, que no puede soportar a los negros, de repente se encontrara rodeada de mil millones de ellos…
7 Cuando la Ignorancia se quiebra en mil pedazos, fluye la Luz, amanece la Sabidurí a, el Mediador se siente desatado y liberado de las ataduras de los ciclos del Nacimiento, Renacimiento, Decadencia y Muerte […]. En esto reside el ú nico objetivo y el verdadero propó sito de la Meditació n. Venerable DR. RATRAPAL MAHATHERA
Cuando murió la Reina Madre[2], Muriel puso tres banderas en un florero, en la ventana. Las habí a cogido del altar de Diana que tení a en su saló n. Diana era una princesa de cuento, desde luego: bonita, con un destino funesto, una cervatilla huyendo de los sabuesos, tal y como habí a dicho aquel conde Spencer. Sin embargo, la Reina Madre era una cosa real: real hasta el tué tano de los huesos y no un seductor traicionero. Era especial, la mamá má s especial del mundo. Keith, el hijo de Muriel, la habí a hecho sentirse así. La hizo sentirse como de la realeza. La ú ltima vez que Keith la visitó habí a observado con admiració n las Union Jacks. —Para dar buen ejemplo —habí a dicho Muriel, señ alando los pisos de enfrente—. A todos esos. Muriel habí a vivido en Peckham toda su vida, salvo durante un pequeñ o y traumá tico perí odo, durante la guerra. En cualquier caso, mientras ella permanecí a inmó vil, todo a su alrededor habí a cambiado. Al blitz, los bombardeos alemanes, le habí a seguido la destrucció n igualmente salvaje de los añ os sesenta, cuando las calles habí an sido arrasadas por los bulldozers para levantar grandes edificios de pisos. Ahora los camellos de crack conducí an descapotables, con la mú sica a toda pastilla, con los bajos haciendo temblar los adornos de su casa. Chicas gordas irrumpí an en el kiosco con su cartel de «Solo dos niñ os de cada vez»[3]. La empujaban al pasar junto a ella, gritando con sus mó viles, mientras ella intentaba comprar una lata de Whiskas. Má s recientemente, los inmigrantes ilegales se habí an trasladado a la zona, caras negras de Dios sabe dó nde. Se plantaban allí, a la entrada de la estació n del metro, esperando que los fuera a coger el capataz de una obra. Las estadí sticas de delincuencia alcanzaban cotas altí simas; y el sonido de cristales rompié ndose contra el suelo era la mú sica habitual de todas sus noches. Keith la habí a apremiado para que saliera de allí. —Eso es un vertedero, mamá. Vente a Chigwell. El viví a allí en una casa elegante, y se lo habí a montado bien. Muriel, sin embargo, era muy tozuda. Le dejó comprarle un piso en la planta baja de un bloque de pisos muy agradable, a la vuelta de la esquina de donde habí a vivido siempre. Le dejó que se lo arreglara, con lavadora y televisió n digital. Incluso le cogí a el dinero que Keith sacaba de su cartera —tan gorda que casi no cerraba— cuando la visitaba. Pero se quedó en el barrio. Era una mujer independiente, no querí a deberle nada a nadie. Y no querí a vivir en ningú n sitio que estuviera cerca de aquella sarcá stica mujer de su hijo. El odio era mutuo. Cuando Muriel habí a ingresado en urgencias, el mayo anterior, Sandra ni siquiera se habí a molestado en telefonearla. Fue solo cuando Keith regresó de Españ a cuando se preparó todo aquel escá ndalo: perió dicos, televisió n, a Muriel le gustó aquello. Los vecinos le dieron todos los caprichos, los que sabí an hablar inglé s, de repente se habí a convertido en famosa. Muriel adoraba a su hijo. Siempre habí a estado a su lado y pendiente de é l. Las mujeres y las novias iban y vení an… —«Aquí estamos, reunidos… otra vez», dijo el testigo principal de Keith en su ú ltima boda—, pero eran como troncos a la deriva por un rí o, en su camino hacia el mar, mientras que Muriel siempre permanecí a: era la roca. Así eran las madres. Keith era todo lo que tení a Muriel; Keith y su gato Leonard. De hecho, tení an un montó n de cosas en comú n. Ambos eran zalameros, guapos y predadores del sexo opuesto; ambos desaparecí an durante muchos dí as seguidos para dedicarse a sus asuntos personales… En el caso del gato, solí a regresar con un zarpazo en una oreja. ¿ De dó nde procedí a el dinero de Keith? Muriel no lo preguntaba. El decí a que andaba en cosas de inmobiliarias y que con que supiera eso ya era suficiente. Desde luego aquello le permití a financiar un fastuoso ritmo de vida: la casa en Chigwell, la casa en Españ a, el enorme 4x4 plateado en el que llegaba para llevarla el domingo a comer a sitios donde le quitaban el abrigo con tantas fiorituras como si acabara de llegar del palacio de Buckingham. En presencia de Keith, Muriel parecí a introducirse en un mundo diferente. Su padre habrí a estado orgulloso de é l. Despué s de todo, para eso se tienen los hijos: para que lleguen má s allá de lo que uno ha podido llegar. De otro modo, nada tendrí a sentido. La vida tení a que tener sentido. Muriel era una mujer supersticiosa. Leí a las hojas de té …, una mancia que se habí a perdido desde la implantació n de las bolsitas de té. Escrutaba los cielos de la jungla urbana en busca de augurios sobrenaturales y leí a su horó scopo en el Daily Express. La vida le habí a deparado algunos reveses, y aunque su marido, y la numerosa estirpe de los Donnelly a la cual pertenecí a, habí an encontrado consuelo en la Iglesia cató lica, ella se mostraba reticente a cualquier religió n organizada y seguí a sus propios senderos espirituales. Los gatos sí que entendí an aquello. Leonard intuí a cosas, por eso estaban tan unidos. El gato era un espí ritu independiente, como ella misma, aunque a su modo felino. Le habí a puesto aquel nombre, Leonard, por uno de los hermanos de su marido, que habí a muerto. Leonard habí a muerto durante un bombardeo aé reo; volví a a casa de permiso, con una bolsa de hojaldre con salchichas. Por aquella é poca Muriel era una crí a. Los Donnelly viví an en la puerta de al lado, y era a Leonard al que ella habí a amado, má s que a cualquiera de los otros hermanos. «Cuando sea mayor, me casaré con Lenny», habí a pensado Muriel. Su espí ritu viví a en el gato. Le hablaba al gato de un modo que nunca habí a empleado para hablarle a su marido, Patrick, con quien habí a compartido la cama durante cuarenta y dos añ os, hasta que el tabaco se lo llevó a la tumba. En aquel momento Muriel le estaba hablando a Leonard, el mismo dí a en que se iba a convertir en una cifra de las estadí sticas del crimen. Las hojas de té no se lo advirtieron. —Tengo antojo de una pizca de pescado —dijo—. Es viernes, ¿ sabes?, aunque a ti lo mismo te da. —Comprobó el contenido de su bolso: monedero, llaves—. Menuda cara de bobo que tiene el prí ncipe Carlos en esta foto del perió dico. ¿ Recuerdas có mo lo llamaba Paddy? El Orejas. En eso está bamos de acuerdo, Paddy y yo, tení amos eso en comú n. Leonard estaba tumbado en el respaldo del silló n. La tela estaba desgastada, en la parte donde la cabeza de Patrick descansaba cuando veí a la tele. Habí a conservado el asiento de su marido; solo el gato lo utilizaba. Acarició el pelo de Lenny; é l se incorporó para disfrutar de la mano. Eso era lo que le gustaba de los gatos. Se contentan con poco: una silla, una estufa de gas, una caricia amable. Los humanos, en cambio, necesitan un montó n de cosas para conseguir que sean felices. Muriel salió del piso. Tirando de su carrito de la compra, pasó junto a la escuela, el griterí o del patio se oí a al otro lado del muro. Hace unos añ os habí a habido dos pescaderí as en la calle principal. Una la regentaba Ron Whiting. Ella le habí a contado el chiste a Keith, cuando era pequeñ o, cuando lo llevaba de la mano[4]. Ahora se veí a obligada a ir al supermercado que se encontraba mucho má s lejos: al otro lado de la carretera principal, bajando una callejuela —su atajo—, y pasando junto a lo que antañ o habí a sido una hilera de cottages donde viví a su amiga Maisie. Le habí an dado terrones de azú car al caballo del lechero. Un hombre entró en el establo una vez y les enseñ ó el pito. Cuando cumplió los diecisé is añ os, Maisie se habí a fugado con un soldado yanqui. Salió el sol. Centelleaba en los cristales rotos. Su vecina Winnie iba dando un rodeo, por Cressy Road, pero Muriel pensaba que bah-bah-bah. Winnie era una cosita muy tí mida, siempre acobardada tras los visillos, sin salir nunca despué s del atardecer. Muriel avanzó junto a la zona de carga y descarga de Dixon. No habí a nadie por allí. ¿ Por qué no habrí a telefoneado Keith? Habí an pasado ya tres dí as, no era normal en su hijo. É l le habí a dado un telé fono mó vil. Cuando iba sentada en el autobú s, su bolso vibraba en su regazo. Pero ella era incapaz de ver aquellos nú meros tan pequeñ os y nunca se acordaba de cargarlo. Ya le resultaba suficientemente difí cil encontrar los botones en el mando a distancia de la tele. Muriel no oyó los pasos a su espalda. Iba pensando en su hijo cuando una mano le agarró el brazo y la tiró hacia atrá s. No sintió dolor, no hasta má s tarde. Ocurrió todo tan deprisa… El tiró n, el golpe. —¡ Sinvergü enza…! —gritó, aferrá ndose al bolso. Una mano le cerró la boca. Pudo olerle la piel; olí a a sudor y miedo. Algo volvió a golpearla otra vez, fuerte. Muriel se desvaneció. Se golpeó fuerte con el pavimento. Vislumbró un rostro negro, con una capucha por encima. Le arrancó el bolso y se tropezó con el carrito de la compra. —¡ Joder…! Luego se largaron. Tendida en el pavimento, los vio bajar corriendo por el callejó n, dos crios, y luego desaparecieron. La habí an dejado sin respiració n. Muriel yací a despatarrada, con las bragas a la vista de todo el mundo. Durante unos instantes, estuvo demasiado conmocionada como para moverse. Tal vez se desmayó porque en ese momento un hombre se estaba inclinando sobre ella, tapá ndole el sol. —¿ Está s bien, encanto? Metió la mano por debajo de su brazo y la ayudó a ponerse en pie. Muriel se tambaleó, tropezando contra é l. Las piernas le flaqueaban. Má s tarde, no recordaba có mo habí a llegado allí, pero parecí a estar esperando en una tienda, apoyá ndose en su carrito, como si fuera un ná ufrago y se estuviera ahogando. —Me han atracado… —boqueó, pero las palabras parecí an provenir de otra persona distinta. Sus piernas temblaban. Y luego estaba en un trastero, con aquel paki ayudá ndola, y ella sentada en una silla. Una mujer la miraba. Llevaba un pegote rojo en la frente. Muriel sintió que su propio rostro estaba pegajoso; cuando se miró los dedos, tení a sangre. —Se han llevado mi bolso —dijo Muriel. El quiosquero le dio un vaso de agua, pero la mano de Muriel estaba temblando; el agua se derramó por su barbilla. Nunca habí a estado en aquella tienda; al ú nico quiosco al que iba estaba al lado de casa. —Eran negros —explicó —. No como ustedes. Negros negros. —Llamaré a la policí a —dijo el hombre. Le habló a su mujer en un idioma extranjero. Ella vestí a un sari, y lo sujetaba contra su boca como si no respirara bien. Muriel se acordó de una niñ a de la escuela, que se llamaba Annie Jones. Annie tení a labio leporino. Cuando hablaba, siempre se poní a la mano delante de la boca. Nadie habí a querido ser su amiga. La cabeza de Muriel le daba vueltas. El quiosquero debió de haber llamado ya a la policí a porque ahora estaba volviendo a descolgar el telé fono. —Llamaré a la ambulancia —dijo. —¡ No! ¡ No voy a ir a ningú n hospital! —Es que tiene un golpe muy feo… —¡ A urgencias no! —El rostro de Muriel palpitaba. Le dolí a la pierna y cuando bajó la mirada vio que tení a las medias rotas—. ¿ Qué será de mi gato…? —dijo—. Tienen mis llaves… ¿ Quié n le pondrá la comida? —A nosotros nos han robado quince veces —dijo el hombre—. Quince veces en dos añ os. Esos muchachos me han destrozado el negocio… —Tienen mi bolso —dijo Muriel—. Solo llevaba veinte libras… —Yo ya no aguanto má s —dijo el hombre—. Estoy haciendo las maletas y me vuelvo a casa con mi familia. —¡ No se vaya! —gritó Muriel, aferrá ndose a su brazo. —Ahora no, señ ora. Cuando venda la tienda. Quiero decir que me los llevo a casa…, a la India. Allí se está a salvo. —¿ A salvo? —La India tiene un í ndice de criminalidad bají simo. Puede usted recorrer las calles de Hyderabad, mi ciudad natal, sin ningú n temor de ningú n tipo. Yo vine a buscar una vida mejor para mi familia en Inglaterra, pero ¿ qué clase de vida es esta? —No voy a ir a ningú n hospital… —dijo Muriel, pero ya podí a oí r las sirenas acercá ndose. —¿ Dó nde está Keith? —gimió Muriel calladamente—. ¿ Dó nde está mi chico? —En su trastorno, habí a olvidado el nú mero de telé fono de su hijo. Estaba en su bolso, claro, pero su bolso habí a desaparecido. Sin é l, sentí a que sus manos no tení an ninguna utilidad, que eran como aletas. El policí a se parecí a a Keith cuando era joven. Habí a intentado acariciarle la mejilla. Luego se habí a ido y ella se habí a quedado en una camilla como la ú ltima vez, puede que fuera incluso la misma camilla, con la gente corriendo a su alrededor y alguien quejá ndose al otro lado de la cortina. En el cubo de basura poní a: «Solo material contaminado». Muriel habrí a matado por una taza de té, pero, aunque lo pidió dos veces, nadie le habí a traí do uno. La habí an llevado a Coventry, por lo de la ú ltima vez. La gordí sima enfermera negra que le habí a tomado la tensió n parecí a la misma, aunque una no podí a asegurarlo. Habí a apretado tan fuerte la banda que le dolí a. «¡ Me han atracado! », querí a gritar Muriel. ¿ Có mo se atreví an? ¿ Por qué la habí an elegido a ella…? Aquel golpe que la habí a dejado tambaleante, que podrí a haberle roto el crá neo… ¿ Qué habí a hecho para merecer aquello? ¡ Y la humillació n! Las bragas mojadas, porque se habí a hecho pis encima; el agujero de sus medias que dejaba a la vista sus venas varicosas y convertida en una indigente, salvo por el hecho de que no tení a ni un maldito carrito de supermercado. Se habí a sentido amenazada por ellos antes, desde luego…, las bandas de negros dando empujones en la cola del autobú s; la vieja loca del poncho que la escupió en la calle principal. Los habí a visto destrozando las ventanillas de los coches, y cuando los perseguí a la policí a. Y luego, en el hospital, todo el mundo era tambié n extranjero, pinchá ndote con jeringuillas y gritá ndose por encima de tu cabeza. Era como si te estuvieran atracando otra vez. ¿ Es que nadie se daba cuenta de que cuando una está aterrorizada lo ú nico que quiere a su alrededor es amabilidad? Muriel odiaba los hospitales. Fue en aquel sitio, en St Jude, donde se habí a consumido su marido. Paddy habí a entrado en una camilla y ya no volvió a salir. Ella habí a vuelto a casa para encontrarse con un silló n vací o y una botella de oxí geno. Oí a voces. —Es esa señ ora Donnelly otra vez —dijo una enfermera. —¿ La señ ora Donnelly? —Muriel reconoció la voz del doctor—. Ah, bueno, aquí tenemos que lidiar con todo tipo de gente. Muriel se puso de uñ as. ¿ Có mo se atreví a ese mé dico…? Abrieron la cortina y se acercaron. Era aquel doctor alto y canoso de la India. —Vaya, vaya, señ ora Donnelly… —dijo—. Así que nos volvemos a encontrar… Enviaron a Muriel a casa en una ambulancia comú n para varios pacientes. Ya era de noche. ¿ Habí a sido aquella misma mañ ana cuando habí a salido de casa para ir a Safeways? Comparado con la ú ltima vez, el doctor la habí a visto rá pidamente. Probablemente querí a librarse de ella. Cortes y abrasiones, eso era todo, y un ojo morado bastante feo. Nada de rayos X, nada de noche en observació n. Una enfermera nueva le habí a vendado la pierna: una encantadora chica australiana. —Yo no soy racista —le dijo Muriel—. La ú ltima vez, la enfermera fue una acé mila total. Tienen distintos modales a nosotros. La gente finge que no es cierto, pero es que no conviven con ellos. No saben có mo es vivir con esa gente, como ellos viven en sus bonitas casas de Wembley y todo eso… Solo quedaba un pasajero en la ambulancia, un pobre viejo con un andador. Lo apearon en la residencia y lo dejaron con sus compañ eros, en Peckham Rye. Muriel los miró a travé s de la ventanilla. Allí estaban los ancianos. Habí a una tele encendida pero ninguno estaba vié ndola. Algunos de ellos se habí an quedado dormidos, balanceá ndose en sus sillas. Las sillas estaban alineadas alrededor, junto a las paredes, dejando el centro de la sala vací a, como si estuvieran esperando a que se representara un espectá culo importante. Muriel apoyó la mejilla en el cristal. Aquello refrescó su piel. «Keith no tardará en llegar», pensó. Cuando sepa lo que ha ocurrido, lo dejará todo y se presentará en casa. Sabrá que estoy temblando como un flan. Vendrá en su enorme 4x4 plateado al que todos los vecinos se quedan mirando embobados, y me arropará en la cama. Es un buen chico. El olor de la orina ascendió desde su ropa a su nariz. Aquel dí a se sintió vieja; aquellos bestias habí an hecho de ella una anciana. Pensó: «Necesito a alguien que me cuide». Eso le habí a dicho el mé dico. Ella se habí a estremecido bajo sus dedos morenos, que la presionaban, que le poní an inyecciones, abrié ndole los pá rpados y metié ndole una linterna en los ojos. Pero habí a sido amable con ella…, sorprendentemente amable, teniendo en cuenta… A lo mejor habí a olvidado lo que habí a ocurrido la ú ltima vez; se habí a preparado un escá ndalo de mil demonios sobre las condiciones de aquel sitio. La verdad es que el mé dico se habí a sentado a su lado…, é l, un hombre tan ocupado. —No deberí a usted vivir sola a su edad —le habí a dicho. Su acreditació n decí a «Dr. Ravi Kapoor»—. ¿ Ha considerado usted la posibilidad de acudir a algú n tipo de residencia o…? —Mi hijo se ocupará de mí. —Conozco un sitio estupendo —y le habí a dedicado una amplia sonrisa, como si estuviera compartiendo con ella un secreto. —Va usted listo si piensa que me va a pillar ahí plantada, delante de la tele, con un montó n de viejos. —Ya veo que es usted una mujer con coraje, señ ora Donnelly. —Cuando el doctor sonreí a, su rostro se transformaba. Como la mayorí a de aquellos indios, era un hombre agraciado—. De todos modos, si cambia usted de idea… Cogeré su direcció n del registro de ingresos y le enviaré un folleto. Habí a habido algo desconcertante en aquella conversació n, pero la verdad era que todo el dí a habí a sido perturbador. Muriel pensó: «No me van a hundir. Dos crios no me van a dejar para el arrastre. Ya veo que es usted una mujer con coraje…». Muriel no habí a vivido una guerra para esto. La guerra. Algú n dí a le dirí a a su hijo lo que habí a ocurrido…, la historia completa, no los fragmentos que le habí a contado hasta entonces. Siempre lo habí a diferido: mañ ana, la pró xima semana. Nunca parecí a el momento adecuado. De repente, ya podí a ser demasiado tarde; los acontecimientos de aquel dí a lo habí an demostrado. La furgoneta dio un frenazo y se detuvo enfrente de su casa. Las ventanas estaban a oscuras, naturalmente. Y lo mismo pasaba en las de su vecina Winnie; estaba fuera, con su hermana, en Bromley. —¿ Seguro que se encuentra bien? —le preguntó el conductor. Muriel asintió con la cabeza. —Ya entro yo sola… —No querí a que el conductor viera dó nde escondí a las llaves de repuesto. Se sentí a rara: medio mareada, entumecida. Má s tarde se dio cuenta de que era un milagro. Cruzó el patio delantero para llegar a la puerta de su casa. Las llaves estaban allí, en su bolsa de plá stico, tras la jardinera de geranios. Pensó en el verdadero Leonard, el humano. Como el mé dico indio, tambié n tení a una sonrisa que transformaba su rostro. Pon que hubiera perdido su tren y hubiera cogido uno má s tarde; pon que la bomba hubiera caí do sobre otra persona. En ese caso, Lenny habrí a estado esperando en el piso, con un té y unas galletitas de mantequilla, dispuesto a darle un beso. Pero en ese caso, claro, su hijo no habrí a nacido. La idea la hizo sentirse ingrá vida. La puerta se abrió lentamente. No habí a metido la llave. Solo pasó eso: la puerta se abrió lentamente. Muriel entró despacio y encendió la luz. Algo iba mal. ¿ Es que no habí a cerrado con llave la puerta cuando salió a comprar, hací a cien añ os? Muriel permaneció quieta. Notó una comente…, un viento frí o procedente de la cocina. En su jarró n, las plumas de pavo real temblaron. La puerta trasera estaba abierta, esa era la razó n. Alguien habí a estado en su piso; a lo mejor incluso seguí an allí dentro. Muriel permaneció en el pasillo, con el corazó n latiendo con fuerza contra sus costillas. «Keith, ¿ dó nde está s? ». Sabí a que debí a salir inmediatamente del piso, pero permaneció allí quieta, clavada. Pensó: «Aquellos chicos… tení an mis llaves. Saben dó nde vivo». Luego creyó estar en el saló n. Encendió la luz. Habí an tirado la estanterí a de los libros. Los adornos estaban desparramados por el suelo: sus tazas con la familia real, sus animales de cristal. El sofá estaba movido hacia un lado. A pesar del desorden, habí a un vací o en el saló n. Le costó un momento darse cuenta de que la televisió n habí a desaparecido…, la gran televisió n de pantalla plana que le habí a regalado Keith. —¿ Leonard? —susurró Muriel. No habí a ni rastro del gato. Debí a de estar aterrorizado. Muriel entró en su dormitorio y abrió el armario. No estaba allí. Se inclinó, con un crujido, y sacó la caja de zapatos. El dinero en efectivo aú n estaba allí …, doscientas libras, su dinero para imprevistos. Muriel sintió una breve euforia triunfal, y luego estalló en llanto. Ravi regresó a una casa vací a. Su mujer y su suegro se habí an ido aquella misma mañ ana. En aquel momento debí an de estar a treinta mil pies sobre Bahrein. Mientras iba de habitació n en habitació n, se sintió aliviado. La invasió n habí a concluido; su casa habí a vuelto a ser completamente suya. No habí a señ al alguna de la estancia de Norman, excepto algunas sá banas en la lavadora, que Pauline habí a puesto antes de marchar. Habí a una nota a tal efecto en la cocina. Ravi sacó las sá banas hú medas, las embutió en la secadora y dio un portazo para cerrarla. Era como si Norman nunca hubiera existido. Ravi puso el CD de Cosí fan tutte. «Qué leve es nuestra huella sobre este mundo», pensó. Apenas una pisada en la arena, y enseguida el viento sopla sobre ella y la hace desaparecer. La voz de Ferrando cantaba arrebatada: «Un ’ aura amorosa…», una amorosa brisa calma mi espí ritu.
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