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 SEGUNDA PARTE 4 страница



—Recuerdo haber estado hablando con un tí o que estaba cosechando en el campo de al lado… ¿ Te acuerdas de aquel campo tan grande al final del jardí n? Una cosechadora cojonuda. Decí a que tení a un piso en Eilat, para practicar submarinismo, y cosechaba en Sussex, en Israel y en Arabia Saudí, viajaba por todo el mundo. El tí o conducí a un tractor de Polonia…

—¿ De qué está s hablando, cariñ o?

Christopher se habí a detenido, con un pequeñ o suspiro. Mientras ella estaba podando la forsitia, eso parecí a, el mundo habí a cambiado por completo.

Beverley miró la foto del mé dico.

—De verdad, yo me irí a allí si fuera vieja.

Se marchó. Evelyn se quedó junto a la ventana y vio a su manicura alejá ndose en medio de la lluvia. Beverley abrió la puerta del coche. Unos dé biles ladridos se oyeron en su interior; era su West Highland terrier, Mischief. Beverley arrojó su maletí n al asiento de atrá s. Luego se fue en el coche, petardeando por el tubo de escape.

Evelyn se quedó allí, mirando có mo la lluvia empapaba los rododendros. Qué extrañ o, pensó; si me fuera a la India, lo cual ni siquiera puedo plantearme, a quien má s echarí a de menos serí a a Beverley.

 


 6

Somos lo que pensamos, todo lo que somos nace de nuestros pensamientos, con nuestros pensamientos forjamos el mundo.

Enseñ anzas de BUDA

 

Dorothy Miller viví a en un bloque de pisos junto al museo de cera de Madame Tussaud. En el exterior, dí a y noche, el trá fico rugí a en Marylebone Road. Dorothy siempre habí a tenido un mal dormir. Tumbada en la cama, escuchaba có mo pasaban los coches como en oleadas, elevando el ruido y luego difuminá ndose.

Al otro lado de la pared, de todos modos, solo habí a silencio. Las figuras de cera no se moví an, mudas en su celebridad. Dorothy no habí a pasado por allí desde hací a lustros, pero sentí a su presencia, como si la estuvieran vigilando durante toda la noche. Reinas y asesinos, cortesanas y presidentes, todos ellos hací a siglos que habí an muerto pero sus ré plicas aú n seguí an ahí, posando para siempre: una mano levantada, los ojos mirando a ninguna parte… Durante la guerra habí an estado almacenados en el edificio adyacente. Una noche, durante un bombardeo aé reo, el tejado se vino abajo; cuando los equipos de rescate llegaron, se habí an quedado ató nitos, mirando aquel montó n de brazos y piernas.

Dorothy viví a sola. Pensaba: «Si estos pisos sufrieran un bombardeo, la gente rescatarí a sus á lbumes de fotos antes de rescatarme a mí ». Solí a tener aquella sensació n. A veces, de hecho, disfrutaba de una cierta satisfacció n al respecto. Despué s de todo, habí a tenido una vida interesante, tan interesante como la que habí an llevado las efigies del edificio de al lado. En ocasiones, medio dormida, se las imaginaba mirá ndose emocionadas y abrazá ndose; las imaginaba envejeciendo.

A algunos de aquellos personajes, efectivamente, los habí a conocido durante su carrera; a algunos de ellos los habí a presentado en la televisió n. Dorothy habí a trabajado en la BBC, en temas de actualidad. Habí a viajado por todas partes y habí a estado involucrada en algunas de las historias que se escenificaban al otro lado de la pared. Hací a muchos añ os ya, de todos modos, que se habí a jubilado. La artritis la habí a confinado en el piso, en ocasiones durante varios dí as seguidos. Era el piso de la planta baja. Todos los dí as, frente a la ventana de la cocina, se formaba una cola para ver las figuras de cera…, estudiantes, turistas japoneses. Mientras ella se preparaba el café, la gente miraba a travé s de la ventana. Miraban y escudriñ aban el interior con curiosidad, desconcertá ndola, hasta que un dí a se dio cuenta: «Pues claro, no me está n mirando a mí. Está n mirando sus propios reflejos en el cristal».

Naturalmente, la acumulació n de añ os nos vuelve invisibles, como si se nos estuviera preparando para nuestra desaparició n final. Dorothy nunca habí a sido una mujer por la que la gente volviera la cabeza, pero siempre habí a ido bien vestida…, una mujer sofisticada que nunca se habí a casado, aunque hubo rumores de un idilio con un actor, casado, y que ya habí a muerto hací a mucho tiempo. Las indagaciones sobre su vida privada no eran bien recibidas; de hecho, nadie se atrevió siquiera a tener la intenció n de hacerlas.

En los ú ltimos añ os el dolor cró nico la habí a convertido en una mujer irritable. ¿ Qué demonios le estaba pasando al mundo? ¿ Acaso se habí a perdido algo? La gente parecí a haber levantado el puente levadizo de sus castillos y haberse encerrado en sus miserables vidas egocé ntricas. A la mitad de ellos ni siquiera les importaba votar. En cierto sentido, Dorothy no podí a culparlos. La podredumbre habí a comenzado con la señ ora Thatcher: «Eso que llaman la sociedad no existe», pero su propio partido habí a cometido una traició n aú n peor, pues se habí a convertido en algo tan repelente que Dorothy estuvo tentada de levantar el campamento y largarse del paí s. Incluso la BBC, antañ o tan familiar, se habí a convertido en algo irreconocible. La expresió n «tendencias del mercado» se habí a comido, como el cá ncer, el organismo que tanto habí a amado. La suposició n de que era muy mayor para pensar de aquel modo solo conseguí a irritarla aú n má s. Los perió dicos estaban llenos de entrevistas con gente de la que nunca habí a oí do hablar, famosos por ser famosos, famosos por ser famosillos; ¿ qué habí an hecho?, ¿ de qué iba todo aquello? Seguro que el museo de Madame Tussaud estaba repleto de aquella gente ahora. En un momento concreto habí a ocurrido un cambio de marea…, má s o menos cuando los pasajeros de los trenes empezaron a llamarse clientes, cuando los perros normales desaparecieron de la noche a la mañ ana, para ser reemplazados por pitbulls. Era como si estuviera actuando en una obra de teatro y se percatara, absolutamente de repente, de que el elenco habí a sido reemplazado por actores a los que no habí a visto jamá s.

Dorothy empezó a prepararse el desayuno. Nada de naranjas. El dí a anterior se habí a acercado renqueando a la fruterí a del barrio solo para descubrir que se habí a convertido en una tienda de fotografí a digital: SnappySnaps. Su propio rostro, en el espejo, habí a sido reemplazado por el de una mujer anciana.

Era la hora punta. En la calle, el trá fico estaba en un atasco; incluso allí, en la cocina, podí a oler la contaminació n de los tubos de escape. Sabí a que estaba luchando contra su propia irrelevancia. Agosto habí a sido una cosa asquerosa; la cola de la acera habí a sido una hilera encorvada de anoraks. En Radio 4 estaban programando una pieza sobre el cierre de asilos y residencias de ancianos: «… estrangulados por las imposiciones normativas y los miserables fondos de los servicios sociales…».

Dorothy intentó desenroscar el filtro de la cafetera. «¿ Qué será de mí —se preguntó — cuando llegue el momento? ». La pensió n de la BBC apenas le darí a para una residencia privada, y solo para unos cuantos añ os, y el alquiler del piso estaba a punto de expirar; una empresa de Hong Kong habí a comprado todo el bloque de pisos y pensaba remodelar el lugar y venderlo, sin duda, con unos beneficios desproporcionados.

«Un portavoz ha dicho que a menos que el gobierno proporcione un billó n y medio de libras inmediatamente, el sector se colapsará y el Sistema Nacional de Salud podrí a quedarse con una factura de quince billones de libras».

Dorothy tení a diecisiete añ os cuando se creó el Sistema Nacional de Salud. Ahora era má s barato enviar a la gente a Francia para que les pusieran implantes de cadera. Cuando regresaban, regresaban radiantes de felicidad y con la costumbre de tomar vino tinto a la hora de comer.

Sonó el telé fono. Era Adam Ainslie, uno de sus proteges en la BBC.

—¿ Está s bien? —preguntó.

—No. Necesito a alguien que me desenrosque el filtro de la cafetera. Puede que no sirva para muchas cosas, pero no soporto no poder hacerme el café. —A Dorothy le dolí an las articulaciones. Pensó: «Necesito unas manos nuevas. A lo mejor podrí a volar a Francia para que me pusieran otras».

—¿ Quieres que me pase por ahí? —preguntó, entusiasmado.

—No seas tonto. ¿ Está s de camino a la BBC en Fulham?

Pensó: «Necesito un criado. Al fin y al cabo, mis padres los tení an. Puto socialismo».

—¿ Puedo enviarte un ví deo? —preguntó Adam—. Es solo un bruto, pero me encantarí a conocer tu opinió n.

—¿ De qué se trata?

—Es un documental que he hecho sobre lo que le pasa a la gente despué s de haber estado en un programa de testimonios. Ya sabes, los quince minutos de fama y todo eso.

A Dorothy se le cayó el alma a los pies. En el exterior, la fila avanzaba lentamente.

—Demasiado gordos para limpiarse el culo —dijo.

—¿ Qué?

Parecí a estar pensando en voz alta. La ú ltima vez que estuvo en Nueva York —hací a una eternidad, ¿ cuá ndo fue? —, habí a puesto el programa de testimonios estrafalarios de Jerry Springer. Allí estaban sus invitados: demasiado gordos para limpiarse el culo.

—De verdad agradecerí a tu opinió n —dijo Adam—. Te lo debo todo a ti. Muchos de nosotros te lo debemos todo a ti.

Estaba dá ndole coba, por supuesto. Pero Dorothy le habí a proporcionado a Adam su primer trabajo y é l le seguí a siendo fiel. Así que verí a aquel ví deo espantoso y procurarí a ser amable.

A Dorothy le llevó media hora abrir aquel maldito sobre acolchado. Adam lo habí a precintado con aquella clase de cinta adhesiva que utilizan, en las pelí culas, para amordazar a los prisioneros. Acabó destrozá ndolo con las uñ as. En el programa vespertino de Radio 4 estaban dando una informació n sobre los bosques. Al parecer eran demasiado espesos y oscuros. El gobierno habí a decidido que el campo era una «instalació n de recreo» y que los bosques eran demasiado peligrosos para los ciudadanos…, perdó n, clientes, especialmente para las minorí as é tnicas que no estaban acostumbradas a ellos, y despué s de ciertas consultas con las comunidades, estaban poniendo en marcha un plan para hacerlos má s accesibles a los usuarios. Se talarí an zonas arboladas para crear claros en el bosque, con asientos, accesos para discapacitados e instalaciones recreativas.

—Tengo setenta y cuatro añ os, Laszlo —dijo Dorothy—. Ya no me sorprende nada. A lo mejor los que han sufrido trastornos de estré s causados por el exceso de vegetació n han estado reclamando asesoramiento psicoló gico. A lo mejor, una vez que esos á rboles tan desordenados y desconsiderados se hayan talado para hacer claros en el bosque, los que son demasiado gordos como para poderse limpiar el culo presentará n una demanda al organismo competente por hacer los asientos demasiado pequeñ os y discriminatorios para sus enormes culos.

A menudo hablaba en alto con su amante muerto. Era uno de los consuelos de vivir sola. La relació n habí a estado condenada al fracaso, pero en su imaginació n Laszlo siempre fue suyo, dispuesto a ayudarla a su educado modo hú ngaro.

—Ayú dame a romper esta condenada cinta adhesiva… —dijo Dorothy—. Ayú dame a sobrevivir.

La vida estaba plagada de instrucciones incomprensibles. El manual del ví deo tení a veinte pá ginas, en una letra diminuta que solo podrí a leer una hormiga. Seguramente proporcionarí a posibilidades inimaginables a aquellos que, hasta entonces, habí an sido perfectamente felices con su existencia. Lo gracioso era que cuantas má s opciones habí a, má s impotente se sentí a uno.

—¿ Es que solo soy una vieja cascarrabias, Laszlo? Si se hubiera dado el caso, ¿ ya te habrí as cansado de mí a estas alturas?

Al final Dorothy pudo extraer el ví deo del sobre acolchado. Lo introdujo en el aparato, se sirvió un whisky y se sentó frente a la tele. Adam, su hijo de alquiler, era un joven encantador. Le merecí a una muy buena opinió n.

Apareció una imagen en la pantalla. Era el Taj Mahal.

Dorothy miró con ojos incré dulos a la pantalla. No veí a la relació n que tení a aquello con los programas de testimonios, pero lo cierto era que ú ltimamente se le escapaban muchas relaciones entre las cosas. A veces veí a anuncios en el cine y no tení a ni idea de lo que iban, ni una pista siquiera.

El sol se estaba poniendo…, no, estaba saliendo. Aquella luz hú meda y rosada… era el amanecer. El mausoleo de má rmol deslumbraba, radiante. La cá mara recorrí a una panorá mica del rí o Yamuna; en las aguas, hundido hasta media pata, habí a uno de aquellos bú falos de la India. Sonaba mú sica de sitar.

«Bienvenidos a la India… —decí a una voz—. La tierra de la belleza intemporal».

—¿ Es una broma o qué? —dijo Dorothy al telé fono—. Si es una broma, es de muy mal gusto.

—Lo siento —dijo Adam—. Te envié el ví deo equivocado. Ese querí a enviá rselo a mis padres…

Dorothy parecí a extraordinariamente ofendida. Adam comprendió que podí a interpretarse como una falta de tacto enviarle a una señ ora mayor un anuncio de un asilo, pero ¿ dó nde estaba su sentido del humor? Dorothy nunca habí a sido tan susceptible, pero la edad le estaba agriando el cará cter, claramente.

Adam se encontraba de pie frente a la ventana, preparado para actuar de inmediato si se daba el caso. En su calle habí a un grave problema de aparcamiento. Su propio coche, como muchos otros, estaba en doble fila. En cualquier momento alguno de sus vecinos podí a salir de su casa y querer utilizar el coche, en cuyo caso Adam tení a que andarse listo para salir a toda velocidad y coger el aparcamiento antes de que otro lo ocupara. Algunas personas, para evitar perder el sitio, nunca moví an el coche en absoluto y algunos habí an vuelto a utilizar el transporte pú blico.

—Devué lveme esa cinta, Dorothy —dijo Adam—, y te enviaré la otra.

—¿ Por qué no te vienes a cenar? —preguntó Dorothy—. Hace un montó n que no te veo. Así te la daré en persona.

—Me encantarí a algú n dí a de estos… ¡ Oh, maldita sea, tengo que darme prisa…! —En el exterior, un coche estaba saliendo. Adam colgó de golpe el auricular y salió corriendo de la casa.

Tení a pensado volver a telefonear a Dorothy, en serio. Pero entonces llegó a casa Sergio con unos calamares que habí a comprado para la cena y luego habí an empezado a buscar la receta que habí an recortado del Independení …

Adam querí a mucho a Dorothy; habí a algo intransigente en aquel rostro duro y seco y en su voz á spera. Durante su estancia en la BBC, habí a sido una jefa competente y é l le debí a muchas cosas. En general, de todos modos, Dorothy no habí a gozado de excesiva popularidad entre sus colegas: era demasiado autoritaria; demasiado exigente, en otras palabras, a la hora de cumplir con el nivel de competencia que se habí a impuesto para ella misma. Siempre la habí an tratado con má s respeto que cariñ o, y cuando Adam le habí a dicho a un compañ ero becario «Soy amigo de Dorothy», el tí o habí a sospechado que era gay y le habí a propuesto ir a tomar una copa. Adam era gay, claro, pero no habí a querido decir aquello en absoluto. Dorothy se portaba bien con los homosexuales… tal vez porque, en comú n con muchas mariliendres, su vida personal parecí a haber sido un fracaso. Habí a ahogado aquel fracaso en su trabajo.

Adam todaví a valoraba la opinió n de Dorothy. Por eso le habí a enviado la cinta. Pero tambié n lo hací a por pura amabilidad, para hacerla sentirse necesaria. A lo largo de los añ os se habí a producido un sutil cambio en su relació n. Antañ o aquella mujer habí a sido su mentora; se habí a sentido halagado cuando lo invitaba a cenar en su apartamento atestado de libros y con su cuadro de Howard Hodgkin sobre la chimenea. En cierta ocasió n se habí a encontrado allí con un ministro del gobierno laborista. Pero ahora ya estaba jubilada; hací a mucho tiempo que ya no daba cenas y cuando é l la visitaba ya no habí a en aquel gesto nada que se pareciera a una obligació n. Adam incluso estaba empezando a ser condescendiente con ella, porque su perspicacia de antañ o se habí a tornado un tanto confusa… ¿ Qué era lo que le habí a soltado? ¿ Algo sobre ser demasiado gordo como para limpiarse el culo? No deberí a vivir sola; sin nadie que escuchara sus pensamientos, estos se iban a tornar confusos. La edad habí a variado el equilibrio entre ellos. Dorothy era una mujer orgullosa: si hubiera sospechado que é l se estaba ocupando de ella, se habrí a sentido hoiTorizada.

A su cena con invitados acudirí an amigos brasileñ os de Sergio: aburridos, pero guapos, como la mayorí a de los colegas de Sergio. Imprescindible la presencia de Adam.

De repente, se acordó del ví deo. Habí a prometido telefonear a Dorothy. ¡ Mierda! Tambié n habí a prometido enviar la cinta a sus padres, que estaban pensando en la posibilidad de retirarse a una residencia.

Su padre y su madre viví an en Devon. Era una pareja de viejos curiosos, siempre de parranda, de excursió n en excursió n, con sus cazadoras beis, a la caza fotográ fica de pá jaros en las Hé bridas o rulando por Portugal en su furgoneta caravana. Recientemente, sin embargo, la vida les habí a deparado una serie de reveses. La tienda de su pueblo habí a cerrado, lo cual significaba que tení an que ir en coche hasta Okehampton para hacer la compra —ni un maldito autobú s, naturalmente—, y recientemente su padre se habí a estrellado con la furgoneta. «La vista, que ya no es lo que era», dijo. Ninguno de los dos, para ser sinceros, estaba ya para conducir y esto los habí a dejado maniatados en medio de ninguna parte, repentinamente sumidos en la dependencia. Su vecino, un granjero, habí a perdido todo el rebañ o con la crisis de fiebre aftosa y habí a decidido vender y largarse. La gente estaba desprendié ndose de todas sus responsabilidades y levantando el campamento para largarse a climas má s cá lidos donde la vida fuera má s fá cil. ¡ Se acabaron las goteras en los tejados! ¡ Al diablo la rutina! Adam se habí a enterado de la existencia de aquella residencia en la India, un paí s que le traí a felices recuerdos a sus padres. Así que habí a solicitado má s detalles a la empresa.

Adam estaba pensando en aquello mientras masticaba el calamar (un tanto gomoso). Tambié n se estaba preguntando cuá nto iba a durar su relació n con Sergio. Pensaba: «Esas mejillas cada vez me gustan menos». Es gracioso có mo los amigos de tu amante de repente te hacen ver esas cosas claramente. La hermana de Adam, una impenitente viajera por la bacheada carretera del amor, decí a que las relaciones amorosas basadas ú nicamente en el sexo duraban exactamente dos añ os.

Tambié n pensó: «Ese sitio de la India podrí a servir para un buen documental…». Mientras rumiaba aquellas ideas, Adam bebió un montó n de merlot chileno. Se olvidó del documental e iban a transcurrir má s de tres añ os antes de que reuniera el valor para dejar a su amante. Pero recordó que tení a que recuperar el ví deo y enviá rselo a sus padres.

Y ellos pusieron su casa en venta y se dispusieron a abandonar sus raí ces y largarse, porque eran de ese tipo de personas.

Dorothy habí a vuelto a tener aquel sueñ o. Estaba sumergida en la vaguada que habí a detrá s de su casa. Esta vez se topaba contra la mole de un bú falo hindú; se aferraba a é l y conseguí a levantarse con gran esfuerzo. Luego parecí a que se habí a sentado a horcajadas sobre su cuello. La bestia salí a del agua, llevá ndola a cuestas, con el agua cayendo de ella a torrentes. Y entonces el animal se sacudí a, y ella caí a y se empezaba a ahogar.

Se despertó, empapada en sudor. Eran las tres. Esperó que las imá genes se difuminaran y la dejaran tranquila. «Todo lo malo se va lavá ndose la cara», eso decí a su madre, aunque no era verdad, ¿ no? Su madre le habí a mentido. Dorothy se esforzó en pensar en cosas anodinas: un té en la Patisserie Valerie, en Marylebone High Street; el programa Today con los gritos escoceses de Jim Naughtie… Aquello tranquilizó su corazó n agitado.

Tení a la garganta seca. Se quitó de encima el edredó n y cuidadosa, dolorosamente, salió de la cama. Sus huesos parecí an como de tiza, secos y quebradizos cuando entrechocaban; un dí a acabarí an por romperse. Solo caminar hasta la cocina conseguí a dejarla sin aliento. Se apoyó en la nevera. En la calle cruzó un taxi, con la señ al encendida. Dorothy pensó: «Deberí a preguntarle a Adam lo de la India. Es la persona má s cercana que tengo».

Aquella idea acabó por deprimirla. Adam era un joven muy ocupado; pasaban semanas enteras sin que la telefoneara. Ah, claro, a veces se dejaba caer por allí para tomar un té cuando estaba editando en el Soho, pero Dorothy sabí a, en el fondo de su corazó n, que ella no era importante para nadie.

La cocina estaba a oscuras. Dorothy no habí a dado el interruptor de la luz, serí a demasiado molesto. Se quedó allí, bebiendo un vaso de agua. Al otro lado de Marylebone Road se levantaba un bloque de oficinas. El vestí bulo estaba iluminado. Un guardia de seguridad se pasaba allí sentado toda la noche, un joven indio. Hablaba durante horas por telé fono, dando vueltas en su silla giratoria. Cuando se poní a las gafas, Dorothy podí a verlo bastante ní tidamente. Todas las noches estaba allí sentado, su involuntario compañ ero durante las primeras horas de la noche. Pero ella, en la oscuridad, permanecí a invisible.

Pauline habí a estado sufriendo los agobios del perí odo. Se dirigí a hacia la menopausia, un viaje que ninguno de los hombres de su vida podrí a entender. Era un viaje tumultuoso. Sangraba, mucho y errá ticamente. Los calambres eran espantosos, como si la naturaleza le estuviera dando patadas en el estó mago como un castigo final: «Incluso aunque pudieras haber tenido hijos, ahora ya sí que no puedes…». Tení a sofocos, se le poní a la cara colorada como un tomate, como la de su padre. En el trabajo, la gente la miraba con extrañ eza, cuando se abrí a el cuello de la blusa y se abanicaba. Lo de las noches era peor. Se levantaba, empapada en sudor, con el corazó n latiendo con un indescriptible terror. Le aterrorizaba su propia mortalidad. «Abró chense los cinturones de seguridad: va a ser un viaje movidito…». Porque aquel vuelo iba a llevarla a un destino que la llenaba de amargos presentimientos: la vejez, un paí s extrañ o del que nadie regresaba jamá s.

No podí a confiarse a Ravi. Como muchos mé dicos, era despreocupadamente desdeñ oso con las dolencias de aquellos que aman, a menos que corran peligro de muerte. Se estaban distanciando poco a poco…, literalmente, de hecho, cuando sus sudores nocturnos lo obligaban a abandonar la cama e irse a dormir a su estudio. Pauline sospechaba que é l se poní a a trabajar; a veces, cuando se levantaba para ir a beber un vaso de agua, veí a una franja de luz por debajo de la puerta. Pauline era una intocable, ella y su palpitante corazó n, estaba sola entre los insomnes de la gran ciudad.

Era a principios de septiembre. El estudio de Ravi estaba tomado por la empresa Ravison: un nuevo archivador, montones de carpetas, notas de post-it pegadas a la foto enmarcada de su orla de la escuela de chicos de St Ignatius, en Delhi. Se habí an llevado a cabo un montó n de estudios, no solo sobre Dunroamin, sino sobre las posibilidades de otras residencias por todo el mundo —Sudá frica, Chipre…—, prospecciones que se mencionaban en el material publicitario.

Ravi decí a:

—Mira: la gente quiere la mierda fuera de su paí s.

—¡ No digas eso!

Inglaterra era como su padre; solo ella tení a derecho a ponerla a caldo. Al fin y al cabo, Ravi seguí a siendo un extranjero.

Ravi estaba revisando los certificados de los mé dicos que garantizaban la «aptitud para viajar en avió n» de sus clientes. Hasta el momento habí an solicitado la entrada en Dunroamin dieciocho personas. Las habitaciones estaban prá cticamente completas. Pauline conocí a sus nombres porque era ella la que estaba organizando todos los preparativos del viaje: la señ ora Evelyn Greenslade, una señ ora de Chichester, que escribió su solicitud a mano; el señ or y la señ ora Ainslie, de Beaworthy, Devon. Parecí an encantadores y, a juzgar por la direcció n, unos ricachones. La idea de contar con subvenciones estatales se habí a abandonado por imposible; aquello era estrictamente una empresa privada. Uno de los clientes habí a incluso preguntado sobre la posibilidad de enviar su antiguo mobiliario; esa era la clase de persona que deseaban atraer al negocio. Algunos de ellos ya se habrí an instalado para cuando Pauline volara con su padre a finales de mes.

¿ Por qué habí a cambiado de idea su padre? Pauline nunca pudo averiguarlo. Completamente recuperado de su operació n, parecí a estar deseando entregarse a su nueva vida en Bangalore. «Estoy deseando ir», decí a. Se habí a puesto todas las vacunas; incluso habí a recuperado alguna ropa ligera de sus viajes por los tró picos y se habí a jactado de que todaví a le quedaba bien. La partida inminente de Norman habí a cambiado la actitud de Ravi hacia su suegro; se habí a tornado má s tolerante con el viejo, casi amable. El dí a anterior incluso habí a intentado hacer un chiste afable, algo sobre comprar una nueva cazuela o algo…

Los sentimientos de Pauline eran encontrados. En su estado actual, el vuelo en sí mismo la aterraba. ¿ Qué pasarí a si se desataba uno de sus perí odos copiosos? Se imaginaba el matadero en el que se convertirí a el bañ o del avió n de British Airways. ¿ Habrí a tá mpax en la India?

Siempre habí a tenido curiosidad por conocer el paí s natal de Ravi, pero aquel viaje de regreso a las raí ces de su marido no era el que habí a imaginado. Iba a dejar a su padre en un paí s extrañ o, en compañ í a de gente a la que no conocí a. Era como llevar a un crí o a un internado…, en este caso, en medio de ninguna parte, y dejarlo allí, el niñ o nuevo de la clase. Ella se darí a la vuelta para alejarse, con los ojos anegados en lá grimas. Ella se imaginaba a su padre a sus espaldas, agitando su bastó n en señ al de despedida… una pequeñ a figura que cada vez se hací a má s pequeñ a.



  

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