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 SEGUNDA PARTE 3 страница



—¿ De verdad?

—Y tienen fama de ser muy imaginativas. En la India, ¿ sabe?, el sexo es el fundamento de nuestra cultura. Estoy seguro de que ha oí do usted hablar del Kama Sutra.

Norman asintió con entusiasmo.

—El lingam es sagrado, desde luego…, especialmente en el sur de la India, y sobre todo en la zona de Bangalore. De hecho, contamos con algunas de las esculturas má s eró ticas del mundo. —El doctor Hussain se inclinó hacia delante—. Mi querido amigo, se le saltarí an a usted los ojos de las ó rbitas con ellas…

Norman lo miró con los ojos como platos. El tí o era un especialista, debí a de saber de lo que hablaba.

—Cré ame. Si tuviera usted la suerte de ir allí, le garantizo que jamá s querrí a volverse a Inglaterra. —El tipo se inclinó hacia Norman aú n má s y má s cerca; Norman pudo oler el caramelo de menta en su aliento. El doctor Hussain le guiñ ó un ojo y le susurró —: Hay tanto conejo allí que vomitará bolas de pelo, como los gatos.

El dí a posterior a la operació n, Ravi volvió a coger el ascensor para subir a la unidad genitourinaria. Norman, en pijama, estaba sentado en la sala de la televisió n. Junto a é l se encontraba un anciano paciente jamaicano. Estaban viendo Gilda. Al lado, ambos tení an sus bolsas de cateterismo, llenas de orina, tiradas en el suelo como bolsos.

Norman señ aló a Rita Hayworth.

—¡ Qué mujer! ¡ Ya no hacen chicas así!

El jamaicano asintió.

—¡ Qué mujer! —dijo.

—¿ Có mo te encuentras hoy? —le preguntó Ravi.

—Bien, lo tengo chupado… —dijo Norman rié ndose entre dientes—. ¿ Lo pillas? ¡ Chupado…! —Le hizo una señ a de complicidad a su vecino—. Solo le estaba comentando aquí a mi amigo la historia de esa residencia que está s montando.

El otro hombre asintió. Ravi sintió una repentina ternura hacia ellos, sentados uno al lado del otro como viejas solteronas, con los bolsos en el suelo. Porque supo, cuando Norman habló de nuevo, que su plan habí a funcionado.

—¿ Me puedes dejar echarle otro vistazo a ese folleto, muchacho?

 


 5

Habla o actú a con corazó n impuro
 y los problemas te seguirá n los pasos,
 como la rueda sigue al buey que del carro tira…

Habla o actú a con un corazó n puro
 y la felicidad te seguirá los pasos,
 como tu sombra, irremisiblemente.

Enseñ anzas de BUDA

 

Evelyn Greenslade era un encanto, una de las má s queridas de Leaside. Era un poco despistada, desde luego, y tendí a a vivir en el pasado, pero eso era bastante comú n allí. El pasado se podí a palpar entre los residentes de Leaside: los recuerdos de la juventud les eran tan cercanos que podí an sentir el aliento en sus rostros. Aquellos lejanos añ os permanecí an intactos; las tardes doradas revisitadas cuando los ancianos residentes se sentaban en el porche o veí an la televisió n en sus habitaciones, con las manos aferradas a una reconfortante taza de té. Evelyn vagaba por allí, sin rumbo… ¿ Por qué iba a resistirse? La corriente la empujaba por la espalda. Ellos esperaban, sus hermanos y sus amigos de la escuela; esperaban como muñ ecos de feria, aguardando ú nicamente a que ella encendiera el interruptor y los pusiera en movimiento. Los dí as de su infancia regresaban a su mente, ní tidos como el cristal, como si todo aquello hubiera ocurrido el dí a anterior.

Evelyn siempre habí a sido una mujer dó cil y soñ adora, ni un problema para nadie. Por eso le caí a tan bien al personal de la residencia. Por eso habí a ido a vivir a Leaside, aceptando la sugerencia de sus hijos de que ya no se podí a valer por sí misma. «No quiero ser una carga», habí a dicho.

Su hijo y su hija tení an que ocuparse de sus propias vidas. Ademá s, estaban muy lejos. Christopher se habí a instalado con su mujer en Nueva York; tení a un trabajo incomprensible y unos niñ os pequeñ os. En su ú ltima visita le habí a traí do a Evelyn un ordenador para poder intercambiar correos electró nicos, pero solo habí an dispuesto de media hora para aprender a utilizarlo. Ella habí a hecho como que lo entendí a —sabí a el escá ndalo que podí a montar su hijo si no lo hací a—, pero durante los ú ltimos seis meses el ordenador se habí a quedado allí, reprochá ndole su ineptitud. Al principio estaba en su tocador, ocupando un espacio considerable, pero luego lo degradó y lo puso en el suelo.

La idea de su hijo era que Evelyn vendiera la casa. Christopher tení a razó n, desde luego. Desde la muerte de Hugh, ella simplemente no podí a arreglá rselas sola allí; parecí a que todo se estropeaba al mismo tiempo, todas las cosas que su marido habí a colocado normalmente. ¡ Qué dé bil se habí a vuelto! Parecí a que todo habí a ocurrido de la noche a la mañ ana, que las escaleras se habí an tornado má s empinadas y los tapones de las botellas se habí an apretado incomprensiblemente; de repente, sin ninguna razó n, Evelyn estallaba en llanto. Y los campos que la rodeaban parecí an má s amenazadores ahora que ella se encontraba sola en la casa. Se despertaba repentinamente por la noche, con el corazó n palpitando. ¿ Habí a echado el pestillo a la puerta? Algunas veces se levantaba, todaví a medio dormida… Durante un instante todo era perfecto: Hugh estaba abajo, en la cocina, comprobando los corchos de su asqueroso vino casero. Una hora un poco rara para comprobar, pero en fin… Y entonces se daba cuenta.

Cuando Christopher le dijo lo mucho que valí a la casa, Evelyn se quedó patidifusa. En aquella parte de Sussex, al parecer, los precios de las casas se habí an puesto por las nubes. ¡ Y pensar en lo que Hugh y ella habí an pagado por la casa! Aquello, unido a su fractura de cadera, lo convirtió todo en un asunto inevitable. Se puso en manos de su hijo. Era un gran alivio dejar que un hombre se ocupara de todo otra vez, y Christopher era mucho má s eficiente con el dinero que su padre. Sugirió un lugar donde se ocuparí an de ella pero donde aú n conservarí a un poco de independencia…, su propio mobiliario, y tal vez un pequeñ o jardí n. Con el dinero procedente de la venta de la casa se pagarí a la residencia, dijo Christopher, y añ adió una apostilla inquietante: «Hasta que, como es previsible, se necesiten cuidados intensivos».

Incluso despué s de aquella transacció n le quedó una suma sustancial de dinero. Evelyn insistió en dá rselo a sus hijos. Por supuesto, ellos protestaron, pero ella argumentó que ellos lo disfrutarí an má s cuando realmente lo necesitaran. Al final, aceptaron. Despué s de todo, mejor emplearlo ya, antes de que el gobierno les diera el palo. El impuesto de sucesió n era una vergü enza. ¿ Qué derecho tení a Hacienda a quedarse con el cuarenta por ciento de aquellas personas que habí an tenido la suficiente prudencia para ahorrar y prosperar? Christopher podí a ser bastante emocional en este tema. ¿ No se habí a sometido aquel dinero ya a impuestos? ¿ Qué mensaje se le enviaba al honrado ciudadano con aquel palo doble?

Así eran las cosas.

—Las mortajas no tienen bolsillos —decí a Evelyn.

—Ay, mamá, no te pongas siniestra —replicó Theresa. La gratitud convirtió momentá neamente a su hija en una persona má s delicada. Theresa siempre habí a sido una mujer turbulenta.

Theresa viví a en el norte, en Durham. En los ú ltimos tiempos ejercí a al parecer como de consejera o algo así, aunque Evelyn no podí a ni imaginarse qué tipo de persona podrí a necesitar el consejo de su hija. Theresa bajaba a visitarla, por supuesto, habitualmente cuando iba de camino a algú n fin de semana holí stico. A Evelyn aquellos entretenimientos le resultaban curiosamente agotadores. Theresa se lo tomaba todo muy a pecho. Interrogaba de mala manera al personal sobre el comportamiento para con su madre en la residencia; cuando Evelyn expresaba alguna leve queja sobre la comida, Theresa se iba directa a la cocina y exigí a hablar con el cocinero.

Peor todaví a eran sus té te-á -té te. Theresa estaba procesando el pasado, decí a; estaba trabajando con sus sentimientos de rechazo. ¿ Se habí a mostrado Evelyn tibia o ambivalente respecto a la hostilidad de su marido hacia su hija, cuando era pequeñ a? Y como esposa y madre, ¿ habí a decidido escoger entre sus obligaciones? Este tipo de conversaciones dejaba perpleja a Evelyn. El pasado que ella recordaba apenas tení a nada que ver con la versió n de Theresa; los acontecimientos podí an ser los mismos, pero era como ver una pelí cula extranjera —serbocroata o algo así — que se basaba vagamente en su vida, pero era toda en blanco y negro, y un tanto deprimente. Luego Theresa se largaba a participar en alguna Fiesta del Abrazo en Arundel. «¿ Por qué abrazará a gente desconocida —pensaba Evelyn—, y a mí nunca me abraza? ».

Evelyn echaba de menos que la tocaran. Echaba de menos los brazos de Hugh en torno a ella. Sin el contacto de vez en cuando de la piel sobre la piel, se sentí a frá gil y no querida; se sentí a como un viejo libro escolar, lleno de lecciones irrelevantes, que alguien ha abandonado en un armario. Las ú nicas manos que la tocaban pertenecí an a profesionales: la enfermera que la visitaba para tomarle la tensió n o darle friegas en los cardenales que le salí an despué s del má s ligero golpe en su piel apergaminada. Ella nunca se habí a considerado una mujer sensual, esa palabra no se encontraba en su vocabulario, y no habí a sospechado que pudiera sentir aquella necesidad. Ni la necesidad de ser necesitada. Ni la soledad en un edificio lleno de gente. Solo tení a setenta y tres añ os, pero, gradualmente, aquellos conocidos estaban abandoná ndola al morirse —sus dos hermanos, varios amigos suyos—. Gente que entendí a lo que querí a decir. Ahora tení a que empezar otra vez con gente extrañ a…, compañ eros residentes cuyos arrugados rostros le reflejaban su propia mortalidad, y tení a que explicarles las cosas. Es decir, si es que en algú n momento les importaba. A la mayorí a de ellos les traí a sin cuidado, claro; la vejez habí a ahondado sus comportamientos ensimismados. Despué s de vivir allí un añ o, aquello parecí a como un nuevo internado, aunque ya sin ninguna posibilidad de regresar a casa.

Evelyn no se habí a imaginado aquello. Habí a esperado los achaques y los dolores, la pé rdida de visió n, la dependencia de otros. Sabí a que a veces andaba un poco despistada. Pero no habí a imaginado aquella soledad. Recordaba a Hugh, entubado, volvié ndose hacia ella y sonriendo. «La vejez no es para los gallinas», habí a dicho. Y luego se habí a muerto, y la habí a dejado allí plantada.

Por eso era por lo que le encantaba Beverley. Una vez a la semana Beverley visitaba Leaside para hacer yoga y manicura. Era una muchacha parlanchí na y muy cariñ osa, y le habí a cogido cariñ o a Evelyn. La besaba y la llamaba «querida», le traí a una rá faga de aire fresco. La vida de Beverley era todo un venga-venga-venga; recorrí a a toda mecha Sussex en su cochecillo, dando clases en un asombroso nú mero de lugares: pilates en el hotel Chichester Meridian los lunes; aerobic y bailes regionales en el Summerleaze Health Club los martes; bronceado St Tropez en el Copthorne los mié rcoles por la tarde; y decoració n de mesas para ocasiones especiales una vez al mes en el centro social de Billingshurst. Luego estaba lo de la acupuntura, que estaba aprendiendo por ví deos, y su negocio de peluquerí a a domicilio. En medio de todo aquello, aú n encontraba tiempo para entregarse a una abundante y desastrosa vida amorosa. No era extrañ o que la llegada del Honda amarillo de Beverley, con la radio a todo volumen, animara a Evelyn.

Despué s del grupo de yoga —solo las posturas má s sencillas, ya que realmente era una excusa para que los abuelos se echaran una siestecilla—, Beverley se plantaba en la habitació n de Evelyn y le arreglaba las uñ as, sujetando amorosamente su mano mientras su cigarrillo se quemaba lentamente en el cenicero y ella le hablaba sin cesar sobre el ú ltimo canalla con el que se habí a liado.

—¿ Có mo pudo hacerte eso? —le decí a Evelyn cuando Beverley se detení a para tomar aliento—. ¡ Vaya, vaya!

—Y luego Maureen lo vio en la gasolinera, llenando el coche… Tres crios en la parte de atrá s, ¡ y el cabró n de é l no me lo habí a dicho!

—¿ Quié n es Maureen, querida?

—Aquella de las alergias, ¿ no te acuerdas? —contestaba Beverley—. Se le puso la cara como un farol cuando cogió aquel gato.

A Evelyn le resultaba doloroso que esperara con má s emoció n las visitas de Beverley que las de su propia hija. Desde luego, se veí an má s.

Fue Beverley quien dio la sorprendente noticia, un dí a de agosto.

—¡ Van a cerrar este sitio! —susurró —. Se lo he oí do a esa vieja bruja en el despacho, hablando por telé fono. No pueden permitirse el lujo de mantenerlo, los cabrones avariciosos. Van a darle cerrojazo y a construir casas.

—¿ Está s segura?

—Es lo mismo en todas partes, cariñ o, lo dicen los perió dicos. Vaya, hay nuevas leyes y má s recortes, nadie quiere hacerse cargo de las residencias. Lo mejor es vender el solar y largarse a las Barbados. —Humedeció el cepillo en el pequeñ o botecillo.

—No pueden hacer eso sin avisarnos.

—Ya verá s como sí, cariñ o mí o. —La mano de Evelyn estaba temblando. Beverley la sujetó con firmeza y aplicó el esmalte de uñ as—. ¿ Qué va a ser de todos vosotros, criaturitas mí as?

Era verdad. Leaside, un gran edificio eduardiano ubicado en un lugar excepcional a tres millas de Chichester, se iba a vender. En ese punto, Evelyn no sintió pá nico. Se irí a a cualquier otro lugar. A lo largo de toda su vida, alguien se habí a ocupado de ella.

Llamó a su hijo a Nueva York. Christopher no sabí a qué hacer.

—Son un poco malas noticias, mamá —dijo Christopher. Evelyn reconoció en aquella voz su tono infantil, cuando llegaba con las notas del colegio.

Christopher continuó hablando de la bolsa y del 11 de septiembre, algo sobre morosidad. Todo aquello iba má s allá de lo que Evelyn podí a comprender. Por detrá s, de fondo, en algú n lugar en el Upper East Side, uno de sus crios gritó: «¡ Papá, esto no funciona! ».

El caso, en resumen, era que Evelyn tení a menos dinero del que pensaba. Podí a oí r la televisió n, y un niñ o llorando.

—Lo siento, mamá. Marcia está en el gimnasio y me he quedado solo vigilando el fuerte. Tengo que dejarte. Ya pensaremos en algo.

Luego telefoneó a su hija. Theresa estaba furiosa; nunca habí a mantenido una relació n fluida con su hermano y era incluso má s hostil respecto a su mujer.

—Esa bruja le está chupando la sangre hasta dejarlo seco. ¿ Sabes que contrató a un diseñ ador para que le amueblara el piso? ¿ Sabes lo que le costó? Y escuelas privadas para los chicos, esquí y todo lo que te puedas imaginar.

Christopher le envió a Evelyn una hoja con una cantidad de nú meros indescifrables. ¡ Oh, Hugh, ayú dame! Al parecer, su pensió n habí a menguado de un modo alarmante. Todo se debí a a una misma cosa, dijo Christopher: una crisis repentina en los mercados mundiales.

Theresa sugirió que su madre se fuera a vivir cerca de ella a Durham, una oferta que se planteó con una palpable falta de entusiasmo.

—El problema es que yo estoy fuera casi siempre…, cursos y eso. Me voy a la isla griega de Skyros el mes que viene.

—¿ Y tu trabajo en la asesorí a? —preguntó Evelyn.

—Ah…, es muy flexible. Habitualmente solo son un par de dí as a la semana, y puedo reubicar a mis clientes en otras fechas.

«¿ Có mo puedes vivir de eso? ». Evelyn abrió la boca para formular aquella pregunta, pero volvió a cerrarla. Por supuesto, sabí a có mo.

—En todas partes hay un concejal de asuntos sociales… —dijo Theresa—. Si te pones en sus manos…, me refiero a que tendrá n que ayudarte, ¿ no? Deben de tener asilos, o refugios o algo de eso. Puedo preguntar si quieres.

Evelyn no se consideraba una finolis, no totalmente. De todos modos, aquella conversació n le resultó deprimente. ¿ Es que su hija no entendí a nada?

Sin duda Theresa pretendí a ser amable, pero el mensaje era claro: su madre estaba de má s. Ya no era un ser humano, era un problema que tení an que resolver las autoridades locales, como un drogadicto o uno de aquellos sin techo. Ella era efectivamente una sin techo. Tení a que ser apartada de la vista. Despué s de la muerte de Hugh, ¡ qué rá pidamente habí an conseguido que se sintiera como una persona que estaba de má s!

—Tú no puedes ir a uno de esos sitios —le dijo Beverley a la semana siguiente—. Una persona como tú no puede ir a uno de esos sitios. —Beverley sí que lo entendí a.

—De todos modos, no soy tan vieja… —Cuando pensaba en ello, su edad le soiprendí a. Aquellos setenta y tres no se referí an a ella…, flotaban en el aire, allí, a su lado, como un nú mero irrelevante en un encerado. No relacionaba aquel nú mero consigo misma—. No estoy tan enferma, tampoco. Una tiene que tener algo malo para que la manden a uno de esos sitios.

—He estado husmeando por ahí … —Beverley sacó un ejemplar de The Lady—. Se la he birlado a una de mis dientas… No la toques, que todaví a tienes las uñ as hú medas. —Lo abrió, mirando con los ojos entrecerrados a travé s del humo, y señ aló uno de los anuncios—. ¿ Qué te parece este sitio?

Evelyn miró a travé s de sus gafas.

—Dunroamin. Mi tí o Edward vivió en una casa que se llamaba Dunroamin. Estaba a las afueras de Pontefract.

—Bueno, esta está en la India.

La idea era ridí cula, por supuesto. La India. Ya fue un lí o tremendo trasladarse a Chichester. Evelyn se habí a hecho má s miedosa con la edad. Los perió dicos traí an unas historias terrorí ficas: ataques con armas bioló gicas, violaciones, atracos. Aquella misma semana, segú n el Sussex Mercury, alguien habí a prendido fuego en una papelera en los alrededores de la catedral.

De todos modos, Beverley decí a que todo eso eran bobadas y solicitó un folleto informativo. A la semana siguiente estaban sentadas en la habitació n de Evelyn y lo abrieron.

—Mira esta casa… Estarí as en Inglaterra. Solo que con sol. —En el exterior lloví a a mares contra los cristales de la ventana. Habí a sido el agosto má s hú medo que se recordaba…, con galernas y tormentas. El personal habí a tenido que encender la calefacció n central—. ¿ Qué atractivo tiene pudrirse en este asqueroso paí s? ¿ Durante cuá nto tiempo has vivido en Sussex?

—Toda mi vida —dijo Evelyn.

—Eso no es muy emocionante. ¿ No es hora de un cambio? Despué s de todo, ¿ qué vas a hacer aquí?

¿ Có mo lo habí a averiguado Beverley? Evelyn nunca le habí a hablado mucho acerca de sus hijos y sus nietos, era muy doloroso. Aparte de que casi nunca podí a meter baza.

—Esto te sentarí a de maravilla, cariñ o —dijo Beverley—. Nunca es demasiado tarde, y está s fenomenal, ahora que ya tienes la cadera mejor. Si no te gusta, siempre te puedes volver a Inglaterra.

Toda mi vida. Dicho así, la cosa sonaba bastante aburrida. Pero habí an sido añ os plenos y felices, Evelyn estaba segura de ello, a pesar de la confusa versió n de los hechos que tení a Theresa. Con el paso del tiempo, sin embargo, y la pé rdida de sus personajes principales, el tapiz de su vida habí a ido palideciendo y perdiendo los colores; habí a pensado mucho en ello, era como la carne, que pierde sus bondades cuando se pasa.

—Yo hací a antes unos guisos de carne estupendos.

—¿ Perdó n…?

—Aunque solo me lo digo yo. El secreto era echarle el vino de Hugh. —Evelyn hizo una pausa—. El nunca lo supo. Yo tambié n utilizaba su cerveza para matar babosas. Echas un poco en un plato y lo dejas en el jardí n toda la noche. Las babosas se suben y se ahogan. Una muerte feliz. La mejor que una puede imaginar, desde luego. —Y volvió a sumirse en el silencio.

—Bueno, va, dejé monos de charlas y prueba esto. —Beverley la roció con un perfume—. Se llama Arpé ge. —Siempre tení a muestras gratuitas. Lo valoraron juntas.

Evelyn despertó de su ensoñ ació n. No, la idea era una locura. Le devolvió el folleto.

—No pienso morir en tierras extrañ as.

—Los hindú es no se mueren.

—Claro que se mueren, querida. Y continuamente.

—Lo que quiero decir es que la muerte no es importante. —Beverley habí a aprendido aquello de su amiga Maureen, que sabí a má s de yoga que ella—. Cuando una se muere, vuelve a vivir convertida en otra cosa. Un pá jaro carpintero o cualquier cosa.

—¿ Por qué un pá jaro carpintero? —preguntó Evelyn.

—Yo qué sé.

Hasta hací a poco tiempo Evelyn habí a creí do en el cielo. Ahora que se estaba acercando a é l ya no estaba tan segura; era como cuando alguien te acerca demasiado un libro a la cara: cuanto má s cerca está, má s borrosas parecen las letras. Habí a tanto sufrimiento sin sentido en el mundo… ¿ Qué habí a hecho Hugh para merecer aquellos ú ltimos meses de su vida? Para creer en el cielo una tení a que creer en Dios, y durante aquellos ú ltimos y terribles meses en el hospital, habí a perdido la fe.

Beverley señ aló una fotografí a.

—Este es el mé dico del hotel. El doctor Sajit Rama, se llama. ¿ No te parece moní simo?

—Se parece a Ornar Sharif.

—¿ Ornar Sharif no tiene cerca de cien añ os?

—Pero no los tuvo siempre, querida —dijo Evelyn.

—Y, ademá s, ¿ no se murió ya?

Evelyn, de repente, pensó: «Esta vida que llevo ahora… es como si ya estuviera muerta».

Beverley miró la foto.

—¿ Tú en qué crees que se reencarnarí a Ornar Sharif?

—En é l mismo, pero má s joven —dijo Evelyn—. Y serí a nuestro vecino.

Ambas estallaron en carcajadas.

—Todaví a te queda mucha vida ahí dentro —dijo Beverley—, pillina.

Evelyn estaba sorprendida de sí misma.

—Es por esos grandes ojos negros. Nosotros tení amos un spaniel con unos ojos así … —¿ Có mo se llamaba el perro…?

El nombre se habí a desvanecido, junto con otros muchos. Solo que aquella mañ ana —¿ habí a ocurrido aquella mañ ana? — tambié n habí a olvidado el nombre de la mujer de Christopher.

Ay, Dios mí o, ¿ qué estaba pasando? Si intentaba recordar, solo conseguí a que la situació n fuera má s frustrante. Algunas veces funcionaba si pensaba en ello por casualidad, como engañ á ndose pensando que el nombre no tení a importancia. A veces era como intentar agarrar un banco de arenques; escapaban a toda velocidad en el agua, diminutas agujas plateadas, y era imposible cogerlas.

—Los hombres indios parecen muy saludables, en comparació n con los pá lidos ingleses —dijo Beverley como en un ensueñ o—. De verdad, te sentirí as diez añ os má s joven.

¡ Marcia! Eso era, no estaba completamente senil.

Aquello animó a Evelyn. Cogió el folleto y miró una fotografí a. Mostraba el jardí n de un hotel. El lugar parecí a bañ ado por una luz dorada, la luz de las largas tardes en el jardí n de su infancia, ahora alquitranado para convertirse en la terminal de mercancí as del aeropuerto de Gatwick. «La intemporal belleza de la India», decí a. El tiempo realmente no existí a, no para las cosas importantes. Evelyn hablaba con Hugh en su cabeza; su voz continuaba resonando en su cabeza aunque é l ya se hubiera callado. Evelyn podí a recordar cada palmo de aquel jardí n: el camino de ladrillo, desgastado en el medio; el musguillo bajo el aljibe del agua, donde se habí a encontrado un tritó n.

—Ah, ya me acuerdo… —dijo Beverley—. En el hinduismo, tienes que hacer buenas obras. Y entonces, cuando vuelves, regresas como algo mejor.

¿ Qué habrí a sido aquel tritó n para acabar siendo un tritó n? A lo mejor habí a sido un padre cruel que le pegaba a sus hijos.

—¿ Qué te parece tan divertido? —preguntó Beverley.

—Nada, querida.

A Evelyn aquella conversació n le resultaba revitalizante; en Leaside nadie hablaba de cosas como aquellas. La mismí sima palabra ‘India’ excitaba sus sentidos, como limó n exprimido. Aunque no llegara a ir nunca, lo cual era muy probable, resultaba vigorizante pensar en ello. Hugh se habrí a quedado asombrado de que ella se hubiera parado a pensar en ello siquiera.

Pensó en sus hijos y sonrió. Valdrí a la pena hacerlo, aunque solo fuera para ver la cara que poní an.

Pero, por supuesto, no podí a… ¿ Y toda aquella suciedad de la India y las enfermedades?

—¿ Y los terroristas musulmanes? —preguntó Evelyn. Se criaban y salí an de allí, donde incubaban sus misiones suicidas. Siempre temí a por sus nietos, que viví an en Nueva York. Temí a por ella misma.

—Los indios son hinduistas, tonta —dijo Beverley—. Los musulmanes está n en Pakistá n, y por eso lo hacen. Para poner a los musulmanes allí. Eso lo sé hasta yo.

—Yo es que no sé nada… —dijo Evelyn.

—Nunca es tarde para empezar.

Christopher, al que le gustaba leer, habí a intentado que su madre se interesara por asuntos má s complejos. En su ú ltima visita, cuando le habí a dado a su madre un ordenador, le habí a dicho que ahora todo era como una aldea global.

—Se llama globalizació n, mamá. Verá s, puedo poner a los niñ os en el ordenador para que puedas hablar con ellos.

—Casi no se ven.

—Sí se ven. Es como si estuvieran aquí mismo. Las distancias ya carecen de sentido. Yo puedo trabajar donde me dé la gana, lo ú nico que necesito es mi portá til. El espacio y el tiempo se han transformado… Mira, las lechugas vienen de Kenia, nuestras bicicletas Raleigh se fabrican en Corea, nuestras zapatillas, en Taiwan…

—Yo nunca he utilizado zapatillas… —dijo Evelyn.

—Es la nueva economí a global…

—A lo mejor deberí a comprarme unas, dicen que son muy có modas…



  

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