Хелпикс

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 SEGUNDA PARTE 2 страница



De modo que poco a poco Dunroamin habí a iniciado su decadencia. Su propietario era un parsi acomodado llamado Minoo. Con una mezcla de inercia y sentimentalismo habí a resistido las ofertas de compra que le habí an hecho los promotores inmobiliarios, pues habí a heredado el hotel de sus padres y no estaba dispuesto a ver có mo la casa de su infancia sucumbí a a la demolició n y en su lugar se levantaba un bloque de oficinas. Por el contrario, la oferta de Sonny Rahim le resultó má s atractiva.

—Tú pié nsatelo, amigo mí o —le habí a dicho Sonny—. Un cien por cien de ocupació n garantizado, sin habitaciones vací as, sin reservas canceladas, ¡ es el sueñ o de un hotelero!

Estaban sentados en el comedor vací o. Minoo conocí a a Sonny porque este era el propietario del edificio de enfrente: el Karishma Plaza, un edificio de cemento espantoso incluso para el nivel esté tico habitual de Bangalore, con tiendas en la planta baja y sitio para oficinas arriba. Sonny parecí a un hombre ambicioso y ené rgico, de eso no cabí a duda.

—Necesita una pequeñ a renovació n —añ adió Sonny—, algunos cambios menores, pero no estamos hablando de llenarlo de viejos carcamales, esta gente no estará en las ú ltimas, incontinentes y seniles…

—¿ Y qué pasa cuando lleguen a ese estado? —preguntó Minoo—. Todos acabaremos así.

—Entonces realizaremos las negociaciones oportunas para que sean transferidos al hospital Victoria o para que los devuelvan a Inglaterra; esas son las condiciones con las que operan los establecimientos britá nicos de este tipo. Por supuesto, contaremos con un mé dico cualificado siempre de guardia, ya he contactado con el doctor Sajit Rama, es un buen colega mí o, y lleva la clí nica Meerhar en Elphinstone Chambers, y por supuesto en las instalaciones contarí amos con una experta enfermera interna: tu señ ora esposa.

Eso era verdad. La mujer de Minoo habí a sido enfermera antes de casarse. Bueno, una especie de enfermera o así.

—Mi primo, el doctor Ravi Kapoor, vive en Londres —explicó Sonny—. É l dirigirá la parte britá nica de las operaciones; hemos montado una empresa juntos, Ravison Residential Homes. Su propia mujer será nuestra socia, y se ocupará de todas las cuestiones relacionadas con los viajes. Estamos hablando de un negocio grande, mi buen amigo. —Sonny extendió los brazos, golpeando una botella de soda que estuvo a punto de caerse—. ¡ Unete a nosotros ya, amigo, y te llevará s un buen pellizco! Ya estoy viendo crecer un imperio, residencias de jubilados en climas cá lidos…, ¡ Sudá frica!, ¡ Chipre…!, alejados de la lluvia y de la criminalidad, donde la vida es má s barata y el servicio excelente, ya estoy viendo una cadena de residencias, para que nuestros clientes puedan viajar de una a otra con total libertad si ese es su deseo, una especie de multipropiedad para mayores activos: este es el futuro del mundo. De pequeñ as bellotas nacen las grandes encinas, ¿ no te parece?

El tí o era una dinamo humana. A cada poco se veí an interrumpidos por el graznido del mó vil de Sonny. Entonces empezaba a pasear de un lado a otro, dando gritos al auricular. Una mancha de humedad se extendí a por la parte de atrá s de su camisa.

Minoo observó su comedor. Las cortinas estaban echadas. Rayos de sol se colaban resplandecientes por las aberturas, tan brillantes que le molestaban en los ojos. ¿ Qué pasa cuando nos morimos?, se preguntó. ¿ Có mo podemos saberlo a ciencia cierta? De repente la sala se le habí a llenado de residentes, con sus cabezas encanecidas temblando mientras hablaban unos con otros. Eran má s viejos que é l, y se habí an ido arrimando a aquellas franjas de sol deslumbrante que se colaba entre las cortinas.

—¿ Y qué pasará cuando se mueran? —preguntó.

—Pues lo mismo que en Inglaterra —replicó Sonny—. Incineració n, enterramiento… Nosotros nos ocuparemos de todo, dé jamelo a mí.

«¿ Qué será de todos nosotros? », se preguntó Minoo. Los buitres me sacará n los ojos, porque a mí me despachará n a nuestra manera parsi, ¿ y luego qué?

La silla crujió cuando Sonny se volvió a sentar. El tí o estaba esperando una respuesta, pero Minoo se encontraba perdido en una especie de complaciente y violento terror. Seguramente no habrí a nada que temer…, solo serí a un dulce abandono.

—¿ Quieres hablarlo con tu mujer? —preguntó Sonny.

—Está en el saló n de belleza… —La imagen de Razia devolvió a Minoo a su estado normal—. Debo ser franco contigo, amigo mí o. La experiencia de mi mujer como enfermera es un tanto limitada. Trabajó en la clí nica de un podó logo.

—Eso no tiene importancia.

—Es ayudante de callista.

Sonny se encogió de hombros y añ adió vagamente:

—Si se es enfermera, se es enfermera para siempre.

De repente, Minoo resplandeció con un ataque de rebeldí a. Por una vez, é l tomarí a una decisió n. Se imaginó a Razia llegando a casa, con las uñ as pintadas de rojo sangriento y quedá ndose boquiabierta. Se imaginó a su propia madre mirá ndolo, ató nita, con la taza de té paralizada a medio camino entre el plato y sus labios.

—Hablemos de nú meros —dijo, sorprendié ndose a sí mismo. Nunca habí a utilizado esa expresió n en su vida. Desde la cocina llegaba el estruendo de la loza. Ferná ndez, el cocinero, habí a estado dá ndole a la botella otra vez.

Sonny abrió su maletí n y sacó un fajo de papeles. Y así fue como se llegó a un acuerdo. Corrí a el mes de junio. Habí a transcurrido solo un mes desde que Sonny tuviera aquel momento de luminosa revelació n en el hotel Royal Thistle, en Bayswater.

Una vez conseguido el edificio y las instalaciones, el paso siguiente era el marketing. Sonny pensó abrir una pá gina en internet. Ademá s de encargar un folleto a todo color y un ví deo promocional, que se distribuirí a por las agencias adecuadas en Inglaterra. Con esto en mente, acordó una reunió n con el cuñ ado de su primo, Vinod.

Cuando era joven, Vinod habí a soñ ado con ser director de cine. Se habí a imaginado a sí mismo rodeado de coristas de Bollywood como Sonny, sobre cuyas hazañ as de playboy habí a leí do en la revista Calling Bangalore. El destino, sin embargo, le habí a escrito un guió n distinto y, despué s de varios desastres econó micos, Vinod se habí a encontrado, a su edad, regentando un estudio de fotografí a en la carretera del aeropuerto. Las bodas eran su especialidad, y fue mientras estaba rodando un ví deo de la boda de un sobrino de Sonny cuando este se lo llevó a la sombra de unas buganvillas y le contó su plan.

A la semana siguiente Sonny subió con estré pito las escaleras del estudio de Vinod y le puso una carpeta en la mano. Ya tení a todo el plan de rodaje del ví deo.

—Abrimos con la intemporal belleza de nuestro paí s. —Sonny señ aló un pó ster que habí a en la pared—. Un plano del Taj Mahal al atardecer.

—A lo mejor el atardecer no es una buena idea… —dijo Vinod.

—¿ Por qué? Ah, ¿ porque es como si uno se muere…? —preguntó Sonny encogié ndose de hombros—. Vale, colega: entonces al amanecer. Alguna mú sica tradicional hindú sonando por detrá s…

—Demasiado extrañ o… —dijo Vinod.

—… y luego un recorrido por los lugares turí sticos de Bangalore.

—¿ Qué lugares turí sticos?

—¡ Pues el palacio de Tipu, muchacho! ¡ Cubbon Park y nuestro esplé ndido jardí n botá nico! Hay un montó n de cosas que ver aquí, para el turista inteligente. Si te parece bien, concé ntrate en los motivos del Imperio britá nico: la torre del reloj, la estatua de la reina Victoria… Mi lema será: «Siempre habrá un pequeñ o rinconcito que recuerde a Inglaterra».

En el exterior, el trá fico era ensordecedor en su camino hacia el aeropuerto. Debido a un corte de luz el aire acondicionado no funcionaba, así que Vinod habí a tenido la mala idea de abrir la ventana. El estudio apestaba a humos contaminantes y habí a que gritar para hacerse entender por encima del ruido.

Vinod tení a que admitirlo: su vida habí a sido un fracaso. La conciencia de esa verdad se habí a ido acercando paulatinamente, pero solo ahora, al cumplir la cincuentena, habí a podido expresarlo con palabras. Su creatividad habí a quedado destruida por mil bodas y sus aburridas exigencias. Cualquier intento de dar salida a alguna licencia artí stica —un corte hacia un gato callejero o un montaje de una secuencia de baile— solo recibí a incomprensió n y, en una ocasió n, una negativa a pagarle la factura. Vinod tambié n tení a que cargar con una mujer irritable y unos hijos vagos y despreciables. Resultaba un tormento ser el notario de las alegrí as de otra gente cuando é l mismo tení a tan poca cosa que celebrar. De modo que su pulso se aceleró ante la perspectiva de aquel trabajo, a pesar de las tiraní as mandonas de Sonny y su insistencia en que la secció n dedicada al bullicio del centro de Bangalore incluyera imá genes de las empresas pertenecientes a sus socios en otros negocios.

—¿ Kiddy Korner? ¿ El centro comercial de los niñ os? —preguntó Vinod—. Pero a esa gente, ¿ no se le ha pasado ya la é poca de tener hijos?

—¿ Y no pueden tener nietos?

—¿ Cortinas Galore? —se extrañ ó Vinod—. ¿ Para qué van a comprar cortinas? ¿ No hay cortinas en las habitaciones de su hotel?

Sonny dijo que bah-bah-bah. Encendido con su fervor empresarial, todo lo creí a posible. Poseí a una participació n en la tienda de telas Surinama Silk House.

—Un sari siempre proporciona una elegancia intemporal, sobre todo a las señ oras de cierta edad.

—Pero si son inglesas… —dijo Vinod—. No van a empezar ahora a vestir saris.

—No te pongas asquerosamente negativo —le cortó Sonny—. Ah, mira, eso me ha dado una idea. ¡ Desfiles de moda! Me concentraré en los entretenimientos. ¡ Una vez que esté n viviendo aquí, nuestros clientes tendrá n dinero a espuertas! Se llama «la libra esterlina con canas». O «la libra esterlina blanca».

De repente, Vinod comenzó a disfrutarlo. La mayorí a de los trabajos eran una sencilla cuestió n de embutir a todos los familiares en el encuadre y asegurarse de que la joyerí a estaba a la vista. Hací a mucho tiempo que no disfrutaba de un trabajo creativo.

La filmació n en Dunroamin incluirí a una toma general acompañ ada por un rollo de Sonny vendiendo la residencia.

—Y mú sica inglesa —dijo Vinod—. Las Variaciones Enigma de Edward Elgar es justo lo que necesitamos. Tengo el CD en mi casa.

—Una panorá mica en movimiento del jardí n —propuso Sonny—. Los á rboles, las flores, la tranquilidad. Un colibrí chupando né ctar.

—¿ Quié n va a hacer la pelí cula? —dijo Vinod—. Tú dé jame las tomas a mí.

Sonny era inasequible al desaliento.

—Y un bufet en el comedor, amigo. Platos de arroz, biryanis, y pasteles de crema.

«Nacer, crecer, reproducirse y morir», pensó Vinod. Cuando era joven habí a querido hacer documentales de naturaleza. Tení as que captar esos cuatro elementos esenciales, o, si no, los espectadores desconectaban. En este caso, las dos ú ltimas cuestiones resultaban inapropiadas. Pero la cuestió n de la comida resultaba esencial. Despué s de todo, cuando uno es viejo eso es lo ú nico para lo que vives.

Sonny caminaba a grandes zancadas de un lado a otro, por delante de la tela para fondos. Vinod confió en que no le diera por pisotear los pliegues. Una vez, añ os atrá s, Vinod habí a sentado a sus hijos allí, con sus uniformes escolares, y les habí a hecho las fotos. Subidos a las sillas, habí an irradiado esperanza en el futuro. Veinte añ os despué s, allí estaba é l; nada habí a cambiado, excepto que era má s viejo, sus hijos lo habí an abandonado y el trá fico habí a aumentado hasta convertirse en un estruendo insoportable.

—Y no te olvides del mé dico —dijo Sonny. Vinod volvió a prestar atenció n—. Es de primera divisió n. Yo mismo he estado en su casa para una consulta. Hazle una toma en su clí nica.

El doctor Sajit Rama dirigí a una clí nica para enfermedades de transmisió n sexual. Al dí a siguiente Vinod cargó su equipo en un rickshaw y le dio al conductor la direcció n de Elphinstone Chambers.

La sala de espera apestaba al tabaco barato bidi. Habí a una hilera de hombres sentados allí, mirá ndose los pies. «Yo en realidad no estoy aquí », decí an con su lenguaje corporal. Vinod reconoció al hombre que vendí a CD en la calle, a la salida de las oficinas de Air India. ¿ Un placer pasajero lo habí a conducido allí?, se preguntó Vinod. ¿ Valí a la pena el precio que habí a que pagar?

Se le hizo pasar al consultorio del doctor. El doctor Rama se adelantó desde detrá s de la mesa y le dio la mano a Vinod.

—Los amigos de Sonny son mis amigos. —Era un hombre agraciado, con una hermosa cabellera—. Para ser totalmente sinceros, yo no soy geriatra.

—Y yo no soy Alfred Hitchcock —dijo Vinod—, pero de algo tenemos que vivir, ¿ no le parece?

Instaló su cá mara. La idea era filmar una consulta. Como era una clí nica gonorreica, filmarí a una secuencia muda. Vinod habí a pensado grabar sesenta segundos del doctor escuchando a un paciente, y poner mú sica por encima.

Colocó al mé dico delante del diploma enmarcado que colgaba de la pared. El hombre era injustamente agraciado; con aspecto de estrella de cine, de hecho. Vinod se representó a las damas inglesas fingiendo todo tipo de achaques y dolencias solo para poder ir a visitarlo. Se pirrarí an por aquel tí o.

«¿ Quié n cuidará de mí cuando sea viejo? », se preguntó Vinod. Desde luego, sus hijos no, eso seguro. Era vergonzoso có mo se habí an portado con é l. ¿ Es que no tení an ningú n sentido de la responsabilidad familiar? ¿ O del respeto?

La enfermera hizo pasar a un paciente. Era un hombre delgado, de aire esquivo. Se sentó en el borde de la silla y se alisó el pelo con la mano.

—A ver entonces cuá l es ese problemilla… —sugirió el doctor Rama.

—He tenido un encuentro por mi cuenta… —dijo el hombre. Miró a la cá mara.

—Le aseguro que esto es confidencial —dijo el mé dico—. Mi amigo está rodando por otros motivos completamente distintos.

—Solo me ha ocurrido esa vez, señ or doctor —dijo el paciente. El mé dico asintió comprensivo. Todos decí an lo mismo—. Y ahora estoy penando por ello. —El hombre se encendió uno de aquellos cigarros baratos. Su mano temblaba—. ¡ Por favor, no quiero que mi mujer se entere de esto! ¡ Me echarí a de casa!

—Pase detrá s del biombo, señ or —dijo el doctor Rama—, y bá jese los pantalones.

Antañ o Vinod habí a disfrutado de los placeres de la carne. Durante añ os habí a estado visitando a Chula, una jovencita encantadora que trabajaba en un local cerca del mercado Gandhi. Incluso su propia esposa habí a mostrado algú n entusiasmo durante los primeros añ os, antes de que empezara a confabular con sus hijos y a despreciarlo como a un fracasado.

Un quejido lastimero se oyó detrá s del biombo. Mientras Vinod guardaba la cá mara, pensó: «Ya me siento acabado y solo tengo cincuenta añ os. ¿ Có mo se sentirá uno con setenta? ¿ Y con ochenta? ». La ú nica respuesta era soportar aquella existencia, intentar hacer el bien —mira, é l estaba ayudando a su amigo, y por un precio ridí culo—, y rezar para que en la pró xima vida las cosas fueran mejor. Irí a al templo aquella misma tarde y harí a una ofrenda, una puja; aquello nunca fallaba, y siempre lo animaba un poco.

 


 4

Por el sendero del bien condú cenos a la dicha final,
 oh, llama divina, tú, Dios, que conoces todos los caminos.

ISA UPANISHAD

 

A finales de agosto ya estaba todo preparado. Dunroamin habí a cerrado para hacer el cambio de negocio y se habí a colocado un cartel nuevo: DUNROAMIN - HOTEL PRIVADO - SOLO RESIDENTES. Las tarifas se habí an fijado: y eran notablemente bajas comparadas con sus equivalentes britá nicos. Con Sonny haciendo restallar el lá tigo, la fuerza laboral del hotel, que tendí a naturalmente al aletargamiento, habí a sido espoleada para que entrara en acció n: las habitaciones estaban listas, el vestí bulo de la entrada se habí a repintado totalmente y se habí a instalado una rampa para las sillas de ruedas. Se habí a organizado toda la burocracia de los visados y se habí an negociado precios reducidos a travé s de Blenheim Travel, la agencia de viajes donde trabajaba Pauline. Tal y como decí a el folleto que se imprimió, India era un paí s de contrastes. Aunque resultaba desconcertante y frustrante, empantanado por la burocracia y la corrupció n, tambié n era un lugar en el que, si uno contactaba con la persona adecuada, las cosas se solucionaban de una forma má gica. Eso era lo que afirmaba Sonny. «Te acostumbrará s enseguida, querida —le dijo a Pauline por telé fono—. No se dice “untar”, sino “agradecer”».

Y, hasta ese momento, los dos primos no se habí an peleado. Hasta que emprendieron aquella aventura, apenas se habí an tratado. Separados desde la infancia, el mé dico tiquismiquis y el impetuoso emprendedor habí an tenido muy poco en comú n hasta el momento. Habí a habido algú n quí tame allá esas pajas con el nombre de la empresa: en opinió n de Sonny, el nombre de «Ravison» le conferí a a su primo demasiado peso… cuando, despué s de todo, ¿ quié n estaba llevando el mayor peso de la operació n? Pero «Sonnyrav» sonaba muy burdo y tení a que admitir que su verdadero nombre, Sunil, no sonaba bien en ninguna combinació n. Aparte de esto, ambos estaban unidos en su objetivo comú n.

En la casa de Dulwich, sin embargo, las tensiones iban en aumento. Ravi se habí a convertido en un obsesivo. Se encerraba en su estudio —una estancia de la que ya habí a sido expulsado Norman— y pasaba las noches encorvado frente al ordenador. Habí a adelgazado aú n má s, si es que esto era posible, y habí a un brillo maní aco en su mirada. Y habí a empezado a proferir algunas palabras poco frecuentes en su vocabulario —‘priorizar’, ‘mí nimo aceptable’—. En todo caso, Pauline sospechaba que «el mí nimo aceptable» no era parte de su nuevo vocabulario comercial, sino una forma odiosa de llamar a su padre.

Por supuesto las cosas eran difí ciles, teniendo al viejo en la casa. De hecho, tras un largo verano las cosas llegaron a un punto crí tico. Por supuesto, la propia Pauline tení a sentimientos encontrados sobre su padre. Pero preferí a dejarlo pasar.

—¿ Por qué eres tan agradable con tus pacientes —le preguntó a Ravi—, y te portas tan mal con é l?

—Son trabajo.

—Pues imagí nate que tambié n es un paciente.

—No lo es —dijo Ravi—. Es un viejo asqueroso, egoí sta y bruto.

—¡ No digas eso!

—Tú tambié n lo dices.

—Pero yo soy su hija —dijo Pauline mirá ndolo—. Para ti es muy fá cil ser un buen hijo, como tus padres viven en la India…

—Exactamente. Por eso es por lo que tu padre deberí a irse para allá.

Norman se negó a irse.

—Está is intentando libraros de mí —gimoteó —. He estado viajando toda mi vida. ¿ Acaso un tipo como yo no merece algú n descanso? —Se le humedecieron los ojos—. Tengo setenta y seis añ os, muchacho. Lo ú nico que quiero es acabar mis dí as cerca de mi ú nica hija.

—Pero si ella está trabajando todo el dí a —dijo Ravi—. Piensa en el buen tiempo y en la gente que conocerá s…

—No te preocupes. No duraré mucho —dijo Norman—. Entonces ya no te crearé ningú n problema.

«Bobadas —pensó Ravi—, nos enterrará s a nosotros dos. A este paso, seguro que será así ». Ravi sintió que le faltaba el aliento. Probablemente un principio de enfisema, como consecuencia de su estado de fumador pasivo.

—Ademá s, si en la India todo es tan jodidamente maravilloso —dijo Norman—, ¿ por qué te fuiste de allí?

—Porque los servicios mé dicos son mejores aquí.

—¡ Ah! —Norman resopló con una carcajada—. ¡ Menudo gol en propia puerta!

—Querí a decir eran —dijo Ravi—. Todo ha mejorado tanto allí que está irreconocible.

Pauline miró a su marido. Su padre conseguí a sacar lo peor de Ravi; se convertí a en un hombre má s remilgado, má s engreí do. Tení a la sospecha de que Ravi estaba empezando a encontrarla menos atractiva ú ltimamente. Algunas veces la miraba de un modo raro, escudriñ ando su cara, fijando la mirada en su barbilla.

De repente, Pauline se dio cuenta: «Mi matrimonio está en juego». Vio a Ravi caminando hacia la puerta de otra casa, sentá ndose en un silló n extrañ o. Lo vio perfectamente claro. En cuestió n de meses encontrarí a a otra mujer; estaba má s necesitado de lo que parecí a. Dejó el folleto en la rodilla de su padre.

—É chale otro vistazo, papá. Yo iré en avió n contigo y te dejaré bien instalado. —Le sonrió —. Será s nuestro pionero.

—Ni loco —dijo Norman—. Lo que quieres decir es que me tendré que buscar la vida yo solo.

—¡ Por supuesto que no! Apenas hemos empezado a anunciarlo y tenemos ya un montó n de llamadas. —Dos, en realidad, pero ya era un comienzo—. Y luego yo iré y te visitaré un montó n de veces. Mira —señ aló una parte del folleto—. Tenemos un paquete para familiares. Pueden combinarlo con una semana en la playa, Bangalore está solo a doscientos kiló metros de Kerala. Y Goa tampoco está lejos. Toby y Eunice pasan todos los inviernos en Goa… ¿ Te acuerdas de ellos? Eran tus antiguos vecinos…

—Claro que me acuerdo. No estoy completamente gagá, ¿ sabes?

—Y no hay ningú n problema con el idioma —dijo Ravi—. Allí todo el mundo habla inglé s; al fin y al cabo, vosotros gobernabais aquello. Descubrirá s que todaví a se respeta mucho todo lo britá nico…, los buenos modales de antañ o.

Los ojos de Norman se entrecerraron.

—Vale ya de darme coba. Enviadme a algú n sitio de aquí, de Inglaterra, y me iré sin chistar…

—No te aceptan en ninguna parte…

—¡ Pues no me voy a largar a la India! Eso me matarí a. Si esta operació n no me mata antes.

El lunes hubo que ingresar a Norman en el hospital de St Jude para operarlo de pró stata. Ravi ya no podí a soportar má s el olor en el bañ o, ni la alfombrilla llena de gotitas de orina. Habí a hecho algunas llamadas de telé fono y coló a su suegro en las listas de espera. Ademá s, aquello sacarí a a aquel hombre de casa durante un par de dí as.

Ravi lo llevó en coche el lunes por la mañ ana. Sentado a su lado, Norman estaba extrañ amente silencioso. Por un instante, Ravi casi lo sintió por el pobre desgraciado.

—Es una cosa rutinaria —dijo—. No hay nada que temer.

—Ahora que estamos solos… —dijo Norman en voz baja—. De hombre a hombre…

—Todo saldrá bien.

—Mi viejo amigo… —Norman suspiró profundamente—. Entre tú y yo, ya no es lo que era. Otro clavo en el ataú d y todo eso, ya sabes…

—Nada va a cambiar, salvo que eyaculará s má s en el interior que hacia fuera.

—¿ Có mo dices?

—El semen regresará al saco vascular. Pero podrá s tener erecciones, como siempre. —Ravi dijo aquello con amargura, porque acababa de recibir la factura de telé fono: prueba de que el viejo cabró n habí a estado aprovechá ndose de su ordenador.

Fue aquella conversació n lo que le dio a Ravi una idea.

A la hora de comer cogió el ascensor para subir a la unidad genitourinaria. Tení a un voraz deseo de que Norman firmara su ingreso en Dunroamin… no solo por las razones obvias, sino como un presagio para el futuro. Si Norman iba, otros lo seguirí an. Por detrá s de su exterior racional, Ravi tení a una vena supersticiosa, profunda y regresiva. En la antigua India, en otra vida, puede que hubiera tenido má s relació n con los dioses: una visita al templo en un dí a favorable, un presente de dulces…

Aquí recurrió a la intervenció n humana. Fue a la oficina y buscó a su colega especialista, Amir Hussain.

Norman no tení a nada contra los indios per se. Su hija se habí a casado con uno, por el amor de Dios, aunque en ese caso su horror inicial habí a sido sustituido por cierto alivio cuando supo que Ravi era má s britá nico que los britá nicos.

No, é l era un tí o de mentalidad abierta. En sus viajes se habí a topado con un montó n de indios. En Africa dirigí an el cotarro: tiendas, negocios, trabajaban duro, querí an prosperar. Y lo mismo pasaba en Inglaterra, claro: desde las tiendas esquineras de los pakis a las grandes empresas, los indios estaban por todas partes, como un sarpullido. Nadie podí a acusarlo de ser un intolerante.

Sin embargo, el alma se le cayó a los pies cuando el mé dico especialista entró en la sala. Nada personal, desde luego. Solo era que en tiempos de crisis, especialmente en crisis de aquella naturaleza, resultaba tranquilizador ver una cara blanca.

El colega se sentó en su cama. Vení a acompañ ado de una enfermera muy mona, probablemente filipina.

—¿ Alguna pregunta, señ or Purse? —le preguntó el especialista. La identificació n decí a «Amir Hussain».

—Nadie me dijo lo del asunto de la eyaculació n. Un poco raro, ¿ no? —Norman le hizo una mueca a la enfermera—. No sabré si me estoy yendo o viniendo.

—Ja. Me alegro de que tenga sentido del humor. —El especialista le dijo a la enfermera que se largara y bajó la voz—: En Bangalore, de donde soy yo, a esta operació n la llaman «La Gran Rejuvenecedora».

—¿ Bangalore, dice?

El mé dico asintió.

—De hecho, muchos hombres piden que se les haga esta operació n antes de que realmente la necesiten. El efecto sobre las mujeres es muy poderoso. —El doctor Hussain le guiñ ó el ojo—. ¿ Sabe lo que le quiero decir? Los hombres se las tienen que quitar de encima, Dios mí o, son muy populares, les van como moscas a la miel. El hecho de que se evite el riesgo de embarazo es una experiencia muy liberadora para la mujer, y las mujeres de Bangalore son las má s voluptuosas de la India.



  

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