Хелпикс

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 SEGUNDA PARTE 1 страница



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Meditemos en la Luz Divina que habita en nosotros, y que ella desvanezca toda Ignorancia y Oscuridad.

Mantra gayatri

 

Ravi no habí a visto a su primo Sonny desde hací a añ os. Una de las razones era que viví a en Bangalore; habí an crecido separados por má s de seis mil kiló metros. Ademá s, no tení an nada en comú n. Cuando se encontraron, se observaron uno al otro con incomprensió n recí proca. Pero Sonny iba a pasar en Londres un par de dí as, de paso hacia no se sabí a dó nde, y no habí a ningú n otro miembro de la familia disponible para ir a recoger no sé qué historia que habí a llevado.

Habí an acordado que se encontrarí an en el vestí bulo del hotel Royal Thistle, en Bayswater. Ravi localizó a su primo inmediatamente: un hombre corpulento, en mangas de camisa, caminando de un lado a otro y dando voces por el mó vil. El tipo habí a engordado en abundancia. Resultaba difí cil imaginar que antañ o habí a sido un ligó n, y que se pasaba las noches moviendo el culo en el Lotus Room, del hotel Oberoi, en Bangalore, en compañ í a de unas coristas de Bollywood. Mientras hablaba, le chasqueó los dedos a un camarero.

—¡ Bacardi con Coca-Cola, y mucho hielo!

Ravi se sintió abatido. Sonny era un chanchullero, un negociante incansable. Ravi habí a olvidado hasta qué punto eso resultaba agotador para una persona que se encontraba en un cierto estado de fragilidad. Deseó irse a casa.

Sonny se giró.

—¡ Ravi, viejo amigo! —Luego le ladró algo a su mó vil y colgó —. ¡ Ven aquí! Tienes un aspecto terrible, pobre hombre… ¿ Trabajando demasiado, como siempre?

—No…

—No sé có mo lo aguantas, te está n saliendo canas. Deberí as probar una historia que utilizo yo, el tinte Tru-Tone, ya te daré un frasco, te sentirá s como un tí o nuevo.

Sonny chasqueó de nuevo los dedos y pidió para Ravi algo de beber.

—Y tú deberí as perder algo de peso —dijo Ravi—. Te está s buscando problemas para el futuro.

—Vale, vale, tí o… —La cara de su primo brillaba con el sudor; siempre habí a sido un tí o sudoroso.

—Vigila tu corazó n.

Sonny se dio unos golpecitos en el pecho.

—Suena como un tambor. —Levantó con gran esfuerzo una bolsa y la tiró a los pies de Ravi. Poní a «Surinama Silk House»—. Mangos, para ti y para tu señ ora esposa. Los compré en la granja de Lalit… ¿ Te acuerdas de Lalit, el primo de tu tí o? Los mejores mangos de Karnataka.

Ravi miró a dos hombres que cruzaban el vestí bulo del hotel. Cogieron las llaves en recepció n. De repente, la idea de registrarse en un hotel y gozar de una habitació n limpia y vací a le resultó tan seductora que estuvo a punto de desmayarse de gusto.

—Vuelo a Frankfurt mañ ana —dijo Sonny—. ¿ Conoces Meyer Systems? Se está n relocalizando en Bangalore, en nuestro propio Silicon Valley… Esos frikis informá ticos saben lo que quieren, todos quieren una parte del pastel. No reconocerí as el sitio, macho, ¿ sabes la cantidad de programas que estamos exportando? Tenemos las conexiones ví a saté lite, los conocimientos té cnicos… —Contaba lo que tení an con los dedos—. Motorola, Texas Instruments… El mundo es un pañ uelo, amigo mí o…

A Ravi le palpitaban las sienes. En el exterior, una ambulancia pasó a toda velocidad, con los aullidos de la sirena a todo volumen. Aquel dí a habí a fracasado a la hora de revivir a un paciente con paro cardí aco. Un ataque de asma, un joven con dos gemelos recié n nacidos.

Llegaron las bebidas. Sonny aú n seguí a diciendo bobadas. Ravi tomó un sorbo de su zumo de naranja y volvió a dejar el vaso.

—Sonny… —dijo—. Estoy pasando una mala é poca.

El hecho de que, entre todas las personas del mundo, hubiera decidido confiarle eso a su primo, un tipo que en absoluto estaba interesado en nadie má s que en sí mismo, casi le cogió por sorpresa. Sin embargo, una vez que empezó, las palabras brotaron como un torrente.

—El padre de Pauline ha venido a vivir con nosotros, no podemos librarnos de é l, y me voy a volver loco. La semana pasada prendió fuego a la cocina. Estaba hirviendo sus asquerosos y viejos pañ uelos en mi cazuela Le Creuset, y a punto estuvo de quemarse toda la casa. No te imaginas lo asqueroso que es. El bañ o lleno de meados, problemas de pró stata, lo pone todo perdido, no hace má s que farfullar cuando estoy intentando concentrarme en algo, hace espantosos ruidos con la boca a propó sito, cuenta los chistes má s deleznables, se tira pedos, eructa… —La voz de Ravi se elevó —. Se cuela el té en el matamoscas, no mueve un dedo para ayudar, va dejando migas de galletas por todas partes, no puedo soportarlo, no puedo dormir, Pauline y yo estamos peleá ndonos todo el tiempo, y tarde o temprano voy a tener que largarme, no puedo soportarlo má s, creo que voy a sufrir una crisis nerviosa…

Ravi se detuvo para coger aire. Pensó: «Hace falta estar desesperado, contarle todo esto a este burro tragabacardí s, un pobre desgraciado al que apenas conozco. Y ni siquiera me cae bien».

—Dios bendito… —dijo Sonny, resoplando.

Al volver a casa en coche, Ravi se sintió vulnerable. Solo podí a culparse a sí mismo. Aquello, claro, solo empeoraba las cosas.

Ravi era un hombre muy reservado. «Toe, toe, ¿ hay alguien ahí? », solí a preguntarle Pauline. Despué s del aborto, Ravi nunca habí a hablado de su dolor. Eso ocurrió veinte añ os atrá s; el niñ o, si hubiera vivido, serí a ya un adulto. Durante los añ os de los hippies y el Flower Power nunca se habí a desmelenado, siempre estaba ocupado estudiando. Las confidencias le incomodaban; era como dejar que alguien deshiciera su maleta y sacara a relucir los calzoncillos.

Ahora lo habí a soltado todo de buenas a primeras y la historia correrí a como la pó lvora por toda la familia. Su tí a Preethy, en Chowdri Road, en Delhi, telefonearí a a su hermana, su madre, que en ese momento estaba visitando a su hermano en Toronto («El mundo es un pañ uelo, amigo mí o»). Ya estarí an discutiendo sus problemas, meneando la cabeza con gestos de lá stima, susurrando a sus nietos que apagaran la tele…

Ravi aparcó el coche en la calle, frente a su casa, y se quedó allí sentado, en la oscuridad. Habí a traicionado a su mujer y, por mucho que lo odiara, tambié n habí a traicionado al viejo. En té rminos generales se consideraba un hombre í ntegro. Si Norman estuviera tendido en una cama de hospital, é l serí a todo compasió n. Por otra parte, el trabajo era fá cil. Era espantosa, agotadoramente complejo, pero sencillo.

Ravi levantó la mirada para ver la casa. Era deprimente aquella reticencia a entrar en su propia casa. La ventana del piso superior estaba empañ ada. Pauline debí a de estar dá ndose un bañ o. En el piso de abajo, para qué decirlo, Norman ni siquiera habí a echado las cortinas. El saló n estaba a la vista de toda la calle.

Ninguna de las lá mparas estaba encendida, solo la bombilla del techo que derramaba un deprimente resplandor, como el de un quiró fano, por la estancia. Norman, el cuco en nido ajeno, estaba allí sentado, en medio de un halo de humo de tabaco, viendo la tele.

Ravi se animó a entrar. Habí a tomado una decisió n: llamarí a a Sonny y le dirí a que no le contara nada a su madre sobre la conversació n que habí an tenido aquella noche. La puerta del saló n estaba entornada; divisó un par de pantorrillas venosas con zapatillas de andar por casa. Pasó por allí de puntillas, y dejó la bolsa de mangos en la cocina. Aú n olí a a quemado allí.

Con el aire furtivo de un quinceañ ero, Ravi subió a hurtadillas las escaleras. Incluso su estudio apestaba; estaba seguro de que Norman se masturbaba allí. El dormitorio era su ú nico refugio.

Ravi se sentó en la cama. Hotel Royal Thistle. No se sabí a el nú mero. La guí a de telé fonos estaba abajo, en el saló n.

«Lo odio —pensó Ravi—. ¿ Por qué, simplemente, no se pierde discretamente esta noche? ¿ Por qué simplemente no podemos dejar que se ocupe de é l la comunidad, como hacemos con los esquizofré nicos y los psicó patas? ¿ Por qué no podemos dejarlo vagabundear por las calles de Londres, y que robe las bragas de las señ oras colgadas en las cuerdas de tender? Puede que lo arrestaran por comportamiento indecente. ¿ Por qué el viejo no sabe cuá ndo parar sus mierdas y estarse quieto? “Espero morirme antes de llegar a viejo”. ¿ Quié n cantaba aquello? ¿ The Kinks? ¿ Por qué no desperdiciarí a mi juventud? ».

Ravi se inclinó para coger el auricular y marcar el telé fono de informació n. Y cuando iba a cogerlo, sonó el telé fono.

Era la voz de Sonny, temblando de emoció n.

—Escucha, tí o —dijo—. He tenido una idea de la hostia.

El trabajo de Pauline como agente de viajes habí a dado forma a su teorí a acerca del amor. Lo desconocido es lo que dispara la atracció n sexual. Un destino desconocido acelera el pulso. Incluso la anticipació n de esto conseguí a excitar a sus clientes, que la miraban con ojos brillantes mientras ella descargaba las caracterí sticas del hotel en su ordenador. Ella los imaginaba adentrá ndose en una ciudad desconocida, tan atentos como zorros olisqueando el aire.

En el transcurso de una semana, en todo caso, los sentidos se debilitaban y las rutinas se restablecí an. («¿ Por qué no hay uvas? Ayer sí que habí a»); lo que habí a sido emocionante se tornaba vulgar. («Oh, no… má s ruinas…»). Ella lo habí a experimentado por sí misma, muy a menudo. Era una versió n acelerada de la excitació n amorosa, que se tornaba mortecina con la vida domé stica.

De hecho, Ravi era el domesticado. Era é l quien segaba el jardí n y hací a la mayorí a de las comidas, era su modo de desconectar del trabajo. Le gustaban las cosas de una determinada manera: luces suaves, servilletas de verdad, un sentido de la elegancia que se habí a puesto a prueba violentamente en las ú ltimas semanas. Cualquier indicio de sofisticació n, Pauline lo habí a aprendido de é l. Si hubiera dependido de ella, habrí a sido tan desastrada como su padre.

El problema era que Ravi habí a dejado de sorprenderla. Sin duda aquello era recí proco, aunque é l era demasiado educado como para decirlo. La playa en la que antañ o habí a corrido, dando gritos de alegrí a, se habí a convertido en medio metro de arena. No era que se aburriera exactamente; Ravi era un hombre inteligente y su belleza todaví a tení a el poder de dejarla ató nita: un cará cter un poco quisquilloso, y encanecimiento del pelo. Era simplemente que, en un largo matrimonio, era difí cil mantener una mentalidad permanentemente festiva.

Ravi no era un aventurero. Pauline lo atribuí a a su trabajo. En el trabajo Ravi tení a que vé rselas con las ví ctimas de la casualidad y su aleatoria brutalidad. Muchos añ os atrá s habí a intentado acercarse a é l leyendo libros sobre el hinduismo. «Así que todo es predestinació n, ¿ no? —habí a preguntado Pauline—. Si alguien va a ser atropellado por un camió n, es por su karma». Ravi la habí a mirado, confuso, como si estuviera hablando en una lengua extrañ a. El no era un indio-indio en absoluto. Era mé dico.

De ahí su asombro la noche siguiente. Pauline fue directamente del trabajo al restaurante. Aquello la hizo sentirse incó moda, no pasar primero por casa; su padre, como un perro, no deberí a quedarse en casa solo todo el dí a. Pero Ravi se puso pesado —a las siete y media, y puntual— y las cosas estaban tirantes entre ellos; se sintió obligada a obedecer.

Sonny se encontraba junto a un burbujeante acuario. Estaba hablando por su telé fono mó vil. Llevaba la camisa muy tensa en el pecho. («Todos los botones tienen que cumplir su funció n», le habrí a dicho su madre). Algunos pelos negros se salí an por los resquicios.

—¡ Sié ntate, sié ntate…! —le dijo, dando palmaditas en una silla.

Ravi estaba leyendo un fax. Levantó la mirada brevemente y sonrió a su mujer como si ella fuera la camarera. ¿ Qué pasaba? Los dos se habí an desprendido de sus corbatas, y habí a un aire de confabulació n entre ellos. Habí a má s papeles sobre la mesa, sujetos con un salero. Los bordes se levantaban y se agitaban con el aire del ventilador que habí a en el techo.

Sonny apagó su telé fono.

—Es mi contable —dijo—. Un tí o de primera.

—¿ Te acuerdas de Sonny, mi primo? —dijo Ravi—. Os conocisteis en la boda de Samina.

Pauline asintió.

—Unos mangos muy ricos. Gracias.

Sonny hizo un gesto de desinteré s con la mano.

—Esta noche, Pauline, será una noche memorable. Tu marido y yo estamos cocinando un plan. —Miró a Ravi—. ¿ Quié n empieza?

Ravi abrió la boca para hablar, pero Sonny se inclinó sobre la mesa.

—Tengo una propuesta de negocio —dijo, cogié ndole la mano a Pauline—. Un montó n de pasta y grandes beneficios para la humanidad. Hasta ahí suena bien, ¿ eh? Ravi es un buen tí o, é l y yo, los dos, vamos a ser socios.

Pauline miró a su marido.

—Pero si tú no sabes nada de negocios…

—Escucha a Sonny, cariñ o. Es una idea cojonuda.

¿ Cojonuda? Ravi nunca decí a «cojonuda».

—Estoy hablando del negocio de los viejos —dijo Sonny—. En mi paí s cuidamos de nuestros mayores y nuestros ancestros… ¿ Sabes có mo se llama nuestro plan de pensiones? ¡ Se llama «la familia»! Aquí, en Inglaterra, ¿ qué pasa con ellos? No hay nadie que cuide de los pobres viejos vagabundos, sus familias está n desperdigadas por aquí y por allá. La gente como tú, ¿ qué hace por sus ancianos papas y sus mamá sl.

—Yo cuido de mi padre —contestó Pauline.

—¿ De dó nde sale el dinero para ocuparse de ellos? —preguntó Sonny—. Vuestro Sistema Nacional de Salud está en la quiebra por la presió n…

—Si lo sabré yo… —murmuró Ravi.

—… como esa pobre señ ora, Muriel, que la he visto yo en la BBC Internacional, ahí tirada en una camilla, abandonada como si fuera basura…

—Eso es porque ella no quiso que… —empezó a decir Pauline.

—Esa no es la cuestió n… —dijo Ravi—. Ya sé que era una vieja bruja racista. La cuestió n es que nos enfrentamos a un enorme incremento del nú mero de ancianos…

—¿ Y cuá l es su futuro? —interrumpió Sonny—. ¡ La pobreza! La gente cada vez vive má s, querida, y no hay dinero para cuidarlos.

—Tú y yo no tardaremos en enfrentarnos a esa situació n —dijo Ravi.

—¡ Aú n falta mucho! —protestó Pauline. No le gustaba que la sermonearan. Y no era tan vieja.

—¡ La bomba de relojerí a de las pensiones! —Sonny extendió sus manos—. Es un desastre de proporciones é picas, querida, ya está ocurriendo y cada vez va a ser peor. Primero ha sido vuestra aseguradora Equitable Life, luego será n las otras, mutua tras mutua está n cerrando el grifo de los planes de pensiones con el ú ltimo salario…

—… los bajos intereses y la caí da de la bolsa… —murmuró Ravi.

—¡ … todo ese dinero que tanto os ha costado ganar se está desvaneciendo en el aire! —Sonny chasqueó los dedos—. Y añ o tras añ o la cosa está empeorando cada vez má s.

Junto a ellos, un camarero carraspeó.

—¿ Ya está n listos para pedir, señ or?

—¡ No! —ladró Sonny.

—¡ Hay que hacer algo! —Los ojos de Ravi estaban vidriosos; tení a una mirada nerviosa que Pauline nunca le habí a visto antes. Sintió una sorprendente pulsió n de deseo. Detrá s de su marido los peces nadaban de un lado para otro, muy animados en sus asuntos particulares.

—He estado todo el dí a colgado del telé fono —dijo Sonny—. Ahora mismo deberí a estar en Frankfurt, pero he aplazado el viaje. Estas ideas geniales solo se le ocurren a uno una vez en la vida: ¡ es un momento eureka!

—Vamos a montar una residencia de ancianos —dijo Ravi.

—¡ Una cadena de residencias de ancianos!

—Poco a poco, poco a poco… —dijo Ravi.

—Vale, vale… —Sonny se inclinó hacia Pauline—. El bueno de tu marido y yo vamos a montar un asilo de ancianos.

—En la India —dijo Ravi.

Entonces, Pauline se percató de que uno de los peces habí a muerto; flotaba en la superficie, zarandeado por las burbujas de la bomba de oxigenació n.

Verdaderamente Ravi era un hombre nuevo. No sorprendió solo a su mujer, sino a sí mismo. El plan era tan audaz que parecí a como un chute de adrenalina. Su habitual precaució n habí a desaparecido, pues el plan, bien pensado, resultaba enorme y maravillosamente ló gico. Solo una persona con visió n podrí a haberlo visto. Sonny habí a reconocido aquella habilidad en Ravi y lo habí a elegido.

Ravi salió por la puerta lateral para tomar un poco el aire. Las colillas de los cigarros emponzoñ aban la acera. La basura se habí a acumulado en las alcantarillas: el chupete sucio de un crí o, un guante de exploració n arrugado… La subcontrata de mantenimiento habí a quebrado y el hospital de St Jude no tení a fondos para contratar otra.

Condiciones tercermundistas, pensó Ravi. Les daré condiciones tercermundistas. Como decí a Sonny: «Si no podemos llevar a Mahoma a la montañ a, traeremos la montañ a a Mahoma».

Todo tení a sentido, un sentido tan asombrosamente obvio que se sorprendí a de que nadie má s hubiera pensado en ello. A lo mejor sí lo habí an pensado. Tal vez, en ese mismo momento, se estaban construyendo residencias de ancianos en paí ses en desarrollo. Sol, mano de obra barata y eficiente, bajos costes. Los viejos podrí an estar atendidos por un precio ridí culo, lo cual liberarí a a los servicios sociales de una carga tremenda. El y Sonny constituirí an una empresa y negociarí an con las autoridades locales. Sonny ya le tení a echado el ojo a un edificio, una casa de hué spedes ruinosa cerca de su oficina, en Bangalore.

—No está muy lejos —dijo—. Mí rame, Stuttgart un dí a, Houston, el siguiente, los tí os se suben a un avió n como se suben a un carromato hindú, ¡ está chupado! —Chasqueó los dedos—. Ahora somos viajeros globales, muchacho, vuelos baratos a Dios sabe dó nde, Maldivas, Seychelles, nuestro hermoso estado de Kerala, má s barato que ese puto tren de Connex que va a Worthing y probablemente má s rá pido tambié n, yo mismo estuve allí el lunes y perdí todo el jodido dí a. ¿ Quié n quiere estar metido en una asquerosa habitacioncilla oliendo a repollo? ¿ Quié n va a querer irse pudriendo en la lluviosa y sucia Inglaterra cuando podrí an estar sentados bajo una palmera, bronceá ndose las arrugas y enjuagando sus dentaduras postizas en un agradable zumo de mango? ¿ Qué harí as , eh?

—La verdad, me quedarí a aquí —dijo Ravi, que odiaba la India.

Pero é l no tení a que ir; é l serí a el corresponsal londinense de la operació n, utilizando sus contactos mé dicos, colaborando con el sector de las residencias de ancianos. Sonny estaba en lo cierto; en la actualidad incluso los ancianos son viajeros sofisticados, visitan a sus nietos en Johannesburgo y juegan al golf en Florida. Y ahí era donde entraba Pauline: la agencia de viajes Blenheim Travel, donde ella trabajaba, podí a fijar unas tarifas low-cost para viajar a Bangalore. Sonny, que ya estaba de regreso en el subcontinente, ya habí a empezado a trabajar en ese tema.

—El gerifalte de Air India es un colega mí o. Una vez que nos hayamos instalado y estemos funcionando, pondremos vuelos especiales, descuentos para familiares, paquetes turí sticos… Apú ntate esto, primo, estará n mucho má s contentos de venir a Bangalore que al puto Worthing un jueves lluvioso por la tarde. —Al otro lado de la lí nea telefó nica, su voz crepitaba de emoció n—. El añ o que viene vamos a tener un montó n de clientes muy satisfechos.

—No son clientes, Sonny. Son personas.

—Ah, Ravi, tí o, eres un tiquismiquis…

Ya de vuelta en casa, Pauline parecí a un poco dubitativa respecto a todo aquel negocio.

—Es un riesgo tremendo. ¿ De dó nde vais a sacar el dinero?

—Sonny está buscando financiació n.

—¿ Te fias de é l?

—Por supuesto —dijo Ravi—. Es un pez gordo en Bangalore, está siempre metido en todas las salsas.

—¿ Qué tipo de salsas?

Su mujer lo poní a enfermo con esos supuestos malentendidos. No era tí pico de Pauline ser tan reacia y poco animosa.

—Nunca conseguiré is que vaya la gente —dijo Pauline—. Quiero decir, una cosa es un paí s cá lido… pero la India… Piensa en las enfermedades.

—No todos viven en chozas de barro, ¿ sabes? —Ravi sintió un extrañ o ataque de patriotismo—. Si hubieras estado, lo sabrí as.

—Pero si tú mismo no has vuelto por allí má s que un par de veces.

—Eso es porque no me gusta —contestó é l.

—Bueno, puede que a los demá s tampoco.

—En ese caso, pueden volver a casa —replicó Ravi—. No es una condena perpetua. Pueden ir durante el invierno y ver si les conviene.

—A la gente mayor le gusta lo que conocen.

—¿ Y qué conocen del mundo en el que viven ahora? Inglaterra es un paí s extrañ o para la mayorí a de ellos en la actualidad, es aterrador, es desconcertante…

—… y lleno de negros.

Ravi la miró con aspereza. ¿ Le estaba vacilando?

—Bueno, en ese caso se sentirá n como en casa.

Touché . Estaban tumbados en la cama, susurrando. Los ronquidos de Norman se oí an a travé s de la pared.

—Yo sé por qué quieres hacer esto —musitó Pauline.

—¿ Por qué?

—Porque así puedes librarte de mi padre —y se dio la vuelta, llevá ndose todo el edredó n—. Quieres mandarlo allí, ¿ no?

 


 3

Como Brahma, no vas a ser querido.

No esté s apenado por el olvido de lo pasado.

SWAMI PURNA

 

El Dunroamin, en Brigade Road, era una espaciosa casona construida en 1865 por un comerciante ambulante llamado Henry Fowler. Habí a conseguido hacerse un hueco en el comercio del algodó n, tení a una amplia familia y, tal y como sugerí a el nombre de la residencia, encontró en la India un hogar tan agradable como si fuera su propio hogar. Efectivamente, Dunroamin era un lugar encantador, con un porche corrido por tres de sus lados y un jardí n sombrí o con á rboles de flores rojas que llaman flamboyanes. Uno se podí a imaginar las fiestas y los té s al aire libre con sombrillas que debieron de celebrarse allí. En aquellos dí as Bangalore era una ciudad que albergaba una guarnició n militar, y favorecida por los britá nicos, gracias a su clima benigno, contaba con amplias calles y parques. La ciudad vieja, con su laberinto de bazares, estuvo ocupada con frecuencia; los ingleses viví an en las avenidas arboladas del recinto militar, de Cunningham Street y Defence Lines. Lo llamaban la Ciudad Jardí n; sus só lidos edificios Victorianos le conferí an un aire de permanencia y autoridad, aunque sus propietarios, al estar construidos con materiales má s frá giles, acabaron por morirse y fueron enterrados en el cementerio de la iglesia anglicana de St Patrick.

Fowler murió, sus herederos murieron, el caseró n fue ocupado durante un tiempo por el inspector de Canales, y luego unas monjas lo utilizaron como escuela de primaria. Tras la independencia y la partida de los britá nicos fue convertido en una casa de hué spedes y así se habí a mantenido desde entonces. En los añ os sesenta se añ adió un edificio anejo; con el paso de los añ os se instaló el aire acondicionado en algunas de las habitaciones má s caras, y se añ adieron bañ os particulares, con una fontanerí a peculiar. Pero durante muchos añ os habí a permanecido inalterado: veinte habitaciones con colchas de flores y un mobiliario desigual, pintado en color crema. Habí a un saló n atiborrado de sillones de cretona y una só lida librerí a de teca llena de novelas baratas que habí an dejado allí antiguos clientes; habí a un gran comedor oscuro. Como en muchos lugares de ese estilo, el mobiliario parecí a demasiado recargado o demasiado pobre para las habitaciones, y parecí a como si los objetos se hubieran puesto allí de modo temporal, hasta que se pudiera encontrar algo mejor. Habí a un aire de somnolencia en todo el caseró n: relojes que no dejaban de hacer tictac, chirriantes ventiladores de techo y el lejano traqueteo de las cazuelas que llegaba desde la cocina. Fuera, en el jardí n, los periquitos parloteaban en el aviario y los parterres estaban adornados con claveles de la India[1] y rosas, realmente podí as estar en los barrios residenciales y floridos de Tunbridge Wells, en Kent.

«Un pequeñ o rinconcito de Inglaterra —escribió Sonny—. Un oasis con el pintoresco encanto de antañ o, en medio del bullicioso y moderno Bangalore». Estaba redactando el guió n para el ví deo promocional.

El hotel Dunroamin Retirement combina la tranquilidad de antañ o con la moderna emoció n de las compras y las visitas turí sticas. Disfrute del entorno de una é poca olvidada con los avances de la vida moderna: todas las habitaciones, tanto las de lujo como las está ndar, está n equipadas con telé fono personal y televisió n Star. La cocina de primera clase ofrece especialidades tanto britá nicas como de la India septentrional. ¡ Vengay dese un capricho! ¡ Usted se lo merece!

Ciertamente, Dunroamin era un oasis. Alrededor de la casona habí a crecido una nueva ciudad. Los precios de las casas se habí an disparado. Uno tras otro, todos los palacetes antiguos habí an sido demolidos y reemplazados por bloques de oficinas. A lo largo de los ú ltimos veinte añ os, con el advenimiento de la revolució n tecnoló gica, las empresas habí an hecho su agosto. La antigua Ciudad Jardí n se habí a transformado en la Ciudad Empresarial y Dunroamin habí a perdido todos sus clientes en favor de los grandes y nuevos hoteles que se levantaban a lo largo de Brigade Road: el Oberoi, el Taj Balmoral, el Ramanashree Comfort Inn. Estos hoteles ofrecí an centros de convenciones y salas de reuniones; ofrecí an servicio de habitaciones las veinticuatro horas del dí a y gimnasios donde los ejecutivos sudaban sus curris. De ningú n modo el Dunroamin hubiera sido capaz de competir con eso. Aunque contaba con una pequeñ a clientela de viajeros econó micos, ninguno se quedaba mucho tiempo, pues, a pesar de las palabras de Sonny, Bangalore tení a poco que ofrecer al turista y principalmente los viajeros utilizaban la ciudad a modo de escala, en route hacia algú n otro lugar: Mysore o, para los má s aventureros, las ruinas de la ciudad de Hampi. Incluso en estos casos, la mayorí a de los turistas contaban con un paquete que les permití a quedarse en uno de esos hoteles de cinco estrellas.



  

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