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 PRIMERA PARTE



 PRIMERA PARTE

 


 1

La verdad os hará libres.

SWAMI PURNA

 

Muriel Donnelly, una señ ora mayor que ya pasaba de los setenta, fue abandonada en el cubí culo de un hospital durante cuarenta y ocho horas. Se habí a caí do en Peckham High Street e ingresó con cortes, magulladuras y una posible conmoció n cerebral. Estuvo dos dí as en urgencias, desatendida, con la sangre secá ndose en la ropa.

Salí a en primera plana. «¡ Dos dí as! », vociferaban los tabloides. Dos dí as en una camilla, vieja, abandonada, sola. El St Jude fue asediado por los periodistas, que abordaron a las enfermeras y gritaban por los mó viles… ¿ Es que no sabí an que eso estaba prohibido? Las fotos mostraban la cabeza encanecida de la mujer, medio descolgada y con los ojos amoratados. Una heroica pensionista: ¿ para eso habí a sobrevivido a los bombardeos alemanes? Su imagen recorrió en breves horas todo el paí s: Muriel Donnelly, la ú ltima ví ctima del Sistema Nacional de Salud, el ú ltimo y conmovedor ejemplo que demostraba que el sistema de salud britá nico, uno de los mejores del mundo, se estaba desintegrando como consecuencia de los recortes presupuestarios, de la escasez de personal y de la quiebra moral del paí s.

En el Daily Mail apareció un artí culo desesperado, estilo «¿ Por qué, Dios mí o, por qué? », y en el hospital se ordenó una investigació n interna. Se entrevistó al doctor Ravi Kapoor. Parecí a agotado, pero muy amable. Dijo que la señ ora Donnelly habí a recibido la atenció n adecuada y que estaba en lista de espera para ocupar una cama. No mencionó que matarí a por poder dormir una hora. No mencionó que desde el cierre de las urgencias del hospital vecino, el suyo, St Jude, tení a que vé rselas con el doble de borrachos, casos de sobredosis y ví ctimas de violencia gratuita, y tampoco dijo que el hospital de St Jude no tardarí a en cerrarse porque el solar, en el centro de Lewisham, se habí a considerado demasiado valioso como para dedicarlo a los enfermos, y que el consorcio privado que lo regentaba habí a vendido el terreno a la cadena Safeways, que estaba pensando levantar allí unos grandes almacenes.

Exhausto, Ravi regresó con el coche a su casa en Dulwich. Al avanzar por el camino de la entrada, se detuvo para inspirar profundamente. Eran las siete de la tarde; en algú n lugar habí a un pá jaro cantando. Junto al sendero, los narcisos se habí an marchitado, convirtié ndose en papel tisú. La primavera habí a venido y se habí a largado sin que é l se diera cuenta.

En la cocina, Pauline estaba leyendo el Evening Standard. La historia de la anciana abandonada habí a estallado sin remedio: se revelaban nuevos casos, y los indignados familiares contaban los pormenores.

Ravi abrió un cartó n de zumo de manzana.

—La verdad es que no mencioné la verdadera razó n por la que no atendimos a esa vieja bruja.

Pauline le tendió un vaso.

—¿ Por qué?

—No querí a que la tocaran los negros.

Pauline estalló en carcajadas. En otro momento —en otra vida, le pareció — Ravi tambié n se habrí a reí do. Pero ahora ese mundo le resultaba inalcanzable: era como una tierra de promisió n en la que, descansado y recuperado, podrí a tener la energí a para encontrar las cosas divertidas.

En el piso superior se oyó la cisterna del bañ o.

—¿ Quié n está ahí arriba? —preguntó Ravi levantando la mirada.

Se produjo un silencio.

—Iba a decí rtelo ahora… —dijo Pauline.

—¿ Quié n es?

Se oyeron pisadas por encima de sus cabezas.

—No se quedará mucho tiempo, de verdad, esta vez no… —farfulló Pauline—. Le he dicho que tiene que comportarse…

—¿ Quié n es?

Lo sabí a, desde luego.

Pauline lo miró a los ojos.

—Es mi padre.

Ravi era un hombre compasivo. Era mé dico; curaba a los enfermos, consolaba a los tullidos. Aquellos que habí an sufrido un accidente, o violencias, o incluso automutilaciones, encontraban en é l a una persona que les proporcionaba consuelo y amabilidad. Vendaba las heridas de aquellos que viví an en el fango, apestosos y apestados; les restañ aba las heridas. No se rechazaba a nadie, nunca. Cumplir con el trabajo, desde luego, requerí a cierto distanciamiento. Durante mucho tiempo habí a desarrollado una especie de empatia soná mbula. Los cuerpos eran problemas que habí a que resolver. Para curarlos tení a que violarlos mediante el procedimiento de invadir su privacidad, hurgando en su interior con sus há biles dedos. Aquellas gentes llegaban aterrorizadas. Estaban absolutamente solas, porque la enfermedad es el lugar má s solitario del mundo.

El trabajo lo vacunaba frente a un mundo que le entregaba a sus heridos, con las puertas abrié ndose entre gemidos, y los poní a abatidos en sus manos. En el trabajo quedaba en suspenso la vida a la que regresarí a al concluir su turno. Una vez en casa, en fin, se desprendí a con una ducha de aquel olor a hospital y se convertí a en una persona normal. Voluble, quisquilloso, amante de la mú sica coral y de los juegos de ordenador, bastante comprensivo, pero un tanto apá tico. Por supuesto, era compasivo, pero ni má s ni menos que cualquier otra persona. Despué s de todo, el juramento hipocrá tico no tiene por qué aplicarse en el territorio domé stico. Y menos aú n con un viejo cabró n y asqueroso como Norman.

Apenas habí a transcurrido una semana y Ravi ya querí a asesinar a su suegro. Norman era un ingeniero de caminos y puentes jubilado, un pelmazo monumental y un hombre de costumbres repulsivas. Lo habí an expulsado de la ú ltima residencia en la que habí a estado por meterle mano a una enfermera por debajo de la falda. «Conducta sexual inapropiada», lo llamaron, aunque Ravi no se podí a imaginar cuá l podrí a ser una conducta apropiada, tratá ndose de Norman. Su anecdotario amoroso, como un bucle de mú sica de ascensor, se repetí a con monó tona regularidad. Ravi ya habí a escuchado, dos veces esa semana, la ané cdota de cuando cogió una gonorrea en Bulawayo. Al ser mé dico, Norman compartí a con Ravi algunos recuerdos má s subidos de tono, para los que utilizaba un susurro enronquecido.

—Dame una viagra, colega —decí a, cuando Pauline salí a del saló n—. Apuesto a que las tienes ahí arriba.

¡ El tí o se cortaba las uñ as de los pies en el comedor! Unos espantosos fragmentos de mejillones amarillentos. A Ravi jamá s le habí a caí do bien y el paso del tiempo solo habí a convertido aquel sentimiento en odio hacia el viejo cabró n de corbata militar falsa y pantalones llenos de lamparones. Implacablemente egoí sta, Norman habí a ignorado a su hija toda su vida; diez añ os antes, en fin, un cá ncer de pá ncreas habí a librado de un largo sufrimiento a su mujer y é l se habí a aprovechado de Pauline. Una vez, durante un safari en Kenia, Ravi habí a visto a un facó quero abrié ndose paso hasta una charca, apartando a empujones a todos los animales que encontraba en su camino. Por alguna razó n, retuvo una imagen muy viva de su culo embarrado.

—No creo que pueda soportarlo mucho tiempo —susurró. Dadas las circunstancias, Pauline y é l tení an que hablar a hurtadillas, como crios. A pesar de su decrepitud general, el oí do de Norman seguí a siendo sorprendentemente agudo.

—Hago todo lo que puedo, Ravi… Mañ ana le buscaré un sitio, pero es difí cil encontrar alguno que lo acepte. Se corre la voz, ya sabes…

—¿ No podemos enviarlo a algú n lugar lejos…?

—Sí, pero ¿ adonde? —preguntó Pauline.

—A algú n sitio lejos, muy muy lejos…

—Ravi, no seas desagradable. Es mi padre.

Ravi miró a su mujer. Cambiaba cuando su padre andaba por allí. Se tornaba má s dó cil; de hecho, se poní a beatí fica, la tí pica hija desesperada por que los dos hombres de su vida se llevaran bien. Se reí a de un modo estridente con los espantosos chistes de su padre, con la intenció n de que Ravi se uniera a la fiesta. Habí a una falsa artificiosidad en todo aquello.

Aú n peor: con su padre en la casa, se habí a dado cuenta de las similitudes entre ambos. Pauline tení a la mandí bula cuadrada y robusta de su padre, y los mismos ojillos pequeñ os. En é l adquirí an un matiz porcino, pero cualquiera podí a constatar el parecido.

Norman se habí a quedado con ellos varias veces a lo largo del añ o anterior… Siempre que lo expulsaban de algú n asilo, en realidad. Las estancias se alargaban a medida que resultaba cada vez má s difí cil encontrar residencias que no hubieran oí do hablar de é l. «Ese hombre es un peligro —dijo el director de la ú ltima—, es como si hubiera salido directamente de un capí tulo de Benny Hill. Hemos perdido a una chica encantadora de Nueva Escocia».

—Lo que pasa es que le dan miedo las mujeres —dijo Ravi—. Por eso las anda acosando todo el rato.

Pauline lo miró.

—Al menos le da miedo algo.

Se hizo un silencio. Estaban preparando la comida del domingo. Ravi abrió la puerta del horno y sacó la bandeja de asar.

—Estoy muy cansado.

Era verdad. Siempre estaba cansado. Necesitaba tiempo para recuperarse, para recobrarse. Necesitaba dormir durante toda una noche. Necesitaba tumbarse en el sofá y escuchar el Ré quiem de Mozart. Solo entonces podrí a volver a ser un marido…, incluso un ser humano.

Con su padre en casa, el hogar se hací a muy pequeñ o. Los mú sculos de Ravi se encontraban en un estado de tensió n permanente. Siempre que entraba en una estancia, allí estaba Norman. Justo cuando empezaba la Lacrimosa, aparecí a é l, con el transistor colgando de una cuerda alrededor del cuello, farfullando la retransmisió n de un partido de cricket en Sri Lanka.

—Utiliza mi ordenador.

—No cambies de tema —dijo Pauline.

La casa apestaba al tabaco de Norman. Cuando lo obligaban a salir fuera, el patio quedaba hecho una porquerí a con colillas, como la entrada de pacientes no hospitalizados en St Jude.

—Se descarga pornografí a.

Cuando Ravi entraba en su estudio, la silla estaba apartada de la mesa, parecí a que habí an asaltado la habitació n. Las colillas flotaban en el plato bajo la maceta del helecho culantrillo.

Pauline rasgó un paquete de judí as. Ambos sabí an de lo que estaban hablando.

—Lo siento. —Ravi le acarició el pelo—. Me gustarí a, de verdad… Es solo que las paredes son tan delgadas…

Era verdad. Por la noche, cuando estaban tumbados en la cama, Ravi casi podí a sentir al padre de Pauline a muy pocas pulgadas de allí, tumbado en la pocilga en que habí a convertido la que antañ o fuera la habitació n de invitados.

—Pero si é l está dormido… —dijo Pauline.

—Sí, ya lo oigo, y demasiado claramente.

—Es increí ble —contestó ella—. Jamá s he sabido de nadie que pueda roncar y tirarse pedos al mismo tiempo.

Ravi se echó a reí r. De repente se sentí an como dos conspiradores. Pauline puso las judí as en la encimera y se volvió hacia su marido. Ravi la rodeó con los brazos y la besó …, la besó de verdad, por vez primera despué s de muchas semanas. Ella abrió la boca, buscando la lengua de su marido, y é l sintió una sacudida elé ctrica.

Ravi empujó a su esposa contra la cocina. Ella estaba ardiendo tras el ejercicio culinario. Metió la mano por su sudoroso escote, por debajo de su blusa y por debajo de su delantal de carnicero. Sintió sus pechos. Ella cerró las piernas.

—Cariñ o… —dijo Ravi. Ella apretó su cuerpo contra el de su marido. É l deslizó su mano por su espalda para protegerla de los picaportes de los armarios.

—Vamos arriba… —susurró Pauline.

Se oyó un ruido. Ambos se giraron. Norman entró subié ndose la cremallera de los pantalones.

—Acabo de plantar un pino monumental. Debieron de ser esos garbanzos de la otra noche. —Norman se frotó las manos—. Qué bien huele por aquí …

Norman Purse era un hombre muy vital. Ningú n problema en ese negociado. Su trabajo, construir puentes, lo habí a llevado a muchos lugares del mundo: Malaisia, Nigeria… Habí a visitado los antros de Bangkok e Ibadan, y estaba orgulloso de su don de lenguas; podí a decir «Ensé ñ ame el conejo» en seis idiomas africanos. Oh, sí, sus habilidades sexuales eran prodigiosas…

Su mujer, Rosemary, nunca habí a dicho esta boca es mí a. Habí a sido una chica bonita, de preciosas pantorrillas torneadas, un verdadero capullito en flor. Ese era el problema: era asquerosamente agradable. Habí a ciertas cosas que un tí o no podí a soportar de una bien educada rosita inglesa. Ademá s, era su mujer. Despué s de unos cuantos añ os, como todas las rosas, se echó a perder. Se habí a convertido en una persona asustadiza, de mediana edad, que le hací a las comidas y zascandileaba por la casa haciendo lo que quiera que hagan las mujeres, sin decir ni pí o. Para ser absolutamente sinceros, la mujer no era la alegrí a de la huerta. La ú nica vez que oyó aquella risita tonta fue detrá s de una puerta cerrada, con su hija Pauline. «¿ Qué es eso tan divertido? », preguntó, abriendo la puerta. Ambas se sobresaltaron como conejos. Luego, cuando se fue, empezaron otra vez. Las mujeres eran unas criaturas muy raras.

Pero hací a ya mucho tiempo que Rosemary habí a muerto y su propia hija se habí a convertido ya en una matrona de mediana edad. Rondarí a los cincuenta, si no recordaba mal. Una de esas chicas con carrera, agente de viajes, incapaz de darle un nieto. Pero una cocinera jodidamente buena, como su madre, mejor que aquella basura de The Beeches. Ravi tambié n podí a improvisar algú n papeo medio decente, decí a que le ayudaba a relajarse. A Norman le gustaba vacilarle a su yerno. «¿ Alguna cosilla para picar? —le preguntaba, deambulando por la cocina y rascá ndose la barriga—. Podrí a zamparme a un indio».

Norman llevaba viviendo con ellos un mes ya y, por supuesto, le resultaba muy có modo. No podí a regresar a su casa, desde luego, porque se habí a quemado. Toda la culpa fue de aquel maldito electricista, menudo chorizo. Le echaron la culpa a Norman, dijeron que debió de quedarse dormido con una colilla entre los dedos, pero eso era mentira y una calumnia. ¿ Qué estaban sugiriendo, que estaba perdiendo la chaveta? Puede que tuviera un poco jodido el corazó n y algú n problema de vez en cuando con las cañ erí as, pero desde luego habí a conservado la sesera, y no como alguna gente de esas abundantes instituciones carcelarias, tambié n conocidas como «residencias», en las cuales habí a estado preso. Absolutamente pirados y tarados, la mayorí a de ellos, los viejos andaban deambulando por allí en camisó n farfullando bobadas para sí mismos. Su hija habí a demostrado que tení a el corazó n como un pedernal, al enviarlo a uno de esos sitios. Los pasillos apestando a desinfectante, los traqueteos de los andadores, las filas de sillas delante de una ventana donde siempre está lloviendo a mares, aquellos espantosos carceleros, incapaces de arreglá rselas con un tí o de verdad, aquellas viejas brujas miserables… Lesbianas, la mayorí a.

Y llamaban a esos sitios residencias. Alguien con sentido del humor habrí a sido. Su residencia era la casa de su hija en Plender Street. Su obligació n era cuidar de su viejo papi. Y no era en absoluto un detalle no correspondido. É l resultaba muy ú til cuidando de la casa cuando ellos estaban trabajando. Estaba todo infestado de ladrones, incluso en Dulwich.

Era una fantá stica y soleada mañ ana de mayo. Norman llenó con agua una cazuela, echó un poco de Fairy y metió sus pañ uelos dentro a hervir. Estaba de buen humor. Se habí a hecho una paja matutina, habí a descargado las tripas y habí a desatascado absolutamente las ví as nasales. Y entre una cosa y otra, habí a agotado su reserva de pañ uelos. Se habí a metido un abundante desayuno —unos All Bran y tres rebanadas de pan tostado con mermelada tradicional Cooper’s, y esa mierda de mantequilla baja en colesterol que le compraba Pauline—. El transistor que le colgaba alrededor del cuello —se lo colgaba así para poder tener las manos libres— farfullaba las noticias matutinas. «La bomba de relojerí a de las pensiones —decí an— provocará un desastre inminente». El agua comenzó a hervir; una espumilla grisá cea se reunió en la superficie. «A lo largo de los pró ximos treinta añ os la població n de ancianos crecerá hasta alcanzar los dos tercios». Norman bajó un poco el gas y salió de casa.

Plender Street era una agradable calle de mansiones victorianas: tranquila; ajardinada; con carteles de vigilancia privada en las ventanas. Ravi se lo habí a montado bien y Pauline tambié n debí a de pillar su buena pasta. Los llaman twinkies: parejas que meten en casa dos sueldos y no sé qué má s bobadas.

Una linda ama de casa vení a empujando un cochecito de niñ o por la acera; Norman se quitó el sombrero cuando la mujer se cruzó con é l. Pareció sorprenderse la mujer; la buena educació n es una cosa bastante rara en la actualidad, desde luego. El se quedó mirá ndola mientras ella apuraba el paso; bonito culo. Probablemente no tendrí a mucho ñ aka-ñ aka, con un crí o dando vueltas por ahí. Silbó alegremente; otra cosa que no se oye en la actualidad, los silbidos. Aquel sitio le vení a genial, era su residencia, por el amor de Dios. Una buena habitació n, a mesa y mantel. No, esta vez no se librarí an de é l. Sabí a que Pauline estaba buscando otra penitenciarí a, lo andaba haciendo en internet, pero no habí a habido suerte hasta el momento.

Norman se lo estaba pasando en grande. Ravi era un tiquismiquis de cuidado; y empeoraba con el paso de los añ os. Norman sabí a exactamente có mo incordiarlo: encendiendo las colillas en el calentador, removiendo la dentadura postiza cuando estaba viendo la tele. Disfrutaba mucho cuando su yerno resoplaba. Solo hasta ahí, no iba má s allá. Norman tení a un sentido de la supervivencia bien desarrollado.

Y el tí o era un gazmoñ o de cuidado. Curioso, eso, teniendo en cuenta que era mé dico y Dios sabe dó nde meterí a las manos. Norman le habí a contado aquel chiste suyo sobre la mujer del ginecó logo: «¿ Qué tal te ha ido el dí a en ese agujero? ». Ni una risilla tonta. Un ratillo antes le habí a pedido que le diera alguna viagra. «Me temo que es imposible», le habí a dicho Ravi. ¡ Menudo santurró n de la porra! Una vez, en un tren, Norman habí a visto a su yerno leyendo el folleto de instrucciones de seguridad. ¡ En un tren! ¡ El folleto de instrucciones de seguridad! Desde luego, é l se habí a ocupado de que Ravi no olvidara aquello jamá s.

Norman empujó la puerta del Casablanca (vinos y comidas). Habí a una camarera morenilla detrá s del mostrador. No la habí a visto nunca por allí.

—Buenos dí as, querida —dijo quitá ndose el sombrero—. ¿ Qué hace una chica tan mona como tú en un lugar como este?

—Mi padre es el dueñ o —contestó.

—Ah. ¿ Y có mo te llamas?

—Sultana.

Norman farfulló:

—¡ Sultana! ¿ Entonces quedamos o qué?

La muchacha lo miró con gesto gé lido. «Oh, vale, vale —pensó Norman—, no importa». Compró su paquete de cigarrillos y dos latas de cerveza Tennants. Sultana estaba escribiendo cualquier cosa en su mó vil, moviendo a toda pastilla sus pulgares. Aun así, podí a verlo. Norman le echó un vistazo despreocupadamente al revistero. Solo por un momento sintió aquella cosa rara: embarazo. No podí a, no con aquella encantadora criatura allí, tan joven e ingenua.

No tení a ninguna razó n para hacerlo, pero caminó calle abajo hasta la calle principal. Eso le llevó sus buenos diez minutos; su espalda le comenzaba a dar guerra. Al final, sin embargo, alcanzó su agradable anonimato, los coches pasando a toda pastilla, y entró en un quiosco de prensa.

—Qué hay —le dijo al hombre que habí a tras el mostrador. Escrutó la estanterí a superior de las revistas. Levantando su bastó n, hizo caer un ejemplar de Nenas asiá ticas. La revista cayó al suelo.

Norman se inclinó para recogerla. Un espasmo sacudió su columna vertebral. Se quedó petrificado. Allí doblado, esperó a que el dolor se le pasara.

—Aquí la tiene, abuelo. —El tí o de la tienda se habí a acercado y le habí a recogido la revista.

—Es para mi yerno —murmuró Norman al suelo—. Es hindú.

—Seguro que sí —se burló el tí o—. Supongo que é l la querrá en una bolsa, ¿ no?

Aferrado a la bolsa, Norman regresó cojeando calle arriba. Una sirena lloriqueó. É l se sobresaltó. Un camió n de bomberos pasó a toda velocidad. De repente, deseó estar ya en casa, có modamente instalado en el sofá. Aquel dí a el mundo parecí a má s hostil que de costumbre: el trá fico, los desaprensivos peatones, el quiosquero con su insolencia. Alguien dejó caer una caja de botellas. Norman volvió a sobresaltarse. Ojalá su hija estuviera en casa, en vez de a mil kiló metros, en una oficina o en algú n sitio así. Le podrí a preparar una taza de té. Podrí a frotarle un poco de gel de ibuprofeno Ibuleve en la espalda y decirle que no era muy viejo, que todo iba bien y que no se iba a morir. Que todo iba a ir bien.

Norman se detuvo, apoyá ndose en su bastó n. De repente se vio como debí an de verlo los demá s. Solo durante un instante, como cuando las nubes se apartan. Luego volvieron a cerrarse de nuevo.

Pensó: «Echo de menos a mi mujer. Ella me entenderí a».

Aquello le sorprendió tanto que no se percató de lo que estaba ocurriendo al final de la calle. Algo pasaba. Parecí a que un camió n de bomberos estaba aparcado a la puerta de la casa de su hija. Un montó n de gente estaba allí mirando.

Norman se acercó cojeando. Se detuvo y miró ató nito. Del 18 de Plender Street salí a una humareda negra por la ventana lateral.

 




  

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