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Jaime Bayly 26 страница



Lourdes estuvo sola el dí a en que nació Soraya, Pilar Luna habí a tenido que viajar por razones de trabajo a Arequipa. Lourdes sintió las contracciones y se dirigió en taxi a la clí nica Ricardo Palma, donde tení a el seguro mé dico de La Prensa, y estuvo dos horas aguantando el dolor porque no habí a nadie que la atendiera, su ginecó logo no contestaba el telé fono, al parecer estaba dormido, eran las tres de la madrugada y tampoco estaba la partera de emergencia, que habí a ido a jugar al bingo má s cercano. Lourdes pensó que darí a a luz en la sala de espera de la clí nica. Al amanecer, la partera llegó embriagada del bingo y la atendió de mala gana, furiosa porque habí a perdido todo su dinero jugando. «No sé por qué carajo la gente má s pobre es la que tiene má s hijos, si despué s no tienen có mo darles un buen futuro», espetó, mirando a Lourdes sin afecto ni compasió n, antes de exigirle en té rminos crispados que pujase tan fuerte como pudiese. Lourdes sintió que esa mujer de modales bruscos y rostro de boxeadora, baja y maciza, de mirada esquinada, no estaba ayudá ndola gentilmente a parir sino arrancá ndole algo, sacá ndoselo a trompicones, a la fuerza. No tení a fuerzas para pujar, solo para rezar, rezaba un padrenuestro y un avemarí a y de nuevo un padrenuestro y otro avemarí a, hasta que la partera, de apellido Rotondo, así decí a una minú scula placa de bronce adherida a su pecho, perdió la paciencia, interrumpió sus rezos y le dijo «¡ Cá llese la boca, carajo, que Dios no existe y en este hospital las ví rgenes tampoco! ». Lourdes creyó que se desmayarí a cuando la partera tiró fuertemente de la cabeza de la bebé, la sacó cubierta de un lí quido resinoso y blancuzco, le dio un par de golpes en la espalda para que llorase, cortó el cordó n umbilical y anunció «Es una niñ a». Luego añ adió «Es la niñ a má s fea que he visto en mis ocho añ os como partera». Lourdes vio a su hija, la acomodó en su pecho, le dio unas palmadas para que dejase de llorar y dijo «Es igualita a su papá ». La partera preguntó, curiosa, «¿ Y quié n es su papá? ». Lourdes la miró con tristeza y le dijo «No está habido». La partera chasqueó la lengua, frunció los labios y dijo «Claro, lo de siempre, por eso estamos como estamos».

Lourdes y su hija pasaron tres noches en la clí nica Ricardo Palma, nadie las fue a visitar. Lourdes no quiso llamar a su amigo Archibaldo Salgado, el director de La Prensa, para darle la noticia, temí a que é l pudiese llamar a sus padres en Piura, a don Lucas y doñ a Lucrecia, y ponerlos al tanto de que eran abuelos. Cuando salió de la clí nica, se dirigió a la municipalidad de San Borja y procedió a inscribir a su hija en los registros pú blicos: la llamó Soraya, Soraya Albina, y no dudó en que sus apellidos fueran Tudela Osorio, y declaró como padre ausente a Alcides Tudela, natural de Chimbote, residente en San Francisco, Estados Unidos. Pero, aunque lo quiso alejar de ella en esos papeles burocrá ticos, siguió pensando en é l, echá ndolo de menos, fantaseando con que algú n dí a Tudela la perdonara y mostrara curiosidad e ilusió n por conocer a su hija Soraya. Por eso, cuando la bebé cumplió tres meses, Lourdes, sin decirle nada a su amiga Pilar Luna, hizo algo que le parecí a osado, imprudente, pero al mismo tiempo un acto de amor que le nací a en las entrañ as: llamó a la Universidad Alas y Buen Viento, averiguó la direcció n del profesor Alcides Tudela y fue a darle una sorpresa, un domingo por la mañ ana, cargando en brazos a su hija Soraya, de tres meses y una semana, llevando un á lbum de fotos que habí a preparado para é l. Antes de tocar el timbre, estuvo a punto de dar vuelta y alejarse, asustada, pero pidió fuerzas a Dios, llamó a la puerta y esperó con aplomo, rezando, contemplando a su hija, que cada dí a le parecí a má s bonita. Grande fue su sorpresa cuando una señ ora rubia, sin maquillaje, de ojos saltones y complexió n delgada, vestida de negro, sin zapatos, fumando un cigarrillo, le abrió la puerta y la miró con extrañ eza. «Buenos dí as», dijo Lourdes. «Vengo a ver a Alcides Tudela, si fuera tan amable», musitó, con voz dé bil, intimidada por esa mujer de mirada severa, abrasadora. «¿ Qué quieres? », preguntó ella. Lourdes no supo qué hacer, qué decir. «Quiero presentarle a la bebita, que ya tiene tres meses y una semana», dijo, mostrando con orgullo a Soraya, que estaba dormida, envuelta en una manta blanca. «¿ Alcides te conoce? », preguntó la mujer, con aire desconfiado. «Sí, claro», dijo Lourdes, sonriendo. «Soy Lourdes Osorio, soy su amiga. » La mujer la miró como si no le creyera. «¿ Y qué quieres? ¿ Vienes a pedir plata para darle leche a tu hija? » «No, no, señ ora», contestó Lourdes, pensando que esa mujer rubicunda, huesuda, malhumorada, serí a una de las muchas amantes que seguramente tení a el profesor Alcides Tudela. «No vengo a pedir plata, qué ocurrencia. » «¿ Entonces qué mierda quieres? », le espetó la mujer. Lourdes se sintió agraviada, y respondió desafiante, sin dejarse intimidar: «Que Alcides conozca a su hija Soraya». La mujer le dijo «Mira, chola atrevida, Alcides está casado conmigo, yo soy su esposa, Elsa Kohl, y la ú nica hija que tiene Alcides es nuestra Chantilly, o sea que puedes irte a la puta madre que te parió ». Luego tiró la puerta y fue a pedirle explicaciones a Tudela, que en ese momento dormí a, en estado de ebriedad. En el taxi de regreso a su departamento de San Borja, Lourdes Osorio pensó El lunes me subo al autobú s y viajo a Piura y les presento a Sorayita a mis papá s. Y ese mismo dí a voy donde abogado y le pongo juicio al sinvergü enza de Alcides. No me voy a dejar humillar de esta manera, no hay derecho. Esta niñ a es un á ngel y merece tener un padre.

Juan Balaguer bajó al bar del Alvear, se sentó en el silló n de la esquina, tomó una copa de champá n, observó en silencio a los turistas, los parroquianos, los camareros jó venes, infatigables, y luego salió a caminar. Ya era de noche. No supo adó nde ir, avanzó sin rumbo, terminó vagando por el cementerio, que aú n no habí a cerrado. Los muertos está n mejor que uno, pensó, mirando esa ré plica en miniatura de una ciudad afantasmada, con sus calles y sus pequeñ as edificaciones en las que habí an sido enterrados los muertos tan queridos, llorados por sus deudos, esos que acaso ahora tambié n estaban muertos.

Los muertos no trabajan, no tienen que pagar cuentas, no se esfuerzan por seguir vivos, por mantener un honor, una reputació n, por esconderse de los demá s cuando el honor y la reputació n han quedado en entredicho, se dijo. Los muertos, con solo morirse, mejoran su reputació n, dan realce a sus virtudes, sacan lustre a las pocas cosas buenas que hicieron, pensó. Pocos son los enemigos de los muertos, oponerse a un muerto no da prestigio, parece una operació n sañ uda, rencorosa, caviló. Nadie sabe bien quié nes son estos muertos ilustres, pero ya nadie los molesta, nadie les espeta conductas innobles, nadie les achaca miserias ciertas o fabuladas, nadie los odia ni les desea que se mueran, porque ya se murieron, y por lo visto eso es lo que conviene, morirse, así cesa la batalla desigual y se impone la tregua, reflexionó. Me da pereza seguir viviendo, se dijo, caminando a paso lento, moroso, inexacto el destino, aciaga la suerte de esa noche. Soy un perdedor, siempre fui un perdedor, esta ha sido la peor derrota de mi vida, se dijo. No quiero que me vean derrotado, destruido, hecho escombros, no quiero lá stima ni consuelo, tampoco quiero exponerme a la venganza de mis enemigos, no debo volver al Perú, debo quedarme aquí, en Buenos Aires, al menos hasta que se me acabe el dinero, concluyó, abatido. Saliendo del cementerio, hizo cá lculos y se dijo que tení a dinero para vivir dos añ os, quizá tres si era muy austero. Luego ya veremos, pensó.

Un poco má s allá, vio una farmacia abierta. Entró, esperó pacientemente su turno, saludó con una venia al hombre vestido con mandil blanco, leyó su apellido, Ferdini, y le dijo:

—Buenas noches, señ or Ferdini.

—Flavio Ferdini, a sus ó rdenes.

Era un hombre mayor, de aire fatigado, con anteojos gruesos, la cabeza calva, reluciente, los ojos todaví a curiosos a pesar del cansancio. No parecí a esperar grandes victorias, ya estaba resignado a que la vida fuese eso mismo, repetir unas costumbres, fatigar unos há bitos, aferrarse a la rutina de la farmacia y los clientes, atender a todos con una sonrisa amable, ser paciente y noble aun los dí as malos. Se habí a pasado media vida en ese establecimiento y era allí donde querí a morir, siempre trabajando, le parecí a que el retiro y la jubilació n eran cosa de haraganes, la gente se enfermaba siempre y habí a que estar atento, al pie del cañ ó n, aconsejando con sabidurí a, recetando de buen talante.

—Necesito unas pastillas para dormir —dijo Balaguer, y lo miró fijamente a los ojos y trató de decirle con la mirada exhausta que necesitaba unos sedantes, que se compadeciera de é l.

—¿ Sabe cuá les? —preguntó Ferdini.

—No lo sé. No tengo prescripció n. Pero he llegado de un viaje largo y me siento fatal. Necesito dormir.

Ferdini se quitó las gafas, lo miró a los ojos, le pareció advertir a un hombre desesperado.

—No puedo venderle medicamentos si no tiene prescripció n.

—Pero deme algo —rogó Balaguer—. No se preocupe, tomaré las pastillas que usted me diga. He llegado de Madrid y necesito descansar, comprenda.

Ferdini sintió compasió n por ese turista desaliñ ado, de mal aspecto.

—Le voy a dar un ansiolí tico —propuso.

Balaguer le agradeció, pagó, dejó una buena propina.

—Con una pastilla basta —advirtió Ferdini.

—Solo tomaré una, no se preocupe —dijo Balaguer.

Luego metió la caja con las pastillas en un bolsillo de su chaqueta y apuró el paso rumbo al hotel.

 


 

 

JAIME BAYLY. Nació en Lima en 1965. Tras ejercer el periodismo, inició su carrera de escritor en 1994 con No se lo digas a nadie. Se han señ alado con justicia las virtudes de su estilo: personajes entrañ ables o afiebrados, diá logos á giles e intensos, excelente manejo de la acció n y, sobre todo, un corrosivo sentido del humor.

En La lluvia del tiempo recrea su trayectoria en la televisió n. Otros libros suyos son Fue ayer y no me acuerdo (1995), Los ú ltimos dí as de La Prensa (1996), La noche es virgen (1997), Yo amo a mi mami (1998), Los amigos que perdí (2000), La mujer de mi hermano (2002), El huracá n lleva tu nombre (2004), Y de repente, un á ngel (2005), El canalla sentimental (2008), El cojo y el loco (2009) y la trilogí a Morirá s mañ ana (2010-2012: El escritor sale a matar, El misterio de Alma Rossi y Escupirá n sobre mi tumba).

 



  

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