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Jaime Bayly 22 страница—Espero la llamada entonces. —Gracias. Y comienzas el lunes con la corresponsalí a. Y no te olvides de decir que Soraya no es hija de Tudela, a la enfermera ya la fumigamos, ya demostramos que es una ladrona. —Me alegra. Eres un capo, Gustavo. —No soy un capo. Simplemente sé jugar el juego. Suerte por la noche. Balaguer colgó, subió el volumen de un programa de canto y se quedó pensando No puedo hacerlo, no debo hacerlo, Gustavo Parker es una sabandija, ya me quemó, no puedo seguir humillá ndome de esta manera, no puedo venderme por un plato de lentejas. Luego se puso de pie, se miró en el espejo y se dio á nimos: No seas tonto, Tudela va a ganar con tu apoyo o sin é l, todaví a está s a tiempo de acomodarte y caer parado, todaví a puedes amistarte con el cholo y quedar bien con Gustavo y a partir del lunes eres corresponsal en Buenos Aires y toda la prensa peruana te va a envidiar. No mezcles tus sentimientos con tus intereses, no seas huevó n, sé frí o, sé cí nico, juega ajedrez, ¿ qué carajo te importan finalmente la niñ a Soraya y su madre? ¿ Ellas te van a mandar plata todos los meses a Buenos Aires? Decide lo que sea mejor para ti y deja de hacerte el campeó n de la moral, no seas tonto. Juan Balaguer y Alcides Tudela se conocieron en los estudios de Canal 5, una noche en que Tudela fue invitado al programa Pulso para comentar el plan econó mico del gobierno de Ferná n Prado y del ministro Mario Ortega. Graduado como economista de la Universidad de San Francisco, casado con Elsa Kohl, padre de la niñ a Chantilly, Tudela habí a fracasado tres veces como empresario en los Estados Unidos: abrió un restaurante que quebró, se endeudó con un banco para comprar una gasolinera y terminó siendo embargado por no pagar las cuotas mensuales y montó un bar cerca de la universidad, que fue cerrado por la policí a al descubrirse que los mozos, todos peruanos, vendí an drogas a los estudiantes y al pú blico en general. Aunque todaví a le quedaba el dinero recaudado para las ví ctimas del terremoto, Tudela perdió confianza en su espí ritu empresarial y, contrariando la opinió n de su esposa y de los Miller, decidió volver al Perú. «Para hacer una carrera polí tica y servir a los má s pobres», le dijo a Elsa, una noche de interminables discusiones. En el Perú tení a un partido polí tico, el Partido del Progreso, y la oferta de un buen amigo de Chimbote, Má ximo Cuculiza, para dar cá tedra en la Universidad Alas y Buen Viento, que Cuculiza habí a fundado en el barrio marginal de San Juan de Lurigancho y contaba ya con tres mil alumnos. «¿ Qué me recomiendas que enseñ e? », le preguntó Tudela a Cuculiza por telé fono, cavilando sobre la posibilidad de regresar al Perú y convertirse en profesor universitario de Alas y Buen Viento. «Lo que te dé la gana. Es mi universidad, acá se hace lo que yo digo», respondió Cuculiza. «Yo soy economista, sé có mo se mueve el dinero. Podrí a enseñ ar Economí a», se ofreció Tudela. «Perfecto, Economí a. ¿ Cuá ndo comienzas? », lo animó Cuculiza. Elsa Kohl se negó a acompañ ar a su marido de regreso al Perú. Ofuscada, se marchó con su hija Chantilly a Parí s, donde consiguió trabajo como secretaria de una agencia de turismo. Tudela anunció a su familia en Chimbote que su esposa lo habí a abandonado, que era alcohó lica y adicta a la heroí na, que se habí a internado en una clí nica de desintoxicació n y que é l volví a al Perú para ejercer la docencia. Así lo dijo en un largo reportaje aparecido en el diario La Tribuna de Chimbote: «Regreso al Perú para dedicarme a la academia. Soy un acadé mico y quiero compartir mis conocimientos y mi sabidurí a con las nuevas generaciones». Con el dinero que le habí a sobrado de la colecta para las ví ctimas del terremoto, compró una pequeñ a casa en Chimbote, pagando solo el diez por ciento, el resto lo pagó con un pré stamo del Banco Popular, a cancelar en quince añ os. Como profesor sufrió algunos desengañ os, pero supo perseverar, no querí a dedicarse a los negocios, ya tení a claro que no eran lo suyo, y que si querí a ser presidente del Perú, debí a comenzar por hacerse famoso. Pero las clases no mejoraban su á nimo, apenas tení a trece alumnos, de los cuales dos bostezaban casi siempre y se quedaban dormidos, y otros dos no se presentaban nunca, con lo cual sentí a que perdí a el tiempo, que su audiencia era minú scula, insignificante. Tengo que salir en televisió n, pensó. Tengo que hacerme famoso en televisió n, concluyó. Por eso obligó a su secretaria en la Universidad Alas y Buen Viento a enviar notas de prensa a Canal 5, dando cuenta de las conferencias que dictaba sobre la marcha de la economí a peruana, pero ninguna de esas notas de prensa fue leí da por Balaguer o por alguien mí nimamente importante en el canal, de modo que Tudela siguió siendo un desconocido, a no ser para sus pocos alumnos y para el dueñ o de la universidad, su amigo Má ximo Cuculiza. Harto de tantos desplantes, ideó una treta que resultó eficaz: vistió su mejor traje, llegó al Centro de Lima, se paró en la puerta del Palacio de Gobierno y se acercó a los periodistas, diciendo que el presidente Ferná n Prado le habí a ofrecido la cartera de Economí a porque é l habí a diseñ ado un plan alternativo al del ministro Ortega: «Un plan para acabar con la recesió n y el desempleo». Nada de eso era verdad, el presidente Prado no sabí a quié n era Tudela, pero la prensa le creyó y al dí a siguiente salió en todas partes que el reputado economista Alcides Tudela, graduado en las mejores universidades de los Estados Unidos, se perfilaba como el seguro remplazante del ministro Mario Ortega. Al leer la noticia, Juan Balaguer ordenó a sus asistentes que llamasen a Tudela y lo invitasen ese lunes al programa Pulso, para que explicara su plan econó mico alternativo. Tudela aceptó encantado, aunque no tení a plan econó mico ni de ninguna otra í ndole. Ya improvisaré algo bonito, pensó. Su presentació n en Pulso fue un é xito: hablando a ratos en españ ol y a ratos en inglé s —de un modo que parecí a casual, no calculado, como si el inglé s se le escapara, como si pensara en inglé s—, dijo que el Perú seguirí a siendo pobre y subdesarrollado si no aplicaba su plan econó mico alternativo. «Le digo al presidente Prado, que seguramente está viendo este programa: “Sí, señ or presidente, acepto ser su ministro de Economí a, estoy listo para servir a mi patria, pero a condició n de que mi plan alternativo no lo toque nadie, tiene que aplicarse con rigor”», anunció con voz engolada. Preguntado por las lí neas generales de su plan econó mico alternativo, explicó que eran cinco: bajar los impuestos, estimular la inversió n extranjera, reducir el dé ficit y la inflació n, modernizar las leyes laborales y suspender el pago de la deuda externa. Balaguer y los panelistas de Pulso quedaron impresionados por la solvencia de Tudela, con su oratoria inflamada, fluida, enfá tica, y con su dominio de las estadí sticas. Terminando el programa, Tudela mostró un voluminoso legajo y dijo, mirando a la cá mara, «Señ or presidente Prado, acá le dejo mi plan econó mico, es suyo, estoy a sus ó rdenes». Dicho mamotreto anillado eran trescientas pá ginas que la secretaria de Tudela habí a fotocopiado de la novela Pantaleó n y las visitadoras, pero nadie advirtió ese detalle, todos le creyeron. Mientras le quitaban los micró fonos al invitado, Balaguer se le acercó y le propuso ir a comer a La Pizzeria, en Miraflores. Aquella noche se hicieron amigos. Comiendo un plato de pasta con salsa de carne, Tudela le dijo «He venido al Perú para ser presidente, soy un cholo terco, no voy a parar hasta ser presidente». Balaguer le preguntó «¿ Y para qué quieres ser presidente? ». Tudela no dudó su respuesta: «Para que todos los peruanos tengan é xito como yo». —Son las diez en punto de la noche y abrimos nuestro noticiero 24 horas con una conversació n telefó nica en directo con el afamado periodista Juan Balaguer, que se encuentra en Buenos Aires. Buenas noches, señ or Balaguer, muchas gracias por atendernos. —Buenas noches, señ or Gó mez, encantado. —Lo extrañ amos los domingos en Panorama. ¿ Cuá ndo vuelve? —Todaví a no, muchas gracias. Y mis felicitaciones a Guido Salinas, que, segú n me cuentan, porque acá no puedo verlo, lo está haciendo muy bien. Enrique Gó mez habí a hecho una carrera en Canal 5 desde muy joven. Era un hombre de confianza de Gustavo Parker, un todoterreno, lo mismo hací a reportajes que narraba un partido de fú tbol o comentaba la visita del Papa a Lima o presentaba las noticias con aplomo, haciendo alguna broma de vez en cuando, generalmente para celebrar la belleza de una mujer o para mostrarse entusiasta sobre el fú tbol peruano. No era un hombre inteligente, no era brillante ni mucho menos, no era particularmente simpá tico, pero tampoco era tonto ni antipá tico, era un hombre promedio, normal, educado, bien ubicado, sabí a estar, sabí a decir lo que la mayorí a esperaba que dijera, tení a una intuició n infalible para acomodarse camaleó nicamente a la opinió n de la mayorí a, y por eso la mayorí a aprobaba su trabajo, porque Gó mez, con su agradable medianí a y esa chatura que no amenazaba a los mediocres, era la prolongació n del televidente tí pico, se vestí a y hablaba y se deshací a en cortesí as melindrosas tal como un televidente promedio hubiera hecho de estar sentado frente a las cá maras y los reflectores. Si habí a algo que Gó mez evitaba por instinto era la controversia, el riesgo, tomar partido, dar una opinió n que pudiera ser minoritaria o desafiar las convenciones sociales. Gustavo Parker sabí a que con Gó mez podí a contar, que Gó mez nunca harí a nada que pusiera en peligro su trabajo, su quincena, su lealtad inamovible con el jefe. —¿ Có mo ve las elecciones del domingo, señ or Balaguer? —preguntó. —Bueno, me parece claro que va a ganar Alcides Tudela. Las encuestas no pueden estar tan equivocadas. —¿ Y considera que el caso Soraya ha afectado polí ticamente al candidato Tudela? ¿ Puede perder la elecció n debido al caso Soraya? —No lo creo. En un primer momento lo afectó, pero luego Tudela lo ha manejado bien y ahora la mayorí a de la gente cree que Soraya no es su hija. —¿ Y usted qué cree? —¿ Sobre Soraya? —se inquietó Balaguer, y sintió que le sudaban las manos, que le temblaban las piernas, tení a que decir lo que Parker le habí a ordenado. —Sí, sobre Soraya—insistió Gó mez, siguiendo las indicaciones de su jefe. —Creo que Soraya es hija de Alcides Tudela. Se hizo un silencio largo, ominoso, y Balaguer sintió que estaba vivo, que no era un miserable, un muerto en vida. —Para mí está clarí simo que Tudela ha mentido en el caso Soraya —continuó —. Está clarí simo que la prueba de ADN es falsa, que no se ha hecho ninguna prueba de ADN. Por eso el doctor Caneló n está escondido y la enfermera Rossini ha denunciado lo que ha denunciado. Y no me importa si ella robó o quiso robar un reloj o varios relojes hace añ os, yo elijo creerle a la enfermera, elijo creerle a Lourdes Osorio, elijo creerle a Soraya. Y que quede bien claro, aunque sea esto lo ú ltimo que diga en este canal, que ha sido siempre mi casa: yo creo que Soraya es hija de Tudela, y moriré creyé ndolo. —No entiendo, señ or Balaguer. Mis fuentes me habí an asegurado que usted apoya a Tudela. ¿ No es así? La voz de Enrique Gó mez parecí a temerosa. No era tonto: sabí a que Balaguer estaba prendié ndose fuego, incinerá ndose, acabando de calcinarse en plena televisió n peruana, y sabí a que Parker estaba viendo la entrevista y montarí a en có lera. Pero tambié n conocí a a Balaguer, por algo le decí an el Niñ o Terrible, tení a fama de caprichoso, engreí do, atrabiliario, de anunciar una cosa y hacer luego otra muy distinta, solo para tener má s sintoní a y fortalecer su imagen de periodista valiente, insobornable. —No, no es así, mi querido Enrique —respondió con aplomo Balaguer—. Creo que Tudela va a ganar pese al escá ndalo de Soraya, creo que es un hecho que va a salir victorioso, pero yo no lo apoyo, no puedo apoyarlo despué s de sus mentiras. —¿ Entonces a quié n apoya, señ or Balaguer? ¿ Por quié n piensa votar este domingo? —No apoyo a nadie. No voy a votar por nadie. Pero que conste que no apoyo a Alcides Tudela. Apoyo a su hija Soraya. —Pero Soraya no es candidata. Por alguien tiene que votar. ¿ Votará por la señ ora Lola Figari? —No, de ninguna manera. Ya le dije: no votaré por nadie, no estoy inscrito para votar acá en Buenos Aires. —¿ Y qué piensa de la candidata Figari? —No me gusta. Es una conservadora. Defiende ideas trasnochadas. Yo soy un liberal. No puedo votar por ella. —Bueno, sí, liberal —dijo con tono burló n Enrique Gó mez—. Ya vimos en el famoso video del hotel Los Delfines lo liberal que es usted, señ or Balaguer. Balaguer improvisó una risa dé bil, falsa, que no sonó convincente. Luego respondió: —Pido disculpas por ese video al pú blico televidente. Pero no soy un santo, no soy un obispo, soy humano, amar es un vicio humano. —¿ Reconoce que ama al moreno del video, señ or Balaguer? Hubo un breve silencio que a Gó mez le resultó eterno. —No lo amo. Pero lo he amado, ha sido una persona muy importante en mi vida y le mando un saludo cariñ oso. Gó mez carraspeó, nervioso, y cambió de tema: —A ver si nos hemos entendido: ¿ entonces no apoya usted al candidato Alcides Tudela? —No, no lo apoyo —respondió Balaguer con firmeza—. Y le pido en nombre de los peruanos de bien que reconozca a su hija Soraya antes de las elecciones del domingo. —Bien, gracias, mucha suerte, señ or Balaguer, ha sido un placer conversar con usted. Buenas noches. —Buenas noches, señ or Gó mez. —Queremos anunciar que, a partir del lunes, el señ or Balaguer enviará sus despachos desde… Perdó n, es una confusió n…, me dicen que debemos… ir a la publicidad —se trabó Gó mez, leyendo sus papeles, escuchando los gritos desde el control maestro a travé s de su auricular—. Vamos a una pausa comercial y ya regresamos con la cobertura má s completa e imparcial sobre las elecciones presidenciales peruanas. Les recordamos que, segú n la ú ltima encuesta de Ipso-Facto, Tudela tiene cuarenta y ocho por ciento de la intenció n de voto y Lola Figari, apenas dieciocho por ciento; parece que la suerte está echada. Vamos a la publicidad. Ya volvemos. Balaguer colgó, se sentó y esperó. No pasó un minuto y el telé fono timbró. Contestó. Era Gustavo Parker: —¡ Te jodiste! ¡ Eres un traidor! —Cá lmate, Gustavo, te va a dar un infarto. Parker ya habí a colgado. Como su primer encuentro con los periodistas a la salida del Palacio de Gobierno habí a resultado un é xito, con gran resonancia en la prensa, Alcides Tudela decidió regresar unos dí as despué s, siempre cargando sus legajos abultados, tantos papeles anillados que por momentos se le resbalaban y parecí a que podí an caé rsele. Antes habí a pasado por la peluquerí a, donde lo habí an maquillado y peinado y donde le habí an recortado las uñ as, y luego se habí a tomado unos tragos en un bar del Centro de Lima, «Para aclarar las ideas», segú n le comentó a su amigo Má ximo Cuculiza, que lo acompañ aba en esa visita sorpresa a la prensa reunida frente al Palacio de Gobierno. Rodeado de cuatro guardaespaldas, todos morenos, má s altos y fornidos que é l, que habí an sido contratados por Cuculiza de la funeraria de Atilio Medina, Tudela declaró a la prensa: «Salgo de hablar una hora y media con el presidente Ferná n Prado, a quien ya me atrevo a calificar como mi amigo. Ha sido una reunió n cordial, provechosa, muy respetuosa. El presidente me ha vuelto a ofrecer la cartera de Economí a para que pueda implementar mi plan econó mico alternativo, que ya se está enseñ ando en las universidades de Harvard y Oxford, y que ha dejado boquiabiertos a los mejores economistas del mundo. Con mucho dolor, con mucha tristeza, anuncio que no acepto el cargo porque el presidente Prado no ha aceptado mis condiciones: darme libertad absoluta para nombrar a todo el gabinete de asesores y comprometerse a que el Fondo Monetario Internacional deje de dictar los lineamientos bá sicos de la polí tica econó mica del Perú ». Tal pronunciamiento provocó gran revuelo entre la prensa. Las radios informativas interrumpieron sus programaciones para poner en antena la voz seria, atribulada de Tudela. Canal 5 abrió el noticiero de aquella noche con la noticia: «Famoso economista Alcides Tudela rechaza cargo de ministro de Economí a». Al ver ese titular escrito en las pantallas de su canal, Gustavo Parker pidió a su secretaria que le arreglara una cita con Tudela. Entretanto, los periodistas no dejaban de hacerle entrevistas. Uno de ellos le preguntó «Ahora que ha declinado ser ministro del presidente Prado, ¿ cuá les son sus ambiciones polí ticas? ». «Ambiciones polí ticas, ninguna», respondió Tudela, tajante. «Yo soy un acadé mico, un hombre de ciencias. Humildemente, voy por el Nobel», dijo, muy serio. «Mis amigos en Estocolmo me dicen que tengo posibilidades», añ adió. «¿ Está voceado para el Premio Nobel? », preguntó otro periodista, sorprendido. «Soy candidato al Premio Nobel de Economí a, y tambié n al de la Paz. Agradezco a mis amigos suecos ambas nominaciones y dedico este honor al pueblo de Chimbote», sentenció Tudela. Al ver las declaraciones de Tudela en el noticiero 24 horas, el presidente Prado preguntó «¿ Quié n es este cholo mitó mano? ». Su ministro Mario Ortega respondió «Nadie sabe de dó nde ha salido. Dicen que es un famoso estafador que opera en San Francisco, dueñ o de un burdel en Chimbote». Alarmado, el presidente Prado insistió: «¿ Y es cierto que tiene un plan econó mico alternativo? ». Ortega repuso: «No lo sé, presidente. ¿ Quiere que averigü e? ». «Sí, Mario, llá melo, reú nase con é l, por favor. » Pero Ortega no quiso dignificar a Tudela con una llamada telefó nica, prefirió llamar a su amigo Gustavo Parker y pedirle que se reuniera con ese curioso e intré pido sujeto, experto en aprovecharse de la buena fe de los periodistas de Lima, y que le preguntase qué querí a, por qué se empeñ aba en repetir sus embauques con cara seria. Gustavo Parker citó a Alcides Tudela en las oficinas de su canal. Apenas lo vio, supo que ese hombre menudo y ambicioso, surgido de los barrios má s pobres de Chimbote, con el paso chueco y la mirada briosa, no estaba bromeando: querí a ser alguien poderoso en el Perú. Se dieron un abrazo. Tudela elogió la belleza de la secretaria de Parker, se rieron. Tomaron unos tragos. Este cholo me cae bien, pensó Parker. Si quiero ser presidente, tengo que ser amigo de Parker, pensó Tudela. En algú n momento de la conversació n, Parker dijo «Tienes al gobierno muy preocupado con tus apariciones pú blicas. ¿ Qué carajo quieres? ». Tudela se quedó en silencio, como si estuviera meditando, y respondió «Solo quiero ser tu amigo, Gustavo». «¿ Pero quieres ser ministro de Economí a? », insistió Parker. «Má s honor es ser tu amigo», contestó Tudela. «Ser ministro dura un añ o, en cambio ser tu amigo es una condecoració n para toda la vida», añ adió. Alcides Tudela, Gustavo Parker y Clever Chauca estaban reunidos en el saló n de directorio de Canal 5, tomando café y comiendo unas empanadas que habí an pedido de un lugar cercano. Habí an revisado las ú ltimas encuestas nacionales (Ipso-Facto, CPI, Dataná lisis, Alegrí a y Asociados, Fó rum) y en todas Tudela tení a una clara ventaja, pero no sobrepasaba el cincuenta por ciento, no ganaba en primera vuelta. Y a Tudela le preocupaba ir a una segunda vuelta frente a Lola Figari, temí a que todos sus adversarios se uniesen detrá s de ella, temí a los debates, pues Lola Figari era una polemista de cuidado. —Está s a pocos puntos de ganar en primera —dijo Parker, y mordió una empanada. Clever Chauca no comí a, no bebí a whisky, solo tomaba café y fumaba un cigarrillo y cruzaba las piernas de un lado a otro, y miraba a Parker y a Tudela con respeto, cuidá ndose de hablar solo cuando le pedí an su opinió n. Clever Chauca sabí a que cuando su jefe lo llamaba al saló n de directorio era porque habí a hecho bien su trabajo, era una señ al inequí voca de que su jefe estaba contento, orgulloso de é l. Clever Chauca estaba dispuesto a dar la vida por Gustavo Parker y así se lo decí a a menudo: «Yo a usted le tengo adoració n, señ or Parker. Yo, por usted, mato. Si usted me pide que salte de la azotea de este edificio, yo salto». Y en efecto habí a escalado posiciones en Canal 5 cumpliendo esa simple polí tica: nunca desobedecer a su jefe, nunca opinar si no le preguntaban, adular a Parker y secundarlo en todo. —Tengo que hacer un gesto dramá tico, un ú ltimo gesto que me dé el envió n necesario para ganar en primera vuelta —dijo Tudela, pensativo, la nariz de gancho, la cara arrugada, las manos inquietas, el pelo negro peinado hacia atrá s. —¿ Y si te haces otra prueba de ADN para confirmar la cosa y despejar las dudas? —sugirió Parker. —Buena idea —se entusiasmó Clever Chauca. —¡ Ni cagando! —afirmó furioso Tudela—. ¡ Ese tema está zanjado para mí! —Y la mayorí a de peruanos te creemos y estamos contigo, Alcides —deslizó Clever Chauca. Parker se impacientó: —Mira, Alcides, escú chame, lo digo por tu bien: si firmas a esa hija Soraya antes del domingo, ganará s en primera vuelta, ¡ arrasará s! —¡ Pero no es mi hija! —gritó Tudela, y se puso de pie, y abrió los brazos y miró hacia arriba, como clamando justicia al cielo—. ¡ No es mi hija, carajo! ¿ Có mo la voy a firmar si no es mi hija? ¡ No serí a é tico! ¡ No serí a moral! —¡ A mí qué carajo me importa si es tu hija o no es tu hija! —bramó Parker—. Lo que te estoy diciendo es que si la firmas, ganará s las elecciones en primera vuelta. ¿ Quieres ganar en primera vuelta, sí o no? Tudela no lo dudó: —Claro, Gustavo, claro que quiero ganar en primera vuelta —luego añ adió, pensativo—: Una segunda vuelta es muy peligrosa, la chucha seca de Lola Figari puede crecer. —Es correcto —asintió Clever Chauca. —Por eso te digo: no queremos ni a cojones una segunda vuelta —se entusiasmó Parker. —Ni a cojones —lo secundó Tudela. —Entonces firma a la niñ a y no seas terco —insistió Parker. —¿ Tú crees? —dudó Tudela. —No creo: estoy seguro —sentenció Parker. —Pero si no es mi hija, ¿ có mo carajo quieres que la firme? —se sorprendió Tudela. —Dices que no es tu hija, que segú n la prueba de ADN de Caneló n no es tu hija, pero que la niñ a necesita un padre y tú no quieres dejarla triste, sin papá, jodida, y que no eres su papá gené ticamente, pero que vas a ser su papá de una manera simbó lica, porque quieres darle un buen futuro, porque si ella quiere que seas su papá, entonces tú no le vas a dar la espalda, tú pondrá s el pecho —Gustavo Parker se habí a puesto de pie y hablaba con entusiasmo—. ¿ Tú qué piensas, Clever? —Completamente de acuerdo, señ or Parker. Me parece una idea brillante. Tudela se sorprendió: —¿ Tú tambié n crees que debo firmar a Soraya? Clever miró a Parker antes de responder: —Sí, Alcides. Yo creo que si haces lo que te dice el señ or Parker, ganará s las elecciones en primera vuelta. —¿ Tú la firmarí as, Clever? —preguntó Tudela. —Yo harí a lo que me dijera el señ or Parker —respondió Clever Chauca—. El señ or Parker no se equivoca. Yo lo sigo al pie de la letra y siempre me va bien por eso. —Gracias, Clever —dijo Parker, halagado. —¿ Pero esa niñ a estará dispuesta a que yo la firme antes del domingo? —inquirió Tudela. —¡ Claro, hombre, por supuesto! —contestó Parker—. Esa niñ a lo que quiere es que la firmes y que le pases un buen billete, nada má s. —En efecto, correctamente —apuntó Clever Chauca. —Clever. —Mande, señ or Parker. —Anda ahorita mismo y encuentra a esa Soraya y dile que Tudela quiere firmarla mañ ana a mediodí a. —Listo, señ or. Voy corriendo. —Y dile a ella y a la estreñ ida de su mamá que si está n de acuerdo, mañ ana a mediodí a haremos una conferencia de prensa acá en el saló n de directorio. —Comprendido, señ or Parker. Mañ ana a mediodí a. —Y si aceptan, yo les voy a dar dinero para que esté n muy contentas. —Y yo les voy a pagar una mensualidad de mil dó lares sin falta, religiosamente —añ adió Tudela. —Dinero. Mil dó lares. Correcto. Comprendido. Lo que usted dice es ley para mí, señ or Parker. —Anda corriendo, Clever. —Ya mismo, señ or, ya mismo. —Convé ncelas como sea. —Sí, señ or. —Y no te tires a la Lourdes esa, Clever. Ya sabemos que eres un mañ oso. —No, señ or, no me tiro a nadie, pierda cuidado. Clever Chauca salió corriendo del saló n de directorio. —¿ Está s seguro, Gustavo? —dudó Tudela. —Confí a en mí —contestó Parker, con aire arrogante—. Nadie juega mejor que yo. Firma a la chica, abrá zala, llora, y verá s que ganas las elecciones en primera vuelta. Gustavo Parker no llegó a considerarse amigo de Alcides Tudela hasta que se lo encontró una noche en el club Melodí as. Eran las dos de la mañ ana, Parker llegó con sus custodios en un auto blindado, se sentó en la barra y pidió un trago. Club exclusivo, solo para asociados, el Melodí as cobraba mil dó lares al añ o por derecho de entrada. Parker era miembro, socio fundador y uno de sus clientes má s distinguidos. No acudí a a tomar, o no solo a tomar; lo hací a principalmente para encontrar a una chica guapa y llevarla al hotel de enfrente, tambié n propiedad del dueñ o del Melodí as. Para contratar a una chica por una hora, dos horas o toda la noche, habí a que pagarle al gerente del Melodí as, y luego, si acaso, dejar una propina para la chica. Nadie hablaba de ellas como si fueran prostitutas; eran muchachas demasiado elegantes, discretas y atractivas para llamarlas así; los clientes del Melodí as se referí an a ellas como «las chicas» o «las gatitas». Algunas eran peruanas; otras, argentinas, rusas, checas, polacas, pero todas hablaban españ ol, al menos suficiente españ ol como para atender satisfactoriamente a sus clientes. Eran diez o doce, ninguna mayor de treinta añ os, y Parker ya tení a a su favorita, Sarita, de apenas veintidó s añ os. Pero esa noche llegó y no encontró a Sarita. Preguntó por ella, le dijeron que estaba ocupada con un cliente. Parker esperó tomando un trago, se impacientó, exigió que le dijesen a Sarita que estaba esperá ndola. «Acá nadie tiene prioridad sobre mí, yo soy socio fundador de este club, si no me atienden como es debido voy a sacar un reportaje en mi canal denunciando có mo esclavizan a las gatitas», se quejó a gritos. Fue entonces cuando el gerente, Ricky Roma, salió del bar, cruzó la calle, entró al hotel Las Magnolias y subió a la habitació n donde se hallaba trabajando Sarita. Golpeó la puerta con insistencia, nadie abrí a. Por fin apareció Alcides Tudela desnudo, exhibiendo con orgullo su colgajo viril. «¿ Está s con Sarita? », le preguntó Ricky Roma. «Claro. ¿ Por qué mierda vienes a interrumpir? », preguntó Tudela, ofuscado. «Dile a Sarita que vaya inmediatamente al club, Gustavo Parker la está esperando», indicó el gerente. Furioso, Tudela se vistió, tomó de la mano a Sarita y la llevó a empellones hasta el club Melodí as. Cuando vio a Parker, lo confrontó: «¿ Quié n carajo te crees para interrumpirme un polvo por el que ya he pagado? », lo increpó. «No se ha vencido mi tiempo, tienes que esperar tu turno», le espetó. Pero Parker no le respondió, lo miró con gesto condescendiente, desdeñ oso, chasqueó la lengua, le dio un beso en la mejilla a Sarita y dijo «Si has estado con este cholo, tienes que bañ arte bien antes de estar conmigo». Borracho, tambaleante, herido en su orgullo, Tudela le lanzó un puñ ete a Parker y lo tumbó y luego le dio varias patadas cuando estaba en el suelo. De inmediato, los guardaespaldas de Parker saltaron sobre Tudela y le propinaron una paliza. Parker los detuvo. Nunca nadie le habí a pegado en la cara, por eso la audacia de Tudela le pareció simpá tica: «Eres un indio insolente, podrí a mandarte matar, pero me caes bien». Tudela le dio un abrazo y rompió a llorar: «Es que a Sarita la amo, no puedo permitir que me la arrebates», dijo. «Yo tambié n le tengo cariñ o», contestó Parker. Sarita sonrió, ruborizada. «Entonces hagamos un trí o», propuso Tudela. Parker le dio un abrazo, tomó de la mano a Sarita y los tres caminaron hacia el hotel Las Magnolias. Ya en la habitació n, Tudela anunció que no podí a participar del trí o, pues no estaba suficientemente excitado y preferí a aspirar cocaí na. Mientras Parker desvestí a a Sarita, Tudela sacó un pequeñ o sobre de su billetera, se puso de rodillas y aspiró dos rayas que habí a colocado sobre una mesa de vidrio. Luego se acercó a Parker, le acarició la espalda y le dijo «Qué buen lomo tienes, Gustavo». Parker lo miró con mala cara: «Dé jate de mariconadas, huevó n», sentenció, y siguió ocupá ndose de Sarita, al tiempo que Tudela abrí a la ventana y pronunciaba un discurso imaginario como presidente del Perú.
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