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Jaime Bayly 21 страница



Tan pronto como ocupó las instalaciones de su televisora, Parker despidió a casi cien empleados, todos nombrados en tiempos de Velá squez y Mora Besada. No despidió a los rostros emblemá ticos del canal, Alberto Sensini y Palomo Ibarguren, porque ambos eran muy queridos por el pú blico y se declaraban apolí ticos, aunque cuando fue proclamado ganador Ferná n Prado, tanto Sensini como Ibarguren salieron en sendas entrevistas en El Comercio diciendo que habí an votado por é l, que eran pradistas de toda la vida. Aunque Parker hubiera querido despedirlos, no le pareció adecuado pelearse con el pú blico de su canal y se resignó a bajarles el sueldo a la mitad, algo que Sensini e Ibarguren aceptaron como un castigo que sabí an que merecí an. Luego de despedir a decenas de empleados considerados leales a la dictadura que habí a caí do, Parker se reunió con el presidente Prado y le dijo que el canal estaba quebrado, masivamente endeudado, que se habí an robado la mayor parte de los equipos y que necesitaba que el Estado le diera una indemnizació n para compensar los dañ os sufridos a lo largo de nueve añ os de confiscació n y las ganancias que é l habí a dejado de percibir durante su exilio en Argentina y el Caribe. Prado, un caballero, incapaz de tramar maldades o de hacer una lectura cí nica de las ambiciones de su amigo Parker, le preguntó cuá nto debí a pagarle el gobierno por concepto de reparació n moral. Parker le contestó «Mis contadores me dicen que nos han robado como veinte millones de dó lares y que yo he dejado de ganar unos veinte a treinta millones en los nueve añ os que la dictadura me robó mi canal». Prado objetó «Pero el ministro de Economí a, Mario Ortega, me asegura que, ademá s, Canal 5 debe má s de doce millones de dó lares en impuestos». «Así es, en efecto», sentenció Parker. Tomaban café en uno de los salones del Palacio de Gobierno, rodeados de mapas de la Amazonia peruana, remotos parajes selvá ticos que Prado visitaba a menudo. «Pero no pienso pagar ni un centavo de esos impuestos. Esa es una deuda que contrajo la dictadura, no yo», añ adió. «¿ Qué le parece, amigo Parker, si le condonamos la deuda de los impuestos? », preguntó amablemente el presidente Prado. «Me parece bien, pero es insuficiente», respondió Parker. «Necesito que me den un cré dito de cincuenta millones para que el canal siga operando y apoye como corresponde al nuevo gobierno democrá tico», exigió, en tono altivo. El presidente Prado llamó por telé fono al ministro Ortega y le ordenó que el Banco Popular, de propiedad del Estado, diese un cré dito a Canal 5, a pagar en veinte añ os, sin intereses. «Veinte añ os pasan volando, mejor que sean treinta», propuso Parker, y el presidente aceptó, con sonrisa melancó lica. Semanas despué s, el Banco Popular, cumpliendo ó rdenes del ministro Ortega, giró un cheque por cincuenta millones de dó lares a nombre de Canal 5, como indemnizació n por los perjuicios causados durante la dictadura.

Gustavo Parker celebró con el ministro Ortega, bebiendo champá n. Destinó una parte minoritaria de ese dinero a comprar nuevos equipos para el canal, a pintar la fachada del edificio de la avenida Arequipa, a comprar camionetas y a contratar locutores, animadores y actrices, ademá s de adquirir las telenovelas de moda, que se producí an en Mé xico y Argentina. El resto del dinero lo depositó en sus cuentas en las Bahamas. Al brindar por el futuro de la democracia peruana y la prosperidad de Canal 5, Mario Ortega y Gustavo Parker sabí an bien que esa deuda que la televisora habí a contraí do con el Estado peruano nunca serí a pagada. Mientras comí an en La Pizzeria de la calle Diagonal, en Miraflores, Ortega, casado con una aristó crata bú lgara, heredero de una vasta fortuna, le sugirió a Parker que contratase a Alfonso Té llez para que se hiciera cargo del programa Pulso. «Pero ese viejo de mierda estuvo con la dictadura», objetó Parker, recordando que Té llez habí a sido director del diario La Cró nica en tiempos de la confiscació n. «Sí, pero ahora está arrepentido y está con nosotros, y es mejor que le pagues y lo tengamos de nuestro lado a que se ponga contra nosotros. Ese viejo sabe mucho, no nos conviene tenerlo como enemigo». Parker entendió el mensaje, dijo que lo contratarí a, y el siguiente lunes, Alfonso Té llez apareció conduciendo el programa Pulso, con el ministro Mario Ortega como ú nico invitado.

La enfermera Carmen Rossini se negó a visitar en su despacho a Gustavo Parker, alegando que el señ or Parker era un mafioso y que ella no se prestarí a a ningú n juego sucio. Soraya y su madre no insistieron, entendieron que la enfermera no estuviera dispuesta a cobrar por su silencio, le agradecieron por el coraje de rechazar un encuentro con Parker, comprendieron que era una mujer de armas tomar. Presionada por su jefe, el doctor Caneló n, para que se quedara callada y no contara lo que sabí a («Si me denuncias vas a destruir el prestigio y la credibilidad del Laboratorio Caneló n, no puedes hacerme eso, Carmen, todos nos quedarí amos sin trabajo y hasta nos podrí an meter presos, incluso a ti, por có mplice del delito de falsificació n, tú firmaste las actas de la prueba de ADN de Alcides»), la enfermera renunció a su trabajo, le dijo a Caneló n que no querí a verlo má s, contrató a un abogado que le aconsejó que se quedara en silencio y pactara una indemnizació n con el laboratorio donde habí a trabajado, despidió al abogado y, tras reunirse largas horas con Lourdes Osorio y Soraya Tudela, decidió que, por una vez en su vida, harí a algo valiente, principista, que diera realce a sus ideales y convicciones, algo a lo que, como mujer soltera y como hija de un padre que nunca la reconoció y al que ella no alcanzó a encontrar, se sentí a moralmente obligada: reclamar que Alcides Tudela se hiciera una prueba de ADN para determinar si era el padre de Soraya. Las tres mujeres convocaron a una conferencia de prensa en el hotel El Olivar de San Isidro. Fue Soraya quien se dio el trabajo de llamar a todos los canales de televisió n (seis de señ al abierta y tres de cable), a los perió dicos serios y menos serios (quince en total), a las revistas frí volas y no tan frí volas (apenas tres), a las radios de noticias (cuatro) y a la prensa extranjera (era cuestió n de llamar al jefe de los corresponsales en Lima, un señ or de la agencia France Press, y luego é l se encargaba de avisar a sus colegas, doce en total). Cuando le preguntaron a Soraya de qué tratarí a la conferencia de prensa, respondió lo mismo que ya habí a dicho en un boletí n que habí a escrito e impreso y mandado por correo electró nico a la prensa: «La gran mentira del ADN de Alcides Tudela: tenemos pruebas contundentes de que es falso».

Enterado Tudela de que una enfermera del Laboratorio Caneló n habí a renunciado y al parecer estaba en conversaciones con Soraya y su mamá, llamó incansablemente a su amigo, el doctor Caneló n, y ambos llamaron a la enfermera Rossini para tratar de disuadirí a, pero ella se negó a contestarles la llamada, sabí a que le ofrecerí an dinero para callarla y tal vez para que se fuera del paí s y no estaba dispuesta a venderse, a encubrir a los corruptos, a prestarse al juego de su ex jefe y del candidato Tudela, a quienes despreciaba y querí a exponer a la luz pú blica como dos sujetos indignos. Al confirmar que la enfermera no querí a hablar con ellos, Tudela y Caneló n hablaron con los dueñ os de algunos canales de televisió n, les pidieron que no mandasen a sus reporteros a la conferencia de prensa, pero fue en vano, ya era tarde, el chisme se habí a esparcido y nadie podí a perderse la ú ltima comidilla del caso Soraya. Tudela pensó que la enfermera podí a arruinarle la victoria segura del domingo, mandó al carajo a Caneló n, le dijo que era un inepto, un cero a la izquierda: «¿ Có mo puedes ser tan huevó n de dejar que una enfermera escuche nuestros arreglos de amigos de toda la vida? ». Caneló n sufrió una crisis nerviosa, no le dijo nada a su esposa, con la que llevaba casado cuarenta y dos añ os, y tomó un avió n rumbo a Madrid, sin saber cuá n grande y bochornoso serí a el escá ndalo en Lima, cuá les serí an las implicaciones legales contra é l, cuá n mal parado quedarí a Alcides Tudela tras la denuncia de la enfermera Rossini. Entretanto, Tudela habló con Gustavo Parker y, con la ayuda de algunos jefes policiales, urdieron juntos un plan para destruir la credibilidad de la enfermera Rossini, enviando a la conferencia de prensa a un hombre bien entrenado para sabotear el testimonio de Rossini, el veterano reportero del canal, Clever Chauca.

—Señ ores de la prensa nacional y mundial, gracias por acompañ amos esta tarde —dijo, nada má s sentarse a la mesa cubierta por un pañ o verde, Soraya Tudela, y a su derecha se sentó su madre y a su izquierda, Carmen Rossini.

La enfermera era una mujer mayor, de sesenta y ocho añ os, canosa, pues nunca habí a querido pintarse el pelo, le parecí a una vulgaridad, con evidente sobrepeso, pues nunca habí a querido hacer una dieta, le parecí a un sufrimiento innecesario dado que habí a renunciado por completo a la ilusió n de seducir o ser seducida y se encontraba a gusto viviendo sola, vestida con un atuendo negro, pues creí a que el negro era un color que la adelgazaba, y lucí a en el pecho un crucifijo con incrustaciones doradas.

—Gracias al hotel El Olivar por prestarnos este saló n y no cobrarnos nada —continuó Soraya—. Al terminar el evento serviremos bocaditos y refrescos, fina cortesí a de nuestros amigos del hotel, y en especial de su gerente, Juan Valdivia.

La prensa rompió en aplausos, no se supo bien si dirigidos a Soraya, en atenció n al gerente del hotel o en agradecimiento por la promesa de comida gratis.

—Me acompañ a la señ ora Carmen Rossini Grados, que ha trabajado má s de veinte añ os en el laboratorio del doctor Raú l Caneló n y que tiene una denuncia muy importante que hacer —anunció Soraya, y señ aló con el brazo extendido y una sonrisa a la enfermera Rossini, que, antes de sentarse a la mesa, habí a deslizado en su cartera unos dulces del bufet, no fuera a bajá rsele el azú car por la tensió n, no fuera a descomponerse, y por eso acababa de meter la mano, muy gruesa, en su cartera imitació n Gucci, comprada en el mercado de baratijas de Polvos Rosados, y habí a sacado un maná para llevá rselo a la boca, y lo habí a disuelto y engullido en tres mordiscos, como para darse á nimos, sabí a que con el azú car alta era má s valiente y que cuando le bajaba el azú car se deprimí a, se poní a má s lenta y tonta—. Carmencita, aquí te paso el micró fono. Que Dios te bendiga —le dijo Soraya.

La enfermera sonrió y miró a la prensa, asustada, pero se dijo No te dejes intimidar, no te achiques, hoy es tu oportunidad de ser famosa, de hacer algo decente, de dar la cara por una niñ a justiciera que busca a su padre, ya basta de apañ ar las trapacerí as del doctor Caneló n, algú n dí a deberí as denunciarlo por todas las manoseadas que te ha hecho, deberí as denunciarlo por ser un viejo sá tiro, pervertido.

—Buenas tardes —empezó tí midamente, pero su micró fono no funcionaba, estaba desconectado, y se puso pá lida y, mientras un empleado del hotel enchufaba correctamente los cables, volvió a meter su mano a la cartera marró n y ahora se llevó discretamente a la boca un alfajor; luego se acercó a Soraya y le habló al oí do—: Dile a tu mami que me traiga tres maná s, se me está bajando el azú car.

Soraya secreteó algo con su madre y enseguida Lourdes Osorio se puso de pie y caminó hacia la mesa de dulces con gesto de preocupació n, pensando Si esta gorda, si este camió n se nos desmaya, serí a mucha mala suerte.

—Señ ores, buenas tardes —ahora sí se escuchó la voz dé bil, asustadiza de la enfermera, sus ojos evitando las miradas inquisidoras de la prensa, paseando por la sala como dos pá jaros golpeá ndose contra las paredes, buscando la salida, aleteando con desesperació n, sus manos regordetas jugando con una servilleta de papel que rompí a y despedazaba—. No soy buena para hablar en pú blico, la oratoria no es lo mí o, así que les ruego que me ayuden con sus preguntas, si fueran tan amables —añ adió, y sonrió de un modo rendido, suplicante.

Un periodista de Canal 4, el veterano reportero Milton Venero, que habí a cubierto la guerra de Las Malvinas y la guerra contra Ecuador y la guerra contra los terroristas de Sendero Luminoso desde un hotel del Centro de Lima, el hotel Le Paris, donde viví a a solas, rodeado de botellas vací as de ron y vodka, se puso de pie, algo pasado de copas, la camisa desabotonada a la altura del ombligo, y preguntó:

—¿ Cuá l es la pepa, señ ora?

—No sé de qué pepa me está hablando —respondió, desconcertada, la enfermera Rossini, y enseguida cerró su cartera, pues habí a estado chupando un mango, ví ctima de los nervios, antes de ir al hotel El Olivar, y habí a dejado la pepa envuelta en una servilleta dentro de su cartera, y temió, asustada, que el reportero Milton Venero, conocido sabueso de probado olfato periodí stico, hubiera olisqueado la pepa chupada desde su asiento.

—La primicia, pues, mamita —insistió Venero, impacientá ndose—. ¿ Cuá l es la primicia?

Antes de hablar, la enfermera disolvió otro maná en su boca y lo tragó sin dilaciones, ya luego se sintió algo mejor.

—Quiero decirles que tengo pruebas de que el señ or Alcides Tudela no se ha hecho nunca una prueba de ADN en el laboratorio de mi ex jefe, Raú l Caneló n —anunció, y un murmullo recorrió la sala, y Soraya sonrió, triunfante, y le guiñ ó el ojo a su madre, de nuevo sentada a la mesa.

—¿ Qué pruebas tiene? —preguntó una reportera, conectada en directo con su radio de noticias ininterrumpidas.

—Mi palabra: yo misma escuché que Alcides Tudela le propuso al doctor Raú l Caneló n sacar una prueba de ADN falsa y limpiarse del caso Soraya —contestó la enfermera Rossini—. Yo estaba detrá s de la puerta y oí todo. Yo sé que el señ or Tudela le ha pagado mucho dinero al doctor Caneló n para falsear la prueba de ADN.

—¿ Cuá nto dinero? —interrumpió un periodista.

—Mucho dinero —respondió la enfermera—. En dó lares.

—¿ Qué má s escuchó? —dijo, tomando nota en un pequeñ o cuaderno, un reportero del diario El Tremendo.

—Lo que les estoy diciendo: que no hubo tal prueba de ADN, que los papeles que mostraron eran falsos, yo misma los firmé sin que hubiera ningú n aná lisis ni nada, todo fue escrito por el doctor Caneló n, pagado por Tudela —prosiguió la enfermera, ya con aplomo, dominando la situació n y acaso disfrutá ndola, procurando no cerrar los ojos cuando disparaban los fotó grafos unos fogonazos de luz que la cegaban y, a la vez, halagaban.

—¿ Usted firmó esos papeles de la prueba de ADN sabiendo que eran falsos? —preguntó la periodista de Canal 2, Pelusa Jimé nez, de quien sus colegas decí an que habí a sido amante furtiva de Alcides Tudela en un viaje al Lejano Oriente.

—Sí, yo firmé todo porque el doctor Caneló n me obligó y me dio miedo perder mi trabajo —respondió la enfermera Rossini—. Pero ahora ya renuncié, ya no tengo miedo y digo la verdad, le duela a quien le duela: Alcides Tudela le ha mentido al paí s en el caso Soraya, no se ha hecho ninguna prueba de ADN.

—Pero entonces usted tambié n mintió —insistió Pelusa Jimé nez, con cara de pocas amigas.

—Sí, pero ya me rectifiqué, y pido disculpas —dijo con firmeza la enfermera Rossini.

De pronto, el periodista de Canal 5 Clever Chauca, un hombre bajo, de escaso pelo peinado con gomina hacia atrá s, con lentes gruesos, vestido con traje negro, camisa negra y corbata negra, como para asistir a un funeral o como si fuese un cantante de merengue, el rostro ajado y sudoroso, las manos tré mulas dentro de los bolsillos, un hombre poco querido por el gremio porque tení a fama de tacañ o, angurriento y aduló n de su jefe, Gustavo Parker, se puso se pie y habló, levantando la voz:

—Señ ora Carmen Rossini, diga si es verdad o no que, como consta en este parte policial que tengo en mis manos, usted fue arrestada hace cinco añ os por querer robar un reloj de oro de la tienda Saga Falabella.

La enfermera, los ojos desorbitados, los labios temblorosos, las manos de pronto sudorosas, no supo qué contestar, metió una mano en su cartera y engulló dos maná s al hilo.

—¿ Es verdad o no es verdad que usted fue detenida a la salida de la tienda Saga Falabella del centro comercial San Miguel por haberse robado un reloj marca Rolex, de oro de dieciocho kilates? —rugió Clever Glauca, y luego convulsionó en un ataque de tos y terminó echando discretamente un escupitajo en un pañ uelo blanco, arrugado, que sacó de un bolsillo—. ¿ Es usted una ladrona de relojes, sí o no, señ ora Carmen Rossini, alias Dame la Hora?

Soraya y su madre miraron consternadas a la enfermera.

—Yo no me robé el reloj —musitó la señ ora Rossini, a punto de sollozar—. Me lo estaba llevando por una confusió n.

—Por una confusió n, claro —dijo cí nicamente Clever Chauca, y luego agitó unos papeles y trató de leerlos—. ¿ Y por una confusió n tambié n quiso robarse un reloj marca Swatch de otra tienda del centro comercial Jockey Plaza, hace cuatro añ os?

Los periodistas miraron con hostilidad a Clever Chauca, que estaba robá ndose el protagonismo de la rueda de prensa, eclipsando a la enfermera Rossini y demostrando que, a pesar de su fama de borracho y aduló n, era un hueso duro de roer y a veces se preparaba bien, echando mano a sus contactos en el mundo de la policí a.

—Yo devolví esos relojes, no me los robé —se defendió la enfermera Rossini, pidiendo disculpas con la mirada a Soraya y a su madre.

—¡ Pero quiso robá rselos! —le espetó Clever Chauca—. ¡ Es usted una ratera de relojes! ¿ Con qué autoridad moral viene a acusar al candidato Alcides Tudela, si usted tiene un prontuario policial por andar robando relojes por todo el Perú?

Ahora Chauca estaba indignado, tronaba agitando los brazos de un modo virulento, y la enfermera Rossini se sentí a apocada, pillada en falta, en medio de un escá ndalo que jamá s habí a imaginado que le estallarí a en la cara, y no encontraba palabras para articular su descargo, ni maná s en la cartera para envalentonarse con azú car, por eso rompió en lá grimas.

—No soy ladrona. Tengo una enfermedad: soy cleptó mana, pero no ladrona —dijo, y se puso de pie y salió corriendo de la sala, al tiempo que sollozaba, descontrolada.

Clever Chauca marcó el celular de Gustavo Parker y habló levantando la voz para que lo oyeran sus colegas, esos colegas a los que despreciaba porque no podí an vestir ropa fina como é l:

—Misió n cumplida, jefe.

Soraya se puso de pie y gritó:

—¡ Alcides Tudela es mi papá! ¡ No se ha hecho la prueba de ADN!

Clever Chauca se dirigió a ella con desdeñ osa serenidad:

—No grites, mamita —dijo, y a continuació n se sobó el estó mago y preguntó —: ¿ Pasamos al bufet, coleguitas?

Enrico Botto Ugarteche fue sepultado en el cementerio de La Planicie, en las afueras de Lima. Una multitud de amigos acudió a los funerales. A pesar de que nadie lo tení a por un hombre apuesto, habí a conquistado a no pocas mujeres gracias a su cultura, su conversació n chispeante y su prodigiosa memoria para recitar poesí a. Por eso fue llorado por su esposa y sus hijos, y tambié n por sus muchas queridas y por los hijos que habí a tenido con ellas. Entre sus amantes afligidas estuvo, vestida de negro, gafas oscuras, sollozos desconsolados, Lourdes Osorio.

Terminada la ceremonia, la viuda de Botto, Linda Massera, se acercó a Lourdes y le dio una discreta bofetada: «Tú mataste a Enrico, putita malnacida». De inmediato, el director de La Prensa, Archibaldo Salgado, se acercó a Lourdes, la consoló y le dijo «No te preocupes, que te seguiremos pagando como corresponsal». Osorio lo abrazó y le contestó: «No puedo volver a Piura, don Archibaldo, necesito quedarme en Lima». Salgado, un hombre canoso, afable, de bigotes recortados, le preguntó, tomá ndola del brazo, «¿ Quieres ser corresponsal de La Prensa en Lima? ». Osorio pareció sorprendida: «Pero La Prensa se hace en Lima, señ or Salgado». «Bueno, sí, pero es mi perió dico y yo hago lo que me da la gana, y si quieres te nombro corresponsal de La Prensa en tu casa. » Osorio lloró, emocionada, y Salgado añ adió «¿ Tienes dó nde quedarte en Lima? ». «No», respondió Lourdes. «Puedes quedarte con nosotros», se ofreció la esposa de Salgado, Atilia. No fue necesario. Al dí a siguiente, Lourdes Osorio se enteró por medio de Archibaldo Salgado que Enrico Botto la habí a considerado en su testamento, dejá ndole un departamento en San Borja («Que Enrico usaba como matadero», le explicó Salgado) y las regalí as provenientes de su libro de poesí a La botella vací a. Cuando ella llamó por telé fono a la editorial Pericotes Colorados del veterano patriarca de la cultura Gilberto Corona, y le preguntó cuá nto cobrarí a por concepto de las regalí as, Corona le contestó «El diez por ciento, hijita». «¿ El diez por ciento de cuá nto? », preguntó Lourdes, ilusionada. «El diez por ciento de cero», precisó Corona, y añ adió: «Los libros de poesí a de Botto no los compran ni sus amantes, está n descontinuados». «Pero La botella vací a es un clá sico, se lee en las universidades y en los colegios», interpuso Lourdes, que guardaba consigo un ejemplar de ese poemario, dedicado por Botto. «Es una oda al alcohol y a la vida licenciosa, pero no la leen ni los borrachos», sentenció Corona, famoso por hacer dos ediciones de cada libro, una legal, que hací a circular en librerí as, y otra pirata, que vendí a clandestinamente en los semá foros y las callejuelas del Centro, lo que le permití a ser, a un tiempo, presidente de la Junta de Editores Enemigos de la Piraterí a y el pirata que má s dinero ganaba.

No fue buena la primera impresió n que Lourdes Osorio se llevó del departamento de San Borja que Enrico Botto le habí a dejado como herencia: era un minú sculo habitá culo de sesenta metros cuadrados, con una cama y un bañ o, un lugar desaseado, inmundo, con numerosas botellas de licor y condones regados por el piso. En las paredes colgaban tres fotos de Botto: una con el presidente Ferná n Prado, otra con el Papa Pí o XII y una má s grande, a colores, con la conocida vedette peruana Tongolele. Lourdes lloró al ver esas imá genes y creyó encontrar el poderoso olor de Botto entre las sá banas de la cama. Se tendió allí y pensó que lo reformarí a todo y se quedarí a a vivir en ese espacio, por respeto a la memoria de su amado. Luego leyó una inscripció n que el propio Botto, durante una noche de tragos, habí a dejado en la pared: «El que es idiota al cielo no va; lo joden aquí, lo joden allá ».

—¿ Qué decidiste? —preguntó Gustavo Parker—. ¿ Ya está s listo para comenzar la corresponsalí a en Buenos Aires?

Juan Balaguer pasaba los dí as echado en la cama de su habitació n del hotel Alvear, viendo unos programas de televisió n que le parecí an chillones, vocingleros, abominables, la celebració n del mal gusto y la vulgaridad. No comí a o casi no comí a, habí a comprado unos plá tanos en un almacé n cercano y, medio dormido, porque todo el dí a se sentí a con sueñ o y sin ganas de despertar má s, la vida ya no tení a sentido, el empeñ o o la obstinació n de seguir vivo lo dejaba exhausto y confundido, comí a cada tanto un plá tano, era todo lo que comí a, por eso habí a bajado ocho kilos en apenas unos dí as depresivos en Buenos Aires. El telé fono rara vez sonaba, y cuando eso ocurrí a tení a la precaució n de que la operadora le anunciase quié n llamaba, ya luego decidí a si atendí a. No querí a hablar con Amarilis Almafuerte, que no habí a cesado de llamarlo, pero ahora le habí an anunciado que era el señ or Gustavo Parker de Canal 5, de Lima, y por eso se habí a apurado en contestar: a Parker no podí a hacerle un desaire, la vida era larga, estaba llena de altibajos, habí a que andarse con cuidado.

—Acepto tu propuesta —respondió Balaguer, fingiendo cierto entusiasmo.

—Estupendo —se alegró Parker—·. Te lo agradezco de corazó n. El cholo se va a poner muy contento con tu apoyo.

—Yo siempre lo he apoyado, siempre he querido votar por é l.

—¿ Vas a votar?

—No, no puedo, no estoy inscrito para votar acá.

—Entonces ven el domingo y vota en Lima; yo te mando una cá mara y no se habla del video; el video ya fue, ya pasó, acá la gente se olvida de todo en tres dí as, ya sabes có mo es.

—Eso es imposible, Gustavo. No puedo volver. Tengo que quedarme un tiempo acá; por eso acepto tu propuesta: haré la corresponsalí a.

—Muy bien, muy bien, entiendo.

—¿ Quieres que te mande la declaració n de apoyo a Tudela por escrito?

—No, no, es mejor que salgas esta noche en el noticiero, te llamará Enrique Gó mez y hará n la entrevista por telé fono.

—Perfecto, Enrique es de toda confianza.

—Acué rdate que tienes que decir que Soraya no es hija de Tudela y que tú apoyas a Tudela y vas a votar por é l.

—Pero no puedo votar, Gustavo.

—¡ Qué carajo, hombre! Tú di nomá s que vas a votar por Tudela, lo que queremos es el titular. Hazme caso, acá el que conoce el juego soy yo.

—De acuerdo. Eso diré. ¿ Tudela está al tanto de esto?

—Plenamente. Totalmente. Te manda saludos. Ya se le pasó el rencor al cholo. El cholo te odia un dí a, se emborracha, te quiere pegar, te insulta, pero al dí a siguiente tiene una resaca del carajo y no se acuerda de nada y se le pasa.

—Yo no le perdono lo que me hizo con el video, para serte franco.

—Así es la polí tica, Juan, no te lo tomes a pecho, el juego de la polí tica es sucio, es una mierda, nadie sale limpio.

—¿ A qué ahora me llamará Enrique Gó mez?

—A las diez de la noche. Abrimos el noticiero contigo. Mañ ana será s portada de todos los perió dicos. Con eso al cholo no lo para nadie y arrasa el domingo.



  

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