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Jaime Bayly 25 страница—Cholo, mis nú meros dicen que tienes 48, 8 por ciento y que Lola Figari tiene 22, 1 por ciento. —¡ Eso no es posible! —se indignó Tudela—. Todas mis encuestas me dan como ganador en primera vuelta. —No la mí a, Alcides —respondió Parker—. Mi encuesta te da 48, 8. Te falta un punto. —¿ Y cuá l es el margen de error de tu encuesta? —preguntó Tudela. —Tres puntos porcentuales para arriba y para abajo. —¿ Tres puntos es el margen de error? —Tres. Eso mismo. O sea que está en el margen de error que al final puedas pasar el cincuenta por ciento y ganar en primera vuelta, no te preocupes. —¿ Y quié n me dices que ha hecho esa encuesta? —Alipio Alegrí a, de Alegrí a y Asociados. —Alegrí a es un borracho, un cagó n, un vendido a Lola Figari. ¡ No puedes creer en Alipio Alegrí a, Gustavo! —¿ Y entonces en quié n debo creer, dime tú? —En mis encuestas. Tanto Dataná lisis como Fó rum me dan cincuenta y uno y cincuenta y dos por ciento. Gano en primera vuelta. —¿ A nivel nacional o solo Lima? —A nivel nacional, Gustavo. —¿ Les has pagado tú? —Bueno, sí, yo las he contratado, pero son encuestas sumamente té cnicas y rigurosas, tú sabes. —Ya, ya, claro. Pero yo creo en mi amigo Alipio Alegrí a; é l nunca falla en sus cá lculos. —¿ Me está s diciendo que vas a dar esos nú meros en tu flash electoral? —No me queda otra, Alcides, tengo que darlos. —¡ Ni cagando, Gustavo, ni cagando puedes darlos! —bramó Tudela, furioso. —¿ Entonces qué nú meros doy? —se sorprendió Parker. —Puedes dar los mí os. Ya mismo te los paso. Yo te autorizo. —¿ Te parece? —Me parece, por supuesto. Tienes que anunciar que ya gané en primera vuelta. Dé jate de mariconadas, Gustavo, ¿ có mo me vas a robar la elecció n por un mí sero puntito? —¿ Y qué hago con mi encuesta de Alegrí a y Asociados? —Mé tesela al culo al maricó n de Alipio Alegrí a. Le vas a dar una alegrí a. O redondea nomá s. —¿ Có mo que redondeo? —preguntó Parker. —Redondea para arriba, huevó n. Redondea dentro del margen de error. Dame 50, 8 y baja a Lola a diecinueve o dieciocho por ciento. Listo, me proclamas ganador y al carajo. —¿ Redondeo? —dudó Parker. —Redondea nomá s, estamos en el Perú, ¿ quié n carajo te va a decir algo? —Alipio Alegrí a. No puedo cambiarle las cifras. Son sagradas para é l. Es muy profesional. —¡ Pinga que es profesional! —se enfureció Tudela, levantando la voz—. ¡ Pinga que ese vendido es profesional! ¡ Me he metido coca con é l en el sauna de Villa, le he comprado cincuenta mil encuestas, es un arrastrado, un angurriento! —¿ Está s con coca, Alcides? —No, Gustavo. Me estoy guardando para el flash, allí recié n celebraré. —No puedo redondear con tanta concha, Alcides. No puedo, huevó n. —Es tu canal, carajo. Tú haces lo que quieras. Eres Gustavo Parker, el fundador de la televisió n peruana, ¿ quié n mierda va a salir a pelearte los nú meros? —¿ Y qué le digo a Alipio Alegrí a? —Dile que tu periodista Guido Salinas se equivocó, que fue un error humano, y al carajo, que se vaya a llorar a la playa. Parker se quedó dudando: El cholo quiere que meta la mano en la encuesta, quiere que lo anuncie como ganador en primera vuelta, puedo meter la mano, no serí a la primera vez, pero le va a costar, no voy a hacer trampa gratis. —¿ Qué me ofreces si redondeo para arriba? —preguntó, bajando la voz, pensando Ojalá no nos esté n grabando los chuchas secas de la campañ a de Lola Figari. —Si me redondeas en cincuenta y uno y lees mis encuestas de Dataná lisis y Fó rum, cuando sea presidente refinanciaremos tu deuda en impuestos para que la empieces a pagar en diez añ os má s. Y te aseguro que pondré por lo menos diez millones de dó lares al añ o en publicidad oficial en tu canal. ¿ Có mo te quedó la oreja? —Cholo, eres un grande. —¿ Recié n te das cuenta, huevó n? Soy el má s grande de todos los tiempos. Y voy a ser un presidente amado por las masas. —Redondeo, entonces. Trato hecho. —Y cuenta con mi promesa. Tú sabes que soy un hombre de palabra. —Hablamos a las cuatro y cinco. —No, no me llames. Ven a verme despué s del flash, estoy en la suite del hotel Bolí var, acá festejaremos en grande. —Nos vemos a las cuatro y media, cholo. Y felicitaciones por el triunfo, presidente. —Gracias, Gustavo, tú siempre tan generoso. Parker metió el papel con los cá lculos de Alegrí a y Asociados en la má quina trituradora. Luego cogió un papel en blanco y escribió «Flash electoral de Canal 5. Tudela 51, 2 por ciento, Figari 20, 8 por ciento (Alegrí a y Asociados). Tudela 51, 4 por ciento, Figari 19, 8 por ciento (Dataná lisis). Tudela 50, 9 por ciento, Figari 20, 3 por ciento (Fó rum)». Luego bajó por el ascensor y le entregó el papel al jefe del control maestro: —Estos son los resultados al cien por ciento a nivel nacional. Este es el flash que debe leer Guido Salinas en diez minutos. Parker se sentó y vigiló minuciosamente cada cifra. Leyó y releyó, pidió letras má s grandes para Tudela, letras má s chicas para Figari, y cuando estuvo de acuerdo y aprobó todo, miró su reloj y preguntó: —¿ Cuá nto falta? —Tres minutos —le dijeron. —Á breme el micró fono, que me escuche Salinas —pidió Parker. —Micró fono abierto —avisó uno de los té cnicos del control maestro—. Guido, te va a hablar el señ or Gustavo Parker. Salinas aparecí a en todas las pantallas del control maestro, esperando a que terminara la publicidad. —Hola, Guido —habló Parker, secamente. —Don Gustavo, qué honor saludarlo —dijo Salinas, con voz nerviosa, haciendo una reverencia hacia la cá mara. —Ya tenemos el flash. Son tres encuestas a boca de urna. Las lees bien despacio, bonito, sin equivocarte, por favor. —Así será, don Gustavo. —Y luego te voy a cantar algo al oí do y tú lo repites, por favor. —Sí, señ or, lo que usted diga. Tras los comerciales, Guido Salinas saludó al pú blico, hizo un conteo regresivo largo, dramá tico, seseando, jadeando. Cuando faltaba un minuto para la hora en que la ley autorizaba a divulgar los resultados preliminares, Parker gritó: —¡ Ya son las cuatro! ¡ Lee el flash! Salinas interrumpió el conteo, obedeció a Parker, leyó el flash electoral, ganá ndole a la competencia por poco má s de un minuto, y luego escuchó que Parker gritaba en su oreja como un energú meno: —¡ Tenemos presidente electo, ganador en primera vuelta! ¡ Repite, carajo! —Tenemos presidente electo, ganador en primera vuelta —pronunció Salinas, con cara de miedo. —Canal 5 anuncia que el nuevo presidente del Perú es… Salinas repitió exactamente lo que Parker gritaba en su oí do. —Lancen la mú sica, carajo —gritó Parker a los del control maestro. El director de cá maras puso «La vida es un carnaval», de Celia Cruz, y Parker le hizo una señ al aprobatoria con el dedo. —¡ Alcides Tudela Menchaca! ¡ Felicitaciones, señ or presidente! —gritó, el rostro enrojecido, los ojos saltones. —¡ Alcides Tudela Menchaca! —repitió Guido Salinas—. ¡ Felicitaciones, señ or presidente! Parker cerró el micró fono, se puso de pie y dijo: —Buen trabajo, muchachos. Luego vio que timbraba su celular, era Alipio Alegrí a. —Alipio, habla —contestó, y luego se quedó en silencio, hizo una mueca cí nica—. Cá lmate, Alipio. ¿ Qué te pasa, está s con la regla? Estamos dentro del margen de error, no pasa nada. Redondea tus cifras, afí nalas con las mí as. Sí, redondea. ¿ Quieres que te pague? Entonces redondea, huevó n. Si estamos dentro del margen de error, todos nos podemos equivocar. Aunque Alcides Tudela insistió en llevarla a su casa la noche en que se conocieron en el Haití, Lourdes Osorio se negó y dijo que preferí a volver en taxi acompañ ada de su amiga Pilar Luna. Tudela habí a sido caballeroso, les habí a hablado sobre sus estudios en los Estados Unidos, fabulando o exagerando acerca de sus logros acadé micos y profesionales, habí a pagado la cuenta (incluyendo todos los sá nguches que comió Pilar) y les habí a dejado su tarjeta, en la que se presentaba como «Lí der y fundador del Partido del Progreso del Perú. Candidato al Premio Nobel de Economí a. Filó sofo, filá ntropo y filó logo». Contrariando los consejos de Pilar, que desconfiaba de Tudela y le aconsejaba en secreto que no le diese su telé fono, Lourdes cedió a las presiones de ese hombre engolado y hablantí n, al que encontraba encantador y enternecedor, y le dio el nú mero telefó nico de su departamento en San Borja, que habí a heredado de Enrico Botto Ugarteche. Con el tiempo recordarí a ese momento como uno de los errores capitales de su vida, algo que nunca debió hacer, una concesió n que habrí a de costarle cara. Porque Tudela empezó a llamarla esa misma noche, todas las noches, con una insistencia y un ardor que la confundí an y le hací an pensar que, como é l le aseguraba con palabras pomposas, estaba enamorado de ella. Tanta terquedad rindió frutos: Lourdes accedió a verlo nuevamente, salieron a comer, fueron a una pizzeria en la calle Dos de Mayo, Tudela se habí a echado tanto perfume que Lourdes se sintió mareada, no podí a dejar de toser, el perfume le daba alergia. Tiempo despué s ella recordarí a el momento de la tos y los mareos provocados por el perfume como una señ al de que no era el hombre correcto, pero para entonces ya era tarde, ya su destino estaba atado al de é l. Comiendo pizza y bebiendo sangrí a, Tudela le dijo «Voy a ser presidente de este paí s. Y quiero que seas mi primera dama. Y te ruego que me des a Alcides Junior, mi primogé nito». Lourdes se atragantó, pensaba que todo ocurrí a demasiado rá pido con Tudela, parecí a un hombre reñ ido con la duda, que sabí a bien lo que querí a. «¿ No tienes novia? », preguntó ella, atontada por la sangrí a que é l le serví a sin tregua y ella bebí a sin hacer ascos, porque estaba dulzona y muy rica y era su trago preferido. «No, qué ocurrencia», contestó Tudela, con sonrisa altanera. «Estoy soltero y sin compromiso. » «¿ Y cuando estudiabas en los Estados Unidos, no tení as novia, o por lo menos una amiga? », preguntó Lourdes. Tudela dejó de hurgar entre sus dientes con un palito de morder, un brillo malicioso relampagueando en sus ojos, y respondió tajante: «No, nunca he tenido novia». Ante la mirada incré dula de Lourdes, añ adió: «Estoy casto, cero kiló metros, nunca he tenido mujer». Lourdes le creyó, no tení a có mo saber que estaba casado con Elsa Kohl y que tení a una hija con ella, Chantilly, ambas viviendo en Parí s, rehuyé ndolo, sin permitirse contacto alguno con é l. Pero no fue aquella noche que, venciendo sus temores, resistencias y pudores, Lourdes tuvo sexo con é l por primera vez. Fue una semana despué s: é l la llevó al bar del hotel Cé sars en Miraflores, bebieron una botella de champá n y, cuando ella fue al bañ o, é l deslizó una pastilla sedante en la copa de la que ella estaba bebiendo. Cayé ndose de sueñ o, Lourdes subió al ascensor con Tudela, se dejó llevar delicadamente a la suite presidencial y, apenas se tumbó en la cama, se quedó dormida. Luego Tudela le quitó la ropa y se montó sobre ella, diciendo cosas en quechua y en inglé s. Alcides Tudela salió al balcó n y saludó a la multitud. Estaba eufó rico. A su lado, Elsa Kohl agitaba un pañ uelo y sonreí a. Eran las seis de la tarde. Aú n no se habí an divulgado los primeros có mputos oficiales, pero los canales de televisió n ya lo daban como ganador en primera vuelta. —Buenas tardes, Perú —rugió, abriendo los brazos, tocá ndose el pecho a la altura del corazó n, simulando un saludo entrañ able a la muchedumbre reunida frente al hotel Bolí var—. Buenas tardes, Soraya, hija mí a —añ adió, y la gente lo ovacionó. Elsa Kohl tomó el micró fono, sorprendiendo a su esposo, y gritó: —¡ Soraya, ven a celebrar este triunfo del pueblo, te estamos esperando! Tudela habló nuevamente, emocionado: —Hemos ganado en primera vuelta. Todos los canales de televisió n coinciden en que hemos sobrepasado el cincuenta por ciento de las preferencias populares. Si los có mputos oficiales no reconocen nuestro legí timo triunfo, saldremos a las calles a protestar. ¡ No permitiremos que nos roben la elecció n! ¡ Hemos ganado! ¡ Soy el presidente electo de los peruanos! El que diga lo contrario es có mplice del fraude, ¡ y yo ofrezco mi vida para que se respete la sagrada voluntad popular! El telé fono celular de Lourdes Osorio volvió a sonar. —¿ Dó nde está s? —le preguntó Luis Reyes, secretario de prensa de Tudela. —Llegando —contestó Lourdes. —Apú rate —le dijo Reyes—. ¿ Vienes con Soraya? —No, se ha quedado en la casa, no quiso venir. —No importa. Poco despué s, Reyes saludó con un abrazo a Lourdes Osorio en la recepció n del hotel. Alguna gente que reconoció a Lourdes la saludó tambié n con aplausos y vivas. Reyes era ingeniero industrial, profesor de Matemá ticas en la Universidad de Ciencias Aplicadas, soltero, no se le conocí an novias ni amantes, un hombre religioso, de misa diaria. Alto, delgado, impecablemente vestido, lucí a en forma gracias a que todas las mañ anas corrí a una hora y era muy frugal en sus comidas y no bebí a licores. Tudela le habí a ofrecido un ministerio o una embajada, pero Reyes se negaba a aceptar un cargo pú blico. «No quiero dejar la docencia», le habí a dicho a Tudela, aunque luego le habí a susurrado al oí do «Madrid es una ciudad tan linda, nunca me he sentido un extranjero en Madrid». —Felicitaciones por el triunfo —dijo Lourdes, sonriendo. —Gracias, gracias —respondió Reyes, muy serio, sabí a que los có mputos oficiales podí an obligarlos a una segunda vuelta contra Lola Figari, y esa posibilidad le parecí a peligrosa, indeseable—. Vamos, que Alcides te espera —añ adió, y subieron deprisa al ascensor. Un momento despué s, interrumpiendo su discurso, Reyes dijo algo al oí do de Tudela, que hablaba sobre la urgencia de adecentar la vida pú blica, de castigar a los ladrones y de hacer de la polí tica un magisterio moral, una docencia de los valores é ticos. Tudela miró su reloj, volteó, confirmó que Lourdes ya habí a llegado y, sin decirle nada a su esposa, acercó el micró fono a su boca y anunció: —Ha venido a saludarme por la victoria la señ ora Lourdes Osorio, la mamá de mi querida hija Soraya. Elsa Kohl no pudo evitar que un gesto de contrariedad tensara la sonrisa de su rostro, que quedó congelada en una mueca. —¡ Un aplauso para ella! —pidió Tudela, y entonces Lourdes entró, vacilante, nerviosa, se dejó abrazar por Tudela y saludó a la multitud. Elsa Kohl le arrebató el micró fono a Tudela: —Aclaremos que la niñ a Soraya no es una hija bioló gica, es solo una hija simbó lica. —Eso ya lo sabe todo el Perú, Elsa —afirmó Tudela. Pero la multitud no lo escuchó porque Elsa Kohl sostení a el micró fono y no parecí a tener intenciones de cedé rselo a Lourdes, que miraba perpleja y de pronto se arrepentí a de haber acudido al hotel Bolí var para saludar a Alcides Tudela. Entretanto, Soraya miraba el televisor, Canal 8, Canal N, dedicado í ntegramente a las noticias, y veí a que Elsa Kohl decí a: —La ú nica hija que tenemos Alcides y yo es nuestra querida Chantilly. ¡ Un aplauso para Chantilly! La multitud, exasperada por los cá nticos de victoria, aplaudió con entusiasmo, y Lourdes Osorio se encontró aplaudiendo tambié n. —Chantilly no ha podido venir al Perú porque está estudiando en Parí s, en La Sorbona —siguió Elsa Kohl. Tudela se acercó a su esposa, dá ndole la espalda a Lourdes, y gritó en el micró fono: —Chantilly, este triunfo es tuyo. Esta victoria va dedicada a ti. ¡ Te amo, Chanti! Luego Tudela forcejeó con Elsa Kohl, le quitó el micró fono y habló de nuevo a la multitud: —¡ Y tambié n te amo a ti, Soraya! Tudela miró con simpatí a a Lourdes (pero ella sabí a bien que era un actor consumado, dado al melodrama y a los excesos histrió nicos) y le dijo: —Gracias por tu apoyo, Lourdes. ¿ Tienes algo que decirle al pueblo del Perú, a este pueblo gallardo y valeroso que ha luchado conmigo en la trinchera de la democracia? La gente aplaudió. Lourdes pareció intimidada por el rumor que se originaba en esas miles de personas congregadas frente al hotel, y dijo: —Felicitaciones, Alcides —su voz se escuchó dé bil, un eco tembloroso que se difuminó entre el fragor de la gente—. Tu victoria es mi victoria. Los dos hemos ganado. Tú, la presidencia del Perú, que tanto mereces, y yo, por fin, al padre de mi hija. Lourdes rompió en llanto, fue abrazada por Tudela, que de pronto tambié n se encontró llorando, no tanto por la emoció n sino porque sintió que las circunstancias dictaban esa conveniente efusió n de afectos, un desborde teatral, un momento lacrimó geno, conmovedor, que la gente premió aplaudiendo y gritando: —¡ Soraya corazó n! ¡ Soraya corazó n! —¿ Dó nde está mi hija Soraya, carajo? —rugió Tudela, y miró hacia todos lados, impaciente. —Está en la casa, vié ndote por televisió n —murmuró Lourdes, sollozando. —¡ Hija mí a, este pecho es tu pecho! —gritó Tudela, y se dio unos golpes ampulosos a la altura del corazó n. Elsa Kohl se acercó a Lourdes Osorio y le susurró al oí do: —Ya puedes largarte, puta de mierda. Lourdes la miró consternada y se retiró del estrado sin despedirse de la multitud. Tudela continuó con su discurso sobre el gran cambio moral que se avecinaba. Tienes que abortar, fue lo primero que le dijo Alcides Tudela a Lourdes Osorio cuando se enteró de que estaba embarazada. Llevaban saliendo apenas tres meses, ella se resignaba de mala gana a que tuvieran sexo, é l nunca se cuidaba, decí a que odiaba ponerse condó n, aseguraba que si se retiraba a tiempo y terminaba afuera no habí a peligro; ella tampoco se cuidaba, nunca habí a tomado pastillas anticonceptivas ni se habí a colocado cosas, le parecí a horrible, inmoral, decí a que eso no iba con ella. Pá lida, con ná useas, sin saber qué hacer con ese embarazo que le parecí a inoportuno e inconveniente, Lourdes le dijo «Pero tú me dijiste que querí as tener a tu primogé nito conmigo y que yo serí a tu primera dama». Estaban tomando un helado en el Tip Top de la avenida Pardo sin bajarse del auto, el mozo se acercaba, poní a una bandeja colgada de la ventana y traí a los helados. «Habré estado borracho. Yo no quiero tener un hijo contigo ahora ni nunca», afirmó Tudela. De pronto ella sentí a que é l ya no la miraba con la ternura y el afecto a los que la tení a acostumbrada, habí a algo duro, frí o, distante en sus ojos, un rencor que ella no conocí a, que le daba miedo. «No puedo abortar, Alcides, va contra mis principios morales», pronunció. «Pendejadas», se enfadó Tudela. «Todos los principios tienen un final. Tienes que abortar. No hay otra salida. » Lourdes rompió en llanto: «¿ No te da ilusió n tener un bebé conmigo? ». Tudela no se conmovió un á pice y respondió «No, ni un carajo de ilusió n. Yo quiero ser presidente del Perú y no puedo tener un hijo con una chola bruta e ignorante como tú ». «No soy bruta», protestó Lourdes, sorprendida. «No tengo un tí tulo universitario, pero he sido educada en la universidad de la vida», añ adió. «Eso dicen todas las putas del Melodí as», espetó é l, con aire cí nico. «Si no abortas, no me verá s nunca má s», amenazó. «Pues será s muy tonto al perderte a esta criatura que llevo en el vientre», se defendió, altiva, Lourdes. Tudela encendió el auto, ofuscado, y se marchó sin pagar, la bandeja colgada de la ventana. «Vas a abortar, carajo», rugió, mientras conducí a rumbo al malecó n. «No voy a permitir que arruines mi carrera polí tica, chola trepadora», le advirtió. «Tú no tienes ninguna carrera polí tica, Alcides», se atrevió ella. «Eres un mediocre, un fracasado», le dijo, con mirada burlona. «Tú no vas a ser presidente del Perú, ni siquiera vas a ser presidente del Club de Leones de Chimbote». Tudela dio un frenazo y gritó «¡ Bá jate! ». Lourdes se negó. Tudela se inclinó sobre ella, abrió la puerta y la empujó con fuerza. Lourdes cayó sobre el pavimento y é l le gritó «¡ No me verá s má s, chola trepadora! ». Llorosa, asustada, ella se llevó las manos hacia la barriga, como tratando de proteger a su bebé. «¡ Nunca será s mi primera dama! », volvió a gritar Tudela. «Eres chusca, una perra chusca. Y yo estoy casado con una aristó crata francesa de mucho dinero. » Luego cerró la puerta y se alejó raudamente, mientras ella, sentada en la calle, le pedí a a Dios que el bebé estuviera bien. «Diosito, Tú vas a ser el papá de mi bebé », dijo, antes de que un transeú nte se detuviera a ayudarla. Juan Balaguer vio por internet, en directo, el anuncio hecho por todos los canales de televisió n peruanos de que Alcides Tudela habí a ganado en primera vuelta, vio el discurso de Tudela en la plaza San Martí n, vio la inesperada aparició n de Lourdes saludando a Tudela. Se supo derrotado, perdedor, supo que no podrí a volver al Perú en los pró ximos añ os, se sintió miserable, un apestado. No quiso romper a llorar, le parecí a que las lá grimas eran paté ticas, la rendició n del espí ritu, la complacencia con uno mismo. Llamó por telé fono a Soraya. —Lo siento. Hemos perdido —le dijo. —No esté s triste, Juan —le contestó ella, con voz combativa—. Hicimos lo que pudimos. —Pero perdimos. Ganó ese miserable. —Ganó por culpa de la vendida de mi mamá. —¿ Le pagaron por salir a apoyar a tu papá? —No es mi papá. No digas que es mi papá. Ese sujeto no es mi papá. —Perdó n, Soraya. —Sí, le pagaron. Hubo un silencio que ambos sintieron triste, oprobioso. —¿ Y ahora qué hacemos? —preguntó Balaguer. —Yo me regreso a Piura, tengo que terminar el colegio —respondió Soraya—. ¿ Y tú? —Yo me quedo en Buenos Aires, no puedo volver al Perú, me meterí an preso. —Sí, mejor qué date allá. —Tudela y Parker me odian. No me atrevo a volver con ellos en el poder. —Pero yo no te odio, Juan. Yo te respeto y te admiro. —Gracias, Soraya. Aprecio mucho lo que me dices. —Cuando no te conocí a, te llamé por telé fono y te pedí que me demostraras que eras un periodista independiente, que no eras un aduló n de Tudela. —Sí, lo recuerdo perfectamente —dijo Balaguer, y pensó En mala hora me llamaste, ¿ por qué tení as que elegirme a mí?, ¿ por qué no llamaste a Malena Delgado o a Raú l Haza? —Y me has demostrado que eres un gran periodista. No me fallaste. Gracias, Juanito, nunca te olvidaré. —Gracias a ti, Soraya. Ha sido una gran aventura. Ha sido una batalla inolvidable. Por un momento pareció que Soraya se quebrarí a. Habló con la voz afectada por tantas amarguras: —Si yo pudiera elegir a mi papá, serí as tú. Balaguer no encontró palabras para responder esa declaració n de afecto. Se quedó en silencio. Soraya se despidió: —Si vienes a Piura, no dejes de llamarme. Luego colgó. Lourdes Osorio no se atrevió a contarles a sus padres que estaba embarazada. No querí a volver a Piura, no se creí a capaz de soportar la humillació n de pasearse por Piura embarazada y habiendo sido rechazada y humillada por el padre de su bebé. Por eso dejó de llamar por telé fono a sus padres y de contestarles las llamadas. No querí a que supieran nada de ella. Tampoco querí a abortar, le parecí a una bajeza, una cobardí a, un crimen innoble, pensaba que el bebé no tení a la culpa de nada y que si Alcides Tudela no querí a ser su padre y se escondí a como un pusilá nime, ella cumplirí a las funciones de padre y madre y le darí a todo el amor que necesitase. Guardó en secreto su embarazo, solo se lo contó a su amiga Pilar Luna, que, en venganza, fue una noche a la Universidad Alas y Buen Viento y desinfló las cuatro llantas del auto de Tudela. Aunque hubiera preferido escapar al extranjero y darle al bebé una nacionalidad distinta de la peruana, Lourdes no tuvo má s remedio que quedarse en el departamento de San Borja que habí a heredado de Enrico Botto Ugarteche, seguir desempeñ ando sus tareas como secretaria de publicidad del diario La Prensa y, para disimular la barriga que le crecí a, usar ropas holgadas, de colores oscuros. Durante los largos meses del embarazo, sufriendo los mareos y los vó mitos y la tristeza de acudir sola al ginecó logo, tuvo ganas de llamar a Tudela y hablarle con el afecto que a veces todaví a sentí a por é l, pedirle que fuese bueno, que la perdonase por haber quedado embarazada, que la viese de vez en cuando, solo como amigos, que estuviese con ella en el parto. Pero luego se contení a, se reprimí a, pensaba que no debí a rebajarse a pedirle favores. No fueron pocas las ocasiones en que se sintió tentada de volver a Piura y rogarles ayuda a sus padres, pasar el embarazo tan sola era un empeñ o que por momentos le parecí a imposible, inhumano. Temí a, sin embargo, que sus padres la rechazaran, se enojaran con ella, la echaran de la casa por haber faltado a la moral que le habí an enseñ ado. Por eso preferí a no ver a nadie, a no ser por su amiga Pilar Luna, y encerrarse en el departamento de San Borja a ver televisió n y comer todo lo que le diese la gana. Engordó treinta kilos en nueve meses, llegó a pesar casi tanto como Pilar Luna, que, aprovechando el embarazado de su amiga, tambié n se puso má s kilos encima. Comí an rezando el rosario, lo que atemperada la culpa de comer y les daba fuerzas para terminar las oraciones.
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