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Jaime Bayly 16 страница



—Ya ves que la coca hace dañ o, Alcides —ironizó Parker—. Deja la coca, te está s poniendo bruto, está s hablando idioteces.

—¡ No me difames, Parker! —chilló Tudela—. ¡ Tengo la nariz virgen, invicta! ¡ Nadie me ha roto la nariz!

—Puta madre, sí que eres mentiroso —dijo Parker—. Yo he jalado coca contigo en los bañ os del Club Nacional, en el sauna del Club Villa y ahora vienes a hacerte el de la nariz respingada, ¡ qué concha tienes!

Tudela se quedó en silencio, luego comentó:

—Muy bien, Gustavo, quieres guerra, guerra tendrá s. Ya sé que apoyas a Lola Figari. Voy a retirar toda la publicidad de tu canal. No voy a dar una entrevista má s en tu canal. Y voy a decir que me has acusado sin pruebas de ser la mano negra detrá s del video de Balaguer y te voy a enjuiciar por calumnia agravada contra mi honor.

—¿ Qué honor? —bromeó Parker—. ¿ Qué honor, huevó n?

—Cuando gane las elecciones vas a venir a mamá rmela de rodillas. Allí te quiero ver —dijo Tudela, desafiante.

—Será n las elecciones a Alcohó licos Anó nimos, porque las presidenciales ya las perdiste —sentenció Parker, y colgó.

No siendo creyente, Juan Balaguer rezaba todos los domingos y los lunes en Canal 5. Lo hací a con convicció n, cerrando los ojos, pidié ndole a Dios —por las dudas, no fuese a existir— que lo iluminase esa noche en la televisió n, que lo ayudase a brillar, a decir cosas justas y divertidas. Rezaba porque así se lo pedí a su maquilladora, Angé lica Marí a, una señ ora muy religiosa. Balaguer le tení a aprecio, le parecí a una mujer sufrida y luchadora, aferrada a las certezas de su fe. Angé lica Marí a, el pelo pintado de un color marró n rojizo, era bajita, gorda, y se veí a má s gorda porque usaba la ropa ajustada, pantalones vaqueros y camisetas adheridas al cuerpo y en general prendas que no disimulaban su sobrepeso. A ella no le importada có mo se veí a, solo le importaba estar bien con Dios. Mientras maquillaba a Balaguer, le hablaba de sus padres, que viví an con ella, de sus dos hijos, que tambié n viví an con ella, de la misa que celebraba un cura amigo en su casa todas las mañ anas porque sus padres ya estaban muy mayores y no podí an caminar y salir de la casa, de las fiestas religiosas, de los milagros que le habí an acontecido. Cuando hablaba de religió n, solí a llorar de una manera discreta, orgullosa. Angé lica Marí a decí a haber visto a la Virgen, se le habí a aparecido ya tres veces, las tres en ocasiones desgraciadas para ella, las tres para confortarla y darle valor. Todo en la vida de Angé lica Marí a parecí a arduo, cuesta arriba, contra viento y marea, una suma de dificultades y contratiempos que, sin embargo, nunca la arredraban, ella encontraba fuerzas en la religió n para estar en pie y dar la batalla. Ademá s de la misa que hací a celebrar en su casa por las mañ anas, asistí a a otra misa por las tardes en una iglesia de Santa Beatriz cercana al canal. Maquillaba con delicadeza a Balaguer, le pasaba agua bendita por la cara para humedecé rsela, luego una base que le aplicaba con una esponja muy suave, despué s los polvos, le recortaba las cejas, le pintaba los labios, lo hací a todo con cariñ o y delicadeza, mientras le hablaba de lo que le habí a pasado ese dí a o el fin de semana. Era una mujer que viví a para su familia y para su fe y que solo se permití a el vicio de tomar café. No se distinguí a por ser locuaz, pero cuando estaba con Balaguer entraba en confianza y se permití a ciertas confidencias. Estaba preocupada porque sus hijos, dos hombres, los dos en el colegio, se pasaban el dí a en los juegos de video y no parecí an tener interé s por estudiar. Lloraba con facilidad, sobre todo cuando recordaba cuá nto habí a sufrido de niñ a y ya de grande, casada con un hombre que le pegaba y era borracho y la forzaba a tener sexo. «Yo nunca en mi vida he tenido un orgasmo», le dijo cierta vez a Balaguer, y soltó unos lagrimones, y é l le dijo «Eres una santa, Angé lica Marí a, Dios te bendiga». Ya era una rutina que, cuando terminaba de maquillarlo, ella le anunciara que habí a llegado el momento de la oració n. Se paraba detrá s de é l y le poní a las manos en la cabeza, mirando ambos el espejo muy iluminado por decenas de pequeñ os focos circulares, y ella empezaba a rezar y é l cerraba los ojos y cada tanto le decí a «Amé n, amé n», y ella rezaba por sus padres, por sus hijos, por la vida familiar del señ or Balaguer, para que se reconciliase con sus padres, por el é xito del show —así le decí a ella, «el show»—, por el dinero, para que no faltase, por el rating, para que fuese espectacular, «realmente espectacular», insistí a Angé lica Marí a, y terminaba sus oraciones de una manera que a Balaguer le parecí a sencilla, desconcertante y conmovedora: «Señ or, te pedimos que nuestra fe sea má s só lida que un grano de mostaza». Luego Balaguer se poní a de pie, le daba un beso en la mejilla, la abrazaba y le decí a «Que Dios te bendiga». Y aunque realmente no era creyente, querí a a su maquilladora y le parecí a un mí nimo gesto de cortesí a respetar sus convicciones religiosas y rezar con ella, o simular que rezaba; era una manera de quererla, de mejorarle el dí a, de acompañ arla en sus desvelos y sufrimientos. Cuando le miraba los pechos o el trasero voluminoso, Balaguer pensaba Está claro que no me gustan las mujeres, que Dios me perdone, pero esas protuberancias me intimidan. Era un momento de gran placer para é l dejarse maquillar, sentir có mo ella pasaba la esponja y la brocha y los pañ os, có mo lo acariciaba profesionalmente, có mo le decí a al oí do cuá nto lo admiraba, cuá nto lo querí a. «Usted es un intelectual, un hombre muy leí do, y ademá s es muy bueno, de un gran corazó n», decí a Angé lica Marí a, y é l le decí a «Dios te bendiga» y pensaba Dices eso porque realmente no conoces có mo soy, no soy tan leí do ni tan bueno, soy un embustero, un farsante, tanto que rezo contigo sin creer un carajo, pero eso es parte de mi encanto: ser lo que cada persona quiere que yo sea, un camaleó n, alguien que se adapta siempre a los gustos del otro.

Balaguer se sentí a un hombre afortunado, le gustaba ir a la televisió n dos veces por semana, maquillarse con Angé lica Marí a, sentirse querido por ella, le gustaba sentir que le pagaban para embellecerse y hablar lo que le diese la gana, Soy un hombre con suerte, pensaba, mientras Angé lica Marí a lo maquillaba con los productos importados que é l compraba en tiendas de lujo, porque Balaguer no dejaba que lo maquillasen con productos peruanos, ordinarios, ni que lo tocasen con esponjas o brochas que habí an pasado por los rostros de otras personalidades del canal; é l exigí a que sus productos fuesen los mejores y solo se usasen con é l, y por eso Angé lica Marí a los guardaba en una cartera que decí a «Propiedad del señ or Juan Balaguer. Prohibido tocar».

Alcides Tudela se asomó a la puerta del Laboratorio Caneló n, donde su comando de campañ a habí a convocado a la prensa, y anunció, con voz engolada:

—Señ ores periodistas, luchadores por la democracia, el doctor Raú l Caneló n, dueñ o del Laboratorio Caneló n y prestigioso laboratorista de fama mundial, tiene un anuncio muy importante que hacerles. Gracias a todos por estar aquí y por acompañ arme en la trinchera de la lucha por la democracia.

El mé dico Caneló n, un hombre mayor, canoso, demacrado, que luchaba contra un cá ncer que no cedí a, vestido con mandil blanco, cogió el micró fono:

—Amigos periodistas, aquí tengo el resultado de la minuciosa prueba de ADN que le he practicado al señ or Alcides Tudela —dijo, y enseguida mostró tres hojas, las revisó por encima de sus gafas, se detuvo a leer los resultados finales como si no los supiera ya, y siguió —: Hace dos dí as el señ or Alcides Tudela vino a mi laboratorio con total discreció n y me solicitó una prueba de ADN. Le tomamos todas las muestras requeridas, tanto de sangre como de saliva, e incluso una muestra de semen, de esperma.

Algunas periodistas se rieron, ruborizadas, y Tudela aprovechó para mirarlas como dicié ndoles todaví a soy un semental, mamitas, todaví a se me pone dura la verga, cuando quieran les dejo una muestra seminal en la boca, mamonas, no se rí an mucho, que cuando sea presidente me las voy a montar una por una, en fila india.

—Hemos practicado el examen con toda rigurosidad, con la rectitud é tica y profesional que caracteriza al Laboratorio Caneló n —continuó el doctor—. Y el resultado del cotejo de las pruebas gené ticas del señ or Alcides Tudela y de la señ orita Soraya Tudela es que el señ or Alcides Tudela no es el padre, repito, ¡ no es el padre de Soraya! ¡ Ha quedado cientí ficamente demostrado y comprobado!

—¡ Yo les dije, yo no miento! ¡ Yo les di mi palabra de que esa niñ a no era mi hija, y ahora la ciencia me ha dado la razó n! —clamó Tudela, abriendo los brazos, mirando al cielo, desconsolado.

Algunos de sus partidarios aplaudieron, acicateados por la gente que los habí a convocado y les habí a pagado para apiñ arse en la puerta del laboratorio. Tudela saludó, fingié ndose sorprendido de ver a esos simpatizantes, cada uno de los cuales le costaba a su campañ a cien soles má s el almuerzo, ademá s de la movilidad: era gente que sus colaboradores reclutaban en los barrios marginales de la ciudad, gente que iba rotando para que no fuese siempre la misma, para que variaran las caras que vivaban y ovacionaban al candidato en sus apariciones pú blicas, para no levantar sospechas.

—¿ Cuá l es el margen de error que tiene el procedimiento de ADN en su laboratorio? —preguntó un periodista de Canal 5.

—Ese malparido es del canal de Parker, quiere jodernos —susurró Tudela en el oí do de Caneló n.

—¡ No hay margen de error! —se enfureció el mé dico—. En el Laboratorio Caneló n no nos equivocamos, es la ciencia al servicio de la humanidad. ¡ No hay error posible! ¡ Está probado al cien por ciento que el señ or Tudela no es el papá de Soraya, punto final! —añ adió en tono autoritario.

—¿ Có mo consiguió las muestras de Soraya? —preguntó Dennis Beingochea, locutor de RPP un hombre menudo, pujante, de nariz como gancho y mirada lujuriosa, conocido entre sus colegas periodistas por las memorables borracheras que solí a protagonizar en los viajes de trabajo y por los intentos de violació n, acosos y manoseos babosos que ellas habí an sufrido, o no, por parte de Beingochea, conocido tambié n como Sú bete la Bragueta.

—Muy simple —respondió el doctor Caneló n, por lo visto preparado para esa pregunta—. El señ or Alcides Tudela trajo unos papeles de la clí nica San Felipe con los resultados de los aná lisis de las muestras gené ticas de la señ orita Soraya. Son resultados de hace unos añ os, pero, como ustedes saben, el ADN no cambia, es inmutable, permanece inalterable con el paso del tiempo.

—¿ Y có mo sabe que esos papeles que le dio el señ or Tudela son auté nticos? —repreguntó el locutor Beingochea, el rostro ajustado por unos audí fonos gruesos, de color negro, sus mofletes hinchados, su lengua pastosa, como si tuviera sed, como si estuviera pensando a qué hora termina esta buena mierda para echarme un trago.

—¡ Má s respeto, señ or Beingochea! —gimió Tudela, como si lo hubiesen acuchillado, retorcié ndose de un dolor o un sufrimiento que sabí a có mo simular muy bien, era un actor consumado, el pueblo lo amaba por eso, por su capacidad de llorar, de decir que le dolí a la pobreza, que habí a pasado hambre de niñ o, por contar historias cursis, conmovedoras, y luego poner una mú sica andina traspasada de tristeza y echarse a bailar con oficio, siempre buscando con la mirada a una mujer que le abriese el apetito sexual—. ¡ Yo soy incapaz de mentirle al pueblo peruano!

—Yo confí o plenamente en mi amigo Alcides Tudela —replicó el doctor Caneló n, y palmoteo en la espalda al aludido.

—No digas que eres mi amigo, huevó n —le susurró Tudela al oí do—. No me cagues, compadre.

—¿ Desde cuá ndo son amigos, doctor? —preguntó una periodista de El Tremendo, Carla Miyashiro.

—No somos amigos —se apresuró a aclarar Tudela, con la voz afectada de gravedad, inflando el pecho—·. Solo somos conocidos, ambos somos luchadores por la democracia, compartimos la misma trinchera de lucha por la democracia.

—Nos conocemos desde la universidad en San Francisco —afirmó el mé dico Caneló n, como si no hubiera escuchado a Tudela—·. Somos muy amigos desde niñ os.

Tudela lo miró con mala cara, como dicié ndole desde joven fuiste bruto, Raulito, con el tiempo te has puesto má s bruto todaví a.

—Señ ores periodistas, mi comando de campañ a va a repartir entre ustedes fotocopias con el resultado de la prueba de ADN, para que informen con veracidad al pú blico y se entere de que la ciencia mé dica ha demostrado que no soy, nunca he sido y nunca seré el papá de la linda niñ a Soraya —cambió de tema Tudela, al tiempo que sus allegados distribuí an entre los periodistas los papeles firmados y sellados por el doctor Caneló n, que exoneraban a Tudela de toda responsabilidad paternal sobre Soraya—. Es una pena, me hubiera gustado ser su padre, porque es una niñ a muy inteligente y muy hermosa, pero gené ticamente no es mi hija, aunque sentimentalmente la considero así, como considero mis hijos a todos los niñ os y niñ as del Perú que desean un mejor porvenir —abundó Tudela, y luego se enjugó las lá grimas con un pañ uelo blanco arrugado.

—La cagada, ya se puso a llorar el cholo, ahora quié n lo para —murmuró el locutor Beingochea.

—Soraya, no eres mi hija, pero acá te espero con los brazos abiertos para ser tu padre cariñ oso, si así lo deseas y me necesitas —siguió lloriqueando Tudela, convencido de sus dotes histrió nicas, de veras consternado—. Soraya, hijita linda, te esperamos en la casa para pasar la Navidad, bajo mi á rbol de Navidad siempre habrá un regalo para ti —dijo Tudela, y se alivió la nariz, dejando abundante mucosidad en el pañ uelo.

—Señ or Alcides Tudela, el señ or Gustavo Parker lo ha acusado de ser la mano negra detrá s del video de Juan Balaguer —dijo un periodista de Canal 4, un hombre bajito, calvo, cachetó n y algo afeminado, conocido como Saú l Espino.

—No, no, qué ocurrencia —se rio, tranquilo, sin perder la compostura, Tudela—. La mano negra no es la mí a, es la de Mamanchura —añ adió, para risotada de los periodistas.

Luego se acercó al doctor Caneló n y le susurró al oí do:

—Ya está hecho el depó sito en tu cuenta, hermanito.

—Gracias, Alcides, eres un tigre —contestó Caneló n, con una sonrisa sumisa, servicial, que era su sello personal, é l siempre sonreí a, incluso cuando daba una mala noticia, «Usted tiene sida» o «Usted tiene una enfermedad mortal», siempre sonreí a.

Enseguida Tudela bajó a abrazar a los periodistas, a besar a las reporteras má s guapas y a dejarse fotografiar con el brazo derecho descubierto, mostrando el pinchazo que, segú n é l, le habí an hecho las enfermeras de Caneló n para realizar la prueba de ADN.

—El doctor Caneló n les ofrece sus servicios gratuitos al señ or Juan Balaguer y al negro Mamanchura, alias Aceituna Fresca, para ver si tienen sida —dijo Tudela, fuera de micró fonos, y los periodistas celebraron su ocurrencia con grandes carcajadas, y luego varios le preguntaron si los llevarí a a comer y tomar algo, «Tenemos que celebrar, Alcides, ahora sí ya ganaste las elecciones, compadre», y Tudela sentenció, el brazo estirado, como señ alando la ruta en medio de un camino incierto—: Vamos a celebrar al bar de Gastó n. Tengo má s sed que Cristo en la cruz.

Si bien Alcides Tudela se resignó a la idea de que serí a padre, las relaciones con su esposa, Elsa Kohl, no fueron buenas todo el tiempo del embarazo. Tudela dormí a con ella pero no mostraba ningú n interé s por tocarla, besarla, hacerle el amor, y en general parecí a renuente y esquivo con ella. Aunque no se lo decí a, seguí a molesto porque Elsa se habí a obstinado en tener al bebé. Irritado con su mujer y ofuscado con aquella curva inesperada que habí a tomado su vida, impotente porque nada podí a hacer para cambiar las cosas, Tudela decidió irse un tiempo al Perú, a Chimbote. Sacó dinero de la cuenta que habí a abierto para las ví ctimas del terremoto, compró un pasaje aé reo sin decirle nada a su esposa, mandó cartas manuscritas a sus profesores de la universidad dicié ndoles que su padre estaba enfermo de cá ncer, agonizando, y solo le contó a Clifton Miller la verdad: se irí a un mes a Chimbote y ya volverí a luego, pues necesitaba alejarse de Elsa Kohl: «Necesito volver a mis raí ces», le dijo. Para solventar sus gastos en el Perú, Tudela sacó tambié n veinte mil dó lares del banco, los metió en un maletí n deportivo y emprendió el viaje. A su llegada a Lima, los agentes de aduanas le pidieron que pasara el maletí n por la revisió n manual. Así fue como encontraron que llevaba veinte mil dó lares que no habí a declarado en su papeleta aduanera. Ademá s, los oficiales de inmigració n descubrieron en sus archivos que un tal Alcides Tudela era buscado por narcotraficante, por lo que procedieron a detenerlo, confiscarle el dinero y sus pertenencias y mandarlo a un calabozo. «No he cometido ningú n crimen. Ese dinero es para las ví ctimas del terremoto», se quejó Tudela, cuando le comunicaron que estaba detenido, y luego se quedó pasmado al escuchar que lo acusaban de ser traficante de drogas. Tres dí as duró el malentendido, tres dí as en los que Tudela lamentó haber regresado al Perú, maldijo su suerte, intentó en vano comunicarse con su familia en Chimbote o con un abogado, tres dí as en los que tuvo que alimentarse con la comida hedionda de la cá rcel, hacer sus necesidades en un silo comú n y sufrir las bromas crueles, humillantes, de los policí as. Luego le informaron que todo habí a sido un error, que el Alcides Tudela narcotraficante al que buscaban era un homó nimo, que podí a irse. Tudela exigió que le devolviesen su dinero, pero la policí a se negó, alegando que el dinero le habí a sido incautado conforme con la ley porque no lo habí a declarado y, por tanto, habí a intentado burlar los controles aduaneros, ingresá ndolo de modo tramposo. Furioso, mal dormido, sin un cé ntimo en el bolsillo, sufriendo escaldaduras porque no habí a papel higié nico en la cá rcel, Tudela apuntó en un papel los nombres de sus captores y les dijo que algú n dí a serí a presidente del Perú y los meterí a presos por corruptos. Los policí as se rieron y lo echaron de la prisió n a empellones. Tudela se encontró en las calles del Centro de Lima hecho un estropicio, sin dinero para tomar un autobú s hacia Chimbote. No tuvo má s remedio que tragarse el orgullo, llamar por cobro revertido a la casa de los Miller en San Francisco y pedirle a Elsa que le enviase un dinero de la cuenta de las ví ctimas del terremoto. Como ella se negó a gritos, acusá ndolo de cobarde por haber escapado de sus responsabilidades paternales y lo conminó a volver de inmediato, Tudela la mandó al carajo, colgó y decidió vender su Rolex en una joyerí a de la calle Lampa. Le ofrecieron cuatrocientos dó lares por un reloj que le habí a costado mil quinientos en San Francisco. Tudela besó su reloj y derramó unos lagrimones al entregá rselo al joyero. «No lo venda, guá rdelo, algú n dí a voy a ser presidente de este paí s», le dijo, conmovido. «¿ Para eso te emborrachas? », le contestó el joyero, con sonrisa displicente. Al dí a siguiente, Tudela llegó a Chimbote. Lo primero que hizo fue visitar la tumba de su madre, llorar desconsoladamente y luego emborracharse con cerveza. «¿ Por qué llora, señ or? », le preguntó el taxista, camino a la casa de su padre. «Porque me duele el Perú », respondió Tudela.

Juan Balaguer salió de los cines Village en Recoleta y caminó a paso rá pido en direcció n al hotel Alvear, donde se encontraba alojado. Eran casi las dos de la mañ ana. A su paso sorteaba mendigos, vendedores de flores, prostitutas, jó venes vestidos de negro que ofrecí an los servicios sexuales de unas señ oritas recié n llegadas de Rusia. Era una noche cá lida, aunque se anunciaba que iba a llover. Balaguer habí a pasado el dí a buscando departamentos en la zona de Recoleta, de Palermo, en algunos edificios cercanos al Zooló gico. No sabí a si alquilar o comprar. Tení a suficiente dinero en bancos de Montevideo y Buenos Aires para comprar un departamento pequeñ o. No se imaginaba volviendo pronto a Lima, creí a que el escá ndalo del video sexual serí a devastador, por eso apuraba el paso, querí a llegar deprisa al hotel para ver si los perió dicos peruanos ya habí an subido la noticia a sus pá ginas de internet. Balaguer habí a viajado con frecuencia los ú ltimos quince añ os que habí a ejercido el periodismo en Lima, habí a viajado porque tení a dinero, porque podí a escaparse de martes a viernes, entre programa y programa, y porque en el extranjero se sentí a libre y podí a tener encuentros amatorios fugaces, de una noche, que en Lima le resultaban má s complicados. Buenos Aires era, con diferencia, la ciudad que má s habí a visitado, se sentí a ya parte de la ciudad, conocí a bien las calles y los hoteles y los restaurantes que le gustaban y los lugares apropiados para ir de noche a buscar una compañ í a que le resultase placentera. Conocí a tan bien Buenos Aires que se sentí a mejor o má s relajado o menos tenso allí que en Lima, donde el hecho de ser una celebridad de la televisió n y una persona que creí a tener un futuro polí tico recortaba su libertad, o así lo sentí a é l. Cuando llegó al hotel, saludó a los porteros, que ya lo conocí an de tantos viajes, y le tení an aprecio porque dejaba propinas generosas, se detuvo un momento en el bar y tomó un jugo de naranja («Un exprimido de naranja», le pidió al mesero, como solí a pedir esos jugos cuando estaba en Buenos Aires), luego entró en el ascensor y subió al cuarto piso. Le habí an dado una habitació n grande, con una cama muy espaciosa, tamañ o king, de colchó n no tan blando, má s bien duro, para que no le diesen dolores de espalda, y sobre la alfombra habí a desperdigado diarios, revistas, libros, se habí a pasado todo el dí a encerrado en la habitació n, ordenando comida ligera, leyendo cuanto le parecí a de interé s en quioscos y librerí as, leyendo revistas frí volas, de actualidad, de humor, leyendo La Nació n y Clarí n, hojeando las obras completas de Borges, de Cortá zar, los cuentos de Fontanarrosa, de Copi, alguna novela de Mairal, de Fresá n, de Forn, los cuentos de Birmajer. No prendió la televisió n, no querí a ver televisió n argentina ni de ningú n lugar, querí a desintoxicarse de la televisió n, ver una pelí cula todos los dí as en el cine de Recoleta o en el cine de la calle Beruti, en Palermo, y querí a leer, leer, leer todo lo que pudiese, a ver si de tanto leer cosas buenas y cosas malas (Leer cosas malas sirve para reconocer las cosas buenas, pensaba) escribí a é l mismo algo inspirado en su tiempo ahora interrumpido de periodista polí tico en el Perú. No querí a ver a Mamanchura, no querí a saber nada de é l. Habí a encontrado varias notas que daban cuenta de las llamadas que le habí a hecho al Alvear, pero no las habí a contestado, no querí a contestarlas, sabí a que Mamanchura estaba en Buenos Aires pero no confiaba en é l, nunca confió en é l, siempre tuvo miedo de que fuese un agente al servicio de sus enemigos polí ticos, y ahora que Tudela tení a el video, que Parker habí a visto el video, Balaguer se preguntaba si Mamanchura no le habí a tendido una emboscada, si a Mamanchura no le habí an pagado para que lo sedujera y lo llevara al hotel Los Delfines y tuviera sexo con é l, a sabiendas de que los grabarí an y que con esa grabació n someterí an a chantaje a Balaguer. Ese negro es un vendido, no quiero verlo má s, pensó, y luego encendió la computadora y confirmó sus temores, los diarios peruanos, todos, los má s serios y los má s acanallados, los má s polí ticos y los má s policiales o faranduleros, habí an anunciado en portada que Balaguer aparecí a en un video obtenido clandestinamente teniendo sexo con un sujeto que se dedicaba a la prostitució n. Balaguer sintió la peor vergü enza que lo habí a invadido nunca, sintió que no podrí a salir má s a la calle, ni siquiera a las calles de Buenos Aires, sintió que tal vez convení a conseguir una pistola y pegarse un tiro allí mismo, en la suite del cuarto piso del Alvear, luego de tomar el té en el jardí n de invierno. Sentado frente a la pantalla de la computadora, encorvado, agachado, como si quiera esconderse o agazaparse tras la pantalla, fue leyendo los titulares y se sintió una escoria, un desperdicio, un hombre sin futuro, destruido, humillado. El Comercio habí a titulado «Descubren a Juan Balaguer pagando por servicios sexuales» (Al menos no detallan qué clase de servicios sexuales, pensó agradecido Balaguer); Perú 21 anunciaba en portada «Balaguer fuga del Perú, acusado de sexo ilí cito»; Correo decí a en primera plana «Balaguer es una dama en la cama, negro es su marido»; La Repú blica decí a «Graban a Balaguer en un hotel con su amante negro»; el diario El Tremendo titulaba, deleitá ndose, «¡ Balaguer locaza! », y má s abajo, con una foto tomada del video, donde se veí a a Mamanchura teniendo sexo con Balaguer, con un recatado listó n negro cubriendo sus genitales pero no el rostro compungido y gozoso de Balaguer ni el má s circunspecto y profesional de Mamanchura, habí a un titular que decí a «Periodista pituco le da su cucú a moreno achoradazo y le paga harto billetó n»; el diario El Tí o titulaba, fiel a su tradició n humorí stica y ramplona, tan popular entre los peruanos, «¡ Balaguer se la come entera! ». Esto es peor de lo que pensaba, se dijo Balaguer, ponié ndose de pie, asomá ndose por la ventana, divisando, en la calma de la avenida Alvear, a unos pocos peatones caminando sin apuro, a algunos policí as vestidos de azul custodiando el hotel. Tengo que conseguir una pistola, tengo que matarme, pensó. No podré volver nunca má s al Perú y tampoco podré quedarme en Buenos Aires, el video probablemente saldrá tambié n acá, y aun si eso no pasara, hay tantos peruanos acá que no podré caminar por la calle tranquilamente. Mi vida ha terminado, va siendo hora de despedirme, se dijo.



  

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