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Jaime Bayly 14 страницаParker caminó y palmoteo a Balaguer en la espalda con gesto paternal. —Haces bien en renunciar. Pero deberí as aceptar que eres maricó n y que te gustan los negros y que está s enamorado de ese negro en particular. —Nunca —se negó Balaguer—. No puedo hacer eso. Se me cae la cara de vergü enza. —Solo si aceptas la verdad y pides perdó n, la gente, con el tiempo, quizá acabe perdoná ndote y puedas volver a la televisió n —anunció Parker—. Pero si mientes, quedará s como un maricó n y un cobarde, y todo el mundo sabrá que eres maricó n, pero nadie te respetará por ser cobarde y mentiroso. —Gracias por tu consejo, Gustavo —dijo Balaguer, mirá ndolo con gesto contrariado, decepcionado, con el rostro sombrí o de quien sabe que ha perdido a un amigo, de quien sabe que ha perdido simplemente y tiene que escapar y esconderse e inventarse una nueva vida, una vida anó nima y vagarosa—. Ya veré lo que digo má s adelante. Lo ú nico seguro es que esta madrugada me voy del Perú y no regresaré en mucho tiempo. —¿ Adonde te vas? —preguntó Parker, con tono afectuoso. —No lo sé todaví a —mintió Balaguer, que no querí a decirle dó nde pensaba esconderse, ya no confiaba en Parker, ya no confiaba en nadie, ni siquiera en Mamanchura, a quien no querí a ver má s. —Cuando esté s instalado en algú n lugar, escrí beme —insistió Parker—. Si necesitas algo, cuenta conmigo. —Gracias, Gustavo —contestó Balaguer, y tuvo que hacer un esfuerzo para no abandonarse al llanto y suplicarle a su jefe otra oportunidad. —Ven acá —le habló Parker, y caminó hacia é l y lo abrazó breve y afectuosamente—. Lamento mucho este incidente tan desagradable, Juan. Debiste ser má s prudente, no debiste atacar al cholo en tu programa. —Igual iba a sacarme el video, ya estaba jodido —se lamentó Balaguer. —Puede ser, ese cholo es una mierda. No digas nada, qué date callado, yo voy a defenderte mañ ana cuando salga el video, voy a decir que es un golpe bajo de Tudela, voy a decir que has salido de vacaciones, no digamos que has renunciado, de repente en un tiempo baja la marea y puedes volver. —Gracias, Gustavo. —De nada, Juan. Tú sabes que eres como un hijo para mí. Balaguer se quedó en silencio. Su carrera como periodista influyente de la televisió n peruana habí a terminado. Nunca pensó que el final podí a ser tan abrupto y bochornoso, sin tener siquiera la posibilidad de despedirse, de dar una explicació n, de agradecer al pú blico por su cariñ o y su lealtad. —Si gana el cholo Tudela, no puedes volver en cinco añ os —le aconsejó Parker. —Ya lo sé —respondió Balaguer—. Pero no creo que gane. —En el Perú nunca se sabe —señ aló Parker—. En el Perú ganan siempre los má s brutos, los corruptos, los mentirosos. En el Perú tener una hija negada no te jode la carrera polí tica, y puede que incluso te dé prestigio. El cholo está vivito y coleando, el que está jodido eres tú. En el Perú, si eres un pingaloca y tienes hijos como balas perdidas, la gente vota por ti, porque eres lo que todo el mundo es, y hasta lo que todo el mundo quisiera ser. Pero si eres maricó n, y si encima te culea un negro, está s jodido, Balaguer, está s jodido: nadie te va a querer, ni siquiera los maricones; con suerte los negros te mirará n con simpatí a, pero ni siquiera, porque encontrar un negro marica es má s difí cil que dar con un borracho que sepa cuá ntos hijos tiene. Las relaciones entre Juan Balaguer y sus padres se hicieron má s frí as y distantes despué s de un encuentro casual en el restaurante del hotel Country. A pesar de que era renuente a exhibirse en lugares pú blicos, porque la gente solí a reconocerlo y acercá rsele y decirle cosas que le resultaban molestas, Balaguer solí a comprar comida en algunos restaurantes, pues viví a solo y no cocinaba, y uno de sus preferidos era el del Country. Su padre, Juan, y su madre, Dora, estaban celebrando su aniversario de bodas, una fecha que Balaguer habí a olvidado. Llevaban un tiempo largo sin hablarse, sin comunicarse siquiera para los cumpleañ os o para la Navidad, Juan no habí a devuelto las llamadas de su madre y ella se habí a cansado de buscarlo. Balaguer pensaba que sus padres le hací an dañ o, que le resultaban tó xicos, y que por eso le convení a evitarlos. Fue Juan Balaguer padre quien vio a su hijo en el vestí bulo del hotel, esperando a que le trajeran la comida que habí a ordenado por telé fono. Se acercó a é l, le dio un abrazo, le recordó que estaban de aniversario y le pidió que fuese a saludar a Dora. Sin encontrar fuerzas para oponerse y marcharse, Balaguer terminó sentado a la mesa de sus padres, hablando con ellos cordialmente, como si la comunicació n no se hubiese interrumpido tanto tiempo, desde que é l habí a dejado los estudios en la universidad y se habí a dedicado por completo a la televisió n. Su padre era un hombre alto, distinguido, de espaldas anchas (nadaba dos horas todas las mañ anas) y prominente calvicie. No era risueñ o, no parecí a feliz, tení a el gesto torcido, la expresió n fatigada, como si las circunstancias no fuesen de su agrado, como si su vida no fuese la que hubiera escogido, sino a la que se habí a resignado. Tení a dinero, suficiente como para no trabajar el resto de su vida, pero siempre sentí a que era poco, en comparació n con el de los hombres má s ricos del paí s, de modo que su dinero le parecí a insuficiente y querí a má s, aunque no le quedase tiempo para gastarlo. Sus grandes pasiones eran el ajedrez y los libros de guerra. Era un hombre desadaptado, lo suyo no eran las fiestas ni las reuniones con amigos, habí a ido perdiendo amigos con el tiempo, y le gustaba, en cambio, tomar un par de tragos a solas, en silencio. Tení a tres amigos —un general retirado, un embajador en retiro, un hacendado— con quienes se reuní a para jugar ajedrez y tomar unos tragos. Le molestaba que le hablasen sobre su hijo, preferí a cambiar de tema, le irritaba que su hijo fuese famoso y hubiese abandonado la universidad. Dora, la madre de Balaguer, era una mujer muy delgada, casi huesuda, el pelo pintado de un negro retinto, azabache, el rostro arrugado. Por razones religiosas, no usaba nunca pantalones, solo vestidos, y preferí a no maquillarse ni hacerse operaciones esté ticas. Dormí a en una habitació n separada de la de su marido, hací a añ os que no tení an ninguna clase de intimidad eró tica, no le hací a confidencias a su esposo, solo se las hací a a su guí a espiritual, el padre Martí n Añ orga de los Santos, del Opus Dei, a quien veí a dos veces por semana, sin falta. Juan y Dora Balaguer parecí an una pareja tranquila, no se advertí a que se mirasen con crispació n o rencor, un aire apacible y exento de reproches los uní a. Se querí an, ninguno podí a imaginar la vida sin el otro, pero no eran amigos, procuraban hablarse lo menos posible, asociaban el placer con ciertos há bitos ajenos al otro. El ú nico hijo que tení an, al estar distanciado de ellos, les recordaba, o así lo entendí an ellos, que lo que hací an juntos solí a salir mal. Juan pensaba que su hijo habí a resultado dé bil y engreí do por culpa de Dora, que ella lo habí a consentido mucho de niñ o; Dora pensaba que su hijo habí a salido egoí sta y materialista y falto de fe por culpa de Juan, que le daba má s importancia al dinero que a la religió n. Ambos, por distintas razones, pensaban que la relació n que tení an con su hijo era un fracaso peor de lo que hubiesen podido imaginar. Aunque rara vez salí an juntos, eran muy cumplidos para ir a comer en las fechas importantes: los cumpleañ os, las fiestas patrias, el fin de añ o, el aniversario de matrimonio. Por eso estaban esa tarde en el Country y ahora su hijo los acompañ aba y todo parecí a estar bien, la conversació n fluí a sin contratiempos. De pronto, Juan y Dora creí an que no habí an hecho las cosas tan mal, que su hijo habí a elegido su propio camino, el de la televisió n y la vida pú blica, que al menos no era un fracasado, un perdedor, un bueno para nada. Pudo haber sido el principio de una reconciliació n, pero no lo fue. Un comentario de Juan padre lo impidió, lo echó a perder. Dora, que podí a saltar de un tema a otro con aparente brusquedad y sin dar explicaciones, dijo «Nos encanta tu programa, lo vemos todos los domingos». Juan hijo sonrió: «Muchas gracias, cada vez está mejor la sintoní a. Gustavo Parker está muy contento». Juan padre se apresuró: «Yo no lo veo». Juan hijo torció el gesto. Dora intervino: «Claro que lo vemos juntos, te encanta ver Panorama». Juan padre se negó a hacer concesiones en aras de la armoní a familiar: «Yo no lo veo nunca. No me gusta». Su hijo le preguntó «¿ Por qué no te gusta? ». Balaguer padre respondió «Porque es periodismo amarillo, sensacionalista. Todo es sangre y culos y tetas». Balaguer hijo repuso «¿ Y desde cuá ndo te disgustan los culos y las tetas, papá? ». Dora supo que ese encuentro casual no servirí a para reanudar las buenas relaciones, odió a su marido por ser tan severo con su hijo y guardó silencio. Juan padre dijo «No me gustan los reportajes truculentos de tu programa. No es un programa periodí stico. Es frí volo, amarillento». Balaguer hijo preguntó «¿ Y tú desde cuá ndo sabes tanto de periodismo? ». Balaguer padre contestó «Sé de periodismo y de la vida má s que tú, muchacho insolente. Y sé que tu jefe Gustavo Parker es un mafioso que deberí a estar preso, les debe plata a todos los bancos del Perú y tiene pé sima reputació n». Balaguer hijo se puso de pie y miró frí amente a su padre: «Le tienes envidia porque tiene má s plata que tú ». Luego se marchó a paso rá pido, mientras Dora le decí a a su esposo «¿ No podí as quedarte callado? ». Haciendo maletas apresuradamente para llegar al aeropuerto a las cuatro de la mañ ana y abordar el vuelo de las seis hacia Buenos Aires, Juan Balaguer pensó que la vida era muy extrañ a, que una simple llamada telefó nica le habí a arruinado el destino, torcido la suerte, que si Soraya Tudela no lo hubiese buscado a é l sino a Malena Delgado o a Raú l Haza, ninguna de las desgracias que se habí an cernido sobre é l habrí a ocurrido nunca, y el caso Soraya hubiese sido tocado, o quizá s no, por esos otros periodistas, pero ya era tarde para lamentarse, el dañ o ya estaba hecho, la suerte estaba echada, y Balaguer habí a decidido este final, el final brevemente valeroso, el final fugazmente heroico: por unas pocas horas quedarí a ante la opinió n pú blica como un periodista corajudo, con principios, que habí a enfrentado la duplicidad moral del candidato Tudela, pero esa percepció n durarí a poco y estaba a punto de ser pulverizada por el video sexual, y luego nada serí a igual, era mejor estar lejos cuando la gente reaccionase con repulsió n, era mejor escapar del Perú. Mientras preparaba su equipaje, Balaguer corrí a hacia la computadora, escribí a su nombre en el buscador de YouTube y verificaba si habí a sido subido ya el video infame, pero no, todaví a no, por suerte seguí a sin aparecer. Balaguer rogaba que no saliera hasta que el avió n despegase hacia Buenos Aires, ya despué s no leerí a la prensa peruana y tratarí a de esconderse un tiempo largo, hasta que el escá ndalo se disipara. Echó una mirada a su habitació n, la cama con el mejor colchó n de la ciudad, la pantalla plana con quinientos canales, los libros apilados en el suelo, el escritorio y la computadora, las fotos de su madre y su padre colgadas de la pared, las alfombras, las cortinas gruesas que nunca abrí a, el equipo de mú sica, los discos de mú sica clá sica: era un lugar donde habí a sido feliz, cultivando la soledad, meditando sus movidas ascendentes en la televisió n, nunca una habitació n donde hubiese tenido sexo con alguien, esas cosas preferí a no hacerlas en su departamento, no querí a que los porteros y vigilantes conocieran sus debilidades, sus secretos, sus pulsiones sexuales, los encuentros con Mamanchura habí an sido siempre en hoteles, ¿ cuá ntos videos má s podí an haberle hecho? Entró en el cló set, sacó algo de ropa, las prendas a las que tení a má s afecto, un par de pantalones y unas cuantas camisetas y dos casacas y unas bufandas y su sombrero má s apreciado, y dejó todo lo demá s, la colecció n de zapatos, de corbatas, de sombreros y boinas y gorras, los trajes, todos azules, nada de eso cabí a en su maletí n de mano, y no pensaba complicarse la vida llevando maletas pesadas, en Buenos Aires comprarí a lo que fuese necesitando, no habí a que llevar bultos y perder el tiempo en Ezeiza esperando a que saliera el equipaje, lo mejor era escapar sigilosamente y perderse en la gran ciudad y olvidarse de los peruanos como quien huye de una peste. No metió un solo libro ni un solo disco en el maletí n rodante, de mano. Sí puso su computadora portá til, su agenda, varias agendas, todos los papeles que probasen algú n ví nculo con Mamanchura, los celulares, tres celulares que pensaba destruir al llegar a Buenos Aires (temí a que lo investigasen, que lo acusasen ante la policí a por haber incurrido en el acto ilegal de prostitució n, que rastreasen las llamadas de sus celulares y diesen con que habí a hablado no una sino muchas veces con Mamanchura, lo que desbaratarí a su defensa de que el video era trucado y que a Mamanchura no lo habí a visto nunca), los papeles bancarios de las cuentas en Lima y en Miami, Montevideo y Buenos Aires, todo el dinero que, por suerte, prudentemente, habí a ido sacando mes a mes del Perú, previendo una situació n de catá strofe en la que tuviese que huir, algo tan malo como lo que ahora estaba pasando. Al menos tengo plata afuera para vivir tranquilo un par de añ os, pensó, ya luego me las arreglaré, en Buenos Aires tengo amigos y quizá alguien me dé una oportunidad en la televisió n; por lo demá s, no es una ciudad tan homofó bica como Lima, y si sale lo de Mamanchura no será tan terrible como acá, este paí s de acomplejados y adulones y pusilá nimes y buenos para nada, este paí s de envidiosos y fracasados, este paí s que antes me admiró y ahora pasará a despreciarme. A Mamanchura no debo verlo má s, no debo llamarlo, pensó, y sintió pena, pues su amigo le habí a sido leal, con suerte ya habí a volado fuera del Perú, no contestaba el celular, lo que parecí a una buena señ al, pero de todos modos no pensaba llamarlo ni hablar con é l ni verlo má s, tení a que olvidarlo, no serí a fá cil, Mamanchura era un cuerpo que evocaba placer en la memoria de Balaguer, un cuerpo amable y aguerrido que habí a sido suyo muchas veces, y que con seguridad echarí a de menos. Cerró la maleta, recorrió pausadamente la sala, el comedor, miró con detenimiento los cuadros que habí a comprado en exposiciones de sus amigos pintores, la modesta colecció n de arte que colgaba de sus paredes, pasó la mano suave y delicadamente por los libros ordenados de un modo minucioso en su biblioteca, contempló las fotos de su madre, de su madre cuando era amazona, de su madre casá ndose, de su madre en Parí s y en Nueva York y de luna de miel en Bariloche, besó los retratos de su madre, le pidió perdó n, sintió los ojos hú medos, llorosos, supo que era con diferencia el peor dí a de su vida, y sin embargo intuyó que lo esperaban dí as aú n peores, dí as mucho peores, dí as en los que serí a un fugitivo, un paria, un leproso, un don nadie, un pobre diablo huyendo de su pasado. Entró en el ascensor, bajó, le dio una propina al portero y, antes de subir al taxi, le dijo: —Me voy de vacaciones. Te mandaré plata todos los meses para que vayas pagá ndome las cuentas. Luego saludó al chofer del taxi y, a pesar de la espesa penumbra de la noche, alcanzó a leer, escritas con pintura negra en la pared de enfrente, en la casa de su amigo el magnate judí o Samuel Perelman, unas palabras dirigidas a é l: «Balaguer mercenario vendido a Lola Figari». Pensó El cholo Tudela no pierde el tiempo, va a pintar toda la ciudad con insultos contra mí. —Al aeropuerto, por favor —dijo. —Lo felicito por su programa, señ or Balaguer —lo saludó el chofer, al tiempo que encendí a el automó vil—. Es usted un tremendo periodista. Vi la entrevista a la hija de Tudela. De ninguna manera voy a votar por el cholo. —Me alegro —contestó Balaguer, forzando una sonrisa—. Yo tampoco. Cuando Elsa Kohl quedó embarazada, Alcides Tudela no se alegró, se enfureció, lo tomó como una pé sima noticia. «Es un accidente, no estaba en mis planes», le dijo ella. «Me dijiste que te cuidabas, que no tení a que ponerme «condó n», respondió é l, abrumado. Tudela no querí a ser padre, sentí a que no tení a suficiente dinero, que era una obligació n para toda la vida que aú n no estaba preparado para asumir. «Bueno, sí, me cuidaba, pero parece que las pastillas fallaron», replicó ella. «¿ Có mo no iban a fallar si te las manda tu mamá desde Francia y seguro que compra las má s baratas, las que vienen falladas? », refunfuñ ó é l. Discutí an a la salida del hospital de la Universidad de San Francisco, donde le habí an hecho a Elsa Kohl unas pruebas de sangre que confirmaron el embarazo. «No podemos tener un hijo, no tenemos plata. », alegó Tudela. «Claro que tenemos plata, tenemos má s de un milló n de dó lares de los donativos para el terremoto», aclaró ella, frunciendo el ceñ o, rascá ndose la cabeza. «Esa plata no la podemos tocar, es para mi campañ a presidencial», contestó Tudela, muy serio. «No me jodas, cholo ladró n, la mitad es tuya, la mitad es mí a», protestó ella. «Eres una irresponsable. Ni siquiera hemos terminado nuestras carreras universitarias y quieres traer a una criatura al mundo, ¡ a este mundo cruel! », se impacientó é l, levantando la voz. «¿ Qué quieres que haga, Alcides? », preguntó ella. «Debes interrumpir este embarazo indeseado e indeseable», afirmó é l, engolando la voz. «¿ Quieres que aborte? », inquirió ella, sorprendida. «No he dicho eso», replicó é l, en tono profesoral. «Solo he dicho que quiero que interrumpas el embarazo por el bien de nosotros como pareja. » «¡ Es lo mismo! », exclamó ella, colé rica. «¡ Me está s pidiendo que aborte! » Tudela se hizo el ofendido: «¡ No, no es lo mismo! ¡ Te estoy pidiendo que sufras una pé rdida! ¡ Te estoy pidiendo que te hagas una pequeñ a intervenció n terapé utica para corregir este descuido que hemos cometido por culpa de la tacañ a de tu madre, que nos mandó pastillas anticonceptivas falladas! ». Pasaron los dí as y Elsa Kohl se negó a abortar. Alcides Tudela no le hablaba, estaba furioso con ella, se habí a mudado a la casa de un amigo, Rick Short, jugador de fú tbol y frecuente consumidor de alcohol como é l, y se habí a jurado no hablarle má s a Elsa si ella se empecinaba en tener al bebé. Tudela pasaba los dí as ebrio, se negaba a asistir a clases, decí a que habí a perdido toda la ilusió n para seguir vivo, que su mujer lo habí a traicionado. Seguí a jugando fú tbol, pero su rendimiento habí a declinado, ya no parecí a alegre, inspirado, pí caro, corrí a a duras penas como consecuencia de los excesos alcohó licos, casi nunca metí a un gol. «Elsa me ha traicionado, me quiere hacer un hijo a la fuerza; quiere amarrarme a la mala porque sabe que ahora tengo má s de un milló n de dó lares; es una rata como todas las mujeres, todas son unas putas que solo piensan en el dinero», se quejaba con su amigo Rick Short. Harta de los desplantes de su marido, Elsa Kohl fue a buscarlo a uno de los bares de Turk Boulevard, cerca del campus de la universidad, y le dijo, en presencia de Rick Short, «Quiero el divorcio, me voy a vivir a Francia con mi madre, quiero que mi bebé sea francé s». Tudela no pareció inmutarse: «Haga lo que sea mejor para usted, señ ora», le contestó, frí amente, mirá ndola como si fuera una desconocida. Dí as despué s, Rick Short llamó por telé fono a Elsa Kohl, la llevó a comer a un restaurante de Nob Hill y le declaró su amor. «Si Alcides no quiere ser el padre de tu hijo, yo lo seré con mucho gusto», le dijo, tomá ndola de la mano. «No sé, Rick, necesito pensarlo», respondió ella, sorprendida. «Estoy dispuesto a irme a Francia contigo», insistió é l. Saliendo del restaurante, Elsa Kohl llamó a Alcides Tudela y lo citó en casa de los Miller. «Voy a casarme con Rick», le espetó apenas lo vio. «Esta noche me ha dicho que está enamorado de mí, que quiere casarse conmigo», le dijo, sin rodeos, ella era una mujer que detestaba las cortesí as diplomá ticas. «¡ Eres una puta, carajo! », se enfureció Tudela, y tuvo que ser sujetado por Clifton Miller, porque parecí a querer pegarle a Elsa Kohl. «¿ Ese hijo es de Rick o es mí o? », preguntó, acalorado. «Es tuyo, pero si no quieres ser el padre, será de Rick, y me casaré con é l», lo amenazó ella. «Muy bien, yo seré el padre», dijo Tudela, y salió, tirando la puerta. Luego se dirigió al departamento de Rick Short y, con un bate de bé isbol, le dio una paliza que lo dejó inconsciente. Antes de irse, le lanzó un salivazo en el rostro y orinó sobre é l, rié ndose. Terminó esa noche en un bar de Chinatown, jurá ndoles a los camareros chinos que era descendiente del inca má s poderoso del Perú y que poseí a una inmensa fortuna, lingotes de oro enterrados en las montañ as de Cajamarca. Al amanecer, volvió a casa de los Miller, despertó a Elsa Kohl, la abrazó y, a pesar de que ella le rogó que se detuviera, la forzó a tener sexo, dá ndole nalgadas y bofetadas y dicié ndole insultos en quechua, algo que a ella no parecí a disgustarle. Gustavo Parker llegó deprisa a su oficina, pasó frente a su secretaria sin saludarla, tiró la puerta (no tanto porque estuviera malhumorado como para decirle así que no querí a que le pasaran ninguna llamada), tomó una taza de café sin azú car, leyó anotadas en un papel las llamadas que habí a recibido esa mañ ana (cuatro de Alcides Tudela, todas con cará cter urgente), se acomodó en su silló n reclinable de cuero con ruedas giratorias y se dispuso a leer la prensa del dí a como quien se alista para leer un parte mé dico que solo puede traer noticias desalentadoras. El diario má s influyente, El Comercio, titulaba en portada «Acusan a Tudela de no reconocer a su hija», y luego exhibí a un subtí tulo que decí a «Madre de la niñ a pide prueba de ADN». El diario má s leí do, diez veces má s leí do que El Comercio aunque bastante menos influyente (pues era leí do principalmente en el transporte pú blico y por personas de inferior educació n), un tabloide llamado El Tremendo, titulaba en letras de escá ndalo, con una foto deslucida de Tudela, que aparecí a como recié n levantado de una noche de desafueros y excesos, «¡ Firma a tu hija, desgraciado! », y debajo de la foto decí a «Mañ oso candidato Alcides Tudela, conocido picaflor, enfrenta juicio de su ex costilla por dejarla en bola y no querer firmar a su cachorra». Al lado habí a una foto de Soraya, tomada del programa de televisió n de Balaguer, muy seria, con el gesto adusto y el dedo acusador, el fondo negro de la escenografí a del programa, y un titular que decí a «¡ Soy chola pero no miento! », y en letras má s pequeñ as, amarillas, todas en mayú sculas: «¡ Papá, no me niegues, soy tu hija! ». El diario Correo, de tendencia conservadora, dirigido por un intelectual de pluma como azote, que solí a hacer escarnio de los polí ticos de izquierda, no habí a recogido la noticia en su portada, en señ al aparente de adhesió n o simpatí a a Tudela, y en sus pá ginas interiores, má s exactamente en la secció n policial, se limitaba a consignar un modesto recuadro cuyo titular decí a «Invaden la vida privada del favorito Alcides Tudela». Parker no leyó el cuerpo del texto, le parecí a una pé rdida de tiempo leer las noticias, se limitaba a hojear los titulares. El diario La Repú blica, conocido por sus simpatí as con las posiciones progresistas y por destacar de un modo escandaloso las noticias sanguinarias, del hampa y los muertos recientes y los criminales pró fugos y los suicidios de jó venes intoxicados con veneno para roedores, tampoco habí a dado importancia a la denuncia propalada en el programa de Balaguer, rebajá ndola a una noticia pequeñ a, a cuatro columnas, secamente titulada «Piden a Tudela prueba de ADN sobre supuesta hija». El diario Perú 21, un tabloide moderno y de aire liberal que procuraba hacer periodismo equilibrado y no tomar partido incondicionalmente por nadie, presentaba la noticia en primera plana, aunque no como la má s importante del dí a, y titulaba con sobriedad «¿ Soraya Tudela es la hija no reconocida de Alcides Tudela? ». Debajo de una foto del candidato a la salida del programa de Balaguer, anotaba en moldes má s pequeñ os: «Tudela: “Soraya no es mi hija”». Dos diarios populares, escritos con palabras tomadas del habla coloquial, impregnados de un humor zumbó n y cierta irreverencia callejera, Ajá y Tí o, titulaban, respectivamente, «Tudela niega hija chibola» y «Cholo Tudela en otro lí o de faldas». Gustavo Parker dejó los perió dicos con gesto desdeñ oso, fue al bañ o a lavarse las manos ennegrecidas por la tinta, levantó el telé fono y le habló a su secretaria: —Pá same con Alcides Tudela. Un momento despué s escuchó la voz compungida del candidato al otro lado del hilo telefó nico: —Me has traicionado, Gustavo. Me has clavado un puñ al en la espalda. Parker se rio, como si el asunto no tuviera importancia, y le habló con tono cordial: —No exageres, Alcides, no pasa nada, no es para tanto. —¿ No pasa nada? —levantó la voz Tudela, ofuscado—. ¿ Permites que ese traidor de Balaguer me ataque con golpes bajos, metié ndose en mi vida privada, en mi intimidad familiar, y me dices que no pasa nada? ¡ No te pases, Gustavo! ¡ Esto no te lo voy a perdonar! ¡ Espé rate a que sea presidente y me vas a tener que pagar hasta el ú ltimo centavo que debes de impuestos, carajo! Parker se levantó y protestó, tambié n a gritos: —¡ No me amenaces! ¡ No me amenaces, que ahora mismo doy ó rdenes para que el canal te destruya, y te aseguro que pierdes las elecciones!
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