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Jaime Bayly 9 страница



Tudela siguió hacié ndose el desentendido:

—Yo a usted nunca la he chancado, señ ora. Lo juro por mi madre difunta, y mi madrecita que está en el cielo no me deja mentir —luego se dio media vuelta y farfulló, como hablando consigo mismo—: Me voy a seguir luchando por la democracia, carajo.

Lourdes le gritó:

—¡ Ya te jodiste, Alcides! ¡ Mañ ana salimos en el programa de Juanito Balaguer! ¡ Vamos a destruirte, vas a perder las elecciones por mentiroso y por sobrado!

Tudela volteó hacia Balaguer con ojos flamí geros, despiadados.

—Judas, me has traicionado —le dijo, y enseguida se retiró caminando, las piernas torcidas de ex futbolista lesionado.

No fue difí cil para Lourdes Osorio acostumbrarse a las tareas de secretaria que le impuso su nuevo jefe, Enrico Botto Ugarteche, el editorialista má s temido de La Prensa de Lima. Tení a que llegar a la oficina a las nueve de la mañ ana, comprar un café y un pan con chicharró n en La Boulangerie del jiró n de la Unió n, asegurarse de que Botto tuviera un paquete de cigarrillos sin abrir en su escritorio y colocar un rollo de papel higié nico y un jabó n nuevo en el bañ o (el que solo usaba Botto, a ella le estaba vedado, tení a que usar el de la redacció n, donde frecuentemente no encontraba papel higié nico). Tambié n tení a que comprar tres revistas que Botto leí a con voracidad: Time, The National Geographic y ¡ Hola! Botto se lo habí a dicho así, hombre de no andarse con rodeos: «El Time es para saber lo que pasa en el imperio americano; The National Geographic, para ver buenas tetas africanas; y ¡ Hola! para recordar que en una de mis vidas anteriores fui monarca europeo, probablemente de la Casa de los Windsor o de los Orleans, Borbó n o Habsburgo». Botto decí a que la lectura de esas tres revistas lo llenaba de inspiració n y de prosa vibrante y musical para acometer la escritura de sus editoriales del dí a sobre la actualidad polí tica peruana. Llegaba a eso de las diez y media u once de la mañ ana, impecablemente vestido, con traje cruzado y chaleco, pañ uelo de seda en el bolsillo superior del saco, zapatos relucientes, recié n lustrados en la plaza San Martí n, y saludaba a Lourdes Osorio besá ndola recatadamente en la mejilla e informá ndole que, siendo aú n de mañ ana, ya se habí a tomado unos tragos, por lo general whisky puro, en el Club Nacional, al tiempo que le pellizcaba el trasero, lo que al comienzo la incomodaba pero ya luego le fue pareciendo normal. La principal tarea que ella debí a cumplir era servirle whisky con hielo a Botto cada media hora y recordarle rezar el á ngelus a mediodí a. Lo rezaban juntos, de rodillas en la oficina de la pá gina editorial, Botto los ojos cerrados, el cuerpo tembloroso, como si estuviera en trance, Lourdes observá ndolo, no fuera a caerse. Botto rezaba el á ngelus en latí n, «Dios no entiende castellano», decí a, y luego rezaba un padrenuestro tambié n en latí n y el credo: «Credo in unum Deum, Patrem omnipotentem, factorem caeli et terrae, visibilium omnium et invisibilium…». Terminadas las oraciones de mediodí a, Botto tomaba un whisky má s y se metí a ai bañ o con la revista. ¡ Hola! Sin querer, Lourdes escuchaba los gritos de su jefe, sus exclamaciones encendidas, ardientes, sus jadeos y ronroneos de placer. Ya ella sabí a que, de todas las reinas y princesas del mundo que aparecí an en ¡ Hola!, la que Enrico Botto Ugarteche preferí a era Carolina de Monaco. «Estoy perdidamente enamorado de Carolina», le confesó cierta vez que Lourdes lo encontró contemplando sus fotos en ¡ Hola!, con un hilillo de baba que partí a de la comisura de sus labios y caí a entrecortadamente sobre las pá ginas de la revista. Sentada en un escritorio cercano al de Botto, Lourdes se veí a forzada a escuchar los ruidos guturales que hací a su jefe, y no sabí a si era que é l estaba defecando o frotá ndose los genitales, la puerta del bañ o cerrada con pestillo. Los gritos de Botto eran estentó reos: «Carola, mi Carola, soy tu má s devoto sú bdito; á brete, mi princesa», decí a sin pudor Botto, que no parecí a preocupado de que lo escucharan. Cuando salí a del bañ o, Lourdes ya sabí a que tení a que limpiar: por lo general se veí a obligada a ponerse de rodillas y secar las manchas de semen que su jefe habí a dejado desperdigadas en el piso y la pared, pero a veces solo tení a que jalar el inodoro (Botto nunca tiraba de la cadena luego de evacuar el vientre, decí a que se olvidaba: «Mi cabeza está en otra parte, en la crisis econó mica global y el sufrimiento de los má s pobres», se excusaba con su secretaria) y echar un aerosol perfumado que mitigase el mal olor que dejaba su jefe tras aliviarse en el bañ o. Mientras Lourdes limpiaba el bañ o, que podí a oler a caca o a restos seminales, Botto se entregaba, moviendo la cabeza como el jefe de una orquesta, inspirado, en trance, a escribir los editoriales del dí a, a la vez que despedí a sonoras flatulencias. «La prosa me fluye mejor despué s de una paja», le decí a a Lourdes, cuando terminaba de escribir, extasiado.

Gustavo Parker se sentó, apuró un whisky y sentenció:

—Bueno, que se joda el cholo por terco —luego se dirigió a Lourdes y Soraya—: Mañ ana salen en mi canal, yo las apoyo.

Balaguer suspiró, aliviado. Pensó Tudela es un huevó n, le dimos la oportunidad de arreglar esto de manera civilizada pero pateó el tablero, ahora tengo que cumplir con estas mujeres y quedar bien con mi conciencia y mi pú blico; que se joda Tudela, que se hunda, que pierda, se lo merece, es un crá pula, un facineroso, un cachafaz; ¿ có mo puede tener la concha de negar a su hija delante de nosotros, cuando es obvio que esta niñ a es su hija, la puta que lo parió?

—Me parece un buen plan —dijo—. Malena Delgado se va a poner verde de envidia.

—Y el gordo Idiá quez se va a morir de un infarto —dijo Parker, y soltó una risa depredadora de chacal.

—Me siento tan mal con la señ ora Malena —murmuró Lourdes, con gesto condolido—. Ni siquiera me he disculpado con ella.

—La oferta del señ or Parker fue mejor, mamá —dijo Soraya.

Balaguer pensó Todaví a no me han devuelto los cincuenta mil dó lares, tramposas.

—Voy a llamar a Malena para que se vaya enterando de que no pudo robarme la primicia —anunció.

Mientras marcaba en su celular el nú mero de Malena Delgado, escuchó que Gustavo Parker le decí a a Lourdes:

—¿ No serí a mejor que se quedaran con toda la plata que les mandé y se regresen a Piura y no hagan el escá ndalo de la gran puta que hará n si salen mañ ana en mi canal?

Lourdes miró a Soraya, dubitativa. Soraya le dijo que no con una mirada incendiaria, de ninguna manera debí an ceder, acobardarse, sucumbir al miedo, ella querí a sangre derramada, la sangre de Tudela, querí a humillarlo, verlo pedir disculpas, verlo perder las elecciones, pensaba Es lo menos que me merezco despué s de todas las perradas que me ha hecho ese miserable.

—No, señ or Parker —se plantó firme Lourdes—. No es un asunto de dinero. Es una cuestió n de honor.

—De honor y de principios —corroboró Soraya.

—Comprendo —dijo Parker—. Yo tambié n soy un hombre de honor. El honor no tiene precio.

—Malena —se alegró Balaguer de escuchar al otro lado del telé fono la voz de su competidora, y añ adió con tono sarcá stico—: Estoy acá en casa de Gustavo Parker con Lourdes Osorio y su hija Soraya. Te mandan saludos. Una pena que no hayas podido grabar con ellas, me da pena por ti, Malena, pero hay que saber perder. No, no quieren verte, no quieren hablar contigo, lo siento. Me mandan decirte que mil disculpas, pero prefieren salir mañ ana en mi programa. ¿ Por qué? ¿ Por qué crees, Malena? ¿ Por qué supones que ellas prefieren salir en mi programa y no en el tuyo? —hizo una pausa, disfrutando del momento, sintiendo a su adversaria en un trance bochornoso, sabié ndola derrotada, al borde de un ataque de nervios, Ya irá donde su amante Idiá quez a insultarlo, ahora que se joda, que se chupe esta mandarina amarga, pensó, y añ adió —: Porque mi programa tiene má s rating, Malena, por eso quieren salir en mi programa. Te gano todos los domingos. Bueno, sí, casi todos, como quieras. Pero te gano, má s gente me ve a mí, y eso es porque mi programa es mejor y tengo má s credibilidad que tú, Malena. Sí, credibilidad, eso mismo, credibilidad, escuchaste bien. Yo tengo credibilidad porque nunca he sido un mamó n de la dictadura como tú y porque no me acuesto con el dueñ o de mi canal como tú. No grites, Malena, sosié gate, hijita, tó mate un té. Piñ a, pues, hay que saber perder. El que se pica pierde, Malena. Chau, no dejes de ver mi programa mañ ana. Lourdes y Soraya te mandan saludos —miró a Gustavo Parker, le hizo un guiñ o có mplice y finalizó —: Por cierto, me dice Gustavo que sales estupenda en el video con el gordo Idiá quez. Provecho, Malena. Qué tal estó mago tienes para cogerte a esa ballena, por el amor de Dios. Chau, Malena, chau, no grites, mamita, que fá cil nos está n grabando y queda feo que una dama como tú hable así. Chau, chau.

Colgó. Se sentó. Es una victoria en toda lí nea, pensó, mañ ana será el mejor programa de mi vida, haré un rating histó rico, fá cil llego a treinta puntos.

—¿ Có mo es el video de Malena con el señ or Idiá quez? —preguntó Soraya, curiosa.

Gustavo Parker soltó una risotada y dijo:

—Puro sexo, hijita. No apto para menores.

El é xito que Juan Balaguer alcanzó precozmente en la televisió n peruana, lejos de ganarle amigos, lo convirtió en una persona solitaria, desconfiada, recelosa. Ya no le gustaba salir a la calle, ir al cine en matiné, sabí a que exponerse a la mirada de los demá s era correr riesgos, no siempre la gente le decí a cosas amables, a veces se encontraba con personas enfurecidas que le decí an groserí as. Ahora Balaguer no solo salí a los lunes en Pulso, tambié n aparecí a en Canal 5 los domingos, haciendo las entrevistas polí ticas de Panorama. Eso le permitió ganar má s dinero y tambié n hacerse má s conocido entre la gente: Panorama era un programa con má s audiencia que Pulso. Si bien tení a una pequeñ a oficina en Canal 5, rara vez estaba allí, solo iba a la televisió n los domingos por la tarde para salir en Panorama y los lunes por la noche para conducir Pulso. El resto del tiempo lo pasaba en su departamento de Miraflores, encerrado, leyendo, viendo televisió n. Viví a solo, le gustaba vivir solo, se imaginaba viviendo solo el resto de su vida. No querí a enredarse en los problemas del amor, sabí a que no habí a nacido para tener hijos, y le gustaban las mujeres pero no sexualmente. Lo poní a nervioso y angustiado la idea de acostarse con una mujer, nunca lo habí a hecho y no querí a hacerlo, sabí a que eso no era lo suyo, el sexo de las mujeres no le resultaba apetecible, turbador ni agradable de mirar siquiera. Le gustaban los hombres, le habí an gustado desde el colegio. La idea de tener sexo con un hombre le daba, a un tiempo, culpa y placer, un oscuro regocijo secreto, un secreto que habí a preservado celosamente. Por eso estaba la mayor parte del tiempo solo, por eso y porque no era bueno para tolerar las crí ticas: le dolí an, lo enfurecí an, se sentí a humillado, con ganas de responder, y en la calle siempre habí a gente que no lo querí a por sus preguntas agresivas, por su espí ritu de francotirador, y en la prensa tambié n habí a quienes lo detestaban y siempre hací an escarnio de é l. De todos los crí ticos, el que má s lo odiaba era un señ or que publicaba en El Comercio llamado Alfredo Kawasaki, que tení a una columna diaria dedicada a la televisió n, «El Mirador», en la que nunca escribí a algo bueno sobre Balaguer, solo mezquindades: que era demasiado joven para salir en televisió n, que corrí a con fuerza el rumor de que era drogadicto y amante de las prostitutas de lujo —Balaguer nunca habí a probado drogas ilegales ni habí a estado con una prostituta, le daba pavor—, que era un mal ejemplo para la juventud por haber dejado sus estudios de Derecho, que no tení a amigos, solo enemigos. Era cierto, cuanto má s salí a en televisió n y má s dinero ganaba y má s famoso se hací a, menos amigos tení a. Pero é l pensaba que perdí a a sus amigos no porque ellos ya no tuviesen ganas de verlo, sino porque de pronto les veí a defectos, le parecí a que no eran todo lo leales y generosos que debí an ser, los encontraba oportunistas, sospechaba que solo querí an estar con é l por su fama y su dinero. Por eso Balaguer fue convirtié ndose en una persona má s famosa y al mismo tiempo má s sola. Tampoco veí a a sus padres, ellos no lo buscaban, é l no hací a nada para verlos, sentí a que tení an celos de que tuviese é xito en televisió n, sentí a que le tení an envidia. A la ú nica persona a la que admiraba sin reservas era a Gustavo Parker, pero a Parker lo veí a una vez a la semana, los lunes, cuando almorzaban juntos en La Pizzeria de Miraflores para comentar el programa Panorama de la noche anterior y para planear las preguntas de Pulso de esa noche. Parker invitaba pero no pagaba: tení a un canje publicitario con La Pizzeria, simplemente firmaba la cuenta. Balaguer pensaba que Parker era el hombre má s inteligente que habí a conocido, lo comparaba con su padre y pensaba que su padre era un perdedor y un tonto al lado de Parker. Cuando se sentí a confundido, abatido, descorazonado, le pedí a consejo a Parker, y siempre escuchaba algo alentador, un mensaje inspirado en la fortaleza que le parecí a indestructible de su jefe, unas palabras que le recordaban que la tristeza y la complacencia con uno mismo son un lujo de perdedores y mediocres, que si querí a ser un ganador como Parker tení a que ser duro, feroz, implacable, despiadado, no aspirar a ser querido ni popular, aspirar a ser temido, respetado, poderoso. Parker se lo decí a sin ambages: «Si quieres ser el periodista nú mero uno de la televisió n peruana, tienes que aprender a vivir con un montó n de enemigos. Esto no es un concurso de popularidad. A mí me odia casi todo el Perú y sin embargo nadie se atreve a decirme en mi cara que me odia. No tengas miedo al é xito, Juan. La humildad es un pé simo negocio. Para triunfar en la vida como he triunfado yo, tienes que echarte el alma a la espalda». Y Balaguer querí a eso mismo: triunfar de un modo tan inequí voco como habí a triunfado Parker, aun si el precio a pagar fuese que no le quedasen má s amigos que el dueñ o de Canal 5.

—Si sales esta noche con la denuncia de Soraya, te voy a destruir por traidor.

La voz de Alcides Tudela sonó turbia, enfá tica, una amenaza que parecí a ir en serio, de alguien que estaba acostumbrado a machucar a sus enemigos y pisotearlos hasta que comprendieran quié n era má s fuerte, má s ruin, má s cruel, a quié n habí a que respetar en la disputa só rdida por el poder. Juan Balaguer se quedó perplejo. Habí a sonado el timbre de su departamento, era Tudela, lo habí a hecho pasar y ahora lo tení a enfrente, acercá ndose a é l como si quisiera pegarle, vociferando, despidiendo un aliento espeso a alcohol, cebolla y mala noche.

—No te atrevas a atacarme, que lo vas a lamentar toda tu vida —bajó la voz Tudela y miró a Balaguer con ojos vidriosos, y Balaguer pensó Está borracho y probablemente drogado, este es el verdadero Alcides Tudela, la versió n má s exacta de é l aparece cuando está mamado y duro de tanta coca, este es el sinvergü enza que quiere ser presidente, qué concha venir a mi casa a meterme miedo como un mafioso de pacotilla, quié n carajo se cree que es.

—¿ Me está s amenazando, Alcides? —preguntó, fijando la mirada en los ojos ebrios de Tudela, desafiá ndolo.

—Sí, te estoy amenazando porque tú me está s amenazando a mí. Tú has inventado toda esta tramoya de Soraya y su mamá, ¿ y qué chucha quieres que haga?, ¿ que me quede cruzado de brazos y te aplauda por venir a sabotear como un traidor mi candidatura?

Tudela tení a mal aspecto, el pantaló n caí do, la camisa sucia, con el cuello manchado de maquillaje, los zapatos polvorientos, como si viniese de jugar un partido de fú tbol, sudoroso, exhausto, acezante, desaliñ ado, sin intenciones de acicalarse, de arreglarse un poco.

—No he inventado nada. Soraya me buscó sola —dijo Balaguer—. No tengo alternativa, Alcides, mi deber como periodista es darles tribuna y que puedan contar su versió n; ya luego tú puedes defenderte como mejor quieras.

Tudela caminó, se sentó en un sofá, cruzó las piernas dejando ver sus pantorrillas, estiró los brazos, como relajá ndose, y miró a Balaguer con sonrisa maliciosa.

—No vas a salir esta noche en tu programa con Soraya y su mamá —sentenció.

Balaguer se sintió herido en su orgullo.

—Sí voy a salir, Alcides —replicó —. Es un hecho.

—Te equivocas, amiguito —dijo Tudela—. Ya verá s que no sales.

—Hablamos a la noche despué s del programa y vemos quié n tení a razó n —desafió Balaguer, de pronto pensando ¿ Qué carajo se trae este cholo malvado?, ¿ por qué sonrí e con esa cara retorcida?, ¿ qué carta me esconde?

—No, no, mejor hablemos ahora —insistió Tudela; luego chasqueó sus labios resecos, la lengua inquieta, estragada, y pidió —: ¿ Me invitas un trago, hermano?

—Sí, claro —dijo Balaguer, y se apuró en servir un whisky con hielo, uno solo, é l no tomaba, no le gustaba perder el control, volverse blando, soso, lerdo, sentir que menguaba su lucidez y que entonces se volví a má s vulnerable a sus enemigos; no le gustaba levantarse con resaca y arrastrarse, ya bastante le costaba hacerlo sin tomar alcohol, ya la vida le parecí a una cosa gris, un callejó n sin salida.

—Yo no quiero joderte la vida, Juanito —dijo Tudela, despué s de probar el whisky—. Yo te estimo, hermano. Yo te quiero mucho, carajo. Por eso te pido que no saques lo de Soraya esta noche. Si lo haces, mañ ana vas a tener que renunciar a la televisió n, vas a tener que irte del paí s, tu carrera periodí stica se va a ir a la mierda, Juanito, y yo no quiero hacerte dañ o, cré eme, yo te estimo un culo… un culo.

Balaguer se sentó, miró a Tudela a los ojos, comprendió que algo malo estaba tramando, y preguntó dé bilmente:

—¿ Por qué me dices eso, Alcides?

Tudela habló con voz pastosa, seseando, como dopado:

—Conozco tus secretos, Juanito.

Luego se abandonó a una sonrisa cí nica, malvada, como dicié ndole yo seré un canalla y un miserable, pero tú no lo eres menos, periodista envanecido, hablantí n de plazuela, intrigante de alcantarilla; yo seré un mal padre pero tú eres un mal bicho, cabró n.

—¿ De qué me hablas, Alcides? —se replegó, asustado, Balaguer, como escondiendo algú n secreto que lo avergonzaba.

—Yo sé que eres maricó n —atacó Tudela, y enseguida hizo un sonido á spero con la garganta, torció la boca, buscó una flema esquiva, la aprehendió con gesto de iguana, de reptil, y, incliná ndose hacia un lado, escupió hacia una maceta: el salivazo voló y cayó sobre la tierra hú meda de la palmera a medio crecer.

Balaguer permaneció en silencio, se sentí a pillado en falta, con la guardia baja, no quiso decir nada que pudiera incriminarlo o dejarlo como un farsante, un embustero.

—Yo sé que eres una loca pasiva —continuó Tudela—. Sé que te gustan los negros. Sé positivamente que te gusta que te rompan el culo.

De pronto, Tudela no parecí a alcoholizado, hablaba despacio, demorá ndose, disfrutando del poder de sus palabras, unas palabras envenenadas que hincaba como cuchillos afilados sobre el orgullo del periodista que antes lo amenazaba y ahora callaba, manso, temeroso.

—Tengo pruebas —prosiguió, y tomó otro trago de whisky.

Nada dijo Balaguer, prefirió esperar en silencio todo ese vó mito que le salpicaba, le repugnaba y lo hundí a, lo hací a sentirse perdido, derrotado.

—Mis agentes de inteligencia te han grabado en el hotel Los Delfines dá ndole el culo a un moreno de Chincha conocido como Mamanchura —continuó Tudela, y Balaguer sintió que una llamarada de vergü enza le ardí a en el estó mago, supo, al escuchar ese nombre familiar y clandestino que evocaba unos placeres encubiertos, que Tudela lo habí a arrinconado contra la pared—. Tengo el video en mi poder. Dura quince minutos. Se ve todo, Juanito, es realmente muy revelador. Se ve que Mamanchura te da duro y parejo, se ve que te gusta la pinga del negro.

Balaguer sintió que despreciaba a Tudela. Se armó de valor y balbuceó:

—Es mentira. Todo eso es mentira. No tienes ningú n video. Está s fanfarroneando.

Tudela lanzó una carcajada displicente y replicó:

—¡ Claro que tengo el video, huevó n! ¿ Quieres venir a mi casa y te lo enseñ o?

Balaguer quedó en silencio.

—Lo hemos visto Elsita y yo —contraatacó Tudela—. Nos hemos llevado una gran sorpresa, hermano. Sabí amos que no tení as novia, corrí a la voz de que eras del otro equipo, pero Elsita y yo no sabí amos que tení as una debilidad tan marcada por los negros —volvió a reí rse y añ adió —: Mis fuentes de inteligencia me dicen que Mamanchura es mú sico del grupo tropical Imanes. Lo tenemos ubicado y le hemos dado un billete. Está dispuesto a salir mañ ana y contar en televisió n que es tu amante, tu machucante, que te rompe el culo en Los Delfines a cambio de un poco de coca y cien dó lares.

Balaguer se sintió destruido, fue incapaz de articular una respuesta, una defensa, no quiso desafiar a Tudela, retarlo a ver juntos tal video, si existí a, todo le parecí a demasiada humillació n.

—No sé de quié n me hablas —dijo, cuando por fin recuperó el aliento—. No conozco al tal Mamanchura. No voy a ceder al chantaje moral.

Tudela se puso de pie, se impacientó:

—¡ Deja de hacerte el huevó n, carajo! —rugió —. ¡ Deja de tratarme como si fuera un imbé cil! ¡ No estoy mintiendo! ¡ Tengo el video! ¡ Se ve clarito que eres un maricó n y que te desvives por Mamanchura!

Balaguer se levantó y habló en voz baja, temeroso de que los vecinos lo escuchasen:

—Mira, Alcides, si crees que me vas a meter miedo, te equivocas —pero su voz estaba lastrada por el temor y las rodillas le flaqueaban y un miedo invencible lo delataba—. No voy a ceder —trató de hablar con má s firmeza, pero de todos modos se sintió dé bil, poca cosa; sintió que no podí a ganarle a Tudela en la competencia desalmada por ver quié n era má s hijo de puta—. No daré un paso atrá s. Voy a salir esta noche con Soraya y con Lourdes, te voy a denunciar por mal padre y por coimero, voy a decir que les creo a ellas, no a ti, te voy a exigir que te hagas la prueba de ADN.

—Perfecto, perfecto. Atá came, tú pega el primer golpe, maricó n. Ya mañ ana yo te hago mierda y te dejo hecho papilla.

—Puedes sacar lo que quieras de mí. Pero recuerda una cosa, Alcides: si fuera verdad que tienes ese video, no hay ningú n delito, serí amos dos personas adultas haciendo privadamente algo que no es ilegal. En cambio, lo que tú has hecho sí es un delito, mentir a los jueces sobre Soraya es un delito, negar a tu hija durante catorce añ os es un delito inmundo.

Tudela lanzó una risa exenta de toda compasió n o sentido de la rectitud, una risa de sinvergü enza carente de culpa, de pí caro que sabe que la trampa funciona, que el crimen paga, cuyo há bitat natural es el lado oscuro, el lugar donde se mueve como pez en el agua. Luego dijo: —Me voy a mi casa. En una hora vendrá mi gente a dejarte una copia del video con Mamanchura —y caminando hacia el ascensor, añ adió —: Cuando lo veas, seguro que cambias de opinió n y cancelas la entrevista con Lourdes y Soraya —luego miró a Balaguer como si fuera su mejor amigo y le aconsejó, en tono cordial—: Serí a lo mejor para todos, hermano. No comiences la guerra, Juanito. Tú no me jodes, yo no te jodo, todos quedamos como amigos y cuando gane las elecciones, te doy una embajada donde quieras, yo soy un hombre que cumple sus promesas —entró en el ascensor, se sobó la entrepierna y, antes de que se cerrasen las puertas, finalizó —: Llá mame cuando veas el video. Y dale mis saludos al negro Mamanchura.

Alcides Tudela decidió que para tener má s é xito en San Francisco debí a prohibirse hablar en españ ol. Aunque Elsa Kohl era capaz de entender el españ ol y hablarlo, aunque con dificultad, Tudela le dijo que entre ellos solo se comunicarí an en inglé s, lo que a Elsa le resultó má s có modo. «Solo quiero hablar en inglé s, me siento una mejor persona en inglé s», decí a Tudela, que hablaba en inglé s con los Miller, con su novia, con sus compañ eros de clases o del equipo de fú tbol, y que sentí a con orgullo que su dominio de ese idioma era cada vez mejor. En ocasiones, alguien le hablaba en españ ol, algú n estudiante peruano o latinoamericano, algú n cocinero o mesero de las cafeterí as de la universidad, pero Tudela respondí a desdeñ oso, torciendo el gesto: «No hablando spanish. No way, Jose», y se alejaba, como si fuera una ofensa para é l. A sus padres dejó de llamarlos por telé fono, sentí a que se contaminaba cuando conversaba con ellos, que Chimbote era el pasado, el recuerdo del atraso y la barbarie y la infelicidad, procuraba no saber ya nada del puerto en el que habí a nacido y crecido. Como su nombre, Alcides, era difí cil de pronunciar en inglé s, acudió a los registros de la ciudad y se inscribió como Alvin Aaron Tudela; Alvin porque se sentí a un amigo noble, y Aaron porque se sentí a judí o y estaba dispuesto a ser un judí o creyente, practicante, en toda lí nea. Clifton y Penelope Miller le decí an Alvin, o simplemente Al; su novia, Elsa Kohl, le decí a Aaron, nombre que ella le habí a sugerido y que ahora salí a impreso en su licencia de conducir y en su carné de la Universidad de San Francisco. A tal punto llegó la aversió n de Alcides Tudela a usar su lengua materna que empezó a escribirles largas cartas a sus padres ya no en españ ol, como antes, cuando recié n habí a llegado a los Estados Unidos, sino en inglé s. A su padre dejó de llamarlo Arquí medes para decirle Archie, y a su madre, Mercedes, le decí a Mercy o Lady Mercy. Los Tudela Menchaca recibí an esas largas cartas en inglé s y no entendí a nada, tení an que llevarlas adonde un amigo, gerente de una empresa pesquera de Chimbote, para que se las tradujera. Don Arquí medes decí a, contrariado, «A nuestro Alcides le han quemado el cerebro, se ha vuelto un gringo estú pido. ¿ Quié n carajo se cree para llamarme Archie? ». Alarmados porque Alcides ya no los llamaba ni les contestaba las llamadas y porque los Miller les decí an, en su españ ol trabado, que Alcides se habí a propuesto no hablar má s en españ ol, los Tudela Menchaca le mandaron un telegrama a su hijo: «Regresa inmediatamente. No eres gringo. No eres Alvin Aaron. Dé jate de huachaferí as y regresa a tu Chimbote natal». Pero Alcides Tudela los desobedeció, se enfureció con sus padres por negarse a tratarlo como Alvin Aaron y decidió que ya no les escribirí a má s cartas. Respondió con un telegrama: «Ustedes pertenecen al Tercer Mundo. Yo soy del Primer Mundo. El Tercer Mundo no es solamente un atraso econó mico, es principalmente un atraso mental. Adió s, padres queridos, los dejo en su Tercer Mundo, debo seguir escalando la pirá mide que es la vida. Cuando aprendan a hablar en inglé s, podremos comunicarnos como personas civilizadas. Best regards, Alvin Aaron Tudela». Con el tiempo, incluso el apellido Tudela le molestó, le parecí a algo que remití a al Perú, a Chimbote, al pasado que ahora querí a purgar, suprimir. Por eso se apresuró en pedirle matrimonio a Elsa Kohl. Ella le preguntó por qué estaba tan apurado por casarse, é l le respondió «Porque te amo y quiero ser totalmente gringo». Apenas se casaron, en una discreta ceremonia, Tudela aplicó a la ciudadaní a de los Estados Unidos, que obtuvo seis meses despué s, dado que Elsa Kohl era francesa por parte de padre y norteamericana por parte de madre. Alcides Tudela exigió entonces que su pasaporte norteamericano saliese con el nombre de casado que é l querí a usar, y gastó no poco dinero en abogados para obtener lo que querí a: en su pasaporte azul de los Estados Unidos figuró como Alvin Aaron Kohl-Tudela. Por eso firmaba como Aaron Kohl. Contrariando los consejos de sus amigos y benefactores Clifton y Penelope Miller, que veí an con cierto resquemor la alergia que habí a desarrollado por el Perú y por el idioma españ ol, Tudela pagó ochenta dó lares en la peluquerí a má s cara de San Francisco para que le tiñ eran el pelo de rubio.



  

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