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Jaime Bayly 8 страница



Lourdes guardó silencio, como si le hubiera ya notificado un hecho consumado, una decisió n inapelable, que no podí a torcer. Balaguer continuó:

—¿ Y vas a decirle a Malena que te he dado esa plata? ¿ Me vas a acusar de haber intentado sobornarte?

—No, qué ocurrencia —se hizo la sorprendida Lourdes, y Balaguer suspiró, aliviado—. A ti nunca te harí a eso, Juanito, yo te respeto mucho como profesional y como ser humano.

—¿ Pero vas a decirle que me diste la oportunidad de entrevistarte a mí primero? —insistió Balaguer.

—Bueno, si la señ ora Malena me lo pregunta, le tengo que decir la verdad —dijo Lourdes—. Pero de la plata no voy a decirle nada, despreocú pate, Juanito lindo.

—Gracias, Lourdes —dijo Balaguer, y pensó Estoy perdido, ya me jodí, no debí hacerle caso al miserable de Tudela y al patá n de Gustavo Parker, entre ambos me van a joder la carrera.

—Bueno, Juanito, ya hablamos por la noche y te cuento có mo salió todo con la señ ora Malena —dijo Lourdes.

—No, espera —urgió Balaguer.

—Dime, Juanito, soy toda oí dos.

Gana tiempo, gana tiempo, gana tiempo, se repetí a como un mantra Balaguer. Deté n la entrevista con Malena como sea.

—Te propongo lo siguiente: te regalo cincuenta mil dó lares y mañ ana te hago la entrevista en vivo y en directo en mi programa —dijo.

—Ay, Juanito, qué buena noticia me das —se alegró Lourdes.

—¿ Trato hecho?

—Trato hecho, Juanito. Me quedo con cincuenta mil dó lares y mañ ana estoy puntualita en tu programa, mi amor. Te dejo porque tengo que prepararme para la entrevista con la señ ora Malena; mi hija Soraya me está entrenando, ella me hace las preguntas como si fuera la señ ora Malena, no sabes có mo me hace sufrir, es demasiado inteligente mi Soraya.

—Creo que no me has entendido, Lourdes —se enfureció Balaguer, y no hizo nada por disimularlo, quiso que su voz se sintiera enfadada—. Mi oferta solo tiene sentido si cancelas la entrevista con Malena. Si grabas, me devuelves la plata y no hay programa conmigo mañ ana, ¿ entiendes?

Lourdes se quedó en silencio.

—O Malena o yo —presionó Balaguer; luego se arriesgó —: ¿ Malena te está pagando algo por la entrevista?

—No, nada. Me va a invitar a comer tamales y humitas en el restaurante de Gastó n despué s de la entrevista, pero de plata no hemos hablado.

—Entonces elige, Lourdes. Si quieres salir conmigo en el programa mañ ana, paso por tu casa ahora mismo, me devuelves cincuenta mil, te quedas con cincuenta y cancelas de inmediato la cosa con Malena Delgado y nos vamos a comer tamales donde Gastó n.

—¿ Pero me prometes que mañ ana no te vas a tirar atrá s? —preguntó.

—Te doy mi palabra de honor. Te lo juro por mi madre y por mi padre, que está n en el cielo.

—Que Dios los bendiga a tus papitos, Juanito. ¿ Y el señ or Parker te va a dar permiso para que me entrevistes mañ ana?

—Por supuesto. Ya me dio permiso. Parker me ha autorizado a hacerte esta oferta.

Lourdes se demoró unos segundos antes de contestar:

—Dé jame consultarlo con Soraya y te llamo.

—¡ No! —protestó Balaguer—. ¡ Tú decides, Lourdes, no Soraya!

—Pero no me grites, Juanito —se ofendió Lourdes.

—No te grito, Lourdes, perdona —se replegó Balaguer—. Solo te pido que me des la entrevista a mí; nadie te va a tratar mejor que yo y ademá s te ganas cincuenta mil dó lares, ¿ no es poca cosa, verdad?

—Bueno, ya.

—¿ Trato hecho?

—Trato hecho. Voy a llamar a la señ ora Malena para cancelar la entrevista con ella. Pobrecita, se va a poner furiosa conmigo.

—¡ No, no la llames! —interpuso Balaguer, preocupado, sabiendo que Malena harí a todo lo que estuviera a su alcance para persuadir a Lourdes de grabar con ella—. ¡ No llames a Malena ni a nadie! ¡ Espé rame en tu casa, paso en quince minutos y nos vamos a comer tamales donde Gastó n!

Lourdes carraspeó, incó moda:

—Pero no puedo dejar plantada así a la señ ora Malena Delgado —se quejó.

—Lourdes, escú chame bien: ¿ quieres ganarte cincuenta mil dó lares, sí o no?

—Claro, Juanito, claro que quiero.

—Entonces no llames a nadie y no te muevas de tu casa. En quince minutos estoy allí y planeamos todo, ¿ de acuerdo?

Colgaron. Balaguer se vistió deprisa, bajó por el ascensor, subió a su automó vil y salió manejando raudo. ¿ Y ahora có mo mierda salgo de este enredo?, pensó. Tranquilo, improvisa, se dijo, pasá ndose un semá foro en rojo. Ahora lo importante es llevarte a Lourdes y Soraya y que no graben un carajo con Malena, mañ ana será otro dí a, mañ ana ya verá s có mo apagas el incendio, ahora tienes que impedir como sea que Malena Delgado se reú na con esta piurana estreñ ida. Aceleró, siguió pasá ndose semá foros en rojo, llamó a Gustavo Parker y le dijo:

—Todo bajo control, Gustavo. En quince minutos voy a estar con Lourdes y Soraya y te llamo.

—¿ No han grabado con Malena?

—No. Y no van a grabar nada. Les he prometido que mañ ana saldrá n conmigo.

—Bien jugado, carajo —se alegró Parker—. Sú belas a tu carro y trá elas a mi casa de La Planicie.

—Eso haré.

—Y que no hablen con nadie, quí tales los celulares, tenias incomunicadas.

—Eso haré.

Luego se dio un respiro y atacó, no podí a ser timorato a esas alturas, habí a que encontrar una salida al embrollo:

—¿ Gustavo?

—Habla.

—Llama a Alcides Tudela y cí talo en tu casa. No le digas que iré con Lourdes y Soraya.

—¿ Te parece? —se sorprendió Parker.

—Sí. No tenemos otra salida.

—Lo llamo ya mismo.

Para fundar Canal 4, los hermanos Hugo y Manolo Parker se asociaron con el magnate peruano Nicolá s Gutié rrez y el influyente empresario mexicano afincado en el Perú Eudocio Azcueta. No fue fá cil obtener el permiso del gobierno: Gustavo Parker era amigo del presidente Odriozola y de su ministro de Transportes, Cayo Merino, y no vaciló en ejercer sus influencias para evitar que les dieran la licencia a sus hermanos. Sin embargo, Odriozola dispuso finalmente que se la otorgasen porque no estaba satisfecho con el modo como el noticiero de Canal 5 trataba a su gobierno: «Solo ven lo malo, solo saben criticar, me hacen leñ a», le dijo Odriozola a su ministro Cayo Merino, «necesitamos un canal amigo». Canal 4 se montó con equipos traí dos de Argentina y de Cuba, equipos má s modestos que los de Canal 5, y no hubo que preocuparse de los televisores, pues ya Gustavo Parker habí a vendido decenas de miles gracias a su alianza con la Philips, y tambié n se conseguí an en Lima otras marcas, como Sony y RCA. Los hermanos Hugo y Manolo, dispuestos a destronar el monopolio de Gustavo Parker, se aliaron con la National Broadcasting Company (NBC), asegurá ndose la programació n doblada al españ ol de ese canal estadounidense, y decidieron anunciar con gran fanfarria, durante una conferencia de prensa en el hotel Country de San Isidro, que Johnny Legario, el famoso y celebrado comediante, abandonaba Canal 5, fichado por el naciente Canal 4. Las cosas, sin embargo, salieron mal, peor de lo que hubieran imaginado. El dí a de la conferencia de prensa en el Country, Johnny Legario apareció pasado de tragos, con aliento a alcohol, vistiendo seis relojes —cuatro en el brazo derecho, dos en el izquierdo— y haciendo gala de sus calcetines de colores chillones, unos amarillos, otros colorados. Era un hombre inquieto, de risa fá cil, rostro pecoso y calvicie incipiente, anchas las espaldas de nadador pertinaz, siempre dispuesto a divertir a los señ ores periodistas con sus chanzas, disparates y chirigotas. Johnny Legario era querido porque, no siendo tonto, se hací a el tonto, y porque no le preocupaba tener la razó n o estar bien informado sino soltar bromas que hicieran reí r a todos, a los que estuvieran de acuerdo o en desacuerdo con é l. Atento y servicial con los periodistas, posó de todas las formas como le pidieron, y cuando le rogaron que se subiera a la arañ a de cristal que colgaba del techo, no dudó en pedir una escalera y colgarse del candelabro poniendo cara de loco. Luego bajó, se paró de cabeza e hizo otras contorsiones y acrobacias que los fotó grafos retrataron, encantados. Luego alguien le gritó «¡ Johnny, sú bete al balcó n! ». Legario echó una mirada y no se dejó intimidar: trepó a la angosta baranda, calculó bien el lugar donde debí a colocar sus zapatos y empezó a caminar, sonriendo, sin mirar hacia abajo, pues estaban en el cuarto piso y podí a darle vé rtigo y perder el equilibrio. «¡ Johnny, apoyado en un pie, por favor! », le gritó un fotó grafo. Legario no querí a parecer miedoso, era un humorista con fama de intré pido, de audaz, de acometer las empresas má s insó litas, y por eso levantó el pie izquierdo, mostrando sus medias rojas, y quedó apoyado en su pierna derecha. «Sonrí e, Johnny», le reprochó otro fotó grafo. «Está s muy serio, hermano. Y abre bien los brazos. Así, así », le daba ó rdenes Leandro Temoche, fotó grafo conocido por su afició n a la bebida y las apuestas hí picas. Johnny Legario desplegó su mejor sonrisa, abrió los brazos y preservó el equilibrio, no en vano nadaba todas las mañ anas, corrí a cinco kiló metros diarios por la pendiente del barrio de Los Có ndores y hací a pesas en el gimnasio de su casa. En ese momento, unas señ oritas que entraban al hotel vieron a Legario de espaldas, trepado en la baranda del balcó n de la suite presidencial, y le gritaron «¡ Johnny, Johnny, somos tus fans! ». Legario no quiso mirar hacia abajo, no pudo saludar a sus admiradoras, tuvo que ignorarlas, contrariando una de sus polí ticas má s rigurosas: sonreí rle siempre a la gente, contestar los saludos. Pero no podí a voltearse y hacerles adió s a las mujeres que le reclamaban que hiciera eso mismo, tení a que mantener el equilibrio en esa delgada faja horizontal sobre la que se sostení a de pie. «¡ Eres un sobrado, un atorrante, Johnny Legario, ya no vamos a ver tu programa! », gritaron ellas, furiosas, sintié ndose desairadas. Entonces Legario comprendió que no podí a perder a un puñ ado de leales televidentes, volteó, se apoyó en ambos pies, miró hacia abajo, contó a las mujeres vociferantes —eran tres, y las tres le parecieron bastante feas— y las saludó con toda su magia seductora, con su famosa sonrisa que ejercí a un poder hipnó tico sobre las multitudes. Al agitar los brazos, echar al aire besos volados y mirar hacia abajo, sufrió un vé rtigo, perdió el equilibrio y alcanzó a decir, mientras era retratado por los fotó grafos, «Me caigo, me caigo». En efecto, Legario se desplomó desde el cuarto piso, cayó de cabeza y quedó postrado, inmó vil, una pierna temblá ndole, un charco de sangre originá ndose en su cabeza herida. Desde arriba, los fotó grafos se asomaban al balcó n y disparaban sin piedad. Entretanto, las tres mujeres gritaron, consternadas, «¡ Mi Johnny, mi Johnny! », y corrieron a rescatarlo o a intentar reanimarlo. Arrodilladas frente a é l, lo abanicaron y empezaron a llorar, y una de ellas, discretamente, metió su mano en el bolsillo del saco de Legario, sacó la billetera y la guardó en su cartera diciendo «Ya está frí o, con esto nos tomamos un champancito en su memoria». Así murió el comediante Johnny Legario, echando una sombra de infortunios y malos presagios sobre Canal 4, al que la opinió n pú blica, indignada, culpó de su muerte: «Si se hubiese quedado en Canal 5, seguirí a vivo; el 4 lo mató, lo obligó a subir al balcó n», decí a la gente, que, por respeto al humorista caí do, juraba no ver nunca la programació n del canal por salir. Y la salida oficial de Canal 4 tuvo que postergarse indefinidamente porque, tres dí as antes de su lanzamiento, Gustavo Parker contrató a un grupo de matones para que subiera al Morro Solar y destruyera la antena retransmisora que, con dinero prestado por el magnate mexicano Azcueta, habí an colocado Hugo y Manolo Parker. La antena quedó reducida a fierros retorcidos, que fueron luego arrojados desde las alturas del morro por los vá ndalos asalariados de Gustavo Parker, quienes, entrevistados por un reportero de Canal 5, dijeron que habí an destruido esa antena porque eran vecinos sensibles de la ciudad y se encontraban disgustados «porque la antena afeaba el ornato». Curiosamente, la antena de Canal 5, que era má s grande y estaba plantada al lado de la que se habí an traí do abajo, no parecí a molestarles la vista.

Alcides Tudela entró caminando a la casa de Gustavo Parker mientras hablaba por su celular y hací a gestos enfá ticos, contrariados. Era una casa grande, lujosa, en los cerros de Casuarinas, con una vista neblinosa a la ciudad. Parker, Balaguer, Lourdes Osorio y su hija Soraya estaban sentados ante una mesa del jardí n. Delicadamente, Balaguer habí a apagado los celulares de Lourdes y Soraya para que no hablasen con Malena Delgado. Antes, ambos telé fonos no cesaban de sonar: era Malena Delgado llamando sin tregua, desesperada, para grabar la entrevista convenida; no sabí a que Balaguer le habí a ganado la partida, al menos de momento. Lourdes parecí a satisfecha con el acuerdo, confiada en que al dí a siguiente saldrí an en el programa de Balaguer, así se lo habí a confirmado Gustavo Parker, mientras bebí an unos refrescos —Parker tomaba whisky, como de costumbre— y comí an yucas fritas con queso fresco. Acompañ ado por uno de los hombres de seguridad de Parker, Tudela cruzó los salones de la casa y se asomó al jardí n. Cuando vio a Lourdes y a Soraya, se detuvo, colgó su llamada y su rostro mostró el estupor del que se sabe pillado en falta y comprende que ya es tarde para escapar.

—¡ Adelante, Alcides! —se levantó Parker, con una gran sonrisa—. ¡ Está bamos esperá ndote!

Tudela quedó paralizado, miró vacilante a Lourdes y a Soraya, fijó sus ojos acuosos en Parker y exclamó con indignació n:

—¿ Quié nes son estas damas?

Balaguer se puso de pie y se acercó a Tudela, para darle una explicació n y convencerlo de que se sentase y conversase con ellas, y tratase de llegar a un acuerdo amigable que impidiera que fuesen a la televisió n para denunciarlo en tono acerbo, rencoroso.

—Tú las conoces, Alcides, no te hagas el huevó n —intervino Parker, y se adelantó hacia Tudela, lo palmeó en la espalda y le hizo una señ a hospitalaria para que procediera a saludarlas y sentarse a la mesa con ellas.

—¡ Yo no conozco a esa señ ora ni a esa señ orita! —se enfureció exageradamente Tudela, y Balaguer lo miró y pensó Este cholo es tan mentiroso y tan teatral que é l mismo ya no sabe cuá ndo miente—. ¡ No las he visto ni en pelea de perros!

Lourdes hizo un gesto de irritació n, no de sorpresa, como si ya estuviera acostumbrada a los desplantes y las humillaciones de ese hombre que, segú n ella, le habí a hecho una hija y luego se habí a dedicado a ignorarla durante catorce largos añ os.

—Por favor, Alcides, ten un poquito de modales y saluda a tu hija Soraya —dijo, y fijó su mirada en Tudela, quien de inmediato miró hacia otra parte, abochornado.

—No sé quié n es usted, señ ora —contestó, y se negó a caminar en direcció n a la mesa, a pesar de que Parker lo apuraba—. Y no sé quié n le ha dado permiso para tutearme con esa confianza.

Lourdes se puso de pie, furiosa. Llevaba pantalones holgados y una blusa blanca que dejaba ver un collar del que colgaba un crucifijo, y su cara era de tensió n pero tambié n de abatimiento, o de resignació n: ya nada parecí a sorprenderle de Alcides Tudela.

—Soy la madre de tu hija. No me niegues, Alcides. No hagas este papeló n delante de tu hija —dijo, y luego se dirigió a Soraya—: Hija, anda, saluda a tu papi.

Soraya caminó resueltamente hacia Alcides Tudela, quien la esperaba lí vido, y extendió su mano graciosa, delicada, y le dijo:

—Hola, Alcides. Soy Soraya Tudela, tu hija. Nos conocimos hace añ os en la clí nica San Felipe, ¿ te acuerdas?

Tudela se quedó estupefacto, incapaz de reaccionar, de balbucear alguna palabra amable. Parker quiso romper el hielo:

—Dale un abrazo a tu hija, Alcides, no seas mezquino.

Balaguer sabí a que su carrera estaba en juego, que Tudela tení a que reconciliarse con Lourdes y Soraya esa tarde y así evitar que ambas mujeres quisieran salir en tono crispado al dí a siguiente en la televisió n; sabí a que le habí a tendido una emboscada a Tudela, pero era por su bien, por el bien del paí s, por buscar una salida tranquila y armoniosa y alejada del escá ndalo para esa familia disfuncional. Considerando que a Tudela no le quedaba má s remedio que reconocer a su hija en los jardines de Gustavo Parker, aferrado a la certeza de que Lourdes Osorio no querí a el escá ndalo sino algú n gesto afectuoso de Alcides Tudela, Balaguer dijo:

—Soraya es igualita a ti, Alcides. No hace falta ninguna prueba gené tica para darse cuenta de que es tu hija.

Soraya permanecí a con el brazo extendido frente a Tudela, que se negó finalmente a darle la mano, la miró con frialdad y dijo:

—No sé quié n eres. No sé qué mentiras te habrá contado la loca de tu mamá. Perdona que te rompa el corazó n, pero yo a tu mamá no la he visto nunca en mi vida. Yo no soy tu papá.

—¡ No seas terco, Alcides! —se enfureció Parker—·. ¡ Reconoce a tu hija, carajo!

—No tenemos tiempo para estas hipocresí as —se impacientó Balaguer.

—Alcides es así, un descarado —sonrió Lourdes, y tomó temblorosamente agua de piñ a.

Soraya se metió las manos en los bolsillos del pantaló n, se quedó mirando a Tudela en actitud desafiante, sonrió al ver que Tudela le esquivaba la mirada, que evitaba mirarla a los ojos, que se replegaba en una actitud hostil, y comentó, como si nada la afectara, como si estuviera muy por encima del candidato presidencial, del magnate de televisió n y del periodista estrella:

—Qué pena me das, papá. Eres un pobre diablo.

Tudela la miró con rabia, no estaba acostumbrado a que le hablaran así.

—Eres má s feo en persona que en televisió n. Mala suerte la mí a ser tu hija.

—Ya, chiquita, no seas insolente con tu papá —terció Parker, al tiempo que empujó levemente a Tudela hacia Soraya, insistiendo en que estrecharan las manos, en que quizá se dieran un abrazo.

Soraya continuó, altiva, firme, en pleno dominio de las circunstancias, disfrutando del espectá culo del candidato presidencial que de pronto habí a quedado mudo, pá lido, sin respuesta frente a una adolescente que no le tení a miedo:

—Ya te jodiste, Tudela, vas a perder las elecciones. Mañ ana vamos a salir en el programa de Balaguer y te vamos a denunciar y nadie te va a creer, nadie va a votar por ti.

Tudela miró con pavor a Balaguer, quien intentó calmarlo hacié ndole un guiñ o có mplice, como dicié ndole tranquilo, cholo, aquí no pasa nada, estamos contigo, no le creas a tu cachorra.

—Ya, hijita, anda a sentarte, no seas malcriada con tu papá —dijo Parker.

—¡ No soy su papá! —rugió Tudela—. ¡ Yo solo tengo una hija con mi esposa, Elsa Kohl, y nuestra hija se llama Chantilly! ¡ Esta señ orita no es mi hija! ¡ Es un torpedo dirigido a la lí nea de flotació n de mi candidatura! ¡ Es una patrañ a!

—¡ No soy ningú n torpedo, imbé cil! —se envalentonó Soraya—. ¡ Soy tu hija, tu hija Soraya Tudela, aunque te moleste!

—Senté monos, por favor —dijo Balaguer, señ alando la mesa, pero ya era tarde, ya todos estaban de pie, vociferando, y no habí a en el ambiente una disposició n al diá logo tranquilo, apacible, sin reproches—. Hablando se entiende la gente —insistió —. ¿ Qué quieres tomar, Alcides?

Tudela no respondió, se alejó, abrió los brazos, miró al cielo y se quejó:

—¡ Me han tendido una trampa! ¡ Me han traí do a esta casa con engañ os! ¡ Esto es una emboscada! —luego miró a Parker y a Balaguer y les espetó —: ¡ Traidores! ¡ Miserables! ¿ Está n grabando todo esto para sacarlo en la televisió n?

Parker se rio con cinismo, se acercó a Tudela como quien se acerca a una mascota dí scola, bulliciosa, lo rodeó con sus brazos de oso y le dijo al oí do:

—¡ Ese es mi cholo, carajo! ¡ Eres un gran actor! Tú debiste ser galá n de telenovelas, huevó n.

Tudela lo miró, halagado, ignorando a la adolescente y a su madre, que le dirigí an miradas de reprobació n.

—¿ Tengo pinta de galá n? —preguntó, acomodá ndose el pelo con su mano ajada, temblorosa.

—Está s perdiendo plata, cholo —le dijo Parker—·. Lo tuyo es la actuació n, hermano.

Tudela sonrió, orgulloso. Balaguer dijo:

—Alcides, deja de engañ arte, está s jodido.

Tudela lo miró con mala cara, no le gustaba que le hablasen en ese tono, le parecí a confianzudo, irrespetuoso, y menos que lo hicieran frente a esas dos mujeres, a las que é l seguí a tratando como perfectas desconocidas. Balaguer prosiguió:

—Aprovecha esta oportunidad, acepta que Soraya es tu hija, dale un abrazo, arregla los temas de plata con Lourdes y asunto acabado. Es má s: si reconoces a Soraya ahora mismo, los tres pueden venir mañ ana a la televisió n para darle un final feliz a esta telenovela, quedas como una buena persona, babeas en mi programa porque tienes una hija brillante, y subes varios puntos en las encuestas y arrasas en las elecciones.

Soraya miró a Balaguer con antipatí a, como dicié ndole eres un cí nico, un desalmado, solo piensas en el poder, en las encuestas, en lo que le conviene a Tudela, no en lo que nos conviene a mi mamá y a mí. Balaguer la ignoró y continuó:

—Pero si insistes en negarlas, mañ ana van a salir en mi programa y van a mostrar todos los papeles de los juicios de paternidad que te han hecho y te van a exigir una prueba de ADN, y ahí sí que estará s jodido, Alcides, porque te aseguro que la gente les va a creer a ellas y no a ti, y que el juez va a terminar obligá ndote a que te hagas esa prueba, y si eso ocurre antes de las elecciones y resulta que es tu hija y que mentiste, anda despidié ndote de ser presidente; perderá s las elecciones y te habrá s jodido.

Parker miró a su periodista con aire amigable, condescendiente, como diciendo este es mi perro de pelea, mi mastí n, así me gusta que muerdas, cachorro.

—Yo no te pido dinero, Alcides —dijo Lourdes, quebrá ndose, la voz traspasada por la emoció n—. Solo te pido que cumplas tus deberes como padre, que no sigas hacié ndole dañ o a nuestra Soraya, que le pagues su colegio y sus cosas, nada má s.

Disgustado, Tudela hizo un sonido cavernoso, gutural, como buscando una flema, y lanzó un salivazo hacia el cé sped con la naturalidad con la que escupen los futbolistas en el campo de juego. Luego dijo:

—¡ Esto es un chantaje moral, una vil extorsió n! ¡ A mí no me amenaza nadie, carajo! ¡ Esta señ orita no es mi hija, má s respeto, que soy el pró ximo presidente del Perú y un demó crata a carta cabal!

—La concha de tu hermana, Alcides —se rio Parker—. Deja de hablar como candidato, estamos entre amigos, ¿ no te das cuenta de que queremos ayudarte?

Lourdes amonestó a Parker con un gesto de firmeza:

—Señ or Parker, por favor, no hable así, como camionero, delante de mi hija, que es menor de edad.

—¡ Menor de edad pero no idiota! —se encolerizó Soraya—. ¡ Está bien: nié game, cholo borracho, estú pido! ¡ Nié game, ya nos verá s mañ ana en televisió n! ¡ Quiero verte la cara el dí a en que pierdas las elecciones! ¡ Allí quiero verte, cholo mentiroso!

—¡ Hija, no cholees a tu padre, tú tambié n eres chola! —gritó Lourdes.

—¡ Yo no soy chola! —chilló furiosa Soraya—. ¡ Soy provinciana, pero no soy chola! ¡ Tengo educació n y tengo moral, no soy como mi papá, que es un delincuente!

—¡ No me llames «delincuente», mamita! ¡ Yo soy un hombre de honor, he combatido la dictadura, he luchado siempre en la trinchera de la democracia! —rugió Tudela.

—Acá todos somos cholos —intentó conciliar Balaguer.

—¡ Cholos será n ustedes! —se rio Parker—. ¡ Yo no soy cholo ni cagando, yo soy hijo de ingleses! —luego pasó al ataque—: Entonces tenemos un acuerdo, mi querido Alcides: tú reconoces a esta niñ a, que es tu hija, y ella y su mamá no salen mañ ana en mi canal, y todos contentos, ¿ estamos?

Tudela lo miró perplejo, incomprendido:

—¿ Y qué le digo a mi Elsita?

Lourdes sonrió, iró nicamente.

—Eres un pisado, Alcides —dijo.

—Esa gringa es una bruja —dijo Soraya, mirando a Tudela siempre con aire de superioridad, como si Tudela fuese su hijo, un hijo desobediente, caprichoso, malcriado, al que ella debí a hacer entrar en razó n.

—A Elsita le dices que se la monte un burro en primavera —dijo Parker, y soltó una carcajada que fue secundada por Lourdes y Soraya pero no por Balaguer, que sabí a que Tudela no cederí a tan fá cilmente porque le tení a pá nico a su esposa, Elsa Kohl.

—Necesito tiempo —se disculpó Tudela—. Tengo que hablar de todo esto con Elsita. Ella es mi mejor consejera.

—No hay problema, tenemos hasta mañ ana —dijo Balaguer, con á nimo conciliador.

—No seas huevó n, Alcides —terció Parker—. Haz lo que te conviene polí ticamente, no lo que te diga la loca de Elsita.

Soraya miró a Tudela con desdé n y dijo:

—¿ Y así quieres ser presidente? No tienes valor para enfrentarte a tu esposa, ¿ y quieres ser presidente del Perú? —luego añ adió —: Si yo pudiera votar, jamá s votarí a por ti, papá. Votarí a por Lola Figari; esa mujer es muy é tica, muy moral, no como tú.

Alcides Tudela estalló:

—¡ Lola Figari es una machona reprimida! ¡ Lola Figari le come la chucha a Bertha Manizales! ¡ Lola Figari tiene una pinga má s grande que la mí a, carajo!

—¡ Alcides, má s respeto, está s delante de tu hija! —gritó Lourdes.

—¡ No es mi hija y yo a usted no la conozco, señ ora! —se mantuvo terco Tudela.

—¿ No te acuerdas cuando í bamos al hotel Los Delfines y me chancabas bien rico? —preguntó Lourdes.



  

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