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Jaime Bayly 6 страница



Parker le extendió los dos fajos a Balaguer, que los recibió, los miró, los olió y dijo:

—Como quieras, Gustavo. Haré el intento. Nada se pierde.

Parker se rio, ganador, acostumbrado a salir airoso de los lances má s complicados. Hecho a la idea de que toda crisis traí a consigo una oportunidad para ganar dinero, sacar ventaja a la competencia y congraciarse con el poder de turno, esta crisis no podí a ser la excepció n: ahora tení a a Tudela en su bolsillo y no solo habí a recuperado los tres millones que le donó, sino que se habí a asegurado la publicidad oficial cuando Tudela fuese presidente y que no le cobrasen los impuestos que debí a y no pensaba pagar nunca, porque Parker siempre repetí a con cinismo, festejando su descaro, «Las deudas nuevas hay que dejarlas envejecer y las deudas viejas no se pagan».

—No estoy tan seguro de que Lourdes acepte la plata —dijo Balaguer—. Ella es una mujer honorable, no sé si estará dispuesta a venderse, Gustavo, pero ya mismo voy a su casa y le ofrezco el dinero.

Parker soltó una carcajada:

—Esa putita barata no ha visto cien mil dó lares en su vida —dijo, y luego añ adió, mordiendo un palito de dientes—: Ya verá s que coge la plata feliz y se queda tranquilita.

Balaguer sonrió.

—Y si le damos cien mil dó lares má s, la sacamos en tu programa diciendo que es la amante de la marimacho de Lola Figari —especuló Parker.

—No la creo capaz —dijo Balaguer.

—Porque no conoces a las mujeres —dijo Parker—. Todas las mujeres son putas, todas tienen un precio, solo que unas lo saben y otras no lo han descubierto —soltó una risotada de chacal, hizo un gesto de estré s, de ansiedad, se frotó la mandí bula con las manos y continuó —: Llé vale la plata al toque y no te olvides de hacerle firmar un papel, así le mandamos luego el papel al cholo Tudela y nos queda debiendo un favor de la gran puta.

Balaguer se rio, se puso de pie y guardó los fajos de billetes en los bolsillos de su pantaló n.

—Si quieres, saca diez mil dó lares y dale solo noventa mil a tu amiguita Osorio —dijo Parker—. No te preocupes, no los va a contar, y cuando los cuente, piñ a, ya será tarde, ya habrá firmado y ya tendrá la yuca adentro.

—Gracias, Gustavo, prefiero darle los cien mil limpios —contestó Balaguer, pensando Qué bien me vendrí an esos cien mil a mí, carajo, alguien deberí a pagarme por quedarme callado, acá todos ganan menos yo.

—Tú haz lo que quieras con esa plata —dijo Parker—. Si prefieres, dale ochenta y te quedas con veinte o dale noventa y te quedas con diez. Lo importante es que firme un papel asegurando que Soraya no es hija de Tudela y aceptando que recibió la plata para callarse.

—Comprendo, Gustavo, así será —afirmó Balaguer.

Parker sonrió a sus anchas:

—Eres el mejor periodista de la televisió n peruana, carajo —sentenció, orgulloso, y vio salir a Balaguer de su despacho, mientras olí a un fajo de dó lares.

Lourdes Osorio se arrepintió de haber escapado del convento carmelita. Avergonzada, no quiso llamar a sus padres a Piura y contarles que ya no querí a ser novicia, ni luego monja, y mucho menos que le habí a venido la regla. Sin saber adó nde ir y con poco dinero, se paseó por el Centro de Lima, buscando trabajo. Dormí a en una pensió n del Parque Universitario, comí a al paso en carretillas ambulantes, veí a con resquemor có mo el dinero se le escurrí a de las manos y pensaba que, si no encontraba un empleo, no le quedarí a má s remedio que volver a Piura con la cabeza gacha y el honor por los suelos. Pero tuvo suerte. Una tarde, yendo por el jiró n de la Unió n, el piso con baldosas blancas y negras, vio un cartel que decí a «Se necesita cajera». Era un local de comida rá pida, de venta de salchichas y papas fritas entreveradas en un mejunje conocido como «salchipapas», y allí fue contratada para trabajar, con uniforme rojo y amarillo, como cajera, de ocho de la mañ ana a seis de la tarde, todo el dí a de pie, atendiendo a los clientes, guardando el dinero en la caja registradora. Le estaba permitido comer todas las salchipapas que quisiera y por eso engordó el primer mes, pero no podí a quejarse: tení a un trabajo, dormí a en una cama con colchó n, se bañ aba con agua caliente, podí a ir a los cines del Centro de Lima en funció n de noche o trasnoche para mitigar la soledad, y a veces le alcanzaba la plata para llamar a sus padres a Piura y mentirles, contarles que le iba muy bien en el convento (y ellos sabí an que ya no estaba en el convento, pero se hací an los tontos, no querí an que volviera a Piura, les preocupaba que sus amigos, familiares y clientes se burlasen porque la monja de la familia habí a abandonado el monasterio y los votos de obediencia y castidad, lo que les parecí a un oprobio, una vergü enza que debí an preservar en secreto). Como cajera del local de salchipapas, Lourdes Osorio conoció al jefe de la pá gina editorial de La Prensa, el congresista y hombre de letras Enrico Botto Ugarteche, quien, cada mañ ana, a eso de las diez y media, mientras leí a los diarios del dí a, bajaba del vetusto local del perió dico y comí a una porció n triple de salchipapas, al tiempo que hací a preguntas curiosas a esa cajera que encontraba tan guapa, tan simpá tica y deseable. Cuando Botto supo que la cajera de las salchipapas habí a sido novicia del convento carmelita, se erizó, dio un respingo y dijo «Esto es un milagro, la concha de su hermana». Pocos dí as despué s, le propuso a Lourdes Osorio que dejara su trabajo como cajera y fuese al perió dico para trabajar con é l como secretaria, investigadora y asistenta privada. «Pero yo no sé nada sobre periodismo», dijo ella. «Yo tampoco, santita, yo tampoco, pero escribo los editoriales de La Prensa desde hace veinte añ os y me tumbo a un gabinete cuando me sale de los cojones», respondió Botto. «¿ Cuá nto ganarí a? », preguntó Lourdes, ilusionada. «El doble de lo que ganas en este antro de mal vivir», prometió Botto, famoso por su fealdad y su vasta cultura. Al dí a siguiente, Lourdes Osorio entró a trabajar en La Prensa como secretaria privada del jefe de la pá gina editorial, Enrico Botto Ugarteche. Ese dí a, cuando ella le sirvió el café, Botto le preguntó a quemarropa, con una sonrisa llena de intenciones: «Dime, santita, ¿ eres virgen? ».

Juan Balaguer tocó el timbre y esperó. Lourdes Osorio viví a en un edificio modesto en el barrio de San Borja, en un segundo piso con vista a un parque. Balaguer sintió el olor a comida que despedí an los departamentos contiguos. Lourdes abrió, sonrió, le dio un beso en la mejilla y lo sorprendió con un abrazo inesperado.

—Qué lindo recibirte en mi casa —dijo, y Balaguer pensó Espero que no sienta los fajos de dó lares en mis bolsillos; no sé si tendré la cara para intentar sobornarla; esta señ ora provinciana no tiene pinta de coger la plata tan tranquila y quedarse callada.

—Muchas gracias, Lourdes. ¿ Y Soraya?

—Está haciendo sus tareas —dijo, y luego levantó la voz—: ¡ Soraya! ¡ Ven a saludar a Juanito Balaguer!

—¡ Ya, mamá, no grites!

Lourdes y Balaguer se sentaron en unos sofá s de tela gastada, color amarillo tirando a marró n, mostaza o polvo rancio de Lima, un tono conveniente para escamotear las manchas y la suciedad. Balaguer advirtió que la sala estaba llena de imá genes religiosas, cuadros de la Virgen y de Jesú s, una Biblia sobre la mesa de centro, fotos del Papa y del cardenal. Estamos jodidos, pensó, hay muchos testigos del soborno, no creo que proceda. Mientras observaba aquello, Lourdes fue a la cocina a traer unos refrescos y Soraya apareció, vistiendo un buzo holgado, los pies descalzos, el pelo negro, frondoso, revuelto, la mirada desconfiada, suspicaz.

—¿ Ya decidiste qué hacer? —le preguntó a Balaguer, de pie, sin acercarse para darle un beso de saludo, con cierta brusquedad.

—Sí —dijo Balaguer—. Bueno, má s o menos, tampoco tanto —matizó.

Soraya soltó una risa condescendiente, como si no esperase nada bueno, como si ya estuviera resignada a perder siempre en los forcejeos con quienes tení an má s poder que ella.

—¿ Qué has decidido? —preguntó.

—¡ Hijita, no seas fastidiosa! —gritó desde la cocina Lourdes—. ¡ Deja tranquilo a Juanito!

Balaguer la miró a los ojos y le dio la mala noticia:

—No me dan permiso.

Soraya lo observó con lá stima, forzó una sonrisa que pareció un acto de caridad, y luego dijo:

—Ya sabí a. ¿ Quié n no te da permiso, Tudela?

—No me da permiso Gustavo Parker, el dueñ o del canal —se defendió dé bilmente Balaguer.

Soraya se sentó lo má s lejos que pudo de Balaguer. Lourdes trajo refrescos y bocaditos, se acomodó, puso cara de distraí da, de yo no sé nada, no he escuchado nada, hasta que Soraya habló:

—Juanito se asustó. Dice que no le dan permiso para entrevistarnos.

Balaguer odió a la niñ a por tratarlo de esa manera burlona, desdeñ osa, por llamarlo con un diminutivo, como si fuera una cosa pequeñ a, ridí cula, prescindible, un monigote, una marioneta, una mascota amaestrada de Gustavo Parker; sintió que esa niñ a era una engreí da, una caprichosa, que no entendí a lo jodida que era la vida de un periodista de televisió n, que no podí a contentar a nadie y a menudo acababa decepcionando a todos.

—Qué pena —dijo Lourdes, y lo miró sin rabia o rencor, con ojos compasivos que hací an honor a la decoració n que imperaba en la sala—. No te sientas mal, Juanito, son cosas de la vida, nosotras ya estamos curtidas, ya estamos acostumbradas a que nos den la espalda.

—Yo no les doy la espalda —dijo Balaguer, cruzando las piernas, tomando Coca-Cola de un vaso de plá stico.

—Sí, claro —ironizó Soraya, torciendo la boca, frunciendo el ceñ o—. No nos das la espalda, mucho nos apoyas, pero no nos vas a entrevistar en tu programa. Qué gran apoyo el que nos das, me emocionas —se burló, y su madre la miró con una sonrisa orgullosa, como diciendo esta es mi hijita, que no se achica ante nadie, que se aleona con los má s peligrosos, ella habla por mí, ella se atreve a decir las cosas que yo me callo por cortesí a o por ser buena cató lica.

—No es mi decisió n —dijo Balaguer—. Yo querí a entrevistarlas, pero Parker no me da permiso. ¿ Qué quieres que haga, Soraya, que desobedezca a mi jefe y las entreviste porque me da la gana y que luego me boten del canal y me quede sin trabajo?

—Claro que no, Juanito, claro que no; tú tienes que cuidar tu trabajo —dijo Lourdes, pero Balaguer notó que se forzaba para ser atenta y que sus palabras no revelaban lo que de veras pensaba.

—No te preocupes, ya sabí a que nos fallarí as —dijo Soraya, previsora, jactá ndose de su astucia, de su conocimiento de la miseria humana—. Ya quedamos con la señ ora Malena Delgado, ella nos va a entrevistar mañ ana sá bado y va a pasar la grabació n en su programa este domingo.

Balaguer se quedó sorprendido: ¿ no se habí a comprometido Alcides Tudela a hablar con Idiá quez, jefe de Malena Delgado, para que no saliera nada del caso Soraya en Canal 2? Balaguer pensó ¿ Soraya está fanfarroneando, está tratando de asustarme, de intimidarme, de forzarme a tomar una decisió n desesperada para ganarle la primicia a Malena Delgado? Y se dijo Saliendo de acá tengo que hablar con Gustavo Parker; si Malena sale con la entrevista el domingo, estamos jodidos.

—¿ Eso les ha prometido Malena? —preguntó.

—Sí —respondió Lourdes—. Nos ha dado su palabra. Nos ha dicho que ella, como madre soltera, nos apoya cien por ciento.

—Las mujeres somos má s valientes —sentenció con aspavientos Soraya.

—No creo que cumpla su promesa —terció Balaguer—. Hasta donde yo sé, el dueñ o de ese canal, Pepe Idiá quez, apoya la candidatura de Alcides Tudela, de modo que no creo que le dé permiso a Malena para que ustedes salgan en su programa.

—Te equivocas, Juanito —dijo Soraya, como si fuera una veterana periodista, como si conociera las intrigas y las conspiraciones en el só rdido mundo del poder—. Malena ya habló con el señ or Idiá quez y é l le ha dado luz verde. No esté s tan seguro de que el señ or Idiá quez apoya a Tudela; a nosotras, Malena nos ha dicho «Somos un canal objetivo, imparcial, y como buenos periodistas, defendemos siempre la verdad, le duela a quien le duela».

—Me encanta Malena Delgado —dijo Lourdes, ilusionada con su inminente aparició n en las pantallas de Canal 2, para dinamitar la candidatura de Alcides Tudela—. Es una señ ora muy culta, muy elegante, no se casa con nadie.

—No se casa con nadie porque nadie le propone matrimonio —dijo Balaguer, y sonrió, pero el comentario no fue celebrado por Lourdes ni por Soraya, que lo miraron como dicié ndole eres un patá n, un picó n, un mal perdedor, ahora hablas mal de Malena porque ella es valiente y tú no y porque ella tendrá la primicia y tú no.

—Prepá rate, porque con nosotras en su programa, Malena va a arrasar en el rating—dijo Soraya, mirando a Balaguer con ese aire de superioridad que a é l le resultaba cargante, insoportable—. Qué pena me das, Juanito. Yo pensé que eras un periodista independiente, pero eres solo un aduló n de Tudela y de Parker; eres lo que me decí an: un franelero de los que tienen poder.

—No esté s tan segura de que van a salir el domingo con Malena —se puso firme Balaguer—. Yo conozco a Malena Delgado mejor que ustedes, y al final del dí a ella hace lo que le dice Idiá quez, su jefe.

—Pero Idiá quez ya le dio permiso —insistió Lourdes.

—Le habrá dado permiso, o eso dice Malena, pero de aquí al domingo veremos qué pasa —dijo Balaguer—. Fuentes confiables me aseguran que Idiá quez apoya plenamente a Alcides Tudela y no creo que lo traicione de esta manera.

—¡ No es una traició n! —se levantó indignada Soraya—. ¡ No es traició n! ¡ Traició n es la tuya, Balaguer! ¡ Traició n es quedarte callado cuando sabes que defendemos una causa justa! ¡ Traició n es hacerte el loco cuando sabes que tengo derecho a que mi papá me reconozca! ¡ No vengas a esta casa a hablarnos de traiciones, por favor!

Con los ojos desorbitados y agitando los brazos como si quisiera volar, Soraya miraba a Balaguer aparentemente dispuesta a despellejarlo, a arrancarle las uñ as y a verlo morir morosamente; lo miraba como si fuera su padre, como si se negara a reconocerla, como si é l tuviese la culpa de todas las humillaciones que ella y su madre habí an debido soportar.

—Cá lmate, hijita —medió Lourdes, que, sin embargo, miró a Soraya con indisimulado orgullo.

—Tengo una propuesta que hacerles —se arriesgó Balaguer, recordando el encargo que le habí a dado su jefe, Gustavo Parker.

Soraya se sentó, tomó Coca-Cola, comió una galleta de soda con queso cremoso. Lourdes miró a Balaguer con ojos impacientes, ansiosos, presagiando quizá que se echarí a para atrá s, temeroso de perder la primicia con Malena Delgado, y las llevarí a finalmente a su programa.

—¿ Nos vas a entrevistar? —se ilusionó.

—¿ Qué propuesta? —preguntó secamente Soraya—. ¿ Cuá l es tu propuesta?

Balaguer demoró sus palabras. Sabí a que, en un sentido o en otro, las tomasen bien o mal, harí an reventar una bomba, una bomba pestilente y fragorosa, en esa sala tan correcta, tan honorable, tan teñ ida de pundonor provinciano e impregnada de un sentido religioso de la vida. Luego se dijo a sí mismo, dá ndose valor: Tranquilo, no tienes nada que perder, ya está n molestas contigo, si se molestan un poco má s, da igual, qué carajo, acá lo importante es quedar bien con Gustavo Parker, no con ellas.

—Habla, Juanito —insistió Soraya.

Balaguer sacó los fajos de dó lares, nuevos, olorosos, y los puso sobre la mesa, al lado de la bandeja donde estaban los vasos y las galletas de soda. Lourdes miró con asombro, con estupor, con ojos no tanto de reprobació n sino de codicia, como si quisiera saber cuá nto dinero habí a allí sobre esa mesa. Soraya miró los fajos de dó lares con mala cara, como si Balaguer hubiese expuesto dos ratas muertas.

—Aquí hay cien mil dó lares —dijo Balaguer, y acercó taimadamente uno de los fajos hacia Lourdes y el otro hacia Soraya—. Son billetes nuevos, recié n salidos del banco, pueden olerlos si quieren; huelen a plata nueva.

Soraya lo miró con repugnancia, ofendida, pero Lourdes no vaciló en coger el fajo de dó lares y acercarlo a su rostro bien maquillado y acicalado y olerlo con expresió n de regocijo.

—Ay, qué rico —murmuró, y volvió a oler el dinero, embobada.

—¿ De quié n es esa plata? —preguntó Soraya—. ¿ Por qué la has traí do?

Balaguer la miró con una sonrisa, como dicié ndole no te hagas la angosta, niñ a ladilla, no te hagas la virtuosa o la justiciera cuando bien que te provoca meterte ese fajo al bolsillo, dé jate de huevadas, por favor.

—Esa plata es para ustedes —respondió —. Esa plata es de ustedes.

—¿ Quié n te la ha dado? —se sobresaltó Soraya, levantando la voz—. ¿ De dó nde la has sacado?

Balaguer jugó sus cartas como lo habí a previsto, tratando de ser delicado y caballeroso, de no lastimar el sentido del honor de Lourdes:

—Es mí a. La he sacado de mi cuenta bancaria. Es un regalo que quiero hacerles, a manera de disculpa, por no poder entrevistarlas.

Lourdes abrió los ojos con exageració n, al parecer encantada, sin soltar el fajo de dó lares, y Soraya lo miró con desconfianza y preocupació n, turbios los ojos oscuros, arrugada la frente, llevá ndose la mano al rostro y mordisqueá ndose las uñ as, ya devastadas por unos dientes nerviosos.

—¿ Un regalo? —inquirió Soraya—. ¿ Un regalo tuyo? ¿ Tanto te sobra la plata para regalarnos cien mil dó lares?

—No me sobra —dijo Balaguer—. Pero me siento fatal por no poder cumplir con ustedes, por eso quiero darles esta platita.

Lourdes sonrió extasiada:

—Ay, Juanito, eres todo un caballero.

—¡ De ninguna manera podemos aceptar! —protestó Soraya, airada.

—¡ Pero qué dices, hijita! —la amonestó, furiosa, su madre—. A caballo regalado no se le mira el diente.

—¿ Qué se supone que debemos hacer si recibimos tu coima? —se puso de pie Soraya.

—No es una coima —dijo Balaguer—. Es un regalo.

—Sí, claro —se burló Soraya, y Balaguer pensó Estoy jodido, esta niñ a es muy lista, se las sabe todas, ha salido al pilluelo de su padre, huele el peligro enseguida, sabe por dó nde vienen las balas, es una pendeja esta niñ a vieja—. Si recibimos la plata, ¿ qué se supone que debemos hacer? Habla claro, por favor.

Balaguer carraspeó, demoró en encontrar las palabras exactas:

—Solo les pido que firmen un recibo —balbuceó.

—¡ Ni hablar! —dijo Soraya—. ¡ No firmamos nada! ¡ Mé tete tu plata al poto!

—Un recibo, claro, ningú n problema. ¿ Dó nde debo firmar? —preguntó, sumisa, Lourdes.

—¡ Tú no firmas nada, mamá!

—¡ Hijita, no seas estú pida, son cien mil dó lares! ¡ Es para asegurar tu futuro!

—Es un regalo con todo cariñ o —dijo Balaguer, y se sintió un mal bicho, un sujeto tramposo, un coimero fino, el sicario moral de Gustavo Parker y del crá pula de Alcides Tudela: A esto has llegado, a este nivel de indignidad te has rebajado, puta madre, Juanito, qué bajo has caí do.

—¡ No queremos tu plata! —gritó Soraya—. ¡ Vamos a salir este domingo con Malena Delgado y vamos a denunciar que trataste de coimearnos para callarnos la boca! ¡ Ya te jodiste, Juanito, ahora sí te jodiste!

Lourdes se puso de pie, tratando de quedar bien con su hija, con Balaguer y con sus ganas crecientes por coger el dinero y ponerlo a buen recaudo:

—Pero si es un regalo, hijita. Juanito no nos pide que nos quedemos calladas, é l acepta que salgamos el domingo con Malena Delgado, pero igual nos quiere dar este regalito tan delicado por todos los malos ratos que hemos pasado. Es como una indemnizació n, ¿ no es verdad, Juanito?

Balaguer pensó Si será huevona esta tí a.

—Bueno, sí, claro, es un regalo. Pero si ustedes lo aceptan y me firman un recibo, yo les pedirí a por favor, les suplicarí a de rodillas que no den ninguna entrevista.

—¡ Ya ves! —saltó Soraya—. ¡ Es lo que te dije, mamá! ¡ Si agarramos la plata, tenemos que quedarnos calladas!

Lourdes miró con sorpresa a Balaguer, como decepcionada, pero luego vio los dos fajos de dó lares y pareció dudar, pareció dispuesta a seguir decepcionada de la vida, de la prensa, de los polí ticos, de todos, pero al menos ya con cien mil dó lares, má s plata de la que nunca habí a visto.

—¿ O sea que si aceptamos la plata, no podemos darle la entrevista a Malena Delgado? —preguntó Lourdes.

—Así es —contestó Balaguer, y tras un silencio incó modo, continuó —: Entié ndanme: si salen en el programa de Malena, serí a el final de mi carrera, todos se enterarí an de que Parker no me dio permiso y quedarí a como un renacuajo de Parker y Tudela. No pueden hacerme ese dañ o.

Soraya lo miró iracunda. Lourdes se replegó, dudando. Balaguer continuó:

—Solo les pido que esperen un mes a que terminen las elecciones y ya tengamos presidente electo. Luego es seguro que les haré la entrevista, pero ahora no pueden salir con Malena Delgado ni en ningú n otro canal. Solo les pido un poco de paciencia, solo les pido cuatro semanas. ¿ Qué son cuatro semanas má s de espera si ya llevan catorce añ os esperando? Luego salimos en el programa y destrozamos al canalla de Tudela.

—¡ Lá rgate! —bramó Soraya—. ¡ Lá rgate de esta casa ahora mismo, coimero!

Luego cogió los fajos de dó lares y se los acercó bruscamente a Balaguer.

—Hijita, má s modales —la recriminó Lourdes—. No es manera de tratar a un invitado, este es un hogar cristiano.

Balaguer se quedó inmó vil, sin saber qué hacer. Soraya le espetó:

—No aceptamos tu coima. Vamos a salir con Malena Delgado y lo vamos a contar todo, ya te jodiste por coimero, por faltarnos el respeto.

Balaguer supo que estaba en aprietos.

—Por favor, pié nsenlo —rogó —. Por favor, reconsidé renlo. Solo les pido cuatro semanas de silencio.

—Lo que quieres es que elijan a Tudela, no te importa que se haga justicia —se enfureció aú n má s Soraya—. ¡ Eres un descarado, Juanito Balaguer!

—Muy bien, me voy.

—Llé vate tu plata cochina —insistió Soraya.

Balaguer se negó a recibirla:

—Qué dense con la plata, por si cambian de opinió n.

Lourdes sonrió, encantada.

—Gracias, Juanito, eres todo un caballero —y luego añ adió —: No te preocupes, vamos a pensar tu propuesta, tan gentil, y mañ ana te avisamos.

—No tenemos nada que pensar. Mañ ana vamos a grabar la entrevista con Malena Delgado, así que llé vate tu plata de una vez.

—No, hijita, no; mejor lo pensamos —interpuso Lourdes—. Es mucha plata para desairar así a nuestro amigo Juanito.

Balaguer le dio un beso en la mejilla a Lourdes.

—Muchas gracias —se despidió.

Luego intentó dar un beso a Soraya, pero ella lo rechazó con cara de espanto y le señ aló la puerta, furiosa.

—Lá rgate, cochino —dijo—. No quiero verte má s.

Lourdes cogió los fajos de dó lares, los olió, sonrió embelesada y le guiñ ó el ojo a Balaguer.

—Hablamos mañ ana, papito —finalizó.

Balaguer salió, cerró la puerta y pensó Bueno, al menos lo intenté. Con suerte, Lourdes lo piensa bien, se queda con la plata y cancela la entrevista con Malena, y si Lourdes no está en la entrevista, Soraya no podrá dar la entrevista por ser menor de edad. Es cuestió n de que Lourdes se pase la noche oliendo los dó lares, que ella decida y que Soraya se vaya al carajo, qué niñ a má s ladilla, la puta que la parió; pobre Alcides Tudela, ahora entiendo por qué no reconoce a esa niñ a presuntuosa y gritona, qué cosa tan jodida ser su padre. Luego llamó a Gustavo Parker y le anunció sin rodeos:

—Estamos jodidos, Gustavo. Han quedado en grabar mañ ana con Malena Delgado. Por favor, llama a Idiá quez y averigua qué está pasando.

—¿ Aceptaron la plata? —preguntó Parker.

—Sí —dijo Balaguer, y sintió que habí a mentido.

—¡ Eres el tigre de la Malasia, carajo! —se alegró Parker—. Ya las tenemos, ya son nuestras: si aceptaron la plata, no van a hablar.

—Por favor, habla con Idiá quez. Si salen con Malena Delgado el domingo, estoy jodido.

—Me juego un huevo a que no van a salir con Malena. Qué date tranquilo.

—Me han asegurado que ya quedaron con Malena y que Idiá quez dio luz verde al asunto, Gustavo.

—Pendejadas, hombre. No puedes creerle a una puta piurana, Juanito, no seas huevó n.

Colgaron. Balaguer bajó deprisa las escaleras y pensó Soy un huevó n, me olvidé de sacar diez mil dó lares para mí. Si salen el domingo con Malena Delgado y cuentan que las he coimeado, me voy a tener que ir del Perú; mejor voy comprando un pasaje a Buenos Aires ahora mismo, por las dudas.

Con solo aparecer todos los lunes como conductor de Pulso, Juan Balaguer adquirió considerable notoriedad en el Perú. Se hizo famoso por sus preguntas atrevidas, su buen castellano, su estilo tieso y estirado, su cara seria, desusadamente seria para un muchacho de su edad, apenas diecinueve añ os. La gente lo reconocí a en la calle, le pedí a autó grafos, se confundí a en abrazos con é l, le sugerí a que se metiera en polí tica, que fuese candidato a algo. Tanta fama impensada le trajo, sin embargo, algunos problemas. En la universidad sintió que muchos de sus compañ eros lo miraban con recelo, con hostilidad, que no llevaban bien que el estudiante de Letras, futuro abogado, se hubiese convertido en un hablantí n famoso de la televisió n, en un periodista cuyas preguntas estaban en boca de todos. No solo eran alumnos los que torcí an el gesto cuando lo veí an pasar, tambié n muchos profesores le mostraban su antipatí a en clases o fuera de ellas, y hasta advirtió que, desde que salí a en televisió n, lo trataban má s severamente, le hací an comentarios incó modos procurando pillarlo en falta, lo calificaban con peores notas, con seguridad lo hostigaban. Balaguer atribuyó aquello al hecho de que esos profesores solí an tener ideas polí ticas de izquierdas y lo veí an con alergia en tanto é l no era de izquierdas, aunque tampoco necesariamente de derechas; se consideraba un liberal, un enemigo de los curas y los militares y de la intromisió n del Estado en el á mbito de la libertad individual, pero ante todo se creí a un enemigo del poder. Pensaba que si querí a tener é xito como periodista debí a ser una piedra en el zapato de todos los polí ticos, los de izquierda y los de derecha, y servir a los intereses del pú blico, que mudaba sus lealtades y sus afectos con gran veleidad. Tambié n en casa de sus padres empezó a tener problemas por culpa de la fama que adquirió con Pulso. Su padre, Juan, gerente del Banco Popular, un hombre en extremo cuidadoso de acatar las convenciones sociales, de llevarse bien con los poderosos, un encopetado caballero que detestaba toda forma de notoriedad y hací a cuanto podí a para evitar salir en los perió dicos o en las pá ginas sociales de las revistas, un señ or conservador, formal, chapado a la antigua, que asociaba la vida pú blica, y en particular la televisió n, con la vulgaridad, con lo chabacano, lucí a crecientemente irritado con el hecho de tener un hijo famoso, controvertido, que salí a en la televisió n llevando su nombre y que estaba en la comidilla, en el chisme, en boca de las secretarias y los empleados del banco y los mozos del café, con el hecho, en suma, de que todo el mundo hablase de Juan Balaguer, el periodista, y no de Juan Balaguer, el gerente del Banco Popular. No le gustó nada ese rá pido ascenso de su hijo en las curvas errá ticas de la popularidad, no supo digerir ese trago amargo. Por eso hizo dos cosas que fastidiaron profundamente a su hijo: mandó una carta a Gustavo Parker dicié ndole que Juan Balaguer era é l, un economista de prestigio, un gerente respetado de uno de los bancos má s poderosos del paí s —banco al que Parker debí a má s de diez millones de dó lares que no pensaba pagar—, y que, por tanto, si su hijo salí a en televisió n, en Canal 5, se debí a consignar en la pantalla que no se trataba de Juan Balaguer a secas, porque tal nombre conducí a a equí vocos y malentendidos, sino que se trataba de su hijo, Juan Balaguer Lleras, dejando constancia de su apellido materno. La carta le pareció muy apropiada a la señ ora Dora Lleras, que, cuando su marido se la leyó, dijo «Juan es mi hijo, yo lo he parido, ahora que está hacié ndose famoso no me parece justo que niegue mi apellido, es Balaguer Lleras y así será siempre». En cambio, Gustavo Parker llamó a su periodista má s popular, le dio a leer la carta y le dijo «Que se joda tu viejo. Juan Balaguer eres tú. Ahora ya no eres el hijo de Juan Balaguer; ahora é l es el papá de Juan Balaguer. Que se vaya acostumbrando». Balaguer asintió: «Que se joda mi viejo». Fingió que el asunto no le habí a molestado, pero en realidad se sintió traicionado por su padre. No se lo dijo. Evitó discutir con é l, simuló que no sabí a nada sobre la carta. Entonces le pidió a Parker un aumento de sueldo y le dio la razó n: «Tengo que irme de casa de mis padres, quiero alquilar un departamento en Miraflores». Parker saludó la rebeldí a y el á nimo emprendedor de Balaguer, le prometió que ganarí a el doble, le entregó un adelanto y se ofreció a firmar como garante o aval en el contrato de alquiler. Sin decir nada a sus padres, Balaguer alquiló un departamento en la avenida Pardo, frente a la embajada de Brasil, piso ocho, hizo sus maletas —apenas llevó consigo algo de ropa, dejó sus libros y recuerdos del colegio— y se mudó, no sin antes escribir una nota para su padre: «Papá: gracias por todo. Necesito vivir solo. Si quieres verme, sintoniza Pulso los lunes. Abrazos, Juan Balaguer». Una vez que se instaló en el departamento de Miraflores, se acostumbró a dormir hasta el mediodí a, se le hizo odioso ir a la universidad en transporte pú blico (ya no contaba con el auto prestado de su madre, y le resultaba humillante subirse a un autobú s y ser reconocido por los usuarios como el precoz periodista de la televisió n, y se le hací a pesado trasladarse en taxi hasta el campus de la Universidad Cató lica, lejos de Miraflores, soportando la chá chara de los conductores que lo reconocí an), y por eso empezó a faltar a clases con frecuencia, pensó que no tení a futuro como abogado en un paí s donde las leyes valí an poco o nada y las cambiaba cada cierto tiempo el mató n o el espadó n de turno, se dijo que mejor futuro tení a como periodista, como estrella de la televisió n. Ademá s, en la universidad le quedaban muy pocos amigos; la fama de la televisió n lo habí a hecho odioso, impopular, resistido por casi todos, y le resultaba ingrato ir a clases, someterse a los desaires y desplantes de los alumnos resentidos o envidiosos y de los profesores que desaprobaban su ambició n, su codicia, sus ganas de ser alguien, de tener dinero, de hacerse famoso. Fue así como dejó de ir a la universidad y dejó de vivir en casa de sus padres, dejó de verlos, se propuso evitarlos, lo mismo que evitar la universidad; fue así como, por pereza, por comodidad, porque le pareció que su vida estaba en la televisió n, decidió que le resultaba un lastre estudiar para abogado y comportarse como un hijo obediente, ejemplar. Si quiero ser una estrella de televisió n, tengo que ser egoí sta, tengo que ser orgulloso, tengo que mandar al carajo a todos los que me compliquen la vida, pensó. Y eso fue exactamente lo que hizo, tirando por la borda sus estudios de Leyes y la relació n con sus padres, quienes, por otra parte, no hicieron grandes esfuerzos para verlo, lo dejaron solo, tal vez sintieron alivio por no tenerlo má s en casa. Semanas despué s, esperando un taxi para ir al canal, Balaguer fue saludado por su tí o Francisco, hermano de su padre, que conducí a un automó vil de lujo. «Ahora eres famoso, ¿ y no tienes auto? », preguntó su tí o, sonriente, sin bajarse. «No, me muevo en taxi», respondió Balaguer. «Ven a verme a mi oficina, yo te presto la plata para que te compres un buen carro», le dijo su tí o. Al dí a siguiente le dio un cheque por diez mil dó lares, y con ese dinero Balaguer se compró un Fiat usado. «Te pagaré mil dó lares por mes», le prometió a su tí o. No cumplió. Pasaron seis meses y no le habí a pagado ni uno. Gustavo Parker le aconsejó «Las deudas nuevas hay que dejarlas envejecer y las deudas viejas no se pagan».



  

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