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Jaime Bayly 4 страница



—¿ Y ni siquiera conocí as a los futbolistas? —preguntó Balaguer, y echó una mirada y comprobó que los mozos lo observaban como pidié ndole que pagase la cuenta y se fuese, ya estaban cansados, les dolí an los pies seguramente, habí a sido un dí a largo, tenga compasió n, señ or Juanito, ya es la una de la mañ ana.

—No, claro que no; no conocí a a ningú n futbolista —dijo Lourdes.

Luego comió un pistacho que sacó con cuidado de un batiburrillo de nueces y frutas secas, y añ adió, con el aire transgresor, atrevido, de una confesió n que dañ a el honor pero que tal vez por eso mismo parece sincera:

—Si quieres que te diga la verdad, habí a un futbolista que me pareció bien churro.

Hizo un gesto curioso con la boca, frunciendo los labios, como si quisiera besar a un hombre ausente, y concluyó:

—Era tan guapo que con é l creo que lo hubiera hecho gratis.

Luego se rio, cubrié ndose la boca, y Balaguer pensó Tan beatita tampoco es, por algo se acostó con Tudela despué s de todo; se hace la santurrona pero con dos tragos encima seguro que se acuerda de lo que es bueno.

Juan Balaguer salió por primera vez en la televisió n peruana como panelista del programa Pulso, que habí a conducido todos los lunes Alfonso Té llez y que, muerto Té llez, ahora era dirigido por el periodista Gabino Longobardi, muy querido por todos los polí ticos porque era incapaz de hacer una pregunta agresiva, venenosa, con mala leche, y porque solí a ir a comer con personajes polí ticos de todas las tendencias, y cuando le preguntaban por qué era neutral y afectuoso con todos, respondí a «Yo soy como el dueñ o de un restaurante, atiendo bien a todo el mundo, piensen lo que piensen polí ticamente. Mi meta es que todos se vayan contentos de mi programa». El pú blico extrañ aba la agudeza y el espí ritu aguafiestas de Té llez y, si bien veí a con simpatí a a Longobardi, pensaba que sus preguntas eran demasiado insulsas y predecibles. Por eso Gustavo Parker le encomendó al recié n contratado Juan Balaguer que saliera los lunes como uno de los cinco panelistas de Pulso. El consejo de Parker fue claro: «Mire, Balaguer, usted tiene que hacer lo contrario que el huevas tristes de Longobardi; usted no va a salir en Pulso para ganar amigos sino para ganar enemigos; usted tiene que lograr que sus preguntas sean un torpedo en el culo de los polí ticos que tenga enfrente, no se congracie con nadie, sea jodido y antipá tico y preguntó n y caradura con todo el mundo. Ya verá que eso le va a gustar al pú blico. La clave es no casarse con nadie, como hací a el viejo Té llez, y tener siempre una repregunta mejor que la pregunta. Há game caso, Balaguer, Pulso no es un restaurante, es un ring de box, y aquí gana el que pega má s fuerte y el má s macho para pelear. No me falle. Haga preguntas con cojones y sá quele la mierda a todo el mundo». Balaguer sabí a que Parker tení a razó n, habí a visto a Té llez durante varios añ os y sabí a que la clave de su é xito radicaba en ser, ademá s de un hombre bien informado, un periodista insobornable, incisivo, dispuesto a incomodar a todos, nunca blando o complaciente, todo lo contrario de Longobardi. Balaguer habí a aprendido tambié n que las mejores preguntas eran las má s osadas, las que má s riesgo entrañ aban, las que el pú blico querí a escuchar pero no se atreví a a formular, esas preguntas kamikazes que podí an valerle el odio del interrogado y que acaso podí an costarle el puesto de trabajo, pero que la gente recordarí a al dí a siguiente. Algo má s habí a aprendido: las preguntas debí an ser cortas, directas, ir al punto, no ser muy largas ni muy sesudas ni muy elaboradas o intelectuales; esas preguntas los televidentes no las entendí an, lo que querí an ver era el morbo de la confrontació n, el espectá culo hechicero de la pelea despiadada y la sangre corriendo como rí os. Jué gate los huevos en cada pregunta, hazte respetar, se dijo Balaguer antes de su debut en Pulso. Y se esmeró en cumplir lo que Parker le habí a pedido: el primer lunes le preguntó al candidato presidencial Ró mulo Raffo si era verdad que en su juventud habí a tenido una fuerte depresió n y ataques de pá nico y que por eso lo habí an dormido clí nicamente en una terapia conocida como «la cura del sueñ o» (a lo que Ró mulo Raffo contestó que la pregunta era una infamia, un golpe bajo, una operació n de descré dito y calumnia maquinada por sus enemigos polí ticos, es decir que no contestó y se fue por las ramas); el segundo lunes le preguntó al presidente Ferná n Prado si era verdad que las manos le temblaban tanto porque estaba enfermo de Parkinson (a lo que Prado respondió que la pregunta era una invasió n de su privacidad, un atropello contra la intimidad a la que como ciudadano tení a derecho, es decir que tampoco contestó y se hizo el ofendido, la mano tré mula debajo de la mesa, para encubrirla de la mirada fisgona del pú blico); el tercer lunes le preguntó al famoso escritor Alfonso Payet si, como se comentaba, era alcohó lico y tomaba tres botellas de vodka cada dí a (a lo que Payet, con su celebrado sentido del humor, respondió que é l preferí a ser un borracho conocido que un alcohó lico anó nimo, y que no tomaba tres botellas de vodka cada dí a, esa cifra era inexacta, la verdad es que tomaba cuatro, lo que provocó las carcajadas del anfitrió n y moderador Gabino Longobardi, que habí a estado tomando unos vodkas con Payet antes del programa); y el cuarto lunes de su primer mes en televisió n le preguntó al ministro de Economí a, Juan José Lerner, cuá nto dinero ganaba como ministro y cuá nto dinero tení a depositado en los bancos peruanos y si tení a cuentas bancarias en bancos extranjeros (a lo que el ministro Lerner respondió en tono crispado que esa informació n solo tení a que dá rsela a la oficina recaudadora de impuestos y no a un periodista «impertinente», así lo llamó con el gesto torcido y la mirada anunciando alguna forma de venganza). Preocupado por las preguntas insolentes del panelista principiante Balaguer, Gabino Longobardi le habló al final de la entrevista con el ministro Lerner: «Juanito, hermano, no te propases, está s siendo demasiado cá ustico, está s ganando muchos anticuerpos, así como vas no vas a durar en la televisió n; acué rdate que el programa Pulso es como un restaurante, hay que atender bien a nuestros clientes». Balaguer se puso tenso, se sintió injustamente criticado, le pareció que Longobardi era un tontorró n, y por eso le dijo «Pero nuestros clientes no son los invitados, nuestros clientes son el pú blico, y al pú blico le gusta que hagamos preguntas fuertes, Gabino».

Irritado, Balaguer le contó a Parker el entredicho que habí a tenido con Longobardi. Parker llamó a su despacho a Gabino Longobardi y le dijo «Está s despedido; ya puedes abrir tu restaurante en Barranco y servir tus tamales con una gran sonrisa, en mi canal ya no me sirves, eres pasadito por agua tibia y yo quiero gente con cojones como Juan Balaguer». Longobardi no tardó en abrir un restaurante de comida criolla llamado Panchita, donde todos los polí ticos se reuní an y festejaban las dotes de buen anfitrió n del ex periodista devenido cocinero. Entretanto, Gustavo Parker convocó a su oficina a Balaguer y le dijo «Este lunes, tú conduces Pulso. Felicitaciones».

—A mí no me hueveas, Alcides, no te hagas el pendejo conmigo, que yo tengo como cinco hijos no reconocidos. Esa niñ a Soraya es tu hija, acepta la verdad, no me vengas con poses moralistas, huevó n.

Gustavo Parker no parecí a tenerle miedo a Alcides Tudela; le hablaba como si fuera el jefe y Tudela, su empleado. Estaban a solas en la oficina de Tudela, tomando whisky.

—Gustavo, tú eres mi hermano, mi hermano del alma, a ti nunca te mentirí a: ¡ esa niñ a no es mi hija! ¡ Yo nunca, nunca he tenido sexo con esa señ ora que ni siquiera me acuerdo có mo se llama!

—Lourdes —dijo Parker, con una sonrisa picara, los ojos como de buitre que merodea sobre la carroñ a, el olfato de viejo depredador que huele el miedo de su adversario—. Lourdes Osorio.

—¡ Yo nunca he tocado a esa tal Lourdes Osorio, Gustavo! ¡ Te lo juro por mi madrecita que está en el cielo y no me deja jurar en vano!

Gustavo Parker era un hombre memorioso, rencoroso, implacable con sus enemigos, magná nimo con sus amigos, sobre todo cuando sus amigos tení an poder, y no olvidaba que Tudela habí a declarado ante la prensa que habí a quedado hué rfano de padre y madre cuando tení a seis añ os, que ambos habí an muerto sepultados durante un terremoto, y luego la prensa habí a averiguado que tal cosa era mentira y que el papá de Tudela no murió en un terremoto y, en cambio, seguí a vivo. Parker pensó El problema con el cholo Tudela no es que sea mentiroso, todos los polí ticos son mentirosos, el problema es que es bruto para mentir, se ha metido mucha coca y mucho trago este cholo pendejo y cree que todos somos unos huevones.

—Mira, Alcides, está s jodido, hermano. Esta mujer, Lourdes Osorio, no está dispuesta a quedarse callada, ella ya nos dijo bien claro que si no le damos una entrevista en el programa de Balaguer, se irá a otro programa, en otro canal, y te denunciará. Y tu problema, entié ndelo, Alcides, no seas tan terco, carajo, es que ella tiene los papeles de los juicios que te ha entablado desde que la niñ a Soraya nació, y estamos hablando de catorce añ os de juicios…

—… Que ella siempre ha perdido, te recuerdo —interrumpió Tudela, con aire condescendiente, como si el asunto no le rozara, no lo perturbara, no le hiciera dañ o.

—Habrá perdido todos los juicios, pero acá el juicio que importa es el de la opinió n pú blica, Alcides —se impacientó Parker, levantando la voz—. ¿ No te das cuenta, carajo? Si ella convence a la gente de que esa niñ a es tu hija, está s jodido, vas a perder la elecció n.

—No lo creo, no lo creo —se blindó Tudela, invulnerable a la idea de perder, altivo ante la menor crí tica—. Estamos muy arriba en las encuestas. Diré que esa mujer ha sido coimeada por la chucha seca de Lola Figari y la gente me creerá; la gente está conmigo, Gustavo.

—¡ Huevadas, hombre! —se enojó Parker—. Todo el mundo sabe que eres un mujeriego de campeonato, Alcides; todo el mundo sabe que te vas de putas al Melodí as cada vez que puedes, todas las putas finas del Melodí as han culeado contigo, huevó n: ¡ todas! Nadie va a creerte, todos van a creerle a Lourdes, y má s cuando vean a la niñ a esa, a Soraya, que Juan Balaguer dice que es idé ntica a ti.

—¡ No me hables de Balaguer! —se crispó Tudela—. Era mi amigo y me ha traicionado. No se lo voy a perdonar.

—¿ Por qué dices que te ha traicionado, huevó n, si Juan está tratando de ayudarte? —se sorprendió Parker, y tomó otro trago de whisky.

—Porque Balaguer me juró que no le dirí a a nadie esto de Soraya y rapidito fue a contá rtelo a ti como una vieja chismosa, carajo —se quejó Alcides Tudela, frunciendo el ceñ o, arrugando la frente, dejando ver que la preocupació n lo tení a estragado, mal dormido, abatido—. Yo pensé que Balaguer me apoyaba, pero ahora veo que está con la machona de Lola Figari.

—¡ No digas huevadas, Alcides! —se rio Parker—. Juan y yo te apoyamos, hombre. ¿ Qué querí as? ¿ Que mi periodista de confianza y mi brazo derecho no me contara nada?

—Eso me prometió Balaguer y no cumplió —dijo Tudela, que no carecí a de habilidad histrió nica para ponerse en el papel de ví ctima.

—Hizo bien en contarme esta crisis, no seas huevó n —insistió Parker—. No podí a quedarse callado. Me ha contado todo para ver có mo podemos ayudarte, no para joderte, Alcides. Por eso estoy aquí: para ayudarte, para ver có mo apagamos este incendio juntos.

—No hay ningú n incendio, carajo —terció Tudela—. Esta es una patrañ a, esto es un montaje de mis enemigos polí ticos.

—Puta madre, que eres terco, cholo —dijo Parker.

—¿ A quié n le cree Balaguer? —preguntó Tudela.

—A Lourdes.

—¿ Y tú?

—Tambié n le creo a ella. Y todo el Perú le va a creer a ella, no a ti. No te engañ es, Alcides, si la cagas, puedes perder la elecció n.

Tudela se puso de pie, metió las manos en los bolsillos, caminó nerviosamente y preguntó:

—¿ Tú qué harí as en mi lugar?

Parker no lo dudó:

—Le darí a una entrevista a Balaguer y dirí a que me someteré a una prueba de ADN. Y si la niñ a es tuya, la reconoces, la abrazas, te haces la foto con ella, la subes al estrado y quedas como el mejor papá del mundo, así de fá cil. Ganas en primera vuelta; te lo firmo.

—¡ No, carajo, no! —rugió Tudela, con indignació n, abriendo los brazos, como si estuviera suplicando clemencia—. ¡ De ninguna manera! ¡ Esa niñ a no es mi hija y no voy a caer en una trampa miserable de mis enemigos!

—¡ No grites, huevó n, que si tú gritas, yo grito má s fuerte! —se envalentonó Parker—. No te olvides que te he dado ya má s de tres millones para la campañ a.

—No me los has dado a mí, Gustavo, has hecho una contribució n a la democracia peruana —lo corrigió Tudela, desafiante.

—Sí, claro —dijo con cinismo Parker—. ¡ Qué concha la tuya, carajo!

—No te equivoques conmigo, Gustavo: ¡ yo no me hipoteco con nadie, carajo! La plata que tú donaste se ha gastado í ntegramente en mi campañ a y tú lo sabes bien; no vengas a atropellarme, que tú y yo sabemos cuá nto le debe tu canal al Estado en impuestos: ¡ una deuda millonaria, carajo, casi trescientos millones, porque no pagas impuestos desde hace como diez añ os!

Parker se puso de pie, furioso:

—¿ Me está s amenazando, cholo? —dijo, dando dos pasos hacia el frente y mirando a Tudela con desprecio, como si fuera un insecto.

Pero Tudela no se intimidó y le devolvió una mirada turbia, rencorosa, llena de odio, y le contestó:

—No te estoy amenazando. Te estoy diciendo bien bonito que si me jodes con esto de Soraya, cuando sea presidente yo te voy a joder con los trescientos millones que le debes al Estado.

—Ah, carajo —sonrió displicente Parker.

—Sí: «Ah, carajo». Tú me jodes, yo te jodo. Tú me atacas con lo de Soraya, yo te voy a cobrar los putos trescientos millones que debes, Gustavo. Y si no me los pagas, te quito tu canal y te jodes bien jodido, ya sabes.

Ahora Tudela hablaba sin afectació n o impostació n, y la suya era una voz frí a, filosa, que cortaba, la voz de un hombre acostumbrado a la amenaza, la intriga, la perfidia, la deslealtad y la trampa como formas de supervivencia. Parker, sin embargo, y para sorpresa de Tudela, lanzó una carcajada excesiva, teatral, y palmeó con desdé n a Tudela:

—Eres má s huevó n de lo que pensaba, Alcides. Te equivocas, hermano. Primero, porque si yo decido apoyar a Soraya y a su mamá, te hago mierda, te hago papilla, y no ganas la elecció n ni cagando; te aplasto y te dejo como a una cucaracha bien pisada, huevó n. Y segundo, porque ni tú ni nadie me va a quitar nunca mi canal; puedo tener algunas pequeñ as deudas, pero el canal no es mí o, es del Perú, del pueblo peruano, y ni se te ocurra quitarles a los peruanos su canal má s querido y popular, que te sacan a patadas y terminas preso por burro, Alcides.

Tudela lo miró a los ojos, se replegó, sintió el golpe, tomó un par de tragos y cambió de tono:

—Hablemos como amigos, Gustavo, no dejemos que la sangre llegue al rí o. ¿ Qué tengo que hacer para que no saques a esta niñ a y a la pendeja de su madre en tu canal? Dime con franqueza, dime tus condiciones.

Parker se sentó, resopló como una ballena varada en la orilla, se sintió de pronto fatigado, harto del lodazal de la polí tica, y respondió:

—Para comenzar, devué lveme los tres millones que te regalé para la campañ a.

—Ya me los gasté, ya se fueron en mí tines y en publicidad —dijo Tudela, sentá ndose.

—No me mientas, huevó n, yo sé perfectamente que has mandado dos millones a una de tus cuentas en las Bahamas —dijo Parker, mirá ndolo a los ojos.

—¡ No es cierto, carajo! —se molestó Tudela.

—Tengo los papeles, Alcides —sonrió Parker.

—La plata que mandé a las Bahamas es la donació n que me dieron los hermanos Bertello para salvar la democracia; lo tuyo se ha gastado todo en la campañ a, Gustavo.

—¿ Y por qué mierda mandas a las Bahamas lo que te dan para la campañ a, se puede saber? —preguntó Parker.

—Es un fondo de contingencia, por si pierdo la elecció n —respondió Tudela, forzando una sonrisa.

—No te creo. Te está s tirando la plata, Alcides —dijo Parker, frí o, imperturbable, disfrutando de ver có mo Tudela se desdibujaba, perdí a la compostura, hací a muecas—. Devué lveme mis tres millones y me quedo callado y no digo un carajo sobre tu hija no reconocida.

—Trato hecho —se puso de pie Alcides Tudela—. Mañ ana te hago llegar a tu oficina los tres millones en efectivo dentro de un maletí n, ¿ de acuerdo?

—De acuerdo —dijo Parker—. ¿ Tienes la plata o vas a pedir una donació n a tus amigos los mineros?

—¡ Yo siempre tengo plata, Gustavo! ¡ Tengo má s plata que tú! —sonrió Tudela.

Parker se puso de pie y le dijo en el tono cá lido de un amigo:

—Solo te doy un consejo, Alcides: habla con esa mujer, acé itala, pá sale un buen billete y dé jala callada y contenta, porque yo solo te puedo asegurar que en mi canal no saldrá, pero si tú no te arreglas con ella rá pido, va a salir en otro canal y ahí te vas a joder igual. Te lo digo como amigo, Alcides.

—No te preocupes, Gustavo, yo hablaré con la puta esa y veré cuá l es su precio —dijo Tudela, y apuró un whisky.

Cuando Parker se dirigí a hacia la puerta, Tudela remató:

—Dile al chismoso de Balaguer que se calle la boca.

—¿ Qué tanto miedo tienes, si está s seguro de que no es tu hija? —preguntó Parker, sonriendo con malicia.

—¿ No te das cuenta, huevó n? —dijo Tudela—. Si mi esposa, Elsa, se entera, me corta las bolas. El problema no es que se entere la opinió n pú blica, Gustavo: todos los peruanos machos tenemos una hija perdida por ahí, ¿ no lo sabes? El problema es que se entere la gringa Elsa: si ella se entera, por lo menos me corta un huevo. Tú sabes que la gringa es loca, hermano.

—Tú sabrá s có mo matas tus pulgas —dijo Parker, y movió la cabeza como diciendo esto va a terminar mal, no creo que esto se arregle tan fá cilmente como crees, cholo cabró n, todos vamos a terminar quemados con este incendio, pero al menos devué lveme los tres millones que te di, por imbé cil—. Hablamos mañ ana, no te olvides del maletí n.

—¿ Y si no te mando el maletí n? —preguntó Tudela, con cara de pí caro.

—Si no llega el maletí n, Soraya y Lourdes saldrá n el domingo en el programa de Balaguer, y ahí te quiero ver, huevas tristes —dijo Parker, desde el umbral de la puerta, sin compasió n.

—¿ Me está s chantajeando? —preguntó iró nicamente Tudela.

—No, Alcides, no te hagas el culo angosto —replicó Parker—. Te está n chantajeando, sí, ¿ pero sabes quié n te está chantajeando?

—¿ Quié n?

—Tu pinga, huevó n. Tu pinga te está chantajeando por andar dejando hijas regadas por ahí. La culpa no la tengo yo, la culpa la tienes tú, por pingaloca, Alcides.

Parker tiró la puerta. Tudela tomó un whisky y se dijo tranquilo Cholo, tú vas a ganar las elecciones sí o sí, el pueblo te quiere, ningú n gringuito con plata como Parker va a venir a agredirte así a la mala, vas a caer parado como siempre, es solo cuestió n de romperle bien la mano a la puta esa de Lourdes Osorio, tres millones a Gustavo Parker, un milló n a la puta de Lourdes y asunto resuelto, nadie nunca se enterará de nada y en tres semanas será s el presidente electo del Perú, la puta madre que los parió a todos.

Alcides Tudela se acostumbró a la vida en San Francisco má s rá pido de lo que los Miller hubieran sospechado. No tardó en dominar el inglé s, en destacar en el colegio, en hacer amigos, en aprender a manejar el Ford Mustang de Clifton Miller y en convertirse en la estrella del equipo de fú tbol de la Universidad de San Francisco, a la que entró gracias a una beca de ayuda para los jó venes de paí ses del Tercer Mundo. Tudela era muy há bil jugando al fú tbol, era difí cil quitarle la pelota. No mostraba interé s en el juego colectivo, en pasar el baló n; lo que a é l le gustaba era bajar la cabeza, entrar en un trance hipnó tico con la mirada fija en la pelota y en su pie izquierdo, que la mantení a controlada y que la rozaba como acariciá ndola, burlar a cuantos contrarios le saliesen en el camino y hacer jugadas vistosas que deslumbraban al entrenador y a menudo terminaban en goles. Cuando metí a un gol, Tudela lo gritaba de un modo teatral, exagerado, diciendo obscenidades en españ ol, como «Chú penme la pinga, gringos concha de sus madres» o «Los dejé con el culo roto, gringuitos malparidos», y luego se poní a de rodillas, rezaba y rompí a a llorar, como si hubiese ganado la copa del mundo, como si fuese el mejor jugador del planeta. Era, sin duda, el mejor jugador de la universidad, y tal vez de toda la bahí a de San Francisco. Alcides solí a mandarles cartas a sus padres, una por semana, acompañ adas de fotos, algunas jugando fú tbol, otras posando con autos llamativos que encontraba en sus paseos por la ciudad. Don Arquí medes y doñ a Mercedes vieron con preocupació n que su hijo se habí a dejado el pelo largo, muy largo, y se habí a dejado crecer la barba. «Se ha vuelto hippie, se ha vuelto comunista, está endrogado», decí a don Arquí medes, viendo esas fotos de su hijo, irreconocible, escondido tras un matorral de pelo resinoso y una barba rebelde, contestataria. Llamaron por telé fono a Clifton y Penelope Miller y les preguntaron si Alcides se habí a vuelto comunista. Clifton era un hombre que se jactaba de no mentir, de honrar siempre la verdad, y por eso respondió «No es comunista, Alcides no es comunista. Es socialista, como nosotros. Cree en la lucha de clases y en la revolució n de las masas, pero repudia la lucha armada y cualquier forma de violencia. Es socialista pacifista». Don Arquí medes gritó, indignado, «¡ Mi hijo es socialista, carajo! ¡ Me lo han degenerado! ». Doñ a Mercedes se echó a llorar y maldijo la hora en que dejaron irse de Chimbote a ese niñ o que era una promesa de las letras y los nú meros y ahora, por lo visto, se habí a echado a perder. «¿ Mi hijo se droga, amigo Clifton? », preguntó luego don Arquí medes, esperando lo peor. «En esta casa no usamos drogas duras», respondió Clifton, con afecto. «Pero comemos hongos alucinó genos y fumamos marihuana los fines de semana, marihuana casera, que Penelope y yo sembramos en el jardí n. » Don Arquí medes se exaltó: «¡ La concha de la lora, mi hijo está endrogado! ». Luego le dijo a su mujer: «Dice el gringo que fuman marihuana todo el dí a, por eso Alcides sale chino en las fotos». Doñ a Mercedes cogió el telé fono, furiosa, y gritó «Mire, amigo, usted me manda a mi hijo inmediatamente, tengo que salvarlo de las garras del vicio y la perdició n». Clifton le contestó, muy tranquilo: «Aquí le paso con Alcides, é l decidirá lo que es mejor para su futuro». Doñ a Mercedes le dijo «Hijito, ¿ está s bien? ». «Mejor que nunca, mamá », respondió Tudela. «Viviendo el sueñ o americano. » «Alcides, papito, regresa a Chimbote ya mismo», lo instó doñ a Mercedes. «No, mami, eso es imposible. No volveré a Chimbote hasta que tenga mi tí tulo universitario y sea millonario», replicó Alcides. «Pero las drogas que te dan esos gringos te van a quemar la cabeza, hijito. » «No, mamita linda, usted no se preocupe, yo sé cuidarme. Ademá s, estoy entreteniendo la posibilidad de mandarle una plata todos los meses, ahora que me van a pagar por jugar al fú tbol. » «¿ Qué está s entreteniendo, hijo? », se confundió doñ a Mercedes. «La posibilidad de mandarle plata, mamacita», repitió Tudela. «No entretengas nada y má ndame todo lo que puedas», lo conminó la madre. «Soy un triunfador, un triunfador nato», dijo Tudela y se despidió.

Pero algo le faltaba a Alcides Tudela para sentirse un ganador en toda lí nea: tener una novia, una novia gringa, una novia que hablase en inglé s y no supiese nada de españ ol. En la universidad, Tudela se negaba a hablar españ ol con algunos de sus compañ eros de Españ a y Latinoamé rica. Cuando, guiados por su apariencia y sus modales avispados, algunos le hablaban en españ ol, Tudela respondí a en inglé s, con un gesto condescendiente, burló n: «I don’t speak spanish. I’m so sorry, Jose», y se marchaba, caminando deprisa. A las chicas que le hablaban en españ ol les decí a «Looking good, mamita». Tudela lo tení a muy claro, é l querí a seducir a una gringa, a una chica que dejase boquiabierto al puerto de Chimbote. Fue así como conoció a la estudiante francesa de Antropologia, Elsa Kohl, de apenas dieciocho añ os, uno má s que é l. Coincidieron en un saló n de clases. Elsa estaba tomando apuntes para un trabajo sobre el imperio incaico y de pronto vio entrar a una criatura que le pareció venida de tiempos inmemoriales, parida por las fuerzas telú ricas de los Andes, un emperador inca: altivo, pundonoroso, un rostro que parecí a un huaco lleno de vida, las piernas chuecas, la lengua afuera, la mirada turbia, los ojos alunados de un testigo de la masacre que habí an sufrido los incas cuando llegaron los españ oles. Es un inca, pensó Elsa Kohl, asombrada. Aquel momento fue como una epifaní a: Elsa supo que su futuro estarí a ligado al de ese hombre improbable, que ella se dedicarí a a estudiarlo, a observarlo, a cuidarlo como si fuese un antiguo tesoro. Elsa Kohl no dudó que ese hombre insó lito habí a llegado a San Francisco para educarla en las grandezas incomprendidas del imperio incaico. No lo encontró fí sicamente atractivo: lo encontró arqueoló gicamente fascinante. Por eso se le acercó y le preguntó en inglé s de dó nde vení a, dó nde habí a nacido. Antes de responder, Tudela la miró a los ojos, luego le miró los pechos, las piernas, pensó Qué buena está la gringa, y encima habla inglé s como francesa, y respondió que era del Perú. Elsa Kohl le preguntó «¿ Es usted un inca? ». «Cien por ciento. Mis antepasados fueron Pachacú tec y Mama Ocllo por parte de padre. » «¡ Oh, Dios! », exclamó ella, sorprendida, y se llevó una mano a la boca, y Tudela pensó A esta gringa tengo que darle los hongos de los Miller y luego le arrimo la rata. «¿ Y por parte de madre? », preguntó Elsa Kohl. «Por parte de madre soy descendiente de Sinchi Roca. » Se miraron fijamente, como se descubren los amantes, y fueron hacia la cafeterí a para tomar algo.



  

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