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Jaime Bayly 3 страница



—¡ Primero me vas a tener que cortar los huevos antes de entrevistar a esas dos pendejas mentirosas! —gritó Gustavo Parker—. ¡ Ni a cojones vas a entrevistarlas en Panorama ni van a salir en ningú n programa de mi canal!

Juan Balaguer estaba sentado en la oficina de Gustavo Parker, en el piso má s alto de una torre moderna en San Isidro, con vista al barrio financiero y a la ví a expresa por la que circulaban unos autos viejos, grises, pequeñ os, cochambrosos. Balaguer observaba con admiració n el modo imperioso con el cual se habí a conducido siempre ese empresario legendario, fundador de la televisió n peruana, el mí tico Gustavo Parker, que, ademá s de ser el tipo má s inteligente y astuto que é l habí a conocido, era amigo de sus amigos, un gran tipo, un hombre que siempre habí a sido generoso con Balaguer, no solo al contratarlo y ascenderlo y darle el programa estelar de los domingos, sino al defenderlo cuando los vientos arreciaban en contra y los perió dicos publicaban crí ticas mezquinas o envenenadas: Balaguer creí a que era justo, solo justo, que Parker tuviera má s plata, poder y é xito que é l, puesto que, a sus ojos, Parker era en todo superior a é l, mejor que é l.

—¡ Soy amigo de Alcides Tudela y yo no traiciono a mis amigos! —bramó Parker—. ¡ Y menos por un lí o de faldas! ¡ No, ni cagando! ¿ Me has oí do bien? ¡ Ni cagando! Olví date de las dos piuranas, no las veas má s, ¡ que se vayan a la puta que las parió!

Balaguer sonrió, le gustaba que su jefe fuese un hombre enfá tico, que pareciera no dudar nunca, que tuviera la fuerza de un huracá n, que arrollara todo lo que se pusiera en su camino.

—Pero, Gustavo, entié ndeme, si no las entrevisto, te aseguro que ellas se irá n a un programa de la competencia —dijo Balaguer—. Perfecto, te hago caso, no les contesto el telé fono, no las llamo, las ignoro, les hago un desaire, tú ganas, el cholo Tudela se queda contento, quedamos bien con é l. Perfecto. Pero te aseguro que en menos de una semana van a salir en el programa de la mal cogida de Malena Delgado o en el de Raú l Haza. Y cuando salgan en Canal 2 o en Canal 4 y digan que yo no quise defenderlas, que yo no quise siquiera entrevistarlas, ¿ có mo vamos a quedar tú y yo? —preguntó Balaguer, y advirtió que su argumento parecí a calar en su jefe, que se hurgaba la nariz con impudicia—. Vamos a quedar como el culo, Gustavo. ¡ No podemos quedar como unos franeleros del cholo Tudela!

—¡ Me chupa un huevo! —dijo Gustavo Parker—. ¡ Me chupa un huevo y la mitad del otro có mo quedemos o no quedemos ante la opinió n pú blica! ¿ Quieres que te diga una cosa, Juanito Balaguer? ¿ Quieres enterarte de algo, muchachito?

—Dime, Gustavo.

—¡ La opinió n pú blica es una puta! ¡ La opinió n pú blica es mi puta! ¡ Yo me monto a la opinió n pú blica y ella dice lo que yo le ordeno en mi canal!

Balaguer soltó una carcajada, celebrando el cinismo de su jefe, el hombre má s poderoso de la televisió n peruana, y tal vez del Perú, incluso má s que el presidente o el cardenal o el banquero má s rico, nadie jugaba con el poder mejor que el legendario Gustavo Parker, que a sus sesenta y tres añ os era todaví a un hombre lleno de energí a y vitalidad, un seductor consumado.

—¡ Este canal lo fundé hace cuarenta añ os y acá se hace lo que yo digo! —dijo Parker, canoso, de corbata, impecablemente vestido, un traje negro, una camisa blanca, una corbata gris, como si fuera a un casamiento, prendas todas que compraba en Nueva York o Parí s o Milá n, nunca en Londres, a Londres no volverí a má s porque allí lo habí a atropellado un taxista: Gustavo Parker miró para el otro lado, olvidando que en Londres se maneja por el lado cambiado y por eso terminó machucado, los huesos rotos, en el hospital, y juró que nunca má s volverí a a esa ciudad—. Dile a esa putita piurana que se vaya a llorar a la playa. Dile a su hija que si quiere un papá que le rece al Espí ritu Santo, que el Espí ritu Santo acepta encantado ser su papá. Diles que yo soy amigo, y amigo del alma, de Alcides Tudela, que Alcides es como mi hermano, bueno, como mi hermano bastardo, como mi amigo choló n del colegio, como mi guardaespaldas o mi chofer, alguien a quien quiero y a quien ni cagando, entié ndeme bien, ni cagando, voy a traicionar.

—Como quieras, Gustavo, como quieras —dijo Balaguer, y se sintió cobarde, poca cosa, y supo que siempre serí a un empleado, nunca un jefe, carecí a del valor para mandar y ser un amigo leal—. Pero conste que creo que está s cometiendo un error, y te lo digo con todo el respeto que te mereces.

Gustavo Parker miró a su empleado con simpatí a y preguntó:

—¿ Tú qué harí as en mi lugar?

Balaguer admiraba eso de Parker: que luego de estallar a gritos, era capaz de serenarse y ponerse en los zapatos del otro y escuchar un punto de vista discrepante, una opinió n crí tica.

—Yo negociarí a con Alcides Tudela —dijo Balaguer, que ya habí a pensado la respuesta antes de pedirle una reunió n para contarle la bomba de tiempo que se habí a activado cuando la niñ a Soraya lo habí a llamado por telé fono y le habí a dicho Si eres un buen periodista, llé vame a tu programa y hazme una entrevista.

—Eres un pendejo, por eso te quiero como si fueras mi hijo —sonrió maliciosamente Parker, y enseguida preguntó —: ¿ Có mo negociarí as? ¿ Qué le dirí as al cholo?

—Le contarí a todo el caso Soraya, le dirí a que estamos obligados é tica y profesionalmente a entrevistar a Soraya y a su mamá, le explicarí a que si no lo hacemos nosotros lo hará otro canal.

—¿ Qué má s?

—Le dirí a que nosotros tenemos que hacerlo, y que le daremos la oportunidad para que ejerza el derecho de ré plica y se defienda, que le daremos tiempo para prepararse bien, y si é l decide negar que es su hija…

—Por supuesto que es su hija —interrumpió Parker—. No me cabe la menor duda de que es su hija. Ese cholo pendejo debe de tener cien hijos no reconocidos en todo el Perú.

—… y si é l decide negarla, nosotros haremos como que le creemos, y si en cambio é l decide aceptarla o hacerse la prueba de ADN, nosotros lo apoyaremos y lo aplaudiremos, y trataremos que el escá ndalo acabe favorecié ndolo polí ticamente.

—Pero lo apoyaremos, claro —dijo Parker, como pensando en voz alta.

—Exacto —se entusiasmó Balaguer—. Tenemos que convencerlo de que la bomba le va a reventar en la cara de todos modos, y por eso es mejor que é l se prepare y que seamos nosotros quienes reventemos la bomba, no sus enemigos polí ticos.

—Entiendo, entiendo —dijo Parker, y encendió un cigarrillo, sabí a que a Balaguer le molestaba que fumase, pero no le importaba, era su oficina, su canal, su torre de quince pisos y nadie iba a decirle si podí a o no lanzar humos fastidiosos a los espí ritus sensibles—. Entiendo tu punto. Pero hay algo que no está s viendo bien, Juan.

—Dime, Gustavo.

—Yo conozco al cholo Tudela como conozco a mis dos huevos, y, cré eme, el cholo Tudela nos va a pedir de rodillas que no saquemos nada, que no digamos una palabra.

—Entonces saldrá en otro canal y lo tratará n con menos cariñ o que nosotros y estará igual de jodido, o má s jodido.

—No, no creas —dijo Parker—. El cholo es un mafioso de la gran puta y hará todo lo que pueda para meterles miedo a los del 2 y a los del 4, les prometerá el oro y el moro si no sacan en televisió n a las piuranas.

—Creo que te equivocas, Gustavo —dijo Balaguer, y le confortó ver que a Parker no le molestaba que é l le dijera eso: «Creo que te equivocas»—. No hay manera de tapar este escá ndalo. ¿ No quieres que traiga a tu oficina a Lourdes y a Soraya y así las conoces y ves si está n mintiendo o diciendo la verdad?

—¿ Para qué, si estoy seguro de que está n diciendo la verdad? —se rio Parker.

Sonó el telé fono, lo levantó crispado y dijo:

—No me pase llamadas, ¿ no he sido claro?, ¿ hablo mandarí n?, ¿ no entiende españ ol? —luego colgó y se quedó en silencio—. Tengo un plan —anunció.

Balaguer sonrió con admiració n, con respeto, aceptando el plan aun antes de conocerlo, y no por miedo a perder su trabajo, sino por auté ntico cariñ o a su jefe, Gustavo Parker, el hombre que le habí a cambiado la vida, que lo habí a hecho famoso, que le habí a permitido ahorrar, comprarse un auto, un departamento, ser alguien.

—Voy a ir a hablar con el cholo Tudela y luego te cuento.

—Genial —dijo Balaguer, y pensó Seguro que el pendejo de Gustavo va a aprovechar esta crisis para sacarle toda la plata que pueda al canalla de Tudela, por algo Gustavo ha hecho tanta plata, porque cuando los otros se asustan, é l se queda tranquilo y luego pasa por caja y cobra lo que dejan los que huyen, acobardados.

Parker levantó el telé fono y ordenó a su secretaria:

—Llame a Alcides Tudela, dí gale que es urgente —luego colgó y le preguntó a Balaguer—: ¿ Qué tal está la cholita piurana?

—¿ Quié n? ¿ La mamá de Soraya o Soraya?

—¿ Qué edad me dijiste que tiene Soraya?

—Catorce.

—No, es una niñ a. ¿ Có mo está su mamá? ¿ Está buena?

—No es particularmente guapa.

—Pero si el cholo se la montó, tampoco estará tan mala.

—No, qué va, fea no es, tiene su encanto.

—Entonces trá ela, dile que quiero conocerla.

—Lo que tú digas, Gustavo.

—Si está buena, le invito un champancito.

—Eres incorregible, Gustavo —dijo Balaguer, rié ndose, pensando La cagada, Lourdes no sabe lo que le espera, ahora va a tener un hijo con Gustavo Parker.

Sonó el telé fono. Parker levantó, escuchó una voz familiar, sonrió y dijo:

—Alcides, ¿ qué ha sido de tu vida, ilustre pendejo?

Luego soltó una risa discreta, comedida, la risa de un antiguo mafioso encantado de ser mafioso, la risa de un hombre que se sabe poderoso y sabe que sus bromas será n festejadas aun si son malas.

—Oye, Alcides, ¿ tú cuá ntos hijos tienes? —preguntó, y le guiñ ó el ojo a Balaguer; luego se hizo un silencio y Parker sonrió con cinismo—. ¿ Una hija nomá s? —interrogó, hacié ndose el tonto—. ¿ Está s seguro, Alcides? ¿ Está s haciendo bien las cuentas? —a continuació n soltó una risotada y dijo—: Tenemos que vernos, Alcides. La cosa está jodida.

Lourdes Osorio Ormeñ o nació en Piura, hija ú nica de un comerciante y una maestra de escuela. Su padre, Lucas, era empleado de una tienda de abarrotes en el Centro de Piura, con el tiempo supo ahorrar y compró la tienda y luego la amplió y expandió su negocio: llegó a tener tres bodegas en Piura. Su madre, Lucrecia, enseñ aba religió n en un colegio del Opus Dei, habí a sido reclutada por el Opus Dei cuando trabajaba en la cafeterí a de la Universidad de Piura, y luego le habí an dado clases de religió n y preparado para enseñ ar Religió n segú n la visió n estricta del Opus Dei en un colegio de niñ as, el Salcantay. Lourdes tuvo una infancia tranquila, se sintió querida, mimada por sus padres, aprendió a rezar de rodillas antes de dormir, a rezar el rosario con su madre todos los dí as, se acostumbró a no faltar a la misa de los domingos, fue educada en el há bito de confesarse todas las semanas y comulgar habiendo ayunado. Era una niñ a retraí da, ensimismada, de pocas palabras, taciturna, que no mostraba interé s por los niñ os ni en otra cosa que no fuera la religió n, tanto que le decí a a su madre que querí a ser monja, monja de clausura, dedicar su vida a Dios. No le vino la regla cuando sus amigas del colegio Salcantay tuvieron la primera regla, a los doce, trece, catorce añ os; Lourdes cumplió diecisiete añ os, terminó el colegio y no le vení a la regla. Estaba contenta, sentí a que la menstruació n era una impureza, una cosa fea, pecaminosa, concupiscente, algo que vení a preñ ado de tentaciones malsanas, por eso creí a que era la mano de Dios la que la habí a prevenido de enfermarse, de sangrar entre las piernas, y por eso, a pesar de que su madre se preocupaba, ella lo tomaba como una señ al de que, si no tení a la regla, si no era mujer en el sentido má s completo, tení a que ser monja, debí a acatar la voz del Señ or. En el colegio, algunas de sus compañ eras se burlaban de ella porque no tení a la regla y ya estaba por cumplir dieciocho añ os, le decí an la Monja, Monja Loca, la Novicia Rebelde, Sarita Colonia. Lourdes tomaba todo con resignació n, aferrá ndose a su fe, sintié ndose moralmente superior a las que hací an escarnio de ella. Cuando terminó el colegio quiso alejarse de Piura, emprender su andadura como monja, y por eso viajó por tierra hasta Lima con su madre y entró como novicia al convento de las carmelitas, en el Centro. Su padre, Lucas, se opuso a que se metiera de monja, le dijo que debí a estudiar algo en la universidad y luego ayudarlos en las bodegas, primero estaba la familia, luego Dios. No era un hombre creyente, tampoco era ateo, decí a que no perdí a el tiempo en esas supersticiones: «Mi ú nica religió n es servir a mi clientela y que mis bodegas ganen plata», refunfuñ aba, pero Lucrecia apoyó a su hija, le dio á nimos para viajar a Lima, le prometió que le mandarí a plata todos los meses, ademá s de dulces norteñ os, como natilla y King Kong. Los primeros meses de Lourdes en el convento carmelita fueron muy sufridos: no habí a agua caliente, tení a que bañ arse con agua frí a y no habí a camas ni colchones, la obligaban a dormir en el piso. Lourdes extrañ aba las comodidades de la casa de sus padres en Piura, las duchas largas con agua tibia, el colchó n mullido de su infancia, los desayunos abundantes de los domingos, y por las noches lloraba en silencio, arrepentida de haberse alejado de sus padres, no sabiendo qué hacer, pues le daba miedo y vergü enza salir del convento, interrumpir los votos de obediencia y castidad y volver a Piura como una monja renegada, frustrada. Ofrecí a todos sus tormentos e infelicidades a Dios, le pedí a consuelo, guí a, templanza en la adversidad. Una noche, llorando a solas, echada en el piso helado del convento, escuchó que sor Lupe de la Cruz, la madre superiora, una españ ola ya mayor, de setenta añ os, pequeñ a y obesa, casi sin pelo (pero esto no se veí a porque llevaba la cabeza siempre cubierta por un velo negro y una toca blanca que no se quitaba ni para dormir), entró en su minú sculo dormitorio, se echó a su lado y le dijo «No llores, Lourdes, el llanto es de los dé biles y el Señ or quiere que seas recia, que seas viril, de lo contrario nunca llegará s a ser monja como yo». Lourdes dejó de llorar. Sor Lupe le acarició el rostro con sus manos ajadas, curtidas, á speras como la lija. «Cierra los ojos, hijita, piensa en Nuestro Señ or, en la Divina Providencia», le dijo, y Lourdes obedeció. Luego sor Lupe le metió la mano entre las piernas y la masajeó con rudeza, por debajo del calzó n. Lourdes quiso interrumpirla, pero decidió acatar la autoridad de la superiora y abandonarse a ese cosquilleo insó lito, bienhechor. Luego sintió que se abrí a toda ella y que un torrente incontenible le bajaba desde las entrañ as y le humedecí a la matriz, que algo se habí a roto allí adentro y estaba a punto de estallar. «Te ha venido la regla, me has manchado todita», se quejó sor Lupe, y se marchó, furiosa. Fue así como Lourdes Osorio descubrió que le habí a venido la primera menstruació n. Al dí a siguiente, llorando, pensó en llamar a su madre para contarle que le habí a venido la regla impura, horrible, y pedirle que fuera a rescatarla de ese convento ló brego, insufrible. Pero no lo hizo. Si Dios me ha mandado la sangre es porque no quiere que sea monja, pensó Lourdes.

—Alcides Tudela me odia porque yo me negué a abortar a Soraya.

Lourdes Osorio dijo esas palabras sollozando, sentada en el bar del hotel Country, pasada la medianoche, bebiendo una copa de champá n. A su lado, Juan Balaguer se entretení a comiendo almendras y maní y tomando una limonada (no se permití a beber alcohol porque sentí a que lo volví a blando, dé bil, distraí do, y consideraba que si querí a preservar su é xito en la televisió n debí a vigilar con celo su lucidez), y la escuchaba con atenció n.

—Fue un embarazo accidental, no planeado. Yo me alegré mucho, pensé que Alcides lo tomarí a bien, pero é l se volvió loco, se convirtió en otra persona, me dijo que tení a que abortar, que pensaba ser presidente y por eso no podí a darse el lujo de tener una hija conmigo.

Lourdes se limpió las lá grimas y echó una mirada para ver si alguien la habí a visto llorar, pero el bar estaba vací o y los camareros tení an la costumbre de no espiar las conversaciones de los parroquianos y se limitaban a hablar en voz baja sobre sus propios asuntos.

—Alcides estaba casado con la misma señ ora que ahora, la francesa, la gringa francesa, la señ ora Elsa, pero yo no sabí a, é l me mintió, me habí a dicho que estaba soltero y yo le creí. Ya cuando le conté que estaba embarazada, é l me abandonó, y despué s me enteré que estaba casado con la señ ora Elsa Kohl, que con ella tení a una hija llamada Chantilly, y que bajo ningú n concepto é l podí a tener una hija fuera de matrimonio con una cholita como yo.

—¿ Eso te dijo? —se sorprendió Balaguer.

—Así mismo me dijo, que debí a abortar, que é l querí a ser presidente y que si tení a una hija extramatrimonial con una chola como yo, su carrera polí tica se irí a al tacho.

Balaguer sonrió.

—Pero todos somos má s o menos cholos en este paí s, y é l parecerí a má s cholo que tú —dijo.

—Sí, bueno —comentó Lourdes, sonriendo con delicadeza, replegá ndose en un mohí n coqueto—. Yo me considero chola y a mucha honra, y é l muy gringo tampoco es.

Luego soltó una risita comedida, cubrié ndose la boca con las manos, y Balaguer pensó No entiendo có mo esta señ ora tan refinada y pudorosa pudo haber sucumbido al mal gusto de irse a la cama con el borracho crapuloso de Alcides Tudela, debe de haber estado muy enamorada o muy pasada de tragos para permitirse semejante despiste.

—¿ No pensaste en abortar? —preguntó.

Lourdes apuró un trago y respondió:

—No, jamá s. Yo soy una mujer sumamente cató lica, el aborto va contra mis principios morales, el aborto es matar a un bebé inocente, nunca se me pasó por la cabeza abortar a mi Soraya. En eso yo me puse muy firme y le dije a Tudela que ni loca iba a hacerlo.

—¿ Y qué hizo Alcides cuando le dijiste que no abortarí as?

—Trató de matarme —dijo Lourdes, bajando la voz, susurrando, clavando la mirada en los ojos inquietos de Balaguer, que, sin decirle nada, tení a una pequeñ a grabadora encendida en el bolsillo de su chaqueta.

—¿ Có mo así?

—Se convirtió en un monstruo. Un dí a í bamos en su auto, discutimos, estaba obsesionado con que me hiciera el aborto, pero como yo me negaba, arrancó, avanzó a toda velocidad, abrió la puerta de mi lado y me empujó hacia la pista.

Balaguer arqueó las cejas, sorprendido:

—¿ Te empujó a la pista con el auto en marcha?

—Me empujó y rodé como un costal de papas. El muy desgraciado quiso matarme así, que un auto me pisara, que perdiera a mi Soraya. Pero Diosito me protegió. Me di unos buenos golpes, pero aquí estoy. Ese desgraciado de Alcides no sabí a que las provincianas somos tercas y tenemos valores morales, y conmigo no pudo, no pudo.

—¿ Y qué pasó luego? —preguntó Balaguer.

—Nunca má s lo vi —contestó Lourdes—. Desapareció. Cambió sus telé fonos.

—Es un canalla —dijo Balaguer, con gesto de disgusto, y pensó Ni a cojones voy a votar por ese miserable, un cobarde que niega a su hija no merece ser presidente de este paí s ni de ninguno, merece un escarmiento y esta pobre mujer merece que alguien por fin la defienda en este paí s de pusilá nimes y adulones.

—Cuando nació Soraya, a los tres meses, fui a buscarlo con la bebé a su casa de Camacho, pero Alcides no nos abrió, se negó, dijo que no me conocí a e hizo que su esposa, Elsa, nos botara a empujones —nuevamente se llevó las manos a los ojos, sollozando—. Me cansé de buscarlo para que conociera a su hijita. Yo tení a la ilusió n de que si Alcides veí a a Soraya, se ablandarí a y la querrí a, pero é l no me dio la oportunidad, se negó a verme y por eso no me quedó má s remedio que abrirle un juicio para que asumiera su paternidad.

—Bien hecho, claro —dijo Balaguer, y se sorprendió de no dudar de la versió n de Lourdes, simplemente le creí a, le parecí a evidente que ella no estaba mintiendo, y en cambio Alcides Tudela le habí a parecido siempre un embustero, un farsante, un sujeto impostado, de voz engolada, que fingí a compadecerse de la suerte de los má s pobres solo para llegar al gobierno y pavonearse por el mundo como un hombre de é xito, un cholo ganador, el jefe de la tribu, y luego hacerse amigo de reyes, millonarios, presidentes, y pasarse la vida borracho, diciendo naderí as inflamadas y cortejando a escondidas a mujeres embobadas por su poder.

—Le puse un juicio en Piura, donde nosotras vivimos, cuando Soraya cumplió seis meses —continuó Lourdes—. Ya Soraya tiene catorce añ os y hasta ahora la justicia de este paí s me ha dado la espalda y siempre ha apañ ado a Alcides Tudela. ¿ Por qué? Ló gicamente porque Tudela tiene buenos abogados y coimea a los jueces o los amenaza; les dice que é l va a ser presidente y que no se atrevan a fallar contra é l, y tú sabes có mo son los jueces en el Perú, que por plata o por miedo se arrodillan.

Balaguer asintió, disgustado, y sin embargo pensó que, con todo lo malo que era el Perú, é l querí a seguir viviendo allí, tal vez porque presentí a que carecí a del coraje y el talento para salir adelante en un lugar má s competitivo, suponí a que solo en el Perú podí a darse esa vida muelle, privilegiada, de estrella mimada de la televisió n, una vida que lo obligaba a salir solo dos dí as de la semana en televisió n y que a cambio le permití a ganar un sueldo apreciable y dedicarse a aquello que má s le gustaba y hací a con pasió n: el chisme, la intriga, el conventillo, buscar las miserias de la gente y esparcirlas entre sus amigos y enemigos.

—Pero hubo una prueba de sangre —dijo—. Soraya me contó que cuando se hicieron la prueba de sangre ella conoció a Alcides. ¿ Fue así?

—Sí, así fue —confirmó Lourdes—. Pero eso fue cuando Soraya ya era una niñ a, tení a ocho añ os. Fue en la clí nica San Felipe. Un juez que al principio no se dejó coimear citó a Alcides para que se hiciera la prueba…

—¿ Por qué no fue una prueba de ADN? —interrumpió Balaguer.

—Porque en esa é poca todaví a no se hací an en el Perú esas pruebas, habí a que ir a los Estados Unidos o a Chile, por eso el juez ordenó la de sangre nomá s.

—Entiendo. ¿ Y en la prueba de sangre salió que Tudela era el papá de Soraya?

—Sí, al noventa y cinco por ciento.

—¿ Y qué dijo el juez?

—El abogado de Tudela lo coimeó, y entonces dijo que como habí a un margen de error de cinco por ciento, no podí a asegurar que Alcides fuera el papá de Soraya, así que se lavó las manos. Despué s mi hermano me contó que el abogado de Alcides le habí a pagado diez mil dó lares a ese juez.

—Ya veo —dijo Balaguer, y pensó Qué baratos son los jueces en este paí s, có mo se venden por un plato de lentejas, no tienen dignidad, y ni siquiera codicia o ambició n para ser corruptos de alto vuelo.

Lourdes Osorio no habí a cumplido cuarenta añ os y sin embargo tení a el aire de una mujer mayor, derrotada, envejecida, el aspecto resignado de alguien que ha recibido má s palizas que las que merecí a.

—Ademá s, Tudela me difamó.

—¿ Por qué? ¿ Qué dijo?

—Dijo que yo era prostituta, que ejercí a la prostitució n en un burdel de Lima.

—¿ Eso dijo? —se sorprendió Balaguer, porque la mujer no parecí a una prostituta ni una ex prostituta, era demasiado recatada, una provinciana a la antigua.

—Eso dijo el muy desgraciado: que me habí a visto ejerciendo la prostitució n —se lamentó Lourdes, haciendo un gesto de repugnancia.

—¿ Pero reconoció que tuvo sexo contigo? —se apresuró Balaguer.

—No, no, qué ocurrencia —dijo Lourdes—. Aseguró que nunca habí a tenido sexo conmigo, y como tú sabes, Juanito, mentirle a un juez bajo juramento es perjurio, un delito que se puede pagar con cá rcel; pero estamos en el Perú, y el juez, bien coimeado, le creyó a Alcides y dijo que si yo era una prostituta, Soraya podí a ser hija de cualquiera de mis clientes. Imagí nate la humillació n que tuve que sufrir.

—¿ Nunca fuiste prostituta, verdad? —preguntó Balaguer.

Lourdes soltó una carcajada, sorprendida.

—Nunca, nunca —dijo—. ¿ No me crees, Juanito?

—Claro que te creo. Al que no le creo una palabra es al mentiroso de Tudela.

—¿ Tú sabes lo que hizo el desgraciado para convencer al juez de que yo era una puta? —preguntó Lourdes, y Balaguer pensó Tiene mé rito que esta pobre mujer recuerde estas cosas sin hacerse la ví ctima y sonriendo de vez en cuando; no es una teatrera como el ridí culo de Tudela, se nota que no miente.

—¿ Qué?

—Coimeó a todo un equipo de fú tbol de Piura, el Alianza Atlé tico de Sullana, para que todos los jugadores, todos, Juanito, fueran adonde el juez y dijeran que yo era una puta y que habí an tenido sexo conmigo en un burdel de Piura.

Balaguer disimuló la sonrisa para no ofenderla.

—¿ Y eso hicieron los futbolistas? —interrogó.

—Eso mismo hicieron. ¿ Puedes creer, Juanito? —contestó Lourdes—. Quince muchachos del Alianza Atlé tico fueron adonde el juez y dijeron que se habí an acostado conmigo en un burdel. Ló gicamente, estaban coimeados, lo mismo que el juez, así que, aunque yo me defendí y lo negué todo, el juez absolvió a Alcides Tudela y dijo que si yo era prostituta, cosa que dio por hecho, mi hija Soraya era de padre desconocido, y punto final.



  

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