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Jaime Bayly 2 страница—Te juro que todo lo que salga en mi programa será con tu consentimiento, con tu explí cita autorizació n, Alcides, y deja de gritar que los vecinos está n escuchando todo. Balaguer pensó Este incendio nos va a quemar a los dos, estamos jodidos, este cabró n está mintiendo y no habrá manera de silenciar a la niñ a y a su madre, a no ser que el cholo piense sobornarlas, y seguro que es lo que está pensando. Alcides Tudela se sentó al lado de Balaguer y dijo, mirá ndolo a los ojos: —Si me ayudas con este anticucho, Juan, despué s pí deme la embajada que quieras, pí deme Washington, pí deme Londres, pí deme Madrid, y la embajada es tuya, hermano. —Gracias, Alcides —dijo Balaguer, pensando que Madrid no estarí a mal. —Juan Balaguer, embajador del Perú ante el Reino de Españ a, ¿ có mo te suena, compadre? —Serí a un honor servirte, Alcides. —A mí no me servirí as —lo corrigió Tudela—. Servirí as a la democracia, lucharí as en la trinchera de la democracia. Serí as un embajador de tres pares de cojones. El rey de Españ a es mi amigo, te lo voy a presentar, es un tipo del carajo, estará encantado de que seas mi embajador en Madrid, ya verá s, Juanito. —Muchas gracias, Alcides. La verdad es que me hace mucha ilusió n. —¿ Tenemos un plan? —preguntó Tudela, con una sonrisa cí nica, envolviendo a Balaguer en una vaharada de alcohol, salpicá ndolo con otro salivazo casual. —Tenemos un plan. Yo hablo con Soraya y con su madre y te cuento todo; luego vemos có mo apagamos juntos el incendio. —Y ni una palabra a Gustavo Parker. —Ni una, tranquilo, nadie má s sabe de esto. Alcides Tudela se puso de pie, se rascó la entrepierna y sentenció: —La embajada en Madrid es tuya, Juanito. Pero no me traiciones, te lo pido por mi santa madre que está en el cielo. —Nunca, Alcides, nunca —prometió Balaguer, y de nuevo sintió que estaba mintiendo. Alcides Tudela nació en el puerto de Chimbote, en una familia pobre, el menor de ocho hermanos. Su padre era pescador; su madre, costurera. Tudela fue a un colegio pú blico y se destacó por su inteligencia y su habilidad para hablar en pú blico. Empezó a trabajar como lustrabotas en la plaza principal de Chimbote cuando tení a ocho añ os. Asistí a a clases por la mañ ana y, tan pronto como salí a, todaví a vestido con el uniforme gris, sacaba su caja de escobillas y betunes y ofrecí a sus servicios de limpiador de zapatos. No podí a volver a su casa si no habí a reunido al menos cinco soles, el pago de diez clientes, de diez personas a cuyos zapatos les habí a sacado brillo. Siendo lustrabotas, llamó la atenció n por su capacidad para conversar, para caerle bien a la gente y obtener buenas propinas. Era un niñ o despierto, alegre, curioso, siempre dispuesto a escuchar y aprender, y por eso se hizo conocido y ganó amigos y protectores en Chimbote. Cuando Tudela tení a quince añ os y aú n no habí a terminado el colegio, una pareja de estadounidenses, de paso por ese puerto improbable se detuvo a lustrarse los zapatos en la plaza principal y eligió a un jovencito sonriente que ofrecí a sus servicios. Era Alcides Tudela. Los norteamericanos quedaron encantados con é l, con su pujanza, su espí ritu emprendedor y el modo jovial y hacendoso como los atendió. Notaron que era distinto, especial, que parecí a entusiasmado por aprender palabras en inglé s. Ellos hablaban un españ ol rudimentario, lo bastante fluido como para dejarse entender por Tudela. Miembros del Cuerpo de Paz, espí ritus caritativos, buenos samaritanos, volvieron al dí a siguiente a buscarlo y le preguntaron su historia; le pagaron no para que limpiase sus zapatos, sino para que les contase su vida sin atropellarse. Tudela les contó que era pobre, que pasaba hambre, que trabaja seis horas como mí nimo despué s del colegio, que dos de sus ocho hermanos habí an muerto de niñ os, uno de neumoní a, el otro de tuberculosis, que a pesar de todo era el primero de su clase. Los estadounidenses Clifton y Penelope Miller, nacidos en San Diego y residentes en San Francisco, le pidieron a Tudela que los llevara a la casa de sus padres, y así conocieron a don Arquí medes y a doñ a Mercedes, quienes trataron con desconfianza y cierta hostilidad a esos extranjeros que manifestaban una desconcertante curiosidad por conocer los detalles de la vida de su hijo Alcides. «Deben de ser unos degenerados», comentó don Arquí medes Tudela, cuando se fueron. «Seguramente lo quieren endrogar y violar a nuestro Alcides», dijo doñ a Mercedes Menchaca. Pero los estadounidenses volvieron al dí a siguiente con regalos (zapatillas para los seis hijos de los Tudela Menchaca, trago para don Arquí medes, que era un buen bebedor de ron, y jabones y champú para doñ a Mercedes) y siguieron haciendo preguntas cá ndidas, ingenuas, queriendo conocer los pesares y las contrariedades de esa humilde familia de Chimbote. Poco a poco fueron venciendo la resistencia de los Tudela Menchaca y ganá ndose su aprecio y su confianza, sobre todo cuando, ya desde San Francisco, llamaban por telé fono, mandaban cartas amables con fotografí as de su vida en la costa oeste de los Estados Unidos y enviaban dinero con algunos amigos y conocidos que viajaban hacia el Perú. Don Arquí medes y doñ a Mercedes comprendieron que los Miller de San Francisco eran buena gente, personas generosas, preocupadas por los pobres de Amé rica del Sur, practicantes de una de las formas del cristianismo, la religió n protestante, y amantes de la naturaleza y la meditació n. Medio añ o despué s de conocer a Alcides Tudela en la plaza principal de Chimbote, los Miller regresaron a ese puerto de olores rancios cargados de regalos y le preguntaron si querí a irse a vivir con ellos a San Francisco. Alcides no sabí a hablar inglé s, pero no dudó en responder: «Sí, happy, very happy». Los Miller hablaron con sus padres y los convencieron de que podí an cambiarle la vida al muchacho: habí an conseguido que el mejor colegio pú blico de San Francisco le diese una beca completa por un añ o, de modo que pudiese concluir la educació n escolar, y que la Universidad de San Francisco lo aceptase, becado tambié n, para estudiar un bachillerato, solo tení a que mejorar su inglé s y, en lo posible, jugar al fú tbol, deporte en el que Tudela descollaba en Chimbote. No fue fá cil para don Arquí medes y doñ a Mercedes dejar partir a Alcides. Tení an miedo de que los Miller lo corrompiesen o lo vendiesen, tení an miedo de que los Miller se lo llevasen y no lo devolviesen, tení an miedo de que Alcides se volviese protestante, materialista, pecador, pornó grafo y drogadicto, como los Tudela Menchaca pensaban que eran todos los gringos. «Nos lo van a malograr a nuestro Alcides», decí a, preocupada, la madre, pero el padre la calmaba dicié ndole «Al menos allá va a comer mejor que acá y va a poder estudiar tranquilo sin andar lustrando zapatos». Los hermanos de Alcides, cuatro hombres —Agapito, Á lamo, Adalberto y Anatolio— y una mujer —Albina— protestaron, se amotinaron, cuestionaron la autoridad de sus padres y las buenas intenciones de los Miller, exigieron ser ellos y no el benjamí n de la familia quienes se mudasen a San Francisco, becados. Pero los Miller les explicaron que solo habí an conseguido beca completa para Alcides, y que si é l tení a é xito, tal vez despué s podí an llevarse a otro má s, uno por uno, de otro modo era imposible, no era fá cil conseguir la visa y pasar por todos los papeleos y los trá mites. Clifton Miller le preguntó a Alcides Tudela, el dí a que partí an de Chimbote, «¿ Qué quieres ser cuando termines la universidad en San Francisco, Al? » (los Miller le decí an Al a Alcides, y é l les decí a «dad» y «mommy», y ya mostraba una gran memoria para hacer suyas las palabras en inglé s que escuchaba). «Voy a ser millonario», respondió Alcides Tudela. «Y me voy a casar con una gringa. Y cuando tenga mucha plata, voy a regresar al Perú y voy a ser presidente. » Los Miller se rieron, festejaron la ambició n del muchacho. No sabí an que Alcides Tudela no estaba bromeando. —Yo estaba en un café de Miraflores, el Haití, y Alcides Tudela se me acercó y me pidió permiso para sentarse conmigo y me invitó una cerveza —contó Lourdes Osorio. Era una mujer delgada, de facciones aguileñ as, que al hablar moví a las manos con cierta crispació n y que tení a la mirada de una persona terca, con sentido del honor. Estaba acompañ ada de su hija Soraya, que la escuchaba con atenció n, asentí a en silencio y a veces completaba las frases que su madre decí a delicadamente, sin atropellarse. Habí an visitado a Juan Balaguer en su departamento para ponerlo al tanto de todos los detalles de su caso, llevá ndole voluminosos legajos judiciales que dejaban en evidencia, si no habí an sido trucados o fraguados, que Lourdes Osorio habí a enjuiciado a Alcides Tudela seis meses despué s de que naciera Soraya, un pleito que tení a casi catorce añ os de antigü edad en los tribunales de Piura y que no habí a servido para esclarecer quié n era el padre de Soraya, pues Alcides Tudela se habí a negado una y otra vez a comparecer ante los jueces que lo citaban y se habí a rehusado a hacerse una prueba gené tica que aclarase si era o no el padre de Soraya, como afirmaba enfá ticamente Lourdes Osorio. —Alcides se sentó a mi lado en el Haití y empezó a coquetearme, yo no lo conocí a, no era un polí tico famoso por ese tiempo, era profesor universitario, enseñ aba Economí a en la Universidad Alas y Buen Viento —continuó Lourdes, y bebió un vaso de limonada. —¿ Estabas sola en el Haití? —preguntó Balaguer. —No, estaba con una amiga —se apresuró Soraya. —Estaba con Pilar Luna, una compañ era de trabajo —dijo Lourdes—. Pilar es testigo de có mo conocí a Alcides y có mo nos hicimos amigos y, bueno, despué s enamorados. —¿ Dó nde está Pilar Luna? —preguntó Balaguer. —En Maryland —dijo Soraya. —Vive en los Estados Unidos, se casó allá con un peruano —precisó Lourdes. —¿ Estarí a dispuesta a confirmar tu versió n? —preguntó Balaguer. —Sí, claro, por supuesto —contestó Lourdes—. Ella ha testificado en el juicio en Piura, es una mujer muy í ntegra. Balaguer examinó un momento los papeles que tení a a su lado. Ya los leerí a luego con calma. Habí a uno que llamaba su atenció n: una orden de un juez para que Alcides Tudela se hiciera una prueba de sangre para determinar si era el padre de Soraya. —¿ Se hizo esta prueba de sangre como le ordenó el juez? —preguntó. —Sí, nos hicimos la prueba de sangre —dijo Lourdes. —Ese fue el dí a que conocí a mi papá —señ aló Soraya. Balaguer se sorprendió por la naturalidad exenta de rencor con que Soraya dijo «papá ». Parecí a má s inteligente que sus padres, parecí a no odiar a Alcides Tudela, parecí a, en cierto modo, tenerle lá stima, sin que ello le provocase mayor angustia. —Cué ntame có mo fue —indagó Balaguer—. ¿ Tudela te trató con cariñ o? —No, para nada —recordó Soraya, con una media sonrisa. —Fue muy frí o, ni siquiera le habló —dijo Lourdes, que parecí a no perdonar a Tudela. —No me quiso dar la mano ni abrazarme —contó Soraya, sin dejar de sonreí r tí midamente, lo que sorprendí a a Balaguer—. Yo me acerqué a é l y quise darle un beso o darle la mano, pero é l me miró feo, me dio la espalda y se hizo el loco —añ adió. —Se portó como lo que es: un patá n —dijo Lourdes, furiosa—. Hay que ser malo para desairar así a una niñ a que, encima de todo, es tu hija. —¿ Qué edad tení as? —preguntó Balaguer. —En ese entonces tení a ocho añ os —precisó Soraya, sin detenerse a hacer cá lculos, se sabí a la historia de memoria, mejor que su madre. —¿ No te dijo nada de nada? —siguió Balaguer. —Ni una palabra —contestó Soraya. —La ignoró por completo —reconfirmó Lourdes. —¿ Y qué salió en la prueba de sangre? —preguntó Balaguer. Soraya mordió una galleta y lo miró como dicié ndole no preguntes tonterí as, obvio que es mi papá, qué má s iba a salir. —Que es el padre de Soraya al noventa y cinco por ciento —dijo Lourdes. —¿ Y por qué el juez no lo obligó entonces a reconocer a Soraya como su hija y darle plata? —Porque Alcides sobornó al juez, como ha coimeado a todos los jueces que han visto el caso —continuó Lourdes—. Por eso nunca lo han obligado a reconocer a Soraya, por eso nunca le ha pasado un centavo. —¿ Nunca má s has vuelto a ver a tu papá? —preguntó Balaguer. —Nunca má s —dijo Soraya—. Ni quiero verlo. No me interesa tener ninguna relació n con é l. Solo quiero que se haga justicia, que me reconozca y que le dé una pensió n justa a mi mamá. Eso es todo lo que queremos: justicia. —Que se haga justicia, sí —añ adió Lourdes, y luego se quebró, llevá ndose las manos al rostro, sollozando de un modo avergonzado—. Ese hombre me ha arruinado la vida —dijo, con voz apagada—. No es justo lo que me ha hecho. Y no es justo que ahora quiera ser presidente. Los peruanos tienen que saber qué clase de hombre es Alcides Tudela. Soraya levantó la voz, dirigié ndose a Balaguer: —¿ Nos vas a entrevistar en tu programa o te da miedo? Balaguer se sorprendió por el tono conminatorio de Soraya y al mismo tiempo se sintió un cobarde al lado de esa adolescente que no parecí a tener miedo a nada. —No lo sé —respondió —. Necesito tiempo. —¿ Tiempo para qué? —insistió Soraya, irritada—. ¿ Para pedirle permiso a tu jefe Alcides Tudela? —No, no —dijo Balaguer, y pensó Esta enana es una ladilla, ¿ quié n se cree para venir a mi casa y tratarme como si fuera un pobre y triste huevó n?, qué modales, có mo serí a esta chica si Tudela la reconociera, serí a insoportable, si ya siendo una hija negada es tan arrogante—. Necesito tiempo para estudiar el caso, para leer todos estos papeles. —No tenemos tanto tiempo —dijo Lourdes. —Las elecciones son en un mes —apuntó Soraya. —Menos de un mes —la corrigió Balaguer. —Da igual —dijo Soraya. Balaguer se quedó pensativo. Era un hombre alto, de pelo lacio y frondoso y anteojos de carey. Tení a los ojos de gato y los labios voluptuosos, y se jactaba de ganar todos los añ os el concurso que hací a el diario El Comercio preguntando a sus miles de lectores quié n era el mejor periodista de la televisió n peruana. Incluso a veces habí a ganado en la categorí a de hombre má s sexy del añ o en el Perú, pero ú ltimamente habí a engordado, y en esa categorí a le ganaba ahora un actor de telenovelas al que detestaba porque le parecí a un fanfarró n y un cabeza hueca y un artista de pacotilla. —Si no las entrevisto en mi programa, ¿ qué hará n ustedes? —preguntó, y se respondió a sí mismo: Menuda pregunta tonta, obviamente se irá n a otro programa, al de Malena Delgado o al de Raú l Haza, a cualquiera de esos programas mediocres y apelmazados que tienen menos rating que el mí o, pero igual será un escá ndalo del carajo, y tarde o temprano la gente sabrá que me cagué de miedo y me perdí la primicia y quedaré como un gran huevó n y una zapatilla del cholo Tudela: estoy cagado, en esta no caigo parado. —No iremos a ningú n otro programa, iremos al tuyo —dijo Soraya, con aire sabiondo—. Estamos seguras de que tú no nos vas a fallar. —Confiamos en ti, Juanito Balaguer —precisó Lourdes, y lo miró con ojos de ternura, candor e infinita compasió n, a pesar de todos los contratiempos que habí a tenido que aguantarse. —Gracias —dijo Balaguer, y se rascó la cabeza y vio có mo le caí an dos o tres pelos: La puta que me parió, me voy a quedar calvo y me van a botar de la televisió n; sin mi flequillo clá sico estoy jodido—. Yo quiero entrevistarlas pero… —Tienes que pedirle permiso a Alcides Tudela, claro —lo interrumpió Soraya. —No exactamente —aclaró Balaguer, fastidiado por el tono condescendiente que se permití a la adolescente: Esta enana resabida no tiene ni puta idea del lí o en que me ha metido, ¿ có mo pretende que alegremente la ponga en televisió n y destruya la candidatura del cholo Tudela y me pelee con mi jefe Gustavo Parker y me arriesgue a que me den una patada en el culo, solo por ser buena gente con ella y su mamá?, ¿ có mo no se dan cuenta estas dos provincianas de que me está n metiendo en un berenjenal del carajo del que ahora no sé có mo salir? —. Tengo que pedirle permiso a mi jefe, al dueñ o del canal, a Gustavo Parker —añ adió, y se sintió poca cosa, un cobarde, un tipejo, un sujeto í nfimo y vil que, por encima de los principios o la é tica profesional, poní a sus intereses mezquinos, su angurria por aferrarse a su trabajo, a su sueldo, a los privilegios que le daba la televisió n. —¿ Y si el señ or Parker no te da permiso? —preguntó Soraya. Balaguer se quedó en silencio y la miró mansamente, pensando No sé, no sé qué harí a, no creo que me peleara con Gustavo Parker, é l me descubrió, é l me contrató en su canal cuando yo era un chiquillo de apenas dieciocho añ os, somos amigos desde hace añ os y no quiero pelearme con é l, es como mi padre, es el padre que no fue mi padre, es el padre que yo elegí, siempre ha sido bueno conmigo y ni cagando quiero pelearme con é l y arriesgarme a perder mi programa de é xito en la televisió n peruana. Balaguer intentó decirle todo eso a Soraya, pero se encontró con una mirada frí a, distante, que lo juzgaba y condenaba: Qué poca cosa eres, Juanito Balaguer, no eres el periodista í ntegro, independiente, que yo pensaba; eres solo un empleadito servil del señ or Gustavo Parker. —No sé, no sé —se impacientó Balaguer—. Necesito tiempo, ya les dije. —¿ Cuá nto tiempo? —preguntó Soraya. —¿ Tú crees que si el señ or Parker te da su autorizació n podrí amos salir en tu programa de este domingo? —preguntó Lourdes. —Es posible —dijo Balaguer, y enseguida pensó Es altamente improbable, no creo que Gustavo quiera pelearse con el cholo Tudela, cuando es obvio que Tudela ganará las elecciones y será el pró ximo presidente, no creo que Gustavo se compre un pleito de ese tamañ o solo para contentarlas a ustedes. —Segura ya le has contado todo a Alcides Tudela, ¿ no? —dijo Soraya, mirando a Balaguer de un modo levemente iró nico, como burlá ndose de lo dé bil que le parecí a. —No le he contado ni una palabra —mintió Balaguer, y pensó Estoy en un callejó n sin salida; este es el tí pico problema en el que todos van a terminar molestos conmigo, decepcionados. —¿ Me juras? —arremetió Soraya, cruzando las piernas. Vestí a pantalones, zapatillas de moda y una camiseta amarilla, y su pelo negro, sus ojos de gaviota y sus labios inquietos configuraban el rostro de una mujer que a pesar de su corta edad ya sabí a bien lo que querí a, y sobre todo lo que no querí a: querí a joder a quien muy probablemente era su padre y no querí a que ese señ or que tanto la habí a humillado fuese elegido presidente, no al menos sin que los peruanos supiesen la clase de caradura que era, y si los peruanos lo sabí an a tiempo, muy probablemente no votarí an por é l. No querí a, pues, ganar a un padre, sino que su padre perdiera la presidencia y las cosas se igualasen un poco entre ella y é l: ¿ por qué a ella siempre le tocaba perder y é l se salí a con la suya? —Te prometo —afirmó Balaguer—. Tudela no sabe nada de esto. Solo lo hablaré con Gustavo Parker. Si é l me da permiso, si me da su visto bueno, entonces supongo que haremos el programa el domingo y arderá Troya. Lourdes Osorio sonrió, no así su hija Soraya, que contemplaba todo con suspicacia. —Pero si Gustavo no me da permiso, veo muy difí cil la cosa —añ adió Balaguer—. E incluso si me da permiso, si me da luz verde, si me dice «Bueno, tú haz lo que quieras», yo tendrí a que hablarlo antes con Alcides, como ustedes comprenderá n. —¿ Por qué? —se encabritó Soraya, dando un respingo. —Porque son amigos, pues, hijita —le enmendó la plana su madre, suavemente. —Por una cuestió n de lealtad con é l —dijo Balaguer—. Yo no soy un traidor. Si le voy a reventar una bomba en la cara, al menos tengo que avisarle antes para que vaya prepará ndose. —No le vas a reventar una bomba —lo corrigió Soraya, fastidiada—. Yo no soy una bomba, soy una mujer y tengo mis derechos, segú n la Convenció n del Niñ o. Balaguer se quedó perplejo por la seguridad de la adolescente, que continuó en tono profesoral: —Y uno de mis derechos es saber quié n es mi papá y que mi papá me reconozca. Y eso no es reventar ninguna bomba, Juanito Balaguer —dijo, y Balaguer pensó Qué concha tiene esta señ orita para venir a mi casa a tratarme de Juanito, y así para abajo—. Eso es hacer justicia. Yo no voy a desmayar hasta que se haga justicia. Mi madre y yo no desmayaremos —sentenció Soraya, y Balaguer pensó No, claro, ustedes no van a desmayar, el que se va a desmayar es el cholo pendejo de Alcides Tudela cuando las vea en televisió n conmigo. —Tranquilas, que yo conozco a Gustavo Parker y para é l lo má s sagrado es la independencia de un periodista y el respeto por el pú blico televidente —dijo Balaguer. Gustavo Parker nació en Lima, en el barrio de San Isidro, el mayor de tres hermanos, hijo de un pró spero empresario radial, don Amado Parker, fundador de Radio Amé rica, la má s escuchada de Lima. No fue un niñ o aplicado para los estudios ni distinguido por su obediencia; era rebelde, picapleitos, revoltoso, insolente con los profesores y con sus padres, mató n con sus compañ eros del colegio, a los que daba palizas y sometí a a su autoridad. Sus hermanos menores, Hugo y Manolo, lo veí an con respeto y admiració n, principalmente porque no habí a nadie en el colegio, el Maristas de San Isidro, que pudiera pegarle a Gustavo, y era Gustavo quien salí a airoso de las peleas má s á speras, incluso cuando se atreví a a desafiar a los chicos mayores, má s grandes que é l. Nadie sabí a có mo Gustavo Parker habí a aprendido a pelear con esa ferocidad y esa sangre frí a, parecí a una cosa que estaba en sus genes. Su padre, don Amado, se alegraba cuando veí a a Gustavito regresar a la casa con la cara magullada y el ojo morado, y escuchaba los cuentos de sus hermanos, Hugo y Manolo, impresionados por la fiereza de Gustavito para despachar a golpes, patadas y salivazos a sus contrincantes en el recreo o a la salida del colegio. No solo destacaba por su espí ritu peleador, tambié n era insó lita su capacidad para vender cualquier cosa, para ganar dinero, para robar chucherí as de sus compañ eros y vendé rselas a otros simulando que eran suyas, para conseguir pré stamos o donaciones, para saquear las billeteras y las loncheras. Gustavo Parker era un imá n para el dinero, llegaba sin plata al colegio y a la salida siempre la tení a para comprar helados para é l y para invitar a sus hermanos, que lo adoraban por eso, y no entendí an có mo ni de dó nde sacaba la plata. Cuando terminó el colegio, Gustavo Parker se negó a entrar en la universidad. Dijo que no querí a estudiar nada, que eso le aburrí a, que los profesores del colegio eran todos unos imbé ciles, unos perdedores, unos muertos de hambre; dijo que é l sabí a muy bien lo que querí a hacer. Su padre, don Amado, lo escuchó con perplejidad: «Quiero traer la televisió n al Perú. Pero no puedes hacer televisió n en un paí s en el que nadie tiene un televisor», le dijo, sonriendo. Gustavo Parker parecí a tener todo planeado, seguro del futuro luminoso que le aguardaba, é l era así, no era un muchacho de andar dudando o resigná ndose con poca cosa: «Voy a fundar el primer canal peruano y voy a vender televisores», dijo. Su padre movió la cabeza sin entusiasmo, intentó disuadirlo, le dijo que era má s seguro dedicarse a la radio, podí an abrir una señ al má s en FM y Gustavo la manejarí a. «No quiero estar a tu sombra, papá. Yo quiero ser el fundador de la televisió n en el Perú. Tú eres el nú mero uno de la radio, yo voy a ser el nú mero uno de la televisió n. » Sorprendido por la audacia de su hijo, Amado Parker dijo «No tienes la plata, muchacho. ¿ De dó nde vas a sacar la plata? ». «Eso no es problema», respondió Gustavo. Y en efecto, no tener dinero no le impidió llevar a cabo sus sueñ os: viajó a Nueva York, compró los equipos a la Columbia Broadcasting System (CBS) para montar un canal de televisió n en Lima (pero no pagó nada, todo lo consiguió a cré dito, a cancelar tras dos añ os, para cuando ya calculaba estar ganando dinero con el canal), luego volvió a Lima y consiguió la licencia gracias a la amistad de su padre con el ministro de Transportes y Comunicaciones, se endeudó con el Banco Popular para montar la antena retransmisora y finalmente se reunió con el magnate peruano Ismael Linares, dueñ o de la Inca Kola, la bebida gaseosa má s vendida del paí s, un lí quido amarillento y dulzó n que vendí a aú n má s que la Coca-Cola. Gustavo Parker le propuso a don Ismael Linares que se asociaran con la casa de electrodomé sticos Philips para traer televisores al Perú. «¿ Pero quié n va a querer comprar un televisor en este paí s, si no hay nada que ver? », objetó Linares. «Soy dueñ o de Canal 5 y comenzaremos a transmitir la señ al de prueba en tres meses», respondió Parker. Linares fue rá pidamente persuadido de que el negocio no podí a fallar: la casa Philips estaba dispuesta a enviar por barco diez mil televisores en blanco y negro al Perú, de un modelo que ya no se vendí a en los Estados Unidos porque habí a salido uno má s moderno, y Parker y Linares no tení an que pagar por adelantado, solo comprometerse a venderlos en un añ o y pagar luego a la Philips. Parker estaba seguro de que no serí a difí cil vender los televisores, ya con su canal operando: a pesar de su corta edad, apenas veinte añ os, habí a viajado varias veces a Nueva York y Los Angeles y visto con gran emoció n có mo la televisió n habí a desplazado a la radio como fuente de entretenimiento e informació n y có mo se habí a instalado en la sala de las familias de los Estados Unidos. «Lo que funciona en los Estados Unidos funciona en el Perú », repetí a como un obseso, y luego le decí a a Ismael Linares que no podí an perder, que venderí an los diez mil televisores en menos de tres meses, que la ganancia serí a triple: primero, por cada televisor vendido ganarí an el doble de lo que terminarí an pagá ndole a la Philips; segundo, ganarí an en anuncios publicitarios aun antes de que el canal entrase en operaciones, lo que se conocí a como «la prevení a» (y Parker conocí a a todos los grandes anunciantes, eran auspiciadores de Radio Amé rica, sabí a que no dudarí an en poner sus avisos en Canal 5, era un negocio seguro); y tercero, si Linares le daba a Parker el dinero que necesitaba para poner el canal en operaciones (cien mil soles), la bebida Inca Kola podrí a anunciarse gratuitamente por Canal 5 y sus ventas se dispararí an, y entonces Linares ganarí a por cada televisor vendido, por la publicidad que generase Canal 5 y por multiplicar las ventas de Inca Kola. Ismael Linares no lo dudó, le dio un cheque por cien mil soles a Gustavo Parker y así nació Canal 5 de Lima. Los equipos de la CBS funcionaron a la perfecció n. Con el dinero de Linares, Parker puso en marcha su canal en menos de tres meses, contratando a los animadores má s famosos de Radio Amé rica. Dos meses despué s, los diez mil televisores Philips se habí an vendido todos y Parker ordenó un embarque de diez mil má s, aun antes de pagar los que ya habí a pedido. La Philips creyó en é l y mandó otros diez mil televisores al Perú. Un añ o má s tarde, Gustavo Parker le pagó a la Philips todo lo que le debí a y devolvió a Ismael Linares los cien mil soles con intereses: habí a fundado la televisió n peruana. Cuando Linares le pidió su parte de las ganancias por la operació n del primer añ o, Parker le dijo «No hay ganancias, don Ismael, estamos a pé rdida, el pró ximo añ o habrá ganancias». Pero eso mismo fue lo que le dijo añ o tras añ o, hasta que Ismael Linares se murió montá ndose a una prostituta de lujo en el hotel Bolí var del Centro de Lima. Cuando Ismael Linares hijo tomó las riendas de la Inca Kola y mandó a sus vendedores a poner avisos gratuitos en Canal 5, Gustavo Parker los mandó al carajo y les dijo que ahora tení an que pagar por los avisos. «Pero somos socios», alegó Linares, quien lo llamó indignado por telé fono. «Era socio con tu padre, y tu padre ya se murió », replicó Parker. «Y si quieres poner avisos en mi canal, paga nomá s, no te hagas el estrecho», añ adió. Ismael Linares hijo juró que su bebida gaseosa nunca má s pondrí a avisos en Canal 5. El juramento duró medio añ o. Canal 5 tení a el monopolio de la televisió n peruana, Inca Kola tení a que pagar para anunciar sus refrescos. Con apenas veintiú n añ os, Gustavo Parker era uno de los hombres má s poderosos del Perú. «No voy a parar de hacer plata hasta comprarme todo el cerro de Casuarinas y hacerme una casa en su cima», le decí a a don Amado, su padre.
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