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Jaime Bayly 1 страница



   

 


Una mañ ana, una llamada telefó nica y una revelació n.

El tablero polí tico podrí a cambiar de manera imprevista; los resultados de las elecciones presidenciales, dentro de solo un mes, ahora son improbables. El candidato favorito, el dueñ o del canal de televisió n y el periodista estrella forman el triunvirato que ha sido puesto en jaque por una niñ a de apenas catorce añ os a la que le urge contar su verdad: que no ha sido reconocida, que ha sido incluso negada, pero que su padre sí existe y se llama Alcides Tudela, el hombre que tal vez gobernará Perú durante los pró ximos cinco añ os.

En La lluvia del tiempo, Jaime Bayly retrata, o má s bien devela, el laberí ntico mundo del periodismo televisivo, enfocando las flaquezas, las rivalidades, los arreglos y las deslealtades detrá s de las cá maras, para contar la historia secreta de los grandes canales de la televisió n peruana, desde sus inseguros inicios frente a la radio hasta su poderoso presente, en el que a menudo determinan el futuro de los polí ticos y del paí s.

En esta fascinante historia sobre los entresijos del poder en Perú y el modo en que el tiempo, a la manera de una lluvia persistente, corrompe y erosiona el cará cter moral de sus personajes, Bayly nos ofrece su mejor novela.

 


 

 

Jaime Bayly

 La lluvia del tiempo

ePub r1. 0

 

Bacha15 27. 11. 14

 

 


Tí tulo original: La lluvia del tiempo

 

Jaime Bayly, 2013

 

Editor digital: Bacha15

 

ePub base r1. 2

 

 

 

 


 A Silvia

 

 


La voz de una adolescente que decí a llamarse Soraya Tudela sonó altiva, desafiante. Al otro lado del hilo telefó nico, Juan Balaguer se impacientó:

—No soy un periodista independiente, soy dependiente del rating.

Soraya atacó sin vacilaciones:

—Pero tienes fama de ser aduló n de Alcides Tudela.

Balaguer se defendió, irritado con esa adolescente que lo habí a llamado a su casa, despertá ndolo:

—No soy aduló n de Tudela. Pienso votar por é l, apoyo su candidatura, pero eso no me convierte en aduló n.

—Entonces demué stralo —dijo Soraya.

Balaguer se quedó en silencio.

—Inví tame a tu programa, entreví stame —insistió Soraya—. Soy la hija de Alcides Tudela, é l no me quiere reconocer y tengo derecho a decir mi verdad en televisió n.

Balaguer pensó que estaba ante una mujer que parecí a porfiada.

—¿ Có mo puedo saber que no está s mintiendo? —preguntó.

—Te lo demostraré si me invitas a tu programa —lo retó Soraya.

Esta niñ a resabida me va a traer problemas, pensó Balaguer. Luego preguntó:

—¿ Qué edad tienes?

—Catorce añ os.

—Eres menor de edad. No puedes salir en televisió n atacando a un candidato presidencial. Es ilegal que una niñ a sea usada para fines polí ticos, ¿ no te das cuenta?

Soraya se rio de modo condescendiente.

—Tienes miedo —dijo—. No te preocupes, Juan, mi mamá me va a acompañ ar; nos entrevistarí as a las dos.

No puedo hacerlo, pensó Balaguer. Si saco a esta niñ a y a su madre en mi programa, Alcides Tudela perderá las elecciones y yo tendré la culpa. No puedo correr ese riesgo, tengo que pedirle permiso al dueñ o del canal.

—¿ Se puede saber quié n te dio el nú mero de telé fono de mi casa? —preguntó, irritado.

—Lo conseguí en la guí a telefó nica —respondió Soraya.

—Eso es imposible. Mi telé fono no está en la guí a, es privado.

—Está s mal. Mira la guí a de este añ o y verá s que tu nú mero aparece. No solo tu nú mero, Juan Balaguer, tambié n tu direcció n, por si acaso.

—Siempre me pasa lo mismo. Estos de la compañ í a de telé fonos son unos incompetentes.

Se hizo un silencio.

—¿ Quieres hablar con mi mamá? —preguntó Soraya.

—No, todaví a no —se apresuró en responder Balaguer—. ¿ Có mo se llama tu mamá?

—Lourdes. Lourdes Osorio. ¿ Te la paso? Está acá a mi lado.

—No, no —se asustó Balaguer—. Dé jame tu nú mero, yo haré unas consultas y te llamaré. Lo mejor serí a reunimos los tres en privado y que me cuenten todo antes de tomar una decisió n.

—¿ Con quié n vas a consultar? —preguntó Soraya, suspicaz.

—¿ Con quié n crees? —preguntó Balaguer.

—¿ Con Alcides Tudela?

—No, no te pases, no soy mayordomo de Tudela. Tengo que consultarlo con Gustavo Parker, el dueñ o del canal.

—Entonces no me vas a entrevistar.

—¿ Por qué está s tan segura?

—Porque Gustavo Parker apoya a Alcides Tudela má s que tú; no te va a dar permiso para que me entrevistes, ¿ no te das cuenta?

—¿ Qué sabes tú de Gustavo Parker? —volvió a enfadarse Balaguer—. Gustavo Parker es mi amigo y es un gran empresario, y sí, é l apoya a Alcides Tudela como lo apoyo yo, pero é l respeta mi independencia periodí stica, y si yo decido entrevistarte, solo tengo que informarle, é l no me va a prohibir nada.

—Veremos —sentenció secamente Soraya.

—Sí, veremos. Tampoco me puedes obligar a entrevistarte, ¿ comprendes?

—Yo no te obligo, Juan Balaguer. Tu conciencia deberí a obligarte.

De nuevo, la voz de Soraya pareció impregnada de cierta superioridad moral, o de la firmeza de quien cree que no miente. Balaguer tomó nota del telé fono que le dictó la adolescente.

—Te llamaré por la noche —dijo.

—Sí, claro —acotó ella, en tono desconfiado.

—No te pases de lista, Soraya. Te llamaré y nos reuniremos acá en mi casa.

—¿ Con mi mamá, no?

—Obviamente, con tu mamá.

—Ya. Entonces espero tu llamada.

—Saludos a tu mamá. Te llamo por la noche.

Juan Balaguer colgó el telé fono. ¿ Y ahora qué carajo hago?, pensó. Esta niñ a no parece estar mintiendo, seguro que el pingaloca de Alcides Tudela es su papá, el muy pendejo tiene pinta de tener diez hijas no reconocidas. Ya me cagué. Si no la entrevisto, irá a otro programa o a un perió dico y contará que yo tuve la oportunidad de entrevistarla y no lo hice, y quedaré como un lameculos de Alcides Tudela y mi credibilidad se irá al suelo. Estoy jodido, tengo que entrevistarla. ¿ Por qué carajo esta niñ a relamida tení a que llamarme a mí y no a otro periodista? ¿ Por qué tení a que venir a joderme cuando solo faltan cuatro semanas para las elecciones presidenciales y es un hecho que Alcides Tudela las ganará? Tengo que avisarle a Alcides ahora mismo, despué s de todo es mi amigo y es í ntimo de Gustavo Parker, y no sé si esta niñ a está diciendo la verdad o está inventá ndose todo para joder la candidatura de Tudela.

Balaguer marcó el celular de Alcides Tudela. Contestó su secretario de prensa, Luis Reyes.

—Pá same con tu jefe. Es urgente.

—No puede atenderte —dijo Reyes—. Está con el kitchen cabinet.

—Pá same con Tudela —insistió Balaguer.

—Voy a ver si lo puedo interrumpir —se ofreció Reyes.

Balaguer escuchó una voz atronadora, imperiosa, de resaca añ eja, del que ya sabe que ganará la presidencia y da ó rdenes: su amigo Alcides Tudela quejá ndose porque habí a bajado dos puntos en las encuestas y amonestando en tono mandó n a sus subordinados.

—No me interrumpas, carajo —le dijo a Reyes, y Balaguer pudo escucharlo perfectamente—. Estoy con mi kitchen cabinet—rugió Alcides Tudela, y dijo esas dos ú ltimas palabras en el decoroso inglé s que habí a aprendido en la Universidad de San Francisco.

—Don Alcides, es Juan Balaguer —se disculpó el secretario Reyes, haciendo una venia.

—¡ Dile que despué s lo llamamos! —gritó Tudela—. ¡ Estoy en mi trinchera combatiendo por la democracia, no me jodan, carajo! —levantó má s la voz, y golpeó la mesa, y su vaso de whisky salpicó unas gotas.

De inmediato, Alcides Tudela se agachó sobre la mesa y lamió las gotas de whisky.

—Pá same con Balaguer —se replegó, y cogió el celular y lo acercó a su oreja, mientras sus apandillados lo miraban con aire reverente, sumiso.

—Alcides, soy Juan Balaguer.

—¿ Qué pasa, hermano? —preguntó Tudela, en tono arrogante, como si ya fuera presidente electo—. ¿ En qué te puedo servir?

—Estamos jodidos —dijo Balaguer.

Tudela se rio, burló n.

—Tú estará s jodido, porque tu rating en Panorama ha bajado el domingo pasado —dijo—. Yo no estoy jodido porque voy primero en las encuestas y le llevo quince puntos a la estreñ ida de Lola Figari.

—Estamos jodidos, Alcides —dijo Balaguer.

—¿ Qué pasa? —preguntó Tudela, que de pronto parecí a advertir que la cosa no era una frivolidad o un capricho de su amigo.

—Me ha llamado una chica de catorce añ os que dice llamarse Soraya Tudela y asegura ser tu hija.

Alcides Tudela quedó en silencio.

—Quiere venir con su mamá este domingo a mi programa.

Tudela no dijo una palabra, era consciente de que ocho o diez personas estaban escuchá ndolo alrededor de la mesa que presidí a.

—Yo no quiero joderte, Alcides, pero tenemos que hacer algo con esta niñ a. Si yo no la entrevisto, irá a otro programa. Y me parece que no miente —dijo Balaguer.

—¿ Dó nde está s? —preguntó Tudela, ya con otra voz, delatando preocupació n.

—En mi casa.

—No te muevas. Voy para allá.

—Acá te espero.

—Y no llames a nadie ni le cuentes esto a nadie, Juan.

—A nadie, tranquilo, a nadie.

—Absolutamente a nadie. Ni siquiera a Gustavo.

—No llamaré a Gustavo, no te preocupes.

—Espé rame, voy para allá.

Colgaron. Juan Balaguer marcó el telé fono privado de Gustavo Parker, el dueñ o del canal de televisió n que emití a Panorama, el programa de Balaguer, los domingos por la noche. Gustavo Parker contestó:

—¿ Qué hay de nuevo?

—La cagada —dijo Balaguer—. El cholo Tudela la cagó.

Juan Balaguer nació en Lima, en el barrio de Miraflores. Su padre, Juan, habí a estudiado Economí a en la Universidad de Chicago y era gerente general del Banco Popular; su madre, Dora, habí a sido profesora de inglé s en el colegio Villa Marí a y no trabajaba desde que nació Juan, su ú nico hijo, quien se llamaba así por su padre y por su abuelo y su bisabuelo paternos, todos llamados Juan Balaguer. En el colegio Santa Marí a, donde habí an estudiado su padre y su abuelo, Juan fue un alumno sobresaliente, siempre o casi siempre el primero de la clase, destacando tanto en matemá ticas como en artes y letras, haciendo gala de una memoria superior a la de sus compañ eros. Era, sin embargo, un niñ o tí mido, renuente a participar de los juegos del recreo y de las competencias atlé ticas, y sus ú nicas calificaciones pobres eran las de deportes, o educació n fí sica, como llamaban en el colegio Santa Marí a al curso de deportes. En ese tiempo, Juan querí a ser actor. No se lo decí a a sus padres, pero cuando actuaba en los festivales de teatro del colegio o cuando hací a imitaciones humorí sticas de personajes famosos, sentí a una gran alegrí a al provocar risas en sus compañ eros y escuchar los aplausos que premiaban su versatilidad histrió nica, su osadí a en el escenario y su desparpajo para el humor. A sus padres les mentí a, les decí a lo que ellos querí an escuchar, que terminando el colegio serí a economista o mé dico, nunca la verdad, que su pasió n era actuar, que los momentos de mayor felicidad eran las pelí culas que una vez al mes veí a con su madre en el cine Pací fico o en el cine Colina de Miraflores. Tení a una relació n má s cercana con su madre; a su padre lo veí a muy rara vez, se dedicaba por completo al Banco Popular y los fines de semana jugaba golf en el club de San Isidro y pasaba poco tiempo con é l. La relació n con su madre era una de amistad y confidencias, el papel de Balaguer era el de escucharla, acompañ arla con sus silencios y su sonrisa, reí rse con ella, darle á nimos cuando la veí a abatida, tomarla de la mano y besarla en la mejilla y decirle cuá nto la querí a. No era su papel hablar ni contarle cosas; era ella, Dora, quien se refugiaba en su ú nico hijo para compartir con é l lo que no podí a contarle a su marido, siempre atareado, con un trago de má s, apurado por meterse en la cama a ver televisió n o irse a jugar golf los fines de semana. Aun cuando su madre era tambié n su mejor amiga, su ú nica amiga, Juan Balaguer no le contaba que en el colegio disfrutaba de sus incursiones principiantes como actor. Preferí a guardarse el secreto. Cuando terminó el colegio, su padre lo animó a irse a estudiar al extranjero, preferiblemente a los Estados Unidos, y su madre le pidió que estudiara lo que ella no se habí a atrevido a estudiar: la carrera de Medicina en la Universidad Cayetano Heredia de Lima. Pero Juan querí a ser actor, no querí a ser economista ni doctor, y por eso les dijo a sus padres que postularí a a la Universidad Cató lica. Les mintió, sin embargo, pues no les contó que estudiarí a en la Escuela de Teatro, les dijo que estudiarí a en la Facultad de Derecho, que serí a abogado, y sus padres se contentaron, se resignaron, pensaron que al menos Juan seguirí a viviendo con ellos y, dadas sus buenas notas en el colegio, seguramente serí a un profesional brillante. Juan no tuvo problemas en ingresar a la universidad en buen puesto; postularon má s de cinco mil jó venes, de los cuales entraban solo quinientos, y Juan ingresó en el puesto treinta y ocho, sin estudiar mayormente nada, valié ndose de la buena memoria de la que se jactaba con sus padres, a quienes frecuentemente les pedí a que le preguntasen nombres de rí os, volcanes, mares, cordilleras, o nombres de ministros, presidentes, dictadores, solo para hacer alarde de lo bien que le funcionaba la memoria aprehendiendo datos que, por otra parte, no serví an para la vida social ni para gran cosa, a no ser para impresionar a sus padres. Ya en la universidad, Balaguer sorteó los cursos má s á speros sin dificultad, sintió que se aburrí a, que los profesores eran predecibles, tediosos, generalmente plú mbeos, rehuyó las fiestas y las novias, le gustaba estar solo, leyendo en su casa, viendo la televisió n, escapá ndose a la matiné del cine Colina o del Pací fico, no era bueno para hacer amigos ni para seducir a las chicas bonitas. En casa de Juan se leí an dos perió dicos tradicionales de Lima, El Comercio y La Prensa. El Comercio y La Prensa eran diarios conservadores, religiosos, de derechas, que no ocultaban su simpatí a por el gobierno de Ferná n Prado, quien habí a regresado del exilio para ganar de modo abrumador las elecciones presidenciales, gracias a su aire de patricio insobornable y a su oratoria inspirada, conmovedora, de vuelo poé tico. Juan Balaguer era un á vido lector de las noticias polí ticas, seguí a con gran curiosidad la vida polí tica peruana, sentí a respeto y admiració n por Prado, un polí tico que, a diferencia de sus pares, parecí a noble, de la realeza, incapaz de trampas o picardí as rastreras. Tambié n era un televidente fiel, que no se perdí a el noticiero de las diez de la noche, 24 horas, ni el programa periodí stico de los lunes, Pulso, conducido por Alfonso Té llez, un viejo cascarrabias que solí a interrumpir a todo el mundo y estaba siempre mejor informado que sus interlocutores, algo que se ocupaba de poner en evidencia sin falsos pudores. Juan Balaguer admiraba a Alfonso Té llez porque le parecí a que era un viejo que sabí a mucho, que sabí a má s que los demá s, al que no le fallaba la memoria elefantiá sica. Balaguer pensaba que cuando terminase la carrera de Derecho podí a dedicarse no ya a ser actor sino a ser periodista de televisió n, a ser un periodista respetado, temido, de lengua filuda como Alfonso Té llez, que le parecí a má s inteligente y audaz que cualquiera de sus profesores de la universidad, todos tan apocados, tan pusilá nimes. Cuando sea abogado tendré un programa de televisió n como Pulso y no me dedicaré a la abogací a aunque me sabré las leyes como se las sabe Alfonso Té llez, pensaba Balaguer, hipnotizado frente a la pantalla del televisor, tomando apuntes para aprender las cosas que sabí a Té llez, las muchas cosas que sabí a ese viejo cascarrabias, siempre tosiendo, interrumpiendo, demostrando su inacabable sabidurí a. Apenas concluyó los estudios de Letras y pasó a la Facultad de Derecho, Balaguer se cansó de recibir la magra propina semanal que le daban sus padres (y que le daban a regañ adientes, dicié ndole que ya estaba en edad de buscarse un trabajo de medio tiempo, por ejemplo como practicante o asistente de un estudio de abogados) y decidió que pedirí a un trabajo en el canal donde trabajaba ese periodista que tanto admiraba, Alfonso Té llez, director y conductor de Pulso, el programa periodí stico má s influyente de la televisió n peruana, que se emití a por Canal 5 los lunes a las once de la noche. Escribió una larga carta a Té llez dicié ndole cuá nto apreciaba su talento, con qué devoció n veí a sus programas y celebraba sus entrevistas dí scolas, accidentadas, y pidié ndole un trabajo «en lo que usted considere que pueda servirlo má s eficazmente, señ or Té llez, y sin pensar en los odiosos asuntos del dinero, que poco o nada importan». Juan Balaguer dejó su direcció n y su telé fono al terminar la carta, esperanzado en que Té llez lo llamarí a, pero Té llez nunca lo llamó, o si lo llamó, Balaguer nunca se enteró. Ya habí a perdido toda ilusió n de trabajar en Canal 5, cuando un dí a leyó en la primera pá gina de El Comercio que Alfonso Té llez habí a muerto de un infarto a la edad de sesenta y cuatro añ os. Balaguer sintió que habí a perdido a un amigo, a una figura paternal que habí a ejercido gran influencia en su vida, por eso no dudó en asistir al velorio de Té llez en la iglesia Marí a Reina de Miraflores. Allí vio por primera vez a Gustavo Parker, el dueñ o de Canal 5, un hombre alto, corpulento, bien parecido, en sus cincuentas, de peinado canoso, nariz aguileñ a y mirada astuta, depredadora, vací a de compasió n. Parker tení a fama de ser un gran hombre de negocios, un tipo frí o y desalmado, sin escrú pulos, sin miedo a nada, insolente para correr riesgos y ejercer su poder. Acompañ ado de su esposa, Parker conversaba con la viuda de Té llez, la señ ora Emperatriz. Despué s de arrodillarse ante el cadá ver de Té llez y elevar unas plegarias, Juan Balaguer se acercó a Gustavo Parker y le dijo «El señ or Alfonso Té llez ha sido como un padre para mí. Algú n dí a yo seré como é l. Gracias por permitirme conocer al gran Alfonso Té llez, señ or Parker». Gustavo Parker lo miró a los ojos, lo estudió, vio a un muchacho ambicioso, listo, apuesto, con buena presencia para el negocio, y le preguntó «¿ Có mo te llamas? ». «Balaguer, Juan Balaguer. » «¿ Y qué haces por la vida? » «Estudio Derecho en la Universidad Cató lica. Pero mi sueñ o es trabajar como periodista en Canal 5, señ or Parker. » «Ven mañ ana a mi oficina. » Juan Balaguer salió del velorio con una sonrisa que algunos miraron de modo reprobatorio, pero no podí a disimularla, sentí a que era el comienzo de su nueva vida como periodista y estrella de televisió n, sentí a que Alfonso Té llez habí a muerto para dejarle la posta a é l. Pronto seré famoso, pensó, alejá ndose de la iglesia.

—¡ Te juro por mi santa madre que está en el cielo que esa niñ a no es mi hija! —gritó Alcides Tudela, ponié ndose de pie, abriendo los brazos, manoteando el aire, mirando el techo—. ¡ Esa niñ a no es mi hija, jamá s mentirí a por el bendito nombre de mi madrecita!

Tudela estaba sentado en un sofá del departamento de Juan Balaguer, tomado un whisky con hielo. Parecí a agitado, nervioso. Este cholo me está mintiendo, pensó Balaguer.

—¿ Có mo dices que se llama la mamá de la chica? —preguntó Tudela, y tomó un sorbo má s de whisky.

—Lourdes Osorio —dijo Balaguer—. La niñ a que dice ser tu hija se llama Soraya Tudela Osorio y dice que te conoce porque su madre te ha puesto una mon tañ a de juicios desde que ella nació, exigié ndote que la reconozcas.

—¡ Yo no conozco a ninguna Lourdes Osorio! —gimió Tudela, como si estuviera malherido, sangrando, y enseguida se puso de pie—. ¡ Yo no conozco a ninguna Soraya Tudela! —exclamó, y de nuevo miró al techo, como si alguien estuviera dando fe de que é l, Alcides Tudela, paladí n de la democracia, defensor de los pobres, no podí a estar mintiendo; é l era Alcides Tudela, el favorito para ganar las elecciones presidenciales en cuatro semanas, y nadie iba a quemarle el pan en la puerta del horno.

—Pero Soraya dice que tiene los papeles que prueban que tú has sido enjuiciado por su mamá, Lourdes Osorí o —objetó Balaguer, cruzando las piernas, observando con perplejidad el despliegue histrió nico de su amigo.

—¡ Nunca! —gritó Tudela, y apagó la sed con otro trago—. ¡ Nunca en mi vida he sido enjuiciado por esa señ ora Lourdes no sé cuá ntos! ¡ No la conozco ni en pelea de perros! ¡ No sé quié n es Lourdes Osorio, có mo mierda voy a tener una hija con ella si no la conozco!

Juan Balaguer se quedó en silencio, mirá ndolo con una media sonrisa, como dicié ndole deja de hacer tanto melodrama, no estamos en televisió n, está s en mi casa, soy tu amigo, estoy acá para defenderte, pero si sigues mintiendo tan descaradamente, te vas a joder.

—¿ No me crees? —se impacientó Alcides Tudela—. ¿ No me crees, carajo?

Balaguer respondió tranquilamente:

—No sé si creerte, Alcides.

—¿ Crees que soy capaz de mentirte así, a sangre frí a, sobre mi propia hija? ¿ Crees que soy capaz de negar a mi propia sangre, de renegar de mi cachorra? ¿ Crees que soy una mierda? ¿ Eso crees de mí?

—No he dicho eso, Alcides, no te sulfures. Estoy tratando de creerte, pero hay algo en tu versió n que no encaja.

—¿ Qué no encaja? —gritó Alcides Tudela, un hombre bajo, corpulento, de piel morena, las piernas chuecas, el pelo negro azabache, las facciones chú caras, la piel del rostro ajada, los ojos saltones como de pez recié n pescado, revolvié ndose por retornar al agua—. ¿ Qué no encaja, carajo?

—No veo por qué la niñ a Soraya me llamarí a a mi casa y mentirí a —dijo Balaguer, hacié ndole un gesto complaciente para calmarlo, como dicié ndole sié ntate, mentiroso, sié ntate y no grites tanto, que van a escucharte los vecinos y nadie te va creer.

—¡ Miente porque le han pagado! —tronó Tudela, rehusá ndose a tomar asiento con un gesto.

—¿ Quié n crees que le ha pagado? —preguntó Balaguer.

—¡ La chucha angosta, lesbiana en el cló set de Lola Figari! —gritó Tudela—. ¡ Estoy seguro por mi madre que está en el cielo que la machona de Lola le ha pagado a esa niñ a y a su madre, carajo! ¡ No seas huevó n, Juan Balaguer, abre los ojos!

—No creo que Lola sea capaz de pagarle a una niñ a de catorce añ os para que mienta. Lola Figari es incapaz de esa bajeza.

—Lola Figari es una foca malparida que hará cualquier cosa para ganarme la elecció n. ¡ No seas tan huevó n, Juan! ¡ Lola Figari es una marimacha amargada porque no ha tenido un orgasmo en toda su puta vida de santurrona! ¡ Que se la cache un burro en primavera! ¡ Ella es la que ha montado toda esta tramoya, todo este andamiaje corrupto! —gritó Tudela, y al decir la palabra corrupto se le escapó un salivazo que cayó en la cara de Balaguer, que, sin disimular, haciendo un gesto de fastidio, no tuvo má s remedio que limpiarse para quitarse el escupitajo.

—No sé, Alcides, no sé —dijo—. Tengo que reunirme con Soraya y con su madre, tengo que escucharlas, tengo que ver los papeles de los juicios que dicen tener y luego te contaré todo, te mantendré informado de todo al detalle. Ya conozco tu versió n, ahora necesito escuchar la versió n de ellas.

Alcides Tudela caminó por la sala, movió la cortina, se asomó a la ventana, miró hacia la calle. Luego tomó aire, recuperó la compostura y preguntó:

—¿ Le has contado a Gustavo Parker?

—No —mintió Balaguer.

—¿ A nadie?

—A nadie.

—Te pido por favor que esto quede entre tú y yo —le pidió Tudela—. Te ruego encarecidamente, Juanito, que no le cuentes esto a nadie, que no lo saques en Panorama. Es una patrañ a de mis enemigos, no puedes prestarte a este juego inmundo.

—No te preocupes, Alcides, confí a en mí, sabes que soy tu amigo, te lo he demostrado.

—Te ruego, hermano, que no me vayas a joder con esto. Ya gané, solo faltan cuatro semanas, si me sacas esto puedes joderme la elecció n, puedes hacer que gane la chucha seca de Lola Figari, y el Perú no merece eso, Juanito, el Perú necesita el cambio moral que yo represento, compadre.

—Entiendo tu punto, Alcides. No te preocupes, yo estoy contigo.

—¿ Puedo estar en la reunió n con Soraya y con su mamá? —preguntó Tudela.

—No creo que convenga —dijo Balaguer—. Se asustarí an. Dé jame solo con ellas, dé jame reunir toda la informació n y luego nos juntamos nosotros. Tranquilo, yo te contaré todo.

—Pero ni cagando sales con eso en televisió n, Juanito, ni cagando me puedes clavar así la puñ alada artera. Jú rame que no lo hará s. ¡ Jú rame!

—Tranquilo, Alcides…

—¡ Jú rame, carajo!

—Te juro que voy a ser leal a ti.

Tudela se enfureció, levantó la voz:

—¡ Jú rame que nada de esto va a salir en tu programa y no me huevees, que me llamo Alcides Tudela y no he nacido ayer! ¡ Soy doctor en Economí a!



  

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