Хелпикс

Главная

Контакты

Случайная статья





Libros Tauro 24 страница



—Estoy embarazada y no sé qué hacer.

Ignacio camina hacia ella y la abraza.

—Tranquila —dice—. Todo va a estar bien.

Zoe llora, apoyada en su hombro, mientras é l la consuela, acariciá ndole la espalda, dicié ndole:

—No llores. Es un regalo de Dios.

Pero al mismo tiempo piensa: ¿ có mo pueden haber sido tan irresponsables este par de perdedores?

—Estoy desesperada, Ignacio. Necesito que me ayudes. No sé qué hacer. Esta mañ ana quise abortar pero no pude.

—¡ Có mo se te ocurre abortar! —se sorprende é l, y la abraza con má s fuerza—. Toda tu vida has querido ser madre y ahora Dios te ha dado esta oportunidad. No puedes abortar. Te harí as un dañ o tremendo.

—Pero no puedo tener a este bebé. No puedo. Es una locura.

Zoe llora desconsolada y é l procura calmarla, dicié ndole una y otra vez:

—Tranquila, todo va a estar bien.

De pronto, ella lo sorprende:

—Podrí a ser tu hijo.

Ignacio se separa de ella, frunce el ceñ o y dice:

—No digas tonterí as, Zoe.

—Es verdad. Por esos dí as hicimos el amor.

—No me mientas. Tú sabes que yo no puedo tener hijos.

—¿ Y si has cambiado? ¿ Y si ha sido un milagro? Tú crees en Dios má s que yo. ¿ Dios no hace milagros?

—¡ Tu hijo no es de Dios ni mí o, Zoe! —se enoja Ignacio, levantando la voz—. Deja de jugar conmigo. Comprendo que está s pasando por un mal momento y te voy a ayudar. Pero no trates de hacerme creer que soy el padre. No te burles de mí. No me tomes el pelo. Eso ya es demasiado.

Zoe se sienta en la cama y se cubre el rostro con las manos.

—No he dicho que lo seas. He dicho que podrí as serlo.

—¿ O sea que soy uno de los candidatos? —se burla é l.

—No me hagas dañ o, Ignacio —lo mira ella, los ojos hú medos—. Necesito que me ayudes, no que te burles de mí.

—Y yo necesito que me digas la verdad: ¿ quié n es el padre?

Zoe calla, no lo puede decir, la vergü enza es como un baldó n pesado que la hunde en el silencio.

—Gonzalo es el padre. No me lo tienes que decir. Ignacio camina por la habitació n, se lleva las manos a la cintura y, no lo puede evitar, estalla:

—¡ No só lo tení as que tirarte a mi hermano! —grita—. ¡ Para colmo, tení as que quedar embarazada!

—No sé si Gonzalo es el padre —se defiende ella, entre sollozos—. Podrí as ser tú, Ignacio.

—¡ No me mientas! ¡ No te mientas! ¡ Sabes perfectamente que Gonzalo es el padre!

Zoe calla.

—¿ Se lo has dicho a é l? —intenta calmarse Ignacio.

—Sí.

—¿ Y? ¿ Se metió abajo de la cama?

—Sí. No quiere saber nada del asunto. No quiere verme má s.

Eso te pasa por idiota, piensa é l, pero evita decirlo porque no quiere dejarse arrastrar por la rabia y terminar diciendo mezquindades de las que luego se arrepentirá.

—¿ Qué vas a hacer? —pregunta.

—No lo sé.

—¿ Vas a abortar?

—No puedo.

Sí puedes tirarte a mi hermano y ahora te haces la mujer sensible y moralista que no puede abortar: no me jodas, piensa é l.

—¿ Có mo quieres que te ayude?

—Abrá zame. Quiero que me abraces y me digas que todo va a estar bien.

—No puedo —dice é l, enfadado, tenso, los puñ os cerrados, como si quisiera pegarle a alguien.

—Por favor, Ignacio. Abrá zame.

—¡ Có mo se te ocurre acostarte con mi hermano y encima no cuidarte! ¿ Está s loca?

—¿ Quieres que aborte? Si tú me lo pides, aborto.

—¡ No! ¡ No he dicho eso!

—No me grites. Abrá zame. ¿ No te das cuenta de que estoy hecha mierda?

Sentada sobre la cama, Zoe llora. De espalda a ella, mirando la ciudad, Ignacio pelea con su orgullo.

—¿ Qué quieres hacer? —pregunta.

—No sé —responde ella.

—¿ Quieres tener al bebé?

—Sí. No puedo abortar. Traté esta mañ ana pero no pude.

—¿ Quieres volver con Gonzalo?

—No. Nunca má s. No quiero verlo. Me hace mucho dañ o.

—¿ Quieres vivir sola? ¿ Quieres que te compre una casa? ¿ Quieres que te deje nuestra casa? Dime exactamente qué quieres hacer y yo veré si puedo ayudarte.

Ahora Ignacio habla con absoluta frialdad, como un hombre de negocios.

—No sé si quiero vivir sola. No sé, Ignacio. Só lo necesito saber que tú me vas a ayudar, que no me vas a dejar sola.

—¿ Quieres irte con tus padres?

—No. Prefiero no decirles nada. No entenderí an. Ignacio toma aire y dice estas palabras que le duelen en el alma, pero de las que se siente orgulloso:

—¿ Por qué no vienes unos dí as a la casa, descansas y decides qué quieres hacer?

Zoe permanece en silencio. Es un hombre bueno, piensa. Me quiere ayudar. A pesar de todo, está dispuesto a que vuelva a la casa. Nunca debí dejarlo. Es noble, tiene un corazó n grande y me quiere a su manera, no con toda la pasió n que yo quisiera, pero me quiere.

—¿ No te molestarí a que regrese a la casa unos dí as?

—No. Me preocupa que esté s acá, sola. En la casa estará s mejor.

—Sobre todo si estoy contigo —dice ella, y se alivia la nariz con un pañ uelo.

—Lo nuestro se terminó, Zoe. No nos engañ emos. Te has acostado con mi hermano. Está s embarazada de é l. Ahora somos amigos y punto. Pero como amigo, no quiero darte la espalda en este momento tan difí cil.

—¿ Y si el bebé es tuyo, Ignacio? ¿ Có mo puedes estar tan seguro de que es de tu hermano?

—¡ Yo no me tiré a mi hermano! —grita é l—. ¡ Te lo tiraste tú! ¡ Tú deberí as saber esas cosas! ¡ Lo que yo sé es que no puedo tener hijos!

—Quizá s te has curado. No te molestes. A veces pasan estas cosas raras.

—No sigas con ese rollo, Zoe, que me voy a molestar, me voy a largar de acá y no me vas a ver má s. ¡ No me tomes el pelo! ¡ No soy un imbé cil! Sé perfectamente que no puedo tener hijos y que el canalla, irresponsable y traidor de mi hermano te ha dejado embarazada. É sos son los hechos, aunque no te gusten. No intentes cambiarlos, ¿ de acuerdo?

—De todos modos, me haré algú n dí a un examen de sangre. Quié n sabe si a lo mejor termina siendo tu hijo. ¿ No serí a precioso?

Zoe sonrí e, emocionada, pero Ignacio no la acompañ a:

—Cá llate, por favor. No sigas diciendo estupideces. Se hace un silencio.

—Me voy —dice é l—. Vendré a buscarte al final de la tarde. ¿ Te parece bien?

—Sí —dice ella—. Pero, por favor, abrá zame antes de irte.

Ignacio la mira a los ojos y dice:

—No puedo, Zoe. No puedo.

Luego camina hacia la puerta, pero ella corre tras é l, lo detiene y lo abraza, desesperada, llorando.

—Perdó name, Ignacio. Perdó name, por favor.

Ignacio la abraza dé bilmente, pero no puede decirle que la perdona.

—Te llamo má s tarde —dice, y se marcha contrariado.

 

Pasan las horas. Zoe no sale de su habitació n. No tiene hambre. No come nada. Ve televisió n, echada en la cama. Se siente fatal. Espera una llamada: la voz de Ignacio dicié ndole que la perdona y la va a ayudar. Pero é l no llama. No me va a perdonar nunca, piensa. No debí decirle que a lo mejor é l es el padre. Lo tomó como un insulto. Pero ¿ y si lo es? El canalla de Gonzalo tiene la culpa de todo. Yo caí como una mansa paloma, como una de las tantas mujeres que han caí do por é l, porque me coqueteó y me tentó, aprovechá ndose de que estaba aburrida en mi matrimonio. Pero ¿ qué clase de hombre le harí a eso a su hermano? Es una lagartija, una ví bora traidora. Sabiendo que estoy jodida, me da la espalda, ni siquiera me llama para preguntarme có mo estoy. Te odio, Gonzalo. Tú tienes la culpa de todo. Si no fuera por ti, seguirí a con Ignacio, un poco aburrida pero tranquila, despué s de todo. Entonces no me daba cuenta de lo simple y placentera que podí a ser mi vida: ahora que la he perdido, la echo tanto de menos. Extrañ o mis clases de yoga y cocina, el jardí n de mi casa, las tardes solas en mi ordenador escribiendo cualquier tonterí a, el silbido de Ignacio cuando llegaba a la casa, sentarnos a comer viendo las noticias en la tele, esos pequeñ os momentos cuando mi vida era simple y apacible, no todo lo apasionada que yo habrí a querido, pero al menos estable, tranquila, má s feliz de lo que entonces me daba cuenta. Todo eso lo he perdido y no volverá porque Ignacio no me llama y probablemente no llamará má s, aunque me dijera má s temprano que seguirá siendo mi amigo. Y la culpa la tienes tú, Gonzalo, que me engañ aste só lo para tener sexo con la mujer de tu hermano.

Zoe busca el celular que le regaló Ignacio y marca el nú mero uno. Nadie contesta. Espera a que suene el timbre de rigor y deja un mensaje

 

—Gonzalo:

—Eres un pobre diablo. Nunca vas a ser como Ignacio. En el fondo lo envidias porque es mejor que tú. Lo odias porque nunca será s tan inteligente y decente como é l. Por eso te acostaste conmigo, para vengar tu complejo de inferioridad. Pues dé jame decirte algo, guapito: tu complejo está justificado, porque eres muy inferior a Ignacio. Me has hecho mucho dañ o y ahora estoy sufriendo sola por tu culpa. Qué grave error fue confiar en ti. Adió s.

En ese mismo instante en que ella le habla al contestador, Gonzalo tiene el celular apagado porque está haciendo el amor con Laura. La ha llamado la noche anterior, se han reunido a tomar una copa en un bar de moda, se han dicho promesas de amor y han pasado la noche juntos en su casa. Ahora es media mañ ana y Laura no ha querido ir a sus clases de actuació n para quedarse en la cama con Gonzalo. Se aman una vez má s, sin prisa, con el deliberado propó sito de prolongar todo cuanto sea posible esa ceremonia de los sentidos, dicié ndose cosas encendidas al oí do, erizá ndose ella con las rudezas que é l se permite y las procacidades que le susurra, mintiendo é l a sabiendas cuando le dice:

—Eres el amor de mi vida. No puedo vivir sin ti.

Ella se entrega con una ingenuidad y una nobleza que a é l, en cierto modo, le conmueven, y pregunta, sin interrumpir el goce de los cuerpos:

—¿ Te vas a casar conmigo?

—Sí, mi amor, el pró ximo añ o —dice é l, sabiendo que miente con frialdad.

—Te quiero tanto, Gonzalo.

—Yo tambié n, gatita.

Gonzalo cierra los ojos y piensa en Zoe entregá ndose a é l con una impaciencia peligrosa y tiene la certeza de que nunca má s volverá a amar a la mujer de su hermano y al abrir los ojos se encuentra con Laura y piensa que seguirá con ella todo el tiempo que pueda seguir engañ á ndola con promesas vagas de matrimonio, seguirá con ella por una sola razó n, el placer intenso y delicioso que encuentra cada vez que, como ahora, hacen el amor.

Mientras tanto, Ignacio conduce su auto lentamente. No quiere volver al banco. No puede concentrarse en los asuntos del trabajo. Tiene la cabeza en otra parte, en Zoe y su embarazo, en la ú ltima traició n de Gonzalo abandonando a Zoe con un bebé en el vientre. Se llena de rabia contra los dos, contra ella por haber sido tan tonta, tan fá cil de manipular y tan injusta con é l; y contra su hermano por haber sido capaz de la doble vileza de seducir a su esposa y luego humillarla, dejá ndola embarazada. Estoy seguro de que la ha embarazado a propó sito, para vengarse de mí, piensa. No le bastaba con tirarse a mi mujer: tení a que hacerle un bebé para recordarme que yo no puedo tener hijos, para sentirse superior a mí de esa retorcida y acomplejada manera y para humillarme en pú blico, porque cree que, tarde o temprano, Zoe tendrá al bebé y la gente acabará por saber que no es mí o. Maldito hijo de puta. No puedo creer que mamá, siendo tan buena, tuviera a esta rata.

Deberí a mandarlo matar. No merece seguir viviendo. Só lo sabe pintar mamarrachos, copular con mujeres como una bestia de las cavernas y hacerle dañ o a la gente. ¡ Y luego me culpa a mí de todo! En el fondo, Zoe ha sido usada por Gonzalo para hacerme dañ o a mí. Está clarí simo que el embarazo no ha sido una casualidad: é l lo ha buscado con las peores intenciones de joderme la vida. Quiere destruirme. Quiere que la vergü enza de saberme traicionado por mi mujer acabe conmigo. Cree que soy dé bil, que me pegaré un tiro o saltaré por la ventana de mi oficina, que renunciaré al banco y me volveré un alcohó lico. Te equivocas, maldito hijo de puta. Soy má s fuerte y má s frí o que tú. Esta batalla, la má s terrible de mi vida y tambié n la má s importante, la voy a ganar. No sé có mo, pero, al final, yo saldré mejor parado que tú. Ya verá s, Gonzalo: ahora estará s feliz, pensando que me jodiste, pero no cantes victoria, que al final te llevará s una sorpresa. Haré todo lo que sea necesario, incluso tragarme mi orgullo y perdonar a Zoe, para que tú no me ganes esta guerra miserable que has emprendido contra mí só lo porque eres un perdedor, un envidioso, un acomplejado que no puede tolerar que yo, tu hermano mayor, tenga má s é xito que tú, el artista bohemio que odia al mundo. Pues ya verá s que sigues siendo un perdedor, Gonzalo, y que esta pelea final la ganaré tambié n.

 

Ignacio detiene su auto en un cementerio exclusivo, en las afueras de la ciudad, al borde de la autopista. Es un vasto campo verde, cercado por una red de alambre, en el que yacen sepultados los cadá veres de hombres y mujeres que gozaron de fortuna o pertenecieron a familias má s o menos pudientes. Ignacio camina lentamente, las manos en los bolsillos, entre tantas lá pidas de má rmol y piedra en las que han sido grabados los nombres de los que allí fueron enterrados. Desde lejos, reconoce sin dificultad la tumba de su padre. Recuerda bien la ú ltima ocasió n en que la visitó: hace unos meses, acompañ ando a su madre, al cumplirse un aniversario má s de la muerte de su padre. Aquella vez le dejaron flores, rezaron juntos de rodillas y se emocionaron pensando en los buenos momentos que é l y su madre pasaron con ese hombre que ahora es un recuerdo cada vez má s difuminado por el tiempo. De pie frente a la tumba de su padre, Ignacio cierra los ojos, piensa en é l, respira má s tranquilamente, deja ir la rabia, la sed de venganza, el orgullo excesivo que suele inducirlo al error. Cierra los ojos y habla con é l:

«Papá, he venido a verte porque estoy en serios problemas. No sé qué hacer. Necesito tu ayuda. Tú me enseñ aste a ser fuerte, a sobreponerme a las dificultades, a crecerme en la adversidad, pero ahora, cré eme, siento que no puedo má s. Zoe y Gonzalo me han traicionado. Zoe está embarazada de é l. Me pide que la ayude. No sé qué hacer. Por un lado, tengo ganas de mandarla al diablo y no verla má s; por otro lado, sigue siendo mi mujer y, aunque haya cometido una bajeza tan fea, no quiero abandonarla cuando má s me necesita. Ayú dame, por favor, papá, a ser un digno hijo tuyo. Aconsé jame, si puedes, una ú ltima vez. Tú fuiste mi inspiració n, sigues sié ndolo, y por eso he venido a verte, porque sé que tú verí as con claridad lo que debo hacer. Te extrañ o, papá. Nada es igual sin ti. Trato de seguir tu ejemplo, honrar tu memoria portá ndome como tú habrí as querido, pero ahora todo se ha ido a la mierda, mi propia familia me ha apuñ alado en la espalda, só lo puedo confiar en mamá y aferrarme a tu recuerdo, a las enseñ anzas que me dejaste. No me dejes solo, papá. Dime algo. Dime qué debo hacer para que te sientas orgulloso de mí y para que, cuando me toque morir, tenga la paz que tení as tú en la mirada cuando te marchaste para siempre. Yo só lo puedo ser feliz cuando te imagino sonriendo en el cielo, orgulloso de tu familia. Ayú dame, papá. No puedo contarle esto a mamá. Le darí a un infarto, la matarí a. Tú sabes có mo ella quiere a Gonzalo. No puedo decirle lo que Gonzalo y Zoe han hecho. Pero debo tomar una decisió n rá pida y firme, porque Zoe está desesperada, no sabe qué hacer con su bebé, y temo que podrí a hacer una locura. Ayú dame, papá. Estoy perdido. Me haces tanta falta, viejo. Todo se fue a la mierda cuando te fuiste. Mira có mo hemos terminado en la familia. Mira lo jodido que estoy sin ti. Ayú dame, papá, que no sé qué diablos hacer. »

Ignacio cae de rodillas, llorando. Baja la cabeza, se lleva una mano a la frente y pregunta:

—¿ Qué hago con Zoe?

«Perdó nala», escucha una voz que sale de su corazó n.

—¿ Qué hacemos con el bebé?

«Sé tú el padre. »

—No puedo.

«Sí puedes. Te hará muy feliz. »

—¿ Qué hago con Gonzalo?

«Perdó nalo. »

—No puedo. Es imposible.

«Sí puedes. Son hermanos. Ensé ñ ale que, a pesar de todo, lo sigues queriendo. Es un pobre chico. No sabe querer. Ensé ñ ale a querer. »

—Me pides demasiado, papá. No voy a poder.

«Sí vas a poder. Perdó nalos. Sé tú el padre de ese bebé. No dejes sola a Zoe. No la dejes abortar. Ayú dala, proté gela, quié rela. Tengan al niñ o. Vas a ser el hombre má s feliz del mundo. »

Ignacio se echa de espaldas en el pasto y llora mirando al cielo. No me dejes solo, papá, piensa.

Un momento despué s, todaví a tendido en el pasto al lado de la tumba de su padre, llama al celular de Zoe.

—¿ Ignacio? —contesta ella, con una voz herida y, al mismo tiempo, ilusionada.

Está en una tienda de lujo, comprando ropa para el bebé. No soportaba má s el hotel. Salió a pasear, a respirar aire fresco, a pensar en que tiene que prepararse para que el bebé se sienta amado, y por eso ha terminado en unos grandes almacenes, comprando muñ ecos y ropas para el bebé, reafirmando su convicció n de que, en cualquier caso, aun si Ignacio tambié n le da la espalda, nadie le sacará del vientre a su bebé y será la madre má s amorosa del mundo.

—¿ Qué haces? —pregunta é l, con la voz un poco quebrada por le emoció n.

—Comprando ropitas para el bebé. ¿ Y tú?

—Nada. Vine a ver a papá.

Hay un silencio que inquieta a Zoe.

—¿ Está s bien? —pregunta, preocupada.

—Sí. Todo bien. ¿ A qué hora estará s de vuelta en el hotel?

—Ya estoy terminando. En media hora puedo estar de regreso en el hotel.

—Ten tus cosas listas. Paso a recogerte en media hora. Quiero que vuelvas a la casa.

—¿ Está s seguro?

—Sí. Absolutamente.

Zoe se emociona.

—Te adoro, Ignacio. Tienes el corazó n má s grande del mundo. Sabí a que no me dejarí as sola.

—Yo tambié n te adoro. Nos vemos en media hora. Compra cosas lindas para el bebé.

Ignacio cuelga el celular y no puede evitar seguir llorando. Gracias, papá, piensa.

 

Sabe que es probablemente la decisió n má s importante de su vida. No duda, sin embargo. Al salir del cementerio y encender su camioneta, se siente reconfortado por la clara certeza de que hará lo que su padre esperarí a de é l, lo que un hombre bueno deberí a hacer en esa circunstancia inesperada, aunque le doliese en el alma y dejase media vida en el camino. Todaví a está dolido, desde luego, pero, sobreponié ndose a esa aflicció n, ha decidido apostar por el amor y dar una batalla sin reservas para que el bebé de su mujer pueda vivir. Acelerando por la autopista, el saco doblado en el asiento de atrá s, los ojos protegidos por unas gafas oscuras, puede avizorar los eventos futuros que sacudirá n su vida de un modo que nunca imaginó y, aunque se consuela pensando en que hará lo correcto y lo que dicta su corazó n, tiene miedo de no ser suficientemente fuerte y generoso para salir airoso de ese desafí o: el de amar a un hijo que no es suyo y es el fruto de una traició n a sus espaldas. No lo haré por Zoe, piensa. No lo haré por Gonzalo. No lo haré tampoco por el bebé, que sin duda merece vivir, a pesar de haber sido concebido en tan desgraciadas circunstancias. Lo haré por ti, papá. Lo haré porque eso es exactamente lo que tú harí as en mis zapatos. Lo haré para darte el regalo que tú merecí as y no alcancé a darte antes de que murieras. Lo haré para que tengas la felicidad de ser abuelo, dondequiera que esté s. Lo haré para que mamá pueda besar y abrazar a un nieto o una nieta, como ha soñ ado tanto tiempo. Lo haré por ustedes, que fueron unos padres ejemplares, pero por ti especialmente, que fuiste mi hé roe, mi inspiració n, y que todaví a vives acá, en mi corazó n.

 

Al llegar al hotel, deja las llaves de su camioneta en manos de un muchacho uniformado, que se encargará de aparcarlo en un lugar cercano, y, tras cruzar el vestí bulo a paso raudo, procurando alejar de su mente el recuerdo de la mañ ana reciente en que sorprendió a Gonzalo dirigié ndose a la habitació n de Zoe, sube a un ascensor y oprime el botó n del sé ptimo piso. No es exactamente amor lo que siente por su esposa: es pena, compasió n, lá stima, deseos de protegerla en tan contrariada circunstancia, un instinto casi paternal de cuidarla porque la sabe má s vulnerable que nunca. A pesar de que todaví a es formalmente su esposa, Ignacio siente que la quiere, en ese momento, del modo incondicional como podrí a querer a una hermana menor o a la hija que nunca tuvo ni seguramente tendrá. No sé si estoy enamorado de ella, pero eso no importa tanto en este momento, piensa. Quizá s nunca má s pueda amarla como la amaba cuando nos casamos. Aquel amor tal vez se extinguió y no volverá. Pero sé que quiero a Zoe má s que a nadie en todo el mundo y que harí a cualquier cosa para protegerla del dolor y la infelicidad. En ese sentido, la quiero: es mi sangre, parte de mi tribu, mi familia má s í ntima, mi compañ era en buenas y malas aventuras, y, aunque ella cayese en la comprensible debilidad de desear a otro hombre, que por desgracia era mi hermano, no puedo dejar de quererla, no podrí a odiarla por el resto de mis dí as, porque eso, lo sé, me harí a condenadamente infeliz, me rebajarí a al nivel de miseria moral en que ha caí do mi hermano y me harí a indigno de ser hijo de papá. No estoy enamorado de Zoe, pero la amo de la manera má s limpia y auté ntica: no espero nada a cambio, ni siquiera su lealtad, pues só lo me basta saberla contenta para sentirme suficientemente recompensado y feliz. Por eso me la llevaré a casa y la cuidaré como si fuera mi hija. Seré padre dos veces al mismo tiempo: de ella y de su bebé. Y sé que eso me hará feliz, porque ahora mismo me siento emocionado de só lo pensar que, a diferencia de mi hermano, el pobre tan mezquino y egoí sta, soy capaz de dar amor en las má s adversas circunstancias, y ese amor, que mis padres sembraron en mí y ahora me salva de la infelicidad, me traerá, lo sé, las má s grandes alegrí as de mi vida. Es, por eso, un acto de supervivencia y desesperado egoí smo el que estoy por llevar a cabo: la perdonaré y la seguiré amando porque só lo así podré ser feliz.

 

Quisiera sentirse menos nervioso cuando toca la puerta, pero sabe que no será fá cil y tiene miedo de perder el control, olvidar el plan que ha visto con tanta claridad en el cementerio y abandonarse a la ira y el rencor. Zoe abre la puerta, hace un esfuerzo por sonreí r, lo invita a pasar y dice:

—No sabes lo feliz que me hizo tu llamada.

Ignacio le da un beso en la mejilla, pasa a la habitació n, se quita los anteojos y, tratando de parecer aplomado, pregunta:

—¿ Compraste cosas bonitas?

—Lindas —se apresura en responder Zoe—. Está n en la maleta. ¿ Quieres verlas?

—No, ahora no —dice é l, con una sonrisa.

—¿ Quieres tomar algo? —pregunta ella.

Tiene el pelo mojado, pues acaba de ducharse, y lleva un vestido de flores estampadas, muy ligero y veraniego, y unas sandalias de cuero. Aunque parece vestida para un dí a feliz en la playa, está a punto de regresar a la casa en la que se sentí a tan condenadamente aburrida, con el hombre del que creí a estar harta y al que ahora se aferra como un aliado indispensable para cumplir su sueñ o de ser mamá. Ignacio es un á ngel, piensa. No puede odiarme. Quisiera, pero no puede. Le he dado buenas razones para odiarme, pero está acá, dispuesto a perdonarme y llevarme de regreso a casa. No me equivoqué al casarme con é l. Só lo Ignacio es capaz de esta grandeza de espí ritu. Una vez má s, me ha dado una lecció n. Por eso lo quiero tanto, a pesar de todo.

—No, gracias —dice é l—. ¿ Tienes todo listo?

—Lista para partir —sonrí e ella, nerviosamente—. Tengo el auto abajo en la cochera. ¿ Vamos juntos o cada uno maneja su auto?

—Mejor ven conmigo. Despué s mando a alguien del banco a recoger tu auto.

—Perfecto. Yo prefiero ir contigo.

Ignacio levanta el telé fono y llama al maletero, quien aparece sin demora, recoge las valijas, las deja sobre un carrito rodante y se retira con una generosa propina en el bolsillo.

—Mé telas en mi camioneta —le dice Ignacio, al darle el dinero—. Que tengan lista la cuenta. Bajamos en un minuto.

Luego cierra la puerta y sale al balcó n. A su lado, en silencio, Zoe se pregunta qué estará pensando ese hombre al que, sospecha, nunca llegará a conocer del todo, pues a menudo, como ahora, la sorprende revelando unos sentimientos que creí a inexistentes en é l. No sé si lo amo, piensa. Pero lo admiro y lo respeto má s que nunca. Y si me ayuda en este momento terrible de mi vida, me obligará a quererlo siempre, a perdonar sus maní as y sus caprichos, a ver sus cosas buenas y pasar por alto las otras, que tanto me molestaban pero que, debo aceptarlo, no podré cambiar porque ya son parte de é l y, por muy irritantes que me puedan resultar a veces, no llegan a ensombrecer sus grandes virtudes. No sé si te amo, Ignacio, pero amo a mi bebé, quiero darle vida y, si tú me ayudas en esta aventura, que me imagino será muy dolorosa para ti, te amaré má s de lo que nunca te he querido.

—Hay algo que quiero decirte, Zoe —dice é l, mirá ndola a los ojos, apoyado en la baranda del balcó n, de cara a la ciudad en la que se enamoraron tiempo atrá s.

—Si es algo malo, no me lo digas, por favor —se asusta ella—. Si has cambiado de opinió n, só lo abrá zame y á ndate tranquilo, que yo me las arreglaré para encontrarme un sitio donde vivir.



  

© helpiks.su При использовании или копировании материалов прямая ссылка на сайт обязательна.