Хелпикс

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Libros Tauro 22 страница



 

Gonzalo pinta furioso. Agobiado por un persistente dolor de cabeza, incapaz de relajarse, las manos tensas, vuelca su rabia y ansiedad sobre el lienzo, se venga de Zoe retratá ndola borrosamente como una mujerzuela loca y fea. No puede estar tranquilo, camina por su taller como un poseso, siente la boca reseca y bebe por eso mucha agua. Cuando tiene ganas de orinar, no va al bañ o: sale a la terraza y orina en la maceta de una planta bastante descuidada. Luego regresa al cuadro y sigue pintando, al tiempo que piensa en Zoe con amargura, lamentá ndose de haber caí do en lo que ahora ve como una trampa. No debí acostarme nunca con ella, se dice. Fui un imbé cil. Debí imaginar que ella podí a enamorarse, perder la cabeza, soñ ar con tener una familia conmigo, cobrarse la revancha de tantas infelicidades con Ignacio. Zoe no me quiere: odia a Ignacio y se venga de é l conmigo. Zoe no me quiere: quiere un hijo y yo soy un buen semental. Si está embarazada y se aferra tercamente a tener al bebé, estoy jodido. No voy a poder seguir pintando. Va a ser un escá ndalo tan devastador que tendré que largarme de esta ciudad, lejos, donde nadie pueda dar conmigo. Ignacio no me lo perdonarí a jamá s. Me destruirí a. ¡ No puede ser que esté embarazada! ¡ Tiene que ser un error! ¡ Có mo fui tan estú pido en meté rsela sin condó n! Nunca debí confiar en ella. Todas las mujeres son iguales. Eso me pasa por idiota.

 

Ignacio cierra los ojos y disfruta intensamente del masaje que esa mujer obesa le da en la espalda. En lugar de ir al banco, ha decidido obsequiarse una mañ ana de pequeñ os placeres corporales, acudiendo a un exclusivo club privado del que es socio, como todos los directores del banco. Luego de sudar en la sauna, darse unos bañ os de vapor y entonarse con un chorro de agua helada en la ducha españ ola, ha entrado al cuarto de masajes, donde, cubierto apenas por una toalla amarrada en la cintura, se ha echado sobre una colchoneta y, los ojos cerrados, el cuerpo laxo, ha esperado que las manos de la masajista recorran vigorosas su espalda. No habla con ella, no le gusta que le hagan preguntas: la mujer ya sabe que, cuando se ocupa de atender a Ignacio, debe hacerlo en riguroso silencio y esmerá ndose por masajearlo con má s fuerza de la que emplea habitualmente. Reaccionando a los dedos de esa mujer que se hunden como punzadas en su espalda y le producen una sensació n de dolor y placer a la vez, Ignacio ahoga un gemido y piensa que esos masajes pueden llegar a ser incluso má s placenteros que el sexo rutinario al que solí a entregarse con su esposa. Ahora la masajista retira la toalla y golpea con sus manos, de un modo acompasado, las nalgas de Ignacio, nalgas muy blancas y lampiñ as, nalgas de las que é l, secretamente, se siente orgulloso, pues cree que su trasero, siendo firme y sin vellos, puede verse atractivo. Mientras la masajista hunde sus dedos, suaviza la presió n, frota apenas con un extremo de sus manos, junta las nalgas como si las aplaudiera, Ignacio esboza una sonrisa vagamente perceptible, los ojos cerrados, el cuerpo en reposo, y piensa en otras manos recorriendo sus nalgas, y se deleita recordando que su mujer debe de estar recibiendo las flores que le envió, y dice para sí mismo: no la necesito para ser feliz, má s placer me da esta gorda masajista que Zoe en la cama, me ha hecho el favor de mi vida dejá ndome solo. Luego piensa: esta gorda es la mujer perfecta: no habla, no la veo, cobra barato y sabe dar placer. Ignacio sonrí e con una felicidad que atribuye por completo al hecho insó lito de sentirse libre, feliz, deliciosamente cí nico y orgulloso de sí mismo. He convertido una mañ ana de mierda en una mañ ana feliz, piensa. Mi vida está cambiando de una manera extrañ a y sorprendente. Lo mejor que ha hecho Zoe en todos estos añ os conmigo es dejarme. Ahora estoy solo y me siento condenadamente bien. Si esta gorda sigue trabajá ndome las nalgas con tanta destreza, la voy a nombrar directora del banco.

 

Han tocado la puerta. Zoe baja el volumen del televisor, se amarra una bata blanca que colgaba de la puerta del bañ o, comprueba mirá ndose en el espejo que en su cara está n marcadas toda la tristeza y la angustia de las ú ltimas horas, empieza a odiar ese hotel en el que pensó que serí a tan feliz y, descalza, desnuda bajo la bata blanca, abre la puerta. Frente a ella, un botones uniformado sonrí e, mostrá ndole la canasta de flores que le han enviado y dice:

—Son para usted, señ ora.

Zoe se queda sin aliento, pensando que Gonzalo se ha arrepentido por tantas cosas mezquinas que le dijo má s temprano. Qué lindo detalle, piensa, sonriendo. Es una manera de pedirme perdó n y decirme que me quiere despué s de todo. A lo mejor incluso le da un poquito de ilusió n que esté embarazada. No serí a tan terrible. Un bebé só lo puede traer cosas buenas.

—Muchas gracias —dice, y se emociona, se le humedecen los ojos—. Adelante, por favor. Dé jalas donde quieras.

—Permiso, señ ora.

El botones entra en la habitació n, deja la canasta de flores sobre una pequeñ a mesa redonda, al tiempo que Zoe saca un billete de su cartera y se lo entrega. El muchacho sonrí e, hace una pequeñ a reverencia y se retira en seguida. Nada mejor que un chico guapo trayé ndome flores de sorpresa del hombre que amo, piensa Zoe, y respira hondo, como si quisiera prolongar ese inesperado momento de felicidad. Luego advierte que, entre las flores, cuelga un pequeñ o sobre blanco. No tarda en retirarlo del arreglo, abrirlo y leer la tarjeta que ella está segura le ha escrito Gonzalo con amor. Se queda perpleja cuando lee: «Querida Zoe: ¡ Muchas felicidades! Cuenta conmigo para lo que quieras. Saludos a Gonzalo y un abrazo para ti con el cariñ o de siempre, Ignacio. »

—¡ No! —grita, dolida, sin poder creé rselo.

Luego se deja caer sobre la cama, la tarjeta todaví a en su mano derecha. No puede ser que Ignacio sepa todo, piensa. Ahora sí estoy jodida. ¡ Có mo se ha enterado de que estoy aquí! ¿ Por qué me manda flores? ¿ Sabe que estoy embarazada? ¿ Por qué le manda saludos a Gonzalo? ¿ Sabe que me he acostado con é l? ¿ Gonzalo me ha traicionado y se lo ha contado todo? Maldició n, esto no puede ser verdad. Estoy jodida. Ignacio me ha mandado estas flores no porque me quiera sino para decirme que está al tanto de todo y yo soy una cucaracha y é l un caballero tan distinguido. Esto no puede ser verdad, no me puede estar sucediendo a mí, tiene que ser una broma: ¡ esta pelí cula horrible no puede ser mi vida!

 

Zoe estira el brazo, cierra los ojos y siente el hincó n de la aguja penetrando en su piel.

—No se ponga tensa —le dice la enfermera, pero ella no puede evitarlo, se enoja y dice:

—Há galo rá pido y no me dé consejos.

La enfermera le saca una muestra de sangre en pocos segundos y retira la aguja. Zoe entreabre los ojos, comprueba que el tubo de plá stico de la jeringuilla está lleno de su sangre, siente un mareo y dice:

—¿ Me tení a que sacar tanta sangre?

—Es la cantidad usual, señ ora —responde secamente la enfermera.

Zoe se levanta de la silla reclinable, sobreponié ndose a la sensació n de debilidad, y pregunta:

—¿ A qué hora estará n listos los resultados?

—Venga por la tarde —dice la enfermera, mientras adhiere un papel con el nombre de Zoe en el frasco que contiene su sangre.

 

Al salir de la clí nica privada, Zoe toma un taxi y pide al conductor que la lleve al parque má s grande de la ciudad. El dí a está fresco y soleado. No le apetece volver al hotel, encerrarse en su habitació n, leer una vez má s la tarjeta de Ignacio. Podrí a estar conduciendo su automó vil, pero lo ha dejado en el parqueo del hotel porque se siente dé bil y mareada. Baja la ventanilla, aspira el aire algo enrarecido por los humos del trá fico, echa de menos la calma bucó lica de su casa y decide que comerá algo en el parque, pues no ha desayunado y ya le suena el estó mago de hambre. Llegando al parque, paga al conductor, desciende del vehí culo y camina con la lentitud de una persona que parecerí a estar reponié ndose de una grave enfermedad. Pá lida, ojerosa, fatigada, vistiendo un abrigo negro que la cubre hasta las rodillas, camina hasta llegar a un café frente al estanque, se sienta a una mesa circular, de color rojo, y, tan pronto como se acerca el camarero, le pide un pan con queso y un café con leche. Tengo un bebé en mi barriga, piensa. Estoy segura. Me siento rarí sima. No puede ser otra cosa: estoy embarazada. Supongo que tendré que abortar. No puedo tener un hijo con Gonzalo. Está claro que é l no lo quiere. Serí a un escá ndalo. No creo que pueda soportarlo. Pero ¿ seré capaz de abortar? Toda mi vida he querido tener hijos. Me he pasado añ os tratando de quedar embarazada de Ignacio. Nunca pudimos. Y ahora que, por desgracia, podrí a tener un bebé, ¿ lo voy a dejar ir, só lo por miedo? Lo sensato serí a abortar, pero no sé si podré hacerlo. Si no me queda má s remedio que tenerlo, ¿ qué voy a hacer? Me tendrí a que ir lejos, a la ciudad de mis padres, quizá s incluso a vivir con ellos, y apartarme para siempre de Ignacio y Gonzalo. Tendrí a que recomenzar mi vida. No podrí a quedarme acá. Ignacio me harí a la vida imposible. No tolerarí a la humillació n de saberse engañ ado por su hermano. Su madre serí a capaz de matarme con sus propias manos. No podrí a aguantarlo: serí a demasiado. Un bebé deberí a traer alegrí a y amor al mundo, y este bebé, si estoy embarazada, só lo vendrí a con problemas y angustias para todos. Por eso no puedo tenerlo. Por eso no puedo estar embarazada. Dios quiera que sea só lo una sugestió n mí a y que en la tarde me digan que no lo estoy. Serí a la mujer má s feliz del mundo. Tomarí a un avió n, me irí a a casa de mis padres y dormirí a una semana entera. Pero ¿ y si estoy embarazada? No puedo sino hacer una cosa: abortar sin decí rselo a nadie y vivir con esa pena el resto de mis dí as.

 

Mientras come sin prisa el pan con queso que le han servido en un plato descartable y espera a que se enfrí e su café, sigue con la mirada a unos niñ os que, cerca de sus madres, arrojan pedazos de pan a una bandada de palomas reunidas alrededor de ellos. Yo podrí a ser una de esas madres en unos añ os, piensa. Parecen felices. No se ocupan de otra cosa que cuidar a sus niñ os. No les interesa tanto verse guapas, ir al gimnasio, estar a la moda. Visten lo primero que encuentran a mano. Viven para ellos, para sus hijos, y son felices en la medida en que los saben felices a ellos. Quizá s me harí a bien tener este bebé. Dejarí a de ser tan egoí sta. No pensarí a tanto en mí. Por egoí sta, por buscar tenerlo todo, por soñ ar con el amante perfecto, rompí mi matrimonio y me enrollé con otro egoí sta aú n peor que yo, el cretino de Gonzalo, que nunca tendrá los pantalones para crecer, madurar, dejar de ser el bohemio incorregible y atreverse a compartir su vida con alguien. Quié n sabe: en unos añ os, vendré con mi hijo a jugar a este parque y me sentaré acá mismo y seré feliz vié ndolo tirarles panes a las palomas y no importa quié n sea el padre, cuá nto me odien Ignacio y Gonzalo, só lo importará saber que ese niñ o o esa niñ a vive, sonrí e, es feliz en ese instante que puedo imaginar bien. No abortaré. Tendré a mi bebé, aunque deba enfrentarme al mundo entero. Nadie me lo arrancará. Serí a una cobardí a dejarlo ir só lo porque es má s có modo estar sola y borrar los errores que he cometido. Pero dos errores no hacen un acierto: si fue un error acostarme con Gonzalo, serí a otro aú n peor castigar a una criatura inocente, que se aferra a mí, que no tiene la culpa de nada. Si me confirman que estoy embarazada, no abortaré. Lo tendré, aunque pierda media vida, aunque termine pobre y miserable, paseando todos los dí as en este parque. Peor serí a vivir el resto de mis dí as con la vergü enza de haber matado a mi hijo, al hijo que siempre soñ é tener y que me llegó cuando menos lo esperaba. Eso me harí a má s miserable y arruinarí a mi vida. Ya lo tengo claro: no abortaré. Jó dete, Gonzalo. Jó dete, Ignacio. Soy má s fuerte que ustedes dos y les daré una lecció n, par de niñ os engreí dos.

 

Despué s de pagar la cuenta, Zoe camina por las sendas empedradas del parque. Ya se siente mejor. De pronto, se sorprende haciendo algo que no podrí a haber imaginado cuando era la señ ora casada de la mansió n en los suburbios: ve un jardí n tranquilo y soleado, en medio de ese gran parque, se quita el abrigo negro, lo extiende a la sombra de un á rbol, y se echa sobre el cé sped, la cabeza apoyada en su abrigo. La certeza de que no abortará parece haberle dado una profunda serenidad, una quietud de la que ahora disfruta cerrando los ojos, acurrucá ndose y entregá ndose al sueñ o que la noche le ha robado. En ese parque que no visitaba hací a añ os, Zoe duerme. Alguien que la mirase al pasar podrí a pensar que esa mujer carece de una cama donde dormir. Nadie sospecharí a que es la esposa del banquero má s poderoso de la ciudad.

Cuando despierta, unas horas despué s, mira su reloj y se sorprende de haber dormido tanto en esa esquina sosegada del parque. Mete sus manos en los bolsillos y comprueba, aliviada, que no le han robado nada. Luego se apresura en caminar, tomar un taxi y regresar al consultorio. No se altera cuando le confirman que está embarazada. Lo toma como una buena noticia. Sonrí e incluso al salir de la clí nica. Mira al cielo despejado y agradece a Dios. Todo va a estar bien, piensa, acariciando su barriga.

 

Tengo que decirle a Gonzalo la verdad, piensa Zoe, nadando en la piscina temperada del hotel, ya de noche. Se ha puesto un bañ ador negro de una pieza y arrojado al agua con la esperanza de hallar allí un momento de sosiego. Desde que regresó al hotel, encerrada en su habitació n, incapaz de pensar en otra cosa que no sea el bebé que lleva dentro, ha pasado violentamente de un estado de á nimo a otro, de la ilusió n al miedo, del pesimismo a la alegrí a, de la rabia por sentirse engañ ada a la resignació n de aceptar que las cosas no son como quisié ramos que fuesen sino, a duras penas, como la realidad nos las impone. Dando brazadas largas y armoniosas, moviendo los pies para avanzar má s rá pidamente, girando la cabeza y sacando la boca fuera del agua para tomar una bocanada de aire cada cuatro brazadas, Zoe nada a solas por esa piscina cuyas aguas climatizadas se mantienen convenientemente tibias. Tengo que decirle a Gonzalo que estoy embarazada, que no es una sospecha paranoica mí a sino un hecho confirmado y que, auque le moleste, voy a ser madre de este bebé. Es má s, tengo que decirle que tendré a este bebé incluso si é l se niega a reconocerlo: en ese caso, llevará mi apellido y guardaré en secreto para siempre que Gonzalo es su padre. Pero no abortaré. No puedo. No me lo perdonarí a jamá s. A Ignacio le mentiré. Le diré que tuve una aventura con un hombre que no conoce, un hombre al que no volveré a ver, y que de esa aventura nació mi bebé. No me importa có mo lo tome, si me cree o no, tampoco si me manda a la mierda y no me quiere ver má s: no estaré sola, tendré a mi bebé y me sentiré, despué s de todo, acompañ ada por é l y segura de que, al darle vida, al no ceder al impulso má s fá cil, el de la cobardí a y el egoí smo, le di, por fin, un sentido a mi existencia, que hasta entonces fue tan frí vola y placentera. Está claro: le diré a Gonzalo la verdad, aunque me odie por eso, y se la diré cuanto antes.

Zoe sale de la piscina, se seca vigorosamente, agita su pelo con las manos, se enfunda en una bata, calza las pantuflas del hotel y regresa a su habitació n. Ya en el bañ o, se mira la barriga en el espejo y, al notarla ligeramente hinchada, se maravilla de pensar que allí adentro hay un pedacito de vida, un diminuto corazó n latiendo, la promesa de una existencia que depende por completo de ella. Luego se viste de prisa sin cuidar demasiado su apariencia, mete cuatro cosas en una cartera negra y, todaví a con el pelo mojado, sin maquillarse el rostro, se dirige a la casa de Gonzalo. No quiere conducir su auto, prefiere tomar un taxi y liberarse así de la tensió n de manejar a esa hora en que usualmente no ha cedido aú n la congestió n vehicular. Durante el trayecto, agradece que el taxista no insista en hablarle y, las manos entrelazadas sobre la barriga, se aferra a una idea simple y segura: é ste es mi bebé y nadie me lo va a quitar y el que se oponga a darle vida se puede ir directamente a la mierda.

Media hora má s tarde, duda: de pie frente a la casa de Gonzalo, no sabe si tocar el timbre o volver en silencio sobre sus pasos, evitá ndose un momento que, con seguridad, será tenso y difí cil. No seas cobarde, piensa. La vida de este bebé depende enteramente de que seas valiente. Toca el timbre y dile la verdad. Si Gonzalo no puede darle la cara, es problema suyo, pero tú no te escondas.

Zoe mira al cielo como si quisiera pedir ayuda y toca el timbre. Que pase lo que tenga que pasar, piensa, resignada. Pero mejor hazte a la idea de que Gonzalo reaccionará de la peor manera y saldrá s de acá con la convicció n de que tu bebé nacerá a solas contra el mundo y no sabrá nunca quié n es su padre. Zoe vuelve a tocar el timbre. No hay respuesta. Mira su reloj: son casi las ocho de la noche. Piensa: despué s de la mañ ana brutal que tuvo conmigo, sabe Dios dó nde estará Gonzalo, en qué bar andará bebiendo, furioso. Zoe toca el timbre por ú ltima vez y, cuando está a punto de marcharse, ve la silueta de un hombre que, desde aquella habitació n en penumbras, se asoma a la ventana y la mira sin moverse un rato. Es Gonzalo, sin duda, piensa ella. Pero el hombre, de pie, inmó vil, la mira y ella le hace adió s con una mano y é l no contesta y entonces ella siente un ramalazo de miedo y decide subir al taxi que la espera con el motor apagado cuando oye una voz familiar que le dice por el intercomunicador:

—Pasa.

En seguida suena un timbre metá lico que abre la puerta de calle. Zoe le hace señ as al taxista confirmá ndole que debe esperarla. Presume que será una visita corta y violenta, de la que saldrá má s bien pronto; una visita que podrí a ser la ú ltima, si Gonzalo se niega a aceptar a ese bebé como su hijo. Sube una escalera y aguarda a que le abran la puerta de la casa. Tiembla. Tiene las manos sudorosas. Tiene miedo. No comprende todaví a có mo ha hecho para terminar así, tan sola y vulnerable, expuesta a un desaire má s, ella que era antes, no hace mucho, una mujer que podí a jactarse de tener una vida confortable, predecible y bajo control.

—Pasa —le dice Gonzalo, abriendo la puerta.

Está en ropa de dormir. Tiene cara de dormido, el pelo revuelto, los ojos hinchados. Huele a sudor. Lleva los pies descalzos y una pijama vieja de color celeste. En pijama se parece a mi marido, piensa Zoe.

—Te he despertado, lo siento —dice ella.

—No te preocupes —dice é l, y cierra la puerta—. ¿ Quieres tomar algo?

Ella respira má s tranquila al sentir que é l le habla con una voz cariñ osa.

—No, gracias —contesta—. Así está bien.

Caminan hacia los sillones de cuero, é l enciende una lá mpara, se sientan, é l bosteza estirá ndose, ella mira la cama revuelta de ese hombre que ahora siente amable pero distante, se miran a los ojos en silencio, como si supieran extrañ amente que lo mejor entre los dos será n ahora los recuerdos.

—Cué ntame —dice é l.

Ella quiere contá rselo pero no se atreve. É l tampoco se atreve a insistir. Sospecha, al verla tan seria, que no trae buenas noticias y por eso calla.

—Dime —insiste, tras un silencio que se torna opresivo.

—No sé có mo decí rtelo —baja ella la mirada, avergonzada.

—Dí melo. No pasa nada. Todo está bien.

—¿ Seguro que todo está bien? —pregunta ella, dejá ndose llevar por la ilusió n de que, al final, é l demostrará su nobleza, aceptará al bebé y no la dejará sola.

—Seguro. Dime.

—Me vas a odiar, Gonzalo —se quiebra un poco ella, mirá ndolo a los ojos.

—No podrí a odiarte nunca —dice é l secamente.

—Estoy embarazada —confiesa, por fin—. Me hice el examen de sangre. Me dieron los resultados esta tarde.

Gonzalo calla unos segundos que ella siente eternos, brutales, injustos y finalmente balbucea con una frialdad que lastima a Zoe:

—Te felicito. Por fin conseguiste lo que has buscado tantos añ os.

Zoe siente rabia y ganas de llorar, pero se controla y dice:

—No me felicites. Es un accidente terrible. No sé qué hacer.

—¿ De verdad no sabes qué hacer?

—No sé. Estoy muy confundida. Ayú dame, por favor, Gonzalo.

Zoe se acerca a é l y lo abraza, pero é l no corresponde el abrazo y ella se separa en seguida, abochornada de haberse mostrado tan dé bil.

—Yo tengo muy claro lo que tienes que hacer —dice é l.

—¿ Qué? —pregunta ella, temerosa.

—Abortar —responde é l, con absoluta seguridad.

Zoe siente un dolor fí sico en el vientre, como si la hubieran golpeado, apaleado.

—No puedo —dice dé bilmente, bajando la mirada—. No puedo abortar.

—No puedes tener un hijo conmigo —habla Gonzalo con una frialdad que ella no conocí a y le asusta—. Yo no quiero ser padre. No tienes derecho a obligarme a ser padre.

—No te obligaré. Si no quieres ser padre, no lo será s. Pero mi hijo va a nacer. No lo puedo matar. Me sentirí a una mujer asquerosa. Terminarí a suicidá ndome.

—¿ Está s segura de que yo soy el padre?

—Claro —dice ella, sin enfadarse—. Por eso estoy acá.

—Pero has seguido haciendo el amor con Ignacio. ¿ No podrí a ser Ignacio el padre?

—Sí, teó ricamente, sí, pero tú y yo sabemos que Ignacio no puede tener hijos.

—¿ Y si de pronto algo increí ble ha ocurrido y no soy yo sino Ignacio quien te ha embarazado? ¿ Admites que esa posibilidad existe?

—Yo estoy segura de que tú eres el padre, Gonzalo. No te engañ es.

—Estoy tratando de encontrar una salida. Escú chame bien, no seas tonta, no dejes de pensar porque está s con las hormonas alteradas.

Zoe lo mira a los ojos y cree estar segura de que ese hombre no la quiere, nunca la quiso.

—Yo no quiero ser padre —prosigue Gonzalo—. Tú quieres ser mamá. Ignacio ha hecho el amor contigo recientemente y, si cree tanto que Dios hace milagros, podrí a ser el padre. Ignacio no sabe que tú y yo nos hemos acostado. Yo só lo veo dos opciones razonables, Zoe: una es abortar y eliminar el problema; la otra es decirle a Ignacio que está s embarazada, que é l es el padre y que vas a tener al bebé y hacerle creer toda la vida que é l es el padre, lo que puede ser cierto, y negarte a cualquier examen que pueda poner en peligro esa certeza, y confiar en que el bebé se parezca má s a é l que a mí.

Zoe permanece en silencio, asustada. No sabí a que Gonzalo podí a ser má s cí nico que su hermano, piensa. Yo pensé que era un artista romá ntico, un idealista. Ahora veo que, en el fondo, son bien parecidos: cuando les tocan sus intereses, reaccionan como bestias sin escrú pulos y hacen lo que sea necesario para salir airosos del desafí o.

—No hay má s alternativas —continú a é l—. Yo no voy a ser padre de ese bebé. No me puedes obligar. Serí a una inmoralidad. Tú tienes todo el derecho del mundo a ser madre, pero no a forzarme a ser padre.

Ya eres padre, Gonzalo. Esta criatura ya vive.

—No digas necedades, por favor —se enoja é l, pero luego hace un esfuerzo por calmarse—. No soy padre. El bebé no ha nacido. Acá só lo estamos vivos tú y yo, y tal vez mis plantas de la terraza. Nadie má s.

De nuevo, Zoe siente como si é l le hubiera dado una patada en la barriga. Se encoge un poco, baja la mirada y calla.

—¿ Quieres ser mamá?

—Sí.

—Entonces dile a Ignacio que é l es el papá y asunto resuelto.

—¿ No te da pena?

—No. Serí a un alivio.

—¡ Pero es tu hijo, Gonzalo! ¡ Ignacio no puede tener hijos!

—Me da igual. No quiero hijos. Con nadie. No es nada personal contigo, Zoe. No quiero hijos. Punto. No voy a cambiar de opinió n.

Eres un cobarde, piensa ella, pero no lo dice.

—Ignacio no me va a creer.

—¿ Por qué? ¿ Le has dicho algo de lo nuestro?

—No.

—¿ Sabe por qué te fuiste de tu casa?

—No. No he hablado con é l.

—Entonces no es tan difí cil convencerlo. Dile que te fuiste porque no te vení a la regla, estabas muy nerviosa, querí as asegurarte de que estabas embarazada, no sabí as có mo reaccionar. Mié ntele bien. Dile que ha ocurrido un milagro, que Dios les ha concedido el sueñ o de tener un hijo. Ignacio es má s tonto de lo que crees. No tiene idea de lo nuestro. Mié ntele y te va a creer.

Ignacio lo sabe todo, piensa ella, recordando las flores que le llegaron al hotel, la tarjeta con saludos para Gonzalo. Pero no dice nada porque cree que, a esas alturas, serí a peor.

—Quizá s tengas razó n —dice ella.

Gonzalo no dice nada, cruza las piernas, se mantiene firme e imperturbable.

—Pero lo mejor sin duda serí a que abortaras —dice é l.

—¡ No puedo, Gonzalo! —dice ella, desesperada—. ¡ No insistas, por favor!

—Claro que puedes, Zoe. Si pudiste acostarte conmigo, tambié n puedes ir a un ginecó logo y sacarte al bebé. No me jodas.

—No me voy a sacar al bebé —responde ella, con firmeza. Nadie me lo va a sacar. Es mí o y lo voy a tener. No te necesito, Gonzalo. Si no quieres ser padre, te entiendo y me da pena y no te voy a obligar. Pero nadie me va a sacar a mi bebé.

—Entonces, que Ignacio sea el padre.

—¡ No puedo mentirle!

—¡ Claro que puedes!

—¡ No puedo mentirle al bebé! ¡ Ignacio no es el padre! ¡ Có mo le voy a mentir!

—¡ No me jodas, Zoe! —se pone de pie Gonzalo, que ahora ha perdido la calma—. Si lo que quieres es tener a ese jodido bebé, la ú nica salida sensata es volver con Ignacio y decirle que ha ocurrido un milagro y é l es el padre. ¿ No te das cuenta? ¿ Tan tonta eres, por Dios?

Zoe tambié n se pone de pie, busca nerviosamente su cartera, sabe que debe marcharse. Está llorando. Le ha dolido en el alma que Gonzalo se refiriera con tanto desprecio al «jodido bebé ».

—No puedo seguir —musita, llorando—. Esto me hace mucho dañ o. Me voy.



  

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