Хелпикс

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Libros Tauro 21 страница



Al escucharla, Ignacio piensa: si Zoe se ha acostado con otro hombre, no creo que pueda perdonarla jamá s; y si se ha acostado con mi hermano, la despreciaré el resto de mis dí as. No soy tan generoso como tú, mamá.

—¿ Tú alguna vez estuviste con otro hombre, ya estando casada con papá?

Doñ a Cristina se lleva una mano al pecho, ahogando una risotada:

—¡ Qué pregunta me haces, amor! —se sorprende.

—No tienes que contestarla —dice Ignacio, sonriendo.

—Nunca engañ é a tu padre —dice doñ a Cristina, muy seria—. Fue el ú nico hombre de mi vida, aunque parezca mentira. Por supuesto, hubo otros hombres que me gustaron, incluso algunos que me tentaron, pero nunca caí en la tentació n de tirar una canita al aire.

—Admirable.

—No sé si admirable, porque alguna vez estuve muy tentada de darme una escapadita con alguien que me perseguí a como un loco, pero, a la hora de la verdad, no me atreví. Siempre fui fiel a tu padre, pero no tanto por virtuosa sino má s bien por cobarde.

Rí en. Ignacio se alegra de haber llamado a su madre. Con ella puedo conversar, a diferencia de Zoe, que siempre está crispada, hacié ndome reproches, piensa.

—¿ Tú has sido fiel con Zoe todos estos añ os de casados?

La pregunta sorprende a Ignacio, quien, antes de contestar, medita en silencio unos segundos, los suficientes como para que su madre reconozca, en esa duda, la sombra de la culpa.

—Sí —dice é l.

Se hace un silencio. Doñ a Cristina no sabe si callar, cambiar de tema, subir el volumen del televisor o seguir hablando con su hijo de estas cosas que, sospecha, lo tienen así, lastimado y con el á nimo bajo.

—Todaví a la quieres, ¿ no? —pregunta, arriesgá ndose, porque siente que Ignacio necesita desahogarse con ella hablando de esos asuntos í ntimos.

—Sí, la quiero. Pero digamos que estoy muy dolido y no sé si la quiero tanto como antes.

—¿ Por qué? —no puede evitar doñ a Cristina la pregunta.

Ignacio mueve la cabeza en silencio, luego dice:

—Prefiero no contarte nada.

Ella lo mira a los ojos:

—¿ Está viendo a otro hombre?

—Cambiemos de tema, mamá. No quiero hablar de eso. Ignacio le da la espalda a su madre y se abraza a la almohada. No puede evitarlo: llora en silencio, un llanto que su madre no percibe desde la penumbra de la mecedora.

—Lo siento —dice ella.

No sabe qué má s decir. Pero piensa: muchachita del demonio, ¿ qué te habrá s creí do para hacerle esto a mi hijo? A mi esposo le perdoné que me engañ ara con otra, pero si tú está s ponié ndole cuernos a mi hijo, no te voy a perdonar jamá s.

—Sé fuerte, mi amor. Todo va a estar bien.

—Seguro, mamá. Todo va a estar bien.

Ella se echa en la cama, le acaricia la cabeza, le da un beso en la mejilla y le dice:

—Tu padre estará tan orgulloso de ti. Eres tan grande y noble como é l.

Ignacio sonrí e.

—¿ Te quedarí as a dormir, mamá?

—Claro, mi amor. Tú sabes que no hay nadie en el mundo a quien quiera má s que a ti.

—¿ Ni siquiera a Gonzalo? —pregunta é l, con una sonrisa.

—Ni siquiera a Gonzalo —rí e ella, mientras lo abraza.

 

En el ascensor, sola, abrigada con una chaqueta impermeable, Zoe se estremece levemente de miedo. Es tarde, pero no puede dormir. Necesita caminar. Despué s de que Gonzalo se marchase con cierta brusquedad del hotel, ella se ha sentido triste y vací a, arrepentida de haberlo llamado, todaví a con ná useas, devastada por esa preocupació n que no cesa, la de recordar que lleva má s de una semana atrasada en su perí odo menstrual. Aunque, en un momento de debilidad, ha estado a punto de llamar a su esposo, ha preferido quedarse sola en la habitació n, en silencio, sin hablar con nadie, cambiando los canales del televisor, sintié ndose extrañ a, presa de una inquietud y un persistente malestar que no logra explicarse. Si bien está orgullosa de haberse marchado de su casa, de pronto se ha sentido abrumada por el miedo, miedo a estar embarazada, miedo a perder el rumbo, a quedarse sola y humillada, a que Ignacio la odie para siempre y Gonzalo no quiera verla má s, miedo en fin a alejarse de tantas cosas buenas a las que estaba acostumbrada y que ahora, desde la precariedad en que se percibe a sí misma, cree inciertas. Zoe sale del ascensor, cruza el vestí bulo del hotel, saluda con una sonrisa al hombre uniformado que le abre la puerta y, ya en la calle, siente el frí o raspando sus mejillas. De inmediato, llama a un taxi, sube al vehí culo y le pide al conductor que la lleve a la farmacia má s cercana.

—¿ Se siente mal? —pregunta el hombre regordete al timó n del automó vil, mientras conduce, y Zoe le dirige una mirada distante, pues juzga impertinente la pregunta.

—No es nada —contesta—. Una pequeñ ez.

Desde el asiento trasero, Zoe observa las luces de neó n que resplandecen en los comercios todaví a abiertos, las marquesinas de los cines y teatros, las tumultuosas fachadas de bares y café s de moda, el pulso agitado de la noche que discurre lenta, ajena, ante sus ojos, al otro lado del cristal del automó vil. A esta hora, estarí a en mi cama con Ignacio, los dos en pijama, viendo las noticias en la tele, piensa, y se estremece otra vez, y cruza los brazos como si quisiera abrigarse con ellos. ¿ Qué estará haciendo Ignacio? ¿ Me estará extrañ ando? ¿ Habrá llamado a mis padres? ¿ Se habrá preparado solo la cena o habrá salido a comer algo en la calle? ¿ Me odiará? ¿ Me estará buscando? ¿ Estará feliz porque por fin podrá dormir solo? ¿ Se sentirá aliviado porque me marché y tomé la decisió n que é l no se habrí a atrevido a tomar? ¿ Estará en pijama viendo las noticias y pensando en mí o habrá salido a bailar con una chica guapa para olvidarme? Pase lo que pase, hice bien en irme de casa. Aunque me sienta así, golpeada, asustada, herida en mi orgullo, al menos siento algo, siento, estoy viva, no como aquellas noches eternas en casa, cuando no sentí a nada y era una muerta en vida.

—Allí tiene la farmacia —le indica el conductor, señ alando una pequeñ a puerta, iluminada por una cruz verde—. Abierta toda la noche.

—¿ Me espera, por favor?

—Será un placer, señ ora. Todo el tiempo que usted quiera.

Zoe baja del auto, camina unos pasos por la vereda, teniendo cuidado de no pisar algunos excrementos que los perros han dejado tras sus paseos nocturnos, y entra en la farmacia. Una señ ora algo mayor, de anteojos y pelo canoso, con las mejillas regordetas, la saluda de inmediato y le pregunta en qué puede servirle. Está viendo la televisió n, una teleserie de moda, y apenas si se distrae para mirar fugazmente a Zoe y hacerle la pregunta de rigor:

—¿ La puedo ayudar en algo?

Zoe se acerca a ella, aliviada de que no la acompañ en otros clientes en la farmacia, y dice en voz muy baja:

—Quiero hacerme la prueba de embarazo.

—No la oigo —se queja la mujer, al otro lado del mostrador, la mirada fija en el televisor.

Có mo me vas a oí r, si tienes la tele a todo volumen, vieja estreñ ida, piensa Zoe, pero se esmera en sonreí r y dice de nuevo, levantando la voz:

—El test de embarazo, por favor.

La mujer la mira por encima de los cristales de sus anteojos, al tiempo que pregunta:

—¿ Cuá ntos dí as lleva atrasada?

—Ocho, quizá s nueve —responde Zoe.

—Está bien —dice la mujer—. Porque antes de una semana, a veces se equivocan. ¿ Qué marca quiere?

—No sé. La mejor. La má s cara.

La señ ora de la farmacia le alcanza una pequeñ a caja, pero Zoe cambia de opinió n:

—Me llevo todas las marcas, una prueba de cada una.

—Con una basta —discrepa la mujer—. ¿ Quiere todas, me dice?

—Todas, sí —responde Zoe con firmeza.

Despué s de pagar, regresa al taxi con una pequeñ a vasija de plá stico y le dice al conductor que la lleve de regreso al hotel. Todaví a no puede creer que, en una farmacia cualquiera, tarde en la noche, haya pronunciado esas palabras: «Quiero hacerme la prueba de embarazo. » Le parece, por un momento, estar fuera de la realidad, pero luego atribuye esa percepció n al cansancio y a los mareos que la han agobiado en las ú ltimas horas. Llegando al hotel, se apresura en volver a la habitació n, escondiendo la bolsita de plá stico dentro de su chaqueta. Nada má s entrar a la habitació n, cierra la puerta con llave, se despoja de la casaca y lee las instrucciones de las pruebas rá pidas que ha comprado en la farmacia. Curiosamente, antes de entrar al bañ o a hacerse las pruebas, queda en calzó n y sosté n y, mirá ndose al espejo, se sorprende al cerrar los ojos y rezar: «Dios, que sea lo que tú quieras. Si estoy embarazada, lo tendré de todas maneras. » Luego entra en el bañ o, orina con cuidado en una pequeñ a taza de plá stico, introduce la tarjeta y espera con creciente desasosiego el resultado, que no tarda má s de un par de minutos en aparecer con nitidez: positivo.

Zoe tira la tarjeta al piso, se mira en el espejo, se lleva las manos a la cabeza y estalla en una risotada nerviosa.

 

Son las nueve y veinte de la mañ ana. Ignacio ha acudido a un desayuno de negocios en el mejor hotel de la ciudad.

No ha dormido bien, esconde unas ojeras pronunciadas tras las gafas oscuras, siente que necesita un golpe de cafeí na para sacudirse del cansancio y por eso le pide al camarero un café con leche. Como de costumbre, ha llegado puntualmente a su cita, las nueve clavadas, vistiendo un traje impecable que é l mismo, el dí a anterior, ha recogido de la lavanderí a. Ignacio escucha a dos amigos banqueros, sentados a la mesa con é l, quienes, al tiempo que lo animan con vehemencia a invertir su dinero en un proyecto que está n desarrollando, comen huevos revueltos y gesticulan con un é nfasis que a Ignacio le parece excesivo y que no hace sino multiplicar su desconfianza hacia ellos. Hablan mucho, piensa. Está n demasiado seguros, se creen muy listos, se creen invencibles: no me inspiran confianza. De pronto, desde la cafeterí a, desví a la mirada hacia el vestí bulo principal de ese hotel de lujo y ve, sorprendido, que su hermano Gonzalo cruza con paso presuroso el saló n de recibo y se dirige a los ascensores. Luego se detiene, presiona el botó n y espera a que se abra un ascensor. Desde esa posició n, no alcanza a ver a Ignacio, quien, fingiendo interesarse en la conversació n, mantiene fija la mirada má s allá, donde su hermano, las manos en los bolsillos, la ropa descuidada de siempre, los anteojos oscuros con los que oculta la cara trasnochada, espera a que se abra el ascensor que lo llevará a un encuentro que ahora Ignacio puede imaginar bien: ¿ qué diablos hace Gonzalo tan temprano en este hotel, sino visitando a mi mujer, que debe de estar alojada acá? Aunque lo invade una rabia profunda y só lo tiene ganas de ponerse de pie y seguirlo para confirmar sus peores sospechas, permanece sentado, imperturbable a los ojos de sus amigos, y sigue con la mirada los nú meros rojos que se marcan en el pequeñ o tablero electró nico sobre el ascensor, indicando los pisos por los que va subiendo, hasta que cree ver que el ascensor al que subió su hermano se ha detenido en el piso siete.

Los banqueros entusiastas continú an hablando y comiendo con una vehemencia que Ignacio encuentra de mal gusto y, aunque é l simula que la propuesta le interesa, tiene ya muy claro que no pondrá un centavo en ese proyecto que esos señ ores intentan explicarle, como tambié n tiene muy claro que intentará zafarse, tan pronto como sea posible, de ese desayuno que ya le resulta un estorbo. Por eso pide excusas para ir al bañ o, se levanta de la mesa y se dirige a los servicios higié nicos del hotel, la cabeza atormentada por esa imagen que acaba de asaltarlo: la de su hermano subiendo al ascensor para ver a alguien que, piensa é l, só lo puede ser Zoe. Entonces, en lugar de entrar en el bañ o, se detiene en la recepció n y, del modo má s amable que puede, pregunta en qué habitació n está alojada Zoe, su esposa, y miente al añ adir que ella lo espera, y al mentir hace un gesto coqueto, como si tuvieran una cita de amor.

—Su esposa no figura en nuestra lista de hué spedes —le informa una mujer joven, uniformada en un traje azul, mientras sonrí e con aplomo profesional.

Ignacio repara entonces en que ha dado el apellido de casada y, muy probablemente, Zoe, si está alojada allí, se ha registrado con su apellido de soltera. En seguida dice el apellido con el que conoció a la mujer que ahora es su esposa y la señ orita de recepció n consulta de nuevo en el ordenador. Tras una breve pausa, dice:

—Sí, está acá. ¿ Le comunico?

El á nimo de Ignacio salta entonces de la rabia a la sorpresa y a la incredulidad: es una coincidencia cruel, piensa, que estos estú pidos me invitasen a tomar desayuno esta mañ ana en este lugar a la misma hora en que mi esposa se encuentra en una habitació n de este hotel con su amante, mi hermano menor. La vida es una puta mierda, piensa, mientras le sonrí e a la chica y le dice:

—No, gracias. Quiero darle una sorpresa. ¿ En qué habitació n está?

—Me va a disculpar, señ or, pero por seguridad no podemos decirle el nú mero de habitació n. Si quiere, lo comunico.

—Comprendo —mantiene la calma Ignacio—. Yo sé que está en el piso siete, no se preocupe. Ella me espera. Llevamos diez añ os casados y hacemos estas travesuras para escapar de la rutina, ¿ comprende?

La mujer se enternece y sonrí e con aire de complicidad.

—Ya me voy a acordar —prosigue Ignacio—. Ella me dijo el nú mero, pero lo he olvidado. Recuerdo que era el piso siete. Setecientos algo, ¿ no?

—Setecientos trece —confirma, casi susurrando, la chica, con una sonrisa.

—Muchas gracias —sonrí e tambié n Ignacio, disimulando bien la furia que le calienta la sangre, las ganas de vengarse—. Mi esposa se lo va a agradecer.

Luego se aleja de la recepció n y, en vez de entrar a un ascensor y subir al piso siete, que es lo que quisiera hacer, se mete en el bañ o, se mira al espejo, moja su rostro con agua frí a y piensa qué diablos hacer. Al salir, tiene las cosas má s claras: les dice a esos tipos que ha recibido una llamada de su esposa y tiene que partir con urgencia por un asunto personal, y a continuació n agrega que el proyecto le parece muy interesante, que lo evaluará y los llamará en un par de dí as para reunirse en el banco. Ellos se levantan de prisa, estrechan su mano y le agradecen con emoció n, seguros de que é l los llamará y cerrará el trato.

No los voy a llamar en un añ o, piensa Ignacio, dá ndoles la mano. Son un par de luná ticos. Deberí an tomar un curso de autocontrol. Está n locos por hacer dinero a toda prisa y eso es un peligro: nadie es má s antipá tico que alguien desesperado por ser millonario. Tan pronto como se despiden, Ignacio entra en el ascensor y, sin dudarlo, marca el piso siete. Al salir, se queda sin aliento de só lo pensar que allí, a unos pasos, detrá s de las paredes, se está consumando la traició n que tantas veces sospechó. Camina lentamente sin saber qué hacer, se siente atrapado por tanta indignació n como miedo, recuerda antes de golpear la puerta que no debe rebajarse a perder la dignidad, sucumbir a la violencia y protagonizar una escena de celos: es un hotel, el má s afamado de la ciudad, y lo que allí ocurra, si pierde el control, podrí a terminar en los perió dicos, dañ ando para siempre la reputació n que con tanto esmero ha cuidado. Por eso, cuando está a punto de golpear la puerta de la habitació n setecientos trece y gritar el nombre de su esposa, se detiene, piensa, respira hondo y regresa sobre sus pasos. Ya en el ascensor, oprime el botó n del piso subterrá neo, donde ha aparcado su auto. Eres un cobarde, piensa. No te has atrevido a enfrentar al hijo de puta de Gonzalo, que en este momento se está tirando a Zoe. Te corres de é l. Justificas tu cobardí a con el argumento de que eres superior a ellos y controlas racionalmente tu rabia: en el fondo, eres só lo un cobarde.

Cuando Ignacio entra en su automó vil, se queda paralizado, pensando. No sabe si subir al piso siete, entrar como un energú meno a la habitació n de Zoe y darles una paliza; llamarla por telé fono y decirle algo breve e hiriente, só lo para dejarle saber que é l sabe todo lo que está ocurriendo; esperar a que Gonzalo se marche para luego subir y pedirle cuentas a su esposa; o simplemente marcharse. Lo que má s le duele es que, mientras é l no sabe qué hacer, su hermano probablemente sabe bien lo que tiene que hacer con ella en la cama para que sea feliz.

Hoy es el dí a má s miserable de mi vida, piensa Ignacio, y llora en silencio en ese estacionamiento subterrá neo. Al llorar desesperado, imaginando a su mujer abrié ndole las piernas a su hermano, ignora que ella, Zoe, tambié n llora, ví ctima de un ataque de nervios, porque, aunque parezca mentira, cree estar embarazada.

 

—Estoy embarazada, Gonzalo —ha dicho Zoe, llorando, desde la cama, fatigada por la noche insomne que ha pasado. De pie al lado de la cama, Gonzalo, que acaba de entrar en la habitació n, respondiendo a una llamada telefó nica de Zoe, quien le dijo que era absolutamente urgente que corriera a verla al hotel, se queda mudo, paralizado, y luego esboza una sonrisa cí nica y dice:

—No está s embarazada, Zoe. Está s loca. ¡ Có mo vas a estar embarazada! ¡ Es imposible!

Zoe está en pijama, echada de costado, mirando a Gonzalo, que, vestido con la misma ropa del otro dí a, apestando a trago, con cara de resaca feroz, le devuelve una mirada incré dula.

—Estoy embarazada, Gonzalo —repite ella, con una voz temblorosa, porque tiene miedo de que é l la maltrate—. No estoy loca. Cré eme.

—¿ Có mo sabes? —dice é l, y camina alrededor de la cama, las manos en los bolsillos.

Se ha quitado los anteojos oscuros y su cara revela los excesos de la mala noche.

—Me he hecho tres pruebas y todas salieron positivas —dice ella, y trata de sonreí r.

—¿ Qué pruebas te has hecho?

—Las instantá neas, las que compras en la farmacia.

—¡ Esas pruebas son una mierda! —se enfada é l—. No sirven para nada. Siempre está n equivocadas.

—No, Gonzalo. No es así. Tengo má s de una semana de atraso. Y las pruebas dan positivo. Y me siento rara. Tengo naú seas. Estoy segura. Si no, no te habrí a llamado.

—No está s embarazada: ¡ está s sugestionada! —se impacienta é l.

—Puede ser —concede ella—. Puede ser. Pero me siento rarí sima. Estas ná useas no las entiendo. Tienen que ser por el embarazo.

—Para mí, no está s embarazada. Quieres estar embarazada, que es otra cosa, pero no lo está s.

—¡ No digas idioteces, Gonzalo! ¡ No quiero estar embarazada!

—¡ Sí quieres! —grita má s fuerte é l—. ¡ Quieres tener un hijo conmigo porque has perdido la cabeza, te has vuelto loca! ¡ Quieres tener un hijo conmigo porque no pudiste tenerlo con el maricó n de Ignacio y porque crees que así podrá s estar conmigo!

Zoe se cubre la cara con una almohada y solloza, devastada por tanta furia que é l lanza contra ella, indiferente al dolor que siente.

—¡ No quiero tener un hijo contigo! —se defiende, dé bilmente—. ¡ Es un accidente! ¡ Yo no lo planeé como tú dices!

—¡ No te creo, cabrona! —se enerva é l, y patea una silla—. Si está s embarazada, cosa que no creo, porque ni siquiera te ha visto un mé dico, ¡ lo has hecho a propó sito para amarrarte conmigo! ¡ Eres una pobre tonta! ¿ Crees que así voy a enamorarme de ti? ¿ Crees que nos vamos a casar y vivir juntos y formar la familia feliz? ¡ No te das cuenta de que eso es imposible!

Zoe comprende, tendida en la cama, el rostro cubierto todaví a, humillada, que ese hombre crispado y violento no la quiere, nunca la quiso. Có mo puede gritarme así cuando estoy hecha picadillo, piensa. Có mo puede tratarme tan mal cuando necesito su cariñ o, su complicidad. No sé por qué me odias, Gonzalo, cuando yo só lo te he dado lo que querí as.

—Quizá s tienes razó n —dice ella, secá ndose las lá grimas—. A lo mejor só lo estoy sugestionada y por eso no me viene la regla. Hay que esperar unos dí as má s. Voy a ver a mi ginecó logo.

Pero Zoe miente, porque ella no duda de que está embarazada. Cuando dice esas cosas, piensa en calmarlo y abortar y luego darle la razó n a ese hombre que ahora ve tan cobarde y decirle que, por suerte, qué alivio, nunca estuvo embarazada y ya le vino por fin la regla.

—Por supuesto que no está s embarazada —insiste, terco, Gonzalo—. Anda a ver a un mé dico y te dirá la verdad. No te engañ es con esas pruebas ridí culas de la farmacia, que no sirven para nada.

—Eso haré. No te preocupes.

—¡ No te preocupes! —grita Gonzalo—. Me llamas a las ocho y media de la mañ ana, me dices que es una emergencia, que venga corriendo a verte, luego me anuncias que está s embarazada ¡ y ahora me pides que no me preocupe! Está s completamente loca, Zoe.

—Cá lmate, por favor —pide ella, que ya no tiene fuerzas para enojarse y gritar.

—¡ No puedes estar embarazada, ademá s! ¡ tú me dijiste que eran dí as seguros!

—Parece que me equivoqué.

—Sí, claro, te equivocaste —dice é l, en tono burló n—. Bien que te morí as de ganas de quedar embarazada.

—Mentira. Ni siquiera pensé en eso.

—¿ Entonces por qué me engañ aste?

—¡ No te engañ é! ¡ Te dije la verdad! ¡ Eran dí as seguros!

—¿ Ah, sí? ¿ Y entonces có mo diablos crees que has quedado embarazada, si eran dí as tan seguros? ¿ Te embarazó un arcá ngel? ¿ O has estado tirando con otro hombre?

—No me hables así. No seas vulgar.

—¿ Has tirado con otro? ¡ Contesta!

—Con Ignacio, por supuesto.

—Pues a lo mejor te embarazó mi hermano.

—¡ Imposible! ¡ Tú sabes perfectamente que es esté ril!

—Esté ril, claro: tremendo maricó n es lo que es.

—Cá llate, Gonzalo. No sigas. Me está s haciendo dañ o.

—¿ Y tú no me haces dañ o a mí cuando me despiertas y me asustas con un embarazo falso? ¿ Qué mierda te crees? ¿ No te das cuenta de que me está s jodiendo el dí a, que no voy a poder pintar, que me está s llenando de angustia só lo porque te encaprichas y no sabes estar sola?

—No pensé que te molestarí a tanto. No entiendo por qué tienes tanto miedo a que esté embarazada.

—¡ No entiendes! —vuelve a patear la silla y la mira con desprecio—. ¡ Porque no quiero tener hijos! ¡ Y menos contigo, que eres la esposa de mi hermano! ¿ No entiendes eso?

—Sí, lo entiendo —balbucea ella—. Y me da mucha pena.

—¿ Qué te da pena? ¿ Qué te da pena?

Gonzalo se acerca a la cama y la mira, amenazador.

—¿ Qué te da tanta pena? ¿ Que no seamos la jodida familia feliz?

—No —lo desafí a ella con la mirada—. Que seas tan cobarde.

—Puede que yo sea un cobarde, pero tú está s má s loca que una cabra.

—Mejor vete, Gonzalo.

—Sí, me voy. Pero quiero decirte algo. No creo que esté s embarazada. Pero si lo estuvieras, recuerda bien que me engañ aste, que confié en ti, que no me puse un condó n porque me dijiste que no era necesario.

—Lo recuerdo.

—Y quiero que sepas que, si está s embarazada, lo que me parece imposible, no puedes tenerlo, simplemente tienes que abortar.

Zoe calla, lo mira tristí sima, lo odia por ser tan cobarde y egoí sta.

—¿ Entiendes? —sube la voz é l.

—Entiendo —dice ella, abatida.

—Así que ya sabes: o me llamas para decirme que no estabas embarazada, o me llamas para contarme que ya abortaste. No hay otra opció n. ¿ Está claro?

—Sí, Gonzalo. Está claro. Ya puedes irte. Dé jame en paz.

—Eso me pasa por tirarme a una loquita de mierda —dice é l, y camina hacia la puerta—. Deja de llorar, anda al mé dico, hazte un examen y luego me llamas. Mientras tanto, no me jodas má s y dé jame en paz, que necesito pintar y olvidarme de ti.

—Te llamaré, no te preocupes. Lamento haberte molestado tanto. Anda tranquilo.

—¡ Qué ganas de joderme la vida, por Dios! —se queja Gonzalo, y se marcha, cerrando la puerta con cierta brusquedad.

Có mo pude pensar que este tipo me querí a, piensa Zoe, desolada, llorando. Es peor que su hermano. Es un miserable, un cobarde. Si estoy embarazada, ¿ qué voy a hacer, Dios mí o?

 

Ignacio ha decidido no volver a subir a la habitació n donde cree que su mujer está haciendo el amor con su hermano. Durante diez o quince minutos, no se ha movido del asiento de su automó vil, en ese parqueo subterrá neo, agonizando con sus dudas, peleando con su orgullo, tratando de encontrar una salida digna a la inesperada humillació n que le ha traí do el azar esa mañ ana. Por fin, ha creí do hallar un plan de venganza y recié n entonces ha puesto en marcha su vehí culo.

Conduciendo con deliberada lentitud, sin saber bien adó nde ir, llama a su oficina, desde el celular del auto, y da instrucciones a su secretaria para que enví e, cuanto antes, un hermoso arreglo de flores, el má s caro y refinado que pueda encontrar, a la habitació n setecientos trece del hotel que acaba de abandonar.

—¿ Qué quiere que diga la tarjeta? —pregunta ella. Ignacio elige cuidadosamente las palabras que encierran su calculadí sima venganza:

—«Querida Zoe: ¡ Muchas felicidades! Cuenta conmigo para lo que quieras. Saludos a Gonzalo y un abrazo para ti con el cariñ o de siempre, Ignacio. »

La secretaria toma nota del mensaje y, algo sorprendida, lo lee en voz alta para que Ignacio le confirme que, en efecto, debe escribir ese breve texto en una tarjeta que acompañ e a las flores para Zoe.

—Perfecto —dice Ignacio, cuando ella termina de leer—. Así está bien. Ni una palabra má s.

—Las ordeno en seguida, señ or.

—Las má s lindas, las má s caras, ya sabes —le recuerda Ignacio—. Y que las enví en de inmediato. Es muy urgente.

—En media hora a má s tardar estará n en el hotel, señ or.

—Estupendo. Muchas gracias. Yo te llamo má s tarde. Tengo que hacer un par de cosas fuera de la oficina.

 

Ignacio cuelga el telé fono y sonrí e. Les voy a dar una lecció n a la puta de mi mujer y al traidor de mi hermano, piensa. Los imagina recibiendo las flores, desnudos en la habitació n, los rostros descompuestos por la amarga sorpresa de saberse pillados; los imagina nerviosos, avergonzados, leyendo una vez má s el texto que Ignacio ha dictado; los imagina sintié ndose unos canallas, sabié ndose inferiores a é l, reconociendo en esas flores y esas palabras cariñ osas una lecció n de grandeza moral, inteligencia y astucia que é l les ha dado en ese momento crucial. Ignacio sonrí e y continú a conduciendo su automó vil. Soy, despué s de todo, mejor que ellos, piensa. Esas flores son só lo una manera de recordá rselo. Me seguiré vengando así: demostrá ndoles que su traició n no me afecta, no me roza siquiera, no me impide ser feliz. Me vengaré así: sonriendo como sonrí o ahora.



  

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