Хелпикс

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Libros Tauro 20 страница



Ya me siento mejor, piensa é l.

No puede ser que esté embarazada, se alarma ella.

 

Echada en la cama, el televisor encendido, ya sintié ndose mejor, Zoe llama por telé fono a Gonzalo. Al marcar los nú meros, se avergü enza de su debilidad, de su incapacidad de estar sola, pero necesita oí r la voz del hombre que ha turbado su vida, alejá ndola de su esposo y llevá ndola a esconderse en un hotel. Resignada a que Gonzalo no conteste el telé fono, deja un mensaje:

—Soy Zoe. Me he ido de la casa. Estoy en un hotel. Quiero hablar contigo. Si está s ahí, por favor, levanta el telé fono.

Semidormido sobre un sofá de cuero gastado, Gonzalo sigue borracho, escuchando mú sica, escapando de la rutina de pintar, aferrá ndose al rencor contra su hermano. No duda en ponerse de pie y caminar con paso vacilante hasta encontrar el telé fono.

—Gonzalo, contesta, sé que está s ahí, no te escondas de mí —insiste ella, antes de que é l pueda hablar.

—¿ Qué quieres? —dice, con brusquedad, y al hablar siente su aliento avinagrado por el alcohol.

Ebrio como está, suele ponerse tosco, decir groserí as, tratar mal a la gente que lo interrumpe.

—¿ No puedes saludarme con un poquito de cariñ o?

—No. Estoy ocupado. ¿ Qué quieres?

Zoe se sorprende de que, sin razó n aparente, Gonzalo la trate tan mal.

—¿ Está s molesto conmigo?

—No. Estoy molesto conmigo.

—¿ Por qué?

—No te importa.

—Está s raro, Gonzalo. Tienes una voz rara.

—No estoy raro. Estoy borracho.

—¿ Por qué está s borracho?

—Porque me da la gana.

Zoe comprende que ha llamado en mal momento, pero no puede cortar, necesita sentir un poco de afecto de ese hombre que encuentra tan extrañ o y, a la vez, deseable.

—¿ No me extrañ as? ¿ No quieres verme?

—No. Quiero estar solo.

—Mentira. Sí me extrañ as. Por eso está s borracho.

—Deja de hincharme las pelotas.

—Me quieres pero tienes miedo de aceptarlo.

—No te quiero. Me gusta tirar contigo. Eso es todo. No te engañ es.

—Grosero —se irrita Zoe—. Deberí a darte vergü enza hablar así.

A pesar de que se siente ofendida por el maltrato al que inexplicablemente la somete Gonzalo, hay algo en esa rudeza que le resulta inquietante y atractivo, y por eso sigue hablá ndole:

—Yo tampoco te quiero. Nunca podrí a querer a un pobre diablo como tú. Só lo te busco porque eres bueno tirando en la cama.

—No soy bueno. Soy el mejor. Nadie te ha hecho gozar como yo, putita. Admí telo.

—No me digas putita. Trá tame con má s respeto o te mando a la mierda.

—Admí telo.

—Cá llate. Tampoco eres gran cosa como amante. Lo que pasa es que tienes el morbo de ser hermano de mi marido.

Zoe no está molesta, má s bien desconcertada de que Gonzalo sea tan agresivo con ella y sorprendida de que, al hablarle con esa crudeza, pueda sentir, a la vez, un oscuro placer.

—¿ Para qué me llamas, se puede saber?

—Estoy sola en un hotel. Me he ido de la casa.

—Te dije que no te fueras.

—No lo aguanto má s, Gonzalo. No puedo seguir con é l.

—Es problema tuyo. No quiero meterme en ese lí o.

—Cobarde. Le tienes miedo a Ignacio.

—No me jodas. Quiero pintar. ¿ Qué quieres?

—Quiero que me digas que me extrañ as.

—No te extrañ o.

—Sí me extrañ as. Por eso está s borracho.

—Estoy borracho porque me sale de los cojones. No por ti. No eres tan importante.

—Me das pena. Ven a verme. Ven a verme al hotel.

—¿ Para qué?

—Para hablar.

—No hay nada de qué hablar. Regresa a tu casa. Yo no quiero estar contigo. No quiero que te enamores de mí. Só lo quiero tirar cuando me apetezca. Y ahora no me apetece.

—Ven. Tí rame. Quiero tirar contigo ahora.

—Yo no. Jó dete.

—Borracho de mierda.

—¿ En qué hotel está s?

—¿ Vas a venir?

—No. Voy a llamar a Ignacio para que te recoja.

—Ven. No seas malo. Ven así, borracho como está s.

—¿ Quieres tirar?

—Sí.

—¿ Está s desesperada?

—Sí, Gonzalo.

—Putita. Putita rica.

—¿ Vas a venir?

—No sé.

—Vete a la mierda, entonces.

—¿ En qué hotel está s?

Zoe dice el nombre del hotel y el nú mero de su habitació n.

—Voy para allá.

—No te demores. Apú rate.

 

Zoe cuelga el telé fono, se estira en la cama, apaga la tele y piensa: me voy a arrepentir de haberlo llamado. Está borracho. Me va a tratar mal. No importa. Quiero sentir que se excita como una bestia conmigo.

Quiero sentir que, aunque me insulte, tengo un poder sobre é l que no puede resistir. Quiero sentir que, como é l, soy desleal con todos, incluso conmigo misma, porque lo ú nico que me interesa es pasarla bien. Deberí a llamar a Ignacio, amarrarlo a una silla y decirle: mira có mo se hace el amor a una mujer, mira có mo tiro con tu hermano y aprende.

 

Ignacio no ha ido a trabajar al banco. Llamó temprano a su oficina, le dijo a la secretaria que no se sentí a bien y durmió toda la mañ ana. No tiene fuerzas para batallar contra el mundo, cerrar negocios, avizorar los altibajos de la Bolsa, vigilar sus mú ltiples intereses comerciales. Necesita estar solo. Se siente cansado, decaí do. Las pastillas que tomó para dormir lo han dejado sedado, sin ganas de hablar ni ver a nadie. Todo lo que quiere es quedarse en pijama el dí a entero, rumiar a solas la humillació n que le ha sido infligida y diseñ ar, de ser posible, una estrategia inteligente de supervivencia. Por eso, desde la cama, llama a uno de sus abogados y, en el tono má s confidencial, le cuenta que su esposa se ha marchado de la casa y le pregunta qué debe hacer para protegerse legalmente ante la posibilidad de que ella no regrese y le pida el divorcio. El abogado, un hombre joven, muy listo, de un cinismo despiadado, no lo duda: debe preparar una acusació n formal contra Zoe por abandonar el domicilio conyugal, lo que, en caso de ir a divorcio, serí a, para ellos, un buen punto de partida. A regañ adientes, pues detesta el oportunismo de los abogados, que florecen con las desgracias ajenas, Ignacio lo autoriza a preparar el escrito y le recuerda que debe guardar absoluto secreto al respecto. Luego de colgar, piensa que serí a penoso acabar litigando en la corte con Zoe, triste ademá s de costoso, pues el patrimonio en disputa es considerable y por ello no hay duda de que Zoe conseguirí a abogados caros y competentes, que procurarí an sacarle hasta el ú ltimo centavo.

No me importa, piensa: si ella quiere guerra conmigo, pelearé como un faná tico y no le daré tregua y gastaré millones para derrotarla, humillarla y hacerle pagar su traició n. Ignacio comprende que su mujer haya dejado de quererle, pues no ignora que é l tampoco la quiere como la amaba cuando se casaron, pero lo que le indigna es que ella se haya marchado así, a escondidas, sin dar la cara, y se enfurece todaví a má s cuando piensa que lo ha dejado para estar con Gonzalo. Si confirmo que está n juntos, dedicaré el resto de mis dí as a vengarme, a joderles la vida paciente y meticulosamente, a aplastarlos como si fueran dos insectos repugnantes. No me queda otra alternativa: es una cuestió n de honor. No puedo asistir, impasible, resignado, al entierro de mi propia reputació n. La ciudad entera se va a reí r a carcajadas de mí cuando se enteren de que Zoe se ha ido con mi hermano. Porque no dudo ni un segundo de que es é l quien la ha seducido, la persona maravillosa que ella describe embobada en esa carta que no se atrevió a mandarme. Idiota. Ya irá s conociendo a Gonzalo. Ya verá s la clase de tipejo que es. Ya te llevará s las decepciones que yo me he tragado en silencio todos estos añ os, soportando sus desaires, aguantando sus caprichos de artista bohemio que odia a los que lucramos del sistema. No puedo desearles todo lo mejor, apadrinar el romance que me esconden, seguir siendo el hombre generoso que se deja abofetear y pone la otra mejilla: ¡ no! Esto ya es demasiado. Me vengaré. Dedicaré mi vida, mi fortuna y mi poder a vengarme de estos dos miserables, que me han humillado como nadie lo habí a hecho.

 

Tumbado en la cama, Ignacio llama a su madre. No habrí a querido hacerlo, es una señ al de debilidad, le gustarí a ser má s fuerte y callar su desgracia, pero necesita hablar con ella, sentir su cariñ o, oí r una palabra de aliento.

—¿ Qué te pasa, mi amor? ¿ Por qué tienes esa voz? —es lo primero que le dice doñ a Cristina, cuando contesta el telé fono y oye la voz apesadumbrada de su hijo mayor.

Ella está en el pequeñ o jardí n de su casa, regando las plantas, el telé fono inalá mbrico en la mano derecha y la manguera en la otra. Viste ropa gruesa y oscura, porque la tarde se ha enfriado, y, para su felicidad, tiene el rostro limpio de maquillaje. Doñ a Cristina detesta maquillarse. Eso, piensa ella, es para las tontas y los dé biles, para los que necesitan mentir para ganarse la vida, para los que quieren engañ arse fingiendo ser má s hermosos o menos feos de lo que en verdad son. Yo soy una señ ora mayor, con arrugas, algo subida de peso, y me interesa un comino verme linda, es lo ú nico que me importa de verdad es sentirme bien, estar có moda y ser feliz. Y con la cara pintada no puedo ser feliz.

—No me siento bien. Estoy un poco enfermo. No he ido trabajar al banco.

—¿ Qué tienes?

—No sé, creo que me ha venido una gripe fuerte. Me duele mucho la cabeza.

—¿ Has tomado algo?

—No, nada.

—¿ Qué esperas, Ignacio? —lo rezonga con cariñ o su madre—. Toma unos antibió ticos. Corta la gripe ahora mismo.

—Tú sabes que yo odio los antibió ticos, mamá. Me caen mal. Me debilitan.

—Tú siempre tan terco, mi amor.

—A quié n habré salido, ¿ no?

Doñ a Cristina rí e de buena gana. Sabe que es terca. Se enorgullece de su terquedad. Piensa que só lo la gente terca consigue finalmente lo que se propone. Los otros, los que cambian de parecer a la primera adversidad, los que no pelean por sus convicciones, nunca llegan a nada grande.

—Toma un par de pastillas, Ignacio. Hazme caso. Tú vives resfriá ndote porque no tomas nada para cuidarte.

—Anoche tomé pastillas para dormir. Estoy un poco zombi por eso.

—¿ Está s con insomnio, mi amor?

—No sé bien qué me pasa —miente Ignacio, porque no se atreve a confesarle a su madre la verdad, que Zoe lo ha dejado y que é l sospecha que está con Gonzalo: serí a demasiado doloroso para mamá, piensa—. No me estoy sintiendo bien estos dí as.

—¿ Zoe está contigo?

—No, ha salido.

—Pobre mi Ignacio. Solo en su casa, enfermo. ¿ Zoe no te ha dado ninguna medicina?

—No, nada. No la he visto hoy.

—Qué barbaridad. ¿ Qué anda haciendo esa chica? Deberí a estar contigo, cuidá ndote.

—Se ha ido de viaje unos dí as —dice Ignacio, y se siente mal por haber cedido al impulso autocomplaciente de compartir esa tristeza con su madre, pues no querí a decirle nada al respecto, pero está derrotado y busca el afecto de la ú nica mujer que jamá s lo abandonarí a.

—¿ De viaje? ¿ Adó nde? ¿ A ver a sus padres?

—Sí, a ver a sus padres —miente é l.

—Qué mala suerte. Pero está bien que viaje, para que te extrañ e y sepa lo que tú vales, mi amor. Porque esa niñ a se sacó el gordo de la loterí a cuando se casó contigo, y a veces pienso que no se ha dado cuenta.

—Tú siempre tan amorosa, mamá.

—¿ Cuá ndo vuelve Zoe?

—No lo sé. Estaba un poco tensa y querí a pasar unos dí as con su familia. Se fue así, de buenas a primeras.

—Es que esa niñ a es increí blemente caprichosa. Eres un santo por aguantarle tantas cosas, Ignacio. Te admiro por eso. Has salido a tu padre, que fue un santo conmigo.

—Si tú lo dices.

—¿ Quieres que vaya a verte?

—No, está bien. No te preocupes.

—No está s bien, Ignacio. Lo siento en tu voz.

—Voy a dormir un poco y estaré mejor.

—¿ Has comido algo?

—Un par de frutas. No tengo hambre.

—Come, mi amor. Hazte una sopa de pollo.

—Ya, mamá. Só lo querí a saludarte y decirte que te extrañ o.

—Voy para allá. Llamo un taxi y en media hora estoy en tu casa.

—No, mamá. No vengas. No te molestes.

—Eres mi hijo y te conozco má s de lo que crees, Ignacio. Está s. mal. Necesitas a alguien que te cuide. Iré en seguida a tu casa y, si quieres, me quedaré a dormir contigo.

—¿ Qué me harí a yo sin ti, mamá?

—Nos vemos en media hora.

Ignacio cuelga el telé fono y dice para sí mismo:

—Eres un á ngel, mamá. ¿ Có mo puedes haber parido a ese hijo de puta?

Doñ a Cristina deja el telé fono sobre una banca del jardí n y se queja a solas:

—Esa niñ a caprichosa nunca me gustó.

 

Tocan la puerta de la habitació n en la que Zoe, todaví a algo mareada, intenta distraerse viendo televisió n. Ella se levanta de la cama, siente de nuevo las ná useas inexplicables, se mira en el espejo para saberse guapa y camina hacia la puerta. Lleva una falda crema, de lino, muy delgada, y una blusa blanca; camina descalza por el piso alfombrado; debajo de la blusa no lleva sosté n, lo que se advierte fá cilmente, pues la blusa es de una textura muy liviana y transparente. Al abrir la puerta, se encuentra con la mirada intensa de Gonzalo, que viste unos vaqueros y camisa a cuadros fuera del pantaló n.

—Hola —dice, y le da un beso en la mejilla, y siente el fuerte aliento a alcohol que é l despide.

Gonzalo entra al cuarto, cierra la puerta, se acerca a ella, la abraza y la besa en la boca, pero ella se retira, haciendo una mueca de disgusto.

—¿ Qué te pasa? —se sorprende é l.

—No me siento bien. Estoy con ná useas.

—¿ Has tomado?

—No.

—¿ Qué tienes?

—No lo sé. Me siento rara.

Zoe no se atreve a decirle que lleva varios dí as de retraso en su menstruació n: prefiere callar, no quiere asustarlo. Gonzalo abre el minibar, saca una pequeñ a botella de vino, la destapa y bebe un trago.

—Está s borracho —dice ella—. No tomes má s.

—No jodas —sonrí e é l.

Zoe se sienta en la cama, se recuesta en un par de almohadas, apaga la tele, mira a los ojos a ese hombre al que se habí a prometido no ver en unos dí as y ahora tiene enfrente.

—No me gusta verte borracho —dice.

Gonzalo la mira a los ojos con cierto desdé n.

—Me importa un carajo —contesta.

—¿ Cuá l es tu problema, Gonzalo? ¿ Por qué me tratas mal?

—No te trato mal, muñ eca. He venido a verte. He venido a tratarte bien.

Zoe lo mira con una ternura que no puede evitar. Cree ver a un niñ o indefenso, torturado, vulnerable, que no sabe có mo pedir afecto.

—¿ Por qué te has ido de tu casa? —pregunta é l, de espaldas a ella, mirando la tarde caer sobre esos techos antiguos y polvorientos.

—Ya te dije. No aguanto má s a Ignacio. No puedo seguir durmiendo con é l. Es una pesadilla.

—Eres una niñ a mimada, Zoe.

—¿ Quié n eres tú para decí rmelo? —se enoja ella—. Tú, el niñ ito mimado que nunca ha trabajado porque vive del dinero de su familia. Tú, el que se da la gran vida, ¿ me vas a acusar a mí de ser una niñ a mimada? ¡ Yo, por lo menos, terminé la universidad!

—Cá lmate. No te pongas loquita. No he venido para que me regañ es.

—¿ A qué has venido, entonces?

—He venido porque me has llamado —dice é l, mirá ndola fijamente a los ojos, tratando de someterla a su cará cter, que, cuando está embriagado, parece tornarse violento.

Guardan silencio un momento y luego ella se anima a preguntar:

—¿ Está s enamorado de mí?

Gonzalo baja la mirada cuando responde:

—No. No quiero enamorarme.

—¿ Qué sientes por mí?

Ahora sí se atreve a mirarla, a desafiarla:

—Ganas de tirar rico.

—Eres un grosero, Gonzalo —se queja ella, dé bilmente.

—Quizá s. Pero digo la verdad. Y a ti te gusta.

Es verdad, me gusta, piensa ella, pero lo oculta diciendo:

—Yo no quiero volver a tirar contigo. Nunca má s.

—Sí, claro —se burla é l, y toma má s vino, y le mira las piernas con descaro, como si se sintiera seguro de que ese cuerpo esplé ndido será suyo cuantas veces lo desee.

—No te he llamado para tirar, Gonzalo.

—¿ Para qué carajo me has llamado, entonces? ¿ Para decirme que te sientes mal?

Zoe se enfada y pierde la serenidad:

—¡ Sí! ¡ Para decirte que no me viene la regla y estoy con mareos y tengo miedo!

Gonzalo se sorprende, detiene su incesante caminar por la habitació n, se lleva las manos a los bolsillos y pregunta:

—¿ Miedo a qué?

—¡ A estar embarazada, idiota!

Cuando oye esa palabra, Gonzalo da un paso atrá s. Durante añ os, ha evitado ser padre y por eso obligó a abortar a dos mujeres que quedaron embarazadas de é l. Gonzalo tiene muy claro que no quiere casarse ni tener hijos, así como tiene clarí simo que la felicidad, para é l, consiste en vivir solo y pintar y gozar de plena libertad para seducir a cuantas mujeres le dé la gana.

—No digas bobadas, Zoe —mantiene la calma—. No puedes estar embarazada. Ignacio es esté ril.

—¡ Pero tú no! —grita ella, furiosa—. ¡ Y no nos hemos cuidado!

—¡ Baja la voz! —se irrita é l—. ¿ Hace cuá nto no te viene la regla?

—Seis o siete dí as, no sé.

—¿ Seis o siete dí as? —insiste.

—Siete. Creo que siete.

—Bueno, no es nada. ¿ Nunca te has atrasado siete dí as?

—Sí, claro.

—¿ Entonces? ¿ A qué viene esta escena dramá tica? No pasa nada. Te has atrasado un poquito. Es normal. Ya te vendrá.

—Y las ná useas? ¿ Por qué estoy mareada? Hace un rato vomité.

Gonzalo la imagina embarazada, vomitando, y pierde todo interé s en tener sexo con ella y se arrepiente de haber ido a verla al hotel, de haber sido dé bil y cedido al instinto ciego de poseerla en ese estado de embriaguez que intenta prolongar bebiendo má s vino.

—No sé. Te habrá caí do algo mal. Es problema tuyo.

Zoe escucha esas palabras y siente que son como una puñ alada en la espalda: «Es problema tuyo. » Es un cobarde, piensa. En lugar de darme apoyo y ternura, me da la espalda. Só lo le interesa tener sexo conmigo. No debí llamarlo.

—Olví dalo. Tienes razó n. No es nada. Ya me vendrá la regla —finge calmarse, porque ahora quiere que é l se vaya.

—Toma un poco de vino —sugiere é l.

—No. No me provoca.

Gonzalo se acerca y la besa. Ella lo rechaza suavemente.

—No, dé jame.

Pero é l insiste, continú a besá ndola.

—Dé jame, Gonzalo.

—¿ Qué te pasa? —se molesta é l—. ¿ No me has llamado hace una hora dicié ndome que querí as tirar conmigo?

—Sí —dice ella, con voz dé bil—. Pero ahora no me provoca.

—Quí tate la ropa —ordena é l.

—No quiero.

—Haz lo que te digo.

—No puedo, Gonzalo. Tengo ná useas.

—Me importa un carajo. Yo tambié n. Pero he venido a tirar y no me vas a dejar así, con las ganas.

—Eres un egoí sta.

—Sí, y tú tambié n eres una egoí sta, cabrona.

Gonzalo le da la vuelta, le baja la falda con movimientos ené rgicos, se excita cuando advierte que no lleva calzó n, y ahora la tiene frente a é l, echada en la cama, de espaldas, resignada, entregada.

—Voy a tirarte aunque no quieras.

Ella calla, cierra los ojos, lo desea despué s de todo. Gonzalo la penetra sin tomarse la precaució n de ponerse un condó n. Está borracho. Nada le importa demasiado. Só lo quiere sentir que esa mujer es suya y lo será siempre porque, a pesar de sus escrú pulos, sus remilgos y sus malestares, sabe que é l le hace el amor con una destreza y una violencia que ella no conocí a y ahora, jadeando avergonzada, parece agradecer.

—¿ Te gusta, putita? Dime que te gusta.

—Sí, me gusta.

—¿ Te sientes mal? ¿ Sigues mareada?

—No, ya me siento mejor.

—¿ Quieres que siga?

—Sí, Gonzalo. Sigue. No pares.

Mientras é l la embiste con violencia, ella no logra abandonarse al placer y gozar como en otras ocasiones porque, extrañ amente, es asaltada por la oscura inquietud de que aquel retraso de su menstruació n podrí a ser el anuncio de que algo tremendo está por ocurrirle.

—Dime que me quieres, Gonzalo —ruega.

Pero é l calla y sigue movié ndose y ella jadea pero tambié n solloza porque comprende que ese hombre no la ama de veras, apenas la desea con ferocidad. Lo que ninguno de los dos sabe, cuando terminan juntos y caen rendidos sobre la cama, es que é sa será la ú ltima vez que hará n el amor.

 

El suave balanceo de la mecedora en que doñ a Cristina se ha sentado quiebra de un modo apenas audible el silencio que reina en la habitació n de Ignacio, iluminada só lo por la luz tenue y oscilante del televisor encendido sin volumen. Doñ a Cristina teje un chompó n de bebé y, cuando se fatiga, bebe una manzanilla que ya está un poco frí a. Teje por costumbre, porque lleva añ os tejiendo con la ilusió n de que uno de sus hijos la convierta en abuela, y tambié n porque no puede tener quietas las manos, necesita mantenerlas ocupadas. En su casa, tiene un baú l lleno de ropa para bebé que ha tejido en los ú ltimos añ os, desde que murió su esposo. Aunque comprende que su hijo mayor no puede ser padre, no ha renunciado a la ilusió n de que algú n dí a se produzca el milagro, como se aferra igualmente a la esperanza de que el menor se anime a casarse y tener un hijo. Doñ a Cristina piensa que serí a un desperdicio y una pena si todo el esfuerzo de su marido —la fortuna que legó, los negocios que con tanto esmero cuida Ignacio, el cuantioso patrimonio familiar— no pudiese ser cedido a los herederos naturales, a la siguiente generació n, los hijos de Ignacio y Gonzalo. Por eso, y porque ya se siente mayor y un poco sola, le hace tanta ilusió n que algú n dí a la sorprendan hacié ndola abuela. Por eso teje con tanta dedicació n un chomponcito má s que irá a parar al baú l de las ropas para el futuro nieto con quien ella sueñ a. A su lado, tendido en la cama, cubierto hasta el cuello por blanquí simas sá banas de seda, Ignacio permanece en silencio, la mirada fija en las imá genes del televisor, como si estuviera hipnotizado. Calla lo que no se atreve a confiarle a su madre, que está devastado por la traició n de Zoe, pero su sola presencia lo reconforta, le devuelve la fe en la bondad humana, le recuerda que no todos son capaces de la perfidia y la vileza de las que se siente ví ctima.

—¿ En qué piensas? —pregunta doñ a Cristina, y bebe un poco de manzanilla.

No se ha cambiado, lleva puesta la misma ropa gruesa con la que estaba regando el jardí n cuando su hijo la llamó. A pesar de que no se ha peinado ni lleva maquillaje, su rostro, de una serenidad rara vez turbada, revela lo que ella no ignora: que no necesita pintarse para verse hermosa.

—En nada —dice Ignacio.

Está en ropa de dormir, un pantaló n holgado y liviano y una camiseta blanca de manga corta. Piensa, desde luego, en ella, en lo que no puede contar, en lo que le duele y pretende disimular.

—¿ Por qué no la llamas? Ya habrá llegado. Debe de estar en casa de tus suegros.

—No vale la pena. Me ha pedido que no la llame. No quiero acosarla. Es mejor esperar a que ella me llame.

—Sí, tienes razó n, es mejor.

Se quedan en silencio. Doñ a Cristina se mece y continú a tejiendo como si tuviese miedo de quedarse quieta por un momento. Es una mujer llena de energí a y vitalidad, que necesita mantenerse ocupada. Cuando no está pintando, se distrae cuidando el jardí n, limpiando su casa o cocinando. Aunque cuenta con suficiente dinero para contratar personas que podrí an encargarse de esas faenas domé sticas, ella prefiere hacerlas porque se siente mejor y le disgusta la presencia de gente extrañ a en su casa. Ahora, contemplando de soslayo a su hijo, intuye sin dificultad que está abatido y que la culpable de esa desazó n es Zoe y que é l no le ha contado todo lo que sabe, pero tampoco quiere incomodarlo hacié ndole preguntas que prefiere evitar. Sabe que su papel de madre consiste, por ahora, en acompañ arlo. Por eso guarda silencio, se mece y, con una minuciosidad que por momentos irrita a su hijo, sigue tejiendo.

—¿ Tú alguna vez dejaste de querer a papá? —pregunta Ignacio.

Doñ a Cristina esboza una sonrisa tí mida y mira a su hijo con ternura.

—No —responde—. Siempre lo quise. Pero hubo momentos en que lo quise menos.

—Comprendo —dice Ignacio, tumbado, sin moverse, mirando las manos inquietas de su madre—. ¿ Alguna vez pensaste dejarlo?

De pronto, una expresió n de amargura parece ensombrecer el rostro de doñ a Cristina, pero su voz serena confirma lo que Ignacio ya sabe: que su madre recuerda con amor al esposo que perdió.

—Una vez, hace mucho tiempo, estuve a punto de dejarlo —confiesa ella.

—¿ Por qué?

Doñ a Cristina demora la respuesta:

—Porque descubrí que me engañ aba con otra mujer. Ignacio se avergü enza de haber tocado un tema que parece lastimar a su madre y por eso dice:

—¿ Prefieres no hablar de eso?

—No, mi amor —sonrí e ella, y lo mira a los ojos, suspendiendo un instante el laborioso trají n de sus manos—. Han pasado muchos añ os. No me molesta en absoluto.

—¿ Por qué no lo dejaste?

—Porque amaba a tu padre. No pude dejarlo. Ademá s, eran otros tiempos. No era tan fá cil como ahora dejar a tu esposo y romper tu matrimonio.

—¿ Lo perdonaste?

Doñ a Cristina suspira, echando la cabeza hacia atrá s, como recordando aquellos momentos dolorosos:

—Sí, lo perdoné —confiesa—. Pero me tomó un tiempo.

—¿ Se puede perdonar una infidelidad así?

—Sí, se puede. Tu padre se arrepintió y me juró que no volverí a a pasar. Que yo sepa, nunca má s me engañ ó. Yo lo perdoné porque lo amaba y porque entendí que si amas de verdad a una persona, y esa persona comete un error, la manera de demostrarle que la amas no es alejá ndote de ella sino perdoná ndola y demostrá ndole que el amor es má s fuerte que todas las adversidades.



  

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