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Libros Tauro 19 страницаCuando termina de hacer la maleta, mira su reloj: son pasadas las cuatro de la tarde. Deberí a estar en mi clase de cocina, piensa. Al diablo. No quiero seguir jugando a la esposa hacendosa que muere por aprender un nuevo postrecito: si Ignacio quiere comer rico, que coma en la calle. No soy la cocinera de nadie y hoy no tengo ganas de coquetear con el profesor de cocina. No quiero sonreí rle a nadie. No quiero que me miren con ojos libidinosos. No quiero estar perfecta, radiante, guapí sima. Quiero, por una vez en mi vida, estar sola, sucia, descuidada y sin tener que sonreí rle a nadie, todo lo triste o aburrida que me provoque sentirme, comiendo lo que me dé la gana, durmiendo hasta cualquier hora. Quiero vivir para mí, só lo para mí, y no para mi marido ni para el avispado de su hermanito.
Querido Ignacio: Me voy unos dí as a ver a mis padres. Necesito descansar. Todo está bien, no te preocupes. No me llames, por favor. Yo te llamaré mañ ana o pasado. Cuí date y descansa de mí. Cariñ os, Zoe.
Nada má s escribir esa nota, duda: ¿ le digo «Querido Ignacio» o simplemente «Ignacio»? ¿ Termino con «Cariñ os» o mejor «Besos»? Al diablo, piensa. La dejo como está. Que piense lo que quiera. Zoe deja caer el papel sobre la cama, segura de que é l, al llegar del banco, ya de noche, lo leerá y sentirá un sobresalto, pues es la primera vez, en tantos añ os juntos, que ella se va sin avisarle, sin despedirse con un beso, de un modo tan misterioso. No voy a llamar a mamá para pedirle que mienta si é l la llama, se dice. Le he dicho que no me llame: si no me hace caso, es problema suyo, que sufra. Me he pasado los ú ltimos añ os sintiendo que Ignacio no me escucha, no me presta atenció n, no me hace caso. Hoy, aunque sea por unos dí as, necesito sentir que las cosas han cambiado y que se hará n como yo decida, sin pedirle permiso a nadie. Zoe llama por telé fono al taller de Gonzalo. Es un alivio para ella que é l no conteste, pues prefiere no hablarle. Deja un mensaje seco: «Soy yo. Me voy de viaje unos dí as. No me llames. Yo te llamaré cuando tenga ganas de verte, y no sé cuá ndo será eso. Necesito estar sola. Todo se está complicando demasiado y no aguanto má s. » Cuando cuelga el telé fono, llora. Ha ahogado el llanto al grabar esas ú ltimas palabras a su amante, al hombre por quien siente, a la vez, rabia y deseo. Soy una idiota, se dice, sollozando. Yo tengo la culpa de todo. No debí meterme en esto, enrollarme con é l. Ahora estoy má s sola y confundida que nunca, y a é l le importo un pedazo de mierda. No llores, se recrimina. Sé fuerte. Nunca has sabido estar sola. Tienes miedo, eso es lo que pasa: tienes miedo a estar sola unos dí as. No tengas miedo: será bueno, te hará bien, aprenderá s a estar sola y entonces, quizá s, te animes a dejar a Ignacio del todo.
Tras meter la maleta en el coche, Zoe se sorprende a sí misma, entregá ndose a un impulso destructivo y, a la vez, liberador: camina hasta la piscina, arroja su celular al agua, lo ve hundirse rá pidamente y, sonriendo, regresa al auto y enciende el motor. No quiero que nadie pueda ubicarme, que nadie sepa dó nde estoy, piensa, mientras retrocede el coche con cierta brusquedad. La piscina de mi casa ha terminado siendo el lugar al que uno arroja los objetos que odia, se dice. Só lo me falta arrojar allí a los dos hermanos que han hecho de mi vida un calvario. Qué esplendida sensació n la de tirar mi celular a la piscina: mucho mejor que la de ir al psiquiatra un añ o entero. Conduciendo de prisa por la autopista, prende la radio y canta una canció n de moda, el lamento de una mujer que dice sentirse desesperada porque ha sido abandonada por el hombre al que ama. Cuando Zoe canta, acompañ ada por la radio, esas letras quejumbrosas, rí e sola de su suerte, de aquel desví o impredecible por el que discurre ahora su vida, sin saber adó nde ir, pero disfrutando de una cierta levedad de espí ritu y una mirada risueñ a que, se dice, parecerí an señ ales de que acaso no fue del todo descabellado hacer la maleta y partir de viaje a ninguna parte. No me provoca subirme a un avió n, piensa, al tiempo que conduce. Quiero estar sola, dormir, no ver a nadie. No me apetece pasar por los mil trajines odiosos de un viaje. Iré al mejor hotel de la ciudad, me hospedaré en la suite má s linda, no saldré tres dí as seguidos y me trataré como una reina: eso me suena bien, es exactamente lo que necesito ahora mismo. Quince minutos má s tarde, ingresa al vestí bulo de un hotel lujoso. Viste un pantaló n ajustado, botas altas y una chaqueta de cuero negro; apenas se ha maquillado; no obstante su aspecto informal, se conduce con las maneras suaves y distantes de una señ ora que sabe lo que quiere: la mejor suite del hotel, por tiempo indeterminado. Entrega su tarjeta de cré dito y, hacié ndole un guiñ o coqueto al caballero de la recepció n, pide que la registren con su apellido de soltera: —Me he tomado unas vacaciones de mi marido —sonrí e, y se sorprende de haber dicho tal cosa. Un momento despué s, el botones la conduce hasta la habitació n, deja su maleta, recibe la propina y se marcha presuroso. Zoe se acerca a la ventana y mira hacia el casco viejo de la ciudad, el centro histó rico que, desde allí arriba, se ve plomizo y desaseado. El tacañ o de Gonzalo pudo haberme traí do a este hotel, piensa. Qué diferencia con la pocilga a la que me suele llevar a tirar: aquello parece el matadero de la tropa, el motel de las secretarias esforzadas y sus jefes. Una señ ora como yo pertenece a este hotel: me siento muy libre y muy puta, muy dueñ a de mi cuerpo y mi destino, sin ganas de darle mi coñ ito a nadie y má s bien dormir tres dí as enteros. Disfruta, Zoe. Relá jate. Está s de luna de miel contigo misma. Sé tu mejor amante. Lentamente, con una cierta languidez, como si estuviese encantada de estar allí y ser ella misma, cierra las cortinas, se desviste, se despoja del anillo matrimonial, lo mete debajo de la cama y, desnuda, libre, extenuada, curiosamente feliz, se mete en la cama y cierra los ojos, sonriendo.
Al llegar a casa tras un largo dí a de trabajo, Ignacio se siente decaí do, y só lo tiene ganas de comer algo ligero, hablar lo menos posible con su mujer, distraerse viendo la tele y dormir temprano. Aunque quisiera, no puede sacudirse de un recuerdo opresivo que ensombrece su á nimo, la acusació n feroz que le lanzó su hermano esa mañ ana, cuando discutieron a gritos en el taller. No pienses en eso, se ha dicho el dí a entero en el banco, tratando de reponerse del golpe que no ha sabido encajar bien. Olví dalo. No le des má s importancia de la que realmente tiene. Fueron juegos de niñ os, travesuras adolescentes: nunca hubo maldad en lo que hicieron, los chicos en la pubertad hacen esas cosas, eso no significa que seas una mala persona o que abusaras de Gonzalo, fue tan só lo un acto de complicidad entre hermanos que é l, por acomplejado, por inseguro, por perdedor, ahora quiere convertir en algo horrendo, atroz, en una violació n que en realidad fue apenas un juego tonto entre hermanos. Ignacio nunca ha hablado de ese recuerdo con nadie; lo ha ignorado deliberadamente durante añ os; pero ahora no puede seguir engañ á ndose y borrando el pasado; ahora le duelen las cosas tremendas que le ha oí do decir a su hermano esa mañ ana: violador, maricó n de mierda. No puede evitar que esas palabras lo persigan desde entonces, taladrando su conciencia, minando su dignidad, robá ndole la confianza en sí mismo, aquella con la que ha hecho sus mejores negocios. —¿ Zoe? —pregunta, nada má s entrar a casa, pero no obtiene respuesta y en seguida, sin pensarlo, coge el telé fono de la sala y la llama al celular, pero no contesta y prefiere no dejarle un mensaje. Qué raro, piensa: a esta hora ya deberí a estar acá. Son las seis y media, todaví a no ha oscurecido. Ignacio enciende algunas luces, se despoja del saco y la corbata, entra a la cocina, abre la refrigeradora y se queda mirá ndola como un zombi. En realidad, no quiere comer, no tiene hambre: ha abierto la nevera sin pensarlo, como un reflejo nervioso, como una manera de escapar de sí mismo, de los recuerdos que lo agobian, como si mirando el contenido de la refrigeradora, las frutas y los jamones, los yogures y los jugos, pudiera, por un momento, congelar aquellos pensamientos abrasadores, las imá genes de tantos añ os atrá s que, aunque intente menospreciar como un juego adolescente, le llenan de vergü enza. Tras permanecer un momento inmó vil, de pie, reconfortado por el aire frí o que despide la nevera, saca una manzana roja, la muerde y cierra la puerta. No pienses, se dice. No pienses nada. Lo que pasó, pasó. Deja ir esos recuerdos que te hacen dañ o. Duerme. Lo que necesitas es dormir. Tendrá s que tomar un par de pastillas. No importa. Es mejor amanecer mañ ana un poco aturdido por las pastillas que pasar la noche insomne, devorado por los malos recuerdos. Ignacio camina hasta su dormitorio y no tarda en encontrar la nota que, en un papel amarillo, le ha dejado su esposa sobre la cama. Antes de leerla, intuye que no pueden ser buenas noticias: si ella ha evitado decí rselas por telé fono y ha preferido comunicá rselas de esa manera má s frí a y cuidadosa, es obvio que só lo pueden ser malas. Lee la nota, sonrí e con cierta amargura, la tira sobre la cama y regresa a la cocina. Puta, piensa. Bruja de mierda. Tení as que irte así, como las mujeres de los culebrones de televisió n. No podí as esperarme, contarme la verdad, hablar conmigo. Te vas a escondidas porque, en el fondo, sientes vergü enza por lo que has hecho, no te atreves a decirme la verdad. No me lo tienes que decir: sé que me engañ as. Lo que no sé es con quié n, pero tengo la firme sospecha de que Gonzalo tiene mucho que ver en todo esto. Ese cabró n consiguió lo que querí a: robarme a mi mujer, enemistarla conmigo, hacerle creer que soy una mierda, un hijo de puta. ¿ Le habrá dicho que lo violé cuando é ramos chicos? —¡ Mierda! —grita—. ¡ Traidor de mierda!
Camina resueltamente hacia el telé fono. Llama a Zoe. Nadie contesta. Llama luego a Gonzalo. Tampoco responde. No deja mensajes. Está demasiado furioso. No tiene sino insultos en la cabeza, agravios contra su mujer y su hermano, que, piensa, han conspirado para dejarlo solo, humillado, sintié ndose, por primera vez en su vida, un perdedor, el perdedor que siempre temió ser. Angustiado, se lleva las manos a la cabeza, frota ené rgicamente el poco pelo que le queda, oprime con fuerza la mandí bula, se llena de una tensió n que no sabe có mo descargar. Luego abre la refrigeradora de nuevo y se queda parado, quieto, los puñ os cerrados, mirando las comidas y bebidas frí as, tratando de hallar un poco de tranquilidad en esa ceremonia domé stica que suele repetir cuando pierde la calma: abrir la nevera y mirar, só lo mirar, y acaso, como ahora, comer algo, unas fresas, pero el placer de morder y saborear esas fresas se interrumpe de pronto cuando siente algo extrañ o en la boca, un pelo, un pelo que extrae y mira con asco, un pelo castañ o que sin duda es de ella, su mujer. Ignacio escupe el pelo al piso de la cocina y, con é l, un pedazo de fresa, disgustado en el estó mago por esa sú bita presencia de Zoe en su boca. —¡ Puta de mierda! —grita, y patea una silla—. ¡ Ojalá no vuelvas nunca! De regreso al dormitorio, trata de serenarse. No pierdas la calma, se dice. No seas como ella, como Gonzalo. Tú eres má s fuerte. Tú eres superior. Respira, relá jate, analiza con frialdad, no pierdas el control. Só lo la gente dé bil se enfurece hasta la violencia. Hoy has sido dé bil cuando fuiste a gritarle a Gonzalo y te has debilitado aú n má s al escuchar las bajezas de las que te acusó. No sigas cayendo má s abajo. Levá ntate, vuelve a ser el que siempre fuiste. Zoe se ha ido: ¡ qué má s da! Ya volverá. No podrá estar sola. No la llames, no la busques: es lo que ella te ha pedido. Seguro que imagina que saldrá s a buscarla como un demente. No le des el gusto. En realidad, esa manera de escapar es só lo una forma infantil de llamar la atenció n, de reclamar afecto. No caigas en su juego. La mejor manera de responder es ignorá ndola, manteniendo la calma, preservando la rutina de trabajo y descanso, sin alteraciones. En cuanto a Gonzalo, está claro que no debes verlo: su sola presencia te intoxica, te hace dañ o. Aunque mamá se enoje, cortaré a Gonzalo de mi vida, no me rebajaré a una sola discusió n con é l, ni siquiera a una conversació n banal de las muchas que hemos tenido en los ú ltimos añ os, só lo para disimular lo que en verdad sabí amos: que, a pesar de ser hermanos, é ramos y seguimos siendo enemigos porque é l lo ha querido así. Que se joda. Que se vaya a tomar por el culo, lo que probablemente le va a gustar. ¿ Y si Zoe se ha marchado con é l? ¿ Si ahora mismo está en el taller de Gonzalo, jugando a la ví ctima, refugiá ndose en sus brazos, traicioná ndome los dos como unos maleantes de esquina? Pues no hay nada que pueda hacer, nada que deba hacer, salvo esperar, respirar tranquilo, sacarme de encima toda esta rabia y esta vergü enza que llevo adentro y que ustedes, miserables, me han metido en la sangre, queriendo vengarse de mí como si fuese un canalla, cuando no lo soy, nunca lo fui, só lo traté de ser un buen hermano contigo, Gonzalo, y un marido atento contigo, Zoe, puta de mierda: ¡ qué poco te conocí a cuando me casé contigo y pensé que eras, ante todo, una mujer de buenos sentimientos! Con la intenció n de calmarse, Ignacio se desviste, entra a la ducha y se da un largo bañ o en agua caliente. Trata de no pensar en nada, de mantener la cabeza en blanco, relajá ndose, pero, una y otra vez, una imagen perturbadora lo asalta, privá ndolo de la mí nima tranquilidad que intenta restaurar en su cuerpo, la imagen de su mujer y su hermano amá ndose con una pasió n que desconocí an, la poderosa sospecha de que Gonzalo, en venganza por esa vieja abyecció n de la que lo culpa, ha seducido a Zoe, enseñ á ndole unos placeres que ella probablemente ignoraba. Si mi mujer y mi hermano no está n acostá ndose juntos, ¿ por qué puedo verlos en mi cabeza con tanta nitidez? ¿ Por qué esa idea me atormenta con insistencia? ¿ Qué debo hacer para saber la verdad? Nada: só lo esperar. Esperar y dormir. Despué s de secarse y vestir la pijama de franela, se mete en la cama y enciende el televisor en las noticias. Huele en las sá banas el olor de su mujer. No la echa de menos: la desprecia, que es peor. Para vengarse en cierto modo de ella, intenta masturbarse pensando en alguien anó nimo, pero no consigue excitarse. Luego cierra los ojos, cruza los brazos sobre el pecho, respira hondo y reza:
«Dios mí o, no me hagas esto, no me castigues así. ¿ Qué he hecho yo para merecer todo esto? Mi hermano me odia. Yo no tengo la culpa. Yo no le hice nada malo. Lo que pasó entonces fue un juego sucio, algo que no debió ocurrir, pero é ramos chicos, hací amos esas travesuras, fue una estupidez, no un acto de maldad. Yo no lo odio. Nunca lo he odiado. Es má s: ni recordaba eso, prefiero no pensar en los errores que puedo haber cometido cuando era casi un niñ o. Gonzalo, sin embargo, me sigue odiando. No me perdona nada, se aferra a recuerdos feos. No es justo, Señ or. Como tampoco lo es que Zoe me haga esto: regreso cansado del banco y simplemente se ha ido y me pide que no la llame. ¿ Qué se supone que debo hacer? No lo sé. Estoy perdido, confundido, me siento má s dé bil que nunca. Te pido que me des bondad y sabidurí a para salir de esta crisis. Te lo pido de rodillas. »
Ignacio sale de la cama, se hinca de rodillas y dice en voz alta, los ojos anegados en lá grimas: «Perdó name, Señ or. Si fui un mal hermano, te pido perdó n. Si he sido un mal esposo, te ruego que me perdones. Pero no te lleves a Zoe. Por favor, haz que regrese y que podamos seguir estando juntos. No te pido má s. »
Luego regresa a la cama, cierra los ojos y trata de dormir, pero no puede porque está llorando. Una hora despué s, harto de revolverse en la cama, levanta el telé fono y llama a su mujer. No sabe que el celular no suena porque está al fondo de la piscina. Le deja un mensaje: «No estoy molesto. Te extrañ o. Por favor, llá mame. Só lo quiero saber que está s bien. » Cuando está tratando inú tilmente de conciliar el sueñ o, piensa: quizá s las claves de todo esté n en su computadora. Salta de la cama, camina hasta el escritorio de Zoe, prende el ordenador, escribe la contraseñ a de acceso y, de un modo paciente y minucioso, revisa los documentos de su mujer —antiguas cartas, cuentos inconclusos, citas de libros, correspondencia con sus amigas, correos de sus padres, bromas en cadena, fechas de cumpleañ os que debe recordar— hasta que, fatigado, extrañ á ndola todaví a má s, encuentra la carta que ella le escribió una noche insomne y nunca le envió y, a pesar de los consejos de Gonzalo, olvidó borrar. Al leerla, comprende de un modo seco y abrumador lo que ya sospechaba: que Zoe ha dejado de quererlo y que ella ama ahora a otro hombre. Ignacio llora de rabia cuando dice para sí mismo: —Es Gonzalo. Sé que eres tú. Luego, derrotado, coge el retrato en el que aparecen juntos, cuando eran una pareja feliz, esquiando en la nieve, y lo mira largamente, con lá grimas en los ojos, y se sorprende al sentir que, a pesar de todo, no puede odiar a esa mujer que le sonrí e en la foto. Me gustarí a odiarte, pero no puedo, piensa. A quien odio es a Gonzalo. —Cabró n, hijo de mil putas —dice, pero lo dice má s tranquilo, sin gritar, como si, al pronunciar cada palabra, estuviese tramando su venganza. Cuando se tumba en la cama y huele a su mujer ausente en esas sá banas de lujo, piensa que la vida es, despué s de todo, una buena mierda y que lo ú nico que le queda por delante es ser fuerte, resistir y consolarse con las desgracias de sus enemigos. Mi mejor venganza, ahora mismo, es dormir, piensa. Por eso camina al bañ o y toma tres somní feros de alto poder hipnó tico. Media hora má s tarde, todaví a está despierto y con ganas de pegarle a alguien.
Zoe despierta feliz. Ha dormido once horas consecutivas, sin sobresaltos, soñ ando con la casa en que fue niñ a, sintiendo que volaba por encima de esa casa de jardines muy grandes y que, al hacerlo, dejá ndose llevar por el viento, sin miedo a caer, era feliz, inmensamente feliz. Cuando despierta, se estira en la cama, emite un gemido placentero y mira el reloj despertador: es tarde, bien entrada la mañ ana, y no tiene ganas de hacer nada, ni siquiera vestirse, só lo quedarse en la habitació n, descansar y mimarse. Sale de la cama. Está desnuda. Le gusta dormir desnuda, pero no suele hacerlo cuando duerme con su marido, porque a é l le parece una vulgaridad. Camina hacia la ventana, abre un poco las cortinas, mira los viejos techos de la ciudad, iluminados por un sol esplé ndido. A lo lejos, se oye el bullicio del trá fico. De pronto, cede a una idea irresistiblemente coqueta: abre las puertas que dan al balcó n, sale desnuda, se para bajo el sol, estira los brazos hacia arriba y se siente libre, como hací a mucho no se sentí a. En seguida recuerda que alguien puede verla, que sigue siendo la esposa del banquero má s poderoso de la ciudad, y por eso regresa de prisa a su habitació n, junta las puertas y cierra las cortinas. Tendré el dí a má s ocioso de mi vida, se promete. No haré nada. Comeré acá en la suite todo lo que me apetezca, veré programas tontos en televisió n, no llamaré por telé fono a nadie, dormiré como una marmota en su madriguera de invierno y me dedicaré al exquisito placer de no hacer nada. Espero que Ignacio no me busque. Espero que no dé conmigo. Serí a tan odioso tener que darle explicaciones. Gonzalo es otra cosa: no quiero verlo, pero si lo extrañ o y necesito sexo del bueno, siempre puedo llamarlo desesperada. Ya veremos. Por ahora, quiero estar sola y darme un bañ o larguí simo en tina. En efecto, Zoe entra al bañ o, abre las llaves de agua, se sienta y orina, se mira luego en el espejo, de pie, bajo una luz intensa, y se alegra al comprobar que sigue siendo una mujer hermosa y que la soledad que ha escogido no eclipsa esa belleza sino, curiosamente, parece refinarla. No sé si es la luz del bañ o, el espejo o las once horas que he dormido, pero me veo má s guapa de lo que me he visto en mucho tiempo. ¿ O será que la sola compañ í a de Ignacio me hace sentir fea, verme fea? La belleza de una mujer, se dice Zoe, levantando el mentó n, tocá ndose los pezones, pará ndose de costado para verse las nalgas, só lo puede florecer cuando ha conocido el placer de un orgasmo perfecto, y yo recié n he vivido esa sensació n en los brazos de Gonzalo: será por eso que me veo tan linda esta mañ ana y que, aunque quiera negarlo por orgullosa, sigo pensando en é l. Cuando la tina está llena, entra en ella, deja resbalar lentamente su cuerpo en esa masa de agua caliente que es como si la acariciara de abajo arriba, cierra los ojos y no extrañ a ni por un segundo la rutina de mujer casada que ha interrumpido bruscamente, no sabe por cuá nto tiempo. Esto es por ahora la felicidad: mi cuerpo en una tina caliente del mejor hotel de la ciudad sin que nadie sepa dó nde diablos estoy. Soy una niñ a, no una puta, apenas una niñ a traviesa y por eso he escapado: para que me extrañ en, para que mis hombres sepan que la vida sin mí vale poco o nada. Zoe sonrí e perezosamente hasta que recuerda que su menstruació n lleva má s de una semana de retraso. Tonterí as, piensa. Será el estré s, la tensió n en las que he estado viviendo ú ltimamente. Ya me vendrá. No es nada del otro mundo atrasarme unos dí as. Me ha pasado antes. Ni pienses en eso, Zoe: ni lo pienses. No eches a perder este momento divino. Ya te vendrá la regla. Ahora, relá jate y disfruta. Zoe cierra los ojos y sonrí e. Todo está bien, se repite. Todo está deliciosamente bien. Aunque podrí a estar mejor si el caradura de Gonzalo se metiera a esta tina conmigo. Tontita. Putita. No pienses en é l. No lo llames. Só lo cierra los ojos y siente tu cuerpo erizado bajo el agua.
Gonzalo está borracho. No ha podido pintar. Torturado por los recuerdos, ha caminado a media tarde hasta un bar cercano, ha comprado un par de botellas de vino y ha regresado a su taller, donde, sentado en el piso de madera, descalzo, escuchando mú sica de los añ os en que fue un muchacho, ha bebido con cierta prisa, como si quisiera espantar con el alcohol la tristeza de sentir que su hermano fue desleal con é l y, tambié n, la vergü enza de saberse é l mismo un traidor. Despué s de beber la primera botella, orinando en un bañ o que no ha limpiado hace meses, ha sentido el deseado adormecimiento de la embriaguez, la laxitud tan conveniente que encuentra al turbarse con tantos vasos de vino. No he pintado un carajo hoy, piensa, mientras camina por su estudio, las manos en los bolsillos. No me he bañ ado hace tres dí as. Estoy borracho. Son las cinco de la tarde. Mi vida es una mierda. No soy un pintor, soy un borracho, un egoí sta y un canalla. No quiero a nadie. No quiero enamorarme. No quiero vivir con una mujer ni tener hijos. Quiero estar solo y, si me da la gana, como ahora, intoxicarme, joderme la vida, deprimirme como el culo. Nadie tiene la culpa de eso: ni siquiera tú, Ignacio, maricó n. Yo elijo ser má s borracho que pintor, má s hombre que buen hermano. Nunca seré una buena persona. No puedo. No me provoca intentarlo siquiera. Creo que serí a demasiado aburrido. Para ser una buena persona hay que ser un poco idiota. Hacer siempre el bien puede ser muy meritorio pero, en lo que a mí respecta, un coñ azo de aburrido. Yo me asumo como un cabró n, como un tipo envenenado y egoí sta, como un bicho raro. Me gusta buscar mi propia satisfacció n. Me gusta que mi vida siga el placer, só lo el placer. Me importa tres carajos el sentido del deber y la responsabilidad: de eso que se ocupen los curas, los bomberos, los policí as. Yo só lo quiero pasarla bien. Y si soy un buen tipo no la paso bien: me aburro, me siento un pelotudo, me rí o de mí mismo. É sa es la verdad, la puñ etera verdad, y tengo suficientes cojones para admitirla aunque esté borracho: soy un cabró n porque me divierto má s y la paso mejor y porque me sale de las pelotas hacer las cosas que me dan placer. Nunca seré un buen tipo. No creo en los buenos tipos. Mi hermano va por la vida con bandera de hombre bueno, de ciudadano ejemplar, de hombre de negocios exitoso: yo sé la clase de mierda que es Ignacio, a mí no me va a engañ ar. Yo sé que ese banquero que todos admiran es, en el fondo, un cobarde, un hombrecillo de poca monta, un tipejo capaz de encolarse a su hermano menor só lo para sentir que es má s listo y que tiene el poder. Yo no poso de bueno: yo soy quien me da la gana ser, y nunca me tirarí a a un hermano, aunque sí a la esposa de este maricó n, y bien que le gusta. No seré nunca un buen tipo, pero sí un gran pintor y eso es lo ú nico que me interesa en la vida. Si dejo un gran cuadro, un cuadro perfecto, una obra de arte que me sobreviva y perdure con el tiempo y sea capaz de inspirar belleza en otros ojos y mejorar así este mundo de mierda en el que só lo me provoca estar borracho, entonces habré triunfado sobre los miserables como mi hermano, que quisieron destruirme, sodomizá ndome, humillá ndome, hacié ndome sentir un apestado só lo por atreverme a ser diferente, y me habré vengado gloriosamente y mi vida tendrá un pequeñ í simo sentido, despué s de todo. Y para eso, para ser un pintor de cojones, para pintar el cuadro perfecto, só lo puedo ser yo mismo, un tipo cí nico, egoí sta, sin preocupaciones morales, porque la ú nica moral que yo acepto es la que me es ú til, la que me sirve, la que se subordina al placer, a mi placer, a mi goce fí sico, espiritual, esté tico. Y si yo gozo tirá ndome a Zoe, vié ndole la cara de puta que nunca se atrevió a mostrarle al imbé cil de mi hermano, entonces debo tirá rmela cuantas veces quiera, cuantas veces me dé placer. Lo demá s son mariconadas, escrú pulos morales de curas rosquetes y monjitas estreñ idas de clausura. Ahora estoy borracho y no voy a pintar nada y me voy a seguir emborrachando hasta que reviente y voy a llamar a mi putita porque me calienta la idea de tirá rmela así, borracho, salvaje, animal, como a ella le gusta. Gonzalo se levanta del piso, camina al telé fono y marca el celular de Zoe, pero nadie contesta porque el aparato sigue al fondo de una piscina quieta. Luego siente unas violentas arcadas, corre al bañ o, se arrodilla y vomita en el escusado. En ese mismo instante, en una suite del mejor hotel de la ciudad, Zoe, ví ctima de unas ná useas inexplicables, se arrodilla y vomita en el bañ o lujoso, mientras piensa: ¿ por qué diablos estoy vomitando, si no he tomado licor ni comido nada pesado?
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