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Libros Tauro 18 страница



—¿ Qué quiere usted saber, señ ora insomne? —pregunta Ignacio, risueñ o, tras cerrar el cañ o de la ducha, abriendo la puerta corrediza de vidrio.

Ella mira fugazmente el sexo mojado de su marido y siente todo menos deseo. Cruza las piernas. Se abriga con una toalla blanca, cubriendo sus hombros y brazos, mientras é l coge otra toalla y se seca con energí a.

—¿ Alguna vez has estado con un hombre? —pregunta Zoe, mirá ndolo a los ojos, eligiendo cuidadosamente cada palabra.

Ignacio se queda paralizado un instante. Nunca antes ha hablado de este tema con Zoe y ahora, una mañ ana cualquiera ella le dispara esa pregunta inesperada a quemarropa. Frunce el ceñ o, improvisa un gesto de sorpresa algo teatral trata de sonreí r para que no parezca que ha sido pillado con la guardia baja y responde en su mejor voz de banquero entrenado para mantener la calma aun en las peores circunstancias:

—Sí, mi amor. Ayer estuve con un hombre. Almorcé con Gonzalo en el club.

Luego sonrí e y sigue secá ndose, como si nada hubiese pasado. Pero, tras esa apariencia de normalidad, piensa con desasosiego: ¿ qué mierda ha pasado para que ella venga a hacerme esta pregunta? ¿ Qué le habrá dicho Gonzalo para que ella desconfí e de mí? ¿ Habrá n hablado ayer, despué s del almuerzo que tuvimos? ¿ Qué maldades y mentiras le habrá contado ese hijo de la gran puta?

—No te hagas el payaso —se mantiene seria Zoe, y é l se preocupa, pero lo esconde—. Tú sabes a qué me refiero.

—No, mi amor. ¿ Qué quieres saber?

Ignacio se seca los pies y se repite mentalmente que no debe ofuscarse, perder la paciencia.

—¿ Alguna vez te has enamorado de un hombre? Ignacio rí e, sale de la ducha, besa a Zoe en la frente, pero ella, malhumorada, no cede.

—No, mi amor. Nunca. Pero me he enamorado de mi perro, cuando era niñ o.

Zoe no sonrí e, no celebra esa ocurrencia con la que su esposo trata de relajar la evidente tensió n que ahora reina en ese bañ o de lujo.

—No me mientas, Ignacio. Dime la verdad.

—No te miento, tontita. ¿ Por qué me preguntas estas cosas tan raras?

Zoe, desconfiada, insiste:

—¿ Alguna vez te has acostado con un hombre?

Ahora Ignacio deja de sonreí r y la mira con una cierta incomodidad:

—No. Nunca. ¿ Qué te hace pensar eso?

—¿ Te gustan los hombres, Ignacio? Dime la verdad.

En la voz de Zoe hay menos ira que dolor, y por eso Ignacio se acerca a ella, la toma de los hombros y la mira con ternura:

—No, mi amor —contesta—. No me gustan los hombres. Me gustas tú. ¿ Se puede saber qué bicho te ha picado para que me vengas con esas preguntas?

Zoe no lo puede evitar y toda la rabia, la impotencia, el cansancio y el dolor se anudan en su garganta y la hacen llorar.

—¿ Eres un maricó n reprimido? —pregunta, llorando.

—No, qué dices —responde Ignacio, arrodillá ndose a su lado, besá ndola en la mejilla, sintiendo el sabor salado de las lá grimas de su mujer—. ¿ Por qué piensas esas cosas, mi amor? ¿ Quié n te ha metido esas ideas absurdas?

—Nadie. Era só lo una duda.

—No es una duda. Es un disparate.

—¿ Me juras que no está s mintiendo?

—No tengo que jurarte nada. Tú sabes que te digo la verdad.

—Jú rame que no eres un maricó n reprimido y que todos estos añ os me has querido de verdad, Ignacio.

—Te lo juro por la memoria de papá —dice é l, solemnemente, y luego la besa en la boca.

Es el hijo de puta de Gonzalo, que me ha traicionado una vez má s, piensa é l.

No sé si creerle, piensa ella.

Luego regresan a la cama, se abrazan y, mirá ndola a los ojos, Ignacio le dice:

—Tú eres el gran amor de mi vida, Zoe. Siempre te voy a querer.

Zoe trata de sonreí r pero le sale una mueca triste y dice:

—Yo tambié n. Pero una voz en ella le dice: aunque no seas el gran amor de mi vida.

 

Cuando Ignacio se viste de prisa, mientras ella sigue en la cama, un pensamiento violento y oscuro lo asalta, roba el buen á nimo con el que se levantó má s temprano: Gonzalo me odia y no va a parar hasta destruir mi matrimonio. Gonzalo le ha dicho que soy un maricó n reprimido. Gonzalo cree que soy un maricó n reprimido. Gonzalo es un hijo de puta. Ahora verá quié n soy. Lo voy a aplastar como a una cucaracha.

—Duerme rico, mi amor —le da un beso en la frente a su esposa—. No te levantes antes de mediodí a. Yo te llamo del banco.

—Que tengas un buen dí a —responde Zoe, descorazonada, como si no quisiera estar allí, en esa cama, en ese matrimonio.

—Te quiero —dice é l.

No me mientas, piensa ella. No te mientas má s, Ignacio. Todo esto es una mentira. Tenemos que dejar de jugar esta farsa tan triste. Tú no me quieres. Nunca me has querido. Yo quiero a tu hermano y tú eres tan extrañ o y misterioso que no quieres a nadie porque no sé si eres un maricó n reprimido, pero sí estoy segura de que no sabes lo que es querer de verdad. Lo ú nico que yo quiero ahora es dormir, dormir todo el dí a. Á ndate al banco, sé feliz y dé jame dormir. Me voy a tomar dos pastillas. Quiero olvidarme de mi vida y descansar.

 

Zoe oye el motor de la camioneta alejá ndose y es un alivio para ella.

Camino al banco, Ignacio se desví a, sale de la autopista y se dirige al taller de Gonzalo. A pesar de que es temprano y sabe que estará durmiendo, necesita verlo personalmente. Tan pronto como salió de su casa, lo llamó desde el celular y esperó en vano a que contestase. Cuando oyó la voz grabada, pidiendo que dejara un mensaje, cortó y decidió que tení a que ir a verlo. Ignacio está irritado. Una vez má s, siente que ha sido traicionado por su hermano. Procura seguir conduciendo con la prudencia habitual, no dejarse arrastrar por el rencor que esconde contra é l, mantener la calma ante todo. No es fá cil, sin embargo: el recuerdo vivo de su mujer preguntá ndole en el bañ o si es verdad que le gustan los hombres lo ha sacado de sus casillas, ha roto la armoní a que inú tilmente intenta restaurar escuchando mú sica clá sica en la radio y lo ha llenado de rabia contra su hermano, a quien, sin dudarlo, culpa de que Zoe no só lo parezca decepcionada de su matrimonio, sino hasta se permita dudar de su sexualidad. Eres una mierda, piensa. Trato de ser generoso contigo, perdono las insidias que te oí decirle a mi mujer por telé fono, hago un esfuerzo supremo por seguir siendo amigos, pero siempre me decepcionas, me das un golpe bajo má s, me haces pensar que, en el fondo, me odias, me envidias y quieres joderme, vengarte de algo que no sabes bien qué es, verme mal, y sabes que mi lado má s vulnerable es Zoe, sabes que es allí por donde mejor puedes golpearme, y por eso, cabró n, hijo de puta, miserable, me atacas por donde má s me duele, le dices cosas venenosas a Zoe, abusando de su ingenuidad y de que ella te admira como pintor, intrigas contra mí, siembras cizañ a, le dices mentiras que ella asume como verdades, por ejemplo, que a lo mejor me gustan los hombres. Só lo un tipejo de callejó n, una rata de alcantarilla serí a capaz de hacer semejante bajeza, conspirar con mi esposa para destruir mi matrimonio, hacié ndole creer que yo la engañ o, que soy un farsante. Pagará s caro tu abyecció n, pedazo de mierda. No te perdonaré esto. Has caí do demasiado bajo. No puedo seguir fingiendo que todo está bien contigo. No puedo perdonarte tantas veces, desgraciado.

 

Ahora Ignacio estaciona la camioneta en una calle poco transitada, frente a la vieja casona donde vive su hermano. Baja de prisa, cruza la calle y toca el timbre con una cierta violencia, presionando largamente el botó n. Despierta, zá ngano, piensa. Hoy no vas a dormir hasta mediodí a, pusilá nime. Hoy vas a despertar má s temprano y te voy a decir en la cara todas las verdades que nunca te he dicho. Hoy me vas a ver por ú ltima vez. Despierta, hijo de puta. Ha venido a saludarte tu hermanito que tanto te quiere, el esposo de tu amiguita del alma, la mujer a la que está s volviendo loca, enemistá ndola contra mí.

—¡ Abre, Gonzalo! —grita, al no obtener respuesta a sus timbrazos impacientes.

No sabe que Gonzalo no oye el timbre porque, al igual que el telé fono, lo ha desconectado para dormir plá cidamente hasta la hora en que su cuerpo, sin crisparse ante ningú n ruido estridente, emerja de un sueñ o profundo y lo devuelva al mundo de los cuadros y las mujeres, sus dos pasiones verdaderas. Gonzalo protege sus horas de sueñ o porque sabe que pinta mucho mejor cuando está descansado, en paz, y no ignora que, si duerme poco, se fatiga rá pidamente al pintar, se queda sin aliento creativo, só lo es capaz de pintar de un modo tenso, entrecortado, al borde siempre de la irritació n y el desá nimo. Por eso, antes de irse a la cama, bien entrada la madrugada, desconecta, como un ritual de aislamiento del que en cierto modo disfruta, los cables del telé fono, el fax y el timbre, asegurá ndose de que ningú n aparato interrumpa con sus sonidos las horas de sueñ o que se ha ganado luego de batallar solitariamente con sus cuadros. Mientras, en la puerta de calle, Ignacio toca el timbre como un energú meno, adentro, en su casona de techos altos y pisos que crujen, Gonzalo duerme como un bebé, libre de toda culpa y remordimiento. Pero Ignacio, por supuesto, lo imagina despierto, en pie, agazapado tras la pared, espiá ndolo por una rendija de esas cortinas que impiden la filtració n del má s dé bil rayo de luz. Ignacio imagina a su hermano asustado, escondido, avergonzado, sabié ndose miserable por haberle dicho insidias y vilezas a Zoe, y ese pensamiento, la certeza de que Gonzalo no se atreve a darle la cara, multiplica su ofuscació n, avinagra todaví a má s su espí ritu y lo llena de una violencia ciega que necesita descargar contra alguien, contra algo, y ya no basta el timbre que sigue apretando con la insistencia de un demente. Por eso, porque ha perdido el control y necesita desahogar esa rabia que corroe sus entrañ as, Ignacio coge una piedra del pequeñ o jardí n que divide la vereda, aprieta los dientes como reuniendo fuerzas y la arroja contra la ventana de esa casa antigua donde é l cree que su hermano se niega a abrirle la puerta, sin saber que en realidad duerme a pierna suelta. La piedra impacta contra la ventana pero no la rompe.

—Mierda —dice, y busca otra piedra má s grande, hasta que la encuentra.

Luego la arroja con má s fuerza y esta vez sí rompe el vidrio. El ruido de esa piedra abriendo un orificio y partiendo la ventana en añ icos le produce en el acto la sensació n deseada de venganza, pero en seguida se asusta y mira a su alrededor, para asegurarse de que nadie lo haya visto tirando esa piedra contra la casa de su hermano: la calle, para su alivio, está desierta.

—¡ Abre la puerta, Gonzalo! —vuelve a gritar.

Ignacio alcanza a sentir vergü enza del acto de barbarie que está protagonizando a plena luz del dí a en una calle sosegada de la ciudad en la que vive y es una conspicua personalidad del mundo de los negocios, pero esa vergü enza palidece frente a la rabia que lo devora por dentro y lo hace gritar aú n má s fuerte:

—¡ Á breme la puerta, pobre diablo!

Adentro, en su casa, tendido de costado en la cama má s grande que pudo comprar para é l, vestido apenas con una camiseta de manga larga, Gonzalo despierta refunfuñ ando, sobresaltado por ese bullicio que alguien provoca en su puerta y el ruido de la ventana al romperse.

—¿ Quié n mierda hace tanto escá ndalo? —dice, como hablando consigo mismo.

Luego escucha una voz que le es familiar:

—¡ No me voy a ir hasta que me abras, Gonzalo!

Se incorpora lentamente de la cama, mira el reloj, se escandaliza al comprobar que no son todaví a las nueve de la mañ ana y dice:

—¿ Quié n es el imbé cil que está afuera?

Al caminar descalzo hacia la ventana, advierte que su sexo todaví a está erguido, lo que suele ser comú n cuando se despierta.

—¡ Sé que está s ahí, cobarde! —oye el grito destemplado, y reconoce en seguida la voz de su hermano.

Luego abre apenas la cortina, ve a Ignacio afuera, el rostro desencajado, las manos en la cintura, y, al descorrer un poco má s la cortina y mirar hacia el piso, comprende, viendo los pedazos de vidrio sobre el suelo, el orificio en la ventana, que es Ignacio quien ha tirado una piedra para despertarlo, dado que el timbre está desconectado. Qué le pasa a este dé bil mental, piensa. Desde la ventana, mira con extrañ eza a su hermano, quien le devuelve una mirada virulenta, antes de gritarle:

—¡ Á breme inmediatamente!

Gonzalo corre la cortina, cegá ndose con la sú bita luz de la mañ ana, y camina con cuidado para no pisar los vidrios hasta el intercomunicador, el que, una vez reconectado el cable, aprieta, abriendo automá ticamente la puerta de calle. Luego camina hacia su cama, recoge un calzoncillo blanco del suelo y lo viste sin apuro, a la espera de que Ignacio toque la puerta. Ignacio golpea la puerta con violencia y Gonzalo no tarda en abrirla:

—¿ Qué mierda te pasa, se puede saber? —pregunta. Ignacio le da un empelló n y entra a la casa.

—No pensé que podí as ser tan miserable, Gonzalo —le dice, clavá ndole una mirada llena de odio.

Ahora sí se enteró de todo y estoy jodido, piensa Gonzalo. Zoe le ha contado toda la verdad. Puta tontita, tení as que cagarla así.

—Si has venido acá a insultarme, te largas o te saco a patadas —contesta, sobreponié ndose al miedo, tratando de sorprenderlo.

No ignora que su hermano, por muy enojado que esté, respeta su superioridad fí sica y debe de recordar que es é l, Gonzalo, quien pelea con má s ferocidad y menos escrú pulos.

—¡ Eres un hijo de puta! —grita Ignacio, y le avienta una bofetada que Gonzalo encaja con serenidad y no contesta porque sabe que, en el fondo, la merece y porque todaví a no conoce las razones de tan desaforada conducta de su hermano mayor.

—Quizá s —dice Gonzalo, con calma—. Pero no menos que tú.

Luego espera lo peor: que le recuerden, con los peores insultos, la traició n que ha cometido. Pero Ignacio lo sorprende:

—¡ Có mo puedes decirle a Zoe que soy un maricó n! ¡ Có mo te atreves, rata de mierda!

Ignacio camina descontrolado y patea el caballete que sostiene el cuadro que Gonzalo ha dejado inconcluso. El cuadro cae al suelo de un modo aparatoso. Gonzalo, aliviado porque la acusació n es menos grave de lo que esperaba, indignado por la agresió n, monta en có lera, se acerca a su hermano y lo coge con las dos manos del pescuezo, al tiempo que le grita:

—¡ No toques mis cuadros, maricó n! ¡ No te atrevas, que te parto la cara!

—¡ Sué ltame! —se zafa a duras penas Ignacio, algo intimidado por esa demostració n de brutalidad con la que Gonzalo le ha recordado que, en caso de una pelea fí sica, será é l quien lleve las de perder—. ¡ Y no vuelvas a decirme maricó n! He venido a tu casa a decirte que no quiero volver a verte, que te prohibo que vuelvas a ver a mi esposa, que eres un miserable, que está s buscando destruir mi matrimonio y que no soy un maricó n, soy má s hombre que tú, tengo los cojones que tú nunca tuviste, y por eso trabajo como un perro en el banco y me rompo para que todo lo que nos dejó papá no se vaya al agua, y ¿ quié n carajo te crees tú, pintorcito de pacotilla, artista paté tico que tiene que venderle sus cuadros a su propia familia, para venir a decirle a mi mujer que soy un maricó n? ¿ Quié n carajo te crees que eres, traidor de mierda?

Ignacio grita y Gonzalo lo escucha dirigié ndole una mirada displicente, superior.

—Yo no le he dicho a Zoe que eres un maricó n —se defiende, tratando de demostrarle a su hermano una serenidad y un aplomo que, sabe bien, son una muestra de superioridad moral en ese momento en que es tan fá cil dejarse arrastrar por la ira—. Está s confundido, Ignacio. Está s haciendo un papeló n. Te está traicionando tu propia conciencia.

—¡ Yo no soy un maricó n! —grita Ignacio—. ¡ Nunca lo he sido! ¡ No tienes derecho de andar diciendo esas cosas de mí!

—Yo no he dicho eso —dice Gonzalo—. Si Zoe piensa eso, es problema suyo, no me eches la culpa a mí.

—¡ Zoe piensa eso porque tú se lo has dicho y ella me lo ha contado tal cual a mí! ¡ No seas miserable en seguir negando la verdad!

Gonzalo retrocede un poco:

—Só lo le dije que a veces pienso que de repente eres un maricó n reprimido —dice.

—¡ No soy un maricó n reprimido! —grita Ignacio, y empuja a su hermano, que cae sentado en la cama—. ¡ El maricó n eres tú, que me tracionas con mi propia esposa!

—Si no lo eres, ¿ por qué te molestas tanto?

—¡ Porque está s destruyendo mi matrimonio, hijo de puta! ¿ No te das cuenta?

Gonzalo se calla unos segundos, duda si decirle el recuerdo que lo atormenta todaví a, lo mira a los ojos y descarga lentamente las palabras como si lo golpease con un martillo en la cabeza:

—Si no eres un maricó n, ¿ por qué me violaste cuando é ramos chicos?

Ignacio se queda inmó vil, un gesto de pavor en la mirada, el rostro que de pronto ha empalidecido. No sabe qué decir, có mo responder a esa acusació n inesperada. De pronto, la rabia que sentí a se ha convertido en desconcierto, confusió n, perplejidad.

—¿ O crees que me he olvidado? —insiste Gonzalo, desde la cama.

No se arrepiente de haberle dicho por fin lo que ha callado por tantos añ os.

—Yo nunca te violé —balbucea Ignacio—. No sé de qué está s hablando.

—Sí sabes —contesta Gonzalo—. Lo sabes perfectamente. No te hagas el tonto.

—¡ Yo no soy un maricó n y nunca te he violado! Deberí as ir al psiquiatra.

A pesar de que lo niega, algo en Ignacio se ha roto y descompuesto, y ya no luce la desaforada agresividad con la que entró a esa casa.

—Fuiste una mierda en abusar de mí —habla Gonzalo lo que tanto tiempo ha callado—. No creas que no lo recuerdo. Me traicionaste, Ignacio. No te puedo perdonar por eso. Fue la peor bajeza que pudiste haberme hecho. Eras mi í dolo y me la metiste por el culo cuando é ramos chicos. No te odio por eso: te desprecio, cabró n.

Ignacio baja la mirada, no se atreve a mirarlo a los ojos.

—Y por eso creo que de repente eres un maricó n reprimido. Y se lo dije a Zoe porque me da pena que la hagas tan infeliz.

—¡ No te metas con mi mujer! —recupera Ignacio la seguridad en sí mismo, mirando con desprecio a su hermano—. ¡ Está s inventá ndote una absoluta falsedad para hacerme sentir mal y para que Zoe me deje! ¿ Le has dicho esa mentira, que yo te violé?

—No —contesta Gonzalo, sin exaltarse—. Pero tú sabes que no es mentira.

—¡ Claro que es mentira, Gonzalo! ¡ Siempre he sido un buen hermano contigo, he sido todo lo generoso que he podido, te he perdonado todas las deslealtades, he complacido tus caprichos má s ridí culos! Pero ¿ sabes qué? ¡ Esto se acabó! ¡ No quiero verte má s! Desde hoy, no te considero mi hermano.

Ignacio mira a su hermano con un odio del que se creí a incapaz y le dice:

—No quiero verte má s. No te aparezcas por mi vida. No te atrevas a volver a hablar con Zoe, que te voy a destruir. Eres un miserable. No quiero volver a verte. Adió s.

Cuando Ignacio camina hacia la puerta, Gonzalo le dice:

—Violador. Maricó n de mierda. Lá rgate. Yo tampoco quiero verte má s.

Cinco minutos má s tarde, Ignacio conduce su camioneta y llora en silencio, agobiado por los recuerdos. En la soledad de su taller, todaví a sentado sobre la cama, en calzoncillos y camiseta de dormir, Gonzalo se toma la cara con las manos y llora, furioso, por lo que pasó hace tanto tiempo y no puede perdonar.

 

Tumbado en su cama, sollozando, Gonzalo recuerda. Era un niñ o, no habí a cumplido doce añ os. Ignacio acababa de festejar sus diecisiete, lo recuerda bien porque hizo una fiesta con sus amigos del colegio en la que bailaron y bebieron hasta al amanecer. Al dí a siguiente de la fiesta, Ignacio y Gonzalo jugaron tenis en el club; como de costumbre, fue el mayor quien se impuso. Luego volvieron a casa. Estaban solos, sus padres habí an salido a un almuerzo. Ignacio propuso que vieran el ví deo de una pelí cula pornográ fica que le habí a prestado un amigo. Gonzalo, algo nervioso, celebró la idea. Entraron a la habitació n de sus padres, pusieron el ví deo y, todaví a en ropa deportiva, sudorosos, se sentaron sobre la alfombra a ver la pelí cula. Fue la primera vez que Gonzalo vio las imá genes explí citas de una mujer y un hombre copulando: le pareció menos excitante de lo que habí a imaginado, por momentos incluso le dio asco que la cá mara se acercase tan obscenamente a esos cuerpos agitados. Para orpresa, Ignacio empezó a masturbarse y le sugirió, con a sonrisa maliciosa, que é l lo hiciera tambié n, mientras veí an, en el televisor de sus padres, algo que no podí a parecerse siquiera vagamente al amor, algo que, pensaba Gonzalo, debí a de ser só lo sexo mecá nico y con toda probabilidad impostado. Por complicidad con su hermano, no porque lo deseara de veras, Gonzalo, tocá ndose debajo del pantaló n deportivo, endureció su sexo y vio sorprendido que Ignacio no escondí a el suyo y lo frotaba como si quisiera que é l lo viese. Gonzalo e Ignacio se habí an visto desnudos en numerosas ocasiones, pero era la primera vez en que el mayor se masturbaba tan visiblemente al lado de su hermano. De pronto, Ignacio sugirió que se echasen en la cama, para estar má s có modos. Gonzalo estuvo de acuerdo. Cuando se pusieron de pie, Ignacio dijo:

—Mejor nos quitamos la ropa.

—No, así está bien —discrepó tí midamente Gonzalo.

—No, sin ropa es mejor. Te voy a enseñ ar algunos trucos.

—¿ Qué trucos?

—Vas a ver. Te van a gustar. Cosas que tienes que aprender para despué s hacerlas con una chica.

Ignacio se desvistió de prisa y se echó sobre la cama de sus padres.

—Quí tate la ropa —insistió.

—Bueno, ya —dijo Gonzalo.

Al verse desnudos, comprobaron lo que, en realidad, ya sabí an: que el menor estaba mejor dotado para las cosas del sexo. Lo tiene má s grande y má s bonito que el mí o, pensó Ignacio con cierta envidia. Pero yo soy má s inteligente, se consoló.

—É chate saliva en la mano —le dijo a su hermano menor—. Es má s rico. Resbala mejor.

Gonzalo le hizo caso.

—Tienes razó n —dijo, mientras agitaba su sexo.

Habí a aprendido a masturbarse gracias a su hermano, quien, unos meses atrá s, le enseñ ó lo que debí a hacer para darse a solas ese placer furtivo.

—Dé jame que te la chupe —dijo Ignacio.

Gonzalo se sorprendió, lo miró a los ojos con cierta extrañ eza, le pareció raro lo que acababa de oí r.

—¿ Qué? —se hizo el tonto.

—Te la voy a chupar.

—No, mejor no.

—¿ Por qué? No seas tonto.

—No quiero, no me provoca.

—Só lo para que sepas lo que se siente cuando te la chupa una chica. Só lo para que aprendas, huevó n. No te asustes.

El tono seguro y viril de Ignacio le hicieron creer que era só lo un ejercicio didá ctico, una extrañ a generosidad de hermano mayor, y por eso Gonzalo se resignó:

—Bueno, ya, pero só lo un poquito.

—Cierra los ojos, mejor. Piensa en la chica que má s te guste.

—Está bien.

Gonzalo cerró los ojos y sintió algo cá lido y agradable ahí abajo.

—Ahora é chate boca abajo —dijo Ignacio.

—¿ Para qué?

—Haz lo que te digo. No preguntes tanto. ¿ Te gustó la chupadita o no?

—Sí, má s o menos.

—Hazme caso, entonces. É chate boca abajo, mirando la pelí cula.

Gonzalo se tendió en la cama y sintió que su hermano lo tocaba entre las nalgas.

—¿ Qué haces? —preguntó, volteá ndose.

—Qué date callado. No hables. Mira la pelí cula.

—No me toques el poto, Ignacio.

—Cá llate. Es só lo un ratito. Te va a gustar.

Ignacio echó bastante saliva en su sexo, se inclinó sobre la espalda de su hermano y trató de meté rselo.

—¿ Qué haces? —se quejó Gonzalo—. Duele.

—Aguanta un poquito —susurró Ignacio con una voz extrañ a que le dio miedo a Gonzalo.

—No jodas, para.

Ya era tarde: Ignacio empujó con fuerza e introdujo su sexo entre las nalgas de su hermano, que dio un grito:

—¡ Duele, imbé cil! ¡ Sá camelo!

—Cá llate —dijo Ignacio, movié ndose—. Aguanta un poquito. Ahorita termino.

Gonzalo cerró los ojos, aguantó el dolor, lloró de rabia mientras su hermano se moví a detrá s de é l hasta terminar de prisa y sacá rsela.

—Me voy a duchar —dijo Ignacio, y detuvo la pelí cula—. Otro dí a te dejo que me la metas, si quieres.

Gonzalo no dijo nada, se mantuvo quieto, tirado en la cama, los ojos cerrados, el estupor de sentirse vejado por su hermano, la perplejidad de no entender lo que habí a pasado.

—Tienes que ir aprendiendo estas cosas, para cuando esté s con tu enamorada —dijo Ignacio, y le dio una palmada cariñ osa en la cabeza—. Ven a ducharte.

—Despué s —só lo atinó a decir Gonzalo.

—¿ Te dolió mucho?

—No, só lo un poquito —mintió.

—No digas nada de esto. Es un secreto entre tú y yo.

—Ya.

Ignacio fue a ducharse. Gonzalo guardó el secreto, humillado, pero nunca lo perdonó. Eres un perro, pensó, mientras é l silbaba duchá ndose. No sabí a que podí as ser un perro conmigo. Algú n dí a, cuando sea grande, me voy a vengar.

 

No aguanto má s, piensa Zoe. Tengo que cambiar de vida. No puedo dormir una noche má s con Ignacio. No puedo seguir fingiendo que lo quiero. Tampoco me apetece ver de momento a Gonzalo. Es un sinvergü enza. Está jugando conmigo. Me manipula sin asco. Le importo un pepino. Cree que me tiene en el bolsillo só lo porque me calienta como nadie: pues te equivocas, guapo. Quiero perderme unos dí as. No quiero ver a ninguno de los dos. Que me extrañ en, que me busquen, que se vuelvan locos sin mí. Eso: voy a desaparecer unos dí as. Me vendrá bien.

Zoe piensa esas cosas mientras empaca: elige distraí damente algo de ropa, artí culos de higiene personal, un par de libros, su pijama de la buena suerte, un cuaderno para tomar apuntes, y entremezcla todo, sin demasiada paciencia, dentro de una valija grande, de cuero duro, que suele llevar consigo en los viajes largos. Le diré a Ignacio que he salido de viaje a ver a mis padres, piensa. Le dejaré una nota para que se quede tranquilo. Ya veré luego si viajo y adó nde viajo. No me provoca ir a casa de mamá: me hará muchas preguntas, sabrá que algo está mal con só lo verme la cara. Al duro de Gonzalo, que me desea pero no me ama, no le diré nada: que me extrañ e, que me llame al celular. Le voy a dar una lecció n. La necesita. Cree que estaré siempre a su disposició n cuando quiera tirar conmigo: se equivoca. Cree que no me atrevo a dejar a mi marido: tambié n se equivoca. Cree que no puedo vivir sin é l: quizá s tenga razó n, pero me conviene demostrarle que puedo estar sola y bien, que soy má s fuerte de lo que presume. Puede que só lo necesite irme unos dí as de esta casa, puede que no vuelva má s: no lo sé. Pero tengo clarí simo que hoy no dormiré en esta cama. No aguanto má s.



  

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