Хелпикс

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Libros Tauro 17 страница



Ignacio camina al bañ o y, de perfil, dá ndose vuelta, trata de ver si le han crecido algunos pelitos en la espalda. Encuentra uno que otro al alcance de su brazo derecho y logra cortarlos, pero se siente frustrado al no poder afeitar todos los pelitos de su espalda. Por eso sale del bañ o, viste el pantaló n negro que habí a dejado sobre una de las sillas y, el torso desnudo, los pies descalzos, llama por el telé fono privado a una de sus secretarias:

—Ana, ¿ puede venir un momento, por favor?

—Encantada, señ or —oye la voz dulce de su secretaria.

Ignacio la espera con una navaja pó rtatil de afeitar en la mano derecha, la estació n de mú sica clá sica encendida en la radio, las cortinas cerradas para gozar de absoluta privacidad. Cuando tocan la puerta, camina, abre la llave y dice:

—Pasa, Ana.

—¿ No interrumpo, señ or? —dice ella, casi por costumbre, a pesar de que la han llamado.

—No, pasa, por favor.

 

Ana es una mujer joven, a punto de cumplir los treinta, ya casada, sin hijos. Lleva el pelo corto y unos anteojos de lunas redondeadas. Viste, como de costumbre, un atuendo formal: falda, blusa y saco de colores oscuros, y zapatos impecables. No es una mujer cuya belleza sea llamativa, pero Ignacio la encuentra atractiva. Aprecia su eficiencia y lealtad, pero especialmente su discreció n. Lleva má s de cuatro añ os trabajando con é l y nunca la ha oí do chismorrear, hablar trivialidades, ni la ha pillado cotorreando por telé fono con alguien. Ademá s de parecerle una mujer agraciada, sabe que puede confiar en ella y por eso la ha llamado a su despacho. Tras cerrar la puerta, le dice:

—Perdona que te reciba así, pero estaba relajá ndome.

Ana se ha sorprendido de ver a su jefe con el torso y los pies desnudos, pero sonrí e con naturalidad porque se siente a gusto con é l y sabe que puede confiar en su correcció n y buenas maneras.

—Me parece muy bien que se relaje un poco, señ or. ¿ En qué lo puedo ayudar? —pregunta, con una sonrisa amable. Ignacio la mira con simpatí a:

—¿ Te puedo pedir un favor un poco extravagante?

—Lo que usted quiera, señ or —responde la secretaria, sin dudarlo.

—No puedo afeitarme los pelitos de la espalda. ¿ Me podrí as ayudar?

Ana sonrí e, como si le halagase ese pequeñ o gesto de confianza de su jefe, deja la agenda y el lapicero que llevaba en las manos y dice:

—Por supuesto, señ or. Con mucho gusto.

—¿ No te molesta?

—Có mo me va a molestar. Será un placer.

—Perdó name, Anita, pero soy un maniá tico de estas cosas y só lo puedo pedirte este favor a ti.

—No me tiene que dar explicaciones, señ or. Yo, feliz de ayudarlo.

Ignacio le entrega la navaja portá til y le da la espalda. —Afé itame todos los pelitos, por favor —le pide, en el tono má s amable—. Que no quede uno solo.

—Tampoco hay tantos, señ or —dice ella.

Ignacio cierra los ojos y disfruta de cada pequeñ í simo roce de esa hojita de metal con la piel de su espalda, goza imaginando los pelitos que son extirpados y caen a la alfombra, se deleita abandoná ndose a las manos seguras de esa mujer que trabaja para é l y ahora, en secreto, le afeita la espalda. Es curioso, pero nunca le he pedido a Zoe que me haga esto, piensa.

—¿ Có mo vamos? —pregunta.

—Ya casi no queda ni uno —responde ella.

El aliento cá lido de esa mujer en su espalda le produce una sensació n placentera.

—¿ Le duele? —pregunta Ana.

—Para nada. Má s bien es un placer. Perdona que te haya molestado con esta tonterí a.

—Yo, feliz, señ or. Yo me relajo tambié n un poquito.

Ana afeita ahora los ú ltimos pelitos que encuentra en la parte inferior de la espalda.

—Ya estoy terminando —dice.

—No te apures, Anita.

Ella piensa: me encanta cuando me dice Anita. Pero permanece en silencio, sigue afeitá ndolo y, a veces, para retirar algú n pelito que acaba de cortar, pasa tí midamente la mano por la espalda de su jefe, como si fuera una caricia avergonzada.

—No sabes cuá nto me relajas, Anita. Eres un amor.

—Me alegra, señ or. Yo, feliz. Ademá s, tiene una espalda muy bonita.

Ignacio piensa: si volteo y la beso, ¿ le gustarí a? Pero luego se dice: soy un caballero, un hombre casado, y ella es una chica linda, tambié n casada, y no voy a someterla a ese trance incó modo.

—Listo, señ or.

—Mil gracias, Anita.

La secretaria le devuelve la navaja y sonrí e.

—Cuando quiera.

—Só lo te pido que me guardes el secreto.

—Por supuesto —sonrí e ella.

—Eres un amor —dice é l, y se acerca y le da un beso en la mejilla, y le sorprende sentir que ella le pasa la mano por la espalda fugazmente.

—Y usted, el mejor jefe del mundo —dice ella, y recoge la agenda y el lapicero que dejó sobre la mesa.

—Gracias, Anita.

Ella camina hacia la puerta y, antes de salir, voltea, le dirige una mirada llena de ternura y le dice:

—La señ ora Zoe tiene mucha suerte, señ or. Llá meme cuando me necesite. Permiso.

Ignacio sonrí e y la mira con todo el cariñ o que esa mujer le inspira. Luego se acerca a la puerta y cierra con llave para completar su rutina higié nica, su pequeñ a ceremonia de relajamiento personal. Despué s de girar el cuello haciendo cí rculos imaginarios, saca un palito con la punta en algodó n, de los que suele usar para limpiarse los oí dos, lo introduce en un pequeñ o pomo de crema humectante y, tras quitarse el pantaló n y el calzoncillo, mete el palito con la punta cremosa entre sus nalgas. É sta es la parte de la limpieza que má s me gusta, piensa, moviendo suavemente el palito detrá s de é l.

 

Gonzalo e Ignacio se han reunido a almorzar en el restaurante de un club ejecutivo del que ambos son miembros en su condició n de directores del banco. Fue Ignacio quien llamó a invitarlo, recordá ndole la promesa que hicieron en su casa, y Gonzalo no encontró argumentos para negarse, especialmente cuando su hermano le dijo que harí a una gestió n especial para que lo dejasen entrar sin corbata al club. Como de costumbre en los dí as de trabajo, Ignacio viste traje y corbata, mientras Gonzalo lleva un saco azul, camisa blanca y pantaló n negro, atuendo má s formal del que suele lucir en su rutina diaria de pintor. Me siento un payaso en este club, piensa. Se come rico y yo no pago, pero el ambiente es decadente. Todos estos pavos hablando de dinero, cerrando negocios, sintié ndose unos tiburones, creyé ndose poderosos porque usan saco y corbata, todos uniformados como robots. Me dan pena. No saben lo que es vivir. Prefiero almorzar en mis bares y café s cerca del taller, con la gente normal. Este circo de ganadores no va conmigo.

Ignacio bebe agua mineral y come sin prisa una ensalada. Los mozos del club ya conocen sus gustos y caprichos: no bebe alcohol, prefiere que no le sirvan panes para evitar la tentació n de comé rselos, el agua mineral con gas y sin hielo, la ensalada sin aliñ os excesivos y acompañ ada de queso, jamó n serrano y pedazos de higo, y, como plato de fondo, el pescado a la plancha con tomates y espinaca al horno, una combinació n ligera de sabores que encuentra insuperable, para terminar, en los postres, con helados de agua, preferiblemente fresa y mandarina, pues los helados de leche, si bien le encantan, le provocan trastornos estomacales y por eso se abstiene de probarlos. Mientras prolonga en su boca el sabor del higo mezclado con jamó n, Ignacio piensa que su hermano podrí a tener modales má s refinados, pero se resigna a la idea de que ya es tarde para cambiarlos. Podrí as haber aprendido, Gonzalo, que mover con los dedos los hielos de tu trago es de mala educació n, así como remojar en tu sopa frí a de tomate ese pedazo de pan que has pedido, a pesar de que sabes que no me gusta que traigan panes a la mesa. No importa. Paciencia. Todo sea por la memoria de papá, que sonreirá en el cielo vié ndonos juntos a los dos hermanos.

—¿ Có mo van los cuadros? —pregunta.

—Muy bien —responde Gonzalo—. Pintando como un demente porque tengo exposició n a fin de añ o.

—Qué bueno, aví same con tiempo para no fallarte.

—No te preocupes, yo sé que tú prefieres no ir a esas cosas. Si quieres, te enseñ o los cuadros antes de la exposició n, por si te animas a comprarme alguno.

Siempre pensando en sacarme plata, piensa Ignacio, mientras sonrí e y dice:

—No es mala idea. Zoe estarí a feliz si nos das la primera opció n de compra.

—El mejor negocio que puedes hacer en tu vida es comprarme cuadros —dice Gonzalo, en tono socarró n—. En treinta añ os, cuando yo sea considerado el mejor pintor de mi generació n, van a costar fortunas.

—Sí, claro —sonrí e Ignacio, siguié ndole el juego—. Tú siempre tan humilde, hermanito.

Gonzalo levanta el brazo derecho y llama al camarero, quien se acerca presuroso y toma nota del pedido: otro whisky con hielo.

—Yo nunca he creí do en la humildad —dice, cruzando las piernas, alejá ndose ligeramente de la mesa—. Yo creo en el egoí smo. No se puede hacer nada en la vida sin una buena dosis de egoí smo.

—Ahora entiendo por qué nunca me has invitado a un almuerzo —bromea Ignacio—. Está bien que defiendas el egoí smo, pero tampoco seas tacañ o.

Nadie en la familia es tan avaro como tú, piensa Gonzalo. Nunca voy a olvidar cuando me compraste mi primer cuadro: te pedí un precio justo y regateaste como un mezquino cabró n y me obligaste a bajá rtelo, cuando ademá s tení as toda la plata para pagarme lo que quisieras, pero tuviste, por principio, que negociar conmigo y obligarme a rebajar mi precio original. Yo no soy tacañ o: soy descuidado con el dinero, lo gasto en tonterí as, no sé ahorrar. Tacañ o eres tú, Ignacio. Sé que te duele que pida un whisky má s porque está s pensando que la cuenta será má s cara y la pagará s tú. Por eso lo pido, para joderte. Por eso tambié n he venido al almuerzo: para que me pagues la cuenta y creas que todo está bien entre nosotros, cuando, en realidad, me estoy tirando a tu mujer.

—Te voy a regalar un cuadro, para que no me digas tacañ o.

—Regá laselo a Zoe. La harí as muy feliz. Ella te admira mucho como pintor.

No só lo como pintor, piensa Gonzalo.

—Pero con una condició n.

—¿ Cuá l?

—Que no lo uses para decorar tu piscina. Queda mejor si lo cuelgas en la pared.

Ignacio rí e de buena gana y hace señ as al mozo para que apure los platos de fondo, mientras piensa: todaví a no me ha perdonado el incidente del cuadro, es un rencoroso de mierda, ¿ y yo sí tengo que olvidarme de lo que escuché por telé fono?

—¿ Quieres que te cuente por qué lo hice? —se sorprende Ignacio de haber lanzado esa pregunta.

—Supongo que no te gustó el cuadro.

—No, no fue por eso.

Ahora Ignacio lo mira con seriedad y Gonzalo mantiene una actitud distendida y levemente cí nica, como si tratase de que la conversació n no se torne grave. El mozo aparece con los platos: pescado con vegetales para Ignacio; lomo con papas fritas para Gonzalo. Me jode tu reloj de oro, piensa Gonzalo: ¿ tienes que exhibir tan vulgarmente la plata? Tú siempre tan ordinario para comer, piensa Ignacio: lomo con papas fritas, como si todaví a fué semos niñ os.

—Yo sé cosas que han pasado entre tú y Zoe que tú no tienes idea.

Gonzalo se queda helado. Trata de no delatarse y disimular el miedo que lo ha invadido al escuchar esas palabras. No debo parecer asustado o nervioso, piensa rá pidamente. No puede ser que sepa. Cuando rompió el cuadro, todaví a no nos acostá bamos.

—¿ Cosas mí as y de Zoe? —pregunta, en el tono má s distraí do que es capaz de fingir, para despistar a su hermano y simular que no le oculta secretos.

—Sí —responde secamente Ignacio.

Se miran a los ojos, como si pulsearan quié n es má s fuerte, quié n tiene el control, quié n sucumbe al miedo. A pesar de que se siente pillado y no sabe có mo reaccionar, Gonzalo logra dar una apariencia serena.

—No hay nada escondido —miente con sangre frí a y una sonrisa conveniente—. Zoe es mi amiga. Le gustan mis cuadros. Nos llevamos bien. Punto. Eso es todo.

Está nervioso, piensa Ignacio. Cree que puede disimularlo, pero no me engañ a. Está nervioso. Algo me esconde. No sabe lo que yo sé y por eso lo tengo asustado como un conejo. Pobre tipo.

Me ha tendido una trampa, piensa Gonzalo. Me ha invitado a almorzar para sacarme informació n sobre Zoe. No voy a caer en la trampa. Lo negaré todo con una gran sonrisa. Si crees que eres má s listo y me vas a manipular, te equivocas, cabró n.

—Zoe no es tu amiga —lo corrige Ignacio, manteniendo la voz suave y la mirada cordial—. Zoe es mi mujer.

—Claro que es tu mujer —se apresura Gonzalo—. Pero tambié n es mi amiga.

—Tu amistad con ella ha ido muy lejos —dice Ignacio, al tiempo que dirige una mirada severa a su hermano menor.

No me mires así, piensa Gonzalo. No me hables como si fueras mi padre. Si crees que me vas a meter miedo, te equivocas. No creo que sepas la verdad. Dios, en qué me he metido. Espero que no lo sepas todo, Ignacio. Si lo sabes, estoy jodido, pero lo negaré igual, con absoluta caradura.

—Te equivocas —contesta—. Me sorprende que digas esas cosas. Que le venda un cuadro o la reciba en mi taller para conversar como amigos no tiene nada de malo. Zoe tambié n es una artista y es normal que venga a verme de vez en cuando. No sabí a que te molestaba tanto.

Me hinchas las pelotas cuando separas al mundo entre ustedes, los artistas, y nosotros, los pobres diablos que trabajamos para ganar dinero, piensa Ignacio.

—Deja de hacerte el tonto, Gonzalo. No te queda bien ese papel. Tú sabes a qué me estoy refiriendo.

Estoy jodido, piensa Gonzalo. Lo sabe. Lo sabe todo. Pero tengo que seguir negá ndolo. Ahora es cuando tengo que ser un hijo de puta hasta el final.

—No sé de qué me está s hablando, hermanito. ¿ Por qué no te pides un trago y te relajas? El estré s te está haciendo dañ o.

Ignacio habrí a preferido callarse, pero ya es tarde y confiesa el secreto:

—Yo los oí por telé fono, de casualidad.

Mierda, nos ha oí do tirando por telé fono, piensa Gonzalo.

—¿ Qué oí ste? —pregunta, con cara de distraí do, hacié ndose el tonto.

—¿ No te da vergü enza, Gonzalo?

—No. No me da vergü enza. Porque no he hecho nada malo y no sé de qué carajo me está s hablando. ¿ Por qué no me dices de una puta vez qué fue lo que oí ste y te molestó tanto?

Gonzalo ha levantado un poco la voz, fingiendo que se siente ofendido por la actitud de su hermano. Ignacio piensa: será s canalla, desgraciado. No hay un á pice de culpa en tu mirada. No recuerdas haber hecho nada malo porque hace tiempo dejaste de distinguir entre el bien y el mal, só lo reconoces lo que te conviene, lo que te da placer y alimenta tu ego enfermizo.

—Lo peor es que lo que yo oí de casualidad en mi celular seguramente es só lo una pequeñ ez. Pero lo importante no es lo que oí, sino lo que eso revela.

—¿ Qué revela?

—Que tú y Zoe me esconden cosas.

—¿ Qué cosas? ¡ Está s loco, Ignacio! ¡ Nadie te esconde nada!

—No me tomes el pelo —dice Ignacio, frí amente, mirá ndolo a los ojos—. Tú no eres tonto y yo tampoco.

—Entonces dime qué carajo oí ste y deja de torturarme. ¿ Para eso me invitas a almorzar a este club de pelotudos? ¿ Para interrogarme como si fueras el jefe de la policí a?

—Oí a Zoe hablá ndote mal de mí. Te oí a ti hablando mal de mí. ¡ Eso oí! ¿ Te parece poco? ¿ O debí seguir escuchando?

Qué alivio, piensa Gonzalo. No podí a saberlo. Ignacio es demasiado tonto como para saberlo todo. De todos modos, seguiré hacié ndome el caradura.

—Te habrá s equivocado. Yo no recuerdo haber hablado mal de ti con tu mujer.

Ignacio termina de masticar el pedazo de pescado que se ha llevado a la boca y dice:

—Le dijiste a mi mujer que soy un huevó n. Te reí ste de mí. Dejaste que ella se burlase de mí. ¿ Eso piensas, Gonzalo? ¿ Que soy un huevó n?

Sí, eso pienso, pero no te lo voy a decir, señ orito, piensa Gonzalo.

—No. No creo eso. No recuerdo haberlo dicho tampoco.

—Te oí. No lo niegues. Sonó mi celular, contesté y ustedes dos hablaban. El telé fono de Zoe se marcó de casualidad y escuché clarí simo la conversació n. ¡ Sé má s hombre, carajo! ¡ No lo niegues! ¡ Yo escuché todo!

Gonzalo mantiene la calma, toma un trago, respira aliviado porque la tormenta pudo haber sido mucho peor.

—No recuerdo en detalle esa conversació n —dice—. Quizá s Zoe necesitó desahogarse conmigo y se quejó de ti y yo la escuché con cariñ o, como amigo. Pero no recuerdo haberte insultado.

—No me insultabas. Era peor. Te reí as de mí. Se reí an de mí. Me traicionaban los dos. Me hací an quedar como el tonto de la pelí cula, y ustedes eran los chicos listos que la pasaban bien.

Es que no tienes idea de lo bien que la estarnos pasando, piensa Gonzalo.

—Yo no tengo la culpa de que tu mujer a veces se sienta descontenta contigo y me busque en el taller para contarme algunas cosas tuyas que le molestan —dice, y siente que se ha defendido de un modo impecable—. Yo no tengo la culpa de eso, Ignacio. Si Zoe viene a verme y está furiosa contigo y te critica por alguna estupidez, ¿ qué pretendes? ¿ Que la estrangule, que no la deje hablar, que la bote de mi taller por hablar mal de ti? Es normal que se queje conmigo. Soy su amigo, despué s de todo.

—¡ No eres su amigo, Gonzalo! ¿ No entiendes nada? ¡ Eres su cuñ ado, no su amigo!

—Soy su cuñ ado y su amigo.

—Deberí as ser primero mi hermano y mi amigo.

Se hace un silencio. Gonzalo recuerda el momento exacto en que se rompió la amistad entre los dos, pero no dice nada.

—Sí, deberí amos ser má s amigos —comenta, bajando la mirada—. Pero yo no tengo la culpa de eso. Pasaron cosas que nos distanciaron.

—¿ Hay algo má s entre Zoe y tú que yo deberí a saber? —pregunta Ignacio, con desconfianza.

Gonzalo lo mira a los ojos:

—No —responde—. Somos amigos y a veces me cuenta cosas de ti. Nada má s. Pero lo hace porque te quiere y necesita hablar con alguien. Es normal. Entié ndela.

—No es normal que se desahogue contigo.

No es normal, pero es riquí simo, piensa Gonzalo.

—Nunca te hemos traicionado. No exageres, Ignacio. Puede haber venido una tarde a mi taller molesta contigo, puede haberte criticado, puedo haberla escuchado, pero nunca ha habido la intenció n de insultarte o traicionarte. Me parece que está s siendo demasiado sensible.

Soy un canalla, piensa, pero un canalla con talento.

—Yo te oí decir cosas feas sobre mí —dice Ignacio, ya en un tono menos crispado—. Me dolió. Me dolió mucho. Pero no soy rencoroso. Te perdono. Ya pasó. Cualquiera puede tener un momento de descontrol. Yo tambié n lo tuve. Por eso tiré tu cuadro a la piscina.

—Ahora entiendo. No pasa nada. Si escuchaste en el celular algo que no te gustó, entiendo que reaccionases así.

—Me apena haber hecho eso. Lo lamento de veras. Pero me dolió en el alma que Zoe y tú estuviesen hablando cosas mezquinas de mí, a mis espaldas. Lo sentí como una traició n. Te pido, por favor, que nunca má s hagas eso.

—No volverá a ocurrir. Le diré a Zoe que deje de venir al taller. Pero yo no la invito, Ignacio. Ella viene porque le provoca, porque le gusta ver mis cuadros y hablar conmigo.

—Yo sé. Ella te admira. Pero si te habla mal de mí, si algú n dí a está ofuscada y se queja de mí, simplemente pá rala y pó rtate como mi hermano, como mi amigo. Tú no eres su psiquiatra: si está descontenta con nuestro matrimonio y tiene problemas, que vaya a un psiquiatra, no adonde mi hermano a hablar mal de mí.

—Te entiendo. Si dije algo que te ofendió, te pido disculpas.

—Todo bien. Ya pasó. Yo tambié n te pido disculpas por lo del cuadro.

—No fue nada. Tampoco era demasiado bonito ese cuadro.

—Por eso se lo vendiste a Zoe, cabró n.

Rí en. Se miran con cariñ o. Gonzalo corta esa carne que ya está frí a y se lleva un buen pedazo a la boca. Ignacio llama al mozo y le pide que retire su plato, que ha dejado a medias.

—Es bueno sentir que somos amigos —dice, con una sonrisa bondadosa.

—Tú sabes que yo nunca harí a nada contra ti —dice Gonzalo, sonriendo.

Es un buen muchacho, despué s de todo, piensa Ignacio. Es un pelotudo, piensa Gonzalo. Pero tengo que andarme con má s cuidado. Ha estado a punto de pillarme. Me he salvado de milagro. Tengo los huevos congelados. Necesito un trago má s. Si será s tonta, Zoe. Có mo se te ocurre tener el celular prendido y apretarlo de casualidad para que Ignacio oiga todo. ¡ Suerte que no oyó tus jadeos en el hotel! Soy un tipo con suerte.

 

A las ocho de la mañ ana, Ignacio está en la ducha, jaboná ndose sin prisa, creyendo que su mujer todaví a descansa, como suele ocurrir a esa hora de la mañ ana en que, profundamente dorrnida, no siente a su marido ducharse, vestirse, desayunar y salir al banco. Pero Zoe está despierta. Aunque trata de conciliar un segundo sueñ o que la lleve plá cidamente hasta bien entrada la mañ ana, no lo consigue. Unas palabras resuenan en su cabeza y la perturban, las mismas palabras que Gonzalo le ha dicho la otra tarde en el cuarto del hotel. Desde entonces, ella se ha sentido inquieta y mirado a su esposo con otros ojos, como si ahora desconfiase de é l, como si tratase de descubrir un lado suyo que entonces ignoraba y ahora cree posible. Zoe se enfada consigo misma porque no puede seguir durmiendo, se enoja con Ignacio por ducharse tan temprano —y tan largamente— cuando bien podrí a llegar al banco a una hora má s civilizada, pero no: el cuadrado de mi marido tiene que ser el primero en llegar al banco, el ejemplo ante todos sus empleados, el jefe ideal. Ojalá fueras, só lo una noche, el marido ideal, piensa, dando vueltas en esa cama que, por muy confortable que sea, ya no la acoge como antes, cuando recié n se casó y creí a estar enamorada. Ignacio silba despreocupado en la ducha y eso acaba de irritarla, pues no tolera la idea de sentirse tan fastidiada y é l, en cambio, tan gloriosamente feliz. Por eso se levanta de la cama en un camisó n blanco, muy liviano, que deja descubiertos sus hombros y brazos y cae hasta sus muslos, y camina descalza al bañ o muy amplio donde Ignacio se ducha en agua tibia, nunca caliente, porque dice que bañ arse en agua caliente es malo para la circulació n y el buen á nimo.

—¿ Qué haces despierta, mi amor? —pregunta, cuando ve a su esposa de pie, mirá ndolo a travé s de los vidrios que, algo empañ ados por el vapor, rodean la ducha.

—¿ No te puedes duchar má s tarde? Me has despertado. Ignacio comprende en seguida que su esposa está irritada y por eso ensaya su mejor sonrisa y dice:

—Lo siento, mi amor. Tengo que llegar temprano al banco. Tengo mil cosas hoy.

—Y yo soy una cosa má s para ti —se queja Zoe—. Te importa un pepino despertarme. ¿ No puedes ducharte sin silbar como un canario?

Ignacio rí e, le hace gracia que su mujer se ponga tan caprichosa y gruñ ona cuando no puede dormir.

—No te molestes. Mé tete a la cama y duerme un poquito má s, que te hará bien.

—No quiero. No quiero seguir durmiendo.

Zoe bosteza, se sienta sobre una silla de paja donde suele dejar la ropa que ha usado en el dí a o alguna toalla, mira a su esposo desnudo tras esos vidrios vaporosos, envidia la energí a que é l tiene a esa hora cruel de la mañ ana.

—¿ Por qué no te metes a la ducha conmigo?

Qué poco me conoce mi marido, piensa ella, triste.

—No, gracias. Estoy muerta.

—No sabes lo que te pierdes, tontita.

—Sí sé y me lo pierdo feliz —susurra ella.

—¿ Qué? —grita é l, desde la ducha, pues el ruido del agua no le ha permitido escucharla.

—Nada —dice ella, levantando un poco la voz—. No me provoca.

—¿ Qué te pasa? ¿ Por qué está s malgeniada?

—No me pasa nada. Tú sabes que, cuando no puedo dormir, me pongo de malhumor.

—Yo soy igualito. Tó mate una pastilla y duerme hasta mediodí a.

—No quiero.

Zoe observa a su marido, le dirige una mirada cargada de suspicacia, lo imagina distinto del hombre de quien creyó enamorarse diez añ os atrá s. ¿ Tendrá razó n Gonzalo? ¿ Me esconderá Ignacio su verdadera personalidad? ¿ Será por eso que es tan frí o, tan medido, tan insoportablemente racional? ¿ Me será infiel? ¿ Me engañ ará con alguien mientras yo lo engañ o con su hermano? Cuando se toca, ¿ pensará en mí?

—Ignacio, quiero preguntarte algo.

Zoe lo mira, contempla en silencio, abatida, peleada con su vida y su futuro, ese cuerpo del hombre que amó y ahora le parece un extrañ o, quizá s incluso un impostor, un cuerpo que, siendo delgado y armonioso, ya no le inspira el má s pá lido deseo. Ignacio se jabona las tetillas, el pecho, las piernas, deja que el chorro tibio caiga sobre su cara, masajea su cabeza, parece disfrutar de esos minutos bajo el agua, antes de que comience un dí a má s de trabajo en el banco. No contesta. No contesta porque no la ha oí do.

—¡ Ignacio!

—¿ Qué? —da un respingo, asustado, al ver que su esposa grita desde esa silla donde sigue rumiando su infelicidad—. ¿ Qué te pasa, Zoe? ¿ Por qué me gritas así? Si está s malhumorada, no es mi culpa, no vengas a joderme la vida, que me estoy duchando tranquilo.

—Quiero saber algo.

—Dime, mi amor. ¿ Qué quieres saber?

Espero que el huevó n de Gonzalo no le haya contado nuestra conversació n en el club, piensa. Seguro que es eso: Zoe está molesta porque yo le conté a Gonzalo que oí de casualidad esa conversació n entre ellos, dejá ndome como un imbé cil.

—¿ Qué te ha dicho Gonzalo? —pregunta, desde la ducha, en un tono deliberadamente neutro, como si nada tuviese demasiada importancia a esa hora de la mañ ana, en la que tiene que sentirse fuerte, seguro, ganador.

—Nada —se sorprende Zoe, y se estremece por dentro al oí r el nombre de su amante—. Gonzalo no tiene nada que ver en esto.

Pero en seguida piensa: ¿ có mo sabe Ignacio que quiero preguntarle algo que me contó Gonzalo? ¿ Sabe má s de lo que aparenta? ¿ Escucha nuestras conversaciones? ¿ Graba mi telé fono? ¿ Me sigue un detective? Ignacio es capaz de todo. Ese hombre todaví a guapo que se ducha frente a mí, ¿ es mi esposo o má s bien mi enemigo?



  

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