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Libros Tauro 16 страница
Zoe relee la carta, se emociona, la guarda en su archivo personal y decide enviá rsela por correo electró nico a Ignacio. No lo duda: escribe la direcció n de su marido en la pantalla del ordenador, copia el texto de la carta y lo adhiere al correo y de pronto se detiene cuando tiene que apretar la pequeñ a tecla que enviará la carta. Recuerda un consejo de Ignacio: nunca mandes algo que has escrito violentamente y de lo que te puedes arrepentir, dé jalo reposar unas horas, lé elo despué s y entonces decide. Al diablo, piensa: seré valiente y le mandaré el correo. Si no me atrevo ahora, no lo haré nunca. No tiene sentido escribirle esta carta para luego borrarla. Atré vete, Zoe. Má ndasela. No tengas miedo. La verdad ante todo. Pero algo en ella la paraliza y le impide apretar el botó n de enviar. Lo haré mañ ana, piensa. Para su sorpresa, se ve escribiendo la direcció n electró nica de Gonzalo y enviá ndole, sin dudas, la carta que ha escrito para Ignacio. A ver qué le parece, piensa: seguro que me va a entender. Luego cierra la carta, apaga el ordenador y regresa a esa cama que ya siente extrañ a.
—No le mandes esa carta. La voz de Gonzalo suena sosegada pero firme a travé s de la lí nea telefó nica. Es mediodí a. Gonzalo ha leí do el correo electró nico que le envió Zoe y no ha tardado en llamarla a su casa. —Bó rrala. Hazme caso. Yo sé lo que te digo. Zoe escucha en silencio, todaví a en ropa de dormir, tendida en la cama sin energí as para nada, pues ha pasado la noche en vela. Temprano en la mañ ana, ha fingido dormir mientras Ignacio se duchaba, se vestí a para ir al trabajo y salí a de prisa. Una escena má s en el gran teatro que es mi vida, ha pensado, hacié ndose la dormida para que su esposo creyera que todo estaba bien. —Pero tú me dijiste que es mejor que deje a Ignacio si ya no lo quiero. Tiene ganas de llorar pero se contiene. Cuando necesita que Gonzalo le dé fuerzas y sea có mplice de sus desvarí os, siente que é l la deja sola y le da la espalda, como ahora. —La carta es un error. No le digas que te has enamorado de otro hombre. Se va a volver loco. Va a torturarte hasta que le digas quié n es. Y tú vas a ceder y se lo terminará s contando. Y entonces todo se va a complicar muy feo. Yo conozco a Ignacio mejor que tú. Si le dices que te has enamorado de mí, te va a destruir y me va a destruir a mí tambié n. No va a poder resistir esa humillació n. Zoe se defiende a duras penas: —Pero yo no le digo en la carta que eres tú. —No seas ingenua —escucha la voz algo crispada de Gonzalo—. No hace falta que se lo digas. Ignacio no es tonto. Ya me tiene celos. Ya sospecha algo de nosotros. Si le dices que está s enamorada de otro hombre y le ocultas de quié n se trata, va a pensar en mí inmediatamente y perderá el control. —¿ Tienes miedo de que Ignacio sepa la verdad? —No es que tenga miedo. Es que por el momento no conviene. —¿ Por qué no conviene? —Porque Ignacio es vengativo y nos va a declarar una guerra enloquecida hasta el final y tú vas a ser la primera ví ctima. —En el fondo tienes miedo porque no me quieres, Gonzalo. No está s seguro de querer estar conmigo. —No te pongas tonta, Zoe. Tú sabes que te quiero, pero hay que saber hacer las cosas bien, sin perder la cabeza. Ahora mismo, lo mejor es seguir vié ndonos a escondidas, sin que nadie se entere. —Eso es lo mejor para ti, no para mí. —¿ Por qué dices eso? —Porque ya no aguanto dormir con Ignacio. No aguanto hacer el amor con é l. Es una tortura. Me lleno de odio. Me siento un asco. —Te entiendo, no te desesperes —dice é l, con una voz tierna, al notar que ella está a punto de quebrarse y romper a llorar—. Entiendo que esté s harta de Ignacio. Lo que debes hacer es muy simple: dile que quieres estar un tiempo sola, pero no le digas que te has enamorado de otro hombre. —Quizá s tienes razó n. —Claro. No le sueltes toda la informació n de golpe, no conviene. Poco a poco es mejor. Dile que está s un poco deprimida, que necesitas estar un tiempo sola. Pí dele que se mude a un hotel. No te vayas de la casa. No te conviene, pregú ntale a un abogado, si quieres. Es mejor que se separen un tiempo y que te quedes en la casa. —Pero no me provoca para nada quedarme en esta casa. Todo huele a é l. Todo me recuerda a é l. Quiero cambiar mi vida, Gonzalo. Quiero estar contigo. —Nos podemos ver todos los dí as, pero no podemos vivir juntos, Zoe. Ya te lo expliqué. Quizá s algú n dí a, má s adelante, pero no todaví a. —Nunca vas a querer vivir conmigo, no me engañ es. —No sé. No digas eso. Por ahora, creo que es mejor que no le digas a Ignacio que está s enamorada de otro hombre y que quieres irte de tu casa. Está s cometiendo dos errores grandes. Te van a costar caro. Si no aguantas má s estar con é l, há blale con cariñ o y pí dele una separació n temporal en los té rminos má s cordiales. —¿ Y si no quiere? ¿ Y si no le da la gana de irse a un hotel? ¿ Tú crees que tan fá cilmente va a aceptar irse a vivir tres meses a un hotel só lo porque yo se lo pido? —Si no quiere una separació n amigable y se niega a dejarte la casa, entonces á ndate de viaje un tiempo, pero no caigas en la tentació n de confesarle que está s acostá ndote con otro hombre, porque va a sospechar en seguida que soy yo y nos va a caer encima con todo su odio y su despecho. —No tengo ganas de irme de viaje sola, Gonzalo. No te entiendo. ¿ Me está s diciendo que quieres que me vaya de viaje sola tres meses? ¿ Tienes miedo a estar conmigo, a que se sepa la verdad sobre nosotros? —Zoe, no digas tonterí as, no pierdas la cabeza. No es que tenga miedo a que se sepa la verdad. Me importa tres carajos que Ignacio se entere de que nos estamos acostando juntos. Es má s: me encantarí a verle la cara cuando se entere. Pero hay que hacer las cosas con inteligencia, sin precipitarnos, gradualmente. —¿ Gradualmente? ¿ Qué significa gradualmente, me puedes explicar? —Primero, te separas de Ignacio y está s un tiempo sola. Mientras tanto, nos seguimos viendo, pero en secreto. Despué s, planeas bien tu divorcio, consigues un buen abogado, le sacas el mejor divorcio que puedas a Ignacio, porque te puedo asegurar que é l va a pelear para darte lo menos posible. Y ya cuando esté s divorciada y tengas la mitad de la fortuna, ahí vemos qué hacemos nosotros. Pero, en el camino, nadie se debe enterar de que estamos acostá ndonos, ni Ignacio ni nadie. —¿ Por qué? Te da vergü enza, ¿ no? En el fondo, soy una amante má s para ti, ¿ no es cierto? Ahora Zoe se ha alterado y Gonzalo intenta calmarla: —No digas eso, tontita. Lo digo por tu bien. Si Ignacio y su ejé rcito de abogados, que son unos tiburones, saben que te está s acostando conmigo, con tu cuñ ado, te van a despedazar y vas a perder todos los juicios de divorcio y te vas a quedar sin un centavo en la calle. ¡ No te conviene que Ignacio sepa que lo está s engañ ando conmigo! ¿ No te das cuenta de eso? —Sí, me doy cuenta —parece tranquilizarse Zoe—. ¿ Qué me aconsejas, entonces? —Que borres la carta. Que no le digas nada a Ignacio. Que te calmes y hagas tu yoga y vengas a verme má s tarde al hotel. —Sinvergü enza. —Y que le pidas a Gonzalo que te deje sola en la casa un tiempo. Pero no le digas ni una palabra de que hay otro hombre en tu vida. Te lo preguntará. Nié galo. Dile que está s confundida y necesitas un tiempo sola. Nada má s. —Entiendo. —Y si se pone muy necio, que es lo que seguramente hará, porque Ignacio no puede tolerar la idea de que alguien no se muera de amor por é l, entonces dile que vas a viajar sola un tiempo a pasearte por ahí. Viaja. Á ndate lejos, a algú n lugar bonito, y descansa de é l. —¿ Y tú? ¿ Y nosotros? ¿ No te das cuenta de que quiero dejarlo para estar contigo? —Si viajas, yo puedo inventarme un viaje y darte el encuentro, pero tendrí amos que hacerlo con mucho cuidado, porque Ignacio sospecharí a si tú viajas y yo tambié n. Lo conozco. Va a contratar un detective. Te va a seguir. Se va a poner loquito. Es mi hermano y sé có mo reaccionará. —No es una mala idea hacer un viaje juntos. Serí a divertido. —Pero no juntos, Zoe. Tú viajas sola y yo te encuentro allá. —Yo sé, yo sé. No tienes que repetí rmelo como si fuera una idiota. —Y no le dices nada a Ignacio sobre mí. Ni una palabra. —¡ Ya entendí! ¡ No seas pesado! —Pero lo ideal no es que viajemos, porque podrí a verse sospechoso. Lo ideal es que, si no aguantas má s a Ignacio, te separes de é l, pero tú quedá ndote en la casa, porque supongo que si algú n dí a terminan divorciá ndose, vas a querer quedarte con tu casa, ¿ no? —No estoy tan segura. Má s bien ahora mismo te dirí a que prefiero mudarme a un sitio nuevo y rehacer mi vida. Esta casa va a ser siempre la casa de mi matrimonio con Ignacio. Si ya no estoy con é l, ¿ para qué me quedarí a acá? —Te entiendo. Ya verá s eso cuando llegue el momento. Ahora só lo te pido un favor. —¿ Cuá l? ¿ Que vaya a ese hotelucho de mala muerte y te espere? —No —rí e Gonzalo—. Que vayas a tu computadora y borres esa carta a Ignacio. No se te ocurra mandá rsela y tampoco la dejes en el disco duro. —Ya, ya, la voy a borrar, no seas tan miedoso —se burla Zoe—. ¿ Quieres que vaya al hotel? —Sí, pero má s tarde. Ahora tengo que pintar. —¿ A qué hora? —¿ Puede ser como a las seis y media? —Allí estaré. —Yo te llamo al celular para decirte en qué cuarto estoy. —Ya. Trata de que sea el mismo. —¿ Por qué? —rí e Gonzalo. —Porque me trae buenos recuerdos. —Rica. Mañ osita rica. Te extrañ o. —Yo tambié n. —Borra la carta. —Ya. No jodas má s. —No te olvides. Bó rrala. Te veo a las seis y media. Ponte guapa. Ponte sexy. —Ya, mi potrillo. Lo que tú quieras. Zoe cuelga, se estira en la cama y rí e sola. Le he dicho potrillo, piensa. Soy una puta. Nunca pensé que le dirí a potrillo a un hombre. Pero suena rico y me siento bien.
Como tiene la tarde libre y no le apetece quedarse en casa ni meterse a sudar al gimnasio, Zoe decide, en un arrebato muy propio de ella, que necesita hablar urgentemente de sus dudas y conflictos amorosos y que la ú nica persona en quien puede confiar, para contá rselo todo y pedirle orientació n, es Rosita, la mejor vidente de la ciudad. Por eso se apresura en buscar en su agenda el telé fono de Rosita, llamarla y rogarle que le abra un espacio —«aunque sea veinte minutos, lo que tú quieras, Rosita»— esa misma tarde. Tras mucho insistir, consigue que le den una cita a las cinco. Perfecto, piensa Zoe nada má s colgar el telé fono: Rosita me dice mi futuro y despué s Gonzalo me mejora el presente.
A la hora convenida, con un vestido muy fresco que resalta apropiadamente la belleza de su cuerpo, Zoe ingresa al consultorio de la vidente Rosita, un cuarto penumbroso, con olor a velas e incienso, en cuyas paredes cuelgan retratos de chamanes, hechiceros, ví rgenes que lloran, niñ as santitas y curanderos pueblerinos. Rosita es una mujer gorda, de ojos achinados, vestida con una tú nica blanca, sobre la cual cuelga, a la altura de su pecho, un medalló n con la foto en blanco y negro de una niñ a, que fue violada y asesinada y a la que atribuye poderes milagrosos y cuya intervenció n suele invocar para espantar los malos espí ritus y obrar el bien. Al ver a Zoe, apenas sonrí e y, jugando con sus manos regordetas, sin hacer siquiera el esfuerzo de ponerse de pie, señ ala la silla de madera en la que debe sentarse, al otro lado de esa mesa donde ella atiende con cierto aire fatigado. Sobre la mesa, iluminada dé bilmente por una lá mpara colgante, se derriten dos velas rojas, gruesas, encendidas sobre platos de cerá mica barata, y yacen desperdigadas las cartas en las que ella cree ver el futuro de las atribuladas personas que desean conocer, en su voz, los hechos felices o infaustos que está n por venir. —Gracias por recibirme, Rosita —la saluda Zoe, con voz sumisa, y le da la mano. —¿ Qué te trae por acá, niñ ita? —sonrí e a medias la pitonisa, y enciende un cigarrillo. Zoe se permite una leví sima mueca de disgusto, pero no se atreve a pedirle que apague el cigarrillo. —Estoy angustiada, Rosita. —¿ Cuá l es tu problema, niñ a? —No sé si puedo decí rtelo. Só lo quiero que me leas las cartas y veas mi futuro. —Ya, ya —dice la vidente, con cierta impaciencia, como si le molestase que no confí e a ciegas en ella, y recoge las cartas de la mesa, ordená ndolas—. ¿ Sigues tratando de tener un hijo? ¿ Eso es lo que te angustia? —No, Rosita —sonrí e Zoe—. Ya tiramos la toalla con mi marido. Es imposible. No podemos tener hijos. Ignacio es esté ril. —Ah, esté ril —dice la vidente, y echa una bocanada de humo sobre el rostro compungido de su paciente, que se retira hacia atrá s y procura no respirar ese aire viciado. Me vas a matar con tu humo, piensa Zoe. A ver si sale en las cartas que me muero de cá ncer al pulmó n, bruja del diablo. Me cobras una fortuna por decirme el futuro y encima me intoxicas, coñ o. —Mi problema es que me estoy enamorando de otro hombre —se atreve a hablar, cuando se repone del disgusto—. Ya no quiero a mi marido. Ya, ya —dice la vidente, imperturbable, como si estuviese acostumbrada a oí r esas cosas—. Ya no quieres a tu marido. ¿ Y qué quieres saber, niñ ita? Dime qué quieres saber. —Quiero saber si lo voy a dejar. Quiero saber si ese otro hombre me quiere de verdad. Quiero saber si voy a ser feliz con é l. —Ya, ya —la interrumpe Rosita, mirá ndola con esos ojos achinados, vidriosos, indescifrables, una mirada que parece lastrada por un cansancio antiguo—. Vamos a tirar las cartas a ver qué trae el futuro para ti, niñ ita. Me encanta que me diga niñ ita, piensa Zoe. Ojalá vea que Gonzalo y yo nos casamos y nos vamos a vivir lejos y somos muy felices. Pobre de ti que me traigas desgracias, Rosita, que no te pago ni un centavo y te enjuicio por hacerme tragar tu maldita nicotina. La vidente voltea las cartas, una a una, y las va desplegando sobre la mesa, sin hacer el menor gesto que pudiera revelar su opinió n, al tiempo que Zoe prefiere escudriñ ar el rostro de esa mujer obesa en busca de alguna expresió n que la delate, antes que tratar de entender aquellas cartas de figuras extrañ as, que ella, Rosita, estudia con atenció n. —Veo muchos problemas —resopla la mujer, y se lleva el cigarrillo a la boca. —¿ Qué ves? —pregunta Zoe, impaciente—. Cué ntame todo. Si ves algo malo, dí melo, por favor. No me escondas nada, Rosita, que para eso he venido. —Veo muchas lá grimas, mucho dolor. —Es cierto, he llorado mucho estos dí as. —Veo que vas a sufrir bastante, niñ ita. —Yo sé, Rosita, estoy sufriendo demasiado. —Vas a tener una tremenda pelea con tu marido. —¿ Lo voy a dejar? ¿ Nos vamos a divorciar? —No se ve claro. Hay un bolondró n, pero el final no se ve claro. —¡ Tiene que verse claro, Rosita! ¡ Para eso te pago! La vidente dirige una mirada severa a Zoe y la calma. —Veo dos hombres —prosigue—. Se van a pelear por ti. Tú está s al medio. Los dos hombres te quieren y se pelean. —Sigue, Rosita. Cué ntame todo. —Pero uno te quiere má s que el otro y é se es el que al final se queda contigo. —Eso es bueno —sonrí e a medias Zoe, y piensa: Gonzalo, tú te quedas conmigo. —Veo mucha pelea, mucho sufrimiento, veo hasta sangre —continú a la vidente, absorta en sus cavilaciones, indiferente a los comentarios de Zoe—. Vas a tener que ser fuerte, niñ ita, porque lo que te espera no es fá cil. Pero, al final, veo una nueva vida. —¿ Una nueva vida? —Una nueva vida, con el hombre que te quiere má s, con el que te quiere de verdad. Una nueva vida con Gonzalo, piensa Zoe: qué maravilla. —Ay, Rosita, no sabes cuá nto te agradezco —dice, emocionada, y estrecha la mano regordeta de esa mujer—. ¿ Qué má s ves? ¿ Me voy a otro paí s? —No, eso no se ve —responde, cortante, Rosita—. Só lo veo la pelea muy fea con esos dos hombres, tú al medio. Y despué s, una nueva vida con el hombre que te quiere má s. —Suficiente, Rosita. No me digas una palabra má s. Suficiente. Te adoro. No sabes lo bueno que ha sido verte. —Pá gale a mi secretaria, niñ ita —dice la vidente, su rostro apoyado en los brazos, una expresió n ensimismada que dibujan esos ojos rasgados. —Gracias, Rosita —dice Zoe, levantá ndose, y le da un beso en la mejilla. Có mo apestas, piensa. Hace como una semana que no te bañ as, Rosita. Deberí as ver tu futuro, a ver si encuentras una ducha con jabó n y champú, por el amor de Dios. —Cuí date, niñ ita —alcanza a decir la vidente—. Prepá rate. Va a ser un tremendo lí o. Pero al final vas a estar bien. —No te preocupes, Rosita —dice Zoe, desde la puerta, con una sonrisa.
Cuando sale del consultorio y camina hacia su auto, se siente feliz. Qué maravilla, piensa. Tengo suerte. Me espera una nueva vida con Gonzalo. Y ahora, al hotel. Necesito sentirlo adentro mí o. Quiero cabalgar con mi potrillo.
Gonzalo y Zoe acaban de hacer el amor con el goce y la intensidad de los amantes escondidos y ahora yacen exhaustos en la cama de ese hotel de paso. —¿ Terminaste bien? —pregunta é l. —Sí. Delicioso. —No me puse condó n. —No pasa nada. Hoy es un dí a seguro. —Me dan miedo tus cá lculos. —Confí a en mí. —Deberí as tomar algo. Anda al ginecó logo y que te den pastillas. —Detesto las pastillas. Ponte un condó n y no jodas. —Yo no puedo con los condones. Los odio. —Yo tambié n. —Me parece increí ble estar tirando contigo, Zoe. —No estamos tirando. Estamos haciendo el amor. Gonzalo se acerca a ella, le da un beso y sonrí e. —Claro, muñ eca —dice, y se maravilla al mirar una vez má s el cuerpo de esa mujer a su lado. Permanecen un momento en silencio, los cuerpos extenuados sobre esas sá banas blancas cuya burda textura y olores recios no consiguen estropear la felicidad que ella siente, la dulce revancha de saberse amada. É sta es la nueva vida con el hombre que me ama, lo que vio Rosita en la tarde, piensa Zoe. No me importa que este cuarto sea un escondrijo apestoso y que la cama huela al sexo de otras parejas apuradas, no me importa que estas sá banas raspen, me basta con tenerlo a mi lado, desnudo, todo mí o, para sentirme feliz. —¿ Borraste la carta, Zoe? —No, me olvidé. —No seas bruta, te vas a meter en un lí o del carajo, Ignacio se va a meter a tu computadora y la va a encontrar. —Tranquilo, é l nunca lee mis cosas. —¿ Có mo sabes? —Yo conozco a Ignacio mucho mejor que tú. Es incapaz de meterse a mi computadora a leer mis cosas personales. Es un caballero. No lo harí a jamá s. —Tú no conoces a Ignacio, tontita. —¡ Claro que lo conozco! ¡ Lo conozco mejor que tú! —Eso crees. Ignacio es un tipo muy raro. Está lleno de secretos. Nadie lo llega a conocer bien. No se deja. —Pero es un tipo decente y no anda espiando mis cosas, de eso estoy segura. —No sé si es tan decente como crees. Trata de ser un caballero, pero tambié n puede ser un perfecto hijo de puta. —Como tú —bromea Zoe, y le da un beso en la mejilla. —No —la corrige Gonzalo—. Yo no trato de ser un caballero. Yo soy un hijo de puta y estoy encantado de conocerme. Rí en. Se besan. —¿ Te gusta tirar conmigo? —pregunta é l, con descaro. —Me encanta. Me fascina. —¿ Soy mejor tirando que Ignacio? —Muchí simo mejor. No se pueden ni comparar. Tú eres un potrillo, é l es un gansito. —La tengo má s grande que é l. Ignacio nunca me ha perdonado por eso. —¡ Má s grande y mucho má s bonita! —Ignacio tiene una pequeñ ez. —¡ Una minucia, un bocadito! Rí en mirá ndose a los ojos, estirá ndose en esa cama que só lo les pertenece por dos horas. —Ignacio me odia porque sabe que la tengo má s grande que é l —dice Gonzalo—. Me odia porque sabe que soy má s hombre que é l. —No creo que te odie. —Me tiene celos. Me envidia. Es la famosa envidia del pene. —Eso de que el tamañ o no importa es una gran mentira —sonrí e ella—. ¡ Importa, y mucho! —¿ Ignacio es bueno en la cama? —Al comienzo cumplí a, pero despué s se hizo aburrido y ahora es como si no tuviera ganas. —Yo creo que nunca le interesaron gran cosa las mujeres. —Só lo le interesa el banco, la plata, y contentar a tu mamá. —A veces pienso que ni siquiera le gustan las mujeres —dice Gonzalo. —¿ Por qué dices eso? —No sé. Pura intuició n, digamos. —¿ Qué me quieres decir? —A veces he pensado que de repente es un maricó n reprimido, ¿ sabes? Zoe lo mira con cierto disgusto y dice: —No digas estupideces, Gonzalo. A Ignacio le gustan las mujeres, es obvio que le gustan, se casó enamoradí simo de mí y todaví a me adora. —Te puede adorar, pero no sé si le gustas sexualmente. —¿ Por qué dices eso? Gonzalo calla unos segundos, como si escondiese algo, y se limita a decir: —No sé, no tengo pruebas, son só lo sospechas de hermano menor. —No me vuelvas a decir esa idiotez —dice Zoe, levantá ndose de la cama—. Está bien que tiremos juntos, pero eso no te da derecho a faltarle el respeto al pobre Ignacio, que está trabajando como un perro en el banco para que tú puedas darte la gran vida como pintor y amante en hoteles de paso. Ahora Zoe está enojada y se viste de prisa. —¿ Por qué te has molestado, tontita? —dice Gonzalo, echado en la cama. —Porque no tienes derecho a decirme que mi esposo es un maricó n reprimido. Me está s insultando a mí tambié n. —Cá lmate, no quise ofenderte. Lo siento, ven acá. —Me voy, hablamos otro dí a. —Zoe, dame un beso, no seas loca. —Ignacio no será un tirador profesional y tendrá un sexo má s pequeñ o que el tuyo, pero eso no lo convierte en un maricó n reprimido. No te pases, Gonzalo. Me has molestado, lo siento. —Tienes razó n, no debí decir eso. —Hablamos mañ ana. Zoe se marcha sin darle un beso y cierra la puerta con cierto fastidio. Este tipo es un patá n, piensa. Có mo se atreve a mariconear a su hermano. Ya es bastante con tirarse a la mujer de su hermano, pero que no se pase, tampoco. Si supiera lo que yo sé, no me harí a esta escena, piensa é l, tendido en la cama, con una sonrisa cí nica.
En la soledad de su moderna oficina, Ignacio introduce el dedo meñ ique en su oreja tan profundamente como puede, lo mueve con delicadeza, masajeando la cavidad del oí do y procurá ndose una sensació n agradable, y lo retira luego para oler en seguida ese dedo impregnado de minú sculos residuos de cera. Me gustan mis olores, piensa. Me gusta olerme aunque mis olores sean á speros. Me gusta có mo huelen mis oí dos. Me fastidia limpiá rmelos con palitos de algodó n. Prefiero hacerlo con los dedos. Es má s rico. Cuando se siente abrumado por las presiones del trabajo, Ignacio pide a sus secretarias que no le pasen má s llamadas, apaga los celulares, cierra con llave la puerta de su oficina y se despoja del traje, los zapatos, la camisa, la corbata e incluso las medias, quedando apenas en calzoncillos, lo que le otorga una sensació n de libertad, como si, al desvestirse, se sacudiera del peso abrumador que sentí a sobre sus hombros. Es una breve rutina í ntima que no le toma má s de media hora y de la que nadie se entera. Es lo que ha hecho ahora: tras quitarse la ropa, ha encendido la radio en su estació n preferida de mú sica clá sica y se ha echado en calzoncillos sobre un silló n de cuero de su oficina. Respira hondo. Cierra los ojos. Siente su cuerpo tenso, fatigado. Procura relajarse. Procura no pensar. Una vez que ha recobrado la quietud de espí ritu, se entrega con fruició n a examinar minuciosamente su cuerpo en busca de pequeñ as imperfecciones que pueda corregir con la ayuda de una tijera de uñ as, una lima, una navaja de afeitar, cremas para la piel, perfumes, palitos de algodó n y pañ os hú medos con olor a fragancias, artí culos de aseo personal que guarda en el bañ o reluciente de su oficina. Ignacio comienza recortando las uñ as de sus manos, que luego lima con precisió n, dejá ndolas impecables, y pasa a las de sus pies, que encuentra algo feas, sin perder ocasió n de oler los pequeñ os vestigios de suciedad que retira, en la punta de esa tijera filuda, de la parte interior de sus uñ as. Nunca deja que alguien le corte las uñ as de los pies, ni siquiera su mujer, pues le da vergü enza tener unos pies que considera tan poco atractivos. Zoe le ha sugerido má s de una vez que acuda a la peluquerí a y deje el cuidado de sus pies en las manos expertas de la pedicura, pero Ignacio se niega por pudor y prefiere ocuparse, a solas, robá ndole tiempo al banco, de recortar las uñ as de sus pies. Tengo pies feos, piensa. No lo puedo evitar. Tampoco tengo la culpa. Gonzalo tiene pies má s bonitos que los mí os. En general, tiene un mejor cuerpo que el mí o. Pero el cuerpo, aunque uno lo pueda mejorar o embellecer dentro de ciertos lí mites, es un capricho de la naturaleza, una arbitrariedad a la que debemos resignarnos. Yo he ejercitado mi mente. Estoy orgulloso de la inteligencia que he desarrollado, de la capacidad que tengo para controlar racionalmente los eventos de mi vida. En ese punto Gonzalo no me gana ni me ganará nunca. Mi cuerpo, por lo demá s, tampoco está tan mal. Yo lo quiero, con todas sus imperfecciones. Yo me quiero má s de lo que nadie me quiere, má s de lo que permitiré nunca que me quieran. Allí radica el secreto de mi fortaleza mental: en mi amor propio, en que ninguna opinió n ajena es má s importante que la mí a, en que yo me quiero tanto que no necesito desesperadamente el amor de los demá s. Ahora Ignacio frota sus piernas ligeramente velludas con una crema humectante que despide un olor fresco y, al hacerlo, se alegra de que el trabajo diario a que se somete en el gimnasio le permita lucir esas piernas atlé ticas. Luego seca sus manos cremosas con unos pañ os hú medos, baja un poco sus calzoncillos blancos y, sentado sobre ese silló n donde ha hecho sus mejores negocios, recorta cuidadosamente su vello pú bico. Es una tarea a la que se entrega con placer, pues quiere creer que, una vez cumplida, su sexo parece má s grande al no lucir empequeñ ecido por un vello copioso. La ú nica manera que tengo de que se vea má s grande es cortá ndome los pelitos, se consuela pensando. A veces, incluso, se ha afeitado los vellos pú bicos, pero ahora prefiere no hacerlo para evitar la comezó n y el cosquilleo inevitables que sobrevienen cuando vuelven a crecer. Recortada esa vellosidad, se sube los calzoncillos y, con la ayuda de una pequeñ a navaja, afeita los pelos indeseables que han aparecido solitariamente en algú n lugar de su pecho, sus brazos y su barriga endurecida por los trescientos abdominales diarios, poniendo é nfasis en eliminar los pelos que suelen crecer alrededor de sus tetillas, las que, en su opinió n, se ven mucho mejor cuando está n lampiñ as. Odio que mis tetillas tengan pelitos, piensa, vigilando con rigor que no quede un solo pelo alrededor de esos cí rculos marrones que coronan sus pechos fornidos. Los pelitos y los vellos en mi cuerpo me recuerdan que soy un animal, un descendiente de los monos, y por eso los odio tanto. Las personas muy velludas me dan asco: parecen ejemplares menos desarrollados de la especie humana. Gracias a Dios, no soy muy velludo. No hay nada má s repugnante que la espalda peluda de un hombre, cubierta por una vellosidad espesa y enrevesada. No hay nada peor que las piernas velludas de una mujer, el pezó n con pelos de una mujer. Dios, só lo te pido que no me vuelvan a crecer estos pelitos en la tetilla. No merezco semejante castigo.
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