|
|||
Libros Tauro 15 страница—Dé jalo terminar —interviene Zoe, mirando a su esposo con un gesto de contrariedad. —De verdad creo que un hijo me robarí a tanta energí a, tanto tiempo, que no podrí a pintar, y tengo miedo de que eso me haga muy infeliz, y si me siento miserable, ¿ qué clase de padre podrí a ser? —Te entiendo, mi amor. Te entiendo mejor de lo que crees, porque yo tambié n soy artista como tú, y los añ os en que ustedes eran niñ os yo no podí a pintar nada —dice doñ a Cristina. —Por eso, por eso —continú a Gonzalo—. Para mí, lo má s importante es pintar, seguir pintando. Me sentirí a un hombre frustrado si dejase de pintar só lo para tener una familia. Prefiero ser un pintor sin hijos que un ex pintor con hijos. —Te entiendo, mi amor —dice doñ a Cristina. Ignacio se irrita un poco, no puede evitarlo. Tú siempre tan engreí do y egoí sta, piensa de su hermano. Y, como de costumbre, mamá consintié ndote todo. —¿ Cuá l es la promesa, entonces? —se impacienta. —Si pasa un tiempo y no me animo a tener un hijo con nadie, podrí a adoptar uno, pero con una condició n. —¿ Cuá l? —se apresura a preguntar Zoe, con cierto desasosiego. —Que tú, mamá, lo cuides. Que viva contigo. Doñ a Cristina rí e de buena gana y dice: —Eres tan có mico, Gonzalito. ¡ Pero no serí a mi nieto! ¡ Serí a tu hijo adoptivo y yo serí a la nana, la nodriza! —No tendrí a ningú n sentido —se enfada Ignacio—. Mamá no está en edad de estar cuidando niñ os, y menos uno adoptado. —Entonces no insistan con el tema. Yo no me siento para nada seguro de ser papá —dice Gonzalo. —Yo habrí a querido adoptar un niñ o, pero Ignacio nunca quiso —dice Zoe, de pronto triste. —Cambiemos de tema —dice Ignacio. —Sí, cambiemos de tema —dice doñ a Cristina, al ver que Zoe se ha dejado abatir por los recuerdos de su maternidad frustrada. —No te pongas tristona, Zoe —dice Gonzalo, con una voz cariñ osa que a ella le sorprende—. Tener hijos es una experiencia que la gente sobreestima e idealiza. Te pasas añ os sin dormir, te esclavizan, te cuestan una fortuna y, cuando crecen, te juzgan, se quejan de lo mala madre que has sido, te acusan al psicoanalista y deciden que no deben verte má s porque eres una mamá que los intoxica. Los hijos pueden ser tus peores enemigos. —No es mi caso, por suerte —dice doñ a Cristina. Zoe sonrí e. Ignacio se pone de pie y dice: —Voy a servir má s café. Al pasar al lado de su esposa, la besa en la frente. Luego se dirige a la cocina. Gonzalo y Zoe se miran con intensidad apenas un instante fugaz. Sus besos me apenan, piensa ella. Los tuyos, me dan vida. —Ya tengo la solució n a este problema —dice Gonzalo, con voz pí cara. —¿ Cuá l es? —pregunta su madre, có mplice la mirada. —Zoe será mi mamá y tú será s mi abuelita. Rí en los tres. —Así, Zoe tendrá un hijo al que podrá mimar, y tú podrá s tener un nieto para darle todos los engreimientos que quieras. —Sinvergü enza —celebra la ocurrencia doñ a Cristina. —Yo, feliz de ser tu mamá, niñ o Gonzalito —bromea Zoe. —Toda la vida vas a ser el niñ o Gonzalito, ¿ no? —le dice doñ a Cristina a su hijo menor—. Nunca vas a crecer. —Con una mamá tan linda como Zoe, ¿ quié n quiere crecer? —dice Gonzalo. Te besarí a ahora mismo y te darí a el pecho, mi bebé, piensa ella, mientras rí en los tres. —Eres un caso, mi amor —dice doñ a Cristina—. No tienes arreglo. —Pero las quiero —dice Gonzalo, con una expresió n tierna. —¿ De qué se rí en? —pregunta Ignacio, al volver de la cocina con una bandeja con tazas de café. —De que Gonzalo quiere ser nuestro hijo —sonrí e Zoe. —Ya lo es —dice Ignacio, rié ndose, pero nadie rí e con é l.
Doñ a Cristina se ha marchado en un taxi que Ignacio llamó por telé fono. Languidece la tarde en ese barrio retirado de la ciudad, se oyen a lo lejos los ladridos de un perro, Zoe bebe una copa má s de champá n mientras hojea viejas fotografí as de Ignacio y Gonzalo, retratos en blanco y negro de cuando eran niñ os, mientras ellos, arrellanados en los sillones de cuero, la acompañ an en ese viaje nostá lgico al pasado con las fotos que ella les va cediendo, al tiempo que recuerdan los viajes, travesuras, peleas y alegrí as de aquellos añ os, cuando su padre aú n no habí a muerto y ellos se creí an inmortales y amigos para siempre. Ignacio no ha querido llevar a su madre de regreso a casa. Sugirió llevarla junto con Gonzalo, quien, para su sorpresa, dijo que querí a quedarse un rato má s, beber otra copa, disfrutar de esa tarde perezosa en casa de su hermano, y entonces Ignacio, sin decir nada, para no dar la impresió n de una persona insegura, se dijo para sí mismo que era imprudente dejar solos en la casa a Gonzalo y a su mujer, má s aú n cuando, como era evidente para é l, Gonzalo habí a bebido sin mesura y Zoe parecí a tan pró diga en sonrisas y efusiones de afecto con su cuñ ado. Por eso prefirió llamar a un taxi y enviar en é l a su madre de regreso a casa. Ahora, sin embargo, se ha distendido y disfruta de esa ceremonia tan cargada de recuerdos y emociones que es la de revivir, contemplando viejas fotografí as, los añ os má s felices de su vida. No bebe vino, só lo agua mineral; se alegra de que Gonzalo parezca tan có modo en la sala de su casa; observa a Zoe y la encuentra relajada, a gusto, y esa imagen, saberla feliz un sá bado en la tarde, mirando las viejas fotos de la familia, le produce una sensació n de plenitud y bienestar, la incomparable quietud de saberse un hombre bueno, que ama y protege a su familia, incluyendo a ese miembro dí scolo de la tribu que es su hermano menor, de quien desconfí a casi por instinto. Gonzalo, entretanto, bebe má s vino, rí e con las fotos, calla los recuerdos amargos de su hermano, trata de olvidar el momento en que todo se jodió con Ignacio, en que su cariñ o incondicional por é l, su hermano mayor, su hé roe, fue traicionado y se rompió de la manera má s impensada y dolorosa, un recuerdo penoso del que ahora intenta sacudirse sumergié ndose en las memorias de aquellos añ os despreocupados y felices, cuando Ignacio era todaví a su mejor amigo, el hermano perfecto. Ninguna felicidad dura para siempre, y la felicidad de ser hermano de Ignacio me duró menos de lo que sospeché, piensa, sin poder olvidar las escenas que evoca, en su memoria, uno de los dí as má s tristes de su vida, la traició n de la que acaso nunca se sobrepuso.. Gonzalo está ligeramente borracho y se siente bien así, quiere aturdirse de alcohol, olvidar, reí r, recrear esos añ os inocentes y buenos, confundirse en la mirada de Zoe, besarla un instante fugaz en su imaginació n, perderse en esa sonrisa que ella, tan sutil, le regala de pronto, como si quisiera decirle que espera con ansiedad otra tarde furtiva, en el hotel de paso, para vengar en sus brazos toda la infelicidad acumulada de ser la esposa de Ignacio. Ella, Zoe, bebe champá n y goza en secreto admirando la belleza, los ojos briosos, el porte osado y aventurero de Gonzalo cuando era pequeñ í n, y se sorprende en silencio de descubrir ahora, ya tarde, que en esas fotos lejanas de Ignacio podí an adivinarse el perfil, las maneras y los rasgos que luego se harí an tan ní tidos en su personalidad: tomarse a sí mismo tan en serio, ser tan condenadamente orgulloso, sentirse má s inteligente que los demá s, creerse superior a su hermano Gonzalo, carecer casi por completo de sentido del humor. Ahora veo tantas cosas en Ignacio que no fui capaz de ver cuando lo conocí y me enamoré de é l, piensa. Como veo tambié n muchas cosas adorables de Gonzalo que tampoco conocí a entonces, cuando só lo lo veí a como un chico travieso que no le llegaba ni a los tobillos a Ignacio. Pero é sa fue la imagen que Ignacio me dio de su hermano: la de un vividor, un pilluelo, un bueno para nada, un tipo gracioso y listo del que, sin embargo, no se podí a confiar. He vivido tanto tiempo engañ ada, pensando que Ignacio era má s inteligente que Gonzalo, y ahora pienso que es exactamente al contrario, que Gonzalo sabe vivir su vida con má s inteligencia, que se conoce mejor, que es má s seguro y estable, que sabe ser feliz a su manera, no como Ignacio, lleno de pequeñ os miedos e inseguridades, el miedo por ejemplo a no ser lo que su madre espera de é l, miedo a no ser todo lo perfecto que su ego le exige ser, y que, por ser tan perfecto, se olvida de ser feliz porque probablemente ni siquiera sabe lo que es ser feliz de verdad, no lo sabe porque tiene miedo, no se lo permite. Pues yo no, Ignacio: yo ahora sí me permito ser feliz, y soy feliz a escondidas con tu hermano, soy feliz admirando lo lindo y guapo que siempre fue Gonzalo, soy feliz mintié ndote. Ahora Gonzalo termina su copa de vino y pide permiso para ir al bañ o. Se pone de pie, bosteza estirando los brazos —y, al hacerlo, levantando su camisa y dejando ver, apenas fugazmente, esa pequeñ a barriga de hombre sedentario y buen bebedor— y se dirige, con paso algo vacilante, al bañ o de visitas. He tomado demasiado, piensa. Estoy borrachí n. Pero la estoy pasando muy bien. Que se joda el estreñ ido de mi hermano, que só lo toma agua mineral como si fuera un predicador mormó n. Al menos Zoe me acompañ a. Es un amor. Está para comé rsela a besos. Qué lá stima que Ignacio mandó a mamá en taxi y no la llevó é l. Habrí a sido tan rico tirar en esos sillones de cuero, tomando champá n. Lá stima. Nada es perfecto. Cuando está a punto de entrar al bañ o de visitas, luego de caminar por un pasillo alfombrado, Gonzalo decide ir má s allá, hasta el dormitorio de Ignacio y Zoe. Camina de prisa, con una sonrisa maliciosa iluminando su rostro, porque sabe bien lo que quiere hacer. Nada má s entrar al dormitorio, respira hondo, recuerda la noche ardiente que le arrancó a Zoe en esa cama cuando Ignacio se hallaba lejos, y, sin perder má s tiempo, se mete al pequeñ o cuarto contiguo donde ella y su esposo guardan la ropa, bien ordenada en estantes de madera y ganchos acolchados. Este closet es del tamañ o de mi taller, piensa, con una sonrisa. Luego abre varios cajones hasta que encuentra lo que buscaba: los calzones de la mujer que ama con violencia, todos bien planchados y doblados, blancos la mayor parte de ellos aunque algunos negros y otros color crema, de marcas muy finas, suaví simos al tacto. El olor que despiden esas prendas pequeñ as y sedosas le recuerda el aroma de los secretos que Zoe le ha entregado el dí a anterior en la cama estragada de un hotel de paso. Gonzalo coge un calzó n blanco, lo huele profundamente con los ojos cerrados, lo mete al bolsillo de su pantaló n y sale del ropero. De regreso a la sala, se detiene en el bañ o de visitas. Mientras orina, saca el calzó n blanco de Zoe, lo huele de nuevo y sonrí e, pensando: eres mí a, voy a dormir esta noche con tu calzoncito al lado de mi almohada. Luego sale del bañ o y anuncia que tiene que irse. Ignacio se ofrece a llevarlo, pero é l insiste en que prefiere irse en taxi. Cuando se despide de Zoe, alcanza a susurrarle al oí do, aprovechando que Ignacio está de espaldas: —Tus calzones huelen muy rico. Zoe no entiende bien pero sonrí e.
Ignacio y Zoe está n en la cama, el televisor encendido. Ya es de noche, todaví a no muy tarde, y, si bien Ignacio sugirió salir a cenar como todos los sá bados, Zoe, agotada ademá s de arrepentida por haber comido tanto en el almuerzo, ha preferido quedarse en casa y abstenerse de seguir comiendo. Aú n siente los efectos sedantes del champá n que ha bebido a lo largo de la tarde y por eso, viendo esa pelí cula romá ntica en televisió n que ya ha visto antes, siente los ojos pesados, el cansancio bajá ndole los pá rpados, la tentació n del sueñ o acechá ndola. No olvida, sin embargo, que, siendo un sá bado en la noche, será inevitable, a menos que ocurra un milagro, que su marido quiera hacerle el amor, probablemente cuando concluya esa pelí cula que é l, vié ndola por primera vez, sigue con atenció n desde su lado de la cama. Qué flojera, piensa ella. Ojalá se olvide de que es sá bado. Qué pesadez tener que fingir un orgasmo má s, soportar sus caricias, besarlo sin ganas. Me muero de sueñ o y tambié n de pena porque mi matrimonio está en coma. Me siento una planta, una muerta en vida. Con é l, vuelvo a mi estado vegetal. Só lo Gonzalo y una copita de champá n me sacan de este soponcio atroz. Dué rmete, por favor, Ignacio. Sé bueno. Dué rmete conmigo y no me acoses sexualmente esta noche. Hoy no voy a poder seguir fingiendo. El champá n me ha puesto sensible. —Te está s quedando dormida, mi amor —dice Ignacio. Como siempre, é l ha cumplido una minuciosa rutina higié nica antes de meterse a la cama en esa pijama de franela que lo protege bien del frí o: se ha limpiado las orejas con unos palitos rodeados de algodó n en los extremos, gozando cuando ve aparecer un minú sculo pedazo de cera marró n en esos palitos que ha introducido con cuidado por sus oí dos; se ha pasado por la cara unos pañ os hú medos que Zoe usa para retirarse el maquillaje y é l para eliminar cualquier impureza de su rostro; ha recortado los pelitos que asoman por sus orificios nasales; se ha afeitado con precisió n alguna que otra ceja desaliñ ada; ha limpiado sus dientes con un hilo dental de sabor a menta y luego se los ha lavado con una pasta especial que los blanquea; se ha cortado y limado las uñ as de las manos; ha mojado un algodó n en agua cosmé tica desinfectante y purificadora, pasá ndolo en seguida por su rostro; y finalmente ha cubierto sus mejillas de una finí sima capa de crema humectante y, debajo de sus ojos y en las comisuras de la boca, aplicado una crema que previene las arrugas y revitaliza la cé lulas de la piel. Concluida esa ceremonia de aseo personal, se ha lavado las manos con energí a y sonreí do frente al espejo, orgulloso de la buena cara que luce y lo limpio que se siente. No hay nada mejor que sentirse purificado de las cochinadas de la calle y meterse impecable a la cama, ha pensado. Mi cara es la de un caballero y un ganador. Seguro que Gonzalo no se lava ni las manos antes de irse a dormir. Siempre fue un tipo sucio y descuidado. Zoe era má s estricta en sus há bitos de higiene, ahora se ha relajado un poco: hoy, por ejemplo, ni se ha lavado los dientes, y ya está en la cama, lista para dormir. Yo no podrí a. Yo no puedo dormirme si no me he limpiado, paso a paso, con el rigor en que fui educado. Cuando me veo bien y huelo bien, me siento bien. Como ahora. Estoy listo para hacer travesuras. Ya tocan. Una vez por semana es la medida perfecta. —Estoy muerta de sueñ o —dice Zoe, los ojos cerrados, la voz algo pastosa—. El champá n me ha dado un sueñ o mortal. —¿ Quieres que apague la tele? —No, no me molesta. Yo me duermo mejor con la tele prendida. —Está buena la pelí cula. —Ya la vi, Ignacio. Se me cierran los ojos. —Duerme tranquila. —Hasta mañ ana, mi amor. —Yo te despierto al final de la pelí cula. Dios, este hombre es una pesadilla, piensa ella. No me despiertes, tontuelo. Dé jame dormir en paz. Si está s con ganas, anda a la cocina, saca una papaya de la refrigeradora, hazle un hueco y tí ratela, pero a mí dé jame tranquila. —Como quieras —dice, resignada, obediente, odiando a su marido. —No te olvides de que hoy es sá bado, mi amor. Zoe no contesta, prefiere quedarse callada, evita decirle lo que de verdad quisiera: no me importa que sea sá bado, mequetrefe, pusilá nime, señ orito en pijama de franela: lo que quiero es dormir y no tener que fingir que me excitas y me vengo contigo. Ahora Zoe se echa de costado, dando la espalda a su marido, y procura espantar los pensamientos amargos, el rencor a ese hombre que le recuerda que el amor está en otra parte, pero no puede sumirse de nuevo en el estado de laxitud y placidez en que se hallaba, porque ahora sabe que, un rato despué s, será llamada a unas tareas conyugales para las que ya no se siente apta. No aguanto má s, piensa. Se lo voy a decir todo. Le voy a confesar la verdad, aunque le duela, aunque llore como una niñ a, aunque se le derrumbe todo su mundo perfecto. No es justo que tenga que hacerme la idiota só lo para que é l siga siendo feliz. —¿ Está s dormida? Zoe no contesta, respira con má s intensidad para dar la apariencia de que, en efecto, se ha quedado dormida, una coartada que, piensa ella, quizá s la salvará de ciertos trajines amatorios que le despiertan una sensació n de hastí o y repugnancia. Es una falta de respeto, de mí nima consideració n hacia mí, que se duerma sabiendo que es sá bado y debemos celebrar nuestro amor, piensa Ignacio. No es verdad que ha bebido demasiado champá n. Le he contado las copas y ha tomado lo que acostumbra. Ademá s, cuando toma má s champá n del que debe, simplemente se pone caliente en la cama. Es obvio que no tiene interé s en mí, que ha dejado de quererme, pues ni siquiera se preocupa en guardar las apariencias. No lo voy a tolerar. Aunque no quiera, voy a hacerle el amor porque es mi esposa y yo merezco un poquito má s de cariñ o y respeto. —Zoe, mi amor, despierta —dice Ignacio, acercá ndose a ella, acariciá ndole la espalda. Ella no contesta, sigue hacié ndose la dormida. —Zoe, mejor no esperamos al final de la pelí cula. Este hombre no puede ser má s odioso, piensa ella. —Despierta, mi amor. No seas mala conmigo. Es sá bado. Ahora Ignacio le acaricia los pechos, la besa en el cuello, en la nuca, tratando de provocarla. —Hoy nos toca, ardillita. No te hagas la loca. Ignacio baja una mano, la acaricia entre las piernas por encima del calzó n, se aproxima má s a ella, hacié ndole sentir que está excitado. —Ven acá, dame tu coñ ito, no te hagas la dormida. Me la voy a tirar aunque no quiera, piensa. Estoy harta, no aguanto má s, es un desconsiderado, piensa ella. Cuando Ignacio comienza a bajarle el calzó n, Zoe pierde la paciencia y finge que despierta con brusquedad: —Ignacio, no seas pesado, ¿ no me puedes dejar dormir tranquila? —Pero es sá bado, mi amor. Me prometiste en la mañ ana que lo harí amos ahora. No seas mala, pues. No te hagas la estrecha. Zoe ha odiado esa expresió n —«no te hagas la estrecha»— y lo mira con poco cariñ o. Ignacio le sonrí e con una mueca que ella encuentra paté tica. —No puedo hoy. Estoy demasiado cansada. Hasta mañ ana. Pero Ignacio no se da por vencido y la toma del rostro y la besa en los labios con cierta tosquedad, introduciendo su lengua, tocá ndole los pechos. —¿ Te importa un carajo que esté caliente y que me provoque hacerte el amor? —le dice. Zoe se deja besar, se deja acariciar, intenta abandonarse al papel de esposa sumisa que está siempre disponible a los requerimientos amorosos de su marido, pero un momento despué s la ira se apodera de ella y la subleva: —¡ Dé jame, Ignacio! —grita, y é l se sorprende—. ¡ No quiero! ¡ Basta! Ignacio la mira con una cierta perplejidad. No esperaba que ella lo rechazase tan ené rgicamente, que lo desafiara así. —¿ Cuá l es tu problema? —le pregunta, muy serio. —Ninguno. Tengo sueñ o. —No es verdad. —Sí es verdad. —Lo que pasa es que ya no te gusto, ya no te provoca hacer el amor conmigo. —Hasta mañ ana, Ignacio. —Dé jame que te bese abajo un ratito. Te va a encantar. Te vas a relajar. —No insistas, por favor. —Pero tengo ganas, mi amor. Estoy caliente por ti. —Entonces có rretela y dé jame dormir tranquila. —Tú te lo pierdes. —Sí, yo me lo pierdo. —Hasta mañ ana, Zoe. Duerme rico. Me tocaré pensando en ti. —Piensa lo que quieras, pero dé jame en paz. Hasta mañ ana. Ignacio se baja el pantaló n hasta las rodillas, humedece su mano con saliva y agita su sexo. No voy a pensar en ti, cabrona. Voy a pensar en todo lo que me dé la gana. Voy a ser todo lo puto y mañ oso que me apetezca en mi imaginació n. Te voy a sacar la vuelta mil veces. Jó dete. Zoe, los ojos cerrados, reprime las ganas de llorar. Sé que no está pensando en mí, piensa. Que piense en cualquiera de sus empleaditas guapetonas del banco. Que piense en su secretaria tan modosita. Que piense en sus novias de la universidad. Me da igual. Pero que me deje tranquila. Lo que ella no sabe ni imagina remotamente es que su marido no está pensando en una mujer.
Zoe no puede dormir y la certeza de que su esposo duerme profundamente a su lado só lo consigue crisparla má s. Odio estas noches eternas, piensa. El insomnio me mata. Es Ignacio quien me da insomnio. Es é l quien me enferma. Si tuviese a Gonzalo a mi lado y no pudiese dormir, de todos modos gozarí a, me pasarí a horas mirá ndolo dormir, y eso ya serí a un discreto placer. Pero Ignacio me recuerda que todo en mi vida es un error, un error gigantesco y doloroso. Por eso no puedo seguir ni un segundo má s en esta cama, porque me duele saber que soy un fracaso: si una persona fracasa en el amor, ha fracasado en todo, porque nada importa tanto en la vida. Ahora Zoe sale de la cama sigilosamente, calza unas pantuflas y, en un camisó n de seda que deja ver sus piernas, camina hasta el bañ o, donde descuelga una bata negra y se cubre con ella para abrigarse del frí o. Luego se dirige a su escritorio, enciende la computadora y suspira, suspira hondo con los ojos cerrados, suspira con menos rabia que tristeza, y aquel suspiro frente a la pantalla del ordenador es la confirmació n de que nada, a esa hora desolada de la noche, logrará aliviar esa sensació n de abatimiento y derrota que la asalta, mientras su marido duerme y el hombre al que cree amar disfruta de una soledad que ella no se atreve a interrumpir con una llamada telefó nica: si lo despierto, se molestarí a; si me contesta una mujer, lo podrí a matar; si le dejo un mensaje, pensarí a que soy una loca obsesiva. Necesito expresar todo lo que siento, piensa Zoe, llevá ndose las manos al rostro, ahogando la tristeza, tratando de no abandonarse a un llanto amargo e inú til. Necesito decirle a alguien todo lo que tengo adentro. Se lo diré a Ignacio. Pero no lo despertaré. No le diré todas las verdades que ignora, las horribles y dolorosas verdades que tampoco me atreverí a a decirle en la cara. Le escribiré una carta. Me desahogaré. Le diré por escrito que no lo amo, que vivir con é l se ha convertido en una pesadilla, en una lenta agoní a que me está devorando. Le escribiré la carta final y algú n dí a, espero que pronto, se la entregaré. Ignacio me ha animado siempre a escribir: no deja de ser una ironí a que ahora le tome la palabra y me disponga a escribir, só lo para decirle que nuestro matrimonio es un fracaso y que mi amor por é l se ha extinguido, creo que para siempre. Supongo que una no elige las cosas que escribe y por eso ahora tengo la urgencia í ntima de poner en palabras el caos que atenaza mi corazó n y no me deja dormir, no me deja siquiera respirar tranquila y sentirme a gusto en mi cuerpo, en la vida absurda que me ha tocado o que he elegido para mí. Te escribiré, Ignacio, todo lo que callé. Te diré lo que quizá s nunca sospechaste. Dejaré esta carta para ti y no sé si tenga luego el coraje de hacé rtela llegar. Pero al menos me hará bien escribir a esta hora de la madrugada en que odio la vida falsa y traidora que estoy viviendo, só lo por miedo a aceptar la verdad, a darle la cara al error que cometí al casarme contigo, al fracaso que me persigue. Me siento un fracaso. Me odio. Tengo ganas de subirme al auto, manejar a toda velocidad y estrellarme contra un muro para acabar con este dolor que no puedo seguir ocultando. No lo haré. Escribiré. Escribiré una carta a Ignacio. Me hará bien. Lo sé. Zoe no piensa má s y escribe en el teclado del ordenador, al tiempo que lee en la pantalla esas palabras que brotan con turbulencia de su cabeza y su corazó n herido: Mi querido Ignacio: No sé có mo comenzar dicié ndote todas las cosas tristes que debo decirte esta noche. No sé có mo decirte lo infeliz que me siento sin que eso te parezca un reproche, una manera de culparte del dolor que te escondo. No sé có mo confesarte que me siento la mujer má s sola y miserable del mundo, aunque viva en esta casa preciosa y sepa que tú me quieres a tu manera. No sé có mo abrirte mi corazó n y decirte todas mis verdades sin que te haga dañ o y tú me odies por eso. No quiero hacerte dañ o, Ignacio. No quiero que me odies. No quiero odiarte, no puedo odiarte. Pero, si no te digo la verdad, voy a seguir odiá ndome por cobarde y mentirosa y temo que tambié n podrí a terminar odiá ndote. Por eso te escribo ahora esta carta que no sé si me atreveré a entregarte. La escribo temblando de miedo y de pena. La escribo en una noche horrible que nunca pensé que vivirí a. He salido de nuestra cama porque verte dormir me llenaba de malos sentimientos. No quise hacerte el amor cuando me lo pediste porque, lo siento, Ignacio, no puedo hacerte má s el amor, no puedo fingir que existe amor donde ya no hay, no puedo seguir mintié ndote. No es tu culpa, no es culpa de nadie, pero ya no te amo. No me preguntes por qué. Só lo sé que cuando me casé contigo estaba segura de que era para siempre y te amaba con toda mi alma, pero ahora, diez añ os despué s, te siento lejos, te siento como un hermano mayor que me cuida y engrí e, no como el hombre de mi vida. Me duele tanto confesarte esto, Ignacio: me he enamorado de otro hombre. Es un hombre bueno, que sabe hacerme feliz, que me entiende como tú nunca me has entendido. No te puedo decir quié n es, no vale la pena. Só lo quiero que sepas que estoy destrozada, que me siento un pedazo de mierda porque te he engañ ado y me he engañ ado a mí misma escondiendo la verdad y no puedo seguir viviendo así, Ignacio, no puedo má s. Todaví a te quiero, siempre te querré, y por eso me siento obligada a decirte la verdad: quiero irme de esta casa, quiero separarme de ti. No quiero peleas, recriminaciones ni insultos. No quiero tu dinero, só lo lo que me corresponda y sea justo. No quiero que terminemos siendo enemigos só lo porque nuestro matrimonio llegó al final. Por eso te escribo estas lí neas llorando, temblando como una niñ a: porque me da pá nico que te molestes conmigo, me hagas la guerra y me aplastes con toda la fuerza que puedes tener cuando debes enfrentar un problema. Necesito que me entiendas, aunque te duela: ahora má s que nunca tienes que demostrar que me quieres, que eres capaz de comprender mis sentimientos y seguirá s siendo mi amigo. Si me odias por esto, Ignacio, perderemos los dos, nos haremos infelices. Estoy contá ndote ahora la verdad só lo porque creo que ambos merecemos ser felices y he llegado al convencimiento, muerta de la pena, de que no podemos ser felices juntos, de que no debemos seguir postergando el final que el destino nos ha impuesto. No me preguntes, te ruego, quié n es el hombre al que ahora amo. Eso no importa tanto. Quizá s algú n dí a me atreva a decí rtelo. Lo que importa ahora es que ya no soy tu pareja, no puedo ser má s tu pareja, y ese hombre con el que quiero estar me ha demostrado, sin proponé rselo, que tú no me puedes dar la felicidad que encuentro en é l. Tú siempre me has dicho que las personas demuestran su nobleza cuando les toca perder, enfrentar una situació n adversa: ahora debes poner a prueba esas palabras, Ignacio, y enseñ arme que sabes perder con dignidad. No has perdido tú solo, por lo demá s: perdemos los dos, porque en este matrimonio yo puse todas mis esperanzas e ilusiones y nunca imaginé que terminarí a así, una noche cualquiera, tragá ndome estas lá grimas desesperadas mientras tú duermes y yo no puedo seguir actuando de esposa feliz cuando llevo adentro esta pena que me agobia. Me voy, Ignacio. Te dejo. Cuando leas esta carta, quizá s ya no estaré en la casa. No sé dó nde voy a vivir. No quiero irme con mis padres. Quiero seguir viviendo en esta ciudad. Tampoco sé si me iré a vivir con este hombre que me ha conquistado. Lo má s probable es que viva sola. No tengo nada de qué quejarme contigo, Ignacio: sé bien que has sido todo lo bueno y amoroso qué has podido conmigo, y siempre recordaré con cariñ o tantos momentos felices que hemos vivido juntos. Pero, precisamente para no estropear esos recuerdos, para quedarme con una buena imagen tuya, para seguir querié ndote como amiga, es que me tengo de ir de esta casa y atreverme a seguir el amor. Tú harí as lo mismo, estoy segura: si ya no me amases, si encontrases a otra mujer que supiera hacerte feliz, deberí as decí rmelo e irte con ella, porque, si lo callaras y te quedases conmigo só lo por miedo a aceptar el fracaso y me engañ ases con ella, estoy segura de que serí as muy infeliz y me harí as infeliz a mí tambié n. Gracias, Ignacio, por todo lo que me diste y gracias, sobre todo, por entenderme cuando leas esta carta y yo ya no esté contigo. Aunque no pueda seguir siendo tu mujer, siempre te voy a querer y tú lo sabes bien.
|
|||
|