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Libros Tauro 14 страницаIgnacio ha sonado má s burló n de lo que habrí a querido, pero Zoe no va a caer en la trampa y mantiene una actitud serena, plá cida, de un amor propio invencible, de una felicidad que es casi insultante para é l, y dice: —Es que tú sabes que soy una olvidadiza, mi amor. Resignado, Ignacio, que se jacta de su buena memoria, le dice el nú mero y ella lo marca en seguida. —Gonzalo, soy Zoe, tu cuñ ada, ¿ está s ahí? —dice, tras oí r el saludo grabado en el contestador. Al decir «soy Zoe, tu cuñ ada», ha sentido algo extrañ o, un cosquilleo pero tambié n una vergü enza, la sensació n de estar perpetrando, ante sí misma, una deslealtad, pues ella sabe bien, como é l, que no es tan só lo su cuñ ada y que má s exacto habrí a sido describirse como «Zoe, tu amante, la del hotel barato; Zoe, tu putita, la que tiró ayer contigo». —Nunca contesta, no sé para qué tiene telé fono —se impacienta Ignacio. —Gonzalo, contesta, soy Zoe. —Debe de estar durmiendo. —Señ or pintor bohemio, señ or artista trasnochado, conteste el telé fono por favor, queremos invitado a un almuerzo —insiste ella, con voz juguetona, una voz que desagrada a su esposo. —Dile que lo esperamos a la una y media —sugiere Ignacio. —Gonzalito, despierta, contesta, ya son casi las doce, ¿ vas a dormir todo el dí a? —No le digas Gonzalito, no le des tantas confianzas —se pone serio Ignacio. —¡ Acá estoy! —responde por fin Gonzalo, de un modo un tanto á spero y Zoe pierde de inmediato el control de la situació n al oí r la voz recia y enfadada del hombre al que desea en secreto. —¿ Te he despertado? —pregunta ella, de pronto seria, sin permitirse el cariñ o que quisiera expresar. —No, estaba cagando en el bañ o, leyendo mi perió dico —dice Gonzalo—. Pero has insistido tanto que he tenido que venir corriendo al telé fono. —Mil disculpas. Lo siento. Ignacio pone una cara de extrañ eza. —No te preocupes. Dime rá pido. ¿ Qué quieres? A Zoe le molesta que Gonzalo le hable de esa manera atropellada y tosca, le duele que é l se permita decirle eso, «¿ qué quieres? », como si ella fuese una impertinente que ha invadido su sagrada calma matutina, la ceremonia de evacuació n del vientre a la que é l se habí a entregado. Pero oculta su malestar y aparenta el mejor humor del mundo, porque su esposo la observa, y responde: —Estoy acá con Ignacio. Hemos invitado a tu mamá a almorzar. Nos encantarí a que puedas venir. —No sé, Zoe. Qué coñ azo. —Voy a cocinar una pasta deliciosa. Ignacio está acá conmigo y te manda saludos. No nos puedes fallar. —No me gusta esa voz de señ ora gansa que pones cuando está s con é l. —Vamos, aní mate. —Extrañ o tu voz de putita. No importa. Sigue jugando a la esposa buena y amorosa. —¿ Te esperamos a la una y media, entonces? No nos puedes fallar, Gonzalo. Mira que no vienes a la casa hace siglos. —Hace siglos, claro. Zorra. Zorra rica. Dile al ganso de Ignacio que eres una zorra rica y que voy a ir al almuerzo para meterte la mano. —¿ Qué dice? —pregunta Ignacio, de pie, recostado contra el tablero de má rmol del bañ o. —Lo estoy animando —susurra ella, cubriendo el telé fono con una mano—. ¿ Vienes entonces? —pregunta, siempre en su papel de señ ora formal y atenta anfitriona. —Ya, está bien, iré. Pero con una condició n —dice Gonzalo. —Dime. ¿ Quieres que te prepare algo especial? Pensaba hacer pasta y ensalada. ¿ Te parece bien? —No te pongas calzó n. Zoe se estremece í ntimamente, siente un cosquilleo en el estó mago, pero reprime la emoció n y mantiene el tono apropiado a las circunstancias: —Perfecto. Te haré una pasta con tomate fresco. Ya verá s que te va a encantar. —Pobre de ti que te pongas calzó n. Ponte un vestido sexy y nada abajo. —Te esperamos entonces. Ignacio te manda saludos. Zoe le acerca el telé fono a su marido, como preguntá ndole si quiere hablar, pero é l se niega con un gesto distante, como si no quisiera rebajarse a hablar con su hermano menor. —Chau, zorrita. Ya te veo. Si me traicionas y te pones calzó n, te jodes conmigo, me largo de tu casa. —Chau, Gonzalo. Te esperamos. No nos falles. Tu mamá va a estar feliz de verte. —Chau, mi putita. Ahora dé jame ir al bañ o. —Claro, buena idea, trá ete un vino si quieres. —Qué ganas de ver tu culito. Dile a Ignacio que voy a ir a su casa para verte el culito sin calzó n. —Tinto, mejor. —Gansita. Gansita rica. —Lo que quieras, Gonzalo. Pero no te preocupes en traer nada. Te esperamos. Ignacio te manda un abrazo. —Mamó n. —Un besito. —Sin calzó n ¿ ya? Zoe aprieta un botó n del telé fono, cortando la llamada, y luego le pasa el aparato a su esposo. —¿ Qué dice el artista? —pregunta é l. —Que viene encantado. Que hagamos pasta con tomate. Que va a traer un tinto. —Milagro. Nunca viene cuando lo invitamos. Si lo hubiera llamado yo, seguro que no contestaba. ¿ Estaba durmiendo? —No, me dijo que estaba en el bañ o. Ignacio hace un gesto de disgusto. —Qué groserí a decir una cosa así —comenta. Será que me gustan los hombres groseros, piensa ella. —Sí, me chocó un poquito que dijera eso —miente. —Todo sea por mamá —dice é l, resignado—. Todo sea por hacerla feliz a ella. —Tienes razó n, mi amor. —Cualquier dí a se nos va. Ya está viejita. Hay que darle sus gustos. Tú sabes que ella goza cuando estamos juntos los cuatro. —Seguro. Ignacio comienza a quitarse la ropa para meterse a la ducha. Zoe lo observa desde la quietud de esas aguas salpicadas de burbujas. —¿ Vendrá con alguien? ¿ Traerá a una de sus mil quinientas noviecitas? —No sé. No me dijo nada. Má s le vale que se aparezca solo, piensa ella. Si viene con Laura o con otra de sus chicas, no le abro la puerta. —Por si acaso, cocina para cinco —dice Ignacio, ya desnudo, abriendo el cañ o de agua caliente—. Lo má s probable es que Gonzalo venga con alguien. Ya sabes có mo le gusta lucir sus conquistas. Yo lo conozco a mi hermanito. Sin una mujer guapa, se siente inseguro. Le encanta exhibir a sus mujeres como si fueran trofeos de caza. Ya verá s que viene con una niñ a. No hace falta, me tiene a mí, y estaré sin calzó n, piensa Zoe, acariciando su ombligo debajo del agua. —Tienes razó n, pondré la mesa para cinco —comenta, haciendo el papel de esposa obediente, tan conveniente para la felicidad de su marido. —¿ Zoe? —grita Ignacio, desde la ducha tibia tirando a frí a. —¿ Sí, mi amor? —contesta ella, perezosa, sedada en la tina caliente. —Ven a la ducha conmigo. —Ay, no, mi amor, qué frí o, estoy calentita acá. —Ven, no seas mala. —De esta tina no me sacas ni con una grú a, Ignacio. Se rí en. —Esta noche me voy a vengar de ti —grita é l, juguetó n, bajo un chorro de agua, jaboná ndose con vigor—. Hoy es sá bado y te toca. —Má s te vale que te pongas al dí a —bromea ella. No me desea, piensa é l. Estamos jugando un juego. Seguro que esta noche me sale con una excusa. Qué rico que venga Gonzalo a almorzar, piensa ella. No me debo vestir demasiado provocativa para no despertar las sospechas de Ignacio. Me pondré algo serio, conservador. Y abajo, nada. Te esperaré sin calzó n, mi amor. Y te enseñ aré el coñ ito cuando tú quieras. —¿ Zoe? —Dime. —¿ Me quieres? —Te adoro. Y yo a ti. Te quiero (pero de viaje), piensa ella y sonrí e.
Suena el timbre de la puerta de calle. Doñ a Cristina, Ignacio y Zoe almuerzan en un comedor elegante, cansados de esperar a Gonzalo, a quien llamaron para recordarle que aguardaban su llegada, sin que contestase el telé fono. Cuarenta minutos despué s de que doñ a Cristina llegase a casa de su hijo mayor, Zoe, aburrida de pasar bocaditos, sirvió la comida y decidió que no lo esperarí an má s. Pero ahora, mientras disfrutan del plato de fondo, una pasta con salsa de tomate y verduras, suena el timbre y Zoe dice: —Yo voy. Debe de ser Gonzalo, finalmente. —No, yo voy —dice Ignacio, ponié ndose de pie, sacá ndose una servilleta de tela que se ha amarrado al cuello, para proteger su camisa de las manchas que podrí an salpicarla al comer. —No lo regañ es, no le digas nada —le pide doñ a Cristina, vestida con su habitual sobriedad, un pantaló n oscuro, saco azul y pañ uelo colorido de seda rodeando su cuello. —Ya sé que es un artista —se burla Ignacio, con una expresió n condescendiente, y se dirige a la puerta de calle, pues ha vuelto a sonar el timbre. —Qué impaciente Gonzalito, no cambia —comenta doñ a Cristina, y da cuenta de un buen bocado de pasta. Parece que no hubieras desayunado, piensa Zoe, disgustarla al ver comer a su suegra. Qué apetito, Cristina. Ojalá que tu Gonzalito venga solo. Pobre de é l que venga acompañ ado. —¿ Está rica la pasta, Cristina? —pregunta, con una sonrisa. —Deliciosa. —¿ No quieres servirte un poco má s? —Termino y voy por la repetició n —sonrí e doñ a Cristina, comiendo con buen apetito. —Claro, coma con confianza, no te sientas corta. No se preocupe, que ya estamos acostumbrados a verla tragar como una vaca, piensa Zoe. —Pero tú no comes nada, hija —observa doñ a Cristina—. Pareces un pajarito. Comes dos lechuguitas y nada má s. —Tengo que cuidarme —se defiende Zoe con una sonrisa—. Tengo que cuidar la lí nea. Si me pongo gorda, Ignacio se va con otra. —Eso nunca —rí e doñ a Cristina, y bebe un poco de vino—. Ignacio ve por tus ojos. Aunque algú n dí a te pongas gordita como yo, é l jamá s te dejarí a. Me dejarí a yo misma, piensa Zoe: me matarí a en el acto si pesara los noventa kilos que debes de pesar tú, cachalote de agua dulce. Afuera, bajo un sol tibio que anuncia la pronta llegada de la primavera, Ignacio respira profundamente, como si quisiera serenarse, como si aspirando esa bocanada de aire puro se llenase de una paciencia que sabe le hará falta para soportar los caprichos de su hermano menor, y abre la puerta de calle. —¿ Llego muy tarde? —sonrí e sin aparente preocupació n Gonzalo. Lleva puesto un vaquero viejo, una camiseta blanca de manga corta y unos zapatos marrones de goma. Ignacio, en cambio, luce má s elegante, con un pantaló n crema, camisa celeste y saco azul. —No te preocupes, todo bien —dice, y extiende el brazo derecho para darle un apretó n de manos, pero Gonzalo lo sorprende, dá ndole un abrazo efusivo. —¿ Có mo está el hombre del dinero? —dice, mientras lo abraza, con un cariñ o que desconcierta a Ignacio. —No tan bien como tú —responde, ahora caminando por el jardí n, hacia la casa—. ¿ Có mo va la pintura? —Batallando, como siempre. Tú sabes que, cuando dejo de pintar, me pongo mal. Por supuesto, tení a que olvidarse del vino que prometió traer, piensa Ignacio, pero no dice nada. Luego se detiene, lo mira a los ojos y dice: —Me alegra que vinieras. No es bueno que estemos distanciados, Gonzalo. Tú sabes que en esta casa se te quiere mucho. —Yo sé, yo sé —dice Gonzalo, tratando de relajar la seriedad que su hermano le ha dado a ese momento, que é l encuentra excesiva. Yo sé que en esta casa se me quiere, piensa, con cinismo, y pone cara de circunstancias mientras Ignacio prosigue: —Dejemos atrá s las peleas y las rivalidades. Tratemos de ser buenos amigos, como antes. Te lo pido por papá. No me gusta sentir que hay celos y tonterí as entre nosotros. —Tienes razó n, Ignacio. Hay que vernos má s seguido. Yo deberí a llamarte de vez en cuando, pero sabes que ando pintando todo el dí a y me desconecto. —Tratemos de almorzar juntos una vez por semana, ¿ no te parece? Yo sé que eso es lo que papá esperarí a de nosotros. —Tienes razó n, veá monos una vez por semana. A ti te veré una vez y a tu mujer dos, piensa Gonzalo, fingiendo un cariñ o por su hermano que no siente de veras. Tú siempre tan ceremonioso para estas cosas, Ignacio. ¿ No puedes ser un poco menos estirado? Por eso tu mujer se aburre contigo y me busca a mí. —Estupendo, quedamos así. Yo te llamo el lunes y tú eliges dó nde quieres que comamos. Pero, por favor, contesta el telé fono, no te escondas cuando te llamo. —No me escondo, hombre, só lo que a veces lo tengo apagado porque estoy pintando. —Bueno, pasa, está bamos terminando de almorzar, pero todaví a te esperá bamos. Ignacio y Gonzalo entran a la casa y caminan hasta el comedor. —Llegó el artista —anuncia Ignacio. —Gonzalito, tú siempre tan puntual —comenta doñ a Cristina, y besa a su hijo menor en la mejilla. Zoe mira a Gonzalo, sonrí e, se alegra de verlo a solas y no con Laura, lo encuentra guapo, encantador, irresistible en esos vaqueros y esa camiseta blanca. —Tanto tiempo que no vení as por acá, Gonzalo —dice, con una sonrisa. —Tanto tiempo, Zoe. Se besan en la mejilla. Hueles rico, piensa ella. Espero que esté s sin calzó n como te pedí, piensa é l, mirá ndole las piernas al besarla. Como el dí a está soleado y no hace frí o, Zoe se ha puesto un vestido ligero, no demasiado atrevido, que cae hasta casi las rodillas. —Tengo el hambre de un caballo de carrera —bromea Gonzalo, sentá ndose a la mesa. —Yo te sirvo —se apresura Zoe, levantá ndose, un plato muy fino de porcelana en la mano. —Pero debe de estar frí a la pasta —observa Ignacio—. Mé tela dos minutos al microondas, amor. —Sí, tienes razó n, voy a calentarla un poquito —dice Zoe, tras servir un poco de pasta en el plato. —No, yo la caliento —se levanta Gonzalo. —Deja nomá s, no te preocupes. —Sié ntate, Zoe, yo voy a la cocina —insiste Gonzalo—. Ademá s de que llego tarde, no vas a estar calentá ndome la comida. Yo me ocupo de eso. —No seas tonto, Gonzalo —dice Zoe. Pero Gonzalo le quita el plato con una gran sonrisa y se dirige a la cocina. —Muy bien, Gonzalito, qué educado te veo hoy dí a —se sorprende su madre, y toma un poco má s de vino. —Yo te acompañ o, no vas a saber manejar el horno tú solo —dice Zoe. —Sí, mejor acompá ñ alo a la cocina —dice Ignacio, sentado a la mesa, comiendo sin apuro—. Gonzalo es capaz de volarnos el horno. Zoe se dirige a la cocina tras Gonzalo, mientras Ignacio le dice a su madre en voz baja: —Nos hemos amistado. Hemos quedado en almorzar una vez por semana. —Qué maravilla, Ignacio —se alegra doñ a Cristina. —Sí, despué s de todo, Gonzalo es un buen chico, hay que tenerle paciencia, pero tiene buen corazó n. —Un gran corazó n, mi amor, un gran corazó n. Entretanto, en la cocina, Gonzalo mete el plato con espaguetis y salsa de tomate al horno microondas y cierra la puerta. —Ponle minuto y medio —dice Zoe, que viene tras é l y aprieta los botones, encendiendo el horno. Gonzalo la mira con ganas, se asegura de que nadie viene a la cocina y le dice al oí do: —Está s riquí sima. Zoe sonrí e, lo mira a los ojos y se lleva un dedo a la boca, como pidié ndole que se calle, que no la tiente en esa situació n peligrosa. —¿ Me hiciste caso? —susurra Gonzalo en su oí do, detrá s de ella, ambos mirando el horno, que emite un sonido metá lico al calentar la pasta. —Sí —dice Zoe, sintiendo la excitació n de ese hombre que le habla al oí do. Gonzalo voltea, verifica que nadie viene a la cocina y dice: —Dé jame ver. Luego desliza su mano derecha por debajo del vestido y le acaricia las nalgas. —Esto es lo que me quiero comer —susurra. Zoe da un respingo, sonrí e, saca el plato del microondas y dice: —Ya está, calentito. Luego regresan a la mesa del comedor, se sientan y Gonzalo empieza a comer. Zoe bebe un poco de vino para calmarse. —Está delicioso —celebra Gonzalo, comiendo con voracidad. Como tú, piensa Zoe, todaví a sintiendo esa mano furtiva.
—¿ Qué fue de tu novia, Gonzalito? —pregunta doñ a Cristina. —¿ Cuá l de ellas? —bromea Zoe. —La ú ltima, la jovencita, que era tan linda —dice doñ a Cristina. —Laura —aclara Zoe. —Ella, Laura —dice doñ a Cristina—. ¿ Qué fue de Laura, que ya no la vemos? ¿ Por qué no la has traí do? —Me pareció mejor venir solo —responde Gonzalo. —¿ Pero sigues vié ndola o se han separado? —insiste doñ a Cristina. —La veo de vez en cuando, mamá. —Qué bueno, porque esa chica es un encanto y se ve que te quiere mucho. —Está preparando una obra de teatro —comenta Gonzalo—. Anda muy ocupada con eso. —Deberí as ir buscando una novia para casarte, Gonzalito —dice doñ a Cristina—. Ya no está s en edad de seguir viviendo solo. —¿ Casarme, yo? Mamá, no seas có mica. No tengo la menor intenció n de casarme con nadie. Zoe mira de soslayo a Gonzalo, se alegra en secreto, reprime una sonrisa. No te cases, piensa. Ya me tienes a mí. Soy mucho mejor que una esposa. No te molesto, te doy toda la libertad que quieres y voy a tirar feliz contigo cuando tú me llamas. ¿ Para qué necesitas una esposa? —Te harí a bien tener una relació n estable —se atreve a opinar Ignacio—. Te ordenarí a un poco ese estilo de vida tan bohemio que llevas. Ya comienzan los sermones, piensa Gonzalo. —Sí, no puedes seguir viviendo solo toda tu vida —dice doñ a Cristina, en tono cariñ oso—. Tienes que buscar una mujer que te sepa acompañ ar. Ya la tiene, soy yo, piensa Zoe. Qué ganas de joderme la vida, piensa Gonzalo. —¿ Tú no vives sola y está s contenta, mamá? —pregunta. —Sí, pero ya soy mayor y tengo una familia, tengo dos hijos preciosos. Yo quiero que tú tambié n puedas formar una familia algú n dí a. —¿ Una familia? —parece extrañ arse Gonzalo. —Claro, mi amor, que tengas hijos, que me des al menos un nietecito —se enternece doñ a Cristina—. Porque Ignacio y Zoe no han podido tener hijos por esas cosas misteriosas de Dios, pero tú tienes la oportunidad de ser papá, de hacerme abuela y tener una linda familia. —Mamá tiene razó n —observa Ignacio con seriedad—. Serí a lindo que le dieses la alegrí a de un nieto. Gonzalo suelta una risotada que Zoe no acompañ a por prudencia. —No me hagan reí r, por favor —se burla, sin enfadarse—. ¿ Tambié n me van a decir cuá ndo tengo que casarme, con quié n debo casarme y cuá ntos hijos debo tener? —Y có mo se van a llamar —bromea Zoe. —No te molestes, Gonzalito —dice doñ a Cristina. —No me molesto, mamá. Me rí o. —Simplemente creo que serí a lindo que algú n dí a tengas una familia, tengas un hijo. —Entiendo tu ilusió n, mamá. Pero no me presionen. Esas cosas llegan solas, si llegan. Yo no estoy pensando en tener hijos porque ni siquiera pienso en casarme. ¿ Con quié n, si no tengo novia? Conmigo, si tienes los cojones, piensa Zoe. —Con Laura, por ejemplo —dice doñ a Cristina—. Esa chica me encanta. Se ve que te adora. Es muy educada, sana y agradable. Gonzalo rí e de nuevo. —Laura es só lo mi amiga, mamá —se defiende. —Como todas —dice Ignacio—. Nunca quieres comprometerte. Acepta que, en el fondo, tienes miedo a meterte en una relació n formal, a perder tu libertad. Ay, Ignacio, no seas pesado, piensa Zoe. Deja que disfrute de su libertad. Má s aú n, cuando la disfruta conmigo. —Lo que pasa es que Gonzalo es un romá ntico, un soñ ador, y todaví a no ha encontrado a la mujer de su vida —comenta. Gonzalo la mira, sonrí e con cierta ternura. Gracias por defenderme, muñ eca, piensa. Por ahora, la mujer que alegra mi vida eres tú, y con eso estoy tranquilo. —Cuando encuentre a la mujer de mi vida, ya veremos qué pasa —dice—. Por ahora, estoy tranquilo así. —Pero ya no eres un jovencito, mi amor —dice doñ a Cristina—. Y yo tampoco soy una niñ a. Cualquier dí a me traiciona la salud y me voy de acá. Y no puedes negarme la alegrí a de ser abuela. Piensa en mí, Gonzalito. Piensa en lo felices que serí amos todos en la familia si tuvieras un hijo. —Yo creo que el má s feliz de todos serí as tú mismo —opina Ignacio. —Primero que encuentre a su gran amor y luego que decida si quiere ser papá —dice Zoe. —¿ Quié n sabe? De repente yo tampoco puedo tener hijos, como tú —le dice Gonzalo a su hermano. —No digas eso, mi amor —interviene, el rostro adusto, doñ a Cristina—. No hay por qué pensar esas cosas. El caso mé dico de tu hermano es muy raro. Tú claro que puedes tener hijos. —Si no los tienes ya escondidos por ahí —bromea Zoe, y todos celebran la ocurrencia. —Conociendo a Gonzalo, puede que ya tengas cuatro nietos con cuatro diferentes madres —le dice Ignacio a doñ a Cristina, que rí e de buena gana. —¿ O sea que el futuro de la familia depende de mí? —pregunta, con expresió n risueñ a, Gonzalo. —El futuro de la familia depende del banco —aclara Zoe, y rí en. —Sí —aprueba la ocurrencia Ignacio, mirando con cariñ o a su esposa—. El futuro de la familia depende de las ganancias del banco, má s que de tu vida sentimental. —Menos mal —bromea Gonzalo. —Pero serí a una pena, por mamá y por papá, que tú tampoco tuvieras hijos, porque la familia terminarí a en nosotros. —Y yo me irí a a la tumba sintiendo que mi vida no fue completa porque no pude vivir la experiencia de ser abuela. —Mamá, no seas exagerada —se impacienta un poco Gonzalo—. Si quieres ser abuela, adopta un nieto. —¡ No se puede adoptar nietos, Gonzalito! —se pone seria doñ a Cristina. —Todo se puede con plata y buenos amigos —dice Gonzalo. —No te rí as de mamá —dice Ignacio—. Es comprensible que tenga la ilusió n de ser abuela. Yo no puedo darle un nieto. Dios lo ha querido así. Zoe y yo hemos hecho lo imposible para ser padres, pero no hemos podido. —Yo sé, yo sé —dice Gonzalo. —Serí a una pena que, pudiendo tener hijos, te negaras a tenerlos, só lo por miedo a perder tu libertad —continú a Ignacio. —Má s que una pena, serí a una ironí a cruel —dice doñ a Cristina—. El que quiere tener hijos, no puede; y el que puede, no quiere. —Así es la vida —dice Zoe—. Una siempre quiere lo que no puede tener. Si yo no lo voy a saber, piensa. Por suerte, Gonzalo, a ti sí te puedo tener. En secreto, a escondidas, en ese hotel de dudosa reputació n, pero te puedo tener, al menos por ahora, mientras dure esta aventura. —No te preocupes, mamá, que si encuentro a la mujer apropiada y me enamoro de verdad, puede que me anime a tener un hijo —dice Gonzalo—. Pero, por ahora, no te hagas ilusiones. La mujer apropiada, piensa Zoe. No me gusta có mo sonó eso. ¿ Yo soy la mujer inapropiada? ¿ Qué tengo yo que no sea apropiado, aparte de ser la mujer de tu hermano? Si de verdad me quisieras como te quiero yo a ti, considerarí as pelearte con Ignacio por mí, pelear con quien sea por mí. Eso soy yo para ti: la mujer no apropiada. No importa. Por ahora, me conformo con eso. —Pero a Laura, ¿ la sigues viendo o no? —pregunta Zoe, ligeramente contrariada, aunque disimulá ndolo. Gonzalo la mira a los ojos y comprende que debe ser cuidadoso en su respuesta: —Como amigos. —El concepto que Gonzalo tiene de la amistad es uno muy particular —ironiza Ignacio—. Sus amigas suelen ser, digamos, muy í ntimas, muy cariñ osas. —¿ Me van a preguntar, en este almuerzo familiar, si me estoy acostando con Laura? —se sorprende Gonzalo, sin perder la actitud distendida. —No —dice doñ a Cristina. —Sí —dice Zoe, al mismo tiempo. —La respuesta es: ¿ qué les importa a ustedes? —bromea Gonzalo, mirando a Zoe apenas un segundo, el tiempo suficiente como para que ella se sienta desafiada—. Ya entendí que mamá quiere tener un nieto y que yo soy la ú ltima esperanza de la familia. Ya comprendí eso. Por lo pronto, dejaré una muestra en un banco de semen, por si me muero. —Gonzalito, por Dios, no seas vulgar —se escandaliza su madre. —Por si me pasa algo, por si muero violentamente —se hace el travieso Gonzalo—. Ustedes le llevan la muestra a Laura y le piden que te dé un nieto, mamá. A ver qué cara pone la pobre. O me lo traen a mí, piensa Zoe, pero se calla. Para tirarlo al wá ter, canalla. Pobre de ti que te sigas acostando con Laura. Si te encuentro engañ á ndome con alguna de tus amiguitas putonas que se creen grandes artistas, ya verá s lo mal que la vas a pasar. Yo seré la primera en romper tus cuadros y tirarlos a la piscina. Mí rame, Gonzalo. Mí rame aunque sea un segundo y dime con los ojos que no necesitas a nadie má s que yo, que soy una amante deliciosa y nadie se compara conmigo. Mí rame, desgraciado. Mí rame, bombó n. —Estoy segura de que voy a morir sin ser abuela —se pone triste doñ a Cristina.
Ya no está n en el comedor, ahora beben té y café en una sala espaciosa, có modamente instalados en unos sillones de cuero que Zoe compró en un paí s lejano y trajo por barco, de los que se siente muy orgullosa, pues considera que nadie en esa ciudad donde viven tiene unos sillones tan lindos como los suyos. —No digas eso, mamá —la corrige Ignacio—. Nadie se va a morir. Está s má s sana que nunca. —Má s guapa que nunca —añ ade Gonzalo, y se acerca a su madre y le da un beso en la mejilla. —Mis hijos preciosos —dice doñ a Cristina, mirá ndolos con ternura—. Papá estarí a tan orgulloso de verlos ahora. Papá no estarí a tan orgulloso de vernos ayer en el hotel, piensa Gonzalo. —Te hago una promesa, mamá —dice. Pobre de ti que me ofendas, piensa Zoe. Mide bien tus palabras si quieres que vaya al hotelucho pasado mañ ana. —Dime, Gonzalito. —No me atrevo a decirte que voy a tener un hijo, porque siempre he pensando que cuando tenga un hijo no voy a poder seguir pintando. —¿ De verdad piensas eso? —lo interrumpe Ignacio—. ¿ Por qué crees que no podrí as pintar con un hijo en la casa? Es una visió n egoí sta de las cosas.
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