Хелпикс

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Libros Tauro 13 страница



—Estupendo. Nos vemos mañ ana. ¿ Te parece bien acá?

Me ha gustado esa sonrisa, piensa Gonzalo. Se ve que le está cogiendo el gusto a esto. Quizá s no deberí amos haber tirado la primera vez en su casa. Allá es má s difí cil para ella. Acá está má s libre, es territorio neutral. Me gusta que sonrí as así, Zoe. É sa es la sonrisa que quiero ver en ti.

—Me parece perfecto. Me ha gustado este hotelito. Es lo má s discreto. Nadie nos va a encontrar acá.

—Claro, es perfecto. Vienes, dejas tu carro en el parqueo de abajo y subes directo del ascensor al cuarto. No te cruzas con nadie.

—No quiero que nadie se entere de esto, Gonzalo. Tenemos que ser muy cuidadosos.

—Como quieras, muñ eca. Pero si vamos a ser cuidadosos, ¿ quié n se va a cuidar, tú o yo? Porque hoy no nos hemos cuidado y he terminado adentro.

—No hay problema. Está por venirme la regla. Hoy es un dí a seguro.

—Pero mejor no correr riesgos.

—Yo no me cuido hace añ os. Tú sabes que con Ignacio hemos querido tener un hijo, hemos tratado todos los mé todos posibles. Pero no se puede. Es esté ril. Por eso no me cuido, a ver si algú n dí a ocurre un milagro y me deja embarazada. ¿ Qué sentido tendrí a cuidarme?

—Pero ahora es diferente. Si vamos a seguir vié ndonos acá, tenemos que cuidarnos. Yo no soy esté ril.

—¿ Có mo sabes?

—Bueno, no tengo hijos, pero siempre me he cuidado, no he tratado de tenerlos tampoco, y supongo que no soy esté ril.

—Deberí as hacerte un chequeo. De repente, es una cosa familiar.

—Tampoco quiero tener hijos. Si soy esté ril como Ignacio, me darí a igual.

Zoe sonrí e, le dirige una mirada provocativa, coqueta y dice:

—No sé si será s esté ril, pero tiras riquí simo y eso me basta.

—Tú tambié n tiras riquí simo, muñ eca —sonrí e Gonzalo desde la cama y siente un cosquilleo allí abajo—. Ven acá.

—No, no me tientes. Tengo que irme. Qué date con las ganas hasta mañ ana.

—Como quieras. Tú te lo pierdes.

Zoe termina de vestirse, se mira en el espejo, acomoda su pelo, se permite una leví sima sonrisa y cree ver en ese gesto risueñ o la satisfacció n de saberse querida, la esperada revancha de tener a un hombre dispuesto a todo con tal de hacerla suya en la cama.

—Mañ ana, acá, a la misma hora —dice, con una seguridad de la que se siente orgullosa—. Si quieres cuidarte, es problema tuyo. Yo detesto las pastillas y no quiero que me metan cosas adentro. Me pone nerviosa la sola idea de tener una cosa de cobre en la vagina.

Gonzalo rí e de buena gana y se pone de pie.

—No te preocupes, me cuidaré yo.

—Pero estos dí as no hay peligro, cré eme. Está por venirme la regla.

—Con razó n andabas tan agresiva conmigo.

—Lo siento, tigrillo. Te traté mal. Pero lo merecí as. Fuiste un cabró n al irte así de mi casa esa mañ ana. Te portaste como un perro.

Zoe no está acostumbrada a hablarle a un hombre así, decirle cabró n, perro, porque a su marido intenta hablarle con un sentido de la correcció n y el decoro que é l estimula en ella, pero ahora le gusta sacudirse de esas formas opresivas y usar las palabras sucias o á speras que describen exactamente lo que piensa. A Gonzalo le puedo hablar como me da la gana, piensa. Me gusta eso. Me gusta poder decirle en la cama todas las cochinadas que me vengan a la cabeza. Es rico eso. Una se libera.

—No hablemos má s del pasado. Te espero mañ ana. Estaré en este mismo cuarto. Si tienes algú n problema, me llamas.

—No habrá ningú n problema. El ú nico problema puede ser que llegaré antes que tú —bromea ella.

Ahora se abrazan, ella vestida, é l desnudo, de pie frente a la puerta, y é l la besa lentamente, y ella siente que é l despierta allí abajo, entre las piernas, y se separa, ve su sexo levantá ndose, y goza muchí simo cuando se dirige a la puerta, le echa una mirada coqueta, lo ve así —desnudo, excitado, todo para ella— y le dice antes de salir:

—Si me extrañ as mucho, tó cate pensando en mí. Gonzalo se rí e y alcanza a contestarle:

—Putita rica. Te veo mañ ana.

Zoe sale del cuarto, cierra la puerta, llama el ascensor y sonrí e con una felicidad insó lita. Qué fantá stica sensació n, piensa. Me ha encantado salir del cuarto dejá ndolo así, muerto de ganas por mí. Por primera vez en mi vida, he sentido que tengo poder absoluto sobre un hombre que me desea a rabiar. Y ha sido una delicia sentir eso. Si mi vida fuese una pelí cula, acabo de rodar la mejor escena. Corten. Me voy. Mañ ana seguiremos grabando en este hotelito que me gusta tanto.

 

De regreso a casa tras un largo dí a de trabajo en el banco, Ignacio detiene su auto, retira el cinturó n de seguridad que cruza sobre su pecho, desciende con esa elegante lentitud que preside sus movimientos y entra en una florerí a. Luego de echar un vistazo a los diferentes arreglos florales, elige unas rosas amarillas y pide al vendedor que se las prepare para llevarlas a casa. Las flores amarillas son mis favoritas, piensa. He salido a mamá. Ella pinta siempre con una flor amarilla en su estudio. Adora las rosas amarillas. Dice que le traen buena suerte. Ignacio paga, deja una buena propina al muchacho que le lleva las flores al auto y las acomoda en el piso del asiento trasero y, manejando con cautela por la autopista que lo llevará a los suburbios apacibles donde ha elegido vivir, recuerda la primera vez que compró una flor para una mujer: fue una orquí dea blanca que Zoe prendió en su vestido, a la altura del pecho, en el baile de promoció n de la escuela de Ignacio. Hace casi veinte añ os de eso, piensa. Llevo diez añ os casado con ella, pero la conozco hace casi veinte. Qué nervios sentí aquella noche cuando le regalé la orquí dea. Qué hermosa se veí a con esa flor en su vestido negro. Nunca imaginé que una mujer tan linda pudiera enamorarse de mí. Aunque han pasado los añ os, sigo querié ndola como al principio. Es una dama. Es tan elegante y distinguida, incapaz de odiar a nadie, con un corazó n de oro. Volverí a a casarme con ella sin ninguna duda. Si hay algo que admiro en Zoe, ademá s de su belleza, es su bondad. No olvido que, en un momento de ofuscació n, le dijo a Gonzalo mezquindades contra mí y el destino quiso que yo las oyera. Dios quiso poner a prueba mi amor por ella. Siento que he pasado la prueba. La quiero má s que nunca. La perdono por ese momento de debilidad. Pero sé que, ante todo, Zoe es una mujer noble y leal, que me quiere bien y nunca me traicionarí a. Me da tanta pena no haber podido darle un hijo. Serí a una madre tan feliz, tan amorosa. Debo comprender que a veces se deprima y hasta se moleste conmigo, porque, quizá s inconscientemente, puede que me culpe de su soledad por no haber podido hacerla madre. Tengo que acompañ arla má s. La pobre anda muy sola, todo el dí a en la casa. Si al menos me hiciera caso y escribiera, estoy seguro de que se sentirí a mejor. Voy a llevarla de viaje una semana, a donde ella quiera. Tengo que quererla y engreí rla má s. A veces la descuido por dedicarme tanto al banco y a las cosas del trabajo. Pero es la mujer de mi vida y no quiero perderla. Voy a sorprenderla con gestos de amor que no espera. Voy a seducirla como si comenzá ramos de nuevo. La emoció n de la primera flor, el primer baile, qué nostalgia. Quizá s la pobre Zoe se aburra un poco conmigo. Yo le doy todo lo que puedo —y má s— pero ella es joven, quiere divertirse, tiene un espí ritu má s liviano y yo voy a un ritmo calmado y tal vez a veces se aburra conmigo. Tengo que inventarme cosas que rompan esa sensació n de rutina. Despué s de todo, yo tengo la culpa de que ella pueda haber sentido ganas de distraerse conversando con el pí caro de Gonzalo, que no pierde oportunidad para tratar se seducir a cuanta mujer guapa se le cruce en el camino, incluso si se trata de su cuñ ada. En Gonzalo, por supuesto, no puedo confiar; pero en Zoe sí, ella no serí a capaz de estar con otro hombre, y mucho menos con mi hermano, y sé perfectamente que só lo por aburrimiento, por sentirse descuidada por mí, ha caí do en la tentació n adolescente de flirtear un poquito con el inescrupuloso de Gonzalo, siempre al acecho de alguna oportunidad para vengarse de mí, como si yo le hubiese hecho algú n dañ o en la vida. Paciencia. Con Gonzalo debo ser como un padre magná nimo que lo comprende, le perdona todo y le renueva su cariñ o incondicional. No es mi hermano: es el hijo dí scolo que no tuve. Debo verlo así. Y con Zoe debo esmerarme para que, ademá s de seguir querié ndome, se divierta conmigo. Esta noche la voy a sorprender.

 

Llegando a su casa, Ignacio se apresura en silbar con cariñ o para anunciar su presencia y llamar a su mujer, a quien busca en su habitació n, en el escritorio, en el bañ o, sin encontrarla. Luego se dirige a la sala, el comedor, la cocina, el á rea de lavanderí a, pero tampoco la encuentra. Estará en el gimnasio, piensa. Sale por una puerta trasera de la cocina que lleva al jardí n, camina por un sendero empedrado y oye el rumor que viene de la piscina iluminada. Qué diablos hace allí con este frí o, piensa, sorprendido, cuando descubre, acercá ndose, que Zoe se ha metido en la piscina, ya de noche. Es la primera vez que regreso del banco y la encuentro bañ á ndose en la piscina. Algo le pasa a mi mujer.

—¿ Mi amor, qué haces en la piscina? —pregunta.

Zoe, nadando de espaldas a é l con un bañ ador negro de dos piezas, voltea sorprendida, sonrí e y dice:

—Está delicioso, me provocó darme un chapuzó n.

No le dice, por supuesto, que, al regresar de su cita secreta con Gonzalo, se sintió tan feliz, tan joven y traviesa, tan llena de una energí a nueva que tuvo ganas de hacer algo que rompiese la rutina: tirarse al agua frí a y chapotear como una niñ a.

—¿ No tienes frí o? —pregunta Ignacio, de pie, al borde de la piscina, la camisa blanca desabotonada a la altura del cuello, el nudo de la corbata desajustado, las rosas amarillas escondidas tras su espalda.

—No —grita Zoe desde el agua, sonriendo, flotando, exhibiendo sin pudor su felicidad—. Está riquí simo.

Nunca me has hecho el amor en esta piscina, piensa ella. Si fueras Gonzalo, te tirarí as con zapatos y corbata y me besarí as con pasió n. Pero tú só lo piensas en que el agua está frí a y te va a dar un catarro feroz. Ay, Ignacio, tú siempre tan pendiente de tu salud. Yo no me voy a resfriar porque tu hermano me calienta divinamente, Gonzalo es mi estufa, mi chalina, mi frazada. Ya tengo con quié n calentarme. Por eso no siento el agua frí a de la piscina.

—Te traje estas flores —dice Ignacio, y le muestra el arreglo de rosas amarillas.

—Mi amor, qué lindo detalle —se sorprende de veras Zoe—. ¿ Y a qué debo el honor?

—A nada —dice Ignacio, apenas sonriendo—. A que te quiero má s que nunca.

—Yo tambié n te quiero. Qué lindas rosas. Sabes que me haces muy feliz cuando me compras flores. Adoro recibir flores.

—Yo sé, mi amor, yo sé.

Sí, pero todaví a no sabes que no soy tu mamá y que podrí as regalarme flores distintas de las que tambié n le regalas a ella, piensa Zoe, sin enojarse. Pobre Ignacio. Soy una ví bora. Yo tirando con su hermano y é l comprá ndome rosas. Deberí a sentirme una cerda, deberí a tener vergü enza, pero no: me siento regia, feliz, no me cambio por nada, y las flores, las merezco.

—¿ Qué tal tu dí a?

Siempre me preguntas eso, piensa Zoe. Con las mismas palabras, exactamente las mismas palabras.

—Bien, todo bien. Me he sentido muy bien hoy dí a. Gracias a tu hermano, en realidad, añ ade para sí misma, sonriendo dulcemente.

—¿ Tu yoga, bien?

—Delicioso. Me hace mucho bien. ¿ Tú qué tal?

—Todo bien, por suerte. ¿ Dó nde te dejo las rosas?

—Acá.

—¿ Có mo acá?

—Acá. Tí ralas al agua.

Zoe rí e, se siente joven, traviesa, disfruta sorprendiendo a su marido.

—¿ Me está s pidiendo que tire a la piscina las rosas que te he comprado? —pregunta Ignacio, con una expresió n risueñ a.

—Eso mismo. Quiero ver las rosas flotando en el agua a mi alrededor. Se verá n lindas acá. Tí ralas.

Zoe está rarí sima, pero al menos la veo feliz, se consuela pensando Ignacio.

—¿ Segura? ¿ Las tiro?

Ay, Ignacio, tú siempre tan formal, piensa Zoe.

—Claro, tí ralas.

Perplejo pero divertido por la ocurrencia de su esposa, Ignacio arroja las doce rosas amarillas al agua. Al caer, se dispersan y flotan. Zoe se acerca a ellas, huele los pé talos mojados de una, se zambulle y reaparece rodeada de esas flores amarillas.

—¿ Có mo me veo? —pregunta, haciendo un mohí n de coqueterí a.

—Como una diosa —responde Ignacio.

—Gracias, mi amor. Está n lindas las flores.

Ignacio contempla con fruició n esa escena que no deja de sorprenderlo, su mujer de noche en la piscina sonrié ndole con una felicidad que la desborda, las flores que ha comprado y ahora flotan en el agua.

—Ahora tí rate tú —dice Zoe.

—¿ Está s loca? —sonrí e Ignacio.

—Mé tete. No seas tonto. Está deliciosa.

Ignacio se agacha y toca el agua con una mano.

—Está helada —dice.

—Ven, salta, no seas tontito.

—¿ Có mo quieres que salte, así con ropa y todo?

—Claro, má s divertido.

—Zoe, ¿ has fumado algo?

—No, só lo estoy contenta.

—¿ Por algo en especial?

—No, por nada. Porque sí. Tí rate. No seas pavito. Ven, tí rate.

Sorpré ndela, haz una pequeñ a locura, rompe las reglas, piensa Ignacio. El ú nico problema es que te vas a resfriar de todos modos.

—Bueno, ya. Só lo porque tú me lo pides.

Se quita la ropa, queda en calzoncillos, tiembla de frí o y se dispone a saltar.

—Sin nada de ropa —le pide Zoe—. Quí tate los calzoncillos.

—No sé qué tienes hoy —sonrí e Ignacio, y se baja los calzoncillos blancos.

Tu hermano tuvo má s suerte que tú, piensa Zoe, al ver desnudo a su marido, el sexo pequeñ o, encogido por el frí o. —Vamos, salta, mi amor —lo anima.

—Te odio —dice Ignacio y salta, entrando de cabeza al agua.

Zoe rí e al ver a su marido sacar la cabeza del agua, tiritar de frí o y quejarse:

—¡ Está helada! ¡ Me voy a resfriar por tu culpa!

—Pareces una vieja, Ignacio —le dice, y nada hasta é l y le da un beso en la mejilla—. Gracias por las rosas —añ ade, y lo mira con cariñ o.

—Te quiero, mi amor.

—Yo tambié n te quiero, Ignacio.

—No, tú no me quieres, tú me quieres resfriado. Salgo en seguida. Está helado.

Zoe se rí e porque Ignacio sale de prisa de la piscina y corre desnudo, temblando de frí o, hasta la puerta de la cocina, en busca de una toalla.

—Tontito, nunca vas a cambiar —dice en voz baja, y huele una rosa.

 

Zoe duerme. A su lado, tendido en la cama, Ignacio no consigue dormir. Han cenado algo ligero viendo la televisió n y se han acostado temprano. Zoe lucí a relajada y feliz. Hací a tiempo que no la veí a tan contenta, pensó Ignacio, mientras cenaban una sopa y unos emparedados que é l preparó. Para su sorpresa, Zoe decidió que esa noche dormirí a desnuda, acercó una estufa a la cama, puso una manta sobre el edredó n y se metió entre las sá banas sin el camisó n y la ropa interior con la que habitualmente duerme.

—¿ Vas a dormir así? —le preguntó Ignacio, sorprendido, al tiempo que se poní a la pijama de franela.

—Sí —respondió su esposa—. ¿ Te molesta? —preguntó, haciendo un guiñ o coqueto.

—No, para nada —sonrió é l—. Pero te va a dar frí o.

—Me abrigará s tú —sonrió ella.

Está rarí sima, pensó é l, pero se ve feliz, así que mejor no le digo nada. Quizá s ella tambié n quiere que nuestro matrimonio no siga siendo tan aburrido. Quizá s quiere sorprenderme. Quizá s desea hacer el amor conmigo y por eso se ha metido desnuda a la cama.

De pronto, Ignacio dejó de ponerse la ropa de dormir y pensó que debí a responder sin demora a esa invitació n. Se quitó el pantaló n, quedando en medias y calzoncillos, y se metió a la cama. Tembló de frí o. Zoe intentaba leer una novela de moda. Cerró el libro y miró a su esposo, que se acercó a ella y la abrazó.

—¿ Qué haces tú tambié n sin pijama, mi amor? —le preguntó, una expresió n risueñ a dibujada en su rostro.

—Quiero hacer travesuras —susurró Ignacio, besá ndolaen el cuello, acariciá ndole las piernas bajo las sá banas.

Yo no quiero hacer travesuras, yo quiero tirar como se debe, como tú no sabes, pensó Zoe, sonriendo. Yo no quiero hacer travesuras contigo, mi amor. Yo quiero hacer cochinaditas ricas con tu hermano.

—Ignacio, hoy no nos toca —dijo Zoe, y gozó recordá ndole a su esposo el calendario amoroso que é l impuso y ella considera absurdo—. Tenemos que esperar al sá bado. Así llegamos con má s ganas.

—No seas mala, dame un adelanto —bromeó é l, apretá ndose contra ella, sin dejar de acariciarla.

—No, mi amor. Mejor mañ ana sá bado. Hoy no tengo ganas.

Ignacio interrumpió sus caricias y se retiró un poco.

—Pensé que te habí as metido sin ropa a la cama porque querí as hacer el amor —dijo, algo decepcionado, pero tratando de no enojarse.

—No, lindo —le dijo Zoe, y le acarició el rostro con ternura—. Hoy no me provoca. Quiero dormir así por puro capricho.

—Comprendo. Espero que no te resfrí es.

—No te preocupes. Si tengo frí o, me caliento contigo, tú eres mi peluche.

Yo no quiero ser peluche de nadie, pensó é l, contrariado, saliendo de la cama, recogiendo de la alfombra su ropa de dormir. Si tienes frí o, ponte tu pijama y no me jodas, que yo no soy calentador de nadie.

—Todo bien, mi amor, como quieras —dijo é l, guardando la compostura, y terminó de vestir su pijama de franela.

 

Cuando Ignacio rezó, sentado en la cama, los brazos cruzados en el pecho, el televisor apagado, ya su mujer habí a dejado la novela que leí a y parecí a dormir plá cidamente. No se ha echado sus cremas, no se ha lavado los dientes, no ha prendido la computadora para leer sus ú ltimos correos del dí a, pensó. Es muy raro que actú e así. Pero no parece molesta conmigo. Me trata con cariñ o. Incluso dirí a que quiere perturbarme, tentarme, despertar en mí el deseo de hacerle el amor. Y cuando lo consigue, me deja con las ganas. Como quieras, Zoe. Tú ganas. Ignacio cerró los ojos y rezó: «Señ or, estoy un poco molesto, te ruego que me des paz, que me ayudes a seguir queriendo a esta mujer a la que a veces, como ahora, simplemente no entiendo. Necesito dormir. Gracias por tantas cosas buenas. Só lo te pido que me des ocho horas de sueñ o para recuperarme bien. No quiero sentir en el corazó n este desasosiego que me inspira mi mujer. Dame paz, dame sueñ o, Dios mí o. Buenas noches. »

Ahora Zoe duerme. A pesar de sus sú plicas, Ignacio continú a despierto, desvelado, dando vueltas en la cama, llená ndose de rencor contra su esposa. Juegas conmigo, piensa. Me tratas como si fuera tu pelele. Te traigo flores, me tiro a la piscina helada para complacerte, te metes desnuda a la cama y te pido que hagamos el amor y me rechazas, recordá ndome que só lo debemos hacerlo los sá bados. Está bien que en principio nos toque los sá bados, porque eso me da una sensació n de orden y estabilidad de la que yo disfruto, pero podrí amos romper la rutina de vez en cuando. En el fondo, ya no me quieres. Me quieres, sí, pero me quieres como si fuera tu hermano, un hermano mayor, distante, algo aburrido, que te protege y te sirve de calentador si pasas frí o en la noche. Pero no me ves como un hombre deseable. Está claro. Supongo que tengo la culpa de eso, pero no sé qué carajo hacer para remediarlo. Por ahora, necesito dormir, olvidar que mi matrimonio es un desastre. Dios, dué rmeme, no seas cruel.

Ignacio se impacienta, sale de la cama y camina al bañ o sin hacer ruido. Tras encender una luz dé bil, se mira en el espejo, que le devuelve la imagen de un hombre fatigado, ojeroso, disgustado con su vida. No soy feliz, piensa. Nunca lo he sido. Probablemente no lo seré jamá s. Pero no debo perder la calma. Los hombres grandes se fortalecen en los momentos má s duros, se agigantan ante la adversidad. Yo soy un hombre grande. Aunque nadie me quiera, ni siquiera mi propia esposa, que duerme desnuda en mi cama, yo me quiero lo suficiente como para aguantar a pie firme las dificultades y seguir avanzando como un guerrero. Los triunfadores no suelen ser los má s inteligentes, sino los má s fuertes. Yo soy fuerte, soy un triunfador y no me voy a derrumbar. Pero necesito relajarme. Lo siento, Dios mí o, pero si tú no me das el sueñ o que te he pedido, tengo que buscarlo yo solo, haciendo otras cosas.

Ahora Ignacio cierra la puerta de vidrio del retrete, baja la tapa del inodoro, se sienta sobre ella, desabrocha su pantaló n de franela, humedece con saliva la palma de su mano derecha y empieza a tocar su sexo, hacié ndolo crecer, endurecerse. No piensa en Zoe, su mujer. No piensa en otra mujer. Se deleita pensando en algo que no hará, que no se atreverá a hacer: besar a un hombre, poseerlo con violencia, entregarse a é l. Piensa en ese hombre, un hombre cualquiera que no conoce, y goza en secreto.

 

Es sá bado, un dí a soleado y prometedor. Despué s de leer la prensa del dí a y ejercitarse en el gimnasio privado con má s rigor del que acostumbra, Ignacio llama por telé fono a su madre y la invita a almorzar.

—Encantada —contesta ella—. Pensaba encerrarme a pintar, pero pintaré despué s del almuerzo.

—Estupendo —dice é l—. ¿ Dó nde quieres almorzar?

—En tu casa serí a perfecto. Así estamos má s tranquilos, ¿ no te parece?

—De acuerdo. Le diré a Zoe que prepare algo rico. ¿ Quieres que pase a buscarte?

—No, gracias. Má ndame un taxi a la una. Así me entretengo conversando con el taxista y no te molesto.

—Perfecto. Quedamos así. ¿ Quieres que invite a Gonzalo?

—Me encantarí a. Tú sabes que yo gozo cuando está toda la familia reunida.

—Lo llamaré. Ojalá me conteste el telé fono. Tú sabes que é l anda medio perdido, se desaparece. Hace dí as que no sé nada de é l. No contesta mis llamadas.

—Paciencia, Ignacio. Compré ndelo. Tu hermano es un artista.

—Sí, claro —dice Ignacio, y hace un esfuerzo para no irritarse, porque le disgusta sentir que su madre le perdona todo a Gonzalo con la excusa de que es un artista—. Te mando el taxi, entonces. Nos vemos acá.

Todaví a en un buzo gris y zapatillas que ha sudado en el gimnasio, Ignacio busca a su esposa para darle la noticia del almuerzo familiar que está organizando y consultarle si le parece bien invitar a Gonzalo. La encuentra desnuda y sonriente, sumergida hasta el cuello en la tina, rodeada de burbujas y fragancias, escuchando mú sica clá sica a un volumen que é l encuentra excesivo.

—¿ Qué haces acá? —le pregunta, con una expresió n de perplejidad, pues ella no acostumbra a darse bañ os de tina.

—Disfrutando de la vida, mi amor —responde Zoe, sonriente.

—No te oigo —dice é l, y baja el volumen de la mú sica—. Está s rarí sima, Zoe. Duermes sin pijama, te bañ as en la tina con burbujas: ¿ se puede saber qué está pasando contigo?

Zoe sonrí e, sopla unas burbujas que flotan en el agua tibia cerca de su rostro, acaricia su muslo izquierdo.

—¿ Te molesta? —pregunta, risueñ a, con una voz muy amorosa.

—No, para nada. Me sorprende.

—Estoy contenta. Estoy contenta con mi vida. Estoy contenta con mi cuerpo. Eso es todo.

Está s contenta porque no estoy contigo en la tina, piensa Ignacio. Está s contenta porque otro hombre está contigo en tu cabeza. Está s contenta, cabrona, porque me engañ as, aunque só lo sea en tu imaginació n. No soy tan tonto como para no darme cuenta.

—Me alegro por ti —dice Ignacio, con una sonrisa que no es del todo natural—. He invitado a almorzar a mi madre. ¿ Te parece bien?

—Fantá stico. ¿ A qué hora viene?

—Una y media.

—¿ Quieres que prepare algo rico?

—Serí a genial, si no te molesta. Pero si prefieres, pedimos que nos traigan la comida.

—No, yo puedo hacer una pasta y una ensalada. Me siento inspirada para cocinar.

—Está s inspirada para todo, menos para hacer el amor conmigo —dice Ignacio, y se arrepiente en seguida de haber sonado quejumbroso.

—No digas eso, mi prí ncipe —dice Zoe desde la tina, con una mirada cargada de ternura—. Tú sabes que yo me muero por ti.

Palabrerí a barata, literatura de folletí n, pura demagogia conyugal, piensa Ignacio, de pie en ese bañ o de lujo, contemplando la hermosa desnudez de su mujer, apenas soslayada por el agua y las burbujas.

—¿ Quieres que invite a Gonzalo? —pregunta é l.

Zoe siente un sobresalto cuando escucha el nombre prohibido, pero finge una cierta indiferencia y responde:

—No es mala idea, si tú quieres. A tu madre le encantarí a.

—¿ Por qué no lo llamas tú? Porque a mí nunca me contesta el telé fono.

—No, mejor llá malo tú, Ignacio.

—No, prefiero que lo llames tú. Cré eme. Si yo lo llamo, no me va a contestar, no va a venir. En cambio, si lo llamas tú, ya verá s que viene.

—¿ Por qué crees eso? —se sorprende Zoe, tratando de mantener la calma.

—Conozco a mi hermano má s que tú, cré eme.

Te equivocas, corazó n, piensa ella, escondiendo una sonrisa maliciosa. No creo que conozcas a tu hermano tan í ntimamente como yo.

—Bueno, como quieras, yo lo llamo. Pá same el telé fono, por favor.

Ignacio camina al dormitorio, levanta el telé fono inalá mbrico y se lo lleva a su mujer, quien, tras secarse las manos con una toalla blanca, improvisa su mejor cara de despistada y dice:

—¿ Cuá l era el telé fono de tu hermano, mi amor?

Lo recuerda perfectamente, pero juega el juego de la duplicidad para no delatarse ante Ignacio, que, como es obvio para ella, desconfí a por principio de su hermano.

—Me sorprende que no lo recuerdes. Tú, que siempre lo llamas para ir a visitarlo a su templo sagrado, a su santuario artí stico; tú, que te desmayas cuando ves sus cuadros y los compras al precio que é l diga.



  

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