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Libros Tauro 12 страница—¡ Ignacio! —dice, y se pone de pie, hacié ndole adió s con una mano. Procurando evitar una escena demasiado efusiva, pues le avergü enza mostrar en pú blico sus sentimientos, Ignacio sonrí e sorprendido, le da un beso fugaz en los labios y la abraza el poco tiempo que demora en decirle: —¿ Qué he hecho yo para merecer esta sorpresa tan agradable, mi amor? —Portarte bien —susurra Zoe, y prolonga el abrazo un poco má s. —Yo siempre me porto bien —dice Ignacio. —Yo sé, mi amor. Por eso te quiero tanto. Porque eres un hombre bueno. Tomados de la mano, caminan hacia el estacionamiento. Ignacio no ha enviado equipaje en la bodega del avió n, pues, como ahora, suele viajar con un maletí n de mano que arrastra sobre dos ruedas pequeñ as, así no pierde tiempo esperando a que sus maletas aparezcan en la faja circular. Es uno de esos viajeros impacientes que gozan cuando salen antes que nadie del avió n y caminan por los aeropuertos con una prisa salvaje, con el ú nico objetivo de llegar pronto a su destino. —¿ Qué tal el viaje? —pregunta Zoe. —Bien, todo bien. —¿ Mucho trabajo? —Lo de siempre. Ya estoy acostumbrado. —¿ Dormiste bien? —No. —¿ Por qué? —Porque no estabas tú. Zoe lo besa en la mejilla mientras caminan por el parqueo en busca de su auto y, aunque sabe que su esposo exagera, le agrada oí r esas palabras dulces, reconfortantes, que reafirman la solidez de ese matrimonio que ahora, curiosamente, le produce, a falta de una sensació n de felicidad, el consuelo de saberse querida por un hombre bueno. No me importa que me mientas, piensa. Mentir con cariñ o es tambié n una forma de amar. Me gusta que me digas esas mentiras de galá n antiguo. Me gusta que nos mientas a los dos para seguir estando juntos. Sé que no me extrañ aste en el hotel, que dormiste mucho mejor sin mí, pero tambié n que mientes porque me quieres. Y sé que está s feliz de verme aquí, en el aeropuerto, esperá ndote.
Ahora está n en el auto. Ignacio conduce lentamente, paga la tarifa del estacionamiento, se despide con amabilidad de la señ ora que le ha cobrado desde una pequeñ a caseta, acelera al llegar a la autopista —aunque siempre dentro del lí mite de velocidad que establece la ley— y mira a su esposa, que va callada, limá ndose las uñ as. Está rara, piensa. Es muy raro que venga a recogerme al aeropuerto. La siento triste, golpeada. Algo le ha pasado. Está demasiado sensible. No creo que me haya extrañ ado. Estoy seguro de que la ha pasado muy bien sin mí. No dudo de que habrí a preferido que yo volviese en un par de dí as má s. Pero algo me esconde, algo la atormenta, algo la aleja de mí y precisamente por eso, para ocultarlo y ocultá rselo a sí misma, finge que estamos cerca, má s cerca que nunca. No me lo creo. Pero me apena. No me gusta verte así, Zoe. Sé que está s dolida y me entristece que no compartas esa pena conmigo. No importa. Yo te quiero má s de lo que nunca has sospechado. Es bueno saber que está s de vuelta, aunque só lo sea por esta noche. —¿ Te molesta si bajo un poco la calefacció n? —pregunta Ignacio. Nunca coinciden con la temperatura que desean preservar en el auto. Zoe suele quejarse de que Ignacio exagera con el frí o. A ella le gusta prender el aire acondicionado y helar el auto en verano, como disfruta, en esta noche de invierno, encendiendo la calefacció n a tope y dejá ndose abrigar por ese vapor cá lido que se filtra por las rendijas del tablero y el piso. Ignacio se incomoda con el aire acondicionado y la calefacció n. Teme los cambios sú bitos de temperatura, pues alega que lo resfrí an con facilidad, y por eso ahora, aunque sabe que puede irritar a su mujer, ha sugerido no calentar tanto el interior del automó vil, que conduce con menos parsimonia de la habitual, porque quiere llegar a casa, darse una ducha, leer sus correos y meterse a la cama en su vieja pijama que huele a é l. —No, no me molesta —dice Zoe—. Apá gala, si quieres. Es la eterna discusió n, piensa ella, resignada, pero hoy no estoy dispuesta a molestarme por esta tonterí a. ¡ Cuá ntas veces hemos peleado porque quieres apagar el aire, subirlo un poco, bajar la calefacció n, y yo me opongo porque sentí a que lo hací as só lo para fastidiarme, para joderme! Pero ahora no me molesta, Ignacio, porque sé que me quieres todo lo que puedes, que es menos de lo que yo quisiera, pero lo suficiente para dormir tranquila esta noche a tu lado. —¿ Está s bien, mi amor? —pregunta Ignacio, y la acaricia en una pierna. —Sí —dice Zoe. No me mientas, tontita, piensa é l. Algo no está bien. —Un poco cansada —añ ade ella—. Necesito dormir bastante. —¿ Dormiste mal anoche? —Fatal. Tuve insomnio. Me quedé despierta la noche entera. —¿ Por qué? ¿ Qué pasó? —No sé. No pasó nada especial. Me vino uno de esos insomnios terribles. —Pobre. Lo siento, amor. Hoy vamos a dormir rico. Llegando a la casa, nos metemos a la cama y dormimos como dos bebé s. Eso quiero esta noche, dormir como un bebé, piensa Zoe. No quiero sexo, no quiero pasió n, no quiero engañ os y traiciones, no quiero a un hombre hacié ndome el amor para que luego escape en la madrugada aprovechando que estoy dormida. Só lo quiero a un hombre que me abrace y me consuele. Estoy hecha mierda y no puedo decí rtelo, Ignacio. Estoy destrozada porque creo que amo a tu hermano y estoy segura de que el canalla no me quiere, salvo para llevarme a la cama. No llores, Zoe. Contró late. No llores, que se va a dar cuenta de que algo está mal contigo. A pesar de que intenta ahogar esa tristeza, Zoe se abandona a un llanto silencioso, apenas dos lá grimas que caen por sus mejillas. Ignacio la mira de soslayo, advierte que está llorando y no le dice nada, no hace preguntas, sabe que ella prefiere mantenerse callada, impenetrable, y só lo la toma de la mano, estrechá ndola con fuerza, y le dice: —Tranquila, ardillita. Todo va a estar bien. Zoe no dice nada. Se seca las lá grimas con un pañ uelo que ha sacado de la cartera y dice con voz triste: —Te adoro, Ignacio. —Yo tambié n, mi amor. Llora porque ya no me quiere y no se atreve a decí rmelo, piensa é l. Soy una puta y ademá s una loca, có mo se me ocurre acostarme con Gonzalo y no cuidarme, piensa ella.
Gonzalo termina de pintar, muerde una manzana, se mira en el espejo, que le recuerda su aspecto desaliñ ado y algo barbudo, bebe un buen trago de agua mineral y se acerca al telé fono. Alguien tiene que ceder, piensa. Si ella no me llama, la llamaré yo. Seguro que se muere de ganas de verme, pero, como es orgullosa y está despechada, no va a llamar. Te conozco, Zoe. No sabes jugar este juego mejor que yo. Olví dalo. Cuando marca el nú mero de la casa de su hermano, Gonzalo piensa que, siendo las seis de la tarde, casi con seguridad Ignacio estará en el banco y Zoe, aburrié ndose en casa. Nadie contesta. Luego de varios timbres, escucha la voz grabada de ella pidiendo que dejen un mensaje. No dice nada. Cuelga. Es la voz de una mujer insatisfecha, piensa. En seguida abre su agenda, busca los nú meros de Zoe y la llama al celular. Conté stame, muñ eca. No te hagas la difí cil conmigo. No seas rencorosa. No puedes haber olvidado tan rá pidamente lo bien que la pasamos la otra noche. Conté stame. —Mi amor, lo siento, se cortó —escucha la voz de Zoe. —¿ Qué se cortó? —pregunta é l, sorprendido. —¿ Ignacio? —No, soy Gonzalo. Pero no me molesta que me digas «mi amor». —No es gracioso. Estaba hablando con Ignacio hace un minuto y se cortó. —¿ Dó nde está s? —En la calle. —¿ Qué haces? —Saliendo de mi clase de yoga. Gonzalo la siente tensa, a la defensiva, pero se hace el tonto y mantiene el tono cariñ oso. Si bien Zoe está contenta de oí r su voz, quiere mostrarse distante y por eso hace un esfuerzo para no dejarse desbordar por el afecto que é l le inspira. —Me está entrando una llamada de Ignacio en la otra lí nea —dice ella, aunque en realidad no sabe si quiere colgarle a Gonzalo para seguir hablando con su esposo, que está en el banco y vení a dicié ndole, antes de que se cortase la comunicació n, que llegará tarde a casa porque tiene una cena en el club ejecutivo con unos banqueros que han llegado de visita. —Há blale. Te espero. —¿ No está s apurado? —No. Si quieres, habla con é l y luego me llamas. —No. Espé rame en la lí nea un minuto. Hablo con Ignacio y regreso en seguida.
Zoe no quiere llamarlo. No quiere ceder en su orgullo. Se siente en cierto modo reivindicada cuando es Gonzalo quien la llama, como ahora. No puede vivir sin mí, piensa. Se hace el duro, el machazo, pero bien que me extrañ a. Que sufra. Yo no lo voy a llamar. —Má ndale saludos —alcanza a decir, en tono cí nico, Gonzalo. —No te queda bien hacer de payaso —dice Zoe—. Espé rame. Ya vuelvo. Me haces reí r, muñ eca, piensa é l, y se tira en la cama, el telé fono inalá mbrico al oí do. No pretendas engañ arme. No te hagas la que no me extrañ as. No finjas que no te importo má s. Bien que te mueres de ganas de volver a tirar conmigo. Aunque te avergü ence admitirlo y quieras hacerte ahora la señ ora muy digna, tú y yo sabemos la verdad. Y la verdad es que tu esposo es un plomazo y tú te mueres por volver a hacer una trampita conmigo. Ya verá s que vas a ceder. Tu orgullo será muy fuerte, pero má s fuerte es el deseo, muñ eca. Ya verá s. En una hora estará s acá, en esta cama, y te sacaré la ropa y te haré gemir como a una gatita en celo. Ven, muñ eca. No pierdas tiempo hablando con el ganso de Ignacio. Há blame. Te estoy esperando. Pienso en ti y se me pone dura. —Acá estoy, lo siento —dice Zoe. —¿ Ya le colgaste a Ignacio o lo has dejado esperando en la otra lí nea? —ironiza Gonzalo. Ya corté. —Muy bien. ¿ O sea que é l tiene prioridad sobre mí? Gonzalo bromea, quiere romper el hielo, pero ella mantiene un tono serio, distante. —Sí, por supuesto. Ignacio es mi marido y yo lo adoro. Tú só lo eres mi cuñ ado. —¿ Y a mí no me adoras? —No. —¡ Qué pena! Porque yo sí te adoro, muñ eca. —No me digas muñ eca, por favor. —¿ Pero al menos me extrañ as? —dice, como si no la hubiera oí do. —No. Tampoco. —¿ Ni un poquito? —Ni un poquito. —¿ Ni un piquito? —juega é l. —Ni un piquito —sonrí e ella. —Vamos, Zoe, no tienes que hacerte la dura conmigo. Yo soy tu amigo. Te conozco. Está bien que actú es con Ignacio, pero conmigo no tienes que actuar. —¿ Qué quieres, Gonzalo? ¿ Para qué me has llamado? —Quiero verte. Es rico oí r eso, piensa Zoe. —¿ Para qué? —pregunta. —Para estar contigo. —No conviene, Gonzalo. Mejor no. Ahora Zoe ha detenido su auto y habla con una voz má s amigable. —¿ Por qué no conviene? —Porque Ignacio está acá. Porque es mejor dejarlo así. —No, no es mejor. Te extrañ o. Quiero verte. Zoe permanece en silencio. —Tú tambié n quieres verme. No mientas —dice Gonzalo. —No sé. Me da miedo. Tú no me quieres de verdad. Só lo está s jugando conmigo. —Eso no es cierto, muñ eca. No digas tonterí as. Dime muñ eca, há blame así, me gusta sentirme tu amante aunque ya no me atreva a acostarme contigo, piensa ella. —No son tonterí as, Gonzalo. De verdad prefiero que no sigamos jugando con fuego. Esto va a terminar mal. —Ven a verme. Só lo media hora. Estoy en el taller. Te espero. —No, Gonzalo. No insistas. Se muere de ganas, piensa é l. Su voz la delata. —Ven. Te ruego que vengas. No seas mala. Zoe se calla dos segundos, piensa, agoniza, lo imagina de nuevo a su lado y se llena de dudas, de miedo, pero tambié n de deseo. —¿ Me prometes que no va a pasar nada? —Te prometo. —¿ Nada de nada? —Lo que tú quieras, muñ eca. Yo só lo quiero estar contigo. —Ni un beso, Gonzalo. Promé teme que te vas a portar bien. Si no, olví date, prefiero no verte. —No te preocupes, Zoe. No haré nada. Me portaré como un monaguillo. —Sí, claro —dice ella, sonriendo—. Los monaguillos son los má s peligrosos. —Entonces me portaré como un cura. —Peor. Qué miedo. Se rí en. Todo está bien, piensa é l. Necesito verlo, sentir que ya pasó la tormenta pero seguimos siendo amigos, piensa ella. —Bueno, ¿ vienes o no? —No. Quiero verte, pero no en tu taller. —¿ Por qué? —Muy peligroso. No quiero que me vean entrar allí. No quiero dejar mi carro en la puerta. —No seas paranoica, Zoe. Nadie te va a ver. —¿ Y si pasa una amiga y ve mi carro? ¿ Y si viene a verte Ignacio o tu mamá? —Imposible. No seas loca. —No quiero correr riesgos. —¿ Entonces dó nde quieres que nos veamos? —No sé, ayú dame, pensemos. —¿ En algú n café de por acá? —No, no quiero ningú n lugar pú blico. —Qué exagerada eres. —Gonzalo, soy una mujer casada, tengo que cuidarme. —Hay un hotel cerca de mi taller, que es lo má s discreto. Gonzalo menciona en seguida el nombre y la direcció n. —Sí, lo conozco —dice ella. —Si quieres privacidad, es ideal. Yo me registro, subo al cuarto, te llamo, te digo el nú mero y tú entras con el auto, cuadras en el parqueo subté rraneo y subes directamente a la habitació n. No te verá nadie. Ya veo que eres un experto en eso. ¿ A cuá ntas amiguitas habrá s llevado a ese hotel? —¿ Ahora está s celosa? —rí e de buena gana Gonzalo. —No, tú puedes hacer con tu vida lo que quieras, pequeñ í n —dice ella, tratando de sonar muy sarcá stica, pero en el fondo prefiere ni imaginarse a Gonzalo con otras mujeres porque, aunque le moleste reconocerlo, le da celos, se enfurece un poquito. —¿ Pequeñ í n? ¿ Te parecí pequeñ í n la otra noche? —Es pequeñ í n pero crece —bromea ella. —Si yo soy pequeñ í n, Ignacio será un pigmeo, entonces. —No seas vulgar —se rí e Zoe. —Bueno, salgo ahora mismo. Te llamo del hotel y te doy el nú mero de cuarto. ¿ Sabes có mo llegar? —Sí. Espero tu llamada. Pero ya sabes: no va a pasar nada. —Yo sé, no te preocupes. Só lo vamos a hablar. Vamos a hablar despué s de tirar riquí simo, piensa é l, y sonrí e cuando cuelga el telé fono y salta de la cama, feliz. No has debido hacer esto, Zoe, piensa ella, mientras elige uno de los seis discos que está n instalados en el equipo de mú sica del auto y salta a una de sus canciones favoritas. Es un riesgo muy grande. Sabes que Gonzalo te gusta demasiado. Lo vas a tener en un cuarto de hotel, ¿ y só lo van a hablar? Te está s engañ ando. En el fondo te mueres de ganas de volver a tirar con é l. Admí telo. No, no vamos a tirar. Es una cuestió n de orgullo. Nos veremos, hablaremos como gente adulta, quedaremos como amigos y olvidaremos esa noche loca que nunca debió ocurrir. Jú rate eso, Zoe. Nada de trampas hoy. Jú rate. No seas tan sinvergü enza. Haz que Gonzalo te respete. Aunque te tiente, no pierdas la compostura. Dale una lecció n. Demué strale que no todas las mujeres se derriten por é l. Demué strale que sabes decirle que no.
Veinte minutos má s tarde, Zoe deja su auto en el parqueo subté rraneo del hotel, sube algo nerviosa al ascensor, respira aliviada cuando desciende sin que nadie la vea en el piso donde la espera Gonzalo y toca dé bilmente la puerta de la habitació n 1003. Se echa un vistazo. Parezco una pordiosera, piensa. Lleva puesta la ropa deportiva que suele vestir en sus clases de yoga. No estoy nada sexy, se dice. Pero mejor así. —Pasa —le dice Gonzalo, que no demora en abrir, porque imagina que Zoe viene nerviosa y no se equivoca. Ella entra en la habitació n, da una mirada rá pida, cierra de prisa las cortinas y enciende una luz. —No es un hotel de lujo, pero tampoco está tan mal y tiene mucha privacidad —comenta é l. —Es un burdel, no un hotel —dice ella, con una sonrisa, y se sienta en la cama, cuyo edredó n rojo le parece de muy mal gusto—. ¿ Cuá ntas veces has venido a tirar acá? Gonzalo se cruza de brazos y la mira con cariñ o. —Menos de las que crees —dice. Y añ ade—: Te ves muy bien en tu ropa de yoga. —No comiences —dice ella—. No puede pasar nada, ya sabes. —Claro, ya sé. ¿ Quieres tomar algo? —Agua, por favor. Gonzalo abre el minibar, saca una cerveza y una botella de agua y le da la botella a Zoe. Luego abre la cerveza, toma un trago y eructa. —Perdó n —dice. Zoe se sorprende de sentirse atraí da por Gonzalo cuando lo ve eructar. Me gustan los hombres que eructan, que huelen fuerte, piensa. —No me has dado un beso —dice Gonzalo—. Has entrado a este cuarto como si estuvié ramos haciendo un negocio de drogas. Zoe sonrí e, cruza las piernas, se alegra de saber que tiene unas piernas esplé ndidas que é l ha mirado sin disimulo. —Nada de besos, Gonzalo. —Só lo uno. —Gonzalo, por favor. —Me muero de ganas de darte un besito. No seas mala. Tú tambié n te mueres de ganas, piensa. No te hagas ahora la santurrona, cuando el otro dí a en tu casa gemí as con placer. ¿ O crees que eso nunca existió? —No, mejor no. Sié ntate y hablemos. Gonzalo se sienta en la cama a su lado, la mira, acaricia su pelo. —Eres salvaje —le dice—. Te veo y me vuelves loco. —Yo tambié n me alegro de verte —dice ella, tratando de ser só lo la amiga, la cuñ ada, ya no má s la amante. —Ven, bé same. Só lo un beso. —No, Gonzalo. —Te juro que un beso y nada má s. Zoe lo mira a los ojos y luego ahí abajo, el bulto entre sus piernas, y se excita. —¿ Só lo un beso? ¿ Me prometes? Gonzalo no contesta. La besa de un modo lento, lleno de ternura, y ella se abandona, gozosa. —Te he extrañ ado —confiesa Zoe. Gonzalo sigue besá ndola, besa su cuello, sus mejillas, la abraza, la tiende en la cama. —¿ Te has acostado con Laura? —pregunta ella. —No. —¿ Has estado con alguien má s? —No. Só lo he pensado en ti. Se besan con pasió n. Me ama, piensa Zoe. Me desea como a nadie. Es mí o. Por poco tiempo, pero es mí o. —Quiero hacerte el amor —dice é l. —No, Gonzalo. Mejor no. —No tengas miedo. —Esto va a terminar mal. —No. ¿ Por qué? Podemos ser amantes secretos todo el tiempo que quieras. —Gonzalo, Gonzalo, está s loco —dice ella, y lo besa. Luego añ ade: —Pero jú rame que es la ú ltima vez. —Te lo juro —dice é l, pero piensa: no seas ingenua, muñ eca, vamos a tirar como conejitos, esto recié n está comenzando. —Bé same, Gonzalo. Ven, bé same. Veo que tus clases de yoga no te han ayudado mucho en el autocontrol, piensa é l, y la besa. Un momento despué s, cuando hacen el amor, ella le dice al oí do: —Eres un hijo de puta, pero tiras riquí simo. —Me encanta que me lo digas, mi putita. —No sabes có mo me gusta que me digas putita. Siguen amá ndose cuando é l recuerda que no se ha puesto un condó n: —¿ Te está s cuidando? —No. —¿ Puedo terminar adentro? —Sí. Tranquilo. Hoy no hay peligro. —¿ Segura? —Segura. Hoy es un dí a seguro. No pares. Termina adentro. —Lo que tú quieras, mi putita.
Despué s de hacer el amor, Gonzalo y Zoe, desnudos, tendidos en la cama del hotel, separados uno del otro, mirando ambos al techo, se quedan un momento en silencio, como si no quisieran romper con palabras, dudas, temores y promesas la felicidad de ese instante. No quiero pensar en el futuro, piensa ella. Só lo quiero gozar de la calma maravillosa que me invade despué s de venirme en sus brazos. Ha estado mejor que la primera vez, piensa é l. He durado má s. Espero que no se arrepienta y se ponga a llorar y jure que no volverá a ocurrir y me odie porque ha tirado rico conmigo. Qué date en silencio, Zoe. No digas nada. Deja que tu cuerpo hable por ti. No seas histé rica. Aprende a conocerte. Te estoy ayudando. Conmigo en la cama vas a saber quié n eres de verdad. No digas nada. Cá llate, respira, disfruta. Esto es lo ú nico que de verdad importa en la vida. Lo demá s, la plata, el é xito, las joyas que te pones para impresionar a tus amigas, la casona en la que vives con tu marido, todo eso es una buena mierda. Lo ú nico que importa es saber qué te hace feliz y tener el coraje para buscarlo y conseguirlo. Hay gente que nunca lo sabe. Hay otra que lo sabe pero no se atreve a pelear por eso y se rinde sin siquiera intentarlo. Hay pocas personas que aprenden a conocerse, reconocen dó nde está su felicidad y se juegan todo por conseguirla y se acercan bastante a esa vida ideal que soñ aron. Tú puedes ser una de ellas. Pero primero tienes que saber qué quieres, quié n eres, qué te gusta, có mo te gusta tirar en la cama, qué fantá stico es tener un orgasmo salvaje. Jurarí a que eso no lo has vivido nunca con Ignacio y, a estas alturas, tampoco lo vivirá s. Yo quiero ser el hombre que te ayude a descubrir el camino de tu felicidad. Por eso me gusta tirar contigo. Porque siento que está s naciendo de nuevo, cambiando de piel, redescubrié ndote. Porque en cada expresió n de placer que veo en tu rostro creo ver a una mujer distinta, má s libre y feliz, no a la esposa aburrida de mi hermano, sino a una Zoe que quizá s nunca te atreviste a mirar a los ojos. No te llenes de miedo. Manda la culpa al carajo. Convé ncete de que mereces ser feliz. La felicidad que yo te doy en la cama, que no te dé vergü enza. No traiciones esa felicidad hablando en este momento que siento má gico y dicié ndome que será la ú ltima vez y que no debemos vernos má s. Cá llate, por favor. Goza este instante conmigo. —Tengo que irme. Zoe ha hablado con una voz sosegada que expresa bien la serenidad interior que siente en ese momento. No está feliz, tampoco orgullosa con lo que acaba de ocurrir, simplemente está tranquila. Tampoco se deja invadir por la culpa, no se arrepiente de haber quebrado una promesa má s. En realidad, le parece penoso haberse engañ ado a sí misma pensando en que podí a reunirse con Gonzalo en ese cuarto de hotel y só lo hablar, cuando ella mejor que nadie sabe el deseo tan violento que ese hombre le inspira, los placeres seguros que encuentra en sus brazos. He sido una estú pida, piensa. No quiero ser esa mujercita asustada y tonta. Gonzalo debe reí rse de mí cuando vengo al hotel y le digo que no pasará nada. ¿ Por qué me estoy negando esta felicidad? ¿ Por qué me da tanto miedo hacer algo que disfruto salvajemente? ¿ Por qué lo trato mal cuando é l me da un cariñ o que necesito, que me hace bien, que me llena de paz como ahora? No quiero ser esa señ ora culposa que se arrepiente de tener un orgasmo magní fico con su amante. Al diablo, esa señ ora. Quiero ser una mujer feliz y Gonzalo, por ahora, es mi mejor aliado para sobrevivir a la trampa en la que estoy metida con Ignacio. No debo negarlo. No puedo engañ arme y pretender que todo está bien con Ignacio. Sí, es un hombre bueno, me da una cierta protecció n y estabilidad, lo quiero, pero como amante es un desastre, no es capaz de darme los orgasmos riquí simos que tengo con Gonzalo. Toda mi vida he hecho lo que los demá s esperaban que hiciera, he vivido para los otros. Me cansé. Ahora voy a vivir para mí, aunque los demá s no me entiendan. Y por eso voy a seguir tirando con Gonzalo todo lo que me dé la gana. Porque lo disfruto. Porque me hace feliz. Porque me deja así, tan tranquila, tan contenta, en armoní a con mi vida y el mundo. Lo siento. Só lo soy una mujer. Los orgasmos que me arranca este hombre delicioso son mi mejor terapia. Tiraré contigo, Gonzalo, hasta que me aburra. Y seguiré siendo tu putita todo lo que quieras, mi niñ o. —No te vayas. Qué date un rato má s. Gonzalo la mira a los ojos y cree ver en ella la certeza de lo que acaba de hacer, entregarse al hermano de su esposo, no está mal, no puede estar mal si le ha procurado tanto placer y ahora la tiene así, sedada, en paz, tan distinta de esa mujer crispada que entró al cuarto de hotel media hora antes, peleando consigo misma, tratando de negarse algo que ahora, en la quietud de esa cama revuelta, resulta evidente: que, desnudos, liberados de ataduras y formalidades, encuentran una felicidad que no conocí an y a la que les será difí cil dar la espalda. —Tengo que irme. No quiero que Ignacio llegue a la casa y no me encuentre. —Está bien, como quieras. —Tenemos que ser cuidadosos. —Entiendo. Zoe se levanta y empieza a vestirse. Gonzalo la mira desde la cama. No cubre su sexo con la sá bana. Está desnudo y se muestra a los ojos de esa mujer que lo mira con deleite. Está orgulloso de su sexo y no lo esconde. Sé que la tengo má s grande y bonita que mi hermano, piensa. No la voy a tapar. Me gusta que la mires con cariñ o. Me encanta que pienses eso: que Ignacio puede tener mejor corazó n que yo, pero nunca un sexo mejor que el mí o. Mí rame, muñ eca. No tengas miedo a mirarme como te miro yo a ti. —¿ Nos podemos ver mañ ana? —pregunta. Zoe se queda pensativa, sentada en la cama de espaldas a é l, mientras calza las zapatillas deportivas con rayas fosforescentes. Luego voltea, lo mira a los ojos, sonrí e y dice: —No es una mala idea. É sta es la mujer que quiero ser, piensa. Si algo me hace feliz, no me lo niego, me lo permito. Si algo me provoca de verdad, como ver a Gonzalo, me concedo esta felicidad. Sonrí e. Sé feliz. Lo mereces. Ya verá s có mo estos encuentros con Gonzalo en el hotel te ayudan mucho má s que los añ os de terapia con el pesado del psicoanalista, que te sacó una fortuna y al final nunca te sirvió de nada. El psicoaná lisis es una gran estafa. La mejor terapia es tirar rico. No cuesta nada, lo disfrutas mucho má s y te muestra con toda claridad quié n eres y qué quieres. Tú será s mi psicoanalista, Gonzalito. Psicoanalí zame mañ ana y todos los dí as que quieras. Mé tete tan adentro como te dé la gana. Tú adentro mí o: é sa es mi idea, por ahora, de la felicidad, y por eso vendré de todos modos mañ ana a este hotel pulgoso pero rico para tirar.
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