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Libros Tauro 11 страница
Gonzalo no quiere entrar al bañ o de la casa porque prefiere irse cuanto antes de allí, caminar por esos suburbios tan apacibles donde el silencio es apenas quebrado por el arrullo de los pá jaros a esa hora temprana y tomar un taxi que lo lleve de regreso al ú nico lugar en el mundo donde se siente seguro y feliz, su taller de pintura. Pero antes necesita orinar. Camina por un sendero empedrado, rodeado de flores, y se detiene al borde de la piscina, cuyas aguas oscilan levemente al ritmo de un chorro interior que las hace recircular y mantenerse limpias, y ve su silueta desaliñ ada y deforme en esas aguas que se mueven de un modo casi imperceptible. Soy un hijo de puta, piensa. Me he tirado a la mujer de mi hermano. Y no tengo el menor remordimiento. Me siento feliz. Me la tirarí a de nuevo. Me la tirarí a cuantas veces pudiera. Siento que es má s mí a que tuya, Ignacio. Siento que tengo derecho a tirarme a tu mujer, que ni siquiera es tu mujer porque la tienes abandonada. Me has hecho demasiadas canalladas en la vida. Siento que é sta no es una revancha, sino má s bien un acto de justicia. Ya hubiera sido suficiente premio hacer el amor con una mujer tan increí ble como Zoe, pero que ademá s sea tu mujer, tu esposa, lo hace todaví a má s rico. Tengo que ser muy canalla para sentirme feliz despué s de haberme tirado a mi cuñ ada en su casa mientras mi hermano está de viaje. Muy bien: soy un canalla. Siempre lo supe. No soy un á ngel ni pretendo serlo. Me asumo como un canalla. Sé que puedo ser un hijo de puta, que no sé perdonar, que me gusta vengarme cuando alguien me hace dañ o. Y tambié n sé que cuando una mujer hermosa me tienta, encuentra batalla en mí. Nunca he sabido controlarme con las mujeres y no me provoca cambiar. Mi idea de la felicidad es muy distinta de la tuya, Ignacio. Tú crees que ser feliz es no tener problemas y guardar mucha plata en el banco. Yo creo que ser feliz es tirar rico y pintar. En ese orden: tirar rico y pintar. Yo, si no tiro rico, no puedo pintar, me quedo sin energí a. El sexo es el motor de mi vida. El dí a que no pueda tener una erecció n, dejaré de pintar. Estoy seguro de ello. Por eso, mi pró ximo cuadro te lo voy a dedicar a ti, Ignacio. Porque tu mujer me ha llenado de energí as creativas en tu cama. Y me la voy a seguir tirando hasta que me aburra porque ella, te advierto, no se va a aburrir de mí. La vas a ver má s feliz de lo que la has visto nunca porque ahora sabe que la felicidad es tirar conmigo mientras tú viajas con tu maletí n de cuero a hacer negocios. Es un buen negocio para los tres: tú haces dinero, yo me divierto y tu mujer te quiere má s porque no está s. Gonzalo se baja la bragueta, sacude ligeramente su sexo y lo dirige hacia la piscina, cuyas aguas inquietas le devuelven esa imagen borrosa. Ahora orina y sonrí e con una felicidad que le sorprende. Estoy meando en tu piscina, Ignacio. Y me siento estupendamente bien. Si pudiera, me tomarí a una foto y, con ella, pintarí a un cuadro, una de las imá genes má s felices de mi vida: la mañ ana, muy temprano, en absoluto silencio, que meé en tu piscina luego de tirarme a tu mujer. Perdó name por ser tan sinvergü enza, hermanito mayor, pero el destino se ha encargado de repartir los papeles y a ti te tocó hacer de chico bueno. Cuando é ramos niñ os, tú salí as de la piscina para ir a orinar al bañ o. Yo, no. Yo me meaba en la piscina y era riquí simo sentir ese calorcito ahí abajo y ver la mancha amarilla que salí a de mi ropa de bañ o, y me importaba un carajo si me pillaban. Como ahora: só lo disfruto de este momento delicioso que no olvidaré. De pronto, sin pensarlo dos veces, nada má s terminar de orinar, Gonzalo se desviste, queda desnudo, levanta los brazos todo lo que puede y salta, entrando de cabeza en la piscina en cuyas aguas acaba de miccionar. Abre los ojos dentro del agua, da un par de brazadas. bucea un poco y luego sube, saca la cabeza, respira y evita dar un grito eufó rico de frí o y felicidad porque no quiere despertar a Zoe. Mierda, qué frí o, piensa. Debo de estar loco para tirarme a esta piscina a las siete de la mañ ana. Al carajo. Es una locura má s en una noche enloquecida. Gonzalo nada hasta la escalera, sale de prisa, siente el frí o de la mañ ana en su piel hú meda y velluda, se seca con la camiseta blanca que ha usado para dormir y viste tan rá pido como puede la ropa negra que eligió para visitar a su cuñ ada y que en adelante le recordará siempre esa noche tan largamente deseada. Una vez que está vestido, exprime la camiseta con la que se ha secado, la lleva en una mano, recoge el perió dico que han arrojado por encima de la puerta, echa un vistazo a los titulares del dí a, lo deja caer en el suelo, abre el portó n de calle y se va caminando, el pelo mojado, una sonrisa inescrutable dibujada en su rostro. É sta puede ser una de las mejores mañ anas de mi vida, piensa, y al recordar a Zoe desnuda en la cama, siente un cosquilleo, una sensació n de triunfo, la certeza de que es un hombre con suerte. Cuando, tras caminar unos diez minutos y llegar a una calle má s ancha y concurrida, Gonzalo detiene un taxi y sube, el conductor, un hombre ya mayor, el pelo canoso, los dedos amarillentos de tanto fumar, le pregunta a manera de saludo, luego de escuchar la direcció n a la que deberá llevarlo: —¿ Có mo lo trata la vida, caballero? —Demasiado bien —responde Gonzalo, con una sonrisa maliciosa—. Mejor de lo que usted se imagina, mi amigo. El conductor lo mira por el espejo con una sonrisa taimada y comprende que su pasajero ha pasado una noche pró diga en placeres. —Nada como una buena mujer, ¿ verdad? —comenta, haciendo un guiñ o de complicidad. —Nada como una buena mujer —lo secunda Gonzalo. Y luego añ ade—: Nada como una mujer con el marido de viaje. El conductor se rí e tanto que termina tosiendo.
Zoe se sorprende y entristece cuando despierta y ve que Gonzalo se ha marchado sin despedirse ni dejarle una nota. No me quiere, piensa. Fue só lo una aventura, una noche de placer. Sale corriendo como un conejo. Es un cobarde como su hermano. Luego se estira en la cama y busca en las sá banas el olor á spero de ese hombre que ahora echa de menos. Huelen a é l, piensa. Tengo que cambiar estas sá banas antes de que llegue mi marido. Tendida de costado, la cabeza sobre la almohada en la que ha dormido su amante, Zoe medita perezosamente sobre el engañ o que ha consumado: por primera vez en mi vida de casada, he sido infiel, me he acostado con otro hombre. Pude haberlo hecho antes. Tuve varias oportunidades para acostarme con otros hombres sin que Ignacio se enterase. Pero me faltó valor. O no estaba tan desesperada como ahora. Todaví a tení a fe en que Ignacio podí a cambiar y volver a ser el hombre del que me enamoré. Ahora creo que ese hombre nunca existió y yo me lo inventé para hacer má s perfecto el amor que sentí a por é l. Llevo casi diez añ os con Ignacio y es la primera vez que me entrego a otro hombre. Deberí a sentirme mal. No me siento mal. Es mejor que ese hombre sea su hermano. Todo queda en familia. Es la misma sangre. Gonzalo sabrá guardar el secreto.
Zoe recuerda a los hombres que ya estando casada, la tentaron y en cierto modo se arrepiente de haber sido tan estricta en rechazarlos para guardar las formas que se esperan de una mujer casada. Fueron cinco y no los puede olvidar porque no fue fá cil para ella negarse a los placeres furtivos que, en diferentes circunstancias, cada uno le propuso de una manera má s o menos solapada. Recuerda con cariñ o al instructor del gimnasio al que acudí a antes de que construyeran uno en su casa, un hombre joven y fornido que la miraba con una desfachatez que ella encontraba de mal gusto y ahora, en el recuerdo, le parece romá ntica, un muchacho llamado Felipe que solí a producir cierta tensió n eró tica entre ambos cuando se echaba encima de ella para flexionarle las piernas y no perdí a ocasió n de tocarla y estar siempre al acecho, acosá ndola de un modo enternecedor con sus miradas ardientes y sus posturas gimná sticas, que serví an de pretexto para tocarla una vez má s, y que se atrevió, luego de tantos rodeos, a decirle una mañ ana, terminando la rutina de ejercicios, que le gustarí a invitarla a su departamento «para tomar un jugo», a lo que Zoe respondió con una risa franca, pues encontró có mico que la invitase a tomar un jugo, y, acariciá ndole el brazo musculoso, contestó: «Me encantarí a, Felipe, te encuentro guapí simo, pero soy una mujer casada y estoy muy contenta con mi marido. » ¿ Estaba de verdad contenta, se pregunta ahora, echada en la cama, o tení a pá nico de ir al departamento de Felipe, los dos sudorosos en ropas de gimnasia, y verlo batir las frutas en la licuadora, y tomar un jugo en su cocina y reí rnos como tontos, porque en el fondo sabí a que me gustaba y que, si me presionaba un poquito má s, podí a hacerme caer en la tentació n? No estabas contenta, Zoe. Ya te aburrí as con Ignacio. Pero tampoco querí as serle infiel con un muchachito del gimnasio. Habrí a sido una vulgar aventurilla. No habí a romance, no habí a sentimientos, y por eso no te animaste a tomar un jugo con Felipe. Zoe recuerda al amigo de la universidad que encontró una tarde en la librerí a. Se llamaba Sergio y habí an tenido un par de revolcones amorosos cuando estudiaban juntos en la facultad. Aunque no lo veí a hací a mucho tiempo, seguí a teniendo el mismo aspecto de intelectual desaliñ ado que lucí a con orgullo en la universidad. Se sentaron a tomar un café, conversaron largamente, Zoe sintió que Sergio la escuchaba con un interé s que nunca habí a sido capaz de despertar en su esposo, intercambiaron nú meros de telé fono. Desde aquella tarde, Sergio comenzó a llamar con insistencia, tanta que Zoe se asustó y decidió no contestar má s sus llamadas. Me asusté, admite para sí misma, recordá ndolo. Habí a quí mica entre los dos. Siempre la hubo. No quise verlo má s porque sabí a que podí a enrollarme con é l. Claro que no era la mitad de guapo que es Gonzalo. Pero tení a su encanto. ¿ Qué habrá sido de su vida? Zoe recuerda tambié n al hombre que intentó seducirla en la cabina de primera clase de un avió n en el que ella viajaba sola para visitar a sus padres. Estuve a punto de caer. Tuve que hacer un esfuerzo para retirar su mano de mis piernas. Habí a que ser muy descarado para tocarme así, por debajo de las frazadas. Pero é l se sabí a guapo, y lo era, y yo sufrí para mantener la compostura de señ ora casada. Cuando me dijo al oí do «te espero en el bañ o», me hice la que no escuché nada, me hice la dormida, pero no pude dormir todo el vuelo pensando en las cosas que podrí a haber hecho en el bañ o de primera con ese hombre cuyo nombre nunca supe. Fue mi ú nica oportunidad de tener sexo en un avió n, porque con el aburrido de Ignacio eso es imposible, nunca me ha tentado ni lo hará, y no me arrepiento de haberla dejado pasar, me habrí a sentido una puta teniendo sexo con un tipo anó nimo sentado a mi lado en el avió n. Zoe recuerda a Jorge, el cocinero, su profesor, que, aunque tambié n está casado, no pierde oportunidad de piropearla, decirle lo guapa que está, mirarla con unos ojos hambrientos y sugerirle, despué s de clases, que se quede un ratito con é l en la cocina para enseñ arle algunos secretos que no ha querido compartir con los estudiantes. Qué ingenua fui cuando acepté y me metí a la cocina de su restaurante con é l. No imaginé que vendrí a directamente a besarme. Hice bien en dejar que me besara tres segundos, los suficientes para recordar el sabor de sus labios, y luego, recuperada la dignidad, alejarlo de mí. Me hice la sorprendida y exageré un poco, pero la verdad es que estaba sorprendida. Eres un bandido, Jorge. A pesar de que me negué, sigues tratando de seducirme y por eso me encanta ir a tus clases, porque sé que no pasará nada en tu cocina pero tambié n disfruto al sentir que te excitas conmigo en la clase y te derrites por agarrarme entre las ollas y los platos. Má s de una vez, dejá ndome amar por mi marido, me he imaginado en esa cocina contigo, Jorge, pero, lo lamento por ti, no volveré a entrar allí, porque sé que eres un mañ oso de cuidado y yo no quiero meterme con un hombre casado. Me sale la mujer conservadora que, aunque me pese, llevo adentro. Nunca he querido tener amores con un hombre casado. Lo siento por ti. Pero cocinas delicioso, guapo. Zoe recuerda, por ú ltimo, al polí tico famoso, amigo de Ignacio, que, algo pasado de copas en una recepció n diplomá tica, le dijo groserí as al oí do —«qué buen par de tetas tienes», «eres la mejor hembra que he visto en mucho tiempo»—, le tocó una nalga furtivamente sin que ella atinara a reaccionar —«tienes un culo que me tiene enfermo»— y, sin importarle que Ignacio estuviera conversando un poco má s allá, le propuso llevarla a uno de los bañ os de la embajada para tener sexo rá pido —«¿ no te gustarí a darme una buena mamada? »—, obscenidades que ella, perpleja, só lo se atrevió a responder con sonrisas bobas y distraí das, como si lo hubiera oí do mal, pero en el fondo le halagó secretamente que ese polí tico poderoso perdiera la cabeza por ella y le hablase con una crudeza que, aunque le resultase bochornoso admitirlo, logró perturbarla. Echada en la cama donde se ha dejado amar por un hombre que no es su esposo, Zoe se rí e recordando a ese polí tico osado. Nunca nadie me ha hablado tan cochino al oí do, piensa. Mi marido es incapaz de decir una groserí a. Jamá s imaginé que ese señ oró n importante, polí tico famoso, tendrí a el cuajo de venir a hablarme tal cantidad de cochinadas en plena recepció n diplomá tica, delante de un montó n de ministros y embajadores. Seguro que lo mismo les dice a muchas. ¿ Habrá quienes le hará n caso? ¿ Las llevará a los bañ os de las embajadas y se bajará el pantaló n y se la mamará n apuradas mientras sus esposos conversan asuntos graves de polí tica? Só lo me arrepiento de no haber sido má s puta y no habé rsela mamado porque no me sorprenderí a que ese orador de plazuela, tamañ o descarado, terminase siendo presidente. Serí a có mico verlo de presidente y pensar: yo pude chupá rsela en el bañ o de la embajada. Dios mí o, Zoe, qué cosas piensas. Ubí cate. Regresa a la realidad. Eres una mujer casada y tu marido regresa esta noche. Basta de puterí os.
Zoe salta de la cama, siente un cariñ o por su cuerpo que le evoca los placeres de la noche con Gonzalo, saca las sá banas y las fundas de las almohadas, camina con ellas hasta la lavanderí a, las mete en la lavadora automá tica y, antes de echar el detergente, saca una sá bana, la huele, encuentra en ella el olor de su cuñ ado y, vestida como está en un calzó n blanco y un camisó n de seda transparente, se envuelve en esa sá bana y piensa: no me dejes, Gonzalo, quiero olerte, quiero oler a ti. De pronto, sorprendié ndose a sí misma, pasa la sá bana por su sexo, la frota apenas con delicadeza, y piensa: tu olor y el mí o juntos, por ú ltima vez. Cierra los ojos, la huele y se excita. Luego tira la sá bana a la lavadora, echa el detergente, cierra la portezuela y enciende la má quina. Voy a extrañ ar tu olor, piensa, caminando hacia la cocina para hacerse un café. Dolida porque Gonzalo se ha marchado sin despedirse y no ha tenido la cortesí a de llamarla en todo el dí a, Zoe despierta de una larga siesta, revisa sus mensajes en el telé fono y el ordenador, llama al aeropuerto para verificar la hora de llegada del vuelo de Ignacio, come exactamente veinte uvas verdes —contá ndolas una por una— y, aunque habrí a preferido no caer en esa debilidad, coge el telé fono inalá mbrico y marca el nú mero del taller de su cuñ ado. —Soy Zoe —se identifica, despué s de oí r el timbre del contestador—. Si está s ahí, contesta, por favor. Espera, se impacienta, se irrita con ese hombre que la ha hecho gozar en la cama y ahora desaparece como un fantasma. —Gonzalo, contesta, no te escondas, sé que está s ahí. Pero é l no dice nada y ella lo imagina pintando con una sonrisa cí nica, pensando: no voy a contestar, ya logré lo que querí a, tirar contigo, y ahora no me jodas y dé jame pintar en paz. —Si no contestas, voy a ir a tocarte la puerta y, si no me abres, te voy a esperar sentada en la calle —le advierte, crispá ndose má s de lo que le habrí a parecido conveniente—. Necesito hablar contigo, Gonzalo. —¿ Qué te pasa? ¿ Por qué tienes esa voz? —escucha la voz de su cuñ ado, risueñ a, coqueta, despreocupada, y eso la irrita todaví a má s, porque ella quisiera imaginarlo ansioso por verla otra vez y é l parece como si estuviese muy feliz sin ella. —Hola —trata de calmarse Zoe—. ¿ Por qué te demoras tanto en contestar? Es una tortura hablar con tu bendito telé fono. —Relá jate, tontita. Estaba pintando y sabes que no me gusta distraerme y coger el telé fono. Pero, tratá ndose de ti, hago una excepció n con mucho gusto. ¿ Qué te pasa? ¿ Está s molesta? —No, no estoy molesta. —Suenas molesta. —No estoy molesta. —Suenas tensa. —No estoy tensa. —¿ Qué tienes entonces? —Nada. No tengo nada. Só lo querí a hablar contigo. —Estamos hablando. —¿ Te molesta que estemos hablando? ¿ Ya no quieres hablar má s conmigo? —No digas tonterí as. ¿ Por qué dices eso? —¿ Prefieres que no te llame? —No. Llá mame cuando quieras. —Siento que me está s evitando. —¿ Por qué sientes eso? —Porque te fuiste sin despedirte. Porque no me has llamado en todo el dí a. Porque te demoras un siglo antes de contestar el telé fono cuando te llamo. Siento que te escondes de mí, Gonzalo. —No me escondo, Zoe. Estoy pintando. Cuando pinto, no hablo con nadie. No es nada personal contra ti. —Despué s de todo lo que pasó anoche, podrí as haberte despedido, ¿ no? Es feo despertar y descubrir que ya no está s. —No quise despertarte. Dormí as como una bebita. Me dio pena despertarte. —Sí, claro. —¿ No me crees? —No. Creo que te dio miedo y saliste corriendo como un conejo. —¿ Miedo? ¿ Miedo a qué, a quié n? —Miedo a que llegase Ignacio. Te dije que recié n debe llegar esta noche. —Nunca le he tenido miedo a Ignacio. Me da pena, pero no miedo. Yo dirí a que es é l quien me tiene miedo a mí. —¿ No te vas a disculpar, entonces? —Está s demasiado sensible, Zoe. ¿ Por qué deberí a disculparme? —Por irte de esa manera tan fea. —Lo siento. Debí dejarte una nota. —No. Debiste quedarte conmigo en la cama. Debiste desayunar conmigo. Era una noche má gica y la cagaste. —Lo siento, Zoe. No volverá a ocurrir. —¡ Claro que no volverá a ocurrir! ¡ No seré tan idiota de dejarme seducir de nuevo por ti! ¡ Ya sé que só lo querí as tirar conmigo y punto! Zoe se ha enfurecido, respira de un modo agitado, camina de prisa con el telé fono. —No digas eso. Cá lmate. Está s exagerando. —No estoy exagerando. Eres un patá n, Gonzalo. —¿ Só lo porque me fui sin despedirme? —Sí. Y porque hoy no has tenido la delicadeza de llamarme en todo el dí a. —Zoe, te está s portando como una quinceañ era histé rica. ¿ De qué me está s hablando? Yo pinto durante el dí a, no me gusta hablar por telé fono, tampoco quiero llamar a tu casa porque podrí a contestar Ignacio. —Te dije que vendrí a a la noche. No me escuchas. No me prestas atenció n. —¡ Cá lmate, carajo! ¡ Me está s hablando como si fuera tu marido! ¡ No soy tu marido! —No, no eres mi marido, pero eres tan cobarde como é l. —¡ No digas tonterí as, por favor! Estoy pintando tranquilo y llamas a estropearme el dí a. Cá lmate. No sé qué te pasa. ¿ Está s arrepentida por lo de anoche y por eso me tratas mal? —¡ Claro que estoy arrepentida! ¡ Es la primera vez que engañ o a mi marido con otro hombre! ¡ Y me haces sentir que te importo un carajo, que só lo fue un buen polvo y no quieres que te joda má s! —Yo no he dicho eso, Zoe. Me encantarí a verte otra vez. ¿ Por qué no vienes un rato y nos tomamos una copa y conversamos? —Olví dalo. —Ven un rato. Está s actuando como una mujer despechada, como una loca histé rica. —No soy una loca ni una despechada, Gonzalo. Soy una mujer sensible y no me gusta que me traten como si fuera un objeto sexual. —Pero anoche me pareció que te gustaba ser un objeto sexual —dice Gonzalo en tono de broma. —No seas cretino. No me sigas ofendiendo. —En serio. Ha sido una de las noches má s increí bles de mi vida. No la voy a olvidar. Ahora Gonzalo habla con una voz cariñ osa y Zoe se conmueve un poco. —Cá llate. No sigas. Me haces dañ o. —¿ Por qué te hago dañ o? —Porque sé que no me quieres. Porque sé que só lo soy una aventura má s para ti. Ahora Zoe solloza y no puede evitarlo. —No digas eso, tontita. No eres una aventura má s. Eres la mujer má s alucinante. Hemos pasado una noche má gica. Tú sabes que me tienes de rodillas. —Cá llate. Eres un mentiroso, Gonzalo. Si estuvieras a mis pies, llamarí as para ver có mo me siento despué s de serle infiel a mi marido nada menos que con su hermano. —Que no te llame no significa que no piense en ti. Está s exagerando, muñ eca. ¿ Por qué no vienes un rato a verme? —Ya te dije que no voy a ir. No iré a verte má s. —¿ Por qué dices eso? ¿ Por qué está s tan tremendista? —Lo nuestro fue una noche y se acabó, Gonzalo. No ha pasado nada. Ha sido un sueñ o, una ilusió n. La noche de ayer no existió. —La que tiene miedo ahora eres tú. —Quizá s. Tengo miedo a que me sigas usando para sentirte un gran conquistador. Tengo miedo a que me uses para tirar y luego te aburras de mí y me dejes botada como un artí culo descartable. Sí, pues, tengo miedo. —Ven. Ven a verme. Quiero verte. —Olví dalo. Ya te dije que no. —Entonces ven má s tarde, o mañ ana. —No iré má s, Gonzalo. Lo nuestro se terminó. Nunca pasó nada. Bó rralo de tu cabeza. —Imposible. —Me voy. Te dejo. —¿ Adó nde te vas? —Al aeropuerto, a recoger a Ignacio. —Má ndale saludos. —No seas tan cí nico. ¿ No te da vergü enza ser tan canalla? —No. No me da vergü enza haberme acostado contigo porque sé que eres infeliz con é l y que yo puedo hacerte gozar como é l no podrí a nunca. —Cá llate. No sigas. Me lastimas. —Yo no te voy a llamar ni te iré a visitar y tú sabes por qué. Pero te estaré esperando. —Espé rame sentado. No iré. —Sí vendrá s. —No iré. No quiero verte má s. —Ven mañ ana cuando puedas. Quiero hacerte el amor. Quiero verte molesta y callarte la boca a besos. —Eres un grosero. —Pero me excitas como nadie me ha excitado. —Vete a la mierda. —Ven mañ ana. Sabes que vendrá s. —Te odio, Gonzalo. Zoe cuelga, saca un pañ uelo, se seca las lá grimas y grita: «¡ Hijo de puta! ¡ No me quieres! » Luego se dice «cá lmate, cá lmate, cá lmate», sube al auto y sale a recoger a Ignacio del aeropuerto.
Es de noche. Apenas un puñ ado de personas aguardan, sentadas en hileras de butacas idé nticas, la llegada de los ú ltimos vuelos del dí a. El aeropuerto se ha calmado luego de los trajines de la hora punta. Empleados de limpieza, uniformados en mandiles azules, recorren la alfombra con grandes aspiradoras que succionan el polvo de miles de pisadas presurosas y anó nimas que habrá n llegado ya a su destino. Es un aeropuerto moderno que no ha ahorrado en comodidades para los visitantes, pero, a pesar de eso, Zoe se siente incó moda, porque los aeropuertos, como los hospitales, le recuerdan que está de paso, que sus dí as está n contados por algú n designio superior y que la muerte es una de las pocas certezas de la existencia. Aunque le deprimen los aeropuertos, ha querido ir a recoger a su marido. No suele hacerlo. Pero esa noche, quizá s porque se siente culpable de haberlo engañ ado, quiere darle una sorpresa, abrazarlo tan pronto como descienda del avió n que lo trae de sus citas de negocios. Sentada en un asiento de plá stico verde que imita malamente al cuero, Zoe hojea una revista de modas que ha comprado en una tienda del aeropuerto, mira su reloj, echa un vistazo a la pantalla que anuncia la llegada del vuelo de su marido y aguarda impaciente. Se ha vestido sin demasiado cuidado, un pantaló n oscuro, blusa blanca y chaquetó n de cuero marró n. A lo largo del dí a, ha hecho gimnasia con un rigor desusado, como si quisiera castigarse por los excesos de la noche, y se ha bañ ado hasta tres veces, tratando de borrar de su cuerpo, con jabones muy finos, todos los olores que la pudieran delatar ante su marido. Bosteza. Está cansada. Só lo quiere abrazar a Ignacio y dormir con é l. Só lo quiere una noche aburrida má s, una de las tantas que ha aborrecido en secreto ú ltimamente, para sentir así que todo está bajo control, que nada se ha dañ ado de un modo irreparable. Piensa en Gonzalo mientras hojea a esos modelos guapos de la revista y se le agolpan, en el nudo de la garganta, una mezcla explosiva de sentimientos: quiere abofetearlo, ignorarlo, herirlo, vengarse de é l, porque siente que la ha usado de la manera má s vil para tener una noche de sexo, pero tambié n —y se avergü enza por eso— quiere volver a besarlo con una violencia turbia que ningú n otro hombre ha despertado en ella. Debo olvidarlo, se dice. No debo verlo má s. Cuando Ignacio aparece con traje y corbata, caminando de prisa y jalando un maletí n de mano, Zoe se sorprende de verlo tan apuesto. En los pocos segundos que é l tarda en descubrir que ella lo está esperando, Zoe lo mira con cariñ o y piensa que su marido es un hombre con una energí a extraordinaria, alguien que trabaja con pasió n y nunca se queja, un tipo de buen corazó n, un caballero a la antigua que viste con indudable buen gusto, una alma noble. No me equivoqué, piensa. Despué s de todo, no me equivoqué. Es un hombre bueno, a diferencia de su hermano. Jamá s me engañ arí a. No merecí a que le hiciera eso. Viendo a su esposo que camina con apuro, como si quisiera tomar cuanto antes el taxi que lo lleve de regreso a casa, Zoe se enternece, siente ganas de llorar pero se contiene. Me extrañ a, piensa. Está pensando en mí. Camina tan rá pido porque quiere llegar lo má s pronto que pueda a la casa para estar conmigo.
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