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Libros Tauro 10 страница—Eres una diosa, Zoe —dice é l desde la cama, y se incopora y bebe un trago de agua—. Eres preciosa. —Ojalá Ignacio me dijera esas cosas —sonrí e ella y camina hacia la cama. —Ignacio es un idiota. ¿ Có mo puede desperdiciarte? No puedo creer que só lo quiera hacerte el amor una vez por semana. Me parece increí ble. Me da vergü enza que sea mi hermano. —É l es así y no lo podemos cambiar —dice ella, al otro lado de la cama, y da un ú ltimo sorbo al té frí o, y se mete a la cama. Gonzalo no se mueve, no busca el cuerpo de su cuñ ada, sabe que debe portarse como un amigo y nada má s. —Ven, abrá zame —susurra ella. Gonzalo la abraza y se enciende al sentirla apretada contra é l, suspirando en su cuello, pero recuerda que debe contenerse, só lo la abraza, aunque no puede evitar que su sexo se endurezca y por eso se aleja ligeramente, para que ella no sienta su erecció n. Zoe, sin embargo, la ha sentido y se acerca má s a é l, abrazados de costado. —Ay, Gonzalo —suspira, y besa su cuello—. Me hace tan feliz estar así contigo. —A mí tambié n me hace feliz —dice é l, pero no la besa, se esfuerza por cumplir con dignidad el papel de amigo. —Bé same —dice ella. —Mejor no. —Bé same. —Si te beso, no voy a poder parar. —Só lo bé same, por favor. Gonzalo la mira unos segundos a los ojos, se pierde en ella, siente que ha soñ ado ese momento y la besa primero con suavidad y luego con cierta violencia. Luego le levanta la camiseta, admira esos pechos que ha imaginado tanto tiempo y hace lo que, agitando el recuerdo de esa mujer que ahora tiene a su lado, ha hecho con frecuencia en las noches insomnes, afiebradas: los besa, los besa admirá ndolos, agradecido. —Para, para —ruega ella—. No sigas. Pero Gonzalo no le hace caso y ella se deja besar y goza con los ojos cerrados. Cuando é l, besá ndola, comienza a descender, juega con el ombligo, ella se incopora y lo detiene. —No, no sigas. Para, por favor. Esto no debe ocurrir. Gonzalo obedece, se aleja, no pierde la sonrisa. —Como quieras —dice—. No quiero incomodarte. Mejor veamos la tele. —Lo siento, mi niñ o —dice ella, cubrié ndose con el edredó n, acercá ndose a é l—. Yo tambié n me muero de ganas, tú lo sabes. Pero sé que despué s me voy a arrepentir. —Comprendo —dice é l, resignado—. Como quieras. Dué rmete. Voy a ver un poco de televisió n para que me venga el sueñ o. —¿ Está s molesto? —Para nada. ¿ Có mo se te ocurre? Estoy feliz de estar acá contigo. —Yo tambié n estoy feliz, Gonzalo. Te adoro. Eres tan lindo. Me muero por ti. Se ha sorprendido de decir esas palabras que decí a en su adolescencia, cuando se enamoraba de algú n jovencito apuesto: me muero por ti. Es algo que no le he dicho en añ os a Ignacio, piensa. Ahora Gonzalo intenta ver televisió n, sube un poco el volumen, cambia de canales, mientras Zoe se acurruca y acomoda su cabeza sobre el pecho levemente velludo de su cuñ ado. En este minuto, soy feliz, piensa. Es así có mo me gustarí a dormir todas las noches. É ste es un hombre que me quiere de verdad, que no me da la espalda con tapones en los oí dos, al que no le incomoda que me eche en su pecho. É ste es un hombre de verdad. Pobrecito. Lo tengo ardiendo por mí. —Duerme —dice é l, y le da un beso en la frente y acaricia su cabeza con ternura—. Hasta mañ ana. No te preocupes, que me voy a portar bien. —Hasta mañ ana, Gonzalo. No sabes cuá nto te quiero.
Zoe intenta dormir. No puede. No quiere. Le apena interrumpir ese momento de placer. Todo está bien cuando puedo abrazarlo, piensa. Nada má s me importa. Ignacio es só lo un recuerdo pequeñ o, dé bil, incapaz de arruinar este instante de felicidad. No quiero dormir. Quiero estar despierta para seguir gozando de este hombre al que no debo tocar pero que necesito sentir mí o. Debo ser una señ ora. Debo ser só lo su amiga. Pero qué ganas tengo de tocarlo má s abajo, de besarlo entero. Debes ser una señ ora, Zoe. Duerme. Dé jalo tranquilo. No lo tortures má s. Pero no te engañ es: esta noche no eres una señ ora. Esta noche eres una mujer caliente. Esta noche necesitas sentirte un poco puta. Acé ptalo. Asú melo. A la mierda la señ ora. Sé todo lo puta que quieras ser. No te vas a arrepentir. Despué s tendrá s la vida entera para seguir jugando a ser una señ ora. Pero hoy te toca ser una puta. Zoe desliza una mano lentamente y acaricia el sexo todaví a erguido de su cuñ ado. Esto es lo que quiero, piensa. Esto es lo que necesito esta noche. Soy una puta por ti, mi niñ o. Me hace feliz ser tu putita. —No me hagas sufrir má s —susurra Gonzalo—. No jueges conmigo, por favor. Zoe no dice una palabra. No se atreve. Las palabras que quisiera decir le dan vergü enza. En silencio, ardiendo, besa a Gonzalo mientras acaricia su sexo, luego besa su pecho, sus tetillas y va bajando sin apuro, besando, lamiendo, olisqueando, maravillá ndose de estar allí, con ese hombre al que tanto ha deseado en secreto, sintiendo có mo se eriza con sus besos, y luego, a la luz tenue del televisor, le baja el calzoncillo y admira la belleza de su sexo. Lo besa con una cierta reverencia, mientras piensa: ya quisiera Ignacio tener un sexo tan lindo, es el má s lindo que he visto en mi vida. Cuando lo tiene en su boca, no se arrepiente un segundo y se entrega a disfrutar de ese momento que cree haber vivido antes. Es tan rico ser una puta contigo, piensa. No puedo ser una señ ora. No quiero. Quiero comerte a besos. —Para, Zoe —dice Gonzalo—. Para. Me voy a venir. No quiero venirme así. Zoe lo besa en la boca. —No puedo ser tu amiga —confiesa—. Me gustas demasiado. He soñ ado este momento hace mucho tiempo. —Yo tambié n —dice Gonzalo—. ¿ Qué quieres hacer? ¿ Quieres que paremos? Es un amor, piensa ella. Está muerto de ganas, pero se preocupa por mí, me cuida. Me quiere de verdad. —No —dice ella, y se baja el calzó n, Gonzalo mirá ndola ahí abajo, fascinado—. Ven, hazme el amor.
Cuando la besa allí abajo, con una seguridad y una destreza que ella no conocí a —pues Ignacio en general prefiere no besarla allí —, ella intenta detenerlo, asustada porque siente perder el control, pero é l continú a besá ndola, dá ndole un placer que ella descubre, a los treinta añ os, en los labios de su cuñ ado. Nunca nadie me ha dado tanto placer, piensa, y se entrega por completo. —Có meme, Gonzalo. Có meme. Soy toda tuya. Un momento despué s, Gonzalo se acomoda sobre ella y la mira a los ojos, detenié ndose antes de entrar: —He soñ ado este momento —dice. —Hazme el amor —dice ella. —No tengo un condó n. —No importa. Hoy no hay peligro. Cuando ya cabalga con desenfreno sobre el cuerpo tan largamente deseado de la mujer de su hermano, Gonzalo alcanza a decir: —Te amo, Zoe. —Te amo, mi niñ o —dice ella. Y luego añ ade algo que le sale del alma: —Soy tu mujer. Soy tu putita.
Gonzalo duerme. Zoe llora a su lado. Llora de felicidad porque ama a ese hombre que, luego de poseerla, ronca en su cama. Llora porque ha gozado con é l como nunca con su marido. Llora porque sabe que ese hombre es un amor imposible, el hermano de su esposo. Llora porque quisiera tener má s agallas para dejarlo todo y largarse con é l a algú n lugar distante donde nadie los conozca, pero no ignora que carece de ese coraje y no se atreverá a abandonar su matrimonio. Solloza con una extrañ a quietud, como si estuviera encontrá ndose con una parte de sí misma que habí a extraviado, mientras contempla la belleza de ese rostro, esas manos, ese cuerpo que será n siempre, en secreto, suyos. No se arrepiente de haber roto su juramento y amado a Gonzalo hasta el final en esa noche que jamá s olvidará, porque la plenitud del placer que ha sentido con é l le ha confirmado, por si hací a falta, que Ignacio es só lo un hombre a medias para ella, incapaz de llevarla a ese punto de vé rtigo y descontrol, de arrebato y violencia, de deseo animal que ha sentido, en esa cama que no fue pensada para é l, con su cuñ ado. No soy una señ ora pero tampoco puedo ser una puta, se lamenta. Una señ ora jamá s se acostarí a con su cuñ ado. Pero una puta no llorarí a despué s de hacerlo. Lloro porque no puedo ser má s puta. Lloro porque me duele recordar que mi matrimonio es una farsa, un fracaso. Lloro porque ahora sé que este hombre, que pudo ser el amor de mi vida, es el hermano del que yo creí que serí a el amor de mi vida, y ahora ya es muy tarde para cambiarlo. Yo no me atrevo. No puedo dejar a mi marido y mudarme contigo a tu taller, Gonzalo. No tengo valor para eso. No podrí a salir a la calle. ¿ Qué dirí an de mí? Quedarí a como una ví bora, una mujerzuela, una cualquiera. Tampoco creo que tú quieras vivir conmigo. Ya conseguiste lo que querí as: seducirme, hacerme el amor, tenerme a tus pies. Estoy a tus pies. Pero sé que ahora viene lo peor. Porque tendremos que ocultar esta pasió n, fingir que no existe, mentir. Mi vida será una suma de mentiras: las que debo decirle a Ignacio para que crea que todo está bien y las que debo decir para que nadie se entere de que te amo en secreto. He terminado viviendo la doble vida hipó crita que siempre desprecié en los demá s. Y no veo la salida. Tampoco quiero escapar como una loca contigo a un paí s lejano donde nadie nos conozca, y menos creo que lo quieras tú. Estoy condenada a quedarme en esta cama, en esta casa, en esta ciudad, con este marido que no sabe darme un orgasmo. Estoy condenada a disimular, sonreí r sin ganas, avergonzarme del amor que siento por ti. Estoy condenada a vivir en secreto este amor del que no podrí a hablar en pú blico porque me darí a una vergü enza atroz. Nunca pensé que el amor me harí a sufrir tanto, Gonzalo. Pero no puedo escapar de mi destino. Sufrirí a má s si dejara de verte, si supiera que no me deseas con el desenfreno con que has tirado conmigo esta noche que no olvidaré. Las putas no lloran, Zoe. No llores má s. No le has hecho dañ o á riadie, só lo a ti misma. Era inevitable que terminara pasando esto. No te arrepientas. Trata de ver el lado bueno de las cosas: no pierdas la estabilidad y la protecció n que te da Ignacio, pero tampoco renuncies a la pasió n escondida que encuentras en Gonzalo. Es un acto de justicia que Gonzalo te sepa dar el placer que su hermano no sabe o no puede. Eres una mujer y necesitas la violencia del amor fí sico que habí as olvidado. No eres una puta. No podrá s serlo jamá s. Eres la esposa de Ignacio y la amante de Gonzalo. No cambiará s eso llorando. Pero no me importa: llora tranquila. Estas lá grimas que derramo por ti, Gonzalo, mientras tú duermes donde deberí a estar durmiendo tu hermano, son lá grimas de amor de las que no me avergonzaré jamá s, lá grimas que demuestran que no estoy seca, que no estoy muerta. Duerme, mi niñ o. Dé jame llorar. Quisiera ser má s puta, tu puta, pero só lo soy una mujer asustada y confundida, una mujer que se ha enamorado del hombre que nunca debió mirar. Esta noche, Gonzalo, quedará en mi corazó n como una de las má s hermosas y tristes de mi vida, y tú será s la ú nica persona en el mundo a la que podré confesarle ese secreto que me duele. Por eso lloro. Por eso lloro y te miro dormir y te amo como siempre sospeché aterrada que podí a amarte. Te amo, Gonzalo. Pero jú rame que el nuestro será siempre un amor secreto. No tolerarí a el escá ndalo, la vergü enza pú blica. Me destruirí a. Te amo y me avergü enzo un poco de mí misma. Duerme. Ronca. Esta cama es má s tuya que de Ignacio porque é l nunca me supo amar como tú ya sabí as antes de besarme. Duerme y dé jame llorar de felicidad porque sé que esta noche no se repetirá y cuando sea vieja lloraré recordá ndola.
Zoe se levanta suavemente de la cama para no despertar a Gonzalo. Está desnuda. A pesar de que tiene frí o, le apetece quedarse desnuda. La envuelve un cariñ o por su cuerpo que no habí a sentido en todos estos añ os casada con Ignacio. Se mira en el espejo y ve en sus ojos una resignada quietud de la que se creí a incapaz. Camina desnuda a una habitació n contigua, enciende el ordenador y se sienta en una silla negra, giratoria, frente a la pantalla. Se queda mirá ndola con ojos vací os, ausentes. Necesita escribir algo. No le salen las palabras. Sabe de un modo intuitivo lo que quiere expresar, pero algo en ella, quizá s el sentido del pudor que tanto detesta de sí misma, se lo impide. Se lleva ambas manos a la cara y pierde por un momento la calma, se desespera porque siente que ha caí do en una trampa de la que só lo podrá salir malherida, solloza por eso del modo má s silencioso que puede para no despertar a Gonzalo. Por fin, sin pensarlo má s, escribe en la pantalla:
Estoy enamorada de ti, Gonzalo. Soy una puta. Seré tuya todo lo que tú quieras. Pero seguiré casada con tu hermano. Perdó name, Dios mí o. Sé que esto terminará mal. No me juzgues, te ruego. No puedo vivir sin amor. Gonzalo me da el amor que Ignacio me ha negado. Te amo, mi niñ o. Te amo, Gonzalo. Te amaré siempre y será nuestro secreto hasta el final.
Luego borra esas lí neas, apaga el ordenador, se levanta del escritorio, camina al bañ o, abre el cañ o de la ducha y cierra los ojos bajo ese chorro de agua caliente que son como caricias que ella se inventa para no seguir llorando porque ama al hombre que no deberí a.
A pesar de que ha tenido un dí a largo y está fatigado, Ignacio no logra conciliar el sueñ o. Mira el reloj, es tarde, en pocas horas tendrá que estar de pie para cumplir, con la minuciosidad que espera de sí mismo, una agenda recargada. Da una vuelta má s en la cama. Se tiende boca abajo, una almohada sobre su cabeza, e intenta en vano dormir. Irritado porque el descanso le es esquivo, pide a Dios unas horas de sueñ o: «Señ or, no me castigues así, te ruego que me hagas dormir un poco, mañ ana me espera un dí a pesado. » Sus deseos no son complacidos. Los ojos cerrados, el cuerpo inmó vil, los oí dos tapados con unas gomas verdes, cubiertos los dientes por un protector bucal para evitar que los haga chirriar cuando duerme, vestido con la ropa que habitualmente usa en la cama, un buzo y dos pares de medias, Ignacio viaja mentalmente por unas imá genes que, sumadas, reiteradas, le provocan una cierta ansiedad, un fastidio con su vida, una rabia callada que le roba el sueñ o: imagina a su mujer contenta porque é l está de viaje trabajando como un perro para que ella pueda seguir disfrutando de la vida lujosa que se permite; piensa que Gonzalo no ha tenido la mí nima cortesí a de llamarlo por telé fono para agradecerle el dinero que ha depositado de regalo en su cuenta bancaria —perdedor, envidioso, cabró n, ¿ qué te cuesta llamar a decir gracias y quedar como un tipo decente? —; revive el diá logo que escuchó sin querer aquella tarde en el celular y es como si pudiera ver a Zoe dicié ndole a Gonzalo: «Estoy harta de mi marido, es un huevó n, un pelmazo, el hombre má s aburrido del mundo», y luego a su hermano menor rié ndose con desprecio y mirando a Zoe con una lujuria que no trata de disimular, seguramente pensando: «Me la voy a tirar, ya te jodiste, me voy a tirar a tu mujer, que está tan rica, mientras tú trabajas en el banco como el huevó n que eres»; supone que ella probablemente ha gastado parte del dinero que acaba de regalarle en comprar algú n obsequio secreto para Gonzalo, a quien sin duda desea y se permite coquetear con descaro a sus espaldas —¿ qué le habrá s comprado, cabrona: algú n libro para fingir la cultura que no tienes y que é l tampoco va a leer, un disco que escuchará n juntos y los hará có mplices, un repugnante calzoncillo apretadito para insinuarle que te mojas por é l? — y se arrepiente por eso de haber sido tan generoso cuando, piensa, ambos merecen en realidad su indiferencia o su desprecio; se pregunta qué estará haciendo en este preciso momento ella, Zoe, su esposa —¿ estará s flirteando en internet con algú n extrañ o libidinoso o hablando por telé fono con tu cuñ ado que tanto te entiende y a quien le puedes contar todas tus desgracias de señ ora rica e incomprendida, o tomando una copa con é l en su taller maloliente mientras miras embobada sus cuadros como si fuera un genio de la pintura y é l te mira con ganas de llevarte a su cama pero no se atreve porque siempre fue un cobarde y un perdedor? —, y se enardece pensando con absoluta certeza que, en cualquier caso, ella estará feliz o cuando menos aliviada de que é l esté ausente y lejos; le abruma, en fin, la idea de que su matrimonio es una penosa obra de teatro en la que ambos se obligan a representar una felicidad inexistente cuando, en realidad, está n llenos de pequeñ os odios, inquinas y mezquindades contra el otro; imagina a su esposa, la que le juró amor hasta el final y cuyos má s extravagantes deseos se ha encargado de complacer con diligencia, tocá ndose, en la soledad de su cama, mientras piensa, caliente, vil, traidora, en Gonzalo, su cuñ ado —el hombre perfecto, el artista admirable, el amante magní fico, no como yo, el aburrido de su marido que só lo vive para el trabajo—; se atormenta pensando que Zoe, su esposa, podrí a, a su vez, estar pensando: «Mi vida serí a mucho má s agradable si el pesado de Ignacio viajase má s a menudo y pasara má s tiempo fuera de casa»; cree ver a su mujer y a su hermano haciendo el amor mientras ella gime emputecida y le dice al oí do: «El huevó n de mi marido nunca me ha tirado tan rico como tú. » Es demasiado. Ignacio da vuelta en la cama, se quita los tapones de los oí dos, apoya la cabeza sobre la almohada, cruza las manos en el pecho y piensa: «Señ or, ayú dame a no pensar estas cosas que me llenan de rabia y me hacen infeliz. Saca esa pelí cula de mi cabeza. No quiero odiar a mi mujer y a mi hermano. Los puedo ver traicioná ndome, pero no quiero odiarlos. Dame paz, por favor. Dame unas horas de sueñ o. » Luego se saca el protector de los dientes, lo deja sobre la mesa de noche, enciende la luz y marca el nú mero de su casa. Seguro que nadie va a contestar, piensa. Seguro que ha desconectado el telé fono para que no pueda dejarle siquiera un mensaje. Contesta, cabrona. —¿ Sí? —dice Zoe, y sabe que só lo puede ser Ignacio quien llama a esa hora tan inapropiada. —¿ Te desperté, mi amor? —pregunta é l, sorprendido de hablarle con una voz tan dulce. —No te preocupes —dice ella, pero miente, porque estaba despierta mirando dormir a su cuñ ado, que sigue roncando a su lado—. ¿ Todo bien, algú n problema? —pregunta, con cariñ o, al tiempo que se aleja de la cama, temerosa de que Ignacio pueda oí r los ronquidos de Gonzalo. —Todo bien, todo bien —dice é l—. No puedo dormir. Só lo querí a decirte que te extrañ o. Có mo me gustarí a que estuvieras acá conmigo. —Lo siento, mi amor —dice ella, y no le cuesta trabajo decirle «mi amor» al hombre a quien ya no cree amar, lo dice con absoluta naturalidad, sin pensarlo siquiera, como si obedeciera unas reglas de conducta que se esperan de ella—. A mí tambié n me gustarí a estar allá contigo, pero tú sabes que soy floja para tus viajes de trabajo. —Yo sé, no te preocupes. ¿ Me extrañ as, de verdad? —Claro que te extrañ o. —¿ Todaví a me quieres, mi amor? —Claro que te quiero. Siempre te voy a querer. Zoe no siente haber mentido del todo. Siempre te voy a querer, piensa. Pero será un cariñ o tranquilo, casi rutinario. No será la pasió n que ahora conozco y necesito. Te voy a querer como mi hermano mayor. No te voy a querer como mi hombre. Pero tampoco podrí a odiarte, Ignacio. Te comprendo. No puedes dejar de ser quien eres. Hay muchas formas de amor, y mi amor por ti es un amor resignado, aburrido, el amor de dos personas que necesitan entenderse de alguna manera porque comprenden, sin decí rselo, que odiá ndose y declará ndose la guerra la pasarí an mucho peor. —No te quito má s tiempo. Sigue durmiendo. Só lo querí a darte un besito. —Gracias, Ignacio. Trata de dormir. Tó mate una pastilla. —Tú sabes que odio las pastillas. Me dejan zombi. Odias demasiadas cosas, piensa Zoe. Todo te irrita, te molesta, te da alergia, te debilita, te resfrí a, te enferma, te deja zombi. Todo te hace dañ o y si te lo sugiero yo, má s aú n. No seas tan engreí do, Ignacio. Si no puedes dormir, trá gate una pastilla y duerme como un niñ o y dé jame dormir a mí. —Te entiendo, mi amor. Pero quizá s te convenga tomar aunque sea media pastilla. Si no, mañ ana en tus reuniones vas a estar arrastrá ndote de sueñ o. —Conozco una té cnica má s rica y saludable para relajarme —dice é l, con voz coqueta. —Te deseo suerte, pero yo no te acompañ o porque estoy muerta de sueñ o —dice ella, aterrada de que é l sugiera comenzar una conversació n eró tica por el telé fono. —Duerme rico, mi amor. Te quiero. Pensaré en ti. —Un besito, Ignacio. ¿ Cuá ndo vuelves? —Con suerte, mañ ana en la noche. —Cuí date. Ojalá puedas dormir. Te extrañ o. Zoe corta el telé fono y vuelve a la cama, donde duerme Gonzalo. No sé por qué le digo que lo extrañ o, piensa. Pero me sale natural decí rselo. Es como si estuviera haciendo un papel y é sos fueran los libretos que alguien ha escrito para mí. No me sale decirle otra cosa. No podrí a decirle lo que de verdad pienso: ¿ por qué no te quedas una semana por allá, pues estoy pasando una de las noches má s felices de mi vida? No: con Ignacio vuelvo a ser, aunque no quiera, la señ ora con quien se casó, la señ ora que é l espera de mí. Zoe se mete a la cama, tirita de frí o y observa con placer al hombre que duerme a su lado. Es tan guapo, piensa. Por hoy, por esta noche, es mí o. Si pudiera tener una noche así todos los meses, serí a inmensamente feliz, aguantarí a la rutina de mi matrimonio con Ignacio. Dame una noche así de vez en cuando, por favor, Gonzalo, piensa, mientras levanta apenas la sá bana y mira el sexo dormido de su cuñ ado. Lo tiene tan grande, tan lindo, se deleita pensando. Y despué s dicen que el tamañ o no importa, sonrí e.
Aunque prefiere no masturbarse porque cree que, en cierto modo, al hacerlo ofende a Dios —el sexo deberí a ser idealmente una expresió n del amor entre dos personas y no un acto de satisfacció n egoí sta, piensa—, Ignacio necesita tocarse para restituir en su cuerpo una cierta armoní a que ha perdido, para espantar los fantasmas que lo acosan, para relajarse y hacer la paz consigo mismo. Por eso se despoja del pantaló n del buzo, apaga la luz, humedece la palma de su mano derecha con saliva y se toca lentamente, pensando en alguien que no es su esposa.
Al amanecer, Gonzalo despierta y, al verse en la cama de su hermano, con la mujer de su hermano, que duerme plá cidamente, siente miedo. Debo irme, piensa. No vaya a ser que Ignacio regrese antes de lo previsto y nos encuentre juntos en su cama. Serí a capaz de pegarse un tiro, de tirarse por la ventana de su oficina. Ha sido una noche maravillosa. No me arrepiento un segundo. Ha sido mejor de lo que imaginé. Pero ahora tengo que largarme cuanto antes de acá. Sin despertar a Zoe, que duerme en un camisó n transparente, y sobreponié ndose al deseo de interrumpir su sueñ o a besos y poseerla de nuevo, Gonzalo sale de la cama, busca su ropa tirada en la alfombra, se viste de prisa y evita darle un beso de despedida, porque teme que ella le pida quedarse unas horas má s y é l sucumba fá cilmente a la tentació n. Es demasiado peligroso estar acá, piensa. No debemos vernos en esta casa. Es la ú ltima vez que vengo. En adelante, que me visite ella. Gonzalo se detiene un momento en el umbral de la puerta del dormitorio y mira hacia la cama, donde reposa la mujer de su hermano. Sabí a que algú n dí a serí as mí a, piensa. Te he deseado en secreto todos estos añ os. He amado a otras mujeres pensando que eras tú la que se abrí a para mí. Ahora has sido mí a. Me basta con esta noche para sentirme feliz. Pero quiero que me busques, que me necesites con desesperació n, que me pidas que vuelva a hacerte el amor. Quiero que odies cada noche que pasas con el idiota de tu marido y que sientas ná useas cuando é l te haga el amor y que cierres los ojos y pienses en mí cuando esté movié ndose encima tuyo. Eres hermosa, Zoe. Te veo allí dormida, en tu cama matrimonial, y no puedo creer que me hayas entregado tu cuerpo, ese cuerpo que tantas veces hice mí o en mis noches insomnes, tocá ndome como un adolescente. Tengo suerte, no hay duda. No pensé que te atreverí as a llegar hasta el final. Pero Ignacio ha hecho el trabajo por mí. Te tiene abandonada. Jurarí a que ni siquiera sabe hacerte venir en la cama. Debe de ser un amante paté tico. Es obvio que ardes por un hombre de verdad, Zoe. El destino eligió que fuera yo. No me corro. Tampoco sé si quiero seguir siendo tu amante mucho tiempo. No quiero perder la cabeza, enamorarme de ti, meterme en un lí o del carajo. Prefiero que esto termine acá mismo. Ya sé lo que es hacerte mí a, ver tu cara tensa antes de tener un orgasmo, ya sé lo que me dijiste al oí do y nunca olvidaré: que el huevó n de tu esposo nunca te tiró tan rico como tiramos anoche. No olvidaré esas palabras. Aunque no volvamos a acostarnos, me bastan para ser felices y recordar esta noche como una de las mejores de mi vida. Pero si quieres má s, tendrá s má s. Te amaré con una violencia salvaje que no conoces. Te haré descubrir a la mujer que llevabas adentro. Pero todo será en secreto y nunca má s acá. No quiero problemas con Ignacio. Debo irme. Ya sabes dó nde encontrarme. Yo no llamaré. Llá mame tú. Qué ganas de despertarte ahora mismo y cabalgar contigo otra vez. Pero no. Contró late. No pierdas la cabeza. Vete ya.
Gonzalo sale caminando en puntillas para no hacer ruido, pasa por la cocina, saca una manzana de un cesto de frutas encima de la refrigeradora y sale al jardí n, cerrando la puerta con cuidado. Muerde la manzana mientras contempla con admiració n esos jardines cuidados minuciosamente, la piscina impecable, el gimnasio con las mejores má quinas. Siente ganas de orinar. Debe de ser rico vivir en esta casa, piensa. Deberí a mudarme acá con Zoe, se dice, con una sonrisa cí nica. Ignacio podrí a dormir en un hotel cerca del banco, con su calculadora y sus libros de contabilidad, haciendo sus numeritos hasta tarde en la. cama, mientras yo me ocupo de cuidar su casa y su mujer. Todos serí amos má s felices. Zoe no pondrí a ninguna objeció n, de eso estoy seguro. ¿ De qué te sirve tener esta casa tan linda si tu mujer se aburre en ella, Ignacio? ¿ Para qué quieres tener esta piscina espectacular si apostarí a que nunca te has tirado allí a tu mujer y ni siquiera te bañ as porque tienes miedo a resfriarte? ¿ Qué sentido tiene que te mates en el gimnasio todos los dí as si no eres capaz de tirar bien en la cama porque tienes a tu mujer desesperada para que alguien se la tire como se debe? Se puede tener mucha plata y seguir siendo un grandí simo huevó n, Ignacio. Se puede tener é xito en los negocios y seguir siendo un ganso triste. Eso eres tú para mí: un ganso triste. Só lo un ganso triste descuida a un mujeró n como Zoe. Yo, como buen hermano, tengo que venir acá a hacer trabajos de emergencia para que tu mujer no se vuelva loca y te dé un martillazo en la cabeza. Ahora só lo quiero orinar, tomar un taxi y recordar esta casa tan linda como la casa donde tiré delicioso con tu mujer.
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