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Libros Tauro 9 страницаAl vestirse, só lo ha pensado en Gonzalo, en elegir las prendas que la embellezcan ante sus ojos, en tentarlo y despertar el deseo de poseerla aunque sea una locura. Cuando se ha puesto ese calzó n diminuto, ha imaginado el momento en que é l, enardecido, se lo arrancará de un tiró n y la comerá a besos. Sabe que esa fantasí a es peligrosa y le puede costar caro, pero no puede evitarla. Se ha vestido despacio, probá ndose diferentes combinaciones, tratando de lucir sexy, joven, arriesgada. No quiere ser una señ ora esa noche, quiere volver a ser una mujer libre y coqueta, que se sabe hermosa y, en busca de una noche de placer, exhibe su cuerpo sin remordimientos. Quiero sentir que todaví a soy capaz de hacer perder la cabeza a un hombre por mí, ha pensando, dá ndose vuelta frente al espejo, admirando sus nalgas esplé ndidas que el calzó n deja al descubierto. Zoe recuerda que compró ese calzó n siguiendo el consejo de una amiga, con la esperanza de sorprender a su marido, de halagarlo y excitarlo, pero la noche en que, estando ya Ignacio en la cama, ella se quitó el camisó n y le mostró esa prenda tan osada, é l reaccionó con una expresió n de disgusto, burlá ndose de ella y diciendo con una mueca cí nica: «Te has disfrazado de puta, mi amor? » Esa noche, cuando su marido dormí a, Zoe lloró en silencio, furiosa porque su sorpresa habí a terminado siendo un fiasco, apenada de que la hubiese llamado puta só lo por ponerse un calzó n atrevido, por tratar de animar un poco esas noches matrimoniales tan lá nguidas y tediosas. Ahora, vistié ndose para Gonzalo, Zoe quiere emputecerse un poco, quiere disfrazarse de puta, y por eso no duda en ponerse el vestido y el calzó n que su marido aborrece. No quiero que me desvistas, Gonzalo, piensa. No quiero que me veas este calzó n de puta. Pero quiero sentirme un poquito puta. Quiero sentirme tu putita. Quiero ponerme mi calzó n de puta para ti. Aunque no lo veas, yo lo sentiré toda la noche y pensaré que me lo he puesto para ti. Yo sé que a ti te encantarí a. Nada de lo que pueda ponerme logrará excitar nunca al aburrido de Ignacio. Es un caso perdido. Prefiere ver la cotizació n de sus acciones en la Bolsa antes que verme desnuda. Pero yo sé que tú sí te alocas por mí. Sé que este calzoncito de puta te harí a sufrir, sé que te derreterí as al ver el lindo poto que todaví a tengo gracias a que me mato en el gimnasio para mantenerme así. Me pongo este calzó n para ti pero me hago el juramento de que no lo verá s. Sé que soy una señ ora y no una puta, pero quiero sentirme una puta esta noche y soy feliz sintié ndome así. Soy una puta y soy feliz. Simplemente soy una puta. Tú sacas la puta que llevo adentro, Gonzalo. Tú me has presentado a la puta que llevaba escondida y que el pavo de tu hermano no conoce ni conocerá jamá s. Por eso tengo miedo. Me da miedo tenerte acá en la casa, solos los dos. Sé que no debo llegar hasta el final contigo, pero tambié n que cuando despiertas a esta putita que tengo adentro, cualquier cosa puede pasar. No me importa. Despué s de tantos añ os de serle fiel a tu hermano, esta noche quiero jugar a ser una puta y divertirme a morir. Siento que lo merezco. Esta noche quiero ser una puta. Y lo peor es que me encanta. Si me vieras, Ignacio, te darí a un infarto. Tú no conoces a esta mujer. Tú conoces a una señ ora muy seria, muy correcta, muy perfecta, de la que, francamente, ya estoy harta. Yo soy la puta del calzó n chiquito que necesita vestirse ilusionada por el hombre que se lo arrancará má s tarde. Yo soy la puta del calzó n chiquito, piensa, y se rí e sola mirá ndose en el espejo.
Ha sonado el timbre y Zoe corre a abrir la puerta. La mesa está puesta con el mejor mantel y las servilletas má s finas, las velas encendidas, la cena lista en el horno, los bocaditos bien dispuestos, la mú sica que ya no proviene de la radio de moda sino de un disco de piano clá sico que a ella le encanta, el postre en la refrigeradora, abiertas las botellas de vino y champá n, a medias ya la de champá n porque Zoe ha bebido tres copas para calmar la ansiedad y relajarse un poco. Má s vale que seas tú, piensa, cuando se acerca al intercomunicador, para asegurarse de que sea Gonzalo quien espera detrá s de la puerta. Si es mi suegra que viene a visitarme para jugar cartas, no le abro, juro que no le abro. —¿ Quié n es? —pregunta. —Soy Ignacio —escucha y da un respingo, pero en seguida reconoce la voz de Gonzalo—. Á breme, mi amor. Regresé de viaje antes de lo previsto. Eres un canalla, piensa rié ndose. ¿ Có mo puedes ser tan caradura y burlarte así de tu hermano? Pero me ha encantado que me digas «mi amor». Ha sonado tan lindo. —Eres un imbé cil —dice, en tono risueñ o—. Casi me has matado de un infarto. Pasa. Aprieta un botó n y abre automá ticamente la puerta de calle, la misma por la que su esposo entra todas las noches al volver del banco, mientras ella lo espera con una cierta resignació n. Pero ahora es Gonzalo quien entra caminando, una botella en la mano, vestido con una chaqueta de cuero negra y un pantaló n del mismo color, y Zoe lo espera de pie en la puerta de la casa, un viejo portó n de madera que fue del abuelo de Ignacio y que ella quisiera cambiar pero no puede porque su esposo le harí a un escá ndalo, y, al ver a su cuñ ado acercá ndose a paso seguro en la penumbra de la noche mientras la puerta de calle se cierra a sus espaldas, siente miedo, miedo porque Gonzalo es tan guapo, miedo porque tiene ganas de saltar sobre é l y decirle haz conmigo lo que quieras esta noche, miedo de perder el control y ser má s atrevida de lo que deberí a. No seas tan loca, alcanza a pensar. No te acuestes con é l. Coquetea, pero no pierdas la cabeza. —¿ Llegaste bien? —pregunta y trata de parecer serena, relajada. —Perfecto —dice é l, acercá ndose. Tiene el pelo mojado, no se ha afeitado hace un par de dí as, lleva la camisa negra fuera del pantaló n, luce desarreglado y, sin embargo, guapo. Al menos te has tomado el trabajo de bañ arte para mí, piensa ella, con una sonrisa que reprime. —Hola —le dice, y besa a su cuñ ado en la mejilla, para darle una señ al de que las cosas no deben desbordarse esa noche—. Tanto tiempo que no vení as a la casa. Gonzalo se contiene, no la abraza, se deja besar fugazmente y sonrí e porque siente que ella hace un esfuerzo por parecer una digní sima cuñ ada, todo lo que, en el fondo, no quiere ser esa noche. La mira. La mira con descaro. La mira porque le apetece mirarla y tambié n porque no ignora que ella se ha vestido así, tan provocativa, para tentarlo. —Hola, Zoe —dice—. Está s espectacular. No sé có mo haces para verte tan guapa. —Debe de ser la solterí a, que me sienta bien —dice ella, con una mirada coqueta, y se arrepiente en seguida de lo que acaba de decir. —Debe de ser —se rí e Gonzalo, y pasan a la casa y Zoe cierra la puerta. —Traje un vino, por si acaso —dice é l. —No has debido molestarte —dice ella—. Tengo todo listo. Me he pasado la tarde cocinando. Hablan mientras caminan hacia la sala. No se miran. Má s allá, en el comedor, la mesa está puesta y las velas encendidas. —Yo me he pasado la tarde pensando en ti —dice Gonzalo, y la mira a los ojos. —Gonzalo, no comiences —dice ella, y retira la mirada—. Tenemos que portarnos bien. No podemos hacer locuras. Es la casa de tu hermano —añ ade, y se odia porque siente que está interpretando un papel, el de la señ ora casada, del que ya está harta. Pero no se va a la cocina, se queda allí de pie. Advierte que é l la mira con intensidad, que disfruta vié ndola tan bella, y eso la halaga, se siente recompensada por todas las horas que suda en el gimnasio y por el esmero con que se ha vestido para que é l la encuentre preciosa, irresistible, aunque eso sea jugar con fuego. —Eres tan linda —dice é l, como si estuviera hablando consigo mismo. —Gonzalo, mejor no —dice ella, erizá ndose, sintiendo crecer entre los dos el deseo que guardan en secreto y a veces le avergü enza. —Zoe —dice é l, y la toma de la cintura, todaví a la botella en la mano derecha—. Estoy loco por ti. —No debemos, Gonzalo. —Só lo esta noche —dice é l, y la besa con pasió n en medio de la sala, y ella se deja besar, se entrega, goza del momento, apenas piensa que está bien besarlo, que puede besarlo todo lo que quiera siempre que no terminen en la cama haciendo el amor. —Yo tambié n estoy loca por ti —susurra ella en su oí do, y lo besa de nuevo con un ardor que habí a olvidado, que creyó dormido para siempre. De pronto suena el telé fono. —No contestes —dice Gonzalo, y sigue besá ndola. —Puede ser Ignacio —dice Zoe, y se aparta y camina al telé fono. Gonzalo deja la botella sobre la mesa del comedor, coge una tostada con caviar y la lleva a su boca. Zoe levanta el telé fono y no puede evitar mirar de soslayo el bulto entre las piernas de su cuñ ado, un bulto que ha sentido crecer y endurecerse mientras se besaban. Eres un á ngel, piensa, mirando a su cuñ ado. Me has caí do del cielo. Te voy a besar entero esta noche. Pero nada má s que besarte. —¿ Sí? —contesta. —Hola, mi amor. ¿ Có mo está s? Es Ignacio. Zoe se queda helada. No me digas que está s en el taxi camino a la casa, piensa. —Hola, mi amor —dice, tratando de mantener la calma—. Qué sorpresa. ¿ Dó nde está s? Cuando su marido menciona la ciudad a la que ha viajado para cerrar unos negocios, ella recupera el aliento. Mira a Gonzalo, quien, desde la mesa del comedor, sonrí e con absoluto cinismo. Es un canalla, piensa. No le tiene miedo a Ignacio. —¿ Qué tal por allá? —pregunta Zoe. —Muy bien, todo bien. Mucho trabajo, como siempre. Ya estoy en el hotel. Me voy a meter a la cama porque mañ ana comienzo tempranito y quiero dormir mis ocho horas. Tú sabes que si no duermo bien, no funciono. Conmigo no funcionas aunque duermas doce horas, piensa Zoe. —Claro, acué state temprano —dice—. ¿ Cuá ndo vuelves? —Si puedo, tomo el ú ltimo avió n mañ ana en la noche. —Ojalá puedas —miente ella, porque ha pensado: ojalá puedas quedarte dos dí as má s allá. —¿ Todo bien contigo? —pregunta é l. —Todo bien, no te preocupes, mi amor. Extrañ á ndote siempre. —Yo tambié n a ti. ¿ Qué planes tienes para esta noche? ¿ Vas a ir al cine con una de tus amigas? —Ningú n plan. Me voy a quedar tranquila en la casa. No me provoca salir. —Fí jate si dan alguna buena pelí cula en el cable. —Buena idea. Tengo ganas de acostarme temprano hoy. Con tu hermano, piensa, y se rí e, y se siente desleal, una mala mujer, y se recuerda que eso no debe ocurrir. —Bueno, mi amor, só lo querí a saludarte. Te mando un besito. Hablamos mañ ana. —Duerme rico, Ignacio. Gracias por llamar. Te extrañ o. Zoe cuelga. Mira a Gonzalo, que le devuelve una mirada cí nica, tentadora. La mira como dicié ndole: aquí estoy, he venido para hacer lo que tú quieras, a que no te atreves a besarme. Gonzalo no dice nada. Evita hacer una broma fá cil sobre la llamada de su hermano. Zoe camina hacia é l, segura de lo que quiere: lo abraza, lo mira a los ojos y lo besa largamente. Luego le dice: —Só lo debemos besarnos. Nada má s. Gonzalo sonrí e con ternura y dice: —Lo que tú quieras, Zoe. —¿ Vamos a comer? —Vamos a comer.
Zoe y Gonzalo está n sentados a la mesa del comedor. Han cenado sin apuro, a la luz de unas velas, y ahora beben un té de melocotó n, sin cafeí na, que ella ha servido. Gonzalo ha tomado tres copas de vino y no está dispuesto a medirse esa noche; Zoe prefiere no tomar má s porque ya se siente un poco desinhibida gracias al alcohol y no quiere incumplir el juramento í ntimo que se ha formulado: que no acabará haciendo el amor con su cuñ ado. No má s vino, piensa. De aquí en adelante, só lo té sin cafeí na. Me tomo dos copas má s y me arrebato y le bajo el pantaló n y mañ ana me voy a arrepentir. —¿ Por qué no dejas a Ignacio? —le pregunta Gonzalo. Durante la cena, es Zoe quien ha hablado má s, quejá ndose de las pequeñ as miserias de su vida matrimonial, burlá ndose de las maní as y extravagancias de su marido, revelando entre risas algunos episodios í ntimos que dejan en ridí culo a Ignacio, lamentá ndose del futuro tan previsible y aburrido que le aguarda con é l. Gonzalo la ha escuchado con una sonrisa có mplice y ahora ha formulado la pregunta obvia que ella habrí a preferido no escuchar. —Porque no me atrevo. Porque soy una cobarde. Zoe ha dicho la verdad y siente que é sa es una de las razones por las que disfruta tanto de la compañ í a de Gonzalo: que le puede decir toda la verdad, puede ser ella misma, sin imposturas ni sonrisas fingidas. —Pero es obvio que no está s enamorada de é l. Deberí as decí rselo y separarte un tiempo, a ver có mo te sientes. No tiene sentido que te calles, que te lo guardes todo y que sigas pasá ndola mal. No le tengas miedo. Dile que necesitas un descanso. Sepá rate un tiempo. —No estoy enamorada de é l, pero lo sigo queriendo y me darí a mucha pena hacerlo sufrir. —¿ Y no te da pena quedarte en un matrimonio que te hace infeliz? ¿ No serí a mejor hablar todo con Ignacio? —¿ Qué le voy a decir? ¿ Que me aburro con é l? ¿ Que ya no me provoca sexualmente? ¿ Que me gustas tú? —Yo no tengo ningú n problema en que le digas todo lo que quieras. —¡ Está s loco, Gonzalo! ¿ Có mo se te ocurre que le podrí a decir esas cosas a Ignacio? É l está enamorado de mí. Ni siquiera sospecha que yo estoy harta de nuestro matrimonio, que tú me gustas. Le romperí a el corazó n. Destrozarí a su mundo perfecto. No serí a justo que le hiciera tanto dañ o. Ignacio no es malo conmigo. Me quiere a su manera. El problema no es que no me quiera, es que no sabe hacerme feliz. —¿ No sabe o no puede? —Da igual. Quizá s tampoco trata, pero el hecho es que yo me aburro con é l. —Entonces, dé jalo. Sé valiente, acepta la verdad, cué ntasela sin muchos rodeos y dé jalo. —No quiero. No me atrevo. —Si te da miedo hablarle de mí, no le digas nada. Puedo entender eso. Podemos vernos en secreto, sin que é l se entere. Ignacio es un tonto y nunca se dará cuenta de que hay algo entre nosotros. Pero no tienes que hablarle de mí para separarte. Simplemente dile que está s descontenta y que necesitas estar un tiempo sola. —Serí a peor. —¿ Por qué? —Porque yo no quiero estar sola. Quiero estar contigo. Gonzalo se acerca y la besa. —Puedes estar conmigo todo lo que quieras. —No debemos. Es peligroso. Ignacio no debe enterarse. Y yo me siento mal. —¿ Por qué te sientes mal? No le estamos haciendo dañ o a nadie. —Me siento mal porque só lo una loca se podrí a enamorar de su cuñ ado. Tú eres el hermano de mi marido, Gonzalo. No sé có mo puedo estar acá contigo, besá ndonos. Jamá s pensé que mi matrimonio terminarí a así. —No exageres. Tó malo con calma. No eres una loca. Es normal que pasen estas cosas. —No es normal. Lo normal que es una mujer sea feliz con su marido y no esté coqueteando a escondidas con el hermano de su marido. —Bueno, pero tú no eres feliz con Ignacio, admí telo. —Pero tampoco puedo estar contigo. Me gustarí a estar contigo. Tú sabes cuá nto me gustas. No lo puedo evitar. Me muero de ganas de llevarte a mi cama y pasar la noche contigo. —Entonces, hazlo. —No, no lo voy a hacer. Porque no me lo perdonarí a. —¿ Por qué? Si es lo que te provoca. Si sabes que la pasarí amos bien. ¿ Qué te asusta? ¿ Que Ignacio se entere? ¿ O lo que de verdad te asusta es que terminemos juntos tú y yo? Zoe se queda en silencio, pensativa. —Ignacio no se va a enterar. Está demasiado enamorado de mí. Confí a en mí. Yo sé mentirle. Ni se sospecha esto. —No te equivocas. Conozco a mi hermano. Si hacemos las cosas con cuidado, no se va a enterar nunca. —Lo que má s me asusta es enamorarme de ti. No quiero enamorarme, Gonzalo. Sé que todo terminarí a mal. —¿ Por qué dices eso? ¿ Por qué eres tan pesimista? —Lo sé. Estoy segura. Tú só lo quieres una aventura conmigo. Tú vas a seguir viviendo solo. Tú eres un mujeriego incorregible y no vas a cambiar. Reconó celo, Gonzalo. Yo no soy la mujer de tu vida. Só lo me ves como una aventura má s, una aventura prohibida porque soy la mujer de tu hermano, tu hermano con el que nunca te has llevado bien. —No. Te equivocas. No te veo como la mujer de mi hermano. Te veo como una mujer. Una mujer que me vuelve loco. —Gonzalo —suspira Zoe, y lo besa y tiene ganas de callarse, no enredarse má s en palabras y decirle con su cuerpo, con sus caricias, cuá nto lo necesita, cuá nto lo desea. —No te compliques tanto, Zoe. No pienses tanto estas cosas. Dé jate llevar por tu corazó n. Haz lo que te haga feliz. No le des tantas vueltas, que te mareas. —Tienes razó n. Estoy hablando mucho. Pero tengo miedo, Gonzalo. Y contigo sí puedo hablar. Por eso me gusta estar contigo. Con Ignacio no puedo hablar estas cosas. Tú me escuchas. Tú me entiendes. —Claro que te entiendo. Y me da pena que la esté s pasando mal. Yo só lo quiero ayudarte. No quiero ser un problema má s para ti, Zoe. —Me ayudas escuchá ndome. Me ayudas estando acá conmigo. —Yo, encantado de verte donde quieras, cuando quieras. Me importa un carajo si Ignacio se entera. Tú eres mi amiga, no mi cuñ ada. Si algú n dí a dejas a Ignacio, seguirí as siendo mi amiga. —Yo no soy tu amiga, Gonzalo. No quiero ser só lo tu amiga. —¿ Qué eres, entonces? ¿ Qué quieres ser? —Quiero que me beses. Sentado al lado de ella, Gonzalo la besa, acaricia su pelo, la mira con ternura, vuelve a besarla, desliza una mano por esos muslos que el vestido no alcanza a cubrir. —No, Gonzalo —lo detiene ella, y retira la mano de su cuñ ado—. No me tientes. No podemos. —¿ Só lo podemos besarnos? —Sí. No quiero que esto termine mal. Gonzalo se aleja un poco, bebe un trago, cruza las manos detrá s de su cabeza, se estira. —Como quieras —dice—. No quiero hacer nada que te incomode. Pero no te entiendo. —Yo tampoco me entiendo. Nunca me he entendido. Só lo te pido que no te molestes conmigo. —¿ Có mo se te ocurre que me podrí a molestar contigo? Só lo me da pena verte tan confundida. Yo creo que deberí as atreverte a dejar un tiempo a Ignacio y a hacer conmigo lo que te provoque, sin tantas culpas en la cabeza. Soy un hombre, soy tu amigo. Si te gusto, si crees que puedes ser feliz conmigo, ¿ por qué privarte de eso? No soy tu cuñ ado, é sas son tonterí as. Mí rame como un hombre. Yo te miro así. Eres una mujer, mi amiga Zoe. Me gustas. Quiero llevarte a mi cama. Quiero hacerte el amor. Quiero dormir contigo. —No sigas, Gonzalo. No me hagas sufrir. Tú sabes que yo tambié n quiero todo eso. —¿ Entonces por qué te reprimes, por qué te castigas de esa manera? ¿ Só lo para no engañ ar al tonto de Ignacio? ¿ Có mo sabes que ahora mismo no está tirando con alguien en ese viaje de negocios? —No digas eso. Ignacio es incapaz de sacarme la vuelta. No le interesa el sexo. Puede pasarse semanas sin hacer nada. Es un té mpano. A veces siento que el sexo no le provoca. Punto. Es como si tener sexo conmigo fuese una obligació n, algo que tiene que cumplir para sentirse un buen marido. ¿ Puedes creer que ahora só lo hacemos el amor los sá bados en la noche? —¡ Es un imbé cil! —dice Gonzalo y suelta una carcajada. —No, no es un imbé cil. Es só lo un tipo aburrido. —¿ Có mo puede estar con una mujer como tú y no querer hacerte el amor todas las noches? No lo puedo entender. Yo no dormirí a contigo. Te harí a el amor tres veces cada noche. No te dejarí a dormir. Zoe se excita al oí r esas palabras. Me gusta que me hablen así, piensa. Necesito que me digan esas cosas. Me haces sentir la mujer má s sexy del mundo, Gonzalo. —Yo tampoco podrí a dormir contigo. Me perturbas demasiado. —¿ Te has tocado pensando en mí? Zoe se ruboriza. —No te lo voy a decir. —Eso es sí. —No sé. No insistas. No me gusta hablar de esas cosas. —Me gustas cuando te pones tí mida, cuando te da pudor. Me excitas má s. Yo sí me he tocado pensando en ti. —Está s loco, Gonzalo. ¿ Qué pensabas? —Que hací amos el amor. Que nos volví amos locos. Que te hací a feliz. —No sigas, por favor. No me atrevo. —Sí te atreves. Claro que te atreves. No te subestimes. Yo no soy Ignacio. Yo conozco a la verdadera Zoe que é l no conocerá jamá s. El problema no es que seas cobarde. El problema es que tienes miedo a enamorarte. —¡ Claro que tengo miedo a enamorarme! ¡ Eres el hermano de mi marido, Gonzalo! —Pero te deseo como nunca he deseado a nadie y creo que juntos podemos ser muy felices. —Cá llate. Cá llate. No digas una palabra má s. Zoe rompe a llorar, cubrié ndose el rostro con las manos. Gonzalo la abraza. —Lo siento, Zoe. No hablemos má s. No puedo verte llorar. Me parte el corazó n verte así. —Cá llate. Bé same. Gonzalo la besa, lame sus lá grimas, la abraza. —Me estoy enamorando de ti y me da pá nico —dice ella. —No pienses tanto. No tengas miedo. Todo va a estar bien. Yo só lo quiero hacerte feliz —dice é l. Pero piensa: quiero hacerte feliz en la cama. —Vamos a ver televisió n —sugiere ella. —Vamos —dice é l—. Lo que tú quieras, muñ eca. Adoro que me digas muñ eca, piensa ella, y lo besó.
Estoy en la cama de mi hermano y siento como si fuera mí a, piensa Gonzalo, echado junto a Zoe, que lo abraza, viendo una vieja pelí cula en la televisió n. Se han quitado los zapatos pero no se han metido en la cama. Zoe ha dejado, en su mesa de noche, un té de melocotó n ya frí o; Gonzalo no ha querido seguir bebiendo vino y ha puesto sobre la alfombra, al lado de la cama, una pequeñ a botella de agua mineral. Me da tanta paz estar con é l, piensa Zoe. Me siento completa, acompañ ada, en armoní a con el mundo. No debo forzar las cosas, piensa é l. Está sensible, necesita un poco de cariñ o, nada de sexo esta noche y quizá s nunca, pero está bien así. No importa. Sé que mi compañ í a la hace feliz y eso me basta. Zoe descansa su cabeza sobre el hombro de su cuñ ado y é l la rodea con un brazo, acogié ndola. Ella bosteza, se encoge y hace un ovillo, como una niñ a desamparada, y é l siente lá stima y la besa en la frente. —Te mueres de sueñ o —dice—. Es hora de irme. Zoe lo mira a los ojos y le da un beso fugaz en los labios. —No te vayas —le pide—. Qué date. Qué date a dormir. Si no quiere hacer el amor conmigo, ¿ por qué me tienta de esta manera?, piensa é l. ¿ Por qué se tienta a sí misma? Será difí cil dormir con ella y no terminar revolcá ndonos. —No sé si es una buena idea —dice, con una sonrisa. —¿ Por qué? ¿ No te provoca dormir acá? —Me parece peligroso. —¿ Tienes miedo a que Ignacio aparezca mañ ana temprano? Es imposible. Vendrá tarde en la noche. Confí a en mí. Yo no correrí a riesgos absurdos. —No me da miedo Ignacio. Me doy miedo yo. —¿ Qué te da miedo? —pregunta ella, y le acaricia el pelo negro, largo, tirado hacia atrá s, y piensa: es rico estar con un hombre que lleve el pelo desordenado, que no se corte el pelo religiosamente cada dos semanas como el cuadrado de mi marido. —Me da miedo no poder controlarme. —¿ Por qué? —Tú sabes por qué. Tú sabes que me perturbas. —Pero no debemos, mi niñ o. Zoe se ha sorprendido de decirle «mi niñ o». No lo ha pensado, le ha salido del fondo del corazó n. A su marido nunca le ha dicho eso. En realidad, nunca se lo habí a dicho a nadie. —Yo sé, yo sé. Pero no me tientes. No soy de piedra. Va a ser una agoní a dormir contigo y no poder tocarte. Yo me conozco. Es tan rico sentirse así, deseada, piensa ella, y lo besa en esa mejilla que lleva dí as sin afeitar. É ste es un hombre de verdad. É ste es un hombre. Mi marido es un monigote. Gonzalo me quiere bien, es mi amigo, pero tambié n es un hombre y tiene la boca seca de só lo pensar en hacerme el amor. Eso es lo que yo necesito para ser feliz: un hombre que no pueda dormir de las puras ganas de tirar conmigo. Un hombre que no necesite tapones en los oí dos para dormir. —No me dejes, Gonzalo, por favor. Duerme conmigo esta noche. Gonzalo se ha puesto de pie y, al contemplar a su cuñ ada, tendida en esa cama muy ancha, el vestido algo arrugado, se asombra de verla tan hermosa y a la vez vulnerable. —Está bien. Me quedo. No me importa si no duermo, piensa. Será una delicia verla dormir, tenerla a mi lado, oí rla respirar. No hay nada má s hermoso que ver dormir a la persona que má s deseas. —Gracias, mi niñ o. Te adoro. Eres tan bueno conmigo. Ven acá, metá monos a la cama. Gonzalo se quita la camisa gris y el pantaló n negro y queda en unos calzoncillos blancos y una camiseta del mismo color. Ella lo mira desde la cama. Es un bombó n, piensa. Me lo comerí a a besos. —Qué frí o —se queja é l, y se mete a la cama con calcetines. Una vez dentro de la cama, se saca las medias y las tira. —Esta cama es una delicia —dice, tocando las sá banas de seda, acurrucá ndose en una almohada muy suave—. Ven, mé tete, no te quedes ahí afuera. —¿ No tienes frí o? ¿ No quieres ponerte una pijama de Ignacio? —No —rí e Gonzalo—. Deben de ser pijamas de viejo. Así estoy bien. Yo no duermo con pijama. Duermo con la ropa que llevo encima, una camiseta y mis calzoncillos y ya. Zoe se pone de pie, bosteza, bebe un trago del té frí o y, de espaldas a é l, se quita el vestido a la luz vacilante del televisor, mientras Gonzalo la mira con intensidad. Eres una belleza, piensa, al verla en calzó n. Tienes un cuerpo espectacular. Qué calzoncito tan rico. Me está s torturando, Zoe. Ella disfruta sabiendo que é l, desde la cama, está mirá ndole el trasero, del que se siente orgullosa, gozando con ese calzó n atrevido, y por eso se demora un poco al quitarse el vestido y doblarlo y ponerlo sobre una silla. Mí rame, Gonzalo. Mí rame y desé ame. No puedes tocarme pero me excita saber que me miras como nunca me ha mirado tu hermano. Mí rame todo lo que quieras. Luego camina hacia un armario de madera, saca una camiseta de manga larga, se despoja del sosté n dá ndole la espalda a Gonzalo —yo sé que me está s mirando el poto, yo sé que te ha sorprendido verme con este calzó n de puta, pero tengo un poto precioso y quiero sentirme tu puta esta noche, quiero sentir que enloqueces por mí — y se pone la camiseta.
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