Хелпикс

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Libros Tauro 8 страница



—La otra noche toqué el timbre y dijiste Zoe. ¿ Quié n es Zoe? ¿ Por qué la esperabas a esa hora? Te ruego que no me mientas, Gonzalo. Necesito saber la verdad.

Ahora Laura se ha puesto seria y a é l le enternece recordar, al ver esa mirada al mismo tiempo dulce e ingenua, que es só lo una niñ a enamorada.

—Zoe es mi cuñ ada —se rí e, y la suya es una risa sobreactuada que, sin embargo, logra calmar a Laura—. Zoe es la esposa de Ignacio, mi hermano.

—Qué tonta soy —dice Laura.

—No tení as por qué recordarlo. No los conoces.

—Pensé que era una amiga tuya que me habí as escondido.

—¿ Có mo se te ocurre pensar esas cosas, Laurita? Zoe es mi cuñ ada. La esperaba porque tení a que darme un regalo que me mandaba Ignacio.

—Qué alivio —dice ella, feliz porque é l le ha dicho Laurita, y só lo la llama así cuando está contento. Luego lo toma de las manos—. ¿ De verdad está s pensando que podemos casarnos cuando llegue el momento? —pregunta, ilusionada.

—En un añ o —sonrí e Gonzalo, y la besa—. Si todo va bien —agrega, y se siente un canalla.

Má s tarde, en la cama, mientras hacen el amor con la pasió n de los amantes que acaban de reconciliarse, Gonzalo le dice al oí do:

—Eres tan rica. Te amo. No puedo vivir sin ti.

Pero tampoco puedo vivir sin Zoe, piensa, cerrando los ojos, recordá ndola.

 

Doñ a Cristina cumple añ os y ha querido celebrarlos cenando con sus hijos en su restaurante favorito. A pesar de que ya son las diez de la noche y la invitació n era a las nueve, Gonzalo todaví a no ha llegado. Su madre no parece sorprendida, pues conoce bien que la puntualidad no es una de sus virtudes. Ignacio y Zoe han pasado a recogerla minutos antes de las nueve y ella, sabiendo que Ignacio nunca llega tarde, los esperaba muy elegante con un vestido oscuro y un pañ uelo de seda. Sentada a esa mesa del restaurante, que ella considera el mejor de la ciudad, doñ a Cristina bebe un trago, se entretiene comiendo panes con mantequilla y cuenta, con una sonrisa, que ha tenido un dí a esplé ndido, tal como lo planeó: ha asistido a misa por la mañ ana para dar gracias por la buena salud, luego visitó la tumba de su marido en el cementerio y le dejó flores, pudo pintar por la tarde un par de horas y recibió llamadas, tarjetas y regalos de sus mejores amigas, pero no quiso organizar un encuentro con ellas porque preferí a regalarse unas horas para pintar y guardarse el apetito para la cena con sus hijos.

—No he comido nada en toda la tarde para llegar muerta de hambre a la cena con ustedes —dice, sonriendo, y se lleva a la boca un pan con mantequilla.

Se nota, piensa Zoe, y sufre porque se muere de ganas de comer un pan, siquiera un pedacito, pero resiste a la tentació n, recuerda que debe mantenerse delgada y que no debe tocar el pan porque uno se convierte en varios y varios son una garantí a de que mañ ana amanecerá barrigona y se sentirá fatal, y odia por eso a su suegra, la odia porque la ve feliz, gorda, comié ndose todos los panes con mantequilla que le da la gana, y piensa: eres una cerda, Cristina, có mo no tienes vergü enza de pedirle al mozo que te traiga otra canasta de panes porque tú solita ya arrasaste con la primera.

Doñ a Cristina les cuenta los regalos que ha recibido de sus amigas —flores, libros, algú n cuadro, un disco, una agenda— y añ ade que el mejor regalo se lo ha hecho ella misma, retirarse unas horas por la tarde a su estudio y gozar pintando. Ignacio se cansa de esperar a Gonzalo, llama al mozo y pide la carta. Sigues siendo el mismo irresponsable de siempre, piensa de su hermano, al advertir que son pasadas las diez y no aparece. No puedes ser puntual ni para el cumpleañ os de mamá. Eres capaz de haberte olvidado. Lo peor es que ni siquiera tienes algo importante que hacer. Si fueras presidente del banco, quebrarí amos en tres meses.

—Esto es para ti, mamá —dice, y saca de su bolsillo un regalo envuelto en papel de flores—. Feliz cumpleañ os. Se acerca a su madre y la besa en la mejilla.

—Feliz dí a, Cristina —añ ade Zoe, con una sonrisa—. Ojalá te guste.

Ojalá te guste má s que el pan con mantequilla, piensa, y acerca una mano a la canasta de panes, dispuesta a violar su juramento de que no probará siquiera un pedacito de pan, pero luego se contiene y retira la mano, una secreta agoní a que su esposo y su suegra no advierten, pues está n atentos al regalo que doñ a Cristina abre con ilusió n, rompiendo el papel de colores que lo envuelve.

—Qué belleza —se sorprende doñ a Cristina, al abrir la cajita aterciopelada que esconde un collar de perlas que ahora reluce ante sus ojos—. Es una maravilla de collar. Está divino —añ ade, con emoció n.

—Pensé que te gustarí a —dice Ignacio, sonriendo.

Está vestido con un traje oscuro y una corbata gris, la ropa con la que ha trabajado en el banco ese dí a, y su esposa piensa que se ve aburridí simo con su uniforme de banquero y que al menos podrí a quitarse la corbata, pero no lo dice, por supuesto, porque sabe que é l no le harí a caso. Hay hombres que necesitan sentirse seguros con una corbata, piensa ella. Mi marido, por desgracia, es uno de ellos. A mí, ú ltimamente, me interesan má s los hombres que se atreven a trabajar sin corbata, que no necesitan ponerse una corbata para sentir que tienen é xito. Zoe ha pensado muy bien qué ponerse esa noche. Querí a verse muy guapa porque sabí a que estarí a con Gonzalo. En la soledad de su dormitorio, se ha probado hasta tres vestidos, demorá ndose frente al espejo, dá ndose vuelta, sintié ndose deseable. Al hacerlo, só lo ha pensado en Gonzalo, en el vestido que má s le gustarí a a é l, y por eso ha elegido uno muy ceñ ido que marca con nitidez el contorno de su cuerpo y se atreve a insinuar un escote que, ya sabí a ella, le parecerí a demasiado osado a su marido, quien, nada má s verla, le ha dicho:

—Está s demasiado sexy para el cumpleañ os de mamá.

—Me he puesto sexy para ti —ha dicho Zoe, mintiendo con placer, pensando en que ella se ha vestido no para su suegra ni para su marido, sino con el propó sito de perturbar todo lo posible a Gonzalo.

Ahora doñ a Cristina se prueba el collar de perlas, Ignacio se siente orgulloso porque cree que ha acertado con el regalo y Zoe está nerviosa y malhumorada pensando en que Gonzalo no aparece. Si no vienes, eres un cobarde, piensa.

Yo tambié n tení a miedo. Pero acá estoy, murié ndome de ganas de verte para que me salves de este aburrimiento atroz. Si no vienes, lo tomaré como un desaire. Sabes perfectamente que esta noche, sin ti, será un sufrimiento. No me dejes plantada, Gonzalo. Me he puesto linda para ti.

—¿ Seguro que le avisaste a Gonzalito que la cena era en este restaurante? —pregunta doñ a Cristina a su hijo mayor.

—Seguro, mamá —responde con cierto fastidio Ignacio—. Le dejé tres mensajes en su casa. Ya sabes que Gonzalo no contesta el telé fono y tampoco lleva celular. ¿ Tú no has hablado con é l en todo el dí a? ¿ No te ha llamado?

—No. Ya sabes có mo es Gonzalito de distraí do por estas cosas.

Ignacio se irrita porque piensa que su madre es demasiado complaciente con Gonzalo y sigue tratá ndolo como si fuera un niñ o.

—Gonzalito es ya bastante grande como para recordar tu cumpleañ os, mamá, sin necesidad de que yo tenga que dejarle tres mensajes en su casa.

—Es que es un artista, un bohemio —dice doñ a Cristina, con aire bondadoso—. Ya sabes có mo es tu hermano. No va a cambiar. Hay que quererlo como es.

—Va a venir —dice Zoe—. Impuntual como siempre, pero va a venir.

Má s le vale, piensa. Si no llegas, Gonzalo, me voy a comer una canasta entera de panes. Porque si me pongo así de guapa por ti, y tú no te dignas venir, al diablo, me abandono y trago como una cerda.

 

Cuando está n pidiendo las entradas, Gonzalo aparece con una gran sonrisa.

—Feliz dí a, mamá —dice, con una voz que Ignacio encuentra demasiado alta, y abraza a su madre, que se ha puesto de pie para saludarlo.

—Qué bueno que llegaste, Gonzalito —dice doñ a Cristina, feliz de verlo.

—Perdonen la demora —dice Gonzalo, y estrecha la mano de Ignacio con una cierta tensió n—. Estaba distraí do y me quedé pintando hasta ahora.

Se nota, piensa Ignacio. Podrí as haberte duchado y cambiado. Está s hecho un asco. Pareces un pordiosero. Gonzalo viste unos vaqueros viejos, camisa celeste y un saco negro.

—Hola, Zoe —dice, y besa a su cuñ ada en la mejilla.

—Hola —dice ella, y no se pone de pie, y se alegra de llevar ese vestido escotado, pensando en que tal vez Gonzalo ha podido admirar con placer el nacimiento de esos pechos que ella se enorgullece de mantener erguidos.

—Bueno, ahora sí, a comer —dice Ignacio, como si llevara prisa.

Tú siempre apurado, corriendo para meterte a la cama y dormir temprano, piensa Zoe. No tienes arreglo.

—Mira lo que me ha regalado tu hermano —le enseñ a doñ a Cristina el collar de perlas a Gonzalo.

—Está lindo —dice é l, sin demasiado entusiasmo.

Ignacio só lo sabe regalar joyas, piensa. Es una manera de mostrar su dinero, de recordarme que puede hacer regalos costosos, de humillarme. Es tan vulgar eso de regalar joyas.

—¿ Qué le vas a regalar a mamá? —pregunta Ignacio, sabiendo que seguramente su hermano ha olvidado comprar un regalo.

Gonzalo le dirige una mirada poco amigable y luego mira a su madre con cariñ o.

—Nada —dice, sonriendo, tomá ndola de la mano—. Mamá no necesita que le haga regalos para saber que la quiero, ¿ no es cierto?

—Por supuesto, Gonzalito —dice ella, encantada, y se deja besar en la mejilla por su hijo—. Yo ya sé que tú eres un bohemio y que siempre te olvidas de los cumpleañ os.

Ignacio se enfurece pensando en que su hermano es un patá n y un manipulador. Podrí as haberte dado el trabajo de comprarle algú n detalle, alguna tonterí a, al menos un ramo de flores, piensa. Pero no: eres un egoí sta, no pierdes tu tiempo pensando en los demá s y vienes acá a tragar porque sabes que yo pagaré. Eres un perdedor. Y tú, mamá, lo tratas con un cariñ o que é l no merece. Deberí a molestarte que Gonzalo llegue una hora tarde y no te regale nada. Pero igual lo consientes y le dices Gonzalito y le recuerdas que es un artista y por eso puede hacer lo que le venga en gana.

—Voy al bañ o a lavarme las manos —dice Gonzalo, y se pone de pie.

Zoe lo sigue con la mirada. Está s guapí simo, piensa. Me gustas así, sucio y desarreglado. Me provoca cogerte a besos. Quiero comerme un pan con mantequilla. Quiero besarte, Gonzalo.

—Yo tambié n voy al bañ o un segundo —dice Zoe, muy seria, y se levanta.

Caminan hacia los bañ os, Zoe detrá s de é l, mientras Ignacio le dice a su madre:

—¿ Có mo puede venir sin un regalo para ti?

—No le des importancia a esas cosas, Ignacio —dice doñ a Cristina, y toma un trago—. Lo ú nico que importa es que estamos los cuatro acá y yo estoy feliz. No necesito má s regalos que verlos contentos a ustedes.

Ignacio piensa que no debe ser tan severo con su hermano y que debe acostumbrarse a quererlo con sus caprichos, descuidos e imperfecciones. Es un buen chico, despué s de todo. Sigue siendo un niñ o. Tengo que acostumbrarme a pensar que es só lo el niñ o Gonzalito que se resiste a crecer.

En un pasillo interior que se dirige a los bañ os, a salvo de las miradas de los comensales, Gonzalo y Zoe se detienen al abrir las puertas, se miran un instante y sienten el vé rtigo del deseo. Está n solos, Gonzalo en la puerta del bañ o de hombres, que a primera vista parece vací o, y Zoe en el umbral del bañ o de mujeres. Apenas se miran dos segundos, pero es suficiente para saber que sus cuerpos se han encendido y que, a pesar del riesgo, debe ocurrir lo que Gonzalo no teme hacer: coge a Zoe de la mano, la jala fuertemente, la mete al bañ o de hombres, donde no hay nadie má s, y le da un beso furioso, agó nico, como si fuera el ú ltimo que se dará n. En seguida se separan, pero é l la jala de nuevo, la besa apretá ndola contra su cuerpo, y luego le dice mirá ndola a los ojos:

—Ven a verme. Te estoy esperando.

—Iré pronto —dice ella, y sale del bañ o de prisa, entra al de mujeres, se mira en el espejo y siente que su corazó n va a estallar.

 

Ignacio se ha levantado muy temprano, cuando todaví a no amanecí a, se ha dado una ducha rá pida, ha preparado el maletí n de mano con la seguridad que só lo se obtiene habiendo viajado tantas veces y, tras besar a su esposa en la frente con delicadeza para no despertarla, ha tomado un jugo de naranja en la cocina y partido de prisa rumbo al aeropuerto, dá ndose tiempo, sin embargo, para detenerse un instante y dejarle, sobre la mesa del comedor, una nota a Zoe: «Cuí date. Regreso pasado mañ ana. Te voy a extrañ ar. » Ella finge dormir cuando su esposo se alista en el bañ o, la besa en la frente, desayuna de pie en la cocina y sale con apuro, pero en realidad está despierta, esperando el momento que ahora le produce una extrañ a sensació n de alivio y felicidad: el ruido de la puerta de la casa y del motor del taxi que se aleja con su marido. Estoy soltera, piensa Zoe, dá ndose vuelta en la cama, estirando el brazo por la sá bana donde ha dormido Ignacio. Estoy soltera dos dí as. Qué rico sentirme libre. Ojalá tengas mucho trabajo y te quedes por allá unos dí as má s, Ignacio. Me viene del cielo este descanso. Luego cierra los ojos, piensa en Gonzalo durmiendo a su lado con la espalda desnuda, piensa en ella acariciá ndole la espalda, besá ndosela. Me encantarí a que vinieras a dormir conmigo, piensa, los ojos cerrados, y luego se tiende de costado, la cabeza sobre la almohada arrugada, mirando hacia ese espacio vací o de la cama donde ella imagina al hermano de su esposo, y se queda dormida con la libertad de saber que puede despertar a la hora que le dé la gana.

Despierta muy tarde, casi a mediodí a, y se levanta de la cama con una sonrisa. Ha soñ ado con Gonzalo. Estaban juntos en un auto recorriendo de noche la ciudad. Gonzalo manejaba. Se miraban, sonreí an, sentí an la llamada del deseo, é l la tocaba entre las piernas, por encima del pantaló n blanco, mientras conducí a con lentitud, y ella se dejaba tocar y gozaba. Desde el beso de la otra noche en el restaurante, Zoe ha quedado muy perturbada. No lo ha llamado ni se ha atrevido a visitarlo, pero tampoco ha podido sacá rselo de la cabeza y por eso se ha alegrado secretamente cuando Ignacio le ha dicho que debí a salir de la ciudad un par de dí as en un viaje de negocios. Cuando é l le sugirió que lo acompañ ase, ella declinó con una sonrisa, dicié ndole que era mejor que viajase solo y atendiese sus asuntos con absoluta libertad.

—Los viajes me provocan cada vez menos —mintió.

—A mí tambié n, pero tengo que ir —dijo Ignacio.

Ahora Zoe camina por su casa descalza, con un calzó n blanco y una camiseta gris muy gastada, la ropa que ha usado para dormir, y prepara un café con leche en la cocina y, al ver sus pies sobre el piso de cerá mica, recuerda que a su esposo le irrita verla así, caminando por la casa con los pies descalzos, y puede oí r las palabras que é l seguramente le dirí a si estuvieran juntos: «Ponte unas pantuflas, Zoe. Es de mal gusto caminar con los pies al aire. Es poco higié nico ir pisando la suciedad del suelo. ¿ Qué te cuesta levantarte y ponerte unas pantuflas? No me pondré las aburridas pantuflas de señ ora asquienta que no puede pisar el suelo, piensa Zoe, sonriendo, agradeciendo que su marido esté lejos. Recuerda a Ignacio siempre protegido por unas pantuflas de cuero marró n, forradas con lana por dentro, ya viejas y gastadas, pero que no está dispuesto a cambiar por otras má s nuevas. No hay nada menos sexy que ver a un hombre con medias y pantuflas, piensa Zoe, y se estira en la cocina, con los brazos hacia arriba, dejando ver su ombligo, su barriga lisa, cero grasa. Quiero a un hombre que no tenga asco de ensuciarse los pies. Quiero a un hombre que no tenga asco de ensuciarse conmigo en la cama.

 

En el gimnasio, Zoe detiene de pronto su rutina de trescientos abdominales en series de cien, se levanta sudorosa, coge el celular y aprieta un nú mero que activa la memoria. Escucha con un sobresalto la voz de su cuñ ado en la grabadora y deja un mensaje:

—Soy Zoe. Ignacio ha salido de viaje. Te invito a cenar en mi casa esta noche. Llá mame para decirme sí o no. Ojalá te animes.

Luego de una pausa, se atreve a decir:

—Me encantó verte la otra noche. Me hiciste la noche. Llá mame.

Ha dicho estas ú ltimas palabras con una voz má s sensual. Ha querido decirle: me encantó besarte la otra noche. En eso ha pensado cuando le ha dicho: me encantó verte la otra noche.

Soy una puta, piensa Zoe, cuando corta la llamada, deja el celular y se echa sobre la colchoneta para seguir con la tercera serie de abdominales. No, no soy una puta, se corrige. Soy una mujer, necesito a un hombre que me quiera, que sepa hacerme feliz, y ese hombre no está, ese hombre no es mi marido. Y si mi marido no sabe hacerme feliz, tengo que buscarlo secretamente. Porque no me voy a quedar llorando en mi casa como una idiota. No voy a perder mi tiempo con un psiquiatra aburrido. Ignacio no tiene la culpa de nada. Ignacio es así, cuadrado, el señ or de las pantuflas que odia ver a su esposa caminando descalza, y ni yo ni nadie lo vamos a cambiar. Yo no estoy enamorada de é l. Si lo estuviera, aunque fuera un poquito, no me alegrarí a tanto cuando sale de viaje. La felicidad que he sentido esta mañ ana en la cama cuando he oí do que se alejaba en el taxi es una señ al clarí sima de que mi marido me aburre a morir. Y yo tampoco tengo la culpa de que Ignacio tenga un hermano guapí simo, mucho má s interesante que é l, y que ese hermano me tenga unas ganas locas. ¿ Qué culpa tengo yo? Ninguna. Es mi destino. Y no me voy a correr de mi destino. Yo necesito un hombre que me haga sentir de nuevo, que me saque de este letargo atroz, y si ese hombre es Gonzalo, mi cuñ ado, y é l es feliz coqueteando conmigo, y el bueno de Ignacio no se entera de todo esto, pues así será. No soy una puta, se corrige Zoe: soy una señ ora abandonada que necesita un poquito de amor y no tiene pudor en confesar que se siente sexualmente descuidada y quiere tirar rico. Y para eso tengo que verme estupenda, añ ade, y comienza una cuarta serie de abdominales, flexioná ndose con dolor porque ya siente la fatiga en los mú sculos de la barriga, pero pensando que debe lucir perfecta para é l.

Despué s de ducharse y vestirse, Zoe advierte que tiene un mensaje en el telé fono. Aprieta el botó n con algú n desasosiego. Tiene miedo de que Gonzalo le diga que no puede cenar con ella porque ya ha hecho otros planes para esa noche. No ignora que é l sale con Laura y suele conocer mujeres a las que seduce sin esfuerzo. Si me dices que no puedes venir, me voy a sentir como una cucaracha, piensa, cuando aprieta el botó n y se dispone a oí r el mensaje:

—Hey —escucha la voz de Gonzalo, y se alegra, y encuentra sexy esa voz adormecida, somnolienta.

Qué mala suerte que me llamase cuando estaba en la ducha, piensa. Eso me pasa por quedarme media hora en la ducha. A Zoe le encanta ducharse largamente en agua caliente. Se relaja, se mima, se acaricia como le gustarí a que otro la tocase. No comprende có mo Ignacio puede detestar bañ arse en agua caliente. Le parece absurdo que é l prefiera darse un bañ o rá pido, en agua frí a, incluso cuando madruga y el clima está helado como esa mañ ana.

Zoe no cambia su ducha en agua caliente por nada en el mundo. Cuando era niñ a, tení a que darse un bañ o muy rá pido, no má s de tres minutos, porque el agua caliente debí a alcanzar para sus padres y, como el calentador era muy pequeñ o, se acababa pronto y luego su padre se quejaba de que no le habí an dejado agua caliente. Por eso Zoe, cuando su marido construyó la casa en la que ahora viven, puso é nfasis en que el calentador de agua debí a ser lo suficientemente espacioso como para que ella pudiese darse duchas de una hora en agua hirviendo, capricho que, por supuesto, le fue complacido.

—Qué rico despertar y oí r tu voz —continú a el mensaje de Gonzalo—. Gracias por la invitació n a cenar. Hace tanto tiempo que no voy a tu casa. Será un placer, por supuesto.

Menos mal, piensa Zoe y sonrí e. Te adoro, Gonzalo. No podí as fallarme. No podí as dejarme sola. Eres el mejor cuñ ado del mundo.

—Llá mame cuando puedas y dime a qué hora quieres que vaya y si quieres que te lleve algo —añ ade é l—. De repente quieres que te cocine el postre —bromea. Luego deja pasar un par de segundos y agrega—: Tengo un par de ideas buení simas para el postre.

Lo dice con una voz traviesa, como jugando, y Zoe se rí e al pie del telé fono y piensa: eres un cabró n, Gonzalo, có mo te gusta jugar conmigo.

—Voy a estar acá pintando —termina é l—. Llá mame. Sorpré ndeme otra vez.

Lo ha dicho con un tono có mplice y cariñ oso que le arranca una sonrisa a Zoe. Ella no puede evitar coger el telé fono y llamarlo de inmediato.

—Soy Zoe. ¿ Está s ahí?

—Hey —se apresura en contestar Gonzalo.

—¿ No interrumpo? ¿ Ya está s pintando?

—Estaba desayunando.

—Ya es hora de almorzar, dormiló n —se rí e ella—. ¿ Qué está s comiendo?

—Un plá tano y una manzana.

—¿ Só lo frutas de desayuno?

—Só lo frutas.

—¿ Ni una tostadita con mantequilla y mermelada?

—Ni una.

—¿ Te encantan las frutas, ah?

—Me encantan.

—Entonces a la noche cenaremos plá tanos y manzanas. Rí en.

Con Ignacio no puedo reí rme así, piensa ella. Si le hago una broma como é sa, se enfada, me regañ a.

—Suena divertido —dice Gonzalo—. Pero no tienes que cocinar nada. Podemos pedir algo. Má s fá cil.

—No —dice ella—. Me apetece cocinar.

No se atreve a decir: me apetece cocinar para ti. Pero eso es lo que piensa.

—Genial —dice é l—. ¿ Quieres que lleve algo?

—Nada. Tú me bastas. Yo me ocupo de la comida.

—¿ No quieres que te lleve un postre?

—No, no te preocupes.

—¿ Segura?

—Segura. Yo, feliz de cocinar. —Luego se sorprende de decirle esto a su cuñ ado—: Tú só lo ponte guapo y ven puntual.

—¿ A qué hora quieres que vaya? —se rí e é l.

—No muy temprano. No quiero correr. ¿ A las diez está bien?

—Perfecto. Nos vemos a las diez.

—¿ Vas a venir en taxi?

—Sí, claro. ¿ Quieres que vaya corriendo?

—No —rí e ella—. Pero si quieres, paso a recogerte.

—No, gracias. Prefiero ir en taxi.

—¿ Vas a saber llegar?

—Claro. Perfectamente. Tan tonto no soy.

—Es que no vienes hace siglos.

Y yo tampoco me vengo hace siglos, piensa Zoe.

—No te preocupes. A las diez en punto estaré allí. Tú tambié n ponte guapa.

—Trataré —sonrí e ella.

—Oye, Zoe.

—Dime.

—¿ Cuá ndo vuelve Ignacio?

—Pasado mañ ana.

—¿ Segura?

—Segurí sima.

—No quiero sorpresas. ¿ No es muy arriesgado vernos en tu casa?

—No. No te preocupes. No pasa nada. Ademá s, eres mi cuñ ado. Es normal que te invite a cenar.

—Sí, claro —se rí e Ignacio, y a ella le gusta que se rí a así, con un cierto cinismo.

—A las diez, entonces.

—Ahí estaré.

—Pinta bonito.

—Pintaré pensando en ti.

Zoe cuelga el telé fono, corre a su dormitorio, se tira en la cama y grita felicí sima:

—¡ Te adoro, Gonzalo!

Luego se preocupa, mirando hacia su closet:

—¿ Qué me pongo a la noche? ¿ Qué voy a cocinar?

Hací a tiempo que no me alegraba tanto, piensa, echada en su cama, sintié ndose de nuevo una adolescente.

 

Suena el timbre. Zoe siente un sobresalto, una excitació n que habí a olvidado. Mira el reloj. Son las diez y cuarto de la noche. Casi puntual, piensa, y corre a abrir la puerta. Antes se detiene a mirarse en el espejo de la sala. Se ha puesto un vestido negro, muy ceñ ido, que termina en los muslos, encima de las rodillas, y deja ver sus piernas bien trabajadas en el gimnasio. Lo ha elegido porque se siente sexy en ese vestido y porque su esposo le ha rogado que no lo vista nunca, alegando que es demasiado atrevido y que parece una copetinera. É sa fue la palabra que usó Ignacio meses atrá s y que ella no ha olvidado: «Quí tate ese vestido de copetinera, ponte algo decente. » Ahora Zoe se mira en el espejo y sonrí e con una cierta coqueterí a. Me gusta verme como una copetinera, piensa. Tengo alma de copetinera. Quiero ser tu copetinera esta noche, Gonzalo. Quiero que me mires las piernas mientras comemos, que te excites mirá ndome como ya no se excita mi marido.

Zoe ha pasado la tarde entera en la cocina, preparando la cena con ilusió n. No ha querido comprar la comida pieparada, como acostumbra a comprá rsela a su esposo, en la tienda cercana, donde ya le conocen sus gustos y caprichos. Pensando en Gonzalo, en complacerlo, le ha provocado cocinar. Camino al supermercado, conduciendo su auto, se ha sorprendido al oí rse cantar, como una quinceañ era, alguna canció n de la radio. Ha comprado la comida y las bebidas preguntá ndose qué le gustará má s a Gonzalo, có mo disfrutará mejor la cena, qué cosas le hará n feliz al comer. Hací a mucho tiempo que no la pasaba tan bien en el supermercado, ha pensado, eligiendo los quesos, las galletas, el jamó n serrano. Al volver a casa, ha encendido la mú sica a un volumen alto para sentirse inspirada —y no ha querido poner un disco, pues ha preferido una estació n de la radio donde suelen programar canciones de moda—, se ha puesto un mandil que no vestí a hací a mucho tiempo —tanto, que ya no recuerda la ú ltima vez que lo usó —, y se ha encerrado en la cocina a preparar la cena. Al tiempo que cocinaba, ha bailado, ha cantado, se ha sentido levemente feliz y despreocupada, el cosquilleo de la ilusió n en el estó mago, la promesa del amor pellizcá ndola. Cocinando para el hombre que desea en secreto, ha vuelto a ser la mujer alegre que alguna vez fue, antes de perderse en la tediosa rutina matrimonial. Cocinando, bailoteando, canturreando, Zoe ha recordado lo que hací a tanto tiempo no sentí a, la felicidad de sentirse enamorada. Pero, por momentos, ha intentado reprimirse, recordando que el hombre para el que cocina es un hombre prohibido, su cuñ ado, el hermano de Ignacio.

No seas tonta, se ha dicho. Piensa. No te enamores. Es un amor imposible. Es tu cuñ ado. Nunca te atreverá s a dejar a Ignacio por é l. Nunca te atreverá s a decirle a nadie que te has enamorado de Gonzalo. Se te caerí a la cara de vergü enza. Te sentirí as un asco. Es un amor imposible, Zoe. Piensa. No te acuestes con é l esta noche, que las consecuencias será n graves. Coquetea, juega, dé jate besar, pero no permitas que pase nada má s. Gonzalo querrá llegar hasta el final. Pero tú debes mantener el control, no pasarte del lí mite. Disfruta la cena, permí tete una aventurilla, bé salo todo lo que quieras, pero no hagas el amor con é l. No seas tan loca, Zoe. No seas tan puta. Si te acuestas con é l, te vas a arrepentir.



  

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