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Libros Tauro 7 страница



—Gonzalo —dice Zoe, en voz baja, cuando se pone al telé fono, y al decir el nombre de su cuñ ado ha sentido un oscuro placer—. Qué sorpresa. Te hací a pintando a estas horas.

—No puedo —dice é l, aliviado de sentir esa voz cá lida y saber así que Zoe no está molesta por la llamada que le hizo la otra noche, borracho—. Só lo querí a saludarte y disculparme.

—¿ Disculparte de qué? —se sorprende ella.

—De la llamada que te hice. Habí a tomado mucho. Se me fue la mano.

—No seas tontito —dice Zoe, y disfruta dicié ndole esa palabra, tontito, porque se la ha dicho con un cariñ o que le sorprende—. ¿ Y por qué no puedes pintar?

—No sé, estoy muy tenso —responde Gonzalo, mientras camina lentamente, el telé fono inalá mbrico en el oí do derecho.

—¿ Por qué? —pregunta Zoe, sentada en una silla negra, giratoria, frente a la pantalla del ordenador, en su escritorio.

—Tú sabes por qué.

Zoe se eriza un poco al oí r esas palabras, pierde el control un instante y por eso calla.

—No podemos —alcanza a decir.

Se pone de pie y camina a su dormitorio.

—Yo sé —dice Gonzalo, y, derrotado, se tiende en el piso, sobre una alfombra de paja—. Pero no puedo dejar de pensar en ti.

—Eres tan lindo —dice Zoe, y se sorprende de haberlo dicho, y piensa que a su esposo no le ha dicho eso en añ os—. Pero no podemos, Gonzalo.

No podemos porque no te atreves, cobarde, se dice a sí misma. No podemos pero queremos. ¿ Y cuá l es la diferencia entre querer hacerlo y atreverse a hacerlo? La diferencia está en tener coraje. Pero yo no tengo coraje para irme a la cama contigo, Gonzalo. Me muero de miedo. Si Ignacio me descubriera algú n dí a, mi vida serí a una mierda.

—¿ Qué estabas haciendo? —pregunta é l.

—Estaba en la computadora, escribié ndole a una amiga —dice ella, y se echa en su cama sobre un edredó n de flores, el telé fono sujetado entre su hombro derecho y su boca, las manos libres—. ¿ Tú?

—Nada. Tratando de pintar. Pensando en ti como un luná tico. ¿ Dó nde está s ahora?

—En mi cuarto.

—¿ En tu cama?

—Sí. ¿ Y tú?

—Tirado en el piso. Así me tienes, Zoe. Tirado en el piso. Zoe se rí e.

—Eres un loco —dice.

Ya me habí a olvidado de lo que es reí rse con un hombre, piensa. Con Ignacio nunca nos reí mos. Nunca.

—¿ Qué tienes puesto? —pregunta é l.

Zoe se ruboriza un poco, pero no le desagrada la pregunta.

—Un pantaló n marró n y una chompita gris. Hace frí o por acá.

—Toda una señ ora —se burla é l.

—Una señ ora aburrida —sonrí e ella—. ¿ Y tú?

—¿ Yo, qué?

—¿ Qué tienes puesto?

No podemos pero te gusta jugar, piensa é l, animado.

—Vaqueros negros ajustados y una camiseta negra viejí sima que seguro que apesta, pero yo no me doy cuenta porque huele a mí.

—Me gustarí a olerla —se atreve ella—. No creo que apeste.

Hay un silencio breve que ninguno se anima a romper. Es el momento en que retroceden o siguen el juego.

—¿ De qué color es el calzó n que llevas puesto?

—Blanco. Só lo uso blanco, salvo cuando estoy con la regla, que me pongo calzones negros.

—Te arrancarí a el calzó n con rni boca.

—Gonzalo —dice ella, como un reproche dé bil, sin convicció n, y siente un cosquilleo cá lido, un estremecimiento—. No podemos.

Pero sí podemos jugar por telé fono, piensa, y pregunta:

—¿ Está s excitado?

—Claro. ¿ Y tú?

—Un poquito. ¿ Se te ha parado?

—Sí. La tengo dura.

—Me gustarí a verla.

—Cuando quieras. Ven ahora. Hacemos lo que tú quieras.

—No puedo. No me atrevo.

—No seas cobarde. No va a pasar nada.

—No podemos, Gonzalo.

—¿ Está s mojada?

—Un poquito.

Estoy mojada como nunca me mojo con tu hermano, piensa. Estoy mojadí sima pensando en ti.

—Tó cate —dice é l—. Quiero que te toques.

—Mejor no.

—Tó cate.

—No me gusta tocarme.

—Á brete el pantaló n.

—Espera, voy a cerrar la puerta.

Zoe se levanta, cierra la puerta del dormitorio, regresa a la cama y mira el telé fono esperá ndola. Qué está s haciendo, piensa. Cuelga. Cuelga ahora mismo. No sigas este juego, que va a terminar mal.

—Acá estoy —dice, y se echa en la cama.

No ha podido darle la espalda a Gonzalo. Es só lo su voz. Es só lo un juego, piensa.

—Bá jate el pantaló n —dice é l.

—Ya —obedece ella—. Tú tambié n.

—Ahora chú pate un dedo y tó cate.

—No, Gonzalo. No puedo.

—Piensa que soy yo. Piensa que es mi mano.

—¿ Te está s tocando? —pregunta ella.

—Todaví a no. ¿ Quieres?

—Sí, tó cate.

—Ya.

—¿ La tienes dura?

—Sí.

—¿ En qué piensas?

—En ti. En que está s acá, en mi cama, y estamos tirando delicioso. Ahora tó cate tú.

—Me estoy tocando. Há blame. Dime qué piensas.

—Estoy adentro tuyo. Veo tu cara. Está s gozando. Hace tiempo que no tiras tan rico.

—¿ Me gusta?

—Te encanta.

—¿ Y a ti te gusta?

—No sabes có mo, Zoe. Quiero tirar contigo. Quiero comerte con mi boca. Quiero que grites cuando te vengas.

—Sigue, Gonzalo. Sigue.

 

Despué s de un largo dí a de trabajo, ya de noche, Ignacio regresa a su casa conduciendo la camioneta de doble tracció n, aprieta el control automá tico y abre la puerta corrediza de la cochera. Ha manejado casi cuarenta minutos desde el banco, ubicado en el centro de la ciudad, hasta esa zona privilegiada de los suburbios donde ha elegido vivir con su mujer. Echa de menos, al bajar de la camioneta, a un perro que lo saluda moviendo la cola, pero Zoe fue muy clara en decirle, antes de que se casaran, que no querí a animales en su casa y é l prometió que así serí a. Nada má s entrar en su casa, se quita los zapatos, busca a su mujer que está escribiendo en la pantalla del ordenador, le da un beso en la frente y, como si tuviera prisa, lava sus manos con minuciosidad, se desviste, tirando sobre la cama el traje negro, la camisa blanca y la corbata a rayas, y se pone encima un buzo azul y unas zapatillas con rayas fosforescentes, listo para ir al gimnasio a cumplir su rutina diaria. Sabe que Zoe no lo acompañ ará porque ella prefiere ir al gimnasio en las mañ anas, cuando é l está en el banco, y en cierto modo prefiere que así sea, pues le gusta ejercitarse a solas, atento a las noticias, sin hablar con nadie, a diferencia de su mujer, que, cuando va al gimnasio con é l ciertos fines de semana, conversa sobre cualquier cosa mientras suda en las má quinas que la señ ora de la limpieza ha dejado impecables. En la cocina, Ignacio bebe una limonada helada, come dos plá tanos, cuatro granadillas y un melocotó n con miel de abejas, se enfada con su esposa al ver que ella ha olvidado comprar la mermelada de higos que le encanta pero no dice nada porque quiere llegar relajado y de buen humor al gimnasio —aunque piensa: tu ú nica responsabilidad es llevar los asuntos de la casa y no eres capaz de cumplirla bien, ¿ o acaso es tan difí cil recordar que no deben faltar en la refrigeradora mi mermelada de higos y de saú co, que tú sabes que me hacen muy feliz? — y sale al jardí n pensando que el hecho de que Zoe se olvide de esas cosas, de esos pequeñ os caprichos suyos, no es casual, pues revela que ya no se preocupa, como antes, en hacerlo feliz, en sorprenderlo con detalles mí nimos pero significativos, algo que, se dice, tampoco deberí a alarmarlo, pues es normal que un matrimonio se desgaste con el tiempo y cada uno se concentre má s en sus cosas que en las del otro. Ya en el jardí n, con una botella de agua en la mano, Ignacio recoge del cé sped una manguera verde, abre el cañ o y riega las plantas. Me hace tanto bien regar el jardí n, piensa, relajado, echando agua sobre las plantas, gozando en silencio de ese instante de absoluta calma. Ignacio es un hombre de rutina y regar las plantas de noche, al llegar del banco, es un momento infaltable en las actividades diarias. No le toma má s de quince minutos, pero es un pedazo de su dí a del que disfruta mucho y no está dispuesto a sacrificar. Incluso cuando llega tarde y cansado, se da un tiempo para salir al jardí n y echarle agua. Ahora, enfundado en ropa deportiva, cerca de la piscina iluminada, Ignacio se distrae disparando un dé bil chorro de agua hacia las palmeras que crecen en las esquinas y sigue con la mirada una luz distante en el cielo, la trayectoria de un avió n que desciende. Es una suerte estar acá, regando mi jardí n, y no metido en ese avió n, piensa. Cada dí a me interesa menos viajar. Es tan rico estar en mi casa, gozar de estos pequeñ os momentos de paz en los que no suena ningú n telé fono, nadie me interrumpe y puedo hacer lo que me da la gana. No muy lejos, desde la ventana del dormitorio, Zoe lo observa. Ve a un hombre aburrido, esclavo de su propia rutina, incapaz de salirse un momento del guió n que ha trazado para sí mismo. Ve a un señ or ensimismado, encerrado en sus asuntos menudos. Es feliz cuando está solo, piensa. Es feliz cuando no está conmigo. Trata de estar conmigo el menor tiempo posible. Llega a casa con ilusió n de regar las plantas, no de besarme y llevarme a la cama. Les habla a sus flores con má s cariñ o que a mí. Mi esposo se ha convertido en un zombi. Deambula. No tiene iniciativa, no es capaz de salirse de la rutina. Sé perfectamente lo que hará desde ahora hasta el momento en que cierre los ojos y se quede dormido. No se puede vivir así. Esto no es vida. Porque lo peor es que yo tambié n disfruto mucho má s estando sola que con é l. Cuando recié n nos casamos, me encantaba sentir que Ignacio llegaba del banco, está bamos juntos todo lo que podí amos. Ahora no me provoca salir al jardí n a conversarle. Prefiero dejarlo solo. Que sea feliz.

 

Una vez que termina de regar el jardí n, Ignacio entra al gimnasio, enciende las luces y el televisor y, tras estirarse un poco, flexioná ndose hasta tocar las puntas de sus zapatillas con las manos, sube a la má quina para correr, programa media hora a la velocidad de siempre y empieza a moverse sobre esa faja que se desliza bajo sus pies. Procura no pensar en nada que pueda ensombrecer su á nimo, romper la armoní a de oí r su respiració n pareja, saludable. Mantiene su mente en blanco, ni siquiera sigue las noticias del televisor, só lo se concentra en sus movimientos y su respiració n, piensa en nada, goza de su propio cuerpo, de sentirse con energí a, en buena forma. La mejor revancha contra los envidiosos es mantenerse joven y saludable, recuerda. hora en el jardí n y el gimnasio no se la doy a nadie. Esa mí a. Es mi hora de absoluto egoí smo. Me hace tanto bien. Mientras tanto, en la cocina, Zoe alista la cena que, como todas las tardes, ha comprado en una tienda exclusiva cerca de casa. Zoe no cocina. Le aburre cocinar y ademá s se ha sabido desde joven sin ningú n talento para esos quehaceres. Podrí a contratar a una cocinera, pero le molestarí a la presencia de esa intrusa en su casa. Ya bastante le disgusta tener, a ciertas horas del dí a, a la señ ora de la limpieza. Zoe goza estando sola en su casa y por eso se ha acostumbrado a comprar la comida preparada en un lugar exquisito donde ya conocen sus gustos y los de su marido. Aunque ella no comerá má s que una ensalada verde y una fruta de postre, sabe que Ignacio es feliz sentá ndose a una mesa bien puesta, con mantel fino y cubiertos de plata, y cenando con la compostura en que fue educado. Por eso, resignada, se ocupa de tener todo en orden para la cena. No es má s complicado que poner la mesa, encender unas velas y calentar la comida en el horno a microondas, pero Zoe cumple esa tarea con una cierta pesadumbre, pensando en que, por una sola vez en la vida, serí a divertido que Ignacio pusiera la mesa o, mejor aú n, cenaran en la cama viendo televisió n.

Qué estará haciendo Gonzalo, piensa ella, mientras abre la nevera y saca la comida de su esposo. Estará en la calle, comiendo en algú n bar animado. Son tan diferentes cuando comen. Gonzalo se mete la comida como si tuviera una hambre de tres dí as. Come con pasió n. Es un placer verlo comer. Ignacio, en cambio, come con una lentitud que me exaspera. Parece como si midiera las calorí as de cada bocado. Se demora siglos en masticar. Es tan absolutamente atildado y perfecto para cenar. Se preocupa má s de tener buenos modales que de disfrutar de la comida. Estoy harta de los buenos modales. Quiero cenar con un hombre tosco, con malos modales, que se chupe los dedos y eructe, que se apure pensando en que despué s me comerá a mí, no como Ignacio, que se demora tanto en la cena que esta noche deberí a sentarme a la mesa con una almohada. Dios, es todo tan lento con Ignacio. Yo acabo mi ensalada en tres minutos y luego hay que mirarlo comer como el señ orito de los modales perfectos. Un dí a le voy a dejar en la mesa un pan con queso y un plá tano pelado, a ver qué pasa, có mo reacciona. No todo en la vida tiene que ser perfecto, Ignacio, piensa Zoe, y extiende bien el mantel a cuadros para que no queden arrugas.

 

Despué s de darse una ducha rá pida en agua tibia tirando a frí a —pues le disgusta bañ arse en agua caliente y sentirse luego como adormecido—, Ignacio se abriga en su ropa de dormir, un pantaló n y una camisa de algodó n, viste encima una bata gruesa, cubre sus pies con dos pares de calcetines —una costumbre que su mujer encuentra muy desagradable, y es que ella, incluso cuando hace frí o, prefiere no usar medias— y se dirige a cenar al comedor, una mesa alargada de caoba, con un candelabro al centro, y ocho sillas, seis en los lados y dos en las cabeceras. Antes de sentarse en la cabecera má s cercana a la cocina, enciende una estufa para calentarse los pies. Ignacio suele quejarse de que el frí o se le mete por los pies y por eso duerme con doble media y cena al lado de una estufa. Zoe piensa que son caprichos de viejo y que nada le pasarí a si se sacara esas medias de lana y apagase la estufa. Pero ya no da la batalla. Se ha cansado de decirle que ponerse doble media es una costumbre poco higié nica y desagradable. Sabe que su marido no le hará caso y seguirá pensando que debe mantener calientes sus pies para protegerse de los resfrí os que, a pesar de todos sus cuidados, lo asaltan con frecuencia. Yo me resfrí o má s fá cilmente que tú, suele defenderse Ignacio cuando su esposa le dice que eso de cenar con dos pares de calcetines y estufa le parece una payasada. No tenemos la misma temperatura, dice é l. Yo aguanto el frí o mucho peor que tú. Todo el dí a llevo los pies congelados. Si no me abrigara los pies, vivirí a resfriado. Pero igual vives resfriado, piensa Zoe, y no se lo dice, calla, porque sabe que no podrá cambiar esas maní as de su esposo. Como sabe tambié n que debe cenar ahora soportando esa mú sica gregoriana que ha puesto Ignacio y que ella encuentra tan absolutamente deprimente. Esta casa parece un monasterio, piensa, comiendo su ensalada verde, procurando inú tilmente hacer oí dos sordos para no hundirse en la solemnidad religiosa de esa mú sica que su marido ama y ella abomina. Quiero escaparme de este convento, piensa. Mi marido es un monje. Ignacio, entretanto, le hace algunas preguntas má s o menos previsibles —¿ qué tal tu dí a?, ¿ qué sabes de tus padres?, cué ntame novedades de tus amigas, ¿ adó nde quieres viajar en mis vacaciones?, ¿ en qué has pensado gastar la plata que te regalé? — y ella las contesta de la manera amable y sumisa que é l espera. Pero mientras habla como la esposa atenta que aborrece ser, su cabeza está en otra parte. Piensa en lo que hará cuando Ignacio se levante, le dé un beso agradecié ndole por esa cena tan rica y se dirija a la cama. Tolera el tedio de esa rutina conyugal porque se enardece secretamente tramando su pequeñ a venganza. La ejecuta, en efecto, con placer: cuando Ignacio se retira del comedor, Zoe camina hacia el equipo de mú sica, saca el disco gregoriano que ha odiado la ú ltima media hora, lo lleva a la cocina, lo introduce en el horno microondas, cierra la pequeñ a puerta y aprieta el botó n de un minuto. Ve las chispas que saltan del disco y su sonrisa reflejada en la puerta del horno.

 

Aunque sabe que no está enamorado de ella, necesita verla. Le tiene cariñ o, la extrañ a como amante, sabe que la ha lastimado y quiere pedirle disculpas. Gonzalo bebe una copa en la barra de un bar cercano a su casa. Se ha prometido beber só lo esa copa. No quiere volver a perder el control. Recuerda que cuando se pasa de tragos se pone mal y al dí a siguiente agoniza. Está satisfecho porque ha podido pintar toda la tarde. El bar todaví a no se ha llenado de gente, es temprano y mejor así para é l, porque puede beber tranquilamente y conversar con el muchacho que le sirve los tragos al otro lado de la barra, un chico que sueñ a con hacer mú sica y grabar un disco. Gonzalo no ha querido llamarla porque, si bien desea verla y pedirle perdó n por la otra noche, tiene miedo de seguir hacié ndole dañ o. Ella quiere un compromiso formal y é l no se atreve a mentirle en ese punto porque quiere preservar su libertad. Pero está triste. La echa de menos. Imagina a ella má s triste todaví a y eso lo pone mal. Se siente culpable. La cagué, piensa. Soy un huevó n. No debí tratarla tan mal. Despué s de todo, es una niñ a y está enamorada. Si se preocupa por tener una relació n má s formal conmigo es porque me quiere. Necesito saber que está bien. No quiero hacerle dañ o a una mujer má s.

Gonzalo suele ponerse melancó lico cuando bebe una copa y esta noche no es la excepció n. Detrá s de su apariencia de hombre duro y solitario, esconde una cierta ternura que ahora lo asalta en esa barra que ha elegido porque sabe que ella no aparecerá allí. Le pide el telé fono a su amigo, el chico que quiere ser mú sico y sirve los tragos, y la llama, tragá ndose el orgullo, humillá ndose un poco porque le gustarí a ser má s fuerte, saber llevar mejor la soledad, pero no puede, y en eso tambié n se siente disminuido cuando recuerda a Ignacio, pues no ignora que su hermano resiste la soledad y el infortunio con má s firmeza que é l. Si no fuera así, yo no serí a un pintor, piensa. Soy jodidamente dé bil y sensible en las cosas del corazó n. Me gustarí a ser má s cí nico pero no puedo. Necesito hablar con ella y decirle que, a pesar de todo, la extrañ o.

Laura contesta al segundo timbre. Má s que una voz triste, la suya parece apurada.

—Soy Gonzalo —dice é l—. ¿ Puedes hablar?

—Sí —dice ella—. Vengo saliendo del ensayo.

—¿ Có mo te fue?

—Muy bien.

Gonzalo advierte que ella mide sus palabras, trata de mantener una cierta distancia, pero tambié n que no parece guardarle rencor. No está molesta, quiere verme, pero se hace la molesta, piensa. Es normal. La cagué.

—No me puedo perder el estreno —dice—. Iré de todas maneras.

Sabe que es la mejor manera de disculparse y decirle que, a su manera, la sigue queriendo y no desea perdera de vista. Sabe que Laura se emociona cuando la toman en serio como actriz. No hay manera má s segura de hacerla feliz que dicié ndole lo gran actriz que es, piensa.

—Ojalá puedas venir. Me encantarí a —dice Laura, con una voz má s animada.

—¿ Có mo se te ocurre que me perderí a tu estreno? —trata de sonar risueñ o Gonzalo—. Iré aunque no me invites.

—Qué bueno —dice ella, y guarda silencio, como alejá ndose un poco.

—Me gustarí a verte —dice é l, y hace señ as al chico del bar para que le sirva otra copa, y mueve la pierna derecha con una especie de temblor nervioso, como un tic.

—No sé si me hace bien seguir vié ndote, Gonzalo. Yo tambié n quiero verte, pero estoy tratando de olvidarte.

Gonzalo no tolera bien la idea de que una mujer que lo ha amado consiga olvidarlo. Le recuerda demasiado a Mó nica, que lo dejó cuando menos se lo esperaba, y le duele. Pase lo que pase con Laura, no quiere que ella lo olvide.

—La cagué la otra noche —dice, y lo siente de veras—. Me porté como un patá n. Lo siento.

—Pero me dijiste la verdad y tengo que aceptarla aunque me duela —dice ella, con una cierta resignació n que é l encuentra digna—. Quizá s deberí amos tratar de ser amigos.

—Me gustarí a verte, Laura.

—A mí tambié n me gustarí a hablar contigo. No quiero que estemos peleados. Todo se me hace má s difí cil. Tú sabes lo importante que eres para mí.

—Necesito verte. Te extrañ o. Quiero verte ahora mismo. ¿ Puedes?

—Estoy camino a mi casa. Quiero ducharme y cambiarme. Si quieres, nos vemos luego.

Acuerdan encontrarse en el bar donde Gonzalo acaba de romper su promesa, probando la segunda copa y hacié ndole un guiñ o de agradecimiento al chico de la barra. Laura prefiere no ir al taller —tiene miedo de que la lleve a la cama sin decirle una palabra y que no pueda resistirse, piensa Gonzalo, cuando ella le dice que mejor se encuentran en la calle— y para é l no es una opció n visitarla, porque ella vive con sus padres y en esa casa no tendrí an privacidad. Gonzalo devuelve el telé fono al chico del bar y le pregunta cuá nto debe por la llamada, pero su amigo se rehú sa a cobrarle y dice que la segunda copa va por cuenta suya, para celebrar la reconciliació n con Laura.

—No sé qué hacer con ella —le confiesa Gonzalo—. La quiero, no me gustarí a perderla, pero tampoco me atrevo a comprometerme formalmente y decirle que nos vamos a casar, y ella se molesta por eso. No sé qué hacer.

—Mié ntele un poco —dice el chico del bar, con una sonrisa maliciosa. Es un muchacho delgado, de pelo oscuro y nariz afilada, y está vestido todo de negro porque suele decir que un mú sico verdadero só lo deberí a vestirse de negro—. Dile lo que quiere oí r.

—Eres un cabró n —se rí e Gonzalo—. Ustedes, los chicos de ahora, son todos unos cí nicos hijos de puta. Yo no sé mentir tan bien. No tengo cara dura para mentir.

—Ensaya conmigo —se rí e el chico de la barra—. Dile que es el amor de tu vida, que no puedes vivir sin ella y que en un añ o, si todo va bien, se casan. Con eso ganas tiempo y apagas el incendio. Porque eso es lo que quieres, ¿ no? ¿ Seguir tirando con ella y no amarrarte?

—Sí. No sé estar solo. Por ahora, la extrañ o. Me gusta el sexo con ella. Es fantá stica. Pero de matrimonio, no quiero ni hablar.

—Dile que en un añ o se casan, si todo va bien. Hazme caso. Mié ntele un poquito.

—Eres un canalla —rí e Gonzalo, y piensa que no es mala idea ganar tiempo con una mentira.

—Dí melo a mí. Ensaya. Dilo con convicció n. Que no se note que es una mentira para salir del paso y llevá rtela a la cama.

—En un añ o nos casamos, mi amor —dice Gonzalo, falseando la voz, hacié ndola cursi y afeminada, y rí en los dos.

—Si todo va bien —añ ade el chico del bar—. Te faltó decir: si todo va bien. É se es tu seguro de vida. Cuando le digas que no te casará s con ella, tienes que recordarle esas palabras.

—Eres un pá jaro de mal agü ero —dice Gonzalo, y mira a ese chico con cariñ o, porque le recuerda a sí mismo. Yo, a tu edad, estaba tan perdido como tú, piensa, pero en el fondo sabí a que só lo la pintura me salvarí a del caos que era mi vida, y por eso me gusta que sueñ es con ser mú sico—. Deberí as tener un programa de consejos sentimentales en la televisió n. Ganarí as dinero.

—Yo no quiero ganar dinero —dice el chico de la barra, con una seriedad que sorprende a Gonzalo—. Yo quiero grabar mi disco.

—Lo vas a conseguir, no te rindas, sigue tratando —dice Gonzalo, y al decir esas palabras piensa que tal vez el chico de la barra no se ha enamorado nunca, porque suele ser muy cí nico para hablar de mujeres, y piensa luego que tal vez ni siquiera le gusten demasiado las mujeres.

 

Media hora má s tarde, cuando Gonzalo ha bebido ya tres copas y no se enorgullece de esa debilidad de su cará cter —pues sabe que despué s de la segunda copa corre el riesgo de ponerse un poco violento—, Laura llega al bar y é l, desde la barra, la mira y se queda asombrado de ver lo guapa que está con esos pantalones ajustados y esa casaca de cuero negra que era suya y é l le regaló. Si se ha puesto mi casaca de cuero es porque sabe que esta noche nos vamos a acostar juntos, piensa, sonrié ndole. Si lleva esa casaca es porque todaví a me quiere y necesita tirar conmigo. Laura só lo se pone cuero encima cuando está caliente. Me alegro. Por eso estamos juntos, despué s de todo. Porque nos encanta tirar.

—Qué bueno que viniste —dice Gonzalo, y la abraza.

—Sí, qué bueno verte —dice ella, y se lo dice al oí do, con dulzura, demorando el abrazo, y é l siente que no será necesario pedirle muchas disculpas, porque ella está contenta y lo ha perdonado.

Se sientan en la barra, Laura saluda al chico del bar con un beso en la mejilla y pide una copa, mira a Gonzalo a los ojos y é l intenta decirle con la mirada que la desea má s que nunca y que eso, por ahora, deberí a bastar para seguir juntos.

—¿ Has tomado mucho? —pregunta ella.

—Só lo una copa —miente é l—. É sta es la segunda. Pero si quieres tó mala tú y yo me pido una limonada. No quiero tomar má s.

—Mejor —dice ella—. Si no, te pones medio loquito, como la otra noche.

—Me pongo loquito por ti —susurra é l en su oí do, acercá ndose, poniendo una mano sobre las piernas cruzadas de ella.

—Ay, Gonzalo —suspira ella, como sufriendo un poco—. No sé qué hacer contigo.

—Tengo algo importante que decirte —se pone serio é l.

—Dime —dice ella, y parece asustarse un poco.

—He estado pensando en lo que hablamos la otra noche. Te entiendo. Creo que tienes razó n. Podemos pensar en casarnos en un añ o, si todo va bien. Tú eres la mujer que má s he querido. No quiero perderte.

Laura sonrí e, como si no pudiera creer lo que acaba de oí r, lo abraza emocionada y luego busca sus labios y lo besa. Gonzalo no cierra los ojos al besarla. El chico del bar sonrí e con su habitual malicia.

—Te quiero tanto, Gonzalo. No sé qué harí a sin ti. No voy a encontrar a nadie como tú.

Laura ha dicho esas palabras abrazada al hombre que ama como nunca ha querido a nadie y Gonzalo las escucha con un cierto sentimiento de culpa, pues sabe que ella dice la verdad y é l, en cambio, miente.

—Pero hay algo que necesito saber —dice Laura.

—Dime —se aparta Gonzalo, la mira a los ojos y recuerda que no debe decir toda la verdad sino só lo aquella que le convenga má s.



  

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