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Libros Tauro 6 страница



 

Ahora Ignacio saca su celular, marca el nú mero de su hermano y espera con resignació n el mensaje de la grabadora. Todaví a no es mediodí a, debe de estar durmiendo, piensa. No se equivoca. Gonzalo duerme hasta tarde, el timbre del telé fono apagado, y escucha sus mensajes al despertar. Ignacio advierte que una señ ora mayor, al pasar caminando por el pasillo central de la iglesia, rumbo a las bancas má s cercanas al altar, le ha dirigido una mirada adusta, como reprochá ndole que se permita la insolencia de hablar por telé fono dentro de la iglesia. Lo siento, intenta decirle con la mirada, y sonrí e. Luego oye la voz grabada de su hermano y espera la señ al para hablar:

—Despierta, dormiló n. Soy Ignacio. Tengo un dinero para ti que te ha mandado de regalo papá. Quiero dá rtelo. Y quiero darte un abrazo. Perdona el mensaje que te dejé el otro dí a. Sabes que te quiero mucho y que no puedo sentirme bien si estamos peleados. Llá mame al celular. Quiero verte y darte el regalo de papá.

Está bien, piensa, nada má s apretar el botó n del celular que interrumpe la llamada. Le voy a dar un pedazo del dinero que he ganado esta mañ ana. Papá se sentirí a bien. Y a Gonzalo le encantará saber que papá y yo estamos juntos en el banco ganando dinero para que é l pueda pintar con libertad, sin apuros econó micos. Me llamará. Iremos a cenar juntos. Nos reí remos como antes. Bien por eso.

Luego llama a su casa. Zoe contesta con la ilusió n de que sea Gonzalo. Estaba en la cocina hacié ndome un jugo de frutas y ha corrido al telé fono pensando ojalá seas tú, ojalá seas tú. Pero no es é l. Es su marido, una voz que no esperaba oí r a esa hora de la mañ ana.

—Hola, mi amor —dice Ignacio—. ¿ Te interrumpo?

—Qué sorpresa —dice ella, tratando de ser dulce—. ¿ A qué debo este honor?

—¿ Qué estabas haciendo? ¿ Ya fuiste al gimnasio?

—No, todaví a no. Estaba en la cocina, licuando frutas para hacerme un jugo delicioso. Luego voy al gimnasio.

—¿ Ya está s en buzo?

—Sí, lista para sudar. Tú sabes que yo no funciono si no hago mi gimnasia todas las mañ anas.

—Muy bien. Me encanta que te mantengas preciosa.

Para qué, si te aburres en la cama conmigo, piensa ella, pero no dice nada, porque no quiere preocuparlo, prefiere que piense que todo está bien.

—Tengo buenas noticias —dice é l.

—Dime. Sorpré ndeme.

—Acabo de ganar un buen pedazo de dinero en la Bolsa.

—¿ Cuá nto?

Ignacio menciona la cantidad, má s de lo que ella esperaba.

—Fantá stico —se alegra Zoe—. Te felicito. Eres un tigre de la Bolsa.

Ojalá fueras un tigre tambié n conmigo, se lamenta en silencio.

—Tú tambié n has ganado. La mitad de lo que he ganado es tuya. La voy a transferir hoy mismo a una de tus cuentas personales, para que la gastes en lo que tú quieras, en lo que te haga má s feliz.

—Te adoro, Ignacio. Te amo. Eres el hombre má s generoso del mundo.

Zoe dice eso y lo piensa de veras. No deja de sorprenderle la generosidad de su marido, los gestos inesperados de nobleza que tiene con ella.

—Anda pensando en qué vas a gastarte la plata —sugiere é l.

—Lo pensaré en el gimnasio. Me has hecho muy feliz. Gracias, mi principito.

Cuando Zoe está contenta, lo llama así, mi prí ncipe, mi principito. A Ignacio le encanta que ella le diga esas cosas. Corta el telé fono y se siente un hombre feliz. Gracias, Señ or, por estar en mi corazó n y darme amor para que yo pueda hacer felices a los que má s quiero, piensa.

 

Lejos de esa iglesia, Zoe camina por los jardines de su casa, rumbo al gimnasio. Es una mañ ana despejada. En esa zona apacible de la ciudad, apenas si se oye rara vez el motor de un auto, el paso raudo de algú n avió n quebrando el silencio que ella atesora. Piensa que su marido es, despué s de todo, un hombre bueno. Piensa que ese dinero, ya en camino a una de sus cuentas personales, es un regalo estupendo. Se pregunta có mo quisiera gastarlo. Mejor no te cuento có mo me gustarí a gastarme tu regalo, Ignacio. Te darí a un infarto. Me quitarí as la plata. Porque lo ú nico que se me ocurre es invitar a Gonzalo a una playa exó tica, muy lejos de acá, y gozar con é l como no gocé contigo en nuestra luna de miel.

 

Creo que estoy borracho, piensa Gonzalo, al entrar en su taller. Mira el reloj, son pasadas las nueve de la noche. Viene de uno de sus bares favoritos, en el corazó n del barrio bohemio, donde ha bebido vino sin medida, se ha reunido con Laura, ha discutido acaloradamente con ella y se ha marchado con brusquedad. Sabe que no debe tomar má s de tres copas de vino, porque entonces pierde el control y se torna irascible y en ocasiones violento, pero esa noche ha ignorado los lí mites que le conoce a su cuerpo, bebiendo má s alcohol del que la prudencia aconsejaba, y por eso ha peleado con Laura. Como siempre cuando bebe en exceso, Gonzalo ha actuado de un modo tosco y precipitado, irritá ndose con ella por tonterí as y tratá ndola con una violencia de la que ahora, a solas en su casa, se arrepiente, pero no al punto de llamarla y pedirle disculpas. De todos modos, sigue parecié ndole absurdo que Laura insistiera en que debí an vivir juntos y pensar en casarse má s adelante, como le parece inexplicable su terquedad en enrostrarle que si no está dispuesto a casarse con ella en una ceremonia religiosa, segú n manda la tradició n, entonces no deberí an seguir juntos como amantes, pues la relació n carece de futuro.

—Yo no puedo vivir con alguien —le ha dicho Gonzalo—. Yo necesito vivir solo.

—Entonces no me quieres —ha dicho Laura en el bar, má s furiosa que apenada.

—Sí te quiero y tú lo sabes, no digas tonterí as. Pero tambié n quiero seguir pintando, necesito pintar para estar bien, y cuando alguien invade mi casa y rompe mi rutina, dejo de pintar.

—¿ Me está s diciendo que no podrí as pintar si yo viviera contigo?

—Te estoy diciendo que, hasta ahora, só lo he podido pintar cuando he estado solo.

—Si me quisieras de verdad, tratarí as de vivir conmigo y seguir pintando. No creo que sea imposible.

—No. Yo tampoco creo que sea imposible. Pero no me provoca. Quiero pintar tranquilo durante el dí a, sin los problemas domé sticos que trae la convivencia con una mujer, y verte todas las noches, estar juntos. ¿ Cuá l es el problema?

—El problema es que no me quieres lo suficiente, Gonzalo —ha dicho Laura, la voz quebrada, esforzá ndose para no llorar.

—No. El problema es que tú quieres que seamos una pareja perfecta, segú n las jodidas reglas de la sociedad. Que estemos casaditos por la religió n, viviendo juntos, con un gato y un perro, y tu cepillo de dientes en un vasito rosado y el mí o en uno celeste. ¡ Son idioteces, Laura! Me importan tres carajos las formalidades. Yo puedo querer mucho a una mujer y, sin embargo, seguir viviendo solo. Si no puedes entender eso, ¡ no entiendes nada!

—Lo entiendo perfectamente, Gonzalo —se repliega ella—. Entiendo que nunca te vas a casar conmigo y que no me quieres todo lo que yo necesito para estar bien. Me quieres a tu manera, sin comprometerte, dejando siempre la puerta abierta por si te aburres, por si te provoca escapar. Y así no puedo ser feliz. Yo pienso en nuestro futuro como pareja, en formar una familia. Tú, no.

Si bien hablan con virulencia, no alcanzan a gritar, discuten de un modo que pretende ser civilizado, acercando sus rostros para hacerse oí r, moviendo las manos con cierta crispació n. Nadie parece prestarles atenció n en medio del barullo que reina en ese bar pequeñ o, atestado de gente, animado por el estruendo de una mú sica de moda.

—No me jodas con el futuro. El futuro es una mierda. El futuro es una abstracció n. No existe. Todo lo que existe es hoy, ahora, este momento. Y tú está s jodiendo este momento porque te empeñ as en construir tu pequeñ o mundo feliz del futuro. ¡ Al carajo el futuro!

—Eres un irresponsable —dice Laura con cierto desdé n en la mirada—. Un irresponsable y un egoí sta. Só lo piensas en ti.

Gonzalo ha creí do oí r a su hermano mayor, le duelen las palabras de Laura porque las ha escuchado antes, advierte en el rostro de ella una expresió n circunspecta, de superioridad moral, que evoca, muy a su pesar, el aire arrogante de Ignacio cuando le ha dado sermones, y por eso golpea la mesa y levanta la voz:

—¿ Por qué soy un irresponsable? ¿ Porque quiero seguir pinttndo? ¿ Porque me gusta vivir solo? ¿ Porque no quiero casarme ni tener hijos? ¿ Porque me da miedo tener una familia, dejar de pintar y ser un hombre miserable? ¿ Por eso soy un irresponsable y un egoí sta?

—Sí, por eso —se atreve a desafiarlo Laura—. Porque só lo piensas en ti. Porque no me quieres ni la mitad de lo que te quieres a ti.

—Eres una necia. No puedo creer que seas tan necia.

—No me insultes. Si me vas a insultar, mejor vete.

—Yo querí a tirar contigo esta noche. Eso es el futuro para mí: ¡ esta noche! Pero tú prefieres pelear, discutir, mandar todo a la mierda, porque mi visió n del futuro no coincide con la tuya.

—¡ Yo no quiero seguir tirando contigo! ¡ Yo quiero hacer el amor contigo! ¡ Yo quiero acostarme con un hombre que me ama y quiere vivir conmigo el resto de su vida!

Ahora Laura se cubre el rostro con las manos y solloza, pero é l no la consuela y se abochorna de protagonizar esa escena desbordada en medio de aquel bar donde tanta gente los conoce.

—Si quieres a un hombre perfecto, bú scalo en internet —dice Gonzalo, y luego se pone de pie, se dirige a la caja, paga la cuenta y se marcha sin despedirse de ella, dejá ndola sola en una esquina del bar.

 

Esa frase ha resonado en su cabeza mientras caminaba los veinte o treinta minutos que le ha demorado volver a su casa, todaví a ofuscado. No ha querido tomar un taxi porque pensó que le harí a bien caminar, respirando aire fresco y recobrando la calma. Puedo ser un canalla cuando estoy medio borracho, ha pensado. He sido cruel con Laura. En el fondo, tiene razó n. No la quiero lo suficiente. Me gusta, me excita, pero es una aventura má s y ella, que no es tonta, lo sospecha. No quiero vivir con ella porque sé que me aburriré, que luego tendré que sacarla de mi casa, y no quiero pasar por ese trance tan desagradable. Deberí a dejar de verla. Es una buena chica. No merece sufrir por mí. Estoy hacié ndole dañ o. Soy un cabró n. Pero no puedo dejar de ser quien soy. Ella me gusta, está buení sima y es normal que quiera seguir llevá ndomela a la cama. En todo caso, no le he mentido. Si Laura só lo está dispuesta a tirar conmigo a cambio de que le prometa que nos casaremos, entonces que se busque otro amante, porque yo no estoy dispuesto a mentirle. Y yo no quiero una mujer que haga el amor conmigo. Quiero a una mujer que tire conmigo, que tire salvajemente, que tire como un animalito en celo, que tire por el solo placer de estar tirando, y no por el futuro y la familia feliz. Jó dete, Laura. Yo no voy a cambiar. Quiero seguir siendo un pintor, un hombre libre. Si me caso contigo y tenemos hijos, mi vida como pintor habrá acabado. Seré el hombre má s miserable de esta ciudad, una ciudad que só lo soporto porque me permite pintar. Y me volverí a loco, te culparí a de mi desgracia, cualquier dí a te estrangularí a. Si no puedes entender que yo enloquecerí a si dejara de pintar, entonces bú scate un amante en internet. Que te mande su foto desnudo —que seguramente será trucada— y, si te gusta, buena suerte. A mí no me jodas má s.

 

Gonzalo entra a su casa, enciende las luces, orina en el bañ o, se mira en el espejo y sabe que está borracho, lo ve en sus ojos, que brillan con desusada intensidad, y en su sonrisa torcida, en la que se adivina un cierto egoí smo, un escondido talento para la mezquindad. Me jode tanto que me digan que soy irresponsable y egoí sta porque en el fondo sé que hay algo de verdad en esa acusació n, piensa, saliendo del bañ o. Uno só lo se enoja cuando le dicen cosas ciertas; si te acusan de una completa estupidez, nunca te molestarí as.

Pues sí, es verdad, soy irresponsable y egoí sta, se dice, en voz alta, caminando como un energú meno por su taller. ¿ Pero acaso no tengo que ser un poco irresponsable y egoí sta para ser pintor, para seguir pintando, para inventarme un mundo donde me sienta bien y pueda sobrevivir con una cierta dignidad? ¿ No es una gigantesca irresponsabilidad tratar de ser un artista, cuando serí a tanto má s fá cil vivir la vida có moda de mi hermano? Sí, soy un egoí sta, pero de ese egoí smo salen mis cuadros, y mis cuadros son la mejor manera que tengo de querer al mundo, de darle al mundo algo valioso y perdurable. Soy un egoí sta porque, si no lo fuera, dejarí a de pintar. Y si dejase de pintar, mi vida serí a una mierda, no tendrí a sentido. Soy un irresponsable, un egoí sta, un pintor y un hombre solo. Y al que no le guste, que se vaya a la puta que lo parió.

Se acerca al telé fono y llama a Zoe.

—Ven —le dice, cuando ella contesta.

—No puedo —susurra ella—. Ahorita llega Ignacio.

—Ven despué s. Quiero verte.

—Yo tambié n. Pero ahora es imposible. No puedo escaparme.

—Invé ntate algo, Ignacio te creerá.

—Gonzalo, no seas tan loco.

Menos mal que no me ha dicho no seas tan irresponsable, piensa é l.

—Estoy loco por ti —dice.

Zoe goza ese momento, pero sufre tambié n, porque no sabe qué diablos hacer. Quiere ir a verlo, pero no se atreve, su marido está por llegar.

—Si puedo, me escapo. Pero no me esperes.

—Ven. Quiero besarte.

—No sé, Gonzalo.

—Yo sí sé. Y tú tambié n. No tengas miedo.

—Me muero de miedo.

—Ven.

—Trataré de ir.

—Te espero.

—No me esperes. No hoy.

—Ven cuando quieras. Te estaré esperando.

Gonzalo enciende el equipo de mú sica, elige un disco que le encanta, baila perezosamente en la penumbra de esa vieja casona. Le gusta bailar solo cuando está borracho. Detesta bailar en lugares pú blicos, tumultuosos, donde a uno lo empujan y le dan pisotones. Baila pensando en que Zoe vendrá y bailará con é l y se dejará besar y, con miedo, resistié ndose levemente, llevar a la cama. Baila cuando cree oí r el timbre.

—¿ Zoe? —dice por el intercomunicador, feliz de pensar que ha llegado tan de prisa.

Pero hay un silencio apenas rasgado por el ruido lejano de la calle.

—¿ Zoe? ¿ Eres tú?

Hasta que ella se anima a contestar, desolada:

—No, soy Laura. Ya me voy. Perdó n.

—¡ Mierda! —grita é l, tras cortar el intercomunicador, pero no sale a la calle a buscarla.

Luego llama por telé fono a Zoe. Escucha la voz de su hermano:

—¿ Sí?

Cuelga. Zoe no vendrá, piensa. Soy un imbé cil. Laura vino y la perdí. Ahora sabe que no la esperaba. Vuelve al telé fono y marca el celular de Laura. Ella no contesta. Lo tiene apagado. No le deja un mensaje. No sabrí a qué decirle. No quiere mentirle. La verdad es que quiere besar a Zoe, no a Laura, y si besara a Laura só lo para hacerla feliz, pensarí a en Zoe. É sa es la verdad, aunque duela. Y duele. Por eso Gonzalo tira un portazo y regresa caminando al bar.

 

Ignacio y Zoe se animan a ir al cine en la ú ltima funció n del sá bado. No han querido perderse una pelí cula que ha ganado premios, recomendada por la crí tica rná s exigente, una historia de amor conmovedora, segú n el perió dico. No ha sido fá cil para ella convencerlo. Zoe ama el buen cine. Podrí a ir al cine todos los dí as de su vida. No le molesta ir sola, aunque prefiere ir con una amiga o, lo que es muy infrecuente, con su esposo. A Ignacio le gusta ver pelí culas, pero en casa. Cuando Zoe le sugiere ir al cine un fin de semana, suele contestarle que es mucho má s có modo arrendar pelí culas en la tienda de ví deos cercana, pues así evitan varias molestias a la vez: el fastidio de encontrar parqueo en el cine, el previsible disgusto de confundirse entre mucha gente, la incomodidad de apretujarse en una butaca rodeado de personas que no necesariamente practican rigurosas normas de higiene y la impotencia de tener que soportar la pelí cula í ntegramente en caso de que sea mala. Ignacio no tiene inconveniente en detener en casa la cinta de una pelí cula aburrida y meter otra en su lugar con la esperanza de que sea mejor, pero cuando va al cine se rehú sa a salir a mitad de la funció n, obligá ndose, aunque la pelí cula le resulte insufrible, a permanecer hasta el final, una costumbre que puede llegar a desesperar a Zoe. Aunque no encuentra argumentos para defenderse, Ignacio dice la verdad cuando afirma que odia salirse del cine a mitad de una pelí cula y que no tolera seguir viendo en casa una cinta que le aburre. Por eso, é l encuentra má s seguro ver pelí culas en casa, no una sino varias, de manera que si alguna falla, siempre hay un reemplazo a mano, y mira con recelo a su mujer cuando ella insiste en ir al cine porque, segú n dice, la experiencia es má s intensa y completa. Ahora, buscando un lugar donde aparcar en medio de un enjambre de vehí culos estacionados en varios pisos subté rraneos de ese complejo comercial, Ignacio se arrepiente de haber cedido a las presiones de su esposa para ir al cine esa noche. Es un mal dí a, piensa. Los sá bados en la noche todo el mundo va al cine. Me pone de mal humor dar vueltas y vueltas en busca de un jodido parqueo. Es tanto má s có modo ir a la tienda de ví deos, sacar cuatro pelí culas y echarnos a verlas en la cama. No sé por qué Zoe insiste tanto en traerme al cine cuando sabe que me incomoda. Ella cree que uno se hace má s culto viniendo al cine. No estoy tan seguro de eso. Dó nde hay un maldito parqueo, coñ o.

—Sigue a esa pareja que está caminando —sugiere ella, señ alando a un hombre y una mujer que, al parecer, se dirigen a uno de los tantos autos aparcados en ese nivel—. Seguro que van a salir.

—No me digas lo que tengo que hacer —se enoja repentinamente é l—. Cuando estoy manejando, no me des ó rdenes. Yo estoy al timó n. Yo sé lo que tengo que hacer.

—Está bien, pero no te molestes —dice ella, sorprendida por la violencia con que é l ha reaccionado.

Odio que me des instrucciones cuando estoy manejando, piensa é l. Detesto que presumas de lista y creas ver un parqueo libre antes que yo. Siempre es igual. Tú me tienes que decir adó nde debo cuadrar porque yo soy un idiota incapaz de encontrar un estacionamiento solo.

No sé por qué te irritas y me ladras por cualquier cosa, piensa ella. Si no querí as venir al cine, podrí as habé rmelo dicho. Es tan desagradable venir al cine contigo de malhumor, como si me estuvieras haciendo un favor. Soy una tonta. No aprendo. No volveré a decirte que me acompañ es al cine. Cuando vengo sola, la paso mucho mejor.

Despué s de aparcar, suben al ascensor, llegan al nivel de la boleterí a y hacen una larga fila para comprar las entradas.

—Ya sabí a que tendrí amos que hacer esta cola interminable —se queja é l, en voz baja.

—No me regañ es, Ignacio. Estamos bien de tiempo. No hay apuro.

—Voy a construir una sala de cine en la casa.

Irá s tú solo, porque yo necesito salir y ver gente, piensa ella. Ve a una pareja tomada de la mano, dicié ndose algo presumiblemente dulce al oí do, y la envidia. No les molesta hacer cola porque son felices estando juntos, se dice. A Ignacio le molesta cualquier cosa que hace conmigo, no por el mero hecho de hacerla, sino porque está conmigo. No sé por qué, cuando salimos juntos está siempre crispado, tenso, apurado, de malhumor, como si lo que má s le importara fuese volver a casa.

 

Ya en la sala de cine, Ignacio elige, como de costumbre, la ú ltima fila, el asiento de la esquina que le permite estirar las piernas. Zoe no ignora que a é l le fastidia sentarse en cualquier fila que no sea la ú ltima, como tampoco ha olvidado que su esposo no tolera a las personas que se atragantan de palomitas de maí z durante la pelí cula, una costumbre que é l encuentra irritante, pues le disgusta el ruido de las palomitas que crujen al ser masticadas por los espectadores vecinos. Por eso, Zoe se resigna a sentarse en la ú ltima fila y se queda con las ganas de darse un atracó n de palomitas con mantequilla. Cuando va al cine sola, se venga de Ignacio y se deleita comiendo tantas palomitas que luego, con los labios muy salados y la barriga hinchada, se arrepiente. Ahora, mientras espera a que comience la funció n, mira de soslayo a su esposo y advierte en ese rostro todaví a apuesto una expresió n de extrema quietud que la asusta. Está s muerto, Ignacio, piensa. Cuando está s conmigo, siento que mueres. No sonrí es. No haces un comentario travieso. Llevas la vida con una solemnidad que me da miedo. Parece como si estuvieras castigado. Estamos juntos en el cine. Es un sá bado en la noche. Podrí amos ser felices. Algú n dí a fuimos felices. ¿ Te acuerdas? ¿ O só lo recuerdas el valor de tus acciones en la Bolsa, los dineros que tienes en el banco? Despierta, Ignacio. Tó mame de la mano y bé same de pronto cuando se apaguen las luces, como hací as cuando nos conocimos y recié n salí amos. Pero sé que no me besará s. Porque ahora dices que besarse en pú blico o tomarse de la mano es cosa de mal gusto.

—Voy al bañ o —dice Zoe, y se pone de pie.

No va al bañ o, sin embargo. Rá pidamente, pues no quiere perderse el principio de la pelí cula, compra unas palomitas de maí z y, ante la perplejidad de la vendedora, que la mira sorprendida, las echa dentro de su bolso de cuero, para que Ignacio no se dé cuenta de que ella es una de las tantas personas ordinarias que comen palomitas en el cine.

 

Antes de volver a la sala, come de prisa todas las que puede para saciar su capricho.

—¿ Todo bien? —pregunta Ignacio cuando Zoe se sienta a su lado, ya las luces apagadas.

—Todo bien —dice ella.

Sacar una palomita de la lujosa cartera que tiene entre las piernas, llevá rsela a la boca, dejarla inmó vil sobre su lengua, dejar que se deshaga lentamente, pasarla sin masticarla, evitar cualquier ruido delator, disfrutar sin apuro de ese sabor salado, es una operació n que Zoe lleva a cabo secretamente, sin que su marido la descubra, cada cinco o diez minutos, cuidá ndose de no repetirla con una frecuencia que resulte sospechosa y de no hacer ningú n movimiento que pudiera poner en evidencia esa pequeñ í sima traició n a su marido. Nunca he gozado tanto comiendo palomitas, piensa.

Má s tarde, se deja arrastrar por esa historia de amor y termina disimulando, ademá s de las palomitas en su boca, las lá grimas que corren por su mejilla. Llora porque la pelí cula le recuerda, con una crudeza que no esperaba, el amor. Llora porque está harta de disimular. Ahora mastica la palomita, la hace crujir sin temor a que la pille su marido y la traga rá pidamente. No puedo seguir escondiendo la verdad, piensa.

 

Al volver a casa, Ignacio insiste en hacer el amor como todos los sá bados. Resignada, Zoe se entrega a esa mecá nica sucesió n de furores, brí os y embates, finge un orgasmo y siente un profundo alivio cuando concluye aquella ceremonia í ntima que ahora encuentra tan predecible como agobiante. No puedo seguir escondiendo la verdad, repite en silencio, al borde de las lá grimas.

 

Gonzalo está de pie frente al lienzo y se desespera porque no puede pintar. No ha podido pintar desde que besó a la mujer de su hermano. Quiere volver a verla. Quiere entrar en su boca otra vez. Trata de alejarla de sus pensamientos pero no lo consigue. Sufre por eso. Bebe agua, camina como un demente alrededor del taller, se echa en el piso de madera, grita para expulsar la tensió n que siente crecer adentro suyo, la idea empecinada y violenta de poseer a esa mujer. Le duele que Zoe le sea esquiva, que no pasara a verlo de nuevo y ni siquiera le haya llamado. No sabe qué diablos hacer. Se arrepiente de haberla llamado la otra noche, borracho. No quiere pensar en Ignacio. Le avergü enza recordar que su hermano le ha ofrecido un dinero de regalo sin saber que é l desea con rabia a Zoe y, en las noches insomnes, se enardece pensando en ella. No ha querido llamarlo. No sabrí a qué decirle. Tampoco desea perder el dinero que Ignacio generosamente le ha prometido. Mi hermano me mantiene para que yo pueda ser pintor, piensa. Ignacio trabaja para que yo sea feliz pintando. Pero yo no puedo pintar. No puedo porque el recuerdo de Zoe me está volviendo loco. No hago sino pensar en ella, imaginarla conmigo. Me estoy obsesionando. Nunca he deseado tanto a una mujer, ni siquiera a Mó nica cuando la cabrona me dejó. Soy un hijo de puta. Mi hermano está pensando en hacer plata para que yo pueda pintar tranquilo y yo estoy pensando en tirarme a su mujer. Tú ganas, Ignacio. Eres una mejor persona que yo. Eres má s noble, má s generoso. Por eso has llamado a decirme que me dará s plata. Para decirme que me perdonas y tambié n para recordarme que eres un mejor tipo que yo. Me jodiste. No te puedo ganar. Recibiré la plata y me la gastaré con absoluto egoí smo en las cosas que me hacen feliz. Yo só lo te puedo ganar en una cosa: en tener pasió n, en perder el control por algo o alguien, en vivir un poco má s al borde del abismo. Por eso estoy jodido. Porque me apasiona tu mujer, la idea de despertarla del estado de coma en que la tienes dormida. Me enloquece pensar en ella, en amarla como tú no sabes o no puedes, como estoy seguro que nunca pudiste. No es mi culpa que ella me desee y que yo pueda ver en sus ojos toda la infelicidad que lleva adentro y de la que, es obvio, te hace responsable. Me siento un cerdo, Ignacio, pero quiero tu dinero y tambié n a tu mujer.

 

Aunque sabe que no debe hacer esa llamada, Gonzalo se pone de pie, camina al telé fono y marca el nú mero de la casa de su hermano. Es lunes, Ignacio deberí a de estar en el banco, piensa. Contesta, por favor, Zoe. Necesito oí r tu voz, saber que tú tambié n piensas en mí.

—¿ Sí, diga? —escucha Gonzalo una voz de mujer mayor. Debo de haberme equivocado, piensa. Vuelve a marcar. Contesta la misma voz.

—¿ Quié n habla? —pregunta é l.

—¿ Quié n es usted? —pregunta, desconfiada, la mujer.

—Yo soy el hermano de Ignacio —dice Gonzalo, sin pensarlo—. ¿ Y usted?

—Yo soy la señ ora de la limpieza.

—¿ Está Zoe?

—Sí, la señ ora está en su escritorio.

—Pá seme con ella, por favor.

—Voy a ver si puede acercarse —dice la mujer con frialdad.

Gonzalo se queda pensando en lo que ha dicho hace un instante: yo soy el hermano de Ignacio. Le duele reconocer que, bajo presió n, se define de esa manera, como el hermano de Ignacio. Nunca seré yo mismo, piensa. Siempre seré el hermano de Ignacio. No conseguiré que Ignacio sea conocido como el hermano de Gonzalo. Yo siempre seré su hermanito menor, el pintor bohemio, el que se gasta la plata del banquero respetado y exitoso que es su hermano mayor. Só lo soy eso, carajo: el hermano de Ignacio. Soy un pobre diablo. Ignacio tiene razó n cuando me dice que soy un perdedor. Só lo un perdedor llamarí a un lunes a las dos de la tarde a casa de su hermano con intenciones de seducir a su cuñ ada. Pero está en mi naturaleza: me acepto como un perdedor, como el hermano de Ignacio, como el hermano de Ignacio que quiere tirarse a su cuñ ada.



  

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